RESUMEN
Las invocaciones convencionales al republicanismo y al populismo presuponen su absoluta incompatibilidad. No obstante, diversos trabajos recientes cuestionan tal oposición al destacar importantes puntos de continuidad en las orientaciones axiológicas que animan a cada una de estas tradiciones. ¿Bajo qué supuestos teóricos y normativos tiene asidero la conjugación del populismo republicano? Este trabajo profundiza en la diversidad interna que albergan ambas tradiciones políticas para indagar en sus eventuales convergencias. Se sostiene que dicho ensamble requeriría de variantes específicas del republicanismo y del populismo que simultáneamente hagan lugar al antagonismo constitutivo de lo social y a ciertos marcos institucionales unificadores de la cosa pública. Esta doble condición es rastreada en ciertas lecturas del republicanismo de Maquiavelo, así como en el pensamiento populista que conecta con la teoría agonista de Mouffe y que contrasta con el enfoque rupturista y anti institucionalista de Laclau.
Palabras clave: Republicanismo; populismo; Maquiavelo; Mouffe; Laclau; antagonismo; agonismo.
ABSTRACT
Conventional invocations of republicanism and populism presuppose their absolute incompatibility. However, several recent works question this opposition by highlighting important points of continuity in the axiological orientations that animate each of these traditions. Under what theoretical and normative assumptions does the conjugation of republican populism become viable? This paper explores the internal diversity contained in both political traditions in order to explore their possible convergences. We argue that such an assembly would require specific variants of republicanism and populism that simultaneously accommodate the constitutive antagonism of the social and the unifying institutional frameworks for the res publica. This double condition is traced in some readings of Machiavelli’s republicanism, as well as in populist thought that connects with Mouffe’s agonist theory and contrasts with Laclau’s rupturist and anti-institutionalist approach.
Keywords: Republicanism; populism; Maquiavelo; Mouffe; Laclau; antagonism; agonism.
Las ideas de republicanismo y populismo son, desde luego, categorías teóricas. Pero son también mucho más que eso. Ambos términos condensan la sedimentación de tradiciones difícilmente aprensibles en su conjunto. Sus invocaciones despliegan simbologías propias, respectivamente de carácter positivo y negativo, que operan como referencias de reivindicación y de condena. Tras estos usos convencionales y fuertemente moralizantes de las categorías, se presupone una absoluta incompatibilidad entre la integridad normativa del ideario republicano y la corrupción congénita de todo aquello que destile populismo. En el profano terreno de las disputas narrativas cotidianas, desde las trincheras conservadoras se produce una apropiación del recurso legitimador del republicanismo, mientras que las tendencias izquierdistas y las fuerzas progresistas —incluso en sus versiones más moderadas— se ven empujadas a reaccionar defensivamente ante la acusación por su populismo real o imaginario.
El populismo aparece, entonces, como un mote «incrustado en nuestra lengua» que sirve como representación de algunos de los problemas más acuciantes que viven nuestras democracias (Barros, 2022). Regularmente el mundo académico ha convalidado o replicado este mismo tipo de parcialidad. Buena parte de la filosofía política —antigua, moderna y contemporánea— asume la normatividad inherente de la tradición republicana como perspectiva orientada hacia el «buen gobierno» (Ortiz, 2021), al tiempo que sanciona la irracionalidad y perversidad que caracteriza al imaginario populista:
Identificando la idea de «república» apenas con un conjunto de buenas maneras de la mesa, confundiendo la «cosa pública» con la propensión a hablar en voz calma y a no confrontar con los intereses de los poderosos, actores muy relevantes del mundo de los medios y también de la academia nos han habituado a oponer, como si fueran dos conceptos antagónicos y mutuamente excluyentes, las categorías de «populismo» y de «república». (Rinesi, 2018: 31)
En nuestro contexto de inscripción, la advertencia tiene especial relevancia para el caso del populismo, término al que se lo equipara con una anomalía, «un fenómeno extraño, patológico, excepcional o excéntrico respecto a los modos "normales" de funcionamiento de la vida política» (Rinesi, 2018: 21). Esta comprensión tiende a bajarle el precio al populismo, rehusándose a concederle la dignidad de una categoría auténticamente teórica o de una tradición política analíticamente discernible.
Contra estas inercias académicas, desde hace algún tiempo, se ha levantado un prolífico
campo de estudios sobre el populismo. En particular, la figura de Ernesto Laclau sobresale
como una referencia ineludible en la reivindicación de este término como símbolo de
una lógica política que puede y debe pensarse —y repensarse— con el máximo rigor analítico.
La necesidad de aportar reflexiones sistemáticas sobre fenómenos populistas que irrumpen
por todas las latitudes consolida esta agenda de investigación como una de las más
relevantes para la teoría y la ciencia política contemporánea[2]. Por su parte, al calor de estas producciones, ha germinado también una revisión
crítica de la comprensión tradicional del vínculo existente entre republicanismo y
populismo. La canónica visión de oposición recíproca es desafiada por distintos enfoques
que destacan importantes puntos de continuidad entre las orientaciones axiológicas
que animan a cada una de estas tradiciones Entre otros, pueden señalarse los trabajos de Biglieri y Cadahia (
Desde siempre la cuestión normativa ha atravesado los debates sobre el populismo y
pervive, asimismo, en la simultánea fascinación y repulsión que hoy genera la categoría.
La pregunta fundamental apunta a dilucidar si el populismo constituye un fenómeno
democrático o antidemocrático (
Estos trabajos invocan la incidencia que las ideas republicanas desempeñaron en el
imaginario de numerosos ensayos democratizantes o emancipadores canónicamente catalogados
como populistas. Desde esta arista, no se trata ya de rechazar esta adjetivación maldita,
sino de resignificarla como algo positivo y elogioso. Consecuentemente, el populismo
aparecería como «un síntoma republicano de la democracia» (ibid.: 237). Los planteos más audaces llegarán incluso a decir que, en contextos como el
latinoamericano, el populismo es el nombre que se le ha dado al republicanismo (
Esta vocación articulatoria, sin embargo, no tiene un camino fácil. Para el contexto
latinoamericano, y desde un registro equiparable al republicanismo cívico, enfoques
como el de Guillermo O’Donnell (
Pero también quienes actualmente simpatizan con las potencialidades emancipadoras
y democratizantes del populismo no siempre ven viable dicha conciliación. Así, por
ejemplo, Panizza (
¿Bajo qué supuestos podría afirmarse entonces tal continuidad teórica y normativa entre estas dos tradiciones? ¿En cuáles de sus diversas acepciones el republicanismo y el populismo devienen concepciones conmensurables? Para abordar estas cuestiones en este trabajo se profundizará en las complejidades internas que cobijan estas tradiciones políticas, intentando evitar tanto su conciliación como su oposición automática. Sostendremos que, aun cuando no sea posible hacerlo de forma genérica, sí puede postularse una convergencia entre variantes específicas del pensamiento republicano y de la teoría populista. Tales variantes deberían contemplar, al mismo tiempo, el antagonismo constitutivo de lo social, así como ciertos marcos institucionales que permitan dar unicidad a la cosa pública. Esta doble condición puede ser rastreada tanto en algunas de las recuperaciones contemporáneas del republicanismo de Maquiavelo, como en el pensamiento populista que conecta con la teoría agonista desarrollada por Chantal Mouffe.
La lectura de Maquiavelo que aquí nos interesa deja explícitamente de lado la discusión
sobre si puede considerarse a este autor como un teórico del populismo ( Para trazar esta diferenciación entre el populismo de Laclau y el populismo de Mouffe
se retoman algunas de las ideas desarrolladas en González (
El argumento del trabajo se organiza en tres apartados principales. Primeramente, alejándonos de la tendencia racionalista y consensualista que orienta a parte del pensamiento republicano, nos dejaremos guiar por una lectura posfundacional de Maquiavelo. Desde ella, podremos delinear una comprensión de la cosa pública que hace del conflicto insuperable entre «grandes» y «plebe» su eje medular. Como veremos, esto configura una imagen agonística del orden republicano que, sin garantías últimas, encuentra en la eterna contraposición de los humores sociales la mejor expresión de la república y el origen de sus buenas leyes. A continuación, y desde la orilla populista, mostraremos cómo la propuesta de Laclau nos conduce a un callejón sin salida a la hora de modular una articulación viable entre republicanismo y populismo en tanto asume al populismo como el reverso absoluto de todo institucionalismo. A contrapelo de esta teoría, finalmente, reconstruiremos la comprensión populista bosquejada por Mouffe, en donde la escisión entre pueblo y oligarquía —definitoria del populismo— se dirime dentro de un nosotros adversarial que permite domesticar o sublimar el antagonismo. A modo de conclusión, resaltaremos que tanto el programa republicano de procedencia maquiaveliana como la vertiente mouffeana del populismo permiten pensar las instituciones de un populismo republicano, simultáneamente, como marco simbólico que unifica la cosa pública y como campo de lucha donde el conflicto inerradicable entre pueblo y oligarquía puede desfogarse de un modo no destructivo.
Explorar la pretensión conciliatoria entre populismo y republicanismo nos obliga a
centrar la mirada en la diversidad de tendencias superpuestas dentro de la representación
de la res pública. Simplificando bastante las cosas y condensando el pluralismo histórico y
conceptual de esta tradición sería posible identificar dos grandes alineaciones generales.
Por un lado, una idea de república que se asocia a la armonía social y a la concordia
cívica. Por el otro, una mirada centrada en la fecundidad del conflicto y la discordia
(
Frente a las inclinaciones republicanas que intentan mantener a salvo el orden consensual
y armónico de la cosa pública, planteos como el de Eduardo Rinesi (
A la luz de esta provocativa perspectiva vale la pena volver sobre las disecciones analíticas del pensamiento republicano, disecciones que, tentativamente, podríamos ordenar bajo los diferentes pares adjetivales: conflictiva/consensual, popular/oligárquica, plebeya/aristocrática, democrática/antidemocrática, emancipatoria/conservadora. Pensar la república desde estas oposiciones binarias nos aproxima considerablemente al tipo de cesura que origina la lógica populista: pueblo/oligarquía, abajo/arriba, nosotros/ellos. Una contraposición que bien puede ubicarse dentro del mismo estilo de pensamiento dicotomizante al que nos somete Maquiavelo en sus Discursos: nobles/plebe, grandes/pueblo. Esto nos da pie para ingresar de lleno en la concepción del republicanismo que delinea el florentino.
El derrotero republicano encuentra en Maquiavelo un capítulo fundamental y disonante.
Salvo por la tendencia que él inaugura, el republicanismo —especialmente en su versión
moderna o ilustrada— hace propia una visión idealizada, uniformizante y excluyente
de la ciudadanía. Una visión que tiende a expulsar del mundo común una otredad moralmente
disminuida y a cimentar una comunidad política homogeneizante o racionalizante (
Esta alabanza del disenso es algo que «horrorizaba a los contemporáneos de Maquiavelo»
(
Creo que los que condenan los enfrentamientos entre los nobles y la plebe desaprueban
lo que mantuvo libre a Roma en primer lugar. Se fijan más en el ruido y los gritos
que brotan de tales revueltas que en los efectos positivos que tuvieron, sin tomar
en consideración que en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el del pueblo
y el de los grandes, y que todas las leyes que preservan la libertad nacen de los
desacuerdos entre ellos Este pasaje tiene su equivalente en El príncipe, cuando al inicio del capítulo IX Maquiavelo afirma que «en toda ciudad se encuentran
estos dos humores distintos, y esto porque el pueblo desea no ser mandado ni oprimido
por los grandes, y los grandes desean mandar y oprimir al pueblo y de estos apetitos
nace en las ciudades uno de los tres efectos: o principado o libertad o licencia»
(
El pensamiento maquiaveliano carga con el tipo de inscripción trágica y antagónica
propia de una ontología posfundacional de «lo político» Sobre esta idea volveremos más adelante. Por el momento, baste decir que mientras
que lo óntico «hace referencia a la substancia histórica de la vida social (instituciones,
actores, luchas, imaginarios, acciones), lo ontológico constituye la lógica formal
de lo político que produce esa substancia» (
Justamente este sentido trágico es lo que permanece oculto en la fórmula del buen gobierno que se alienta desde buena parte de la tradición republicana. Frecuentemente, aparece
allí la ilusión de una sociedad reconciliada que hace del orden institucional y del
consenso racional la brújula normativa de la praxis política ( Con algunos matices, dentro del mismo cuadro podrían incluirse también diversas alternativas
republicanas que acentúan el ideal deliberativo como fuente legitimante de las decisiones
comunes (
Por el contrario, siguiendo a Lefort (
Asimismo, el modo en que Maquiavelo da cabida a las emociones en la vida pública constituye
el otro gran desafío que su teorización supone para el republicanismo de talante racionalista:
«Humores, deseos, estas palabras tienen el poder singular de evocar la vida de una sociedad, no forman parte del lenguaje noble de la razón» (
desfogar los malos humores que, de un modo u otro, acaban surgiendo en las ciudades
contra tal o cual ciudadano. Si no se da salida a este rencor de forma ordinaria,
a veces se recurre a medios extraordinarios que llevan a la ruina a toda república.
No hay nada que dé mayor estabilidad y firmeza a una república que un orden político
que contemple una salida legal a las alteraciones causadas por estos estallidos (
De este modo, ni el origen ni el destino de la ley reside en la racionalidad moderada
de la deliberación pública bien ordenada, «más bien la ley se revela ligada a una
desmesura del deseo de libertad, de un exceso» (
Todo consiste en saber la suerte que corre esa división. O bien es proyectada en la
naturaleza […]. O bien la división es reconocida de manera tácita como meramente social:
entonces se ejerce sobre el fondo de la igualdad; tal es la característica de las
repúblicas. […] el pueblo es dominado, pero goza de la posibilidad, aunque sea por
medios salvajes, de hacer valer sus reivindicaciones y de conquistar un sitio en el
sistema político por el hecho de que las circunstancias no permitieron excluirlo de
la ciudadanía (
A partir de la inclusión cívica de la plebe como parte de la vida pública se entrama
una unidad simbólica común que, antes que recomponer o disimular la división constitutiva,
permite su expresión y su desfogue. La clave está en cómo se conciben las instituciones que regulan la vida común. En
efecto, los dos humores o deseos sociales «no son extraños el uno del otro. La Ciudad
forma un todo; tiene una representación de sí misma en virtud de una separación primera»
(ibid.: 569). La comunidad, por tanto, no se agota en su diferencia, sino que adviene desde
un poder que, en un mismo gesto, evoca la sociedad «como si fuera una y dividida a
la vez» (
De allí también la importancia de la ley como representación tanto de la igualación
ciudadana como de de los recursos coercitivos que solo ella puede legitimar y que
permiten poner freno a aquellas voluntades que pretenden «estar por encima de las
leyes» (
El persistente deseo del pueblo de resistir el dominio de los grandes hizo florecer
una «relación fecunda con la ley» (
No hay ningún fetichismo de la […] ley: esta solo tiene el sentido de una sociedad
efervescente en la que la definición del bien, de la justicia, de la legitimidad está
siempre en cuestión y en la que los imperativos de la conservación se combinan con
los de la innovación. […] Tal es la razón por la que la mejor república es superior
a todos los otros regímenes: se presta al movimiento. Experimentando la inestabilidad
consigue obtener mayor estabilidad (
Al vigilarse recíprocamente, y sin renunciar a sus intereses parciales, las facciones
se ven arrastradas «por una mano invisible a promover el interés público en todos
sus actos legislativos» (
La institución de la república y de las buenas leyes que de ella surgen no son, por
tanto, solo un punto de llegada que clausura o anula los enfrentamientos. Por el contrario,
el orden institucional romano se constituye, a un mismo tiempo, en efecto y en causa
de un conflicto correctamente desfogado. Un campo de batalla «donde se encuentran
(en el doble sentido de que se reúnen y de que se enfrentan) los deseos, intereses y valores contrapuestos» (
Con ello en mente, estamos ahora en condiciones de volver a la cuestión del entrecruzamiento entre este tipo de republicanismo y la lógica populista. De acuerdo con lo visto hasta aquí, la formulación de un populismo republicano debería definirse por un carácter dual en cuanto a la relación que expresa entre consenso/conflicto, unidad/división, agonismo/antagonismo. Es necesario clarificar entonces con mayor detenimiento los expedientes de la teoría populista que mejor se ajusten a estos requisitos. Como veremos, podría resultar problemática la referencia a la teoría de Laclau que muchos de los alegatos a favor del populismo republicano invocan como marco general de sus ideas. Sospechamos que esta propuesta resulta incapaz de arropar aquella ambivalencia entre lo conflictivo y lo consensual que requiere un populismo que se pretenda republicano. Sobre esta base, en el siguiente apartado exploraremos críticamente el planteo laclauniano enfatizando su potencial oclusión del espacio institucional y simbólico comunitario. Como alternativa a este enfoque, en la tercera parte reconstruiremos la proposición populista que, en clave agonista, bosqueja Mouffe.
A partir de la publicación de Hegemonía y estrategia populista (1987) los desarrollos conceptuales de Mouffe y de Laclau han quedado indudablemente
asociados. Desde entonces, la contingencia y el antagonismo devienen elementos ineludibles
a la hora de elaborar un pensamiento ontológico sobre lo político. No obstante, luego de aquel trabajo colectivo, sus trayectos intelectuales
se bifurcaron sensiblemente (
No es exagerado afirmar que el núcleo contemporáneo más productivo y relevante de
estudios sobre el populismo tiene su punto de inicio en las formulaciones desarrolladas
por Laclau. A diferencia de las tradicionales comprensiones empiristas e historicistas
sobre el populismo, Laclau inaugura una teoría no esencialista, basada en una conceptualización
formal, que identifica su sujeto —el pueblo— a partir de un proceso de constitución
discursiva: «Este enfoque entiende al populismo como un discurso anti statu quo que
simplifica el espacio político mediante la división simbólica de la sociedad entre
"pueblo" (como los "de abajo") y su "otro". […] las identidades tanto del "pueblo" como del "otro" son construcciones políticas, constituidas simbólicamente mediante la relación de
antagonismo» (
Expuesto de un modo sumario, el concepto laclauniano de populismo remite a tres dimensiones
fundamentales: a) la unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial;
b) la constitución de una frontera interna que divide a la sociedad en dos campos
antagónicos, y c) la consolidación de la equivalencia mediante la construcción de
una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos
equivalenciales (
No obstante, a medida que las peticiones individuales se convierten en reclamos que
convergen en una «frustración múltiple», se da paso a la «lógica equivalencial». La
distinción entre «demanda democrática» y «demanda popular» da cuenta de ese pasaje:
«A una demanda que, satisfecha o no, permanece aislada, la denominaremos demanda democrática. A la pluralidad de demandas que a través de su articulación equivalencial, constituyen
una subjetividad social más amplia, las denominaremos demandas populares: comienzan así, en un nivel muy incipiente, a constituir al "pueblo" como actor histórico
potencial» (
Con esto, Laclau diferencia «entre demandas intra– y antisistémicas, esto es, entre
demandas que pueden ser acomodadas dentro del orden existente y demandas que representan
un desafío a este» (
Los reparos normativos hacia la teoría populista de Laclau aparecen cuando se intenta
recuperar este enfoque de cara a la construcción de proyectos democráticos, inclusivos,
progresistas o emancipatorios. Esto va a tener importantes consecuencias a la hora
de invocar a Laclau como soporte teórico para la recuperación republicana del populismo
en clave democratizante. De hecho, debido a la naturaleza puramente ontológica de
su propuesta solo en un sentido «lógico-formal», la constitución de un pueblo depende de la cristalización de demandas
democráticas (
Como señala Franzé (
Es cierto que existen elementos que permitirían matizar esta lectura. Según Laclau,
en el terreno óntico, populismo e institucionalismo están condenados a convivir. Después
de todo, su noción de populismo «no supone la determinación de un concepto rígido
al cual podríamos asignar inequívocamente ciertos objetos, sino el establecimiento
de un área de variaciones dentro de la cual podría inscribirse una pluralidad de fenómenos»
(
Sin embargo, como acertadamente lo indica Aboy ( En paralelo, otro punto ambivalente que podría llevar a matizar la perspectiva de
Laclau, es el modo en que su planteo vincula el institucionalismo, las instituciones
y la estatalidad. En principio, el populismo en Laclau no prescinde de la institucionalidad,
pero sí del institucionalismo; es decir, de la primacía de la lógica diferencial que
permite la promesa de absorción de las demandas —una a una— por parte de las instituciones.
No obstante, siguiendo el minucioso análisis de Franzé (
Así, tras el encorsetamiento formalista y ontológico de su definición del populismo puede adivinarse una importante limitación a la hora de pensar en una normatividad y en una institucionalidad democrática y republicana. Precisamente porque la construcción del pueblo es siempre inacabada, carecemos de certezas en cuanto a los contenidos ónticos —emancipatorios u opresivos— que el populismo laclauniano pudiera encarnar. En todo caso, el carácter del pueblo populista dependerá de las contingentes articulaciones equivalenciales que encarne el sujeto popular.
Sintomáticamente, la mayor parte de quienes destacan las potencialidades de esta teoría
e intentan fundirla con un republicanismo democrático, plebeyo y emancipatorio, reconocen
la necesidad de contar con complementos institucionales que allí se echan en falta.
En efecto, Laclau «no nos ha dado suficientes herramientas para pensar ontológicamente
la dimensión institucional del populismo» (
Bajo el influjo schmittiano, Mouffe concibe «lo político» —el nivel ontológico— como
la dimensión de antagonismos constitutivos de las sociedades, distinguiéndolo de «la
política» —el nivel óntico— como el conjunto de prácticas e instituciones a través
de las cuales se crea y se desarrolla un determinado orden político (
Precisamente, la reapropiación que Mouffe hace del pensamiento de Schmitt se diferencia
de aquel a partir de esa contraposición fundamental entre «antagonismo» y «agonismo»:
«Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo.
[…] El modelo adversarial […] nos ayuda a concebir cómo puede "domesticarse" la dimensión
antagónica gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las
cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de modo agonista» (
La comprensión adversarial establece así dos niveles reflexivos: por un lado, el plano ontológico del antagonismo; por otro, el terreno óntico del agonismo. Dentro de este último, se ordenarán las distintas posiciones políticas hegemónicas en pugna que, por su parte, comparten la identidad democrática de los adversarios legítimos. Esta arquitectura permite diferenciar entre
los principios ético-políticos de la politeia democrática liberal, y sus diferentes formas hegemónicas de inscripción. Esta distinción
resulta crucial para la política democrática, ya que, al develar la variedad de formaciones
hegemónicas compatibles con una forma de sociedad democrática liberal, nos ayuda a
visualizar la diferencia entre una transformación hegemónica y una ruptura revolucionaria.
En el caso de una transición de un orden hegemónico a otro, los principios políticos
se mantienen vigentes, pero son interpretados e institucionalizados de un modo diferente.
Esto no ocurre en el caso de una «revolución», entendida como ruptura total con el
régimen político y la adopción de nuevos principios de legitimidad (
De este modo, si bien tanto Mouffe como Laclau asumen el horizonte ontológico antagónico
en el que se constituye todo orden político, ella encadena toda su reflexión política
a una de las contingentes encarnaciones ónticas de la política: la articulación «paradójica» entre democracia y liberalismo ( Resulta difícil dimensionar el alcance de esta última afirmación de Laclau. Por una
parte, no ahonda en cómo sería esa democracia no-liberal que él postula. Desde otro
costado, se echa en falta una argumentación que pudiera especificar en qué sentido
estas otras formas de democracia serían preferibles a la liberal o, incluso, si pudieran
considerarse a priori como democráticas (
Si hasta aquí pueden verse con bastante claridad los contrastes entre sus respectivas
vocaciones teóricas, esas discrepancias resultan menos evidentes a partir del reciente
giro populista propuesto por Mouffe. En efecto, en sus últimas contribuciones, Mouffe
(
Si efectivamente resultara una continuación fidedigna de la teoría populista de Laclau,
Mouffe acabaría asumiendo el mismo tipo de lógica formalista laclauniana que, como
vimos, se presenta sin solución de continuidad entre su ontología antagónica y sus
articulaciones ónticas concretas. Si este fuera el caso, el mundo agonista derivaría
sin remedio en un mar de las articulaciones contingentes y antagónicas. No obstante,
consideramos que existen suficientes elementos como para sostener que el populismo
de izquierda propuesto por Mouffe se concibe como una de las variantes hegemónicas
que, dentro del mismo espacio agonístico, rivaliza con otros proyectos políticos adversariales.
Este movimiento conceptual bien puede ser acusado de hacer una utilización bastarda
del populismo laclauniano. Sin embargo, es precisamente ese desapego respecto del
modelo original lo que habilita que su giro populista mantenga vigente y en toda su
extensión la forma de vida democrática (
Al igual que Laclau, también ahora Mouffe habla de la necesidad de establecer una
«cadena de equivalencias» (
Es solo en la medida en que las diferencias democráticas se oponen a las fuerzas o discursos que las niegan a todas que estas diferencias pueden sustituirse entre sí. Es precisamente por esto que la creación de una voluntad colectiva mediante una cadena de equivalencia exige la designación de un adversario. Esto es decisivo para trazar la frontera política que separa al «nosotros» del «ellos», lo cual resulta decisivo en la constitución de un «pueblo» (ibid.: 87-88, cursivas agregadas)
A primera vista, pareciera que este enfoque se ciñe cabalmente a la concepción de
Laclau. Sin embargo, visto con mayor detalle, se observa que —a diferencia de aquel—,
Mouffe propone construir dicho «pueblo» específicamente dentro del marco de una comunidad
política adversarial. En el interior de esa comunidad, la frontera populista entre
«pueblo» y «oligarquía» no debería poner en duda la pertenencia al mismo espacio simbólico
compartido, ya que solo de ese modo resulta posible domesticar la potencia antagónica
(
La estrategia del populismo de izquierda no aspira a una ruptura radical con la democracia
liberal pluralista ni tampoco a la creación de un orden político totalmente nuevo.
Persigue, en cambio, el establecimiento de un nuevo orden hegemónico dentro del marco
constitucional democrático liberal. […] El proceso de recuperación y radicalización
de las instituciones democráticas sin duda incluirá momentos de ruptura y una confrontación
con los intereses […] dominantes, pero no exige abandonar los principios de legitimidad
democrático liberales (
Antes que por alternativas revolucionarias, insurreccionales o antiestatistas, Mouffe
se decanta por un tipo de «reformismo radical» que rechaza «la creencia de ciertos
sectores de izquierda de que para avanzar hacia una sociedad más justa […es] necesario
abandonar las instituciones liberales y construir una nueva politeia: una nueva comunidad política desde cero» (
En contraste, para Laclau, a la hora de constituir un sujeto popular nos enfrentamos
con una división dicotómica entre las demandas insatisfechas y un poder que se concibe
como insensible a ellas. Desde la mirada de ese sujeto «aquellos responsables de esta
situación no pueden ser una parte legítima de la comunidad; la brecha con ellos es
insalvable» ( Esta comprensión de la frontera antagónica en el populismo laclauniano se insinúa
también en los trabajos de Aboy (
Con ello a la vista, puede afirmarse que, con su giro populista, Mouffe mantiene inalterada
su anterior arquitectura conceptual. Permanecen vigentes los niveles reflexivos del
antagonismo, como fundamento ontológico inerradicable, y del agonismo, como superficie
óntica de inscripción democrática en la que discurren las disputas entre los diferentes
proyectos hegemónicos (
Sin embargo, a la par de esta filiación ideológica, en el populismo de Mouffe aparece
un segundo anclaje óntico que agrupa y retiene al primero. Este remite a la identidad
democrática que asume su proyecto populista contrahegemónico. Tal anclaje permitiría
pensar la lógica populista, sea de izquierda o de derecha, como inscripta dentro del
universo simbólico democrático-republicano; esto es, dentro de un marco institucional
propiamente agonística. Se abre con ello la posibilidad de retener expresiones populistas
que, asumiendo identidades adversariales, reverencian los principios ético-políticos
de nuestra forma democrática de vida y, desde ese espacio institucional común, establecen
disputas hegemónicas entre alternativas políticas que se reconocen en su mutua legitimidad Esta posibilidad de pensar en populismos adversariales no agota, desde luego, el
universo posible de identidades y fronteras populistas. En tanto el agonismo solo
puede sublimar ónticamente el antagonismo, pero nunca erradicarlo como trasfondo ontológico,
siempre existirá un afuera del agonismo.
Esta comunidad política democrática se concibe como «una superficie discursiva de
inscripción» (
La influencia maquiaveliana en Mouffe también se deja ver en el hecho de que la fundamentación
de las normas políticas no viene inspirada por ninguna instancia trascendente, sino
por el realismo «de las prácticas existentes» (
La comprensión de la institucionalidad republicana aparece en el populismo mouffeano
como reivindicación de la representación parlamentaria, de los partidos políticos
y, en general, de la estatalidad, como marco adecuado para dar cauce a la multiplicidad
de «constelaciones conflictivas agonísticas» (
Sin embargo, estas referencias institucionales dejan suficiente espacio como para
desplegar una forma no destructiva de contestación que permite «que los grupos se
movilicen unos contra otros dentro de las limitaciones de la democracia parlamentaria.
La advertencia aquí es que las democracias liberales no deben buscar suprimir tales
formas de conflicto ni […] hacernos creer que todos estamos realmente de acuerdo»
(
En esto Mouffe se aparta de aquellas comprensiones republicanas de corte liberal que
acentúan la conservación del orden legal y que terminan abandonando el rasgo conflictivista
en torno a las formas de organizar la soberanía popular (
Desde esta óptica, la institucionalidad conjuga elementos que, al mismo tiempo, limitan y posibilitan la radicalidad de la soberanía popular. Las instituciones, los derechos y las leyes no actúan como límites externos de la libertad republicana, sino como foco de un debate incesante sobre los fundamentos de la sociedad, sobre la legitimidad de lo establecido y sobre lo que debe ser. En torno a la ley común, y al amparo de ella, se reactivan las disputas sobre su significado, su alcance y sus condiciones de ejercicio. Esta mirada institucional se orienta hacia el mismo tipo de reivindicación plebeya, incluyente y conflictivista del populismo republicano. Si bien en el agonismo mouffeano esta clave de lectura sigue estando aun en construcción, se proyecta desde un programa teórico más prometedor que la reticencia laclauniana para pensar las instituciones de la cosa pública.
La exponencial reactivación que en las últimas décadas ha experimentado el debate sobre el populismo desemboca en algunas apropiaciones y encadenamientos teóricos que podrían generar cierta perplejidad. En contra de las habituales denostaciones que pesan sobre este término, una influyente tendencia contemporánea reivindica la construcción equivalencial de un pueblo que, en su oposición a la representación de un otro dominador, sea capaz de expandir, profundizar y repolitizar nuestros raquíticos regímenes democráticos. En este marco, y tras la estela de pensamiento abierta por Laclau, algunos partidarios del populismo conectan con la vieja tradición republicana, ahora reinterpretada en términos de un republicanismo populista o de un populismo republicano.
Evitando tanto la oposición como la conciliación simplista entre los dos términos conjugados en esas rotulaciones, en este trabajo nos propusimos ahondar y problematizar sus posibles entrecruzamientos. Para ello insistimos en la complejidad interna que encierran estas dos familias conceptuales, así como en la necesidad de especificar las diferentes vertientes que coexisten tanto dentro de la tradición republicana como en la recuperación populista contemporánea. El argumento que delineamos discute dos opiniones de considerable circulación. Por un lado, aquella que automáticamente contrapone republicanismo a populismo. Por el otro, aquella que alegremente celebra la vinculación entre estos términos, así como las potencialidades emancipatorias y democratizantes que habilitaría este matrimonio, sin reparar suficientemente en que algunas concepciones populistas podrían cercenar la dimensión institucional y normativa que aglutina la cosa pública. Consideramos que, en efecto, es posible aventurar una complementariedad entre el pensamiento republicano y la teoría populista, pero solo cuando se diseccionan cuidadosamente algunas de sus versiones específicas.
En vistas de ello, a partir de la relectura posfundacional de Maquiavelo, dimos con un pensamiento republicano capaz de esquivar las derivas consensualistas y racionalistas tributarias de una cierta armonía u homogeneidad de lo social. Por el contrario, la comunidad política que registra el pensamiento del florentino está constitutivamente dividida. Lejos de representar esto una amenaza destructiva para la república, precisamente desde esta escisión inerradicable se instituyen las leyes que mejor resguardan su libertad. La posibilidad de desfogar institucionalmente los humores sociales eternamente opuestos permite modular la inscripción dual del republicanismo maquiaveliano: un antagonismo ontológico que se superpone a un agonismo óntico. De este modo, incluso en este legado radicalmente conflictivista del republicanismo, la cosa pública retiene un sentido de totalidad o universalidad que remite a la referencia reguladora de la igualdad y la libertad cívica recreada en la ley común.
Según sostuvimos, esta mediación simbólica y normativa permanece ocluida en algunas de las vertientes del pensamiento populista. Tal es el caso de la teoría de Laclau. Su concepción del populismo despliega su potencia política a partir de la dicotomización antagónica entre pueblo/oligarquía y en ausencia de todo orden común. Toda lógica diferencial tramitada dentro de las instituciones del statu quo supone para este enfoque la muerte simultánea tanto del populismo como de la política. En este escenario no hay lugar para la fecundidad del conflicto y de las leyes comunes, sino solo para la ruptura radical de aquellas referencias que dan sentido de totalidad a la identidad del nosotros. La comunidad ya no es una; por el contrario, se divide en dos politeias irreconciliables. Se anula con ello cualquier imaginario cívico desde el cual se proyectan tanto el republicanismo de Maquiavelo como el populismo de Mouffe.
Como alternativa al enfoque de Laclau, el populismo agonístico mouffeano parece contar con mejores credenciales para dialogar con el republicanismo plebeyo heredero de Maquiavelo. Este proyecto populista se hace cargo de la ontología antagónica de lo político, pero, a diferencia del modelo laclauniano, se aboca también a la tarea de promover en el plano óntico un republicanismo cívico en el que el perpetuo enfrentamiento de los humores e intereses sociales no se desfoga en enemistades mutuamente destructivas, sino en la lucha de los adversarios legítimos que comparten el universo simbólico e institucional de la cosa pública.
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