Sobre las dificultades de incorporar las evidencias comparativas internacionales en la formulación de políticas educativas. Lecciones que el sector de la educación podría aprender de la ciencia política

On the difficulties of incorporating international comparative evidence into educational policy making. Lessons that the education sector could learn from political science

https://doi.org/10.4438/1988-592X-RE-2023-400-569

Francesc Pedró Garcia

https://orcid.org/0000-0001-5335-8100

Instituto Internacional de la UNESCO para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (UNESCO IESALC)

Resumen

Los estudios comparativos internacionales en educación son considerados por sus proponentes fuentes relevantes de evidencia para la mejora de las políticas públicas en educación y son, con frecuencia, referenciados por los decisores políticos. Sin embargo, el aumento de evidencias comparativas, singularmente gracias al Programa PISA de la OCDE, no parece haberse traducido en mejoras significativas en la calidad de las políticas educativas pues son relativamente pocos los países que han mejorado sus resultados. La tradición de análisis de políticas públicas permite arrojar luz sobre las dificultades principales con las que tropiezan los estudios comparativos para ser utilizados apropiadamente en el proceso de formulación de políticas públicas. Desde esta perspectiva, se analizan tres de ellas: la naturaleza perversa de los problemas educativos a los que se intenta dar respuesta; las barreras de comunicación entre los investigadores y productores de evidencias y los decisores políticos, además de problemas de capacidad de manejar las evidencias por parte de estos últimos; y, finalmente, la brecha de implementación. Su análisis se completa con unas consideraciones finales acerca de cómo mejorar el diálogo entre la ciencia política y las políticas públicas en educación.

Palabras clave: educación comparada, estudios comparativos, política educativa, evidencias, ciencia política, políticas públicas.

Abstract

The proponents of international comparative studies in education claim that they provide relevant sources of evidence for improving public policies in education and policy makers frequently refer to them. However, the increase in comparative evidence, especially thanks to the OECD's PISA program, has not translated into significant improvements in the quality of educational policies, as relatively few countries have improved their results. The tradition of public policy analysis sheds light on the main difficulties associated to the use of comparative policy analysis in the public policy formulation process. From this perspective, three of these barriers are analyzed: the wicked nature of the educational problems from a policy perspective, the communication barriers between researchers and producers of evidence and policymakers, as well as issues of the latter's capacity to handle the evidence, and, finally, the implementation gap. The analysis of these three barriers leads to some final considerations on improving the dialogue between political science and public policymaking in education.

Keywords: comparative education, comparative studies, education policy, evidence, political science, public policies.

Introducción

La cultura de la evidencia parece estar ausente en las decisiones profesionales de docentes y de directivos escolares que rara vez usan los resultados de la investigación en sus procesos de toma de decisiones sobre qué estrategias o programas adoptar (Dagenais et al., 2012; Morrison et al., 2014). Probablemente la educación constituye el campo más golpeado por el discurso de la evidencia entendido como una presión que ha provenido en gran medida de actores externos que resuenan mal con la mayoría de los discursos existentes entre los profesionales de la educación (Krejsler, 2013). En aquellos países, como Estados Unidos o Inglaterra, donde las autoridades locales y las juntas escolares tienen la responsabilidad de tomar decisiones sobre programas e intervenciones escolares, el recurso a la evidencia, en particular a través de evaluaciones experimentales, podría facilitar los procesos de toma de decisiones (Slavin, 2021). Siguiendo esta estela, unos pocos países europeos han creado centros o programas para recopilar y diseminar evidencias sobre la eficacia de distintos programas educativos entre docentes y directivos escolares, en particular (Eurydice, 2017). No es una tarea fácil: algunas de estas iniciativas públicas también se han clausurado o han pasado a ser sostenidas por entidades privadas en Inglaterra (Pellegrini & Vivanet, 2021); en España la Fundación La Caixa en colaboración con la Education Endowment Foundation ha lanzado recientemente una iniciativa similar1.

Al hilo de lo que está sucediendo en otros sectores de la actividad pública, como en particular la agricultura, la sanidad o la ciencia y la tecnología (Cheung & Xie, 2021), cabe preguntarse si las evidencias pueden ser también un recurso en los procesos de formulación de las políticas públicas destinadas a solventar problemas educativos como, por ejemplo, la calidad de los aprendizajes y su equidad o la inclusión educativa para el conjunto de un país o de una jurisdicción autónoma, en particular a través de mecanismos regulatorios, de concertación o de financiación. Puede argumentarse que la naturaleza de las políticas públicas es distinta de la de los programas2, como lo es igualmente su proceso de formulación, pero la ciencia política lleva décadas analizando las oportunidades y las barreras para que las políticas públicas en todos los sectores sean informadas por las evidencias. Por distintas razones, el estudio de la educación ha sido durante mucho tiempo un tema descuidado en la ciencia política. Sin embargo, en los últimos tiempos el interés de los académicos por este campo ha aumentado rápidamente (Busemeyer & Trampusch, 2011) y, en particular, hasta qué punto las comparaciones internacionales podrían jugar un papel equivalente para informar políticas al que tienen las experimentaciones en las decisiones sobre intervenciones y programas (Mølstad & Pettersson, 2019). Se trataría de ir más allá del bien analizado proceso del préstamo de políticas educativas, con excelentes casos como los de la inspección escolar en Israel y Turquía (Nir, Kondakci, & Emil, 2018), la reforma escolar danesa de 2013 (Karseth, Sivesind, & Steiner-Khamsi, 2022), o de la evaluación en Hong Kong inspirada en el Reino Unido (Yan & Brown, 2021).

La principal fuente internacional comparativa de evidencias sobre educación, el Programa PISA de la OCDE cuenta ya con más de dos décadas de historia. A lo largo de estos años, el Programa ha difundido varias recomendaciones políticas basadas precisamente en los análisis de los resultados como, por ejemplo, la relevancia de la autonomía de los centros escolares y el papel crítico del liderazgo pedagógico, sin olvidar la escasa efectividad de las inversiones en tecnología educativa, o el valor relativo de bajas ratios de alumnos por profesor o de salarios docentes más elevados (Schleicher, 2018). Si existen evidencias acerca de lo que funciona y por qué, entonces ¿cómo explicar que a escala internacional los progresos sigan siendo escasos y que sean tan pocos los países cuyos resultados mejoran y, al mismo tiempo, que otros tantos empeoren y que la mayoría se mantengan estables (OECD, 2020)?

La investigación politológica ha arrojado luz sobre por qué es tan difícil promover el recurso a la evidencia comparativa en los procesos de formulación de políticas públicas (Cairney & Oliver, 2017a). Pero los ejemplos de aplicación al sector de la educación son muy escasos; no solo los politólogos han tendido a negligir el sector en sus análisis, sino que también los especialistas en educación han hecho pocos esfuerzos para buscar en la ciencia política respuestas a estas problemáticas (Jakobi, Martens, & Wolf, 2009).

Desde esta perspectiva de diálogo entre la ciencia política y las políticas públicas en educación, esta contribución se centra en analizar tres razones fundamentales que podrían explicar la paradoja de que, a pesar de tener cada vez más evidencias comparativas, las políticas educativas no consigan mejorar los resultados a escala nacional o de la jurisdicción autónoma competente con capacidad de formular sus propias políticas. La primera es que la naturaleza de los problemas educativos a los que se intenta dar respuesta sea tan compleja que requiera diseños de políticas públicas no menos complejos y tan contextualizados que hagan imposible encontrar en las evidencias comparativas más que una fuente de información. Dicho de otro modo, lo que se presenta como evidencias en política educativa en realidad no lo serían porque solo ofrecerían una información parcial, atomizada o incompleta, fundamentalmente centrada en programas y proyectos. La segunda es que existan barreras de comunicación entre los investigadores y productores de evidencias y los decisores políticos, además de problemas de capacidad de manejar las evidencias por parte de estos últimos. La tercera es que, aun asumiendo que ninguna de las anteriores razones fuera cierta, se diera una brecha de implementación: las políticas se formularían correctamente a partir de las evidencias disponibles, pero nunca se llegarían a poner en práctica adecuada o completamente por causas diversas, incluyendo los conflictos de agenda entre los distintos agentes, en particular los docentes y las familias, pero también los distintos niveles de gobierno y administraciones públicas.

Cada una de estas tres razones se examina a continuación. Su análisis se completa con unas consideraciones finales acerca de cómo mejorar el diálogo entre la ciencia política y las políticas públicas en educación.

La naturaleza perversa de los problemas educativos

Aunque los sectores de la actividad pública tradicionales como la educación escolar tienen metodologías de intervención bien definidas e hipótesis dominantes sobre su dinámica, muchos problemas políticos emergentes no generan ese mismo acuerdo sobre las metodologías o las interacciones entre las variables a considerar (Simpson, 2019). Incluso en el caso de los problemas educativos que ya han sido tratados durante algún tiempo como, por ejemplo, la incidencia del apoyo familiar en los resultados escolares, la complejidad interna de esas cuestiones puede haberse hecho más evidente, o la apertura de las áreas políticas a un conjunto más amplio de actores políticos puede haber dado lugar a conceptualizaciones alternativas a las tradicionales. Por ejemplo, los gobiernos han formulado e implementado políticas escolares durante décadas, pero ahora las políticas escolares se han subsumido en el ámbito más difuso de las políticas educativas para incorporar otros subsectores con los que interactúan y con otras visiones. En lugar de limitarse al sector escolar, este ámbito de actuación se ocupa ahora también de cuestiones relacionadas la educación infantil o la educación universitaria, siendo ambos ámbitos de intervención gubernamental relativamente reciente y limitado por la proverbial autonomía de los proveedores (Pedró Garcia, 2021).

Una manera de parametrizar la complejidad de los problemas educativos consiste en acudir al concepto de problemas perversos. Este concepto procede de la literatura sobre la teoría de sistemas y la planificación (Rittel & Webber, 1973) y se desarrolló para describir la aparición de un conjunto de problemas, como la pobreza, que desafían la capacidad de los gobiernos para desarrollar políticas públicas con eficacia. Estos problemas comparten algunos rasgos comunes que se pueden resumir en tres (Termeer, Dewulf, & Biesbroek, 2019). En primer lugar, están mal definidos y vinculados a otros problemas. Además, las soluciones para esos problemas tampoco son fáciles de encontrar y están vinculadas a los mismos actores que son la causa de los problemas. Y, por último, parece imposible saber, ex ante, lo que constituiría una buena solución. Aunque cada una de las características es importante en sí misma, el argumento general que subyace en ellas es que un número cada vez mayor de problemas a los que se enfrentan los gobiernos, y las sociedades, no pueden ser resueltos de forma eficaz, o ciertamente no pueden ser resueltos a través de los procesos que los gobiernos han utilizado habitualmente para encontrar soluciones. En definitiva, se trata de problemas para cuya resolución se carece de evidencias porque su misma naturaleza impide la parametrización de soluciones sobre la base de las evidencias disponibles (Turnbull & Hoppe, 2019).

Es importante distinguir entre problemas perversos y problemas complicados (Peters & Tarpey, 2019). Esta última variedad de problemas puede tener una serie de partes móviles, como los actores, pero las relaciones entre ellos son lineales y en gran medida predecibles. De hecho, en cierto punto, todos los problemas políticos son complicados, con múltiples intereses y, por lo general, múltiples puntos de veto en los que hay que tomar decisiones. Un ejemplo claro es la cuestión de la equiparación de los salarios docentes al de otros profesionales públicos con requisitos de acceso equivalentes: no es sencillo de resolver y hay varios actores, pero, en cierta forma, los comportamientos del ministerio de hacienda, de los sindicatos docentes y del ministerio de educación son predecibles. Los problemas perversos, en cambio, implican a varios actores, pero también tienen conexiones más inciertas y no lineales entre las variables que componen el ámbito político. La complejidad queda patente en un problema político tan aparentemente sencillo como la concertación, es decir, si los centros escolares de titularidad privada, en un país donde tienen un gran arraigo, deben o no poder recibir fondos públicos y a cambio de qué contrapartidas; a pesar de que no estén en la ecuación inicial, la reacción de los centros públicos y de los sindicatos a una iniciativa como ésta puede evolucionar si, como acostumbra a suceder, la negociación para la concertación se da en medio de una negociación salarial, como ha sido el caso de varios países europeos como España o Francia. En este sentido, la discusión acerca de los problemas perversos puede vincularse con la de las denominadas “disputas políticas intratables” (Susskind & Field, 1996). En este caso, un problema se considera intratable mucho menos por sus características técnicas y las interacciones inciertas de las variables que por las preferencias políticas, y los marcos políticos asociados, de los actores implicados. Los problemas más fáciles, desde la perspectiva de la literatura de los problemas complejos, podrían ser intratables desde una perspectiva más política.

Los problemas perversos pueden describirse utilizando seis atributos (Sternberg & Frensch, 2014):

Los problemas políticos como la mejora de los resultados de los aprendizajes escolares pueden ser descritos, ciertamente, como problemas perversos y, de hecho, otros analistas han desarrollado el concepto de “superproblemas perversos”3 para describir el cambio climático y otros problemas políticos contemporáneos extremadamente retorcidos (Levin, Cashore, Bernstein, & Auld, 2012). Y aun otros analistas también han hecho hincapié en la complejidad de los problemas como una forma más genérica de describir los problemas políticos que no encajan fácilmente en las concepciones lineales habituales de la formulación de políticas públicas y la gobernanza (Duit & Galaz, 2008; Klijn, 2008).

Los problemas políticos en materia educativa son difíciles de conceptualizar y aún más difíciles de resolver y, en esta medida, caben perfectamente dentro de la definición de problemas perversos que ofrece la ciencia política. Ante esta realidad, las evidencias comparativas pueden ser de utilidad en cuanto aportan información sobre la experiencia previa de otros países. Al hacerlo, pueden contribuir a desmenuzar el problema en distintos componentes y a visualizar soluciones alternativas, sean o no factibles en el propio marco regulatorio. Pero es difícil imaginar que las evidencias comparativas puedan hacer algo más, en el contexto de problemas perversos, que informar. Cuando las evidencias comparativas, que explican diferencias generadas en el pasado, se utilizan para normativizar el presente y prescribir cursos de acción, inevitablemente se sobresimplifica la definición de los problemas, se descuidan las particularidades de cada contexto nacional, o se amaga un salto conceptual para promover determinadas políticas educativas, como ha sido criticado en innumerables ocasiones en relación a los trabajos en particular de la OCDE y del Banco Mundial (Takala, Kallo, Kauko, & Rinne, 2018; Zapp, 2021) y aún más específicamente en el caso de las recomendaciones políticas basadas en los resultados de PISA (Pedró Garcia, 2012; Sjøberg & Jenkins, 2022), incluyendo su aún más sorprendente aplicación al caso de países en desarrollo (Auld, Rappleye, & Morris, 2019).

Las brechas de comunicación y de capacidad

Asumiendo la naturaleza perversa de los problemas en política educativa y la dificultad intrínseca de que la evidencia comparativa sea una base sólida en la que basar la formulación de políticas, su relevancia informativa está fuera de toda duda. Un mejor conocimiento de las evidencias comparativas por parte de los políticos y gestores mejoraría sus capacidades decisorias sin necesidad de coartar su actuación. En este sentido, hay una notable tradición de estudios políticos sobre las brechas entre evidencias y políticas, en los que los académicos describen sus intentos de superar las barreras entre la producción de evidencias por parte de los investigadores y su uso por parte de los responsables políticos. Los obstáculos más frecuentemente señalados (Owen, Watkins, & Hughes, 2022) están relacionados con los problemas para difundir eficazmente la información de alta calidad, a saber, la falta de tiempo, apoyo, recursos e incentivos para que los investigadores se dediquen a la difusión. Estos estudios sugieren que las evidencias a menudo no se presentan en el momento adecuado y que los investigadores son incapaces de anticiparse a una demanda de información para resolver un problema muy específico con rapidez. Además, los responsables políticos carecen de los conocimientos de investigación necesarios para comprender las evidencias. En términos más generales, se podría decir que investigadores, por una parte, y políticos, por otra, tienen diferentes culturas científicas y políticas incluso en sectores marcados por la ciencia y la tecnología, como es el caso del sector de la salud pública (Cairney & Oliver, 2017b).

Las soluciones más frecuentemente sugeridas a estas barreras ponen de manifiesto los límites de este análisis teórico. Por ejemplo, para abordar el problema de la oferta, los estudios destacan la necesidad de mejorar la difusión para garantizar que los responsables políticos presten atención a las mejores evidencias y las comprendan (Oliver, Innvar, Lorenc, Woodman, & Thomas, 2014). Hay pocos estudios que reconozcan que los responsables políticos no compartirán la sensación de que existe una jerarquía de evidencias. Demasiados asumen que una mejor difusión hará que los responsables políticos piensen, como los investigadores, que las evidencias por sí solas son persuasivas o, valga la redundancia, evidentes.

La mayoría de las teorías políticas exploran las implicaciones de dos ideas básicas, a saber, que los responsables políticos están constreñidos por una racionalidad limitada (Simon H., 1976) y que comparten el poder con muchos actores en sistemas complejos de elaboración de políticas (Cairney, P., 2016). En parte, la racionalidad limitada está relacionada con el hecho de que los responsables políticos no tienen la capacidad de reunir y considerar todas las evidencias relevantes para losproblemas políticos. En su lugar, emplean dos rutas: la racional, que persigue objetivos claros y da prioridad a determinadas fuentes de información, y la irracional, que se basa en emociones, presentimientos, creencias y hábitos para tomar decisiones rápidamente.

El principal problema de muchos estudios de políticas educativas es que se centran en la primera ruta. Identifican el problema de la incertidumbre y la información incompleta, y tratan de resolverlo creando jerarquías de evidencias y mejorando el suministro de información comparativa a los responsables políticos por la vía de recomendaciones políticas que, con frecuencia, no incorporan ninguna indicación de factibilidad financiera ni de viabilidad política. Ignoran el papel de la negociación y la persuasión para reducir la ambigüedad. Hay que empezar, pues, por reconocer la tendencia de los políticos a basar sus juicios en sus creencias y rutas bien establecidas, basadas en sus valores, en sus emociones y en su familiaridad con la información. A partir de ahí, hay que pensar en cómo reducir la ambigüedad, persuadir a los políticos para que enmarquen un problema principalmente de una manera determinada y, por tanto, exigir evidencias que ayuden a resolver ese problema (Dekker & Meeter, 2022).

En educación, muchos modelos de impacto de la investigación se basan en estrategias que hacen una referencia mínima a la formulación de políticas, a saber, la identificación de la pregunta de investigación, el desarrollo de una metodología de investigación, la aplicación de la recopilación, el análisis y la síntesis de datos, la interpretación de los resultados y la elaboración de recomendaciones de investigación y, posteriormente, de políticas y prácticas. En este modelo patricio, el proceso es propiedad y está controlado por los investigadores, que luego asesoran o difunden su trabajo entre los responsables políticos. Bajo esta lógica, la solución propuesta para mejorar el recurso a la evidencia comparativa es desarrollar la competencia científica en los gobiernos. Muchos estudios dan por sentado que es realista producir una audiencia cautiva de políticos dispuestos a invertir el tiempo necesario para priorizar y comprender las evidencias disponibles. Este enfoque se contradice con las formas menos rígidas en que los responsables políticos utilizan muchas formas de evidencia (Cairney, P., 2016).

En segundo lugar, muy pocos estudios reconocen el papel de los valores en la política. En su lugar, una suposición a menudo implícita y no comprobada es que la elaboración de políticas debería estar tan basada en evidencias como la medicina, lo que está en desacuerdo con el punto de partida más común, en el estudio de la política, de producir un sistema democrático que traduzca los valores y preferencias sociales en conflicto en soluciones políticas. Se puede desear un sistema político basado en juicios de valor y evidencias, pero hay que reconocer y abordar las compensaciones entre estos objetivos, y que la producción de evidencias es también un proceso inherentemente basado en valores. De entre los pocos análisis de esta cuestión existentes en el sector educativo destaca una investigación en el modo en que los miembros del Parlamento del Reino Unido utilizaron las evidencias disponibles en relación con la decisión política que condujo al Fondo de Expansión de las Escuelas Selectivas, una política diseñada para permitir que las antiguas 163 grammar schools selectivas solicitaran fondos adicionales para ampliar su número de alumnos. En la investigación se puso de manifiesto que, en última instancia, fueron más determinantes los valores defendidos por la mayoría que las evidencias puestas a su disposición por la Agencia OFSTED (Bainbridge, Troppe, & Bartley, 2022).

La brecha de la implementación

Una tercera brecha para la utilización de las evidencias comparativas es, en realidad, el reconocimiento del vacío que separa la evidencia de lo que ha funcionado y la realidad del contexto en el que una política inspirada en la evidencia comparativa se pone en práctica. Cada vez hay más conciencia de que las políticas no tienen éxito o fracasan por sus propios méritos, sino que su progreso depende también del proceso de aplicación. La normativamente atractiva visión descendente de la política y su aplicación se basa en tres supuestos cuestionables: un orden cronológico en el que las intenciones expresadas preceden a la acción; una lógica causal lineal según la cual los objetivos determinan los instrumentos y los instrumentos determinan los resultados; y una jerarquía en la que la formulación de la política es más importante que su aplicación (Hupe, 2015). A pesar de varias décadas de críticas, es un modelo que aún conserva cierta popularidad entre los responsables políticos y, probablemente, es en él en el que los investigadores comparativos en educación se apoyan.

El clásico concepto de la brecha de implementación de políticas (Gunn, L.A., 1978) se ha complementado en los últimos años con el pensamiento de sistemas complejos informado por las nociones de imprevisibilidad, no linealidad y adaptabilidad (Rapport et al., 2018). En este caso, se considera que los factores que conforman e influyen en la implementación de políticas son complejos, multifacéticos y multiniveles, con políticas públicas que invariablemente se asemejan a problemas perversos que son resistentes al cambio, tienen múltiples causas posibles y con soluciones potenciales que varían en el lugar y el tiempo según el contexto local (Rittel & Webber, 1973).

Existe actualmente un gran interés por la noción del fracaso de las políticas (Volcker, 2014) pero, como ha señalado McConnell (2015, p. 231), el fracaso reside en el extremo de un espectro de éxito- fracaso en el que se caracteriza por el incumplimiento absoluto. Tal situación será inusual. Como observa, “el fracaso rara vez es inequívoco y absoluto… incluso las políticas que se han conocido como fracasos políticos clásicos también produjeron pequeños y modestos éxitos”.

Se pueden identificar cuatro factores generales que contribuyen al fracaso de las políticas incluso cuando afirman haberse apoyado en evidencias comparativas internacionales: expectativas demasiado optimistas; aplicación en una gobernanza dispersa; elaboración inadecuada de políticas en colaboración; y los caprichos del ciclo político. Cada uno de ellos se examina a continuación.

Expectativas demasiado optimistas

Podría pensarse especialmente que las políticas más ambiciosas y costosas -los grandes proyectos- serían las que se evaluarían más cuidadosamente en cuanto al riesgo, sin embargo, “exceso de optimismo” fue el título dado a una influyente revisión del fracaso en los grandes proyectos gubernamentales en el Reino Unido por la Oficina Nacional de Auditoría (National Audit Office, 2013). Este problema no se limita al Reino Unido: un estudio comparativo de la OCDE (OECD, 2015a), por ejemplo, también señala que el éxito en la ejecución es un reto constante para los centros de gobierno. Esto ocurre especialmente cuando las políticas requieren un enfoque a largo plazo. Un estudio del Instituto para el Gobierno en el Reino Unido sobre cuatro áreas políticas de este tipo - lucha contra la pobreza, cambio climático, desarrollo internacional y personas sin techo- identificó tres características comunes que complican la ejecución (Ilott, Randall, Bleasdale, & Norris, 2016): los costes y los beneficios se distribuyen de forma desigual a lo largo del tiempo -hay un gran desfase entre la aplicación y los resultados positivos-; tienden a ser intelectualmente controvertidas, políticamente polémicas y difíciles de ejecutar; y las causas y los efectos abarcan distintas agendas gubernamentales a cargo de distintas administraciones o departamentos.

La política francesa de reducción del tamaño de los grupos clase en las zonas prioritarias es un buen ejemplo de este optimismo desaforado. Iniciada en 2017 tomando como punto de partida un único estudio comparativo sobre el impacto de la reducción del tamaño de las clases, su bajo impacto y sus elevados costes demuestran las dificultades intrínsecas de una política aparentemente simple destinada únicamente a modificar un parámetro de la provisión escolar (Pellegrini & Vivanet, 2021).

Contextos de gobernanza dispersa

Las políticas formuladas a nivel nacional pueden enfrentarse al reto de garantizar cierto grado de coherencia en su aplicación a nivel subnacional, un proceso que es especialmente complicado cuando el nivel subnacional tiene algún grado de autoridad política independiente, como cada vez es más frecuente en educación (Gamage & Zajda, 2009). Sausman et al. (2016) recurren al concepto de universalidad local para describir el proceso por el que las normas, productos o directrices generales se moldean y adaptan para que encajen en los contextos locales y se promulguen en las prácticas. Lo que no está tan claro es cómo pueden responder las autoridades centrales a esta realidad, especialmente cuando se produce de forma oculta a la vista de las autoridades normativas.

Incluso cuando la gobernanza está concentrada en lugar de ser dispersa, la implementación seguirá dependiendo en gran medida del contexto local: la literatura sobre sistemas complejos ha dejado bien claro que una intervención que tiene éxito en un lugar no necesariamente ofrece los mismos resultados en otros lugares (Braithwaite, Churruca, Long, Ellis, & Herkes, 2018), como muy bien se ha destacado en multitud de oportunidades desde la Educación Comparada (Mølstad & Pettersson, 2019). Todo esto enlaza con la literatura que desde hace décadas trata sobre los contextos receptivos y no receptivos al cambio, de la que fueron pioneros Pettigrew et al. (1992), y enfatiza la necesidad de que los responsables de las políticas enfrenten el compromiso desordenado de múltiples actores con diversas fuentes de conocimiento (Davies, Nutley, & Walter, 2008).

A esto se añade la complicación de que los que actúan en los niveles superiores no pueden tener éxito sin conocer lo que ocurre realmente en la primera línea o cerca de ella. Esta es la premisa de la escuela de pensamiento ascendente sobre la aplicación de las políticas y se hace eco de la noción de Lipsky (1980) del “burócrata a pie de calle” cuyo poder discrecional puede resultar decisivo para determinar el éxito o el fracaso de una política. Una de las características más destacadas de muchas políticas -especialmente las que requieren un contacto directo con el público como las educativas- es que el personal de nivel inferior, en particular la inspección escolar, tiene un contacto considerable con organismos externos y a menudo goza de poderes discrecionales que le otorgan una autonomía de facto con respecto a sus gestores. Aunque muchas de las decisiones de estos agentes pueden parecer pequeñas individualmente, en conjunto pueden remodelar radicalmente la intención política estratégica (Hudson, Hunter, & Peckham, 2019).

La importancia de comprender los factores externos queda ilustrada por uno de los mayores reveses recientes de la fortuna en el sector educativo: la mejora sostenida del rendimiento de los alumnos desfavorecidos en las escuelas públicas de Londres en torno a la década 2005-2014. Este notable éxito es un rompecabezas porque la mejora no estaba prevista y se resiste a ser explicada a partir de factores comúnmente entendidos. Los cambios demográficos no pueden explicar la mejora. Parece que más recursos, una exitosa campaña de contratación de profesores y nuevos edificios han desempeñado un papel de apoyo, si no decisivo, y que las nuevas instituciones centradas en la gestión escolar ayudaron (Blanden, Greaves, Gregg, Macmillan, & Sibieta, 2015).

Inadecuada colaboración en el proceso de formulación de políticas

La elaboración de políticas ha tendido a desarrollarse en distintos departamentos administrativos o ministerios, a pesar de que la mayoría de las intervenciones tendrán, casi con toda seguridad, implicaciones más amplias que afectarán a partes externas. Además, a pesar del creciente interés académico en el desarrollo de ideas y herramientas para promover la asociación interorganizacional, las mejoras han sido, en el mejor de los casos, irregulares y limitadas (Gazley, 2017). La debilidad de la formulación de políticas de colaboración y el fracaso en el establecimiento de un terreno común para la resolución de problemas públicos mediante una gestión constructiva de las diferencias sigue siendo una de las razones clave de las dificultades de aplicación posteriores.

Salvo en el caso de las tareas más sencillas, el diseño de las políticas requiere una colaboración continua con una serie de partes interesadas en múltiples niveles políticos, de elaboración de políticas, de gestión y administrativos, así como la participación de los agentes locales de ejecución, los municipios cuando cuentan con competencias o las entidades descentralizadas, así como los usuarios finales, alumnos y familias, y, por descontado, el personal de primera línea, los directivos y docentes escolares, y una serie de organismos de servicios locales como, por ejemplo, los centros de recursos educativos. Ansell et al. (2017) destacan la necesidad de que las políticas se diseñen de forma que conecten a los actores vertical y horizontalmente en un proceso de colaboración y deliberación conjunta. Esto, según ellos, no debe equipararse a una larga y engorrosa búsqueda de un consentimiento unánime; más bien es una búsqueda de un terreno común suficiente para proceder, sin el cual habrá conflictos continuos sobre la legitimidad de las políticas y la misión de la organización. Por lo tanto, es imperativo que el diseño y la aplicación de las políticas se conviertan en un proceso integrado y no en una serie de etapas discretas y distintas. Otra cuestión es si los responsables políticos están dotados de las habilidades, competencias, capacidades y aptitudes necesarias para abordar esos defectos sistémicos y tener éxito en ese empeño (Williams, P., 2012).

Un excelente ejemplo de esta práctica lo constituye el Pacto por la Excelencia Educativa en la Bélgica francófona, un proceso abierto iniciado en 2015 (Dachet & Baye, 2021). Debido en particular a los numerosos y diferentes actores que participan en él, tiende a adoptar una posición de compromiso entre el paradigma puramente basado en la evidencia y las consideraciones de desarrollo profesional tradicionalmente defendidas por los docentes y especialistas en didáctica. Por su definición, su estructura y sus propuestas, el Pacto presta especial atención a la reforma tanto de los planes de estudio como de las estructuras del sistema educativo. También queremos subrayar la voluntad de colmar la brecha entre los profesionales y los investigadores, financiando la investigación realizada en las escuelas en colaboración con los profesores. Por último, la colaboración de todos los agentes educativos del país, incluidas las familias, es una característica innovadora y valiosa del trabajo del Pacto. Ha permitido: (1) iniciar un proceso de interacción entre los investigadores, las autoridades educativas y los profesionales; (2) identificar programas educativos prometedores en la Bélgica francófona que se corresponden tanto con las recomendaciones de los investigadores como con las normas y los planes de estudio; (3) crear grupos de expertos en la materia que puedan utilizarse tanto en la evaluación de los programas educativos como en su validación; y (4) hacer que los especialistas en didáctica y los investigadores en ciencias de la educación definan conjuntamente unas normas metodológicas mínimas para todas las categorías de investigación.

Las vicisitudes del ciclo político

Los políticos tienden a no tener que rendir cuentas de los resultados de sus iniciativas políticas: en caso de fracaso, lo más probable es que hayan pasado a mejor vida o se hayan marchado. Una de las consecuencias de esto es que se sienten atraídos con demasiada facilidad por la perspectiva de resultados a corto plazo. Esto puede llevar a impulsar las políticas lo más rápidamente posible, en lugar de involucrarse en los detalles farragosos, prolongados y frustrantes de cómo podrían funcionar las cosas en la práctica. En general, hay evidencias que sugieren que la voluntad política necesaria para impulsar la elaboración de políticas a largo plazo tiende a disiparse con el tiempo (Norris, E., P. Bouchal, J. Rutter, & M. Kidson, 2014) El sector de la educación es un clásico ejemplo como acreditó la OCDE (2015b) al poner de manifiesto la práctica ausencia de evaluaciones públicas de las políticas educativas y, en particular, de las reformas con apenas un 10% de las iniciativas habiendo sido objeto de una evaluación rigurosa. La preocupación en este caso es que los responsables políticos tienen más probabilidades de obtener crédito por la legislación que se evidencia que por los problemas de aplicación que se han evitado. De hecho, es probable que estos últimos tiendan a verse como el problema de otros que no son ellos (Weaver, K., 2010). Por esto no es extraño que los políticos al frente de ministerios centren sus esfuerzos en nuevas leyes, por una parte, y en inversiones materiales que tienen un valor simbólico muy importante para los votantes (como la entrega de dispositivos digitales o la apertura de nuevas escuelas).

Como muy bien ha hecho notar Cowen (2019) el énfasis en la evidencia a partir de experimentos permite a los responsables políticos orientar las intervenciones que tienen que aplicar los docentes en lugar de las políticas de las que son responsables ellos mismos. El énfasis en la evidencia empírica favorece las intervenciones a nivel del profesor en lugar de los cambios estructurales del sistema educativo, dado que los efectos de estos últimos son casi imposibles de medir por medio de experimentos. Dejar que los profesores enseñen matemáticas con determinadas didácticas puede evaluarse experimentalmente, pero no una reforma estructural del sistema educativo. Este sesgo también tiene su lado positivo. Las revisiones estructurales del sistema educativo conllevan grandes costes (tanto financieros como mentales) y peligros; esto en sí mismo debería ser un argumento para ser más conservador cuando se trata de reorganizaciones estructurales que con intervenciones en el aula. Además, Cowen (2019) señala igualmente que podría solucionarse si se recurriera a toda la gama de técnicas de investigación disponibles cuando se trata de estudiar los posibles beneficios de los cambios estructurales en los sistemas educativos. Esto es, de nuevo, compatible con la máxima de utilizar siempre la mejor evidencia disponible.

Conclusiones

El beneficio que se puede obtener de contar con una base de evidencias internacionales es innegable, a condición de que no se confunda la información con la prescripción. El ejemplo del Pacto por la Excelencia Educativa en la Bélgica francófona es, a día de hoy, uno de los pocos casos en los que los límites entre una y otra están perfectamente claros. Y es también un excelente ejemplo de un diálogo social sobre la reforma educativa que coloca a disposición de todos los actores toda la evidencia comparativa internacional existente para cada uno de los elementos de la agenda política. Desgraciadamente, sigue siendo un ejemplo único que denota las dificultades asociadas con el recurso a las evidencias comparativas en el proceso de configuración de políticas educativas.

El análisis somero que se ha presentado de las tres razones fundamentales por las cuales los estudios comparativos internacionales en particular no son usados como una base sólida para la formulación de políticas es, también implícitamente, una advertencia acerca de la imposibilidad de que lo sean nunca. Más allá de la naturaleza perversa de los problemas educativos, o de las dificultades de comunicación e incluso de implementación de las políticas, los estudios comparativos solo pueden ser considerados una fuente más de información en la que apoyar el proceso de formulación. Los riesgos de un enfoque prescriptivo, de carácter tecnocrático, son muy claros: aspira, sea por ingenuidad o por mala fe, a pasar por alto los valores, las perspectivas y la experiencia vivida de las partes interesadas y de los ciudadanos involucrados directa o indirectamente en estas políticas. El aumento de las evidencias, aunque sean de naturaleza comparativa internacional, no puede resolver por sí solo los problemas políticos perversos que, como los educativos, deben considerarse como basados en puntos de vista y marcos de valores que compiten entre sí. Abordar estos problemas exige deliberar y debatir sobre la naturaleza de las cuestiones y explorar formas alternativas de avanzar. Este proceso deliberativo de búsqueda de soluciones, con su reconocimiento de las perspectivas y valores que enmarcan la definición de los problemas, es muy diferente de la imposición de soluciones prescritas con el argumento de la autoridad internacional o de las soluciones basadas en la experiencia que surgen del crecimiento del conocimiento empírico.

Finalmente, el análisis realizado ha pretendido ser, al mismo tiempo, un ejemplo de cómo un mayor acercamiento de los investigadores sobre políticas educativas a la riqueza teórica y conceptual de los estudios sobre políticas públicas puede ser extremadamente fructífero y enriquecedor, de forma que la teoría política sirva, en la clásica expresión de Carney (2015), para tener impacto en las políticas públicas. Del mismo modo, también lo será para la ciencia política contar con el bagaje de un sector tan dinámico y complejo, por no llamarle perverso, como el de la educación.

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Información de contacto: Francesc Pedró Garcia, Instituto Internacional de la UNESCO para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (UNESCO IESALC). Edificio Asovincar. Av. Los Chorros con Calle Acueducto, Altos de Sebucán. Caracas, 1071, Venezuela, e-mail: f.pedro@unesco.org

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1 https://educaixa.org/es/repositorio-evidencias-educativas

2 Una política pública es un conjunto de objetivos, decisiones y acciones de un gobierno para solucionar problemas que tanto los ciudadanos como el propio gobierno consideran prioritarios en un momento dado. Estas acciones y decisiones involucran múltiples actores, sectores o niveles de gobierno. La política pública se materializa en programas y proyectos, para cuya ejecución se asignan recursos (Kingdon, John W., 1984).

3 Estos problemas tienen las características básicas de los problemas perversos, pero tienen otras adicionales que los hacen aún más problemáticos para el sector público (Levin, Cashore, Bernstein y Auld, 2012). Quizá la más importante de estas problemáticas es que se está agotando la capacidad de resolverlas. En concreto, estos problemas se caracterizan por la existencia de un punto de inflexión que, una vez alcanzado, habrá supuesto un cambio fundamental en la naturaleza de la cuestión y quizá no haya capacidad de solución como, por ejemplo, el cambio climático.