La Pedagogía ante el desfase prometeico del transhumanismo1
Pedagogy in the face of the Promethean gap in transhumanism
DOI: 10.4438/1988-592X-RE-2022-396-528
Fernando Gil Cantero
Universidad Complutense de Madrid
Resumen
Introducción: las tecnologías NBIC (nanotecnologías, biotecnologías, tecnologías de la información y las ciencias cognitivas) están impulsando las perspectivas del transhumanismo y del posthumanismo y suponen un auténtico desafío para la Pedagogía especialmente en su estatuto antropológico. Necesitamos, pues, reflexionar sobre qué enfoque antropológico se asume en la Pedagogía que facilite comprender la dimensión moral que encierra la noción de mejora humana. Metodología: análisis crítico hermenéutico con proyección teórico-pedagógica de la bibliografía vinculada al objeto de investigación. Discusión: el artículo discute críticamente tres trampas del enfoque transhumanista aplicado a la educación: todas las tecnologías del mejoramiento humano son iguales; un sujeto educado es el que tiene más y mejor memoria, atención o razonamiento; y, por último, educar es ayudar a alguien para evitarle esfuerzos. Resultados: la idea de desarrollo humano se empobrece y tergiversa si solamente la asumimos como un proyecto de dominio tecnológico. Debemos rechazar, desde la pedagogía, las tesis que pretenden alejarnos de la perspectiva de la formación humana como un bien intrínseco considerando erróneamente irrelevante el uso de los medios cuando son los que permiten realmente la formación humana. Conclusión: los pedagogos debemos combatir la idea de que las posibilidades de la educación, del mejoramiento del desarrollo humano, no aumentan por desdibujar, anular o descartar la condición humana. Debemos ir elaborando una teoría de las pérdidas o trampas educativas que provoca el transhumanismo.
Palabras Clave: transhumanismo, posthumanismo, educación, mejoramiento, biotecnología.
Abstract
Introduction: NBIC technologies (nanotechnologies, biotechnologies, information technologies and cognitive sciences) are promoting the perspectives of transhumanism and posthumanism and represent a real challenge for Pedagogy, especially in their anthropological status. We therefore need to reflect on what anthropological approach is assumed in Pedagogy that facilitates understanding the moral dimension that the notion of human improvement contains. Methodology: hermeneutical critical analysis with theoretical-pedagogical projection of the bibliography linked to the research object. Discussion: the article critically discusses three pitfalls of the transhumanist approach applied to education: all human enhancement technologies are equal; an educated subject is the one with more and better memory, attention or reasoning; and, finally, to educate is to help someone to avoid efforts.. Results: the idea of human development is impoverished and misrepresented if we only assume it as a project of technological dominance. We must reject, from pedagogy, the theses that seek to distance us from the perspective of human formation as an intrinsic good, mistakenly considering the use of the media irrelevant when they are what really allow human formation. Conclusion: pedagogues must combat the idea that the possibilities of education, of the improvement of human development, do not increase by blurring, canceling, or discarding the human condition. We must develop a theory of educational losses or traps caused by transhumanism.
Key words: transhumanism, posthumanism, education, enhancement, biotechnology.
Cuenta Morozov en su libro La locura del solucionismo tecnológico (2016) que hay empresas en Estados Unidos, China y Japón preparadas ya para diseñar íntegramente una cocina con la más alta tecnología, capaces de controlar la elaboración de cualquier plato mediante dispositivos visuales, sonoros y de toma de temperatura. Una vez integrados los datos y mediante su correspondiente algoritmo, una voz con su imagen aumentada -previamente elegidos, por supuesto, al gusto del cliente- te va guiando para que evites cualquier error consiguiendo así una comida perfecta.
Antes de la pandemia, una o dos veces al mes, los domingos, nos reuníamos mi familia para comer y uno de los momentos más divertidos era la discusión en torno a cómo le había salido la tortilla de patata a mi cuñado Antonio porque ¿quién quiere una tortilla de patata perfecta? Y aun ¿qué es una tortilla de patata perfecta? En efecto, lo que queríamos los comensales cada domingo era la-tortilla-de- patata-de-Antonio. Entre otras conclusiones interesantes Morozov nos hace la siguiente observación:
el objetivo de Silicon Valley de meternos a todos en una camisa de fuerza digital fomentando la eficacia, la transparencia, la certeza y la perfección (...) resultará demasiado caro a largo plazo (...). La imperfección, la ambigüedad, la opacidad, el desorden en la oportunidad de errar, de pecar, de hacer lo incorrecto: todos son elementos constitutivos de la libertad humana; cualquier esfuerzo dirigido a erradicarlos también erradicará la libertad (p. 16).
El objetivo de este artículo es mostrar que la idea nuclear de la educación como desarrollo humano estriba en resaltar más la participación esforzada, exigente y continua del sujeto en su propia formación que en una mejora artificial de sí mismo. Esta tesis implica los siguientes colorarios: primero, que educarse consiste en empeñarse en cambiar para mejorar, esto es, educar es ayudar a querer y realizar cambios personales y sociales deseables; segundo, que solamente a través de un ejercicio esforzado por cambiar a mejor se pueden descubrir los límites que cada uno de nosotros tenemos, esto es, educar es ayudar también a asumir y aceptar las propias limitaciones; y, por último, que menospreciar ese empeño esforzado por cambiar a mejor puede impedir, a su vez, descubrir nuestras posibilidades y límites, esto es, nuestra particular tortilla de patata, en definitiva, nuestra singularidad personal.
Lo de la tortilla tiene, por supuesto, poca importancia pues dependerá de los gustos de cada uno. Pero qué posición tomar si pudiésemos tener hijos perfectos, qué pensar frente a la posibilidad de incorporar prótesis a nuestros cuerpos para correr más, para saltar más, para ser más flexibles, para ver más, para imposibilitar la rotura de huesos y de caderas. Y, sobre todo, como pedagogos, qué pensamos acerca de poder incorporar implantes neurofarmacológicos que favorezcan la memoria, el razonamiento concreto y abstracto, las decisiones morales o la capacidad verbal. Como es sabido, la investigación farmacológica para el tratamiento de los trastornos mentales o los deterioros cognitivos no nos resulta extraña, la novedad actual radica en orientar esta investigación mediante las llamadas tecnologías NBIC (nanotecnologías, biotecnologías, tecnologías de la información y las ciencias cognitivas) para mejorar capacidades mentales y morales a personas mentalmente sanas.
Sea cual sea la posición que adoptemos, nadie puede negar que estas tecnologías afectan a múltiples campos y plantean un reto para comprender más profundamente al ser humano. Tecnologías que han impulsado, como es sabido, las perspectivas del posthumanismo y del transhumanismo y que suponen un auténtico desafío para la Pedagogía, especialmente, en su estatuto antropológico. En efecto, esas corrientes “contienen una serie de preguntas ‘postantropológicas’ que están lejos de ser tecno-utópicas o distópicas, sino que implican una comprensión completamente nueva de la relación entre educación, la tecnología y el ser humano” (Herbrechter, 2018). Savulescu (2016), uno de los defensores más reconocidos del transhumanismo, se pregunta así: “¿Cuál es la diferencia moral entre producir un niño más inteligente sumergiéndolo en un entorno estimulante, dándole una droga o alterando directamente el cerebro o los genes del niño?”. Kayali y Clarke (2020, p. 252), en la misma línea, concluyen su texto sobre educación moral y mejora biológica con este provocador interrogante: “En otras palabras, ¿importan los medios?”. Como vamos a mostrar no solo importan, sino que la educación es o no es en la elección de sus medios.
Hace unos años, el profesor Vilanou (2015, p. 212) retomaba la expresión de Gilles Ferry para volverlos a recordar la muerte de la Pedagogía: “Con otras palabras: la muerte de la metafísica -que implicó la muerte del hombre, entendida como criatura de Dios- comportó la muerte de la pedagogía, disciplina condenada hoy a ser residual en el mundo posmoderno“. Pues bien, creo que para algunos, se puede estar gestando otra muerte de la Pedagogía, pero en esta ocasión no por vía metafísica sino de las tecnologías NBIC. Por eso, Herbrechter (2018) considera que “la educación puede estar suicidándose”. Tillson y Aldridge (2018, p. 589), afirman, por su parte, que “(e)n las discusiones sobre la mejora educativa, es común que la educación sea considerada una herramienta relativamente ineficiente que probablemente esté pasada de moda sin remedio”. Algunos autores empiezan a hablar de la necesidad de usar la genética para promover una “educación de precisión“ (Martschenko, 2020a, p. 34) pues nos advierten que “el tren biosocial está en camino” y que “la reorientación hacia los procesos biológicos y fisiológicos abre nuevas vías para los investigadores en educación” (Martschenko, 2020b, p. 8 y 7).
¿Cómo hacer frente, desde la Pedagogía, al ansia de precisión y perfeccionamiento que ofrecen estas tecnologías y que irá claramente en aumento? ¿Cómo hacer frente, en concreto, al desfase prometeico, entre lo que podemos hacer y lo que debemos hacer (Anders, 2011), entre encender el botón de la tortilla de patata o apagarlo, entre trabajar con alumnos perfectos o con los que tenemos, entre elegir un hijo perfecto o aceptar el que venga?
Lo planteado hasta ahora se podría expresar con algunos interrogantes: ¿cómo reformular pedagógicamente el estatuto de lo humano desde las tecnologías convergentes? ¿Qué imagen debemos trasmitir a nuestros estudiantes de las Facultades de Educación sobre qué es el ser humano? (García del Dujo et al., 2021; Quintanilla, 2019). En definitiva, ¿qué implicaciones pedagógicas tienen las comprensiones biotecnológicas de lo humano? Todas estas preguntas son muy relevantes para la Pedagogía porque “el ser humano es un animal que rechaza su propia condición como tal” (Gabriel, 2019, p. 24).
La tesis que voy a defender es que necesitamos reflexionar sobre qué enfoque antropológico se asume en la Pedagogía que facilite comprender la dimensión moral que encierra la noción de mejora humana. En concreto, como pedagogos, debemos combatir la idea cada vez más extendida de que las posibilidades de la educación, del mejoramiento del desarrollo humano, no aumentan por desdibujar, anular o descartar la condición humana. No se aparca mejor quitando las líneas divisorias. No se anda mejor por quitar la fuerza de la gravedad y, como nos enseñó Kant (1978), los pájaros no podrían volar sin la resistencia del aire. En definitiva, no se incrementan las posibilidades de la educación, de ser más y mejor humanos, por creer que podemos controlar de manera omnipotente las condiciones de partida de esa humanidad. Tal vez lo que ha pasado es que, como argumenta Luri (2019), las “innovaciones tecnológicas han permitido que en la conciencia de los ciudadanos el sentido de lo posible vaya creciendo a costa del sentido de lo real” (p. 187).
El transhumanismo puede entenderse como una vía para rediseñar la condición humana mediante el mejoramiento de sus capacidades físicas, emocionales y cognitivas usando las técnicas NBIC (Tirosh-Samuelson, 2018). En la “Declaración Trashumanista” (AA.VV., 2009), firmada por numerosos y reconocidos científicos, así como por empresas tecnológicas, podemos leer en su último punto:
Debemos permitir que las personas tengan una amplia elección personal sobre cómo habilitar sus vidas. Esto incluye el uso de técnicas que pueden desarrollarse para ayudar a la memoria, la concentración y la energía mental; terapias para prolongar la vida; tecnologías de elección reproductiva; procedimientos criónicos; y otras muchas posibles tecnologías de modificación y mejora humana (Punto 8).
La pretensión del transhumanismo es, en definitiva, “mejorar tecnológicamente los seres humanos como individuos y como sociedad por medio de su manipulación como especie biológica, bajo el entendido de que esa mejora sería intrínsecamente buena, conveniente e irrenunciable” (Hernández, 2009, p. 578; cursiva del original). “Manipulación tal equivale a la cyborganización, hibridación de lo orgánico y lo sintético, del hombre y la máquina dirigida a neutralizar las tachas que nos coartan y atormentan” (Martorell, 2012, p. 491; cursiva del original). “Dicho de otra manera, el transhumanismo es el programa que producirá el posthumanismo tecnocientífico” (Tirosh-Samuelson, 2018; Bostrom, 2003) y que, específicamente, reivindica “la libertad morfológica”, esto es, “la capacidad de alterar la forma corporal voluntariamente mediante tecnologías como la cirugía, la ingeniería genética, la nanotecnología, o el volcado de la mente” (Rueda Etxeberria, 2020, p. 316; More, 2013; Haraway, 2020).
Este es el punto donde quiero enfocar la atención: temo que en el futuro pueda considerarse como “tachas que nos coartan y atormentan” características y condiciones que forman parte irrenunciable del modo particular y singular del desarrollo humano. Según el diccionario de la Rae, ‘tacha’, en su primera acepción, significa: “Falta, nota o defecto que se halla en una cosa y la hace imperfecta”. ¿Envejecer es una imperfección? ¿Que no podamos recordar todo -frente a una máquina- es una tacha? ¿Llegará a ser una limitación bochornosa tener que esforzarse para aprender pudiendo recurrir a injertos cerebrales? Alexandre (2017) defiende que “para 2.100, dejar nacer a niños con un IQ inferior a 160 resultará tan estrambótico como hoy nos resulta ya traer conscientemente al mundo un bebé con trisonomía” (citado en Contreras, 2019).
Considero, por el contrario, que
La condición humana, desde luego, no está exenta de faltas y de insuficiencias: la enfermedad y el dolor son parte de ella, alteran nuestra existencia y nos privan del uso normal de nuestros cuerpos. Pero el transhumanismo no parte de una preocupación por la salud, no, sino que mira al cuerpo humano perfectamente saludable como defectuoso, como insuficiente. (...). El transhumanismo tiene un objetivo totalmente distinto: no viene a reparar el cuerpo humano sino a reemplazarlo (Bellamy, 2020, p. 87).
Este artículo se sitúa en lo que se ha llamado el enfoque bioconservador –no bioludita– del transhumanismo que considera necesario partir de una posición de reconocimiento y respeto a la condición humana centrada en determinar qué tipo de mejoras son éticamente asumibles, en nuestro caso, pedagógicamente asumibles, pues pudiera ocurrir, como mantienen autores relevantes como Fukuyama (2002), Sandel (2015) o Habermas (2012), que el tipo de optimización y mejora que se pretenda desdibuje la condición humana en sus atributos básicos de adopción de responsabilidades y de toma de posición libre ante la vida, esto es, en las condiciones particulares de nuestra educabilidad. Por ejemplo: ¿Es lo mismo para la condición humana conseguir que un preso cambie sus criterios morales por convicción libremente asumida que por suministrarle citalopram -un antidepresivo que al aumentar los niveles de serotonina mejora la valoración moral del daño causado a los demás- (Serra, 2016, p. 179)? ¿No hay ninguna ganancia antropológicamente definitoria en el empeño que uno pone cotidianamente por mantener una relación con los demás que genere alegría y entusiasmo ante la vida frente al mismo logro mediante fármacos o unas copas?
No todos los que se acercan a las tesis fuertes del transhumanismo desde la perspectiva pedagógica mantienen el interés educativo de estos interrogantes. Por ejemplo, para Peres Díaz (2016)
ya usamos la tecnología para fines humanistas, y la educación persigue eso mismo; no habría diferencia entre lo que hacemos ahora y lo que haríamos si aplicásemos tecnologías NBIC en el futuro, siendo así que estas y la educación, que es el modo actual en que las sociedades humanas buscan la ‘mejora humana’, convergen en un mismo fin (p. 130).
Algunos autores muy influyentes y reconocidos internacionalmente en este tema, como Bostrom y Sandberg, consideran incluso que, dado que está “mal visto” tomar medicamentos, que tiene ciertas molestias y, en algunos casos, aun dificultades para adquirirlos “la modificación genética haría al individuo independiente de un suministro externo de medicamentos y garantizaría que las sustancias terminen en el lugar correcto” (2009, p. 319). A la hora de analizar los riesgos que puede tener la intervención física del cerebro o la modificación genética llegan argumentar que “incluso la educación es un método de mejora arriesgado. La educación puede mejorar las habilidades y capacidades cognitivas, pero también puede crear fanáticos, dogmáticos, argumentadores sofísticos, racionalizadores expertos, manipuladores cínicos y mentes adoctrinadas” (p. 323). Finalmente, estos autores consideran que para normalizar cualquier tipo de avance en la mejora cognitiva y moral de los sujetos es necesario poner en marcha, sobre todo, una serie de estrategias para extender cuanto antes su aceptación cultural. Entre ellas proponen incluir mejoras en la eficacia profesional de determinados sectores con lo que se incrementarían los ingresos económicos frente a la competencia pues “muchas personas preferirían volar con aerolíneas o ir a hospitales donde el personal toma medicamentos para mejorar el estado de alerta” (p. 328; Savulescu, 2012; Savulescu et al., 2011; Persson, y Savulescu, 2014; Sloterdijk, 2006; Singer, 2002).
Conviene llamar la atención también de que hay otros planteamientos muy extendidos en la misma línea, como los de la profesora Braidotti, que no les interesa tanto lo que se pueda conseguir en mejoras físicas, cognitivas o morales sino que se favorezca culturalmente lo que denomina una “concepción nómada de la subjetividad” (2015, p. 229) para contrarrestar el ideal del hombre vitruviano, liberal, individualista, natural, racional y moral, que define la perfección humana en términos de autonomía y autodeterminación y con la pretensión de establecer una verdad.
Planteadas ya nuestras tesis, algunos interrogantes y diversas posiciones a favor de las posturas más duras del transhumanismo pasamos a analizar con cierto detalle, desde una perspectiva crítica-pedagógica, lo que consideramos trampas que esas tendencias pueden terminar imponiendo en el pensamiento y la práctica educativa2. Nos vamos a ocupar de denunciar tres posibles trampas teniendo en cuenta, además, que no todas son iguales, pues en algunos casos, como veremos, son limitaciones, en otras inconvenientes y aun improcedentes. Lo que no podemos decir es que el transhumanismo y sus planteamientos y consecuencias posthumanistas vayan de farol o sean un simple tema de moda.
Hay una interesada nivelación o equiparación de todas las tecnologías –como veíamos más arriba en el caso de Peres Díaz– identificándolas entre sí como iguales por el hecho de ser, eso, tecnologías. Una de las causas de esa equiparación es lo que Stiegler (2002) –siguiendo a Heidegger (1997)– denomina “tecnicidad originaria”: somos prótesis pues lo humano y lo técnico nunca han estado separados, sino que han evolucionado conjuntamente de modo inseparable, por lo que cada época tiene que reconocer sus posibilidades tecnológicas como parte de sus posibilidades de humanización. Precisamente por eso no es lo mismo la tecnología para elaborar una tortilla de patata perfecta que la tecnología para modificar el juicio moral de un preso. La tendencia histórica en el análisis de la tecnología (Hansen, 2000) ha sido entenderla como algo externo y dependiente de la voluntad del sujeto, pero las tecnologías NBIC llevan al extremo las tesis de la “tecnología originaria” al mostrarnos las posibilidades de prótesis internas e incontrolables bajo la voluntad del sujeto, acentuando “los riesgos de robotización de la subjetividad humana” (Fernández Agis, 2020, p. 241). Hemos pasado así de modelar la técnica a ser modelados por ella. De este modo, las tecnologías son equiparables si solo las igualamos en su categoría de medios. Pero ya no son iguales en su ayuda a promocionar lo humano.
Como sugiere Diéguez, “no deberíamos meter en el mismo saco una mejora de los cartílagos que el intento de dotar a algunos seres humanos, como fantaseaba Jaime de Foxá en su novela Marea verde, de la capacidad para realizar la fotosíntesis” (2018, p. 29). Por eso me parece conveniente mantener la distinción entre tecnologías humanizadoras y deshumanizadoras. Como nos dejó señalado en clave fáustica el propio Bertrand Russell que, por cierto, vivió también en un momento de intensos descubrimientos científicos: “la búsqueda de conocimiento puede llegar a ser dañina, si no está unida a (...) cierta conciencia de los fines de la vida humana” (Russell, 1976, p. 86).
Frente al uso que se puede hacer de los avances de la biotecnología en la Pedagogía conviene recordar de nuevo que la educación es esencialmente un proyecto ético y político (García Gutiérrez et al., 2017). Ninguna tecnología, ni las de antes, ni las de ahora, nada dicen de las causas finales de la educación, esto es, del tipo de hombre o de mujer al que aspiramos como sujetos educados. Nada nos dicen tampoco acerca de qué es valioso como contenido a memorizar, atender y razonar y, mucho menos, nada nos dicen del porqué es valioso, en sí mismo, como finalidad, memorizar, atender y razonar.
Me parece importante insistir en esta idea porque hay una tendencia, especialmente acentuada últimamente por el desarrollo de la neuroeducación (Pallarés-Domínguez, 2021; Cabanas Díaz y González-Lamas, 2021), que establece como base de su conocimiento una especie de correspondencia directa entre la descripción detallada de la estructura de las capacidades de los sujetos y las direcciones o sentidos circunstanciados en los que ponemos en práctica esas capacidades para lograr el aprendizaje.
La educación no funciona así. La educación, por supuesto, parte de un entendimiento lo más fiel posible de la estructura de lo real pero esta estructura no establece unos únicos fines posibles del desarrollo humano. El entendimiento más completo, minucioso y pormenorizado de la estructura de la realidad y, por tanto, de las tecnologías no nos va a dar nunca de forma totalmente cerrada sus posibles direcciones o sentidos educativos. El ajuste técnico es una condición de aplicación del fin, pero no es una condición del conocimiento del fin como humanamente deseable. Por eso, en educación no cabe considerar que los avances biotecnológicos vayan por un lado y los fines de la educación o los modelos de hombre y mujer vayan por otro. Como señala Selwyn, “la tecnología no es simplemente algo con lo que trabajen los humanos. Por el contrario, la tecnología se entrelaza con las políticas que determinan qué es la educación, y qué tipo de educación queremos para las sociedades futuras“ (2019, p. 131). De hecho, en el conocido The Onlife Manifesto de Floridi (2015) ya se advertía que las
las TIC no son meras herramientas sino más bien fuerzas ambientales que afectan cada vez más: 1. nuestra autoconcepción (quiénes somos); 2. nuestras interacciones mutuas (como socializamos); 3. nuestra concepción de la realidad (nuestra metafísica); y 4. nuestras interacciones con la realidad (nuestra agencia) (p. 2).
Con relación a esta primera trampa conviene advertir, además de lo dicho, que no se trata sólo de que el progreso depende del bien que está en juego sino de que nos estamos acostumbrando a pensar, también en la educación, que lo que está por venir es siempre mejor que lo que ya tenemos con lo que, como ha denunciado Bellamy (2021), se nos va colando poco a poco un resquemor, un resentimiento y un recelo hacia el propio presente que terminamos percibiendo y viviendo, entonces, como un límite, como una herida. El pionero de la nanotecnología Eric K. Drexler ya en 1997 mantenía que “(s)i algo tiene que cambiar creo que será todavía para mejor. Asumir lo contrario sería caer en una ideología radical e insostenible. Hoy en día, lo realmente conservador, aunque parezca mentira, es pensar en un avance continuado de la tecnología”. Un avance bajo la ley del rendimiento acelerado llevará a la humanidad, según Kurzweil (2013), a la singularidad tecnológica, esto es, a superar los límites biológicos mediante la convergencia con la inteligencia artificial de las máquinas.
El enfoque de la Pedagogía postcrítica trata de contrarrestar, entre otras, esta tendencia acentuando la idea de que si nuestra perspectiva principal de crítica es el cambio que el futuro pueda traernos podemos terminar perdiendo la capacidad de valorar los bienes permanentes y valiosos que forman parte y rodean nuestra vida presente (Hodgson et al., 2020). Markus Gabriel (2016), uno de los filósofos alemanes más reconocidos en la actualidad, considera del mismo modo que
no hay pues una utopía pendiente, una edad posterior a los tiempos que en principio sería mejor y más adecuada para promover la libertad que aquella en la que nos encontramos; ni posmodernismo ni posthumanismo satisfarán mejor las aspiraciones de libertad (p. 289).
Para terminar el análisis de esta primera trampa tenemos que hacer referencia también a la tendencia a ocultar o minusvalorar los efectos negativos de las biotecnologías, especialmente el uso de implantes de estimulación cerebral profunda (DBS). Gallagher ha recopilado estos efectos. Entre todos ellos me gustaría llamar la atención sobre el referido por este autor como sentimientos de extrañamiento: los pacientes no se reconocían, no se sentían ellos mismos, se percibían vacíos (Gallagher, 2018, pp. 633-634). Focquaert y Schermer, ofrecen una explicación que tiene mucho interés pedagógico. Entre todas las técnicas posibles de mejora del ser humano estos autores establecen una distinción entre intervenciones directas y pasivas e intervenciones indirectas y activas. Para ellos “las intervenciones directas y pasivas pueden inducir cambios psicológicos tan radicales o abruptos, con poco o ningún vínculo con la historia narrativa de la vida de un individuo, que la continuidad de la identidad narrativa se ve amenazada. (…)”. Señalan también que “la posibilidad de cambios ocultos en la identidad narrativa, cambios que, en mayor o menor medida, pasan desapercibidos o son negados por la persona que se somete al tratamiento, puede dar lugar a una situación de autoceguera” (2015, p. 149).
No hace falta referirse sólo a efectos negativos provocados por injertos, en ocasiones, la misma farmacología puede provocar casos como el que cuenta Agar (2015): tras suministrarle una medicación a una mujer para mejorar su nivel de empatía, al ingresar en un hospital no se le ocurre otra cosa que robar una máquina de diálisis para venderla por Internet y con el dinero conseguido mejorar la calidad de la educación de su hijo.
Surge así, indudablemente, la exigencia de la responsabilidad como condición para considerar las consecuencias de las aplicaciones de las nuevas técnicas, más aún cuando siempre van acompañadas de un optimismo exacerbado reivindicador de todo tipo de cambios por considerarlos, como vimos antes, en sí mismos progreso. Stiegler considera así que “el desarrollo del fármaco digital se ha convertido, hoy en día, en algo muy problemático, incontrolable y peligroso” (2015, p. 12). De ahí la importancia de recordar las palabras de Hans Jonás cuando señalaba “(p)lanteándolo de forma elemental, se trata del precepto de que hay que dar mayor crédito a las profecías catastrofistas que a las optimistas” (Jonas, 1995, p. 71). Y Anders parafraseando una cita muy conocida de Marx nos dirá: “ya no es suficiente cambiar el mundo, lo que importante ante todo es preservarlo” (2009, p. 84).
Todo lo contrario. La educación se la juega, especialmente, en el esfuerzo que hacemos por mejorar nuestras capacidades. Las tecnologías NBIC entendidas como sustitutivo de la educación desconocen el efecto educativo que el trabajo, el estudio, el esfuerzo sostenido, tenaz, meticuloso, aun cabezota, resistente a la frustración, tiene sobre nuestras capacidades y, sobre todo, en nuestra forma de irnos haciendo, nuestra forma de ser.
Como dejó escrito en una feliz expresión el profesor Castillejo: “Somos lo que somos, actuamos según somos y nos vamos haciendo según actuamos” (1981, p. 35). En ese ir haciéndonos está nuestra mejor identidad. Somos, sobre todo, lo que vamos haciendo, poco a poco, con nuestros éxitos y fracasos, por conseguir por nosotros mismos y con ayuda de los demás, mejorar. Y esto es lo verdaderamente grandioso de la educación: su poder autoestructurante no solo como fin perfectivo al que llegamos sino como medio de nuestro propio desarrollo humano. En el acto de persistir, en el empeño, por ejemplo, de que un sujeto con serias limitaciones de todo tipo logre finalmente usar para comer cuchillo y tenedor, está contenida la misión pedagógica más grandiosa.
George Steiner en una entrevista con Laura Adler nos proporciona un ejemplo real de estas ideas aplicado a sí mismo:
Mis primeros años fueron muy difíciles porque mi brazo estaba prácticamente pegado a mi cuerpo (…) Había zapatos con cremallera, muy sencillos. ’Ni hablar’, dijo mi madre. ’Vas a aprender a abrocharte los cordones de los zapatos’. Es difícil, se lo seguro. (…) pero al cabo de seis o siete meses había aprendido a atarme los cordones. Y mamá me dijo: ’puedes escribir con la mano izquierda’. Me negué. Entonces me puso la mano en la espalda: ’vas aprender a escribir con la mano mala. - Sí’. Y me enseñó. He sido capaz de pintar cuadros y dibujos con la mano mala. Se trataba de una metafísica del esfuerzo. Era una metafísica de la voluntad, de la disciplina y sobre todo de la felicidad, considerarlo un enorme privilegio; y lo ha sido a lo largo de mi vida (Steiner, 2016, pp.11-12).
¿Puede alguien dudar que esa experiencia vital, continuada y tenaz, del esfuerzo, la voluntad y la disciplina imprime carácter? Como nos enseñó Aristóteles (1985, 1106a-1106b), las virtudes no son facultades sino modos de ser.
Pero aún hay más. El esfuerzo sostenido y tenaz que estamos defendiendo para hacer frente a nuestras limitaciones y, en su caso, superarlas, no debe de quedar pedagógicamente aplicado exclusivamente a lo que nos gusta. El poder configurador del ejercicio de dirigir nuestra voluntad a una meta no pasa, en primer lugar, por elegir una actividad siempre agradable sino, por el contrario, en muchas ocasiones, los educadores deben de plantear a los educandos retos en las direcciones opuestas a sus propios gustos. Ahora que nos encontramos en un momento en el que para algunos el currículo y la educación en general deberían limitarse a cultivar lo que les guste a los chicos y chicas -si es cocina toma cocina, si es pintura toma pintura, etc.-, es bueno recordar los pensamientos siempre ingeniosos de Alain:
Ahora me falta decir que no debe orientarse la instrucción por los síntomas de una vocación. Primero, porque las preferencias pueden cambiar. Y también porque siempre es bueno enterarse de lo que no se quiere saber. Contrariad, pues, los gustos primero y largamente. A ese solo le gustan las ciencias; que cultive, pues, la historia, el derecho, las letras; lo necesita más que otro (Alain, citado en Château, 2017, p. 378).
La clave interpretativa más adecuada para entender pedagógicamente el desarrollo humano no se encuentra pues en que un fármaco, un injerto neuronal o una modificación genética nos proporcione altas capacidades sino, sobre todo, en el esfuerzo personal que hacemos por superarnos, podamos finalmente o no. Como explica Carter (2018) un aspecto muy valioso de una vida humana en desarrollo es la consecución de logros, más que de éxitos, esto es, de alcanzar metas como consecuencia de nuestros esfuerzos. La educación sería así más una consecuencia que un resultado.
No podemos terminar el análisis de esta segunda trampa sin indicar, por supuesto, el límite evidente de nuestra propia tesis. En efecto, el esfuerzo y empeño en una tarea o misión no nos van a garantizar la felicidad ni nos van a permitir alcanzar una auténtica vida lograda. No es lo mismo descubrir la entraña antropológica del esfuerzo en el desarrollo humano que descubrir la entraña humanizadora de los fines adecuados de ese esfuerzo en el desarrollo humano. No son lo mismo las causas eficientes que las causas finales. Ahora bien, como ha explicado el profesor Ibáñez-Martín, la escuela
tiene que ser un lugar en el que se aprenda a distinguir y a valorar la calidad, y en el que se descubra que, ordinariamente, los productos de calidad -ningún producto más importante que alcanzar una vida lograda- sólo se consiguen tras un continuado esfuerzo (2017, p. 148).
Tillson (2018) echa mano de una propuesta interesante de Donald Davidson para comprender con la profundidad necesaria el alcance del aprendizaje humano. En efecto, Davidson se refiere al concepto de historia causal en el aprendizaje para señalar que, aunque pudiéramos insertar el conocimiento proposicional en el cerebro de una persona, parece difícil, sin embargo, imaginar la posibilidad de insertar al mismo tiempo la historia personal de aprendizaje del significado particular y singular de ese conocimiento. Una réplica mía, dirá Davidson, podrá decir ‘casa’ cuando vea mi casa, pero sin una historia causal de la apropiación sentimental del significado personal de esa casa no podrá verla ni sentirla como hogar. En Pedagogía es muy importante caer en la cuenta de que “los aspectos de la historia natural de cómo alguien aprendió el uso de una palabra necesariamente hacen una diferencia en lo que significa la palabra” (Davidson, 1987, p. 443, citado en Tillson, 2018, p. 602). Esta argumentación, por supuesto, tiene su raíz conceptual en las famosas tesis de Searle contra las propuestas de la inteligencia artificial fuerte, planteadas a través de la conocida simulación de la habitación china: “la computadora opera a través de la manipulación de símbolos. Sus procesos se definen de manera puramente sintáctica, mientras que la mente humana tiene algo más que símbolos no interpretados: asocia significados a ellos” (Searle, 2006, pp. 120-121).
Algo de esto debió de intuir Asimov cuando escribió su conocida novela Profesión dedicada al mundo de la educación y que se desarrolla en el siglo 66. Allí se cuenta que hay dos días fundamentales del relato educativo de la persona: el día de la lectura a los 8 años y el de la educación a los 18. En ambos se inserta lo que el escritor denomina “cinta” y nosotros denominaríamos hoy injertos neurológicos: en el primer día, la capacidad de leer, y en el segundo, los requisitos teóricos y prácticos necesarios para ejercer una profesión que, por supuesto, así lo relata Asimov, es elegida por los pedagogos de la época según la disposición cerebral y nunca por el gusto del interesado. Pues bien, la novela cuenta la historia de George Paten quien, al tomar la iniciativa de leer libros por su cuenta empujado por una curiosidad insaciable de aprender, como dice el relato, “poco a poco”, “paso a paso” y sintiendo “la satisfacción del aprendizaje”, transforma, modifica, altera, su cerebro de tal modo que tiene que ser ingresado, para su reconversión cerebral, en una institución llamada de “demencia mental” al ser imposible insertarle programa de profesión alguno. Allí mantiene con un pedagogo la siguiente conversación: “-¿De qué te sirve leer ese libro?—Llámalo satisfacción de mi curiosidad —dijo-. Hoy entiendo un poco, mañana tal vez un poco más. Es una especie de victoria” (Asimov, 1957, p. 1). Sí, una victoria humana desde su libertad autoestructurante (Gracia, y Gozálvez, 2019).
El día que se logre injertar en nuestra memoria, por ejemplo, la Ética a Nicómaco ¿cómo podremos hablar de diferentes lecturas? ¿Dónde quedarán los acontecimientos personales y profesionales que nos ocurren mientras la leemos y que afectan directamente al aprendizaje de su contenido? A lo que nos estamos refiriendo es que no cabe separar el aprender del ser. En la medida que aprendemos nos vamos haciendo, literalmente, diferentes. Más que adquirir conocimiento el ser humano se hace en lo que conoce y, sobre todo, mientras conoce. Somos seres de conocimiento encarnado. Por eso hay que evitar la falacia meliorativa pues “son los seres humanos quienes piensan y razonan, no sus cerebros” (Bennett, y Hacker, 2003, p. 3). Más aún: para avanzar en nuestro desarrollo necesitamos sentirnos atraídos por vidas singulares -y, mejor todavía, ejemplares- de ese saber encarnado, no por máquinas. No hay ni dos profesores de matemáticas iguales. Como dice Aldridge ”Mi conocimiento no es una cuestión de haber extraído palabras de la página como ‘información’, sino de haber visto esas palabras en esa página a la luz del sol moteada a la sombra de un árbol en particular” (2018, p. 624).
No somos meras capacidades por muy perfeccionadas que estén. No somos una memoria, un razonamiento o una atención. No somos cerebros en una cubeta. No se trata de injertar contenido. En educación lo importante no es llegar a Roma sino, precisamente, cómo se llega. No vale cualquier camino, no vale cualquier medio. Y no sólo porque ha de respetarse en todos los casos la dignidad del educando sino porque el ser humano se realiza en acto, no en potencia, esto es, necesita para desarrollarse en su singularidad la determinación en su actuar.
Me parece imprescindible que la Pedagogía participe en las discusiones sobre la biotecnología porque “el proyecto transhumanista va a marcar de forma decisiva, no cabe duda, nuestros debates políticos y filosóficos en las próximas décadas” (Bellamy, 2020, p. 86).
Creo que esa voz pública de la Pedagogía debe centrarse en denunciar tres cuestiones que han estado en la base del presente artículo. En primer lugar, que la idea de desarrollo humano y, por tanto, de condición humana, se empobrece y tergiversa si solamente la asumimos como un proyecto de dominio tecnológico. En efecto, por un lado, porque
En la era de las tecnologías convergentes, no deberíamos estar obsesionados por ser más rápidos, más altos, más fuertes, más inteligentes, más jóvenes o por vivir más tiempo, como nos instan los transhumanistas, sino más bien por ser más humanos, es decir, más solidarios y menos engreídos, insensibles, crueles e indiferentes (Tirosh-Samuelson, 2018).
Y, por otro, porque como ha explicado Scruton (2018) si no podemos explicar el significado de una escultura de mármol acudiendo a sus propiedades físico-químicas, menos se puede hacer con el ser humano. En definitiva, el transhumanismo se equivoca queriendo ayudar a las personas a alcanzar una vida mejor centrándose exclusivamente en la mediación de la tecnología (Güell et al., 2019) porque “la antropotecnología es, en el fondo, otro intento de librarnos del arnés político y diseñar nuestra vida de una vez por todas, ahorrándonos la mediación de la politeia en la conformación de lo que somos“ (Luri, 2019, p. 143).
En segundo lugar, debemos denunciar también, desde la educación, a los que pretenden alejarnos de la perspectiva de la formación humana como un bien intrínseco. En efecto, uno de los errores actuales más extendidos en la Pedagogía consistente en reducir la perspectiva de análisis de la formación humana a una especie de preparación para fines diferentes a ella misma. Parece que educar se ha convertido en un mero medio para algo, con lo que, como hemos visto, para algunos, da lo mismo el medio escogido con tal de llegar a ese algo: un fármaco, un injerto, una alteración genética, un castigo, etc. Educar no es hacer gestores indiferentes a los medios. Educar no es gestionar. Educar no es medir ni calcular (Gil Cantero, 2020) Educar es apropiarse de la llamada de los bienes que resuenan, que tintinean, en algunos fines, límites o valores. Educar es un quehacer, una tarea, una acción esencialmente inmanente, que nos transforma por dentro, que nos hace mejores o peores, mientras sucede, mientras actuamos.
Y, por último, creo que los pedagogos debemos mantenernos alerta para ir elaborando lo que podríamos llamar una teoría de las pérdidas o trampas educativas. “Después de todo, somos educadores, no filósofos. Estamos necesariamente comprometidos con las cuestiones políticas, teóricas y también prácticas de la educación. Por lo tanto, debemos adoptar y desarrollar marcos consistentes con este compromiso” (Friesen, 2018). En efecto, toda la literatura meliorativa trata de vencer la batalla cultural haciéndonos ver solo lo que ganamos, nosotros tenemos que advertir también lo que las trampas nos pueden hacer perder, evitando así la tendencia a “neutralizar toda eventualidad de los riesgos por venir” (Sadin, 2020, p. 119). Y entre esas trampas cabe destacar la enorme pérdida pedagógica que supone, por un lado, descuidar la relevancia formativa de acentuar la condición de agente de los educandos sin delegar en nada ni en nadie las posibilidades del esfuerzo de cada uno y, por otra, confundir las prioridades en la formación humana pues “el verdadero progreso no consiste en el ideal ilusorio de la superación del espíritu y del ser humano, sino mejorar el orden moral y jurídico a la luz de nuestros conocimientos” (Gabriel, 2016, p. 289).
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Información de contacto: Fernando Gil Cantero. Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Educación. Centro de Formación del Profesorado. Departamento de Estudios Educativos. Calle Rector Royo Villanova 1, C.P. 2040, Madrid. E-mail: gcantero@edu.ucm.es
1 Versiones previas de este texto se han presentado en formato de conferencia en el Seminario “Repensar la Pedagogía Sistemática en tiempos posthumanistas” (2018) organizado por los grupos de investigación GREPPS-GREM de la Universitat de Barcelona con ocasión del centenario del nacimiento del profesor Alexandre Sanvisens y en el Congreso “Perspectivas actuales de la condición humana y la acción educativa” (2019) organizado en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla. Quiero agradecer las intervenciones de los asistentes que han permitido mejorar este texto.
2 Lo de ‘trampa’ aparece en el monográfico que la revista Educacional Theory dedicó en 2018 a este tema bajo el feliz título: “Haciendo trampas”.