RESUMEN
La obra de Maquiavelo supuso una ruptura con respecto al modo en que humanismo, y los autores antiguos en los que se apoyaba, concibió el rol de las apariencias en la política. Su obra abría un nuevo espacio para elaborar distintas formas de usar el engaño a partir de la imposibilidad de una relación directa entre el poder y el resto de la sociedad. Esta distancia entre actores exigía la necesidad de una consciente estrategia de representación del poder sin la cual no cabría imaginar un gobierno efectivo en favor del bien común. El engaño dejaba de estar únicamente vinculado a la tiranía y pasaba a entenderse como resultado de un modelo convertido en legítimo solo a través de la buena reputación del soberano o de los magistrados.
Palabras clave: Maquiavelo; representación; reputación; engaño; mentira; poder.
ABSTRACT
Machiavelli’s work represented a break regarding the way in which Humanism, and the ancient authors on which it relied, conceived the role of appearances in politics. His work opened a new space to elaborate different ways of using deception based on the impossibility of a direct relationship between power and the rest of society. This distance between actors demanded the need for a conscious strategy of representation of power without which it would be impossible to imagine an effective government in favour of the common good. Deception ceased to be solely linked to tyranny and came to be understood as the result of a model made legitimate only through the good reputation of the sovereign or the magistrates.
Keywords: Machiavelli; representation; reputation; deception; lying; power.
La obra de Maquiavelo retrata una nueva relación entre el poder y el público sobre la base de la necesidad de que el primero transmita una determinada imagen como elemento básico para su propio mantenimiento. Asumiendo que el autor rompe con la identidad entre el «ser» y el «parecer», algo que se configura como un resultado necesario de la distancia entre el poder y el pueblo, en su obra aparece una noción de representación ligada a la imagen que el líder proyecta de sí mismo. Esta, combinando realidad y engaño, debía ser capaz de servir a los fines políticos propuestos, creando una representación pública y permitiendo encarnar la imagen adecuada según el modelo de buen gobernante que demandara el pueblo.
Esta forma de representación como aparición no está vinculada conceptualmente con la representación política moderna, pero se vincula con la siempre presente idea de la política como algo mediado por las apariencias y el engaño. Si durante largos periodos en la historia de las ideas el engaño fue censurado por tratarse de una herramienta ilegítima, Maquiavelo no reflexiona sobre la adecuación moral de ciertos instrumentos, sino que se limita a mostrar ejemplos históricos de su uso, al tiempo que sostiene que la necesidad de su uso se mantiene inalterable en lo relativo a la proyección de la imagen del poder. Aunque el ámbito de la política se define por su carácter público, en su obra ya se piensa la necesidad de representar en público[1] una determina demanda o posición. Pero, más allá de hacer público algo previamente ocultado, su obra se refiere a un tipo de representación ligada a búsqueda de una determinada mirada o perspectiva, que en determinados contextos aparece como absoluta obligación: «Deba comparecer ante la multitud lo más graciosa y honorablemente que pueda»[2].
En su obra estaba presente la necesidad de forzar la mirada de la sociedad de tal modo que viera en el poder la imagen que justificara su predominio. En ese sentido, Maquiavelo abandona las anteriores legitimaciones del gobierno para abrazar el lenguaje de lo necesario o lo útil, de tal modo que en tanto que la posición del poder es siempre precaria, no debe olvidar que su último sustento es el favor o el consentimiento del conjunto de la comunidad, de acuerdo con una «cristalización de la opinión» (Merleau-Ponty, 1964: 266). Para abordar este punto procederemos inicialmente a mostrar el papel del engaño o las apariencias en la teoría política de su contexto, para posteriormente analizar los instrumentos de los que se sirve la representación maquiaveliana.
Maquiavelo no fue el primer pensador político en plantear la necesidad de que el poder se representase como un medio de legitimarse. En cambio, fue el primero que abordó la necesidad de una estrategia consciente que hiciera desaparecer aquellos elementos que el público no estaba dispuesto a tolerar en quien encarnaba la política. Para abordar este punto partiremos de cómo la tradición medieval y el humanismo eran contrarios a esta aproximación y cómo el contexto político con el que interactuó el autor pudo, por el contrario, fomentar un cambio de paradigma.
El medievo estuvo marcado por una concepción de la apariencia particularmente limitada por la exigencia religiosa, lo que no acabó con toda noción de representación, tal y como demuestra la tesis de los dos cuerpos del Rey (Kantorowicz, 2012). Sin embargo, ni siquiera el regreso de los postulados de Aristóteles a partir del siglo xiii supusieron el abandono de las concepciones cristianas tradicionales respecto de la imposibilidad de hacer uso de los instrumentos del engaño como un modo de generar una determinada imagen en el poder (Vissing, 1986: 27). Durante toda la Edad Media las ilusiones se consideraron como materia diabólica, una amenaza al equilibrio de la tradición del vasallaje, el cual dependía de la confianza entre el señor y su protegido como el garante de toda la estructura social. Así, la Edad Media habría detestado, más que cualquier otra cosa, el uso de la mentira (Le Goff, 1999: 316-317).
El humanismo abrió una nueva etapa en la comprensión de la representación política, conforme se afianzaba la idea del gobierno del príncipe como legítimo siempre y cuando el titular actuara como un modelo de virtud para el conjunto de la comunidad. Puesto que la posición en la que se encontraba permitía el control de su labor como soberano, la vista del público no debía encontrar obstáculos para la fiscalización del gobierno, en una relación de absoluta transparencia (Cappelli, 2016: 31). Esta forma de entender la relación entre poder y sabiduría fue ya reflejada por Petrarca, para quien la epístola del humanista se utilizaba como una herramienta para trasmitir al soberano la visión del pueblo y, a su vez, la conciencia racional de la que se hacía portavoz el escritor (Cappelli, 2005: 157). Cuanto más ascendía el príncipe, menos posibilidad para esconder aquello que llevaba a cabo (Pedullà, 2022: 235), de tal modo que debía actuar como una cabeza virtuosa que sirviera de ejemplo al resto. Esta idea trataba de dar respuesta a la crisis de legitimidad de las instituciones tradicionales que afectaba tanto a principados como a repúblicas, considerando que el buen gobierno dependía de la virtud de quien gobernaba (Cappelli, 2016: 32).
La virtud debía aparecer como el asiento de un régimen en el que la mera herencia biológica de los monarcas pasó a resultar insuficiente, tal y como señalaría Patrizi (ibid.: 39). Así, abandonando la idea de una dinastía familiar, los representantes públicos pasaron a poner su atención en una clase proto-burguesa que aceptaba el gobierno del monarca no por la continuidad dinástica, sino por representar los intereses del Estado (Cappelli, 2018: 260). De acuerdo con una incipiente despersonalización del poder, uno de los pilares de la moderna noción del Estado, el príncipe aparecería como «Stato incarnato» (Delle Donne y Cappelli, 2021: 164-165), estableciendo una teoría completa de la legitimidad política a partir de las virtudes del soberano (Cappelli, 2005: 175). De ese modo, el pensamiento humanista centraba su atención en las virtudes del titular del poder y no en la forma de gobierno, de acuerdo con la idea de Pontano de que toda republica tendía, por medio de un movimiento casi inevitable, a concentrar el poder en pocas manos (Cappelli, 2018: 263-264), por lo que la cuestión fundamental era educar a la cabeza del Estado. Desde esta óptica, el pensamiento político pasaba a tener como objetivo prioritario el conocimiento de los principios de la virtud. El príncipe debía aprender a ejercer la liberalidad, la clemencia, la fidelidad a los pactos o la humanidad, conforme a la iustitia y pietas. Frente a estas, la ambición, la soberbia, el odio y la ira se enfrentaban al buen gobierno, ya que eran las grandes enemigas de la maiestas, la cual se apoyaba, en cambio, en el autocontrol propio de la gravitas y la constantia. Es a través de estas que se podía obtener la admiración pública y el beneplácito del pueblo, que, al observar la posesión de las virtudes en el máximo grado por parte del soberano, consideraba legítimo su gobierno (Delle Donne y Cappelli, 2021: 117).
En tanto que la sociedad podía percibir la virtud de quien comandaba, muchos humanistas concibieron la sociedad como una entidad transparente. Su filosofía no encontraba dificultad alguna en el desarrollo de las relaciones humanas, por lo que negaba el rol de la opacidad en el funcionamiento social, substituyendo la cultura política por la exhortación moral (Merleau-Ponty, 1964: 278-279). El humanismo confiaba en la posibilidad de que el conjunto de la comunidad pudiera observar con nitidez la acción del gobierno, de tal modo que se debía contar con acontecimientos e instancias en los que el poder apareciera en escena, como es el caso de las fiestas y los espectáculos en pro de la creación de un aura propio de la maiestas (Pedullà, 2022: 344-345). La escenificación de la virtud, especialmente en una comprensión triunfal como la de Pontano, suponía para el príncipe la obtención del beneplácito, del consenso púbico, a partir del cual cimentar su posición.
Esta confianza en el mantenimiento de una sociedad sin instancias opacas entre el gobierno y el público no supuso, sin embargo, una total negación del papel del engaño. Ya la Baja Edad Media habría estado preñada de un pensamiento dispuesto a replantear el papel de la simulación política, tal y como el Secreto de los secretos o la obra de Juan de Viterbo, entre otros, habrían evidenciado en relación con cómo un príncipe podía salvar las apariencias (Guenée, 1985: 81-82). De igual modo, los humanistas se sirvieron de justificaciones antiguas de la mentira para fundamentar sus teorías de gobierno, tomando, entre otros, el ejemplo de Platón, quien ya autorizaba un determinado uso de la mentira cuando esta podía resultar útil (De Mattei, 1969: 15). La mentira podía ser usada por los gobernantes a modo de fármaco aplicado por el gobernante como parte de un proyecto educativo (Forte, 2008: 172); una «mentira noble» capaz de crear los vínculos familiares de los que requería la comunidad, estableciendo una ficción de justicia cercana al ideal y persuadiendo a los guardianes y los propios filósofos de la necesidad de asistir y vigilar la ciudad (Peiró Muñoz, 2015: 41-42). Esta concepción está presente en autores como Juan Crisóstomo, quien utilizó la idea del médico que se sirve del engaño en favor del enfermo, algo que se podía encontrar en otros autores cristianos como Cassiano y Didimo Alessandrino (De Mattei, 1969: 18-21). Aunque autores como Petrarca siguieron a Cicerón en su pretensión de no disociar lo útil de lo honesto, otros como Matteo Palmieri sostuvieron que, aunque los filósofos tratasen de unir dichos conceptos, las disputas particulares llevaban a la mayoría de los hombres a optar por uno o por otro valor según su conveniencia[3] (ibid.: 6).
Nociones de este tipo otorgaban sentido a la posibilidad de concebir el engaño como una forma de sabiduría. Es el caso de Patrizi da Siena, quien se apoyó en una cierta ambigüedad respecto de la simulación según la cual, aunque se debía venerar la verdad, la necesidad podía exigir elaborar una decisión entre dos males menores, estableciéndose así casos en los que la mentira quedaba justificada, entre los que se encontraban la salvación del Rey, el reino o la patria (ibid.: 22-23). De ese modo se reconocía la posibilidad de enseñar algo contrario a la verdad por necesidad del príncipe (Gilbert, 1938: 126). Igualmente, si bien Pontano trataba de seguir la estela ciceroniana en su De Prudentia, hacía suyo un enfoque similar, dado que aceptaba sacrificar lo honesto a manos de lo útil, especialmente si un interés superior, especialmente moral, lo exigía (De Mattei, 1969: 7). Continuó distanciándose de Cicerón por medio de otras como De oboedientia, De conviventia o De Principe, en las que consideró adecuado que el rey falseara la realidad por el bien del Estado (Gilbert, 1938: 127), postergara el uso del castigo hasta el momento oportuno, utilizara la religión como instrumentum regni o concibiera el engaño como sabiduría práctica (De Mattei, 1969: 13, 23).
Incluso la obra de Cicerón sirvió para justificar determinadas necesidades de la política práctica. El orador romano había tomado de la República de Platón la idea de que no se debía devolver el arma al amigo que la había prestado en caso de que este enloqueciera, de tal modo que tampoco sería justo decir toda la verdad al loco (Platón, 1988: 63, I, 331c). De este modo, si según Cicerón algunas acciones honorables perdían este atributo según las circunstancias (Cicerón, 2014: 280, III 25 94), muchos humanistas continuaron el uso de este tópico para señalar los límites del mantenimiento de las promesas. De forma similar, se sirvieron de la tesis de Séneca según la cual la exigencia de mantener la palabra dada implicaría que todas las cosas se mantuvieran en los mismos términos que cuando esta fue enunciada, algo que recogió incluso Tomás de Aquino (De Mattei, 1969: 26-28). Es el caso de Bartolo de Sassoferrato, quien sostenía que no se debía mantener el juramento en relación con aquellos que no lo respetaban, al igual que para Paride dal Pozzo existían casos en los que legítimamente se podía desatender una promesa, para evitar, por ejemplo, el daño al que el príncipe se enfrentaría si su vasallo cumplía su palabra (ibid.: 29, 31). Otra referencia similar la encontramos en la obra del obispo Jerónimo Osório da Fonseca, quien habría sugerido en uno de sus diálogos la posibilidad de romper la fe o la palabra dada en la búsqueda del bien de la patria (Gilbert, 1938: 124). Por tanto, como señalaba Cosimo Bartoli, aunque la mayoría de los autores defendían el mantenimiento de la fe, acababan por reconocer que en algunos casos resultaba útil romperla (De Mattei, 1969: 41).
Frente a esta corriente, Maquiavelo centró su atención en otras tradiciones menos apegadas a la reflexión filosófica y más vinculadas con la práctica política. En ese sentido, es posible que se sirviera de su conocimiento de la historia romana y el modo en que en ella se había gestado la necesidad de establecer un aurea de majestad en torno al Estado que permitiera hacer frente a las amenazas que pudiera sufrir. La incidencia en su pensamiento de la expresión reipublicae maiestas así lo podría atestiguar. Su origen se encuentra en la obra de De dictis (IX.2.3) de Valerio Máximo, y, en tiempos de Maquiavelo, fue usada como expresión jurídica usada por autores como Rodrigo Sánchez de Arévalo (Pedullà, 2022: 289). De forma similar, la historia romana pudo ser leída por el florentino como una muestra de las potencialidades de una adecuada representación del poder. A este respecto, muchos de aquellos que sucedieron a Julio César fueron conscientes de la necesidad de desvincular su mandato de los usos monárquicos, acercándose a la imagen de un senador primus inter pares. Aunque el Senado contara con menor capacidad que en tiempos de la república, mantenía gran parte de su poder simbólico, de tal modo que los emperadores romanos continuaron gobernando en un mundo que permanecía dentro de la lógica senatorial, a menos simbólicamente (Hekster, 2019: 23).
Más allá de las influencias antiguas, medievales o humanistas, comprender el modo en que el secretario concibió la reputación, el engaño, la mentira o la necesidad requiere tener en cuenta el debate en la República de Florencia. Una vía para acceder a este son las transcripciones de la cámara aristocrática de la ciudad, la Consulte e Pratiche della Repubblica Fiorentina. Los debates en ella estuvieron marcados por la necesidad del régimen florentino de saber qué movimientos llevaban a cabo los demás Estados, de tal modo que era frecuente que los participantes de las sesiones desconfiasen y sostuvieran, refiriéndose a determinados líderes que «sus ofertas eran todo mentira» o «que no se le debía escuchar»[4] por el peligro que suponía ser engañados por ellos. Es por esta razón que se alertaba contra la «duplicità» de ciertos líderes, de modo que a algunos de ellos se debía creer poco o nada ya que las palabras valían poco[5]. Frente a esta astuta forma de actuar de ciertos adversarios, los cuáles «coloreaban» sus intenciones o acciones (Fachard, 1988: 221, 223), algunos de los intervinientes en la cámara apelaban a una política no basada en el engaño, de tal modo que solo las victorias otorgaran reputación a la ciudad (ibid.: 363).
En ese contexto, la política «honesta» aparecía como una opción arriesgada ante la descomposición del modelo feudal en favor de la gestación de los grandes Estados europeos. De ese modo, el cambio de paradigma respecto de las relaciones entre Florencia y el resto del continente delataba la debilidad política y militar de la ciudad italiana, motivando una política de desconfianza. Así pues, predominaban los interlocutores que se posicionaban en contra de confiar en la fe dada por parte de diversos enemigos o aliados (ibid.: 34, 182, 186). La comprensión de las apariencias políticas hacía más conscientes a los debatientes de la dificultad de llevar a cabo juicios políticos acertados, por lo que algunos no se creían capaces de emitir un juicio definitivo[6], de tal modo que, en ocasiones, el desconocer algo motivaba juicios dubitativos o a la petición de «vostre consiglo» (ibid.: 121), al igual que se planteaban hipótesis sobre lo que pudiera estar sucediendo (ibid.: 137). En otros casos se renunciaba a asumir un conocimiento de fondo y se sostenían meros «pareceres» (ibid.: 1988: 241). Frente a esta duda e indecisión, algunos apelaban a conocer las realidades políticas de forma más directa, de tal modo que alguno de los asistentes confirmaba aquello que había sido dicho[7] una vez que había sido posible llevar a cabo estrategias que fueran en la línea de conocer su naturaleza para posteriormente poder juzgar más fácilmente[8]. Esto último solo era posible si los embajadores investigaban diestramente, de tal modo que fuera posible ver dónde la cuestión tenía lugar, ya que solo así se podía examinar bien la cosa[9].
Frente a una tradición de pensamiento político que enfatizaba la comunión entre la moral y la política, el contacto directo con la política práctica predispuso a Maquiavelo a una singular forma de concebir la virtud. La confianza humanista en las virtudes morales del gobernante se vio enfrentada por el secretario florentino, quien entendió la virtud como la capacidad de servirse de todos los instrumentos útiles para gobernar, incluidos los que atentaban contra la moral convencional. Si los humanistas percibían transparencia entre gobierno y sociedad, Maquiavelo advertía una lógica competitiva que exigía repensar el lugar del engaño en la política y su uso potencial en relación con la posibilidad de construir una reputación como instrumento legitimador del poder.
Una de las más famosas sentencias maquiavelianas señala que la mayoría de los hombres juzgan más con los ojos que con las manos, de tal modo que todos ven, pero pocos «sienten» o «tocan» directamente los asuntos del gobierno (Machiavelli, 2018g: 870, xviii). Esta distancia, que marca explícitamente sus diferencias con las tradiciones de pensamiento político analizadas en el epígrafe anterior, es concebida como insuperable e invita a la formulación diversas formas de concebir el engaño. En torno a estas centraremos nuestra atención en el presente apartado.
Maquiavelo utiliza muy diversos modos de referirse al engaño, y una de las principales técnicas a través de la cual este se pone en práctica consiste en «colorear» o mantener «bajo color»[10] las intenciones o los objetivos. Es común, en este sentido, la referencia a como un modo de reflejar aquellos engaños que tratan meramente de dar una versión de la realidad basada en falsas apariencias. La idea de presentar algo «bajo otro color» sirve para referirse a diversos temas, como pueda ser el modo en que se puede aparentar buenas intenciones en el incumplimiento de las leyes, con las nefastas consecuencias que de ello se puede derivar (Machiavelli, 2018e: 397, I 34), o la manera en la que se debe iniciar la guerra atacando a un aliado del enemigo (ibid.: 488, II 9). Los engaños son muy variados, desde el que trata de convencer a otro bajo apariencia de mandarle ayuda[11], o quien se autolesiona para culpar a otros como un modo de ganar reputación, tal y como hizo Pisístrato (ibid.: 599, III 6), hasta aquel que trata de esconder la inobservancia de la palabra dada por parte de un príncipe, negando con la apariencia servirse de la técnica propia de la zorra (Machiavelli, 2018g: 869, XVIII).
El siguiente de los medios del engaño es el fraude, cuyas enunciaciones, excepto cuando se refieren a triquiñuelas ajenas concebidas como un modo de atentar contra la legalidad de una república, en particular en lo relativo al escrutinio (Machiavelli, 2018f: 157), dan cuenta de trucos llevados cabo en el contexto de guerras y conquistas, como aquel que utilizaban los romanos cambiando los términos de tal modo que sus siervos se creyeran aliados (Machiavelli, 2018e: 500, II 13). El fraude puede permitir la conquista de una ciudad (ibid.: 562, II 32), o ser la causa de la desconfianza ante los aparentes errores del enemigo (ibid.: 693, III 48). Este se convierte en necesario, especialmente para aquellos que actúan en un contexto en el que la guerra es frecuente, algo directamente relacionado con la permeabilidad de las fronteras de la Italia del bajo medievo, tal y como ejemplifican César Borgia o Castruccio (Machiavelli, 2018g: 830, VII; Machiavelli, 2018i: 1670).
El engaño debe ser una herramienta fundamental del príncipe, el cual debe ser gran simulador y disimulador[12]. Así, abundan los ejemplos de aquellos que se han servido de la simulación como un medio, de tal modo que, si en algunos casos se trata de ejemplos históricos que el autor meramente recoge, como aquellos referidos a Filippo di Francia o Cosimo (Machiavelli, 2018h: 1720, I 25 y 2034, VII 3), en otros casos la simulación aparece explícitamente alabada por ser bien usada o por ser ejercida por personajes que merecen el reconocimiento del secretario (Machiavelli, 2018e: 416, I 41). Se trata, por tanto, de que la simulación puede ser entendida como una herramienta sabia, útil e incluso necesaria, tal y como muestra el ejemplo de Bruto y su apuesta por simular por un tiempo su locura[13]. Sin embargo, frente a otros modos de enmascarar la verdad, la simulación es un arte del que incluso el pueblo participa, de tal modo que es uno de los elementos propios de la maldad intrínseca del ser humano (Machiavelli, 2018g: 865, XVII ). Independientemente de esto último, Maquiavelo insinúa que en algunos casos el engaño no es necesario, o podría resultar perjudicial, en tanto que se aplica a ámbitos en los que no se requiere de él, o en los que la honestidad podría ser igualmente efectiva (Machiavelli, 2018k: 2973, 261).
La importancia del fraude se muestra con toda claridad a través de la tesis según la cual en algunos casos sería capaz de otorgar la victoria sin necesidad de un uso de la fuerza: «No creo que se encuentre a nadie nunca que se bastó tan solo con la fuerza, pero se encontrarán casos en que se consiguió únicamente valiéndose del fraude»[14]. La posibilidad de vencer a través del fraude se muestra en el modo en que los emperadores vencieron a los papas (Machiavelli, 2018h: 1719-1720, I 25), sirviéndose del engaño como forma de evitar la derrota, verdadera fuente de oprobio (ibid.: 1993, IV 17). Esta idea está en perfecta consonancia con la posición de Castruccio, quien optaba por vencer por medio del fraude cuando era posible (Machiavelli, 2018i: 1670). Sin embargo, podría considerarse contradictoria con la famosa idea según la cual «todos los profetas armados vencieron y los desarmados encontraron su ruina»[15], aquellos que, como Savonarola, fueron incapaces de movilizar la fuerza en determinados momentos de necesidad, por lo que su éxito dependía únicamente de una determinada reputazione creada por medio del discurso y la teatralización. Frente a esa posible lectura, el pasaje no sostiene que el fraude sea insuficiente para el triunfo, sino que los innovadores deben servirse de un elemento que sea vaya más allá de la prédica. Solo la violencia obliga, convirtiendo a su ejecutor en alguien que no depende de las circunstancias, es decir, de la fe de sus seguidores. En cambio, aquel que dispone de la fuerza no está obligado a hacer uso de ella de forma continua, de modo que puede probar el fraude como una estrategia que en determinados momentos le haga triunfar. Solo aquellos en los que el fraude no es suficiente aparece la violencia como garante último de una empresa. No obstante, conviene enfatizar que para Maquiavelo la fuerza nunca es suficiente, tal y como señalábamos a través de Discorsi II 13 líneas arriba, y como otros pasajes más muestran, ya que la violencia siempre tiene la necesidad de ser representada o legitimada, y en algunos casos produce peores resultados que aquello que se hace por medio de acuerdos o engaños: «A mí me parece perdida; porque, si la hubierais ganado por medio de acuerdos, se os habrían seguido utilidad y seguridad; pero, puesto que tendréis que sujetarla por la fuerza, será un punto débil y una preocupación en los momentos de peligro y un perjuicio y motivo de gastos en tiempos de paz»[16].
La idea del fraude está fuertemente emparentada con la mentira, la cual, a pesar de ello, aparece en contadas ocasiones en la obra de Maquiavelo, en la gran mayoría de los casos refiriéndose a casos históricos (Machiavelli, 2018e: 356, I 14), mentiras de las que el autor da cuenta en su faceta de diplomático o analista (Machiavelli, 2018j: 1261; Machiavelli, 2018k: 2539, 3), o como parte de la trama de sus comedias (Machiavelli, 2018l: 2304, III). En otros casos, Maquiavelo habla de mentiras o bugie cuando en realidad se refiere a los errores a los que se pueden ver sometidas sus elucubraciones o prophezie (Machiavelli, 2018k: 2895, 221), al igual que menciona la cuestión en aquella carta, convertida en referencia básica por Strauss, en la que confesa sus mentiras a Guicciardini[17]. Por último, la mentira aparece como algo a lo que los conjurados pueden apelar tras su confesión durante la tortura, «alegando que la fuerza los constreñía a decir mentiras»[18], o como una de las normas del humorístico y carnavalesco club social presentado en Capitoli per una compagnia di piacere, en el cual no se debía mostrar signo alguno del ánimo propio, sino fingir o decir mentiras (Machiavelli, 2018b: 2381).
El escaso uso del concepto de «mentira» se debe en gran medida a que el autor cuenta con una amplia gama de términos que le permiten referirse al engaño sin hacer uso explícito de la idea de la mentira. Si bien podríamos sugerir que el autor no postula explícitamente el uso de la mentira como un modo de evitar la indignación moral del lector a quien va dirigido el texto, posiblemente no estuviera interesado en disquisiciones morales en torno a la diferencia entre engaño o mentira en el ámbito político. De hecho, esta esta diferencia entre mentira y engaño resulta irrelevante para quienes no es la falsedad o veracidad de lo sostenido, sino la consciente intención de engañar, lo que caracterizaría a la mentira. Este enfoque denuncia a aquellos que justifican la mentira en nombre del bien común, puesto que el uso de la falsedad nunca podría perseguir intereses loables (Ramsay, 2000: 26). Estas perspectivas ignoran la dificultad que se deriva de tratar de enunciar una única verdad pública no mediada por el autoengaño colectivo en forma de asunciones difícilmente reductibles a verdades de hecho, defendiendo un afán individual en favor de una verdad incondicional, que, por mucho que se realice con toda buena voluntad y esfuerzo, encuentra difícil acoplo dentro del ámbito político (Moreno, 2019: 77, 80). Además, el planteamiento de los enfoques incondicionales carecería de sentido si la expansión de la libertad política moderna y conflictual asociada a Maquiavelo no se hubiera producido, por lo que su legado contribuiría a mantener la relevancia de la idea kantiana de libertad[19].
Todas las estrategias relacionadas con el engaño eran para Maquiavelo una forma de pensar en medios para limitar los abusos morales y políticos en forma de conquistas y otros atropellos que las grandes potencias europeas infringían sobre Florencia. En ese sentido, aunque la política se sirve de un instrumento inmoral para fundamentar su poder, su principal objetivo es la mejora del conjunto de la sociedad, un bien moral en sí mismo[20]. Además, puesto que utilizar el término «mentira» no resuelve o permite comprender mejor el asunto, pareciera más adecuado abordarlo en términos de disimulación o incluso de hipocresía, término central de la interpretación con la que Ruth W. Grant propone leer a Maquiavelo. Para la autora, más allá de la crítica moral, el rol de la hipocresía en política debía entenderse en términos de necesidades, y el engaño y la hipocresía aparecerían en la política como resultado de relaciones de dependencia entre personas con conflictos de intereses dentro de los cuáles no se impone una verdad (Grant, 1997: 20-21). Independientemente del tipo de régimen político, la dependencia aparecería como la mayor fuente de presión en favor de la hipocresía, y de un comportamiento manipulativo, dentro de un clima de competición y conflicto en el que resulta imposible sustraerse a la necesidad de crear una determinada reputación acorde con los estándares sociales de vicio y virtud (ibid.: 31, 42). La existencia de elementos que no permiten ser negociados abiertamente en términos de interés, como son la confianza, la lealtad, el honor, la vanidad, la ambición o el sentido moral, requerirían de la irrupción de la hipocresía puesto que no cabría conducir las relaciones sociales de una manera abiertamente cínica (ibid.: 43-49). Esto no impedía que el propio autor fuera consciente del peligro que se deriva de normalizar el engaño. Justificarlo a través de sus buenos usos favorecería su generalización en favor de fines cuestionables[21]. Pero, de forma opuesta, tratar de hacer de la política un juego practicado desde una estricta integridad supondría una limitación a la acción autónoma del político, y con ella una mayor dificultad a la hora de obtener los resultados que los valores sociales prescriben (ibid.: 55).
La vinculación entre el fraude y el éxito de la política resalta la originalidad de la teoría maquiaveliana de la simulación ya que hace del engaño una obligación del príncipe consagrado al bien común (Gilbert, 1938: 132). Pero las distintas formas de concebir el engaño serían únicamente medios a su disposición. El fin, un gobierno estable y eficaz, solo podría mantenerse en pie si la simulación, y, en determinados casos, la honestidad, se combinaban en favor de una consciente estrategia de representación del poder.
El concepto de «reputación» aparece en la obra del secretario fundamentalmente a través de «riputazione» y «reputazione». Se trata de un concepto amplio y frecuentemente utilizado por Maquiavelo, en muchos casos referido a un pueblo (Machiavelli, 2018h: 1709, I 17), una ciudad (Machiavelli, 2018j: 1166; Machiavelli, 2018h: 1759, II 15), un reino o imperio (Machiavelli, 2018e: 392, I 33; Machiavelli, 2018e: 571, III 1), o incluso unas instituciones (Machiavelli, 2018c: 217; Machiavelli, 2018m: 201). En otros casos sirve para caracterizar un ejército (Machiavelli, 2018e: 397, I 34), o para señalar el modo en que las milicias que no merecen tal consideración la obtuvieron igualmente (Machiavelli, 2018g: 851, XII). Incluso una lengua o una religión son objeto de análisis en términos de su reputación (Machiavelli, 2018e: 478, II 5). Más allá de estos casos, la reputación aparece fundamentalmente vinculada a personajes como resultado de su propia naturaleza o sus dedicación (Machiavelli, 2018g: 875, XIX). Dicha reputación depende de la amistad de un rey (Machiavelli, 2018h: 2043, VII 7) o del favor de la Iglesia (Machiavelli, 2018h: 2077, VII 31). En otros casos, aparece como resultado de un determinado linaje familiar (ibid.: 1700, I 10 y 2078, VII 32) o de la propia virtud: «Este renacer de las repúblicas desde sus propios principios puede provenir de la simple virtud de un solo hombre […]»[22].
Los actores que se ven retratados en términos de reputación son príncipes o emperadores, capitanes de ejército o personajes privados que aspiran a formar parte de las instituciones, a través de medios lícitos o ilícitos. De ese modo, los príncipes pueden crear una determinada reputación por medio de su prudencia, como en el caso de Lorenzo el Magnífico (ibid.: 2143, VIII 36), gastando el botín ajeno (Machiavelli, 2018g: 863, xvi ) o faltando a su fe «cuando el haberla observado le hubiera en muchos casos arrebatado o la reputación o el Estado»[23]. Los ejemplos a este respecto son innumerables, puesto que son muy diversos los modos de mejorar una reputación que ayude en propósitos futuros[24], como pueda ser protegerse del odio del pueblo (ibid.: 878, XIX). En ocasiones la reputación de un ciudadano puede ser acrecentada como modo de prepararle para su posterior nombramiento institucional, o, en palabras del autor, «dar reputación a uno de los suyos para otorgarle con el tiempo un mayor grado»[25]. Igual, cabe mermar la reputación de la cabeza de la república como un medio en favor de la obtención del poder por parte de la facción opuesta, como sucedió en el conflicto entre los nobles y Piero Soderini (Machiavelli, 2018a: 137). Se trata, en cualquier caso, de cómo la representación funciona como un instrumento a favor del mantenimiento del propio poder, tal y como puede apreciarse de forma muy evidente en relación con el rey de Francia y su conflicto con los nobles[26].
Cómo abordábamos previamente en palabras de Cappelli, la necesidad continua de mantener una mejor imagen se encuentra en mayor medida en el príncipe nuevo: «un príncipe nuevo, el cual tiene mayor necesidad de obtener reputación que uno hereditario»[27]. Por otro lado, el príncipe debe mantenerse alerta respecto de otros que traten de acrecentar su reputación, en especial sus capitanes (Machiavelli, 2018e: 384, I 29). Sin embargo, el aumento de la reputación del capitán es al mismo tiempo un instrumento de conquista, puesto que sin ella la obediencia de sus soldados no está asegurada (Machiavelli, 2018d: 1086, VI). En cuanto a los ciudadanos privados que adquieren reputación, lo pueden hacer a través de las instituciones, como es el caso de los tribunos, que «nombraron con tanta preeminencia y tanta reputación que pudieran actuar siempre como intermediaros entre la plebe y el senado»[28], o en el caso de los Gonfalonieros de la Justicia, que para que tuvieran «más majestad y reputación, decidieron que para ejercer como tal autoridad se exigiera la edad de cuarenta y cinco años»[29]. Así, respetando los canales establecidos, incluso ser reconocido como noble, como en el caso de Venecia, no supone una amenaza si se trata de un mero reconocimiento o reputación (Machiavelli, 2018e: 444, I 55). Pero, al igual que para los príncipes, en la república lo que verdaderamente concede reputación es llevar a cabo una acción extraordinaria en favor del bien al común: «ninguna cosa hace que se le estime tanto como dar ejemplos singulares con cualquier hecho o dicho en favor del bien común»[30].
Frente a los caminos ordinarios que permiten adquirir reputación, Maquiavelo se refiere a otras vías por las que la república puede verse en peligro, de acuerdo con la distinción entre «vías públicas» y «modos privados»[31]. La existencia de vías privadas, así como la ausencia del temor a la pena, pueden llevar a un ciudadano a caer en la insolencia que amenaza el orden republicano, algo que sucede cuando a la reputación se le une la audacia (ibid.: 377, I 24). Toda república, si bien «sin ciudadanos reputados no puede mantenerse»[32], tampoco puede permitir que la reputación de los ciudadanos privados sea el motivo de la llegada de la tiranía. Se trata de un equilibrio que se mantiene en contadas ocasiones, siendo más frecuente que quienes gobiernan no merezcan la reputación adquirida (Machiavelli, 2018h: 1913, V 1), de tal modo que, en muchos casos, la república no garantiza a sus ciudadanos mejores y más reputados la preeminencia política, siendo ignorados en los tiempos de paz, de modo que el mando es sostenido por aquellos que los envidian (Machiavelli, 2018e: 626, III 16).
La reputación no solo recae directamente en los sujetos particulares, sino que se sirve de los mecanismos de los que dispone el Estado para aumentar la fuerza con la que se presenta la imagen del líder. Esta idea se corresponde con los términos «majestad del Estado»[33] o «reputación del Estado», a saber, la reputación particular que confiere encarnar las instituciones, representándolas o dándoles contenido, mientras que la expresión «majestad de su propia dignidad» (Machiavelli, 2018g: 890, XXI) se mantiene dentro de la lógica de la representación personal del príncipe. En cuanto a la «majestad del Estado», aunque pueda referirse al poder decisorio del conjunto, se trata de una instancia que viene asociada a una determinada representación, de tal modo que, si esta se ve manchada, todo el armazón estatal se ve amenazado: «Vivían, pues, los ciudadanos llenos de indignación viendo la majestad del Estado arruinada […]»[34]. Por otro lado, también en la guerra el mando se sirve de este elemento, puesto que la reputación del capitán depende en cierto sentido de haber sido nombrado como tal[35]. Ser portador de la majestad del Estado facilita determinadas empresas, de tal modo que cuando se pierde puede ocasionar un gran escollo (Machiavelli, 2018h: 2051, VII 13). Así, depende en gran medida de la ornamentación que acompaña al poder, aunque puede permanecer en cierto sentido en la memoria de aquellos que lo han visto o en la presencia de quien encarnó el poder durante largo tiempo[36]. Se trata, por tanto, de un conjunto de dispositivos que permiten la diferenciación del poder respecto del resto de la comunidad, algo que debe ser continuamente representado.
Si bien el asunto obligaba a centrar la atención en «riputazione» y «reputazione», la reputación aparece en la obra de Maquiavelo a través de otros conceptos, entre el que destaca «grado», que en innumerables ocasiones es utilizado en relación con nivel, cargo, magistratura, jerarquía social o rango militar (Machiavelli, 2018m: 215; Machiavelli, 2018e: 317, I 2; 437, I 53; 456, I 60; Machiavelli, 2018h: 1801, II 39; Machiavelli, 2018f: 167). «Grado» se relaciona con la idea de grandeza, y con una reputación que puede crearse sirviéndose de circunstancias en las que el sujeto no actúa libremente (Machiavelli, 2018e: 431-432, I 51). El grado se vincula también con el «onore» (ibid.: 647, III 25), haciendo referencia de aquellos elementos ornamentales o «insegne» que van de la mano de la representación del poder institucional (ibid.: 439, I 54). En la misma línea del grado, la reputación aparece a través de la metáfora de la grandeza, de tal modo que «en cada acción suya obtenga fama de hombre grande y de ingenio excelente»[37], una cualidad que siempre puede acrecentarse aún más, tal y como el autor se refiere a un Lorenzo el Magnífico, que si había salido de Florencia siendo grande, a su vuelta mereció el calificativo de grandissimo (Machiavelli, 2018h: 2115, VIII 19). Por último, también referido a una gran reputación aparece la idea de un sujeto sobre el que recae una «estraordinaria opinione» (ibid.: 2052, VII 14) o quien es considerado entre los «principi d’una città» (Machiavelli, 2018d: 930, I).
Como se anticipaba al final del anterior apartado, los términos hasta aquí abordados van más allá de las meras técnicas del engaño, constituyendo el núcleo de la posibilidad de ejercer una representación efectiva que favorezca el mantenimiento de un orden político. Este orden solo se sostendrá mientras la voluntad, las actuaciones y las opiniones del público reflejen lo pretendido según el diseño de la apariencia por parte de la autoridad, de tal modo que esta pueda mantener su credibilidad en lo militar, económico y jurisdiccional (Vissing, 1986: 64). En este sentido, el mantenimiento de la autoridad requiere que el príncipe sea «reputado», algo que es posible en tanto que sea capaz de llevar a cabo «grandes empresas y dar de sí ejemplos singulares»[38]. Conviene hacer una diferenciación entre estas dos categorías, puesto que mientras «empresas» se refiere a iniciativas de guerra, los «ejemplos» se corresponden con acciones en tiempo de paz (Pedullà, 2022: 333). De hecho, la idea de que las «empresas» se vinculan a lo militar la podemos confirmar a través de innumerables pasajes (Machiavelli, 2018h: 1712, I 19; 1730, I 33; 1747, II 6; 1818; III 7; 1867, IV 6; 1964, V 32), mientras que los «ejemplos» se relacionan con la administración de los asuntos del principado, los cuáles consisten en premiar y castigar a todos aquellos que merezcan una u otra cosa, conforme a sus méritos y comportamientos (Machiavelli, 2018g: 888, XXI). Por tanto, aunque un príncipe puede obtener fama a través de cada una de las acciones que emprende en el gobierno, el autor especifica casos concretos entre los que incluye el premiar a los hombres virtuosos y a aquellos que sobresalen en un darte, animando a los ciudadanos a ejercitarse en los ámbitos del comercio y la agricultura. Estas estrategias, así como tener ocupado al pueblo con fiestas y espectáculos, además de acceder a reunirse con las «artes» o «tribus» en que se divide la población, le permitirán «dar de sí ejemplos de humanidad y liberalidad»[39].
La continua necesidad de representar las acciones del poder se aprecia de forma muy clara en relación con la violencia y el espectáculo. Según Yves Winter, la violencia para Maquiavelo no es una característica abstracta y constitutiva de la política, sino un medio susceptible de ser comprensible en términos de un evento o mecanismo estratégico. La violencia no constituiría tan solo un instrumento, sino también un acto de significación, conforme a sus consecuencias performativas, teatrales y su capacidad comunicativa y de representación. Su fin último sería la culminación de un proyecto educativo para las masas en el que se diera cuenta de los contextos en los que la fuerza debiera ser entendida como necesaria (Winter, 2018: 23-25). Además, la violencia vendría a representarse como arma política, incluso cuando, a pesar de llevarse a cabo por la noche, como el asesinato de Ramiro, generaba códigos e imágenes que lo hacían comprensible al público. El espectáculo permitía imaginar al responsable y generar miedo, incertidumbre o estupefacción, pero, al mismo tiempo, se convertía en un ejercicio que resultaba sanador o terapéutico en tanto que ajusticiaba al opresor (ibid.: 46, 52). Frente a una interpretación según la cual la violencia o la crueldad serían irracionales y resultado de la ira, Maquiavelo habría enfatizado su componente estratégico, especialmente en el contexto de los momentos de transición, durante los cuales la violencia instaura un orden político y, a la vez, un nuevo orden simbólico (ibid.: 125).
En el primer apartado se sostenía que el príncipe de Maquiavelo hace aparición en un momento en que la virtud y su representación emergen como principales legitimares del modelo político. A este respecto, el príncipe civil, que en palabras de Mario Martelli suponía la solución monárquica y revolucionaria para la salvación de la civilità o la civitas (Martelli, 1996: 20-21), según Cappelli merece el adjetivo «civile» debido a que su poder está basado en una dominación legal y en una estructura institucional que no permite el total control por parte del príncipe. Se trataría de un modelo ni republicano ni monárquico, basado en un aparato legal controlado por un príncipe legitimado por el apoyo de la multitud (Cappelli, 2022: 129). Sería civil en la medida en que la toma del poder se realiza por medio de la ayuda del pueblo, de tal modo que la diferencia con la tiranía se encontraría en una base consensual de su poder y en la ausencia de la violencia, de modo que contase con cierta legitimidad en su origen. La cuestión de la reputación debería entenderse desde el punto de vista de un liderazgo hecho de la misma sustancia que sus seguidores, convirtiéndose en un epítome de estos últimos, al crear una imagen de poder basada en ellos (ibid.: 131-133).
Esta necesidad de fusionar el poder y su representación con el modo de ser de los seguidores es algo en lo que Maquiavelo sigue la línea marcada por la tradición humanista, en tanto que la posición elevada es lo que permite que el pueblo pueda juzgar y demandar una determinada imagen. En ese sentido, asume el sometimiento del ejercicio de la autoridad política a un modelo que se juzga en términos ópticos (Vissing, 1986: 236). Sin embargo, la gran diferencia con respecto a los humanistas se encuentra en relación con el acceso al verdadero carácter y naturaleza del príncipe. Para los humanistas no había posibilidad de plantear este tipo de representación ya que la real naturaleza del príncipe se impondría por su propia fuerza, por su esencia verdadera. Para Maquiavelo, en cambio, existía la necesidad de representación como resultado de la imposibilidad de un contacto directo entre poder y comunidad. Y puesto que no cabía otra cosa que crear una determinada apariencia, en mayor o menor medida ligada a la realidad, se debía postular que el competidor o el enemigo actuaba de la misma forma, de tal modo que, tal y como veíamos en los debates en la Pratiche, la desconfianza reinaba en la interpretación de los movimientos del adversario, tal y como plantea la metáfora de la zorra (Machiavelli, 2018g: 868, XVIII). Asimismo, las faltas cometidas contra la palabra dada debían representarse, debido a que reconocer la falta de fidelidad sería la peor de las políticas, de tal modo que «nunca faltaron a un príncipe razones legítimas de colorear la inobservancia»[40].
Entender la concepción de representación en Maquiavelo supone concebirla en sus dos dimensiones, a modo de un doble mecanismo. Por un lado, el príncipe es un espejo para el universal, de tal modo que el conjunto debe imitar las virtudes de su líder, hasta el punto de que el poder es capaz en ciertas ocasiones de corregir los desmanes de la sociedad[41]. Por el otro, el príncipe obedece a lo que el pueblo considera virtudes, es decir, representa sus aspiraciones morales, en tanto que, aunque estas formen parte de una tradición moral cristiana, la aceptación de estas por parte del pueblo es lo que las convierte en políticamente relevantes. En ese sentido, Maquiavelo está afirmando que un príncipe no puede mantenerse contra la opinión o voluntad de su pueblo, y debe reflejar sus preferencias, «consciente de que no son las fortalezas sino la voluntad de los hombres lo que mantienen a los príncipes en su Estado»[42]. Por tanto, aun manteniendo su teoría en la órbita de la fiscalización del poder propiamente humanista al aconsejar presentar el poder como garantía de los valores que la comunidad entiende como buenos, Maquiavelo rompe la tradición al señalar que es este favor del pueblo lo que confiere relevancia a las virtudes, desligando su importancia de su origen religioso o moral. El príncipe debiera mantener la apariencia de religioso, algo que desde Aristóteles[43] se había ligado a la tiranía (Gilbert, 1938: 127), solo en la medida en que para el pueblo fuera relevante dicha representación.
A modo de recapitulación, conviene subrayar que la importancia de la reputación como un instrumento que permite el apoyo popular, algo que, como decíamos, resultaba central a causa de la referida crisis de legitimidad. En ese sentido, el príncipe maquiaveliano no es un monarca en pleno uso de su legitimidad dinástica, sino alguien que toma el poder coyunturalmente por algún motivo y con un propósito. Por ello, no es preciso dedicar un apartado específico al modo en que la república presenta públicamente a sus líderes, puesto que, aunque las repúblicas, a diferencia de los principados, traten de llevar a cabo la máxima despersonalización de la apariencia política, de tal modo que es el cargo y no la persona sobre la que se crea una representación, el ejemplo romano es tomado en cuenta por Maquiavelo como un modo de señalar la convergencia en términos de apariencia entre los reyes tarquinos y los cónsules republicanos: «Esta forma de proceder no es solo necesaria para aquellos ciudadanos que quieren conquistar fama para conseguir los honores en su república, sino también es necesario para los príncipes para mantener su reputación en su principado […]»[44].
Hasta este punto han sido presentadas las potencialidades del engaño y la necesidad de la representación en la obra de Maquiavelo. En tanto que en su obra el dominio ya no podía ser justificado apelando a designios divinos o a linajes monárquicos, ya que era el pueblo quien mantenía o expulsaba a los gobernantes, convenía, hasta cierto punto, cumplir con sus expectativas o deseos considerando que la violencia nunca resultaría suficiente. No obstante, las apariencias y la representación tampoco debían ser entendidas como infalibles, por lo que conviene tener en cuenta algunas advertencias que el autor aporta respecto de su uso.
Si el engaño debía ser entendido como una de las principales armas del poder, todo Estado debía tratar de conocer la verdadera naturaleza del enemigo. Según la metáfora de la zorra, resulta imprescindible interpretar la representación que los otros hacen de sí mismos, detectando las falsedades y trampas ajenas (Machiavelli, 2018g: 868, XVIII). Consciente de que no resultaba posible atenerse a la palabra dada en todos los casos, según la idea de que el prudente no puede siempre, ni debe, observar la fe (ibid.: 868-869, XVIII), se debía aparentar fidelidad, al mismo tiempo que se usaba el fraude en favor del bienestar del pueblo o en favor de la defensa de la integridad territorial frente a las amenazas o tácticas del enemigo. Puesto que el fraude podía ser detectado por el adversario, era necesario tener previsto el uso de otras estrategias, entre las que destaca un efectivo uso de la violencia. Esta podía ser aplicada contra el enemigo externo, pero también frente a fuerzas internas capaces de acabar con el gobierno. En ese sentido, independientemente de la imagen que se atesore, esta resulta inoperativa si no va acompañada de un cargo que garantice un determinado uso de poder en caso de ser necesario[45]. Solo así es posible mantener a un pueblo que cree, de tal modo que «cuando no creen más, se les pueda hacer creer por la fuerza»[46]. Además, tener la posibilidad de acceder a las instituciones supone la obtención de una serie de prerrogativas de las que carece aquel que pretende basar su fuerza en meras apariencias, tal y como da cuenta la expresión «reputazione dello stato», la cual, cuando se pierde, puede generar el fracaso de las empresas a ella asociadas (Machiavelli, 2018h: 2051, VII 13).
Al igual que solo la violencia puede obligar a determinadas acciones, en muchos casos las apariencias no son capaces de ocultar determinados hechos. En ese sentido, algunas afrentas no son susceptibles de ser olvidadas por medio de ninguna imagen, tal y como sucede con las injurias contra los bienes, la vida o el honor. Por tanto, en todo caso en que sea necesario ejecutar a alguien se debe de hacer contando con la justificación conveniente y oportuna, «pero sobre todo absteniéndose de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte de un padre que la pérdida de su patrimonio»[47]. En este sentido, la famosa sentencia según la cual el príncipe debe «parere pietoso, fedele, umano, intero, relligioso e essere» (Machiavelli, 2018g: 869, XVIII), es decir, debe «parecer clemente, leal, humano, íntegro, devoto y serlo», daría cuenta de la posibilidad, siempre que la ocasión lo permita, de abandonar apariencias para encarnar las virtudes enumeradas. Esto sería especialmente necesario cuando la virtud real, y su representación pública, pudiera ser más operativa que la simulación.
En esta misma línea, en tercer lugar, el poder debe optar por una necesaria ocultación, renunciando a su propia representación pública, cuando se concibe como ilegítimo o cuando sus modos corrompen el orden republicano, puesto que en dicho modelo los ciudadanos se mantienen «contentos bajo un dominio que no ven»[48]. Ejemplo de ello se encuentra en el duque de Atenas, figura que, tras tomar el poder, mantiene su apariencia llena de pomposidad real, dentro de un modelo republicano como el florentino, con la consecuencia del hundimiento de la majestad del Estado y el dolor y la vergüenza de muchos ciudadanos (Machiavelli, 2018h: 1793, II 36). Como demuestra el caso del Duque, el cambio de régimen implica un cambio en lo relativo al uso de la representación del poder. En ese sentido, al igual que la obra de Maquiavelo tiene en cuenta en innumerables ocasiones el devenir de los tiempos y su efecto sobre la política, de tal modo que en tanto que nada permanece estático los tiempos mejoran o empeoran, siendo necesario que de la perfección se siga el declinar (ibid.: 1911, V 1), también la representación está marcada por el cambio. De ese modo, una buena reputación puede perderse debido a la propia acción o a causa de determinados vicios o mala fortuna: «Que dirijan su odio contra sus antepasados, los cuales, por su soberbia y su avaricia, se dejaron arrebatar el prestigio que los nuestros han sabido ganarse con procedimientos enteramente contrarios a los de ellos»[49].
En último lugar, la representación no genera en todos los casos los resultados planteados en relación con la identificación entre líder y pueblo. A este respecto resalta el pasaje en el cual el pueblo denuncia a aquellos magistrados que «tienen un ánimo en la plaza y otro en el palacio»[50]. En estos casos, la «epitomización» con el colectivo se torna imposible en el momento en que este cambio de postura es entendido como una verdadera traición al pueblo, es decir, como resultado de la corrupción. Así pues, si el fragmento evidencia la necesidad de ejercer el engaño incluso en contextos marcados por intenciones políticas tan loables como el establecimiento de una conexión entre el pueblo y su magistrado, muestra, igualmente, como determinadas acciones políticas acarrean un precio en términos de reputación. Independientemente de que el magistrado actuara en favor del bien de su pueblo, ninguna imagen podría esconder su apoyo a determinada política entendida como perjudicial a ojos del pueblo.
La representación aparece en la obra de Maquiavelo fundamentalmente vinculada a una noción de presentación pública de una imagen de liderazgo que permita integrar a la colectividad en la figura del príncipe o el magistrado. En ese sentido, rappresentarsi implica una estrategia a través de la cual trazar una correspondencia entre líder y seguidor, permitiendo una legitimación popular implícita. Es de este modo como puede producirse la «epitomización» del seguidor, o encarnación de la unidad política del Estado, de tal modo que el individuo no habla nombre de un grupo más amplio, sino que lo encarna, al mismo tiempo que se muestra portador de aquellas virtudes que el colectivo demanda en el titular del poder. Para ello, habitualmente debe servirse del engaño, enfatizando aquellos elementos que garantizan la obtención de una buena reputación para su titular. En otros casos, la propia virtud del príncipe o sus triunfos es suficiente para dotarle de buena reputación, por lo que en ciertos casos la representación del líder consiste únicamente en hacer público las bondades de su gobierno. Pero incluso en ese caso, en el que la representación depende en menor medida del engaño, es necesario un intento consciente en favor de una presentación pública que sea acorde con el criterio popular, último garante de la estabilidad todo el régimen.
Maquiavelo rompió con una tradición asentada sobre la posibilidad del uso del engaño de una manera excepcional, según la cual, en la mayoría de los casos, el poder podía mostrarse en el ámbito público de forma espontánea y directa. Frente a esto, el florentino entendió la distancia entre el poder y el resto de la comunidad, estableciendo una serie de preceptos que debían guiar la representación pública del líder. Sin embargo, la ruptura maquiaveliana, heredera igualmente de la crisis de legitimidad que había dado lugar a la teoría del gobierno virtuoso de los humanistas, no se producía en favor de quien elaboraba su propia estrategia de representación, sino que se justificaba en la idea de que solo una adecuada imagen del poder permitiría a este tener la posibilidad de modificar la sociedad en favor de una noción de bien común. Si la mentira o la falta de palabra, así como cualquier otro elemento relacionado con el engaño, se habían vinculado anteriormente con la tiranía, Maquiavelo entendió que la posición de hasta el último de los magistrados dependía de su representación pública, así como de la posibilidad de servirse del engaño para llevar a buen término ciertas empresas políticas en favor de la república. Puesto que el engaño aparecía como un instrumento de intervención en la realidad del que ningún ordenamiento político podría prescindir, todo príncipe debía saber que su capacidad para ejercer la violencia sería insuficiente sin el favor que el pueblo otorga a quien cree portador de la virtud.
[1] |
«Rappresentare in publico» (Machiavelli, 2018e: 440, I 54). |
[2] |
«[…[ debba rappresentarsi in su quello con maggiore grazia e più onorevolmente che può» (ibid.: 439, I 54). |
[3] |
Otras voces garantizan en mayor medida el seguimiento de las asunciones ciceronianas por parte de Palmieri, especialmente en lo relativo a la formación del ciudadano, el modo en que ha de observar las virtudes políticas y como de ello se debe derivar la utilidad para el Estado (Cappelli, 2007: 55). |
[4] |
«L'offerte sua fussino tutte bugie» (Fachard, 1988: 21); «che però non è da prestarvi orechi» (ibid.: 21). |
[5] |
«Poco o niente credere ad Pandolpho» (ibid.: 33); «le parole vagliono poco» (ibid.: 69). |
[6] |
«Non ne pare loro da poterne dare resoluto giudicio» (ibid.: 324). |
[7] |
«Confirma quello è stato decto» (ibid.: 132). |
[8] |
«Conoscessi la natura sua potrebbe iudicare facilmente» (ibid.: 88). |
[9] |
«Vedere dove la cosa capita» (ibid.: 183); «in questo mezo si potrà bene examinare la cosa» (ibid.: 186). |
[10] |
«Sotto colore» (Machiavelli, 2018e: 531, II 22 y 587, III 6; Machiavelli, 2018d: 1088, VI; Machiavelli, 2018j: 1174; Machiavelli, 2018h: 1717, I 23). |
[11] |
«[…] sotto colore di mandargli aiuto» (Machiavelli, 2018e: 587, III 6). |
[12] |
«Essere gran simulatore e dissimulatore» (Machiavelli, 2018g: 869, XVIII). |
[13] |
«Come egli è cosa sapientissima simulare in tempo la pazzia» (Machiavelli, 2018e: 572, III 2). |
[14] |
«Né credo si truovi mai che la forza sola basti, ma si troverrà bene che la fraude sola basterà» (ibid.: 498, II 13). |
[15] |
«Di qui nacque che tutti e’ profeti armati vinsono e li disarmati ruinorono…» (Machiavelli, 2018g: 822, VI). |
[16] |
«A me pare ella perduta: perché, se voi la ricevevi d’accordo, voi ne traevi utile e securtà; ma avendola a tenere per forza, ne’ tempi avversi vi porterà debolezza e noia, e ne’ pacifici danno e spesa» (Machiavelli, 2018h: 2076, VII 30). |
[17] |
«[…] perché, da un tempo in qua, io non dico mai quello che io credo, né credo mai quel che io dico, et se pure e’ mi vien detto qualche volta il vero, io lo nascondo fra tante bugie, che è difficile a ritrovarlo» (Machiavelli, 2018k: 2975, 261). |
[18] |
«Allegandone la forza che lo constringesse a dire le bugie» (Machiavelli, 2018e: 589, III 6). |
[19] |
«Act in such a way that the angels have something to do» sería quizá el único imperativo que podría defender una ética de la responsabilidad como ética de la libertad (Vatter, 2000: 326, 328). |
[20] |
«El límite, por tanto, al ejercicio de la crueldad estaría precisamente en que en términos globales la sociedad reciba un bien. El objetivo último de la pacificación y el restablecimiento del orden implicarían que la moral y la política están entremezcladas en una misma esfera en pro de la satisfacción de los intereses colectivos, independientemente de si eso implica contravenir los dictados de Dios, de la razón, del derecho natural o los intereses de una comunidad vecina» (Fernández de la Peña, 2021: 90). |
[21] |
«Perché, ancora che il modo straordinario per allora facesse bene, nondimeno lo esemplo fa male; perché si mette una usanza di rompere gli ordini per bene, che poi, sotto quel colore, si rompono per male» (Machiavelli, 2018e: 397, I 34). |
[22] |
«Nasce ancora questo ritiramento delle republiche verso il loro principio dalla semplice virtù d’un uomo […]» (ibid.: 570, III 1). |
[23] |
«Quando e’ l’avessi osservata, li arebbe più volte tolto e la reputazione e lo stato» (Machiavelli, 2018g: 870, XVIII). |
[24] |
«[…] per la impresa di Romagna, la quale li fu consentita per la reputazione del re» (ibid.: 826, VII). |
[25] |
«Dare reputazione ad un suo creato per tirarlo con il tempo a quel grado» (Machiavelli, 2018c: 218-219). |
[26] |
«[…] li altri non sono né di tanto stato né di tanto credito in Francia che, intera ancora la reputatione del re, presummessino farli contro» (Machiavelli, 1966: 179). «[…] durantegli la reputatione di Re rispecto a' generali huomini, essere tucti armati et obbligati tanto tempo ad servire sanza stipendio etc.» (ibid.: 180). |
[27] |
«Uno principe nuovo, il quale ha maggiore necessità di acquistare reputazione che uno ereditario» (Machiavelli, 2018g: 884, XX). |
[28] |
«Ordinarono con tante preminenzie e tanta riputazione, che poterono essere sempre di poi mezzi intra la Plebe e il Senato» (Machiavelli, 2018e: 321, I 3). |
[29] |
«Più maestà e reputazione, providono che fusse, ad esercitare quella dignità, di avere quarantacinque anni necesario» (Machiavelli, 2018h: 1810, 1855 III 26). |
[30] |
«[…] nessuna cosa gli fa tanto stimare, quanto dare di sé rari esempli con qualche fatto o detto rado, conforme al bene comune» (Machiavelli, 2018e: 670, III 34). |
[31] |
«E però è da sapere come in due modi acquistono riputazione i cittadini nelle città: o per vie publiche, o per modi privati. […] per modi privati si acquista, benificando questo e quell’altro cittadino, defendendolo da’ magistrati, suvvenendolo di danari, tirandolo immeritamente agli onori, e con giochi e doni publici gratificandosi la plebe» (Machiavelli, 2018h: 2032, VII 1). |
[32] |
«Sanza i cittadini riputati non può stare» (Machiavelli, 2018e: 654, III 28). |
[33] |
La expresión reipublicae maiestas fue ya usada por Valerio Massimo y era común en el lenguaje jurídico del tiempo de Maquiavelo referida al crimen lesae maiestatis, lo cual justificaba medios jurídicos excepcionales (Pedullà, 2022: 289). |
[34] |
«Vivevano adunque i cittadini pieni di indegnazione, veggendo la maiestà dello stato loro rovinata […]» (Machiavelli, 2018h: 1793, II 36). |
[35] |
«Conviene che il capitano sia stimato di qualità che confidino nella prudenza sua: e sempre confideranno, quando lo vegghino ordinato, sollecito ed animoso, e che tenga bene e con riputazione la maestà del grado suo» (Machiavelli, 2018e: 665-666, III 33). |
[36] |
«E se questa potenza è in uomo legato e prigione, ed affogato nella mala fortuna; quanto si può tenere che la sia maggiore in uno principe sciolto, con la maestà degli ornamenti, della pompa e della comitiva sua! talché ti può questa tale pompa spaventare, o vero con qualche grata accoglienza raumiliare» (ibid.: 592, III 6). |
[37] |
«In ogni sua azione fama di omo grande e di ingegno escellente» (Machiavelli, 2018g: 888, XXI). |
[38] |
«Grande imprese e dare di sé rari essempli» (ibid.: 887, XXI). |
[39] |
«Di sé essempli di umanità e di munificencia» (ibid.: 890, XXI). |
[40] |
«Mai a uno principe mancorono cagioni legittime da colorare la inosservanzia» (Machiavelli, 2018g: 868-869, XVIII). |
[41] |
En palabras de Pedullà, en el contexto en el que surge la obra de Maquiavelo se admitía generalmente que uno de los deberes de los príncipes era corregir los pecados de los súbditos en el dominio temporal, tal y como la Iglesia lo hacía en el campo espiritual (Pedullà, 2022: 106). |
[42] |
«Conoscendo che non le fortezze, ma la volontà degli uomini mantenevono i principi in stato» (Machiavelli, 2018e: 541, II 24). |
[43] |
Maquiavelo conocía, aunque se hubiera basado posiblemente en fuentes secundarias, el modo en que el filósofo griego había caracterizado a los tiranos, ya que en un pasaje de los Discorsi menciona cómo Aristóteles había visto en el injuriar a mujeres ajenas la razón de la caída de muchas tiranías (ibid.: 650, III 26). |
[44] |
«Questo modo del procedere non è necessario solamente a quelli cittadini che vogliono acquistare fama per ottenere gli onori nella loro republica, ma è ancora necessario ai principi per mantenersi la riputazione nel principato loro […]» (ibid.: 670, III 34). |
[45] |
En este sentido, reputación y autoridad, entendida esta última como poder institucional, generalmente corresponden con dos elementos complementarios. Sin embargo, el uso de los conceptos del autor nos muestra que pudieran ser entendidos como contrapuestos en una coyuntura específica, en especial en aquella en el que la potestad obtenida no está en consonancia con el favor popular: «Aveva ancora la Signoria poca riputazione e troppa autorità, potendo disporre senza appello della vita e della roba dei cittadini […]» (Machiavelli, 2018f: 157). |
[46] |
«Quando non credono più, si possa fare credere loro per forza» (Machiavelli, 2018g: 822, VI). |
[47] |
«Ma soprattutto astenersi dalla roba d’altri perché li òmini sdimenticano più presto la morte del padre che la perdita del patrimonio» (Machiavelli, 2018g: 865, XVII). |
[48] |
«Contente sotto uno dominio che non veggono» (Machiavelli, 2018e: 528-529, II 21). |
[49] |
«Portino odio agli loro antenati, i quali, con la superbia e con la avarizia, si hanno tolta quella reputazione che i nostri si hanno saputa, con studi a quegli contrari, guadagnare» (Machiavelli, 2018h: 2101, VIII 10). |
[50] |
«Hanno uno animo in piazza, ed uno in palazzo» (Machiavelli, 2018e: 426, I 47). |
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