RESUMEN

Hegel se sitúa en la tradición del realismo político. Así nos lo mostraría su perspectiva para abordar la realidad política. No obstante, la condición filosófica de su obra, su sistema filosófico con pretensiones de abarcar la totalidad de lo real, destinado a un fin superior —la realización del espíritu absoluto en la historia—, acaba estrechando su politicismo. Y es que será la teleología histórica la que merme su concepción realista de lo político, pues esta mirada apuesta por una contingencia en la temporalidad histórica que, como en Maquiavelo o Spinoza, no determina la historia a un telos. Explorar estas tensiones entre el Hegel más político y el más filosófico, mostrar algunas de sus ideas adscritas al realismo político, así como exponer su intento de articular la libertad de los antiguos con la de los modernos, lo particular con la unidad sustancial, serán los objetivos de este breve acercamiento.

Palabras clave: Hegel; realismo político; teleología; burgués; Estado.

ABSTRACT

Hegel situates himself within the tradition of political realism. This is evident in his perspective for addressing political reality. However, the philosophical nature of his work, his philosophical system with aspirations to encompass the totality of the real, destined for a higher purpose —the realization of the absolute spirit in history— ultimately narrows his political focus. The historical teleology, in particular, diminishes his realistic conception of the political, as this perspective advocates for a contingency in historical temporality that, as in Machiavelli or Spinoza, does not determine history toward a telos. Exploring these tensions between the more political Hegel and the more philosophical one, highlighting some of his ideas aligned with political realism, and presenting his attempt to reconcile the freedom of the ancients with that of the moderns, the particular with substantial unity, will be the objectives of this brief exploration.

Keywords: Hegel; political realism; teleology; bourgeois; State.

Cómo citar este artículo / Citation: Arcos Fuentes, I. (2024). Hegel pensador político: entre metafísica teleológica y realismo político. Revista de Estudios Políticos, 203, 13-‍35. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.203.01

I. PRESENCIA Y SECUELAS DEL ESPECTRO HEGELIANO EN NUESTRO TIEMPO[Subir]

Escribía Xavier Zubiri en el siglo pasado que «la madurez de Europa es Hegel» y que «toda auténtica filosofía comienza hoy por una conversación con Hegel» (‍Zubiri, 1955: 209). Más de medio siglo ha transcurrido desde esta sentencia, quizá excesiva, y, sin embargo, no se ha visto del todo desgastada por el discurrir de los años. Queramos o no, su filosofía ha sido discutida y repensada por muchos de los pensadores del presente. Además, sus categorías sobre el mundo han sufrido embestidas en la facticidad occidental desde la Segunda Guerra Mundial que aún vuelven más necesaria su relectura. Sin duda alguna, nuestra época no es la de Hegel. Sin embargo, sus secuelas están presentes, tanto en el desplazamiento de sus categorías en la materialidad del mundo y su espíritu como en la reflexión del hoy. Así, nos encontramos ante dos cuestiones que le ponen de actualidad: la de la crisis desde hace décadas —al partir de la crisis cultural de finales de los años sesenta del pasado siglo y la llegada de la posmodernidad— de algunas de las categorías sociales y políticas con las que Hegel pensó la modernidad; y la del ejercicio reflexivo de la realidad con el filósofo alemán por parte de bastantes teóricos contemporáneos, pese a que su mundo ya no sea el nuestro.

En cuanto a lo primero, la subjetividad desafiante al orden burgués occidental y al sistema soviético —ambos asentados en el modo de producción fordista y en un Estado fuerte, sea keynesiano o socialista—, que fue Mayo del 68, atacó la descriptiva hegeliana del mundo. Pensemos como el viejo Hegel, convertido en mandamás de la universidad alemana en Berlín y vuelto pensador del orden establecido (‍Safranski, 2020: 217), en los Fundamentos de la filosofía del derecho sienta las bases de la modernidad burguesa, de esa madurez europea que diría Zubiri (‍1955: 209), mediante sus nociones de familia, sociedad civil y Estado, formuladas dialécticamente (‍Hegel, 2017a). Es ante esta cosmovisión contra la que, indirectamente, se lanza el ataque de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo xx, que sentará algunas de las bases del espíritu de época posmoderno. La familia tradicional burguesa fue puesta en cuestión por la contracultura y el feminismo. De igual manera la sociedad civil —bürgerliche Gesellschaft—, identificada con el mercado y sus relaciones individualistas —donde el sujeto es arrojado después del lecho familiar y se convierte en individuo—, fue desbordada por unas subjetividades juveniles de época que renegaban no solo del trabajo fabril, sino de la mercantilización que se producía en distintas esferas de la vida social. Por último, el Estado, «la realización del espíritu en la existencia» (‍Hegel, 1971: 45), donde el burgués se constituye en ciudadano, ha sido objeto de críticas debido a la burocratización que genera y por considerársele instrumento para la dominación según una gran cantidad de movimientos sociales críticos, por no mencionar la merma que ha sufrido en sus atributos durante la última globalización[2]. En definitiva, el significado de las categorías hegelianas sobre la realidad social es desbordado por las transformaciones que suponen la posmodernización y las nuevas subjetividades que la acompañan.

Además, en el pensar contemporáneo nadie parece abogar por sus recetas políticas de una manera estricta. Las exigencias que supondrían para el individuo de llevarse a cabo dichas pretensiones desbordarían el material humano con el que está constituido en nuestro mundo líquido. Lo que pretendemos señalar es que, incluso para los partidarios de Hegel, la idea de un ciudadano comprometido con las virtudes públicas —pensado por el filósofo germano a modo de imitación del de la polis griega (‍Gleen Gray, 1941)—, puesto en contraposición al burgués ocioso y egoísta, parece descartada en las condiciones sociales del presente, al ser difícil la configuración de unas subjetividades que puedan encarnar ese ideal de una ciudadanía fuerte. Tampoco su concepción teleológica parece quedar en pie tras la disolución de la fe ciega en un telos histórico, como propugnaron después de él las religiones políticas seculares con su componente salvífico (‍Voegelin, 2014), ni la visión de un progresivo conocimiento de la totalidad de lo real, mediante el despliegue del espíritu absoluto en la historia, queda a salvo con la crítica posmoderna (‍Lyotard, 2016). En este sentido, como señalaba Jean Michel Palmier hace medio siglo, «el hegelianismo ha muerto» (‍Palmier, 1971:7). Efectivamente, nadie parece abogar hoy en día por un hegelianismo stricto sensu. Pero, como indica otra vez el propio Palmier, «su derrumbe es un mundo, el mundo que nosotros vivimos» (íd.), pues la posmodernidad ha encarnado la crisis de esa madurez europea que es Hegel. Su defunción no solo se debería, en su descriptiva de lo social, a la crisis de la tríada conceptual, familia, sociedad civil y Estado, sino a que nuestra contemporaneidad occidental supone también el rechazo de sus ideas de totalización política y búsqueda de una teodicea que, realizada en la historia, lleve necesariamente a la consecución de la libertad y al conocimiento absoluto de la totalidad de lo real.

Sin embargo, y he aquí la segunda cuestión de su actualidad, paradójicamente, este mundo poshegeliano es reflexionado con él. A favor suyo, nutriéndose de su filosofía algunos pensadores para pensar el presente, o en contra, rechazando el espíritu de sus postulados otros autores. Entre sus partidarios se encuentran algunos de los más eminentes filósofos de la corriente comunitarista que, en la teoría política contemporánea, pensaron en contra del liberalismo de John Rawls y de la tradición del atomismo político (‍Taylor, 1985), inspirándose para tal tarea en algunos aspectos de su obra (‍Taylor, 1983). Sobre todo, se nutrieron de la visión hegeliana que pretende instalar al individuo en una comunidad política concreta, pudiendo efectuar con ello sus críticas a la noción de sujeto desenraizado de Rawls, de herencia más o menos kantiana. De igual modo, conocidos en la actualidad son los desarrollos de Slavoj Žižek sobre la filosofía hegeliana (‍Žižek, 2012), así como también de otros filósofos de las últimas décadas con sus lecturas sobre el autor de la Fenomenología del espíritu (‍Nancy, 2006; ‍Han, 2019). Igualmente se podría señalar la influencia hegeliana en el psicoanálisis de inspiración lacaniana[3]. Tampoco hay que olvidarse de cómo el espectro hegeliano —concretamente, la concepción de la lucha por el reconocimiento de sus textos de juventud en Jena (‍Hegel, 2017b)— se encuentra en las teorías sobre el reconocimiento y la intersubjetividad de Axel Honneth (‍2019: 115-‍152) y Jürgen Habermas (‍1992; ‍2008: 35-‍56). En el otro lado, los detractores centran sus críticas ahondando en la leyenda negra que arrastra el filósofo alemán por las supuestas secuelas totalitarias y nacionalistas de su pensamiento, según la lectura positivista y liberal[4] —desmentidas por muchos de sus lectores más atentos (‍Losurdo, 2012; ‍Negro, 1975). También sus críticos se encuentran en algunas de las lecturas hechas por la izquierda heredera del Mayo francés y de su resaca italiana, como es el caso de Antonio Negri[5]. Pero de igual modo en el marxismo más teórico y riguroso, y no tan especulativo, como el de Althusser, quien en su momento trató de depurar a Marx de cualquier envoltura hegeliana para evitar así toda finalidad o teleología que pretendiera buscar un sentido último en la historia, intentando acabar de este modo con el dogmatismo marxista que creía estar en un proceso histórico que llevaba ineludiblemente al estadio final de la humanidad, entendido como comunismo y fin de la política.

Todas estas cuestiones no son más que una muestra de la presencia indirecta del espectro hegeliano hoy o desde hace medio siglo, desde los últimos coletazos de la modernidad hasta lo que se ha denominado la posmodernidad para designar a nuestro presente. En cualquier caso, aquí no se revisarán los cambios sociológicos contemporáneos que han afectado a las categorías que Hegel sentó para la modernidad, como tampoco se entrará en la mayoría de los campos de su vasta obra. Simplemente trataremos de exponer al Hegel más político. Concretamente, para este escrito nos interesa el Hegel que disfruta de un puesto de honor entre el elenco de pensadores eminentemente políticos (‍Schmitt, 1991: 90-‍92), continuador de la tradición del realismo político maquiaveliano (‍Meinecke, 2014: 351 y ss.); un Hegel que, en definitiva, podría ser considerado como «un gran Realpolitiker en nuestra era posmarxiana» (‍Tronti, 1975: 149).

Ahora bien, cuando a continuación exploremos la condición política de sus escritos, se observará una tensión entre esa faceta realista-política y su vertiente metafísica; entre su olfato político apegado a la facticidad de los hechos y una sistematicidad teorética que busca envolver la totalidad de la realidad y sus acontecimientos para dotarles de un sentido último que se manifiesta en la historia como espíritu de la divinidad. La «astucia de la razón», que supera las voluntades particulares de los hombres, permite el despliegue en la historia del espíritu absoluto, mediante sus diferentes estadios de manifestación, hasta su consumación final con la autoconciencia de sí, lo que políticamente se traduce en la consecución de la libertad y del asentamiento del Estado como metas de la travesía histórica. Será esta narrativa teleológica la que quiebre su realismo político. Pero ahora, centrémonos, primero, en su concepción realista de lo político.

II. HEGEL Y EL REALISMO POLÍTICO: EL MAQUIAVELO ALEMÁN[Subir]

Uno de los textos donde Hegel se muestra más político es la Constitución de Alemania. Texto finalizado para 1802, no publicado en vida, y que podríamos incluir en lo que se ha denominado el periodo de Jena del pensador. Es en este tiempo, justamente, cuando se produce uno de sus periodos más políticos (‍Ripalda, 1987: 117-‍118), puesto que redactará casi simultáneamente el citado escrito junto con los textos del Sistema de la eticidad (‍Hegel, 1982) y Sobre las maneras de tratar científicamente el Derecho Natural. Su lugar en la filosofía práctica y su relación constitutiva con la ciencia positiva del derecho (‍Hegel, 1979). En este periodo, junto con sus preocupaciones políticas, se esbozan también sus primeras reflexiones más especulativas, filosóficas, con voluntad de sistema (‍Villacañas, 2010:15), poniéndose en relación política y filosofía en su más alto nombre, con un tono platonizante (‍Negro, 1983: 15). De todos modos, tendremos que esperar hasta la todopoderosa Filosofía del derecho para encontrar la teoría política de Hegel culminada.

El Maquiavelo alemán en la Constitución, al igual que denunció el florentino con su fragmentada Italia, se queja de la situación de Alemania por su falta de unidad política[6]. Como nos dice, «Alemania ya no es un Estado» (‍Hegel, 2010: 16). El problema es que, a su juicio, los viejos constitucionalistas —desde su perspectiva racionalista, iusnaturalista y atemporal— no pudieron aclarar la situación de Alemania a nivel conceptual, no podían atender las transformaciones producidas en la realidad; mientras que los jóvenes positivistas, mediante el análisis empírico de la realidad existente, sí dieron cuenta de la situación alemana, solo que para ello abandonaron la elevación hacia la racionalidad conceptual (‍Hegel, 2010: 16-‍17). Hegel aquí está criticando ambas posiciones. A unos por desentender la positividad de lo real, por no asumir las transformaciones sociales acaecidas; a los otros por atender la positividad, pero desatendiendo la razón que unifica y dota de sentido a esa multiplicidad de elementos empíricos que encarnan esos cambios en la realidad social. Nos encontramos, como señala Félix Duque (‍1998: 402), ante la posición mediadora de Hegel entre «el racionalismo formalista kantiano y fichteano por un lado (una moralidad abstracta y vacía) […] y, por otro, el positivismo de una mala empiria, que cree limitarse a la pura y aséptica descripción de los hechos». Entre ellos, entre ambas posturas, Hegel pretende instalarse en la historia para ver los entresijos y las razones que la mueven. Atiende a la experiencia, a la especificad de cada época histórica, pero centrándose en los principios que la rigen, pasando de la razón concreta —Vernunft— a la razón abstracta —Verstand—. Ni pretende situarse en la mera positividad, que no puede abstraerse de lo concreto y reflexionar la necesidad, ni en la racionalidad iusnaturalista, que ignora la constitución material de lo real. En todos estos argumentos, vemos ya esa tensión entre realismo y especulación filosófica para captar la realidad; ciertamente comprendida tal y como es, pero dotándola de unos principios rectores y de una finalidad o telos.

Expuesta la situación de Alemania, Hegel nos enseña el modo de operar en su texto: «La publicación de los pensamientos de este escrito no puede tener otra finalidad ni otro efecto que la comprensión de aquello que es» (‍Hegel, 2010: 25). El pensador alemán no pretende llevarse a engaños y se ciñe a lo que es la realidad, máxima de cualquier realista político. Maquiavelo, al principio de su capítulo XV de El príncipe, abogaba por que el príncipe se condujera por «la verdad real de la materia» y no por los «desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella» (‍Maquiavelo, 2019: 99), por lo que en realidad son las cosas y no por lo que desearíamos que fueran. Hegel procede de igual manera. En este sentido, tal y como distingue Spinoza, siguiendo el realismo de Maquiavelo, entre políticos —a los que se adscribe— y filósofos, podríamos decir que Hegel, en cuanto a la esfera de lo político, sería un político y no un filósofo. Para el pensador de origen sefardita, estos últimos comprenden la política y la naturaleza humana desde una dimensión ideal y moralizante; los primeros, por el contrario, se acercan a la política tal y como realmente es (‍Spinoza, 2013: 97-‍100). Hegel, siguiendo esta línea de pensamiento, señala: «Lo que nos arrebata y nos hace sufrir no es lo que es, sino lo que no es como debiera ser; pero si reconocemos que es como tiene que ser, es decir, no según la arbitrariedad y el acaso, entonces reconocemos que debe ser así» (‍Hegel, 2010: 25). Las cosas son como son por más que nos duela que no son como debieran; se trata de aceptarlas y no de lamentarse ni negar su realidad objetiva. Cuestión, sin duda, la que observamos en el filósofo alemán, de carácter spinozista, maquiaveliana y realista al romper con la escisión entre ser y deber ser, atendiendo a lo que las cosas son y no a lo que nos gustaría que fueran. En los términos spinozianos comentados arriba, su condición de político es más fuerte que la de filósofo; por lo menos, en un primer acercamiento.

Sin embargo, según la misma mirada hegeliana, los acontecimientos no son singulares o fortuitos, como muchos interpretan para amoldar lo real a su visión, sino que forman «un sistema de sucesos dirigido por un espíritu» (íd.), aspecto que, como veremos, merma su visión realista[7]. De este modo, la realidad se despliega bajo una lógica de sentido último, mediante una razón que dirige los acontecimientos históricos. Nos encontramos ya con la idea que en su madurez se reflejará en su famosa máxima del prólogo de la Filosofía del derecho: «Lo que es racional, eso es efectivamente real; y lo que es efectivamente real, eso es racional» (‍Hegel, 2017a: 17)[8]. Para Hegel, el mundo es cognoscible por la razón, sigue una lógica racional y, por lo tanto, puede ser comprendido. Por sí mismo se explica, al ser racional, y no debemos ajustarlo a nuestros razonamientos. La realidad puede contradecir nuestros deseos, pero se puede comprender. Pese a ello, observamos cómo el pensador alemán parece seguir en apariencia la frialdad objetiva del realismo político: la de no llevarse a engaños y aceptar simplemente lo que las cosas son, comprendiéndolas. Cuestión diferente, y que es lo que le aleja del realismo genuino, es que las cosas se guíen o sean así por el sentido que reciben del espíritu, de la divinidad.

Además de la cuestión del tipo de acercamiento a lo político, del método o actitud realista, Hegel, en su análisis de Alemania, también nos da algunas pinceladas sobre otros aspectos clave de lo político. Por ejemplo, nos muestra ya en este texto su perspectiva sobre las relaciones internacionales. En este sentido, recordemos los pasajes de la Constitución donde expone cómo los Estados se relacionan entre sí a través de la lógica del «poder y la astucia» (‍Hegel, 2017a: 95-‍98). Frente a la visión kantiana de una posible armonía en el concierto internacional de naciones, por la cual se aspiraría a conseguir una especie de federación universal y cosmopolita (‍Kant, 1985; ‍2006), el filósofo de Stuttgart no se lleva a engaños. Como buen realista político, se percata de la relación conflictiva entre los Estados. Así lo muestra, mucho más adelante, en su Filosofía del derecho: «Los Estados se encuentran en cierto sentido en estado de naturaleza en su relación con los otros» (‍Hegel, 2017a: 335). Hegel traslada el estado de naturaleza hobbesiano, donde los individuos están en una guerra de todos contra todos, a las relaciones interestatales. En este sentido, es una fuente de inspiración para el Schmitt que se enfrentó a la perspectiva cosmopolita del derecho internacional que propugnaba Kelsen[9], heredero de la concepción kantiana. No obstante, habría que poner en cuarentena la visión de un supuesto Hegel belicista, pangermanista y, en cambio, un Kant pacifista y cosmopolita, como bien ha expuesto Losurdo (‍2012: 41 y ss.). Y es que ciertas lecturas de Hegel pueden presentárnoslo como un nacionalista alemán, apologeta de la guerra, radicalizando su realismo político con el culto por la guerra. Hegel no es que sea un belicista, simplemente entiende la realidad política entre Estados de manera conflictiva, lo cual es guardar respeto a la realidad de las cosas[10]. Su crítica al cosmopolitismo se basa en que este ignora «el carácter de idea regulativa (y no constitutiva) de la representación de un mundo pacificado y un orden jurídico mundial» (‍Kervégan, 2007: 139). Confunden moral y política; Hegel pretende remarcar la autonomía de lo político. En la Filosofía del derecho señala que, frente a los que abogan por que la política se adecúe a la moral, «un Estado tiene una justificación totalmente distinta a la del bien del individuo, y que […] el Estado tiene […] su derecho en una existencia no abstracta sino concreta, y que el principio de sus acciones y de su comportamiento solo puede ser su existencia concreta, y no alguno de los muchos pensamientos considerados como un mandamiento moral» (‍Hegel, 2017a: 337).

Hegel, repetimos, en estos pasajes no se lleva a engaños. Trata de respetar la realidad de las cosas: la verdad es lo que las cosas son. Y eso implica aceptar que, entre otros aspectos, la moral y la política están separadas. Son, por decirlo en términos weberianos, esferas de acción distintas. Su realismo político se muestra en estas páginas de juventud comentadas que, extendidas después a lo largo de toda su obra, establecen la condición autónoma de lo político como ya hizo Maquiavelo. Ahora veremos cómo, ante la despolitización y fragmentación social que supone la irrupción del mundo burgués, tratará de repolitizar la existencia social de su tiempo. Pero integrando la cosmovisión burguesa, de la que es hijo y uno de sus mayores exponentes. Ante un mundo apolítico, como es el de la sociedad burguesa, Hegel introduce la cuestión política.

III. LA RECUPERACIÓN DE LO POLÍTICO ANTE LA IRRUPCIÓN DEL MUNDO BURGUÉS[Subir]

Si antes hemos señalado la superación por parte de Hegel de la disyuntiva entre los juristas teóricos y los positivistas, como modo epistemológico de acercarse a la realidad política, cabe señalar que el filósofo de Stuttgart intenta aunar la tradición de Goethe, Herder, del «expresivismo», de lo que, en términos amplios, podemos denominar el Sturm und Drang, con la tradición ilustrada que se encarna en Kant (‍Rühle, 1997; ‍Taylor, 1983: 13 y ss.). Siendo sintéticos, pretende articular la mirada que observa al sujeto inserto en la naturaleza y en la comunidad política con el individualismo del sujeto abstracto y autodeterminado; la subjetividad —a la que, por ejemplo, remitirá Fichte después de Kant— con la sustancia a la manera spinoziana. Y para ello, para tal proyecto, al igual que sus contemporáneos, como fue Hölderlin, el joven Hegel mirará a la antigüedad, a los griegos (‍Gleen Gray, 1941), aunque también a los romanos con su ideal republicano (‍Hegel, 2011; ‍Ripalda, 2016; ‍Rocco, 2011). Allí, en Grecia, se dio la más elevada formación social de la historia. En la polis se integraban armoniosamente naturaleza y realización humana (‍Löwith, 2008: 317). No había irrumpido aún el mundo de desequilibrios y fragmentaciones sociales de la modernización capitalista. El problema es que, sin embargo —y por ello mismo, la imposible vuelta a ese mundo—, tampoco se había desarrollo en el mundo antiguo el principio de la subjetividad, la autonomía individual que se desplegó durante la modernidad.

No obstante, detrás de este intento por aunar estas dos tradiciones filosóficas en tensión, se esconde en Hegel una cuestión netamente política, a saber: la despolitización del mundo burgués. Esa libertad radical, esa autoafirmación de la subjetividad, cristalizada en el individualismo liberal, resulta apolítica, como bien verá también después Schmitt. Por ello, Hegel admiraba a los griegos. Porque constituyeron una unidad política armónica, donde el bien común prevalecía sobre los intereses particulares. Pero esa comunidad política loada, más bien soñada, había desaparecido hace tiempo. Ante tal situación, como hemos dicho, se podría tener en mente a los griegos, pero eso no bastaba. El espíritu humano, mediante el despliegue de la historia, había llevado en su desarrollo a la aparición de la individualidad, producto del principio de la interioridad surgido de la Reforma (‍Hegel, 1971: 437 y ss.). De lo que se trataría es de repolitizar el mundo burgués, pero salvando el espíritu de la libertad individual, que ya es un dato irreversible en la historia. En otros términos, se propone, por decirlo a la manera de Benjamin Constant (‍2020), articular la libertad de los antiguos con la de los modernos; no pretende volver a una Grecia ya inexistente ni tampoco priorizará la libertad de los modernos como, en cambio, sí lo hará la mayoría del mundo burgués[11].

En este sentido, el problema de cómo integrar al Spinoza leído por la tradición alemana, a Goethe o Herder con Kant o Fichte se transforma en una problemática política. El apostar por lo comunitario, la sustancia, o por la libertad autodeterminativa de la razón abstracta es, simultáneamente, la preferencia por la primacía de la comunidad política sobre las voluntades particulares o por la afirmación del individualismo burgués. Hegel operará esta politización mediante la recuperación del ciudadano. El individuo deberá ser bourgeois y, simultáneamente, citoyen. En tanto que miembro de la sociedad civil, el sujeto está ligado a su condición burguesa, mientras que, como miembro del Estado, el sujeto es un ciudadano. La primera condición responde a sus intereses particulares, efectuados en la sociedad civil, mientras que la segunda alude a su praxis en aras de la generalidad, del bien común. Esta operación teorética, pese a encontrarse en otros textos, se fraguará del modo más desarrollado en su obra política más madura, la Filosofía del Derecho. A continuación, trataremos de detallar este alegato del ciudadano y del Estado frente al individualismo y antiestatalismo liberales.

Sin duda, su reivindicación del Estado y de un sujeto político fuerte, comprometido con la res publica, parte del estado social de su tiempo. En este sentido, pese al idealismo que le caracteriza, sus reflexiones sobre la constitución material del mundo social son agudas; no podría ser de otro modo siendo un realista político. Así, sus escritos de 1803 y 1804 de la Filosofía del espíritu nos enseñan un Hegel que traza una sociología del trabajo, en la cual se estudian la división del trabajo y sus secuelas en el hombre (‍Hegel, 2017b:105-114)[12]. Igualmente, en el Sistema de la eticidad, se preocupará por la cuestión de la fragmentación social que generan las nuevas relaciones de producción. De igual modo, continuará esta senda en distintos pasajes de la Filosofía del Derecho (‍Hegel, 2017a: 244). Aquí pone la atención en la acumulación de riqueza excesiva y en la miseria social derivada, así como en la generación a causa de ello de la plebe. También se dará cuenta de cómo la sociedad civil no tiene la capacidad de autorregularse por sí misma, no pudiendo evitar el pauperismo al que se ven abocados ciertos sectores de la población (ibid.: 245). En definitiva, Hegel es consciente de los efectos que crean en lo social las nuevas relaciones capitalistas. Pese a ser un lector de Adam Smith, pero sobre todo de Adam Ferguson y su concepto de sociedad civil (‍Ferguson, 2010), se percata de la problemática que suponen las nuevas relaciones egoístas que se dan en la sociedad y, por lo tanto, aboga por la necesidad del Estado. Pero con ello también del ciudadano, de un sujeto comprometido con la polis, esto es, con el Estado. Solamente el Estado, instancia donde se realiza la unidad sustancial —pero afirmándose las voluntades particulares—, podría acabar con la escisión que se produce en el mundo social burgués.

A diferencia de Wilhem von Humboldt (‍2009), quien desde la concepción liberal germana defendía la libertad y el autoperfeccionamiento del individuo frente a un Estado que, en todo caso, desempeñaría unas funciones mínimas, Hegel rompe con esta visión burguesa, individualista y antiestatal. Hegel, como decimos, toma conciencia, desde un análisis social realista sobre la facticidad, de la necesidad de superar el individualismo burgués y sus patologías sociales. A su modo de ver, la Revolución francesa —por otra parte, a la que siempre loó[13]— identificó a la forma Estado con la sociedad burguesa, ya que, finalmente, la revolución «creyó que su destino estaba en la simple defensa de la propiedad privada y de la seguridad personal. El fin último del Estado se puso en el interés particular de sus miembros singulares y no en los intereses en verdad universales del Estado» (‍Löwith, 2008: 316-‍317). De este modo, el Estado quedó desustancializado, al arbitrio de los intereses particulares de la clase burguesa hacedora de la revolución. Hegel va a superar esta noción de Estado liberal. La admiración por la ciudad antigua, donde el bien común se convertía en el destino de los hombres y en el núcleo central de sus vidas, le permitía dirigir la crítica a la sociedad burguesa, la cual era todo lo contrario del mundo griego. De todos modos, en Grecia la particularidad privada del sujeto era anulada en beneficio de la generalidad, de ahí su insuficiencia para el pensador alemán. Con sus palabras: «En los Estados de la antigüedad clásica está presente el carácter general, pero la particularidad todavía no se había desprendido y liberado» (‍Hegel, 2017a: 259-‍260); o en este otro pasaje: «En los Estados antiguos, el fin subjetivo coincidía simplemente con la voluntad del Estado» (ibid.: 261).

Por el contrario, en su noción de Estado, superando tanto la concepción liberal como la antigua, «la persona individual y sus intereses particulares puedan encontrar su desarrollo total y el reconocimiento de su derecho para sí […], a la vez que los individuos y sus intereses pasan a formar parte del interés general y reconocen a este conscientemente y voluntariamente como su propio espíritu sustancial, actuando a favor de él como su fin último» (ibid.: 259). Esto es, en el Estado hegeliano lo general y lo particular se unen, «pero sin que el fin general pueda progresar sin el propio reconocimiento y la voluntad de lo particular, cuyos derechos han de ser conservados» (ibid.: 260). La generalidad se asienta sobre una particularidad que libremente la desea y la consiente. Y es que «la voluntad libre puede solo satisfacerse al comprender que ella busca y ha buscado siempre la libertad en una organización racional, universal de la libertad» (‍Weil, 1970: 47), el Estado. De ahí que, ante las posiciones de ciertas lecturas, Hegel no sea un pensador totalitario, pues, además en su perspectiva, el Estado no suprime la sociedad civil ni a la familia, hábitats del individuo, sino que las fundamenta: son los momentos en que el Estado se descompone, pese a que sea el resultado de ellas en su demostración conceptual (‍Hegel, 20171a: 252). Como decimos, el fin de los sujetos va a ser el Estado, ya que éste conduce «a su existencia objetiva las determinaciones de la voluntad individual, que solo llegan a su verdad y su realización a través del Estado» (ibid.: 262), lo mismo les sucede a las esferas de la familia y de la sociedad civil. Con ello, con el Estado, el burgués de la sociedad civil se politiza, el sujeto egoísta del mercado se hace ciudadano al encontrar su verdadero fin y determinación en la universalidad a través del Estado, que es la realización de la idea ética que alberga el espíritu absoluto en el fin de su despliegue por la historia humana.

Toda esta operación conceptual, por la cual el individualismo es reconducido a la unidad sustancial, podría pensarse que se realiza de manera abrupta, a posteriori, una vez el Estado se asienta después de los momentos de afirmación y negación de la familia y de la sociedad civil. Esto es, que el Estado, como momento posterior a la sociedad civil, corregiría las patologías de esta, que identificada con el mercado se compondría de individuos egoístas. Sin embargo, no es así. Si bien el Estado, como hemos dicho más arriba, es el tercer movimiento de reconciliación entre la sociedad civil y la familia —es resultado a nivel conceptual de estas dos para así lograr su demostración científica—, en la realidad fáctica, por decirlo así, es el fundamento de las dos. El Estado es «lo primero», lo que determina a ambas, las cuales son mediaciones del individuo con este. Además, la sociedad civil no es aquí esa mera sopa de átomos egoístas que promulga el liberalismo, sino que está compuesta por estamentos y corporaciones (‍Rosanovich, 2021: 172). Estos median entre los individuos y el Estado. De este modo, la separación entre Estado e individuo no es tan férrea. Aquí no se observa la descriptiva del contractualismo moderno, el cual presentaba una sociedad desolada de toda institución orgánica natural, conformada exclusivamente por individuos que dan lugar al Estado mediante el contrato, caso de Hobbes en su obra Leviatán. La relación del individuo con el Estado viene mediada por las corporaciones e instituciones naturales de la sociedad civil. De este modo, Hegel no solo recupera la pulsión política del citoyen comentada, deudora en parte de sus lecturas de Rousseau —independientemente del contractualismo de este—, sino que bebe de la concepción de carácter orgánico de Montesquieu en El espíritu de las leyes, donde las corporaciones y los estamentos juegan un papel esencial para la articulación del cuerpo político.

En definitiva, Hegel posee una teoría de carácter organicista frente al mecanicismo de otros pensadores como, por ejemplo, Hobbes. Pero todo esto no invalida la pregnancia de lo político en su pensamiento. En su reflexión se efectúa una politización del apoliticismo del mundo burgués al reconducir la autoafirmación de la individualidad moderna hacia el fin superior del Estado. Se articula así el desarrollo libre de la individualidad con la unidad sustancial; la libertad del sujeto con la comunidad política. Sin embargo, esta politización del apoliticismo es a su vez un medio para un fin más alto de corte ético y teológico —el Estado, la realización del espíritu en la mundanidad—, lo que, en parte, puede disminuir su politicismo.

IV. LA TELEOLOGÍA COMO SUPRESORA DEL REALISMO POLÍTICO HEGELIANO[Subir]

Hasta ahora hemos visto cómo Hegel es un genuino pensador político. Su método realista para acercarse a lo político, su distinción entre moral y política, su perspectiva para abordar las relaciones interestatales, su reivindicación del ciudadano, comprometido con la causa del Estado, la necesidad del mismo Estado para paliar las patologías sociales de su época u otras cuestiones no abordadas así parecen indicarlo. No obstante, no estamos ante un mero teórico político, sino ante uno de los más grandes pensadores sistemáticos de la historia de la filosofía. Esta vocación de sistema, la cual pretende ordenar la totalidad de lo real, le llevará a que su realismo político se vea mermado. No piensa solo en términos políticos; su objeto de conocimiento es más amplio. De ahí su grandeza, pero también que su analítica política se vea disminuida al intentar encontrarla acomodo en su sistema totalizador. El realismo político se ve reducido, entre otras cuestiones, por su concepción teleológica de la historia. El Hegel político entra en tensión con el Hegel metafísico. Con ello, su analítica política, la cual como todo realista político encuentra en la experiencia histórica el fundamento de su reflexión —la historia como magistra vitae de los clásicos— (‍Hegel, 1971), es predispuesta para un fin último. Su interés no se queda restringido a una reflexión dirigida por una racionalidad instrumental, enfocado a la consecución de unos fines políticos concretos, sino que persigue una finalidad más amplia y sustancial, que inevitablemente debería darse en la historia. El problema para el realismo político de Hegel es su teleología histórica[14].

De todos modos, Hegel no es el único que diviniza la historia en el contexto cultural alemán. Así, anteriormente, Herder ya señaló que la historia «es la marcha de Dios a través de los pueblos» (‍Herder, 1950: 122), y Kant, en la Crítica del juicio, ya anuncia una perspectiva teleológica. Sin embargo, es en Hegel cuando esta divinización de la historia, así como su estructura teleológica, se revela de la manera más prolífica y sustancial. A diferencia del juego entre fortuna y virtù de Maquiavelo, donde el azar mediante lo imprevisible puede arruinar las intenciones del príncipe —dejando el futuro abierto a la contingencia—, en el alemán, por el contrario, la temporalidad histórica está predeterminada y volcada hacia una finalidad particular. Algo similar ocurre con el barroco spinoziano en las manos de Hegel. La sustancia de Spinoza, la cual es calificada por el alemán de estar «petrificada» y ser «rígida» (‍Hegel, 1955: 309) —haciendo así una mala lectura del judío según algunos autores (‍Albiac, 2011: 259)—, es puesta en marcha como espíritu con el desarrollo histórico. El espíritu hegeliano es la movilización de la sustancia spinoziana en la historia hacia un determinado fin[15]. Ya no hay una realidad —la sustancia— que se muestra en una multiplicidad determinativa a través de sus modos y que, a causa de ello, posee cierto grado de indeterminación en su causalidad. Esto es, que, por la multiplicidad de causas que determinan los modos con los que se manifiesta o expresa la sustancia, existe cierta indeterminación y contingencia, ya que, dado un conjunto de causas, podrían darse varias posibles realizaciones. Ahora con Hegel, en cambio, la realidad a través de la historia tiene un propósito, un sentido, la realización del espíritu (‍Hegel, 2017a: 339-‍340), donde no hay cabida para esa indeterminación que se puede dar en la sustancia spinoziana. En Hegel, el juego político y su azarosidad quedan amañados de antemano por un espíritu que va más allá de la voluntad concreta de los hombres. La historia es percibida como «esa mesa de sacrificios» destinada sí o sí a la materialización del fin último (‍Hegel, 1971: 49). La puesta en movimiento de la sustancia —ahora espíritu— es para la consecución de una meta. Frente al mundo de incertidumbre que expresa la metafísica barroca con su descriptiva ontológica de la realidad como una infinita red de múltiples determinaciones causales sin una clausura, sin una síntesis reconciliadora —de ahí, la sensación de vacío y desasosiego que expresan muchos de los pensadores del Barroco—, el idealismo alemán, de la mano de Hegel, dirige los elementos de la realidad, por más que sean contradictorios, hacia una reconciliación final.

Vittorio Morfino (‍2014: 109-‍117), comparando la interpretación de Maquiavelo sobre la temporalidad histórica —de la que bebería Spinoza— y la de Hegel, señala cómo en el filósofo alemán la ocasión maquiaveliana, forjada en el juego entre virtud y fortuna, es borrada. Esto es, la concepción en el florentino de una pluralidad de temporalidades que acosan la realidad es en el alemán reducida a un único tiempo: el del espíritu. Ello conduce a que los elementos empíricos de la historia, que en Maquiavelo eran definidos por la contingencia y su no predeterminación, sean en Hegel aprehendidos como condiciones, destinados para el surgimiento de un fin. Son vistos como requisitos para la producción o el advenimiento de una cosa —el Estado, en su caso— y no como elementos asépticos, gobernados por la contingencia. Aquí, su maquiavelismo es traicionado. Sin esperar a la llegada de la Fenomenología del espíritu o la posterior Filosofía de la historia, ya en la misma Constitución, texto donde muestra como hemos visto su maquiavelismo de manera más explícita, Hegel expone cómo la historia no es casual, ya que, como se ha citado antes, ésta «es un sistema de sucesos guiados por un espíritu». La historia alberga un potencial ordenador de los acontecimientos.

Como decimos, la divinización del Estado, como meta del espíritu en su realización en la historia (‍Hegel, 1971: 45), pone en dificultades su realismo político. No porque el Estado se convierta en la centralidad de su reflexión política sobre la realidad histórica; en este sentido, muchos realistas políticos, adheridos a la raison d’état, igualmente piensan la política desde la centralidad estatal y sus intereses —lo que, en cierta medida, es también una especie de divinización del Estado—. Más bien, porque en el alemán, como vemos, ese carácter divino del Estado secuestra los elementos de la realidad para su propia legitimación y consolidación. De este modo, la lectura de la formación del Estado moderno, dentro de su teleología, presenta los elementos de la realidad histórica condicionados en su existencia para la realización de dicho fin; lo que borra la contingencia e incertidumbre en la temporalidad histórica. Los elementos de la historia parecerían estar establecidos para la consumación de dicho telos. Con ello, la autonomía del campo político también se resiente, pues, aunque parezca que en algunos pasajes de su obra diferencia el campo moral del político, finalmente la esfera de lo político no se rige por la propia política, no depende de los elementos de su propio campo, sino que es determinada por el espíritu como divinidad, el cual acaba rigiendo lo político de manera soterrada, así como al resto de esferas de la acción humana. De esta manera se borra la autodeterminación de lo político, como un campo de acción con sus propios fines. La esfera política pasa a ser un campo heterodeterminado, definido por el espíritu absoluto. La metafísica hegeliana termina subsumiendo la esfera política en un sistema abarcador de la totalidad de lo real.

V. REFLEXIONES FINALES[Subir]

Pese a todo, Hegel es un pensador político. Esto no se puede negar, aunque su realismo no sea pleno. La teleología no anula totalmente su disposición a pensar políticamente algunos elementos del mundo social ni que sean presentados fríamente por su respeto a la realidad, como las relaciones interestatales o la necesidad de politizar el mundo burgués. Pero sí que esta cuestión merma su analítica política al localizar una tensión —irremediable por la condición de su obra— entre su especulación filosófica y su realismo político, que acaba en la victoria de la primera sobre el segundo. No obstante, su dimensión política es uno de los elementos más presentes de su herencia intelectual en nuestro tiempo. Como se apuntó en los primeros párrafos de este escrito, su teleología, que es la que perjudicó a su mirada realista de lo político, paradójicamente es la que es desechada en la contemporaneidad. La historia no parece estar dirigida por ningún fin último que configure un camino de progreso moral ni de cualquier otra índole. Su actualidad no estaría en su teodicea; tampoco en su descriptiva social del mundo, hoy mermada por la realidad de los procesos de posmodernización en Occidente. Más bien, paradójicamente, su vigencia provendría de la crisis de algunos elementos políticos de la posmodernidad que pusieron en tela de juicio algunas de sus ideas. Concretamente, el contexto internacional parece que anima a ser reflexionado con su perspectiva de las relaciones conflictivas entre Estados. El Estado, el cual es central en su óptica, recobra fuerza frente a algunos de los planteamientos posmodernos sobre el fin de la historia, así como de la estatalidad westfaliana, que, del mismo modo, bebieron de su obra[16]. Específicamente, fuera del mundo occidental, en China o Rusia, la forma estatal vuelve en su forma más densa y sustancial, al estilo de Schmitt, como Estado total, y de Hegel, según las lecturas hechas por los liberales, las cuales siempre ponen el acento en esa supuesta condición totalitaria de su forma estatal. De todos modos, como se ha visto, es injusto calificar el Estado hegeliano como totalitario tal y como lo articula con la familia y la sociedad civil. Es más, su intento por tratar de politizar el mundo burgués es el intento por lograr articular la libertad de los antiguos con la de los modernos; dirigir la dimensión de la individualidad hacia el interés común, hacia la unidad sustancial, pero respetando esa libertad del individuo. Esta cuestión nos muestra también su actualidad, pues el neoliberalismo triunfal con sus procesos de privatización en lo social acaba llevando a una situación por la cual vuelve a urgir la politización de las relaciones de una sociedad cada vez más atomizada e individualista.

En definitiva, podríamos afirmar que Hegel está muy lejos de nosotros, pero también muy presente. Lejos, en forma de espectro, porque la posmodernidad pisa suelo sobre su tumba —el fin de su realidad histórica, definida mediante sus nociones de familia y sociedad civil, pero también de su teodicea histórica‒. Su mundo ya no es el nuestro. Presente, en alguno de sus preceptos políticos, por la vuelta con fuerza del Estado en la actualidad y de cierto antagonismo que merma la perspectiva más consensual en el orden político internacional. De manera paradójica en su relación conflictiva entre metafísica y política, su teleología, que fue lo que acabó con su realismo político, es en nuestra opinión lo más prescindible de su obra para pensar efectivamente el presente —por lo menos, el presente político e histórico—, mientras que su instinto político realista, así como algunos de sus preceptos políticos, lo que mejor ha envejecido de su pensamiento.

NOTAS[Subir]

[1]

El autor ha podido realizar el artículo gracias a las “Ayudas para la Recualificación del Sistema Universitario Español para 2021-‍2023” UPV/EHU (Margarita Salas, cód. MARSA 21/04), financiado por la Unión Europea-Next Generation EU y el Ministerio de Universidades.

[2]

De todos modos, esta última idea habría que ponerla en cuarentena; por lo menos, afuera del mundo occidental. Si bien es verdad que la globalización merma las facultades del Estado, la crisis de la hegemonía norteamericana que estamos viviendo supone la irrupción de Estados fuertes, como China o la Rusia de Putin. En este sentido, algunas de las interpretaciones que se suelen hacer sobre el Estado fuerte hegeliano pueden casar bien en este contexto.

[3]

Lacan, pero también otros intelectuales de posguerra, fueron introducidos en Hegel, y más concretamente en la Fenomenología del espíritu, a través de las lecciones que Alexandre Kojève (‍2013) impartía en su conocido seminario. Un politólogo, Francis Fukuyama (‍1992), pudo teorizar más tarde su famoso «fin de la historia» para el mundo postsoviético de la mano de la lectura que trazó Kojève sobre Hegel.

[4]

Nos referimos al clima filosófico anglosajón surgido al partir del magisterio de Karl Popper en torno a la figura de Hegel. El eminente filósofo de la ciencia sitúa a Hegel en el campo de los enemigos de la libertad, propulsores de los totalitarismos (‍Popper, 1966: 30-‍31). Ignorando cualquier tipo de ejercicio hermenéutico para acercarse al texto hegeliano, acaba acusando a Hegel de totalitario, pero de igual modo a Platón. Para una crítica sobre esta lectura parcial efectuada por Popper, véase el escrito de Kaufmann (‍1959: 88-‍119), donde se intentan desmontar sus afirmaciones sobre Hegel.

[5]

Exceptuando su obra de juventud, Stato e Diritto nel giovane Hegel (‍Negri, 1958), donde describe a Hegel como un abanderado del Estado popular y democrático, Negri ha estado realizando una crítica constante sobre la figura del pensador alemán a lo largo de su trayectoria intelectual. Para tal tarea, ha estado buscando una alternativa en la modernidad política de la mano de Maquiavelo, Spinoza y Marx (‍Negri, 1994).

[6]

Jean-Francois Kervégan señala que, en este texto, «nunca se expresó en Hegel con tal claridad el realismo de tipo maquiavélico» (‍Kervégan, 2007:135). El capítulo IX de La constitución de Alemania es, además de un ejercicio comparativo de los truncados destino alemán y fortuna italiana, una alabanza al genio y a la inteligencia de Maquiavelo: «Un hombre —se refiere a Maquiavelo— que habla con tan serio realismo ni tiene bajeza en su corazón ni ligereza en su cabeza» (‍Hegel, 2010: 195); «una seria cabeza política en el sentido más grande y más noble» (ibid.: 196). Como se observa en estas sentencias, frente al expandido antimaquiavelismo —en el que cae, por ejemplo, su compatriota Federico el Grande, aunque también Herder, admirador de Maquiavelo, pero contrario hacia algunos de sus métodos políticos—, Hegel no ve maldad en el diplomático florentino; en todo caso, inteligencia y realismo por parte de un patriota ante la situación política de su tierra. Un ejemplo de modelo de análisis de lo político al que seguir, como también hizo Fichte (‍1984).

[7]

Y de todos modos, aquí, desde su misma juventud, pese a su realismo político, ya vemos cómo existe una causa que ordena la historia y sus acontecimientos. Un «espíritu» que no es más que sentido histórico, que es orientación de los acontecimientos hacia una finalidad última. Como veremos en el último punto de este artículo, ello a la larga arruinará ese frío realismo al pretender reconducir los acontecimientos históricos a un telos. La frialdad de un realismo genuino no pretende orientar los hechos históricos a una meta última, no es su objeto; Hegel, por el contrario, sí lo pretende. Su metafísica, no obstante, así lo exige. Tal y como se verá en sus obras de madurez, o en otras obras intermedias, la historia se convierte en el teatro de operaciones que conduce a la consecución irrevocable de la libertad o, en otros términos, sirve para la legitimación del Estado prusiano de su tiempo, que, a su vez, es la manifestación de la divinidad como espíritu.

[8]

Esta sentencia es la que será combatida por los jóvenes hegelianos de izquierda. Concretamente, la segunda parte de la sentencia, la cual resulta conservadora al legitimar el mundo existente de su tiempo. Lo real, el mundo social alemán de la época no era para nada racional como denunciará más adelante Marx. Es, por el contrario, lo irracional de las asimetrías y desigualdades sociales lo que rige el mundo. Véase al respecto la crítica del joven Marx a Hegel (‍Marx, 2014).

[9]

La influencia de Hegel en Schmitt la encontramos también en la visión del jurista sobre la dictadura como necesaria en momentos de excepcionalidad (‍Schmitt, 2013). A este respecto, recordemos los textos de un Hegel no maduro, los de la Filosofía real de Jena, donde nos habla de la necesidad de la tiranía, poniendo de ejemplo la fundación de Atenas por Teseo, «en tanto que constituye y mantiene el Estado» (‍Hegel, 1976: 258). Dictadura en Schmitt y tiranía en Hegel se justifican e implantan cuando la unidad política está en peligro o hay que fundarla mediante un orden nuevo.

[10]

En cuanto a la cuestión de la guerra, más allá de la comprensión conflictiva de las relaciones interestatales, Hegel la dota de una instrumentalidad. Así, en ese texto obscuro que es El sistema de la eticidad, cercano en el tiempo a la redacción de La Constitución, Hegel, consciente de la fragmentación que supone el mundo burgués, expone cómo la guerra puede convertirse en un factor de aglutinación del pueblo mediante la constitución de un enemigo (‍Hegel, 1982: 161-‍162). Eso no significa que sea un belicista ni un nacionalista; en realidad, lo que se muestra es que aspira a comprender uno de los mecanismos que permiten aglutinar a la totalidad popular. Como después señalará Schmitt con el enemigo, el cual es concebido más allá de cualquier aspecto personal, ya que es una fría lógica desapasionada la de lo político, para Hegel en esta guerra «queda el mismo odio indiferenciado, libre de todo personalismo» (ibid.: 162).

[11]

Proyecto, el de esta articulación, que, pese a la inmensa distancia, intenta efectuar Jürgen Habermas para la contemporaneidad con su democracia deliberativa (‍Habermas, 2005), aunque el frankfurtiano señale que Hegel caería en el campo de la libertad de los antiguos frente a su propuesta supuestamente integradora. En nuestra perspectiva, Hegel, al igual que Habermas, intenta articular ambos tipos de libertad o, por lo menos, se da cuenta de la necesidad de repolitizar la sociedad civil mediante el Estado. Cierto es que su teleología, la realización del espíritu en la historia, supera la voluntad de los hombres concretos; y su concepción del Estado, leída por muchos como totalitaria, puede mermar la libertad individual de los sujetos. Estos aspectos cercenarían la libertad de los modernos para muchos liberales. Desde luego, sentencias que, como las de la Filosofía del Derecho (‍Hegel, 2017a: 178), señalan al sujeto como un «accidente» del espíritu absoluto parecen corroborar estas críticas. Sin embargo, la apuesta de Hegel, independientemente de sus interpretaciones posteriores como pensador totalitario, es tratar de integrar la autonomía individual con lo comunitario, con la forma Estado. Es más, como defiende certeramente Gabriel Amengual (‍2022), en realidad el sujeto no es negado en su Filosofía del Derecho.

[12]

Para un análisis y exposición sobre la visión del trabajo y de la economía en el joven Hegel, desde la visión marxiana, véase (‍Lukács, 1970: 318 y ss.). También las páginas del excelente estudio de Karl Löwith sobre Hegel y su tradición resultan interesantes para esta cuestión (‍Löwith, 2008: 345 y ss.).

[13]

Son conocidas sus palabras laudatorias sobre la Revolución francesa, de la que llegará a decir hablando sobre ella que «desde que el sol se halla en el firmamento y los planetas giran en torno suyo, no se había visto aún que el hombre se basara en su cabeza, esto es, en el pensamiento, y que construyera según este la realidad», y continúa un poco más adelante: «Todos aquellos que piensan han celebrado esta época. En aquel tiempo reinó una emoción excelsa, un entusiasmo del espíritu estremeció el mundo como si solamente ahora se hubiese logrado la conciliación real de lo divino con el mundo» (‍Hegel, 1971: 464-‍465).

[14]

La cuestión de la teleología, entendida como un proceso predeterminado que lleva necesariamente a un «final de la historia», no es una cuestión que solo se dé en Hegel. Así, sus orígenes, por lo menos, se remontan hasta Joaquín de Fiore con sus tres estadios históricos: el del Padre, el del Hijo y el del Espíritu Santo. Después de Hegel, la encontraremos tanto en discursos teóricos críticos, como el de Marx, como en positivistas, como el de Comte, que más adelante se impregnarán en todas las ideologías modernas (‍Voegelin, 2014). A este respecto, para la cuestión de la teleología, pueden resultar de interés las obras clásicas de Koselleck (‍2010), Löwith (‍2006) o Taubes (‍2010). En cualquier caso, hay un momento en la modernidad, probablemente desde la Ilustración, si no antes, en el que la teleología de manera secularizada impregnará la mayoría de los discursos filosóficos e ideológicos. Solamente será con las lecciones aprendidas sobre la catástrofe de las dos guerras mundiales, más el posterior espíritu del pensar posmoderno, cuando parece que esta vía teleológica del discurrir de la historia como progreso moral, o político o de otra índole, se encuentra agotada.

[15]

Sobre esta cuestión, relacionada con la interpretación hegeliana de Spinoza en torno a la cuestión de la sustancia, según la cual su dialéctica la pondría en movimiento frente a la supuesta condición estática en su lectura —tal vez, errónea— de Spinoza, véase, entre otros, Macherey (‍1979) o ciertos pasajes de Roberto Esposito (‍2020: 198 y ss.). Por otra parte, resulta de gran interés la crítica que hace Edgar Maraguat a las típicas interpretaciones que nos muestran un Hegel con una concepción teleológica de la historia de la filosofía que ordenaría a los distintos autores como peldaños de una ascensión del espíritu filosófico hacia su figura (‍Maraguat, 2022: 22). En realidad, por ejemplo, Hegel ensalza la sustancia de Spinoza, pero vuelve hacia atrás para reivindicar la vitalidad de la filosofía de Aristóteles de la que carecería Spinoza (íd.). En cualquier caso, está claro que para Hegel la sustancia de Spinoza no posee vivacidad.

[16]

Recordemos cómo la posmodernidad triunfal, sea en el caso de corrientes liberal-conservadoras, como las de Fukuyama con su fin de la historia (‍Fukuyama, 1992), sea en las de izquierda posmarxista, como las de Negri y Hardt con su concepto de Imperio (‍Hardt y Negri, 2005), suponía la configuración de un orden económico liberal que acababa con los antagonismos entre potencias y que, a su vez, mermaba el Estado nación por las instituciones infra y supra nacionales. Parecía estar configurándose un poder o gobernanza globales. El fin de la historia ya no sería como en Hegel el supuesto orden estatal, sino el orden global liberal.

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