Conservar, legar, desear. Prácticas docentes edificantes para restaurar el carácter público de la educación1

Conserve, pass on, desire. Edifying teaching practices to restore the publicness of education

DOI: 10.4438/1988-592X-RE-2022-395-527

Bianca Thoilliez

Universidad Autónoma de Madrid

Resumen

Este artículo presenta la tesis de que, en la base de la crisis de identidad, misión y función que afecta actualmente al carácter público de los sistemas educativos, se encuentra una profunda erosión de las prácticas fundamentales en el acto de la enseñanza, ya que la desaparición de estas prácticas contribuye decisivamente a eclipsar las promesas democratizadoras y potencialmente liberadoras de la educación escolar. El artículo comienza presentando los principales temas de exploración y los problemas generados por el mandato de innovar en educación y su relación con la crisis de transmisión. Continúa explorando las posibilidades de devolver a la educación su parte pública a través de la restauración de tres prácticas docentes edificantes fundamentales: conservar, legar y desear.

Palabras clave: prácticas docentes; educación pública; escuela; pedagogía poscrítica

Abstract

The article presents the thesis that at the basis of the crisis of identity, mission, and function currently affecting the publicness of education systems there is a deep erosion of substantive practices in the act of teaching, since the disappearance of these practices contributes decisively to eclipsing the democratizing and potentially liberating promises of school education. After introducing the main topics for exploration, a relation is established between the problems brought about by the mandate to innovate in education and its relationship with the crisis of transmission. The article goes on to explore the possibilities of bringing back the public part to education through the restoration of three core edifying teaching practices: conserving, passing on, and desiring.

Key words: teaching practices, public education, school, post-critical pedagogy.

Introducción

En este artículo desarrollo la idea de que en el centro de la crisis actual relativa al carácter público de la educación2 se encuentra, en primer lugar, la afirmación de que las prácticas docentes3 deberían implicarse más en la transmisión y no tanto en la construcción y, en segundo lugar, que corresponde a los profesores convertirse en actores principales en el movimiento para garantizar la disponibilidad democratizadora del conocimiento. Sostengo que, para que la educación escolar sea pública, debe reafirmar su misión conservadora. Trataré de mostrar a qué tipo de conservadurismo me refiero y por qué creo que es un aspecto fundamental en el camino hacia la reparación de las promesas democratizadoras de la educación escolar. Esto se hará con un espíritu post-crítico y afirmativo4, y empleando vocabularios conservadores como ejercicio para reexaminar un conjunto de prácticas docentes que considero adecuadas para restablecer el carácter público de la educación y, más exactamente, los bienes comunes de la educación. Presento esto como un experimento para plantear “un argumento progresista para una idea conservadora” (Biesta, 2017). Aunque soy consciente de los riesgos de esta postura, creo no obstante que son el tipo de riesgos pedagógicos que deben tomarse dadas las condiciones actuales. Al final del artículo, se discute por qué vale la pena el riesgo de este paso experimental.

Siguiendo la obra de Higgins y Knight-Abowitz (2011), la educación es un bien público cuando (i) se financia total o parcialmente con dinero público; (ii) rinde cuentas a la Administración pública y al público general a través de un mecanismo de control establecido democráticamente relativo a su rendimiento; y (iii) se basa en la idea (y el ideal) de la educación como un bien común, en particular, como escolarización para todos. Prestaré especial atención al problema existente cuando, como ocurre actualmente, se dice que un sistema educativo es público y cumple los dos primeros criterios anteriores, pero se queda corto en un aspecto clave del tercero: la escuela deja de ser para todos si no logra redistribuir el conocimiento acumulado al olvidar las mismas prácticas docentes que lo hacen posible.

Vivimos en la época del imperativo de innovación, de cambio, de transformación para los colegios y sus profesores. Efectivamente, los profesores ayudan a otros a prepararse para el futuro, un futuro que es incierto en el mejor de los casos y, por tanto, impulsa a la actividad educativa a estar en constante movimiento atendiendo a ese futuro desconocido. Los sistemas están llamados a abordar, adaptar y preparar para el futuro de formas más amplias y mejores (Fernández Liria et al., 2018; Gil-Cantero, 2018; Pérez-Rueda, 2021).

En mi opinión, esto causa un daño que va más allá del mero discurso al penetrar en las prácticas docentes alterando su capacidad de estar ancladas en el presente, su atención al pasado y su orientación indeterminada a un futuro abierto. Los sistemas educativos actuales viven inmersos en la innovafilia5, en la que la educación escolar se sobreidentifica, se unilateraliza en su orientación a una idea del futuro que, pese a la incapacidad de conocer lo que (el futuro) nos deparará o exigirá de nosotros, obliga a los colegios a hacer lo imposible para cumplir su promesa de “preparar para el futuro”. Las promesas democratizadoras y liberadoras de la educación escolar se cambian por la imposibilidad metafísica de la promesa de preparar para un futuro particular que, en realidad, es imposible conocer. En su lugar, el colegio innovafílico se convierte en un engaño en el que vivimos ciegos a los problemas y condiciones fundamentales del presente, en el que vivimos ajenos a un pasado cuya transmisión se considera inútil para los “retos del futuro”. Sin embargo, ese futuro está lejos de ser una cuestión abierta, sino que tiene que ver más con la necesidad de actualizar, de eliminar, borrar y demoler constantemente lo que tenemos para reemplazarlo, sustituirlo, cambiarlo por otra cosa. En dicho futuro, nada se preserva o se lega, y la educación se presenta como un mecanismo de aguante. Además, la enseñanza se produce en modo de supervivencia para sacar vivo al alumno del presente, y se le pide que se centre en el cambio por el cambio en sí mismo.

Construcción frente a transmisión

Independientemente de adónde conduzca la innovación, la transmisión que tiene lugar en la relación profesor-alumno sucumbe más fácilmente a una pseudoconstrucción autónoma y creativa del conocimiento. Si la restauración de la naturaleza pública de la educación implica, como sostengo aquí, continuar aspirando a la promesa democratizadora pansofista de todo el conocimiento para todos, el conocimiento no puede ser solo autoconstruido; también (y en primer lugar) debe ser transmitido. De hecho, creo que esto es lo que hacen muchos profesores, aunque sea de forma clandestina y periférica: el empeño por transmitir lo bueno y valioso de su conocimiento del mundo. Pero lo hacen furtivamente, apologéticamente, incluso con remordimientos. Por supuesto, aquí estoy pensando en la versión simplificada y plana del constructivismo. Creo que vale la pena estudiar las ideas de Piaget, Vygotsky o Brunner y reimaginarlas pedagógicamente. El problema con las teorías constructivistas en educación es cómo han sido traducidas a prácticas docentes, y no cómo fueron formuladas originalmente, o las numerosas tentativas serias de materializarlas6.

Cuando sitúo transmisión frente a construcción, “transmisión” no debe confundirse con imposición. Propongo transmisión simplemente en el sentido de entregar un mensaje. Mi afirmación de la fuerte conexión entre enseñanza y transmisión (siempre que la enseñanza tenga que ver con la realización de la educación pública, con la puesta a disposición de los bienes comunes de la educación para todos) no implica que apunte a una metodología particular. La transmisión tiene que ver más con el reino de los motivos docentes, una materialización del tipo de amor por el mundo que lleva a muchos a la práctica de la enseñanza. Una razón para enseñar algo a alguien es tener un mensaje (idea, valor, descubrimiento, hecho, artefacto) y la necesidad, el deseo, la inclinación, incluso el ansia de entregárselo, de hacerlo público al compartirlo. La transmisión es un paso fundamental para que los profesores compartan el mundo con sus alumnos. Por lo tanto, “transmisión” aquí no debe confundirse con la idea de Freire de la educación bancaria, ni con una negación de la igualdad fundamental entre el alumno y el profesor (la diferencia es de posición, y no hay nada fundamental en las posiciones; son contextuales, intercambiables, temporales por definición). Esta aclaración de lo que quiero decir con “transmisión”, antes siquiera de intentar hacer algo con ella, es indicadora de la mala prensa que ha atesorado este término con el tiempo. Sin embargo, en sintonía con la postura restaurativa de este artículo, los viejos héroes malos de la historia reciente de la educación, como la “transmisión”, pueden merecer una reexaminación afirmativa.

En su fascinante reconstrucción de las causas que nos han llevado de una escuela de transmisión a una escuela de aprendizaje, Blais, Gauchet y Ottavi (2014) señalan cuatro fundamentos para el acto de transmisión. Su identificación puede ayudarnos a acotar la restauración que propongo iniciar a continuación. Para empezar, la transmisión está arraigada en nuestra condición temporal e histórica, puesto que “vive del peso de quienes nos preceden”. Esta condición se intensifica por el hecho de que, en el acto de aprender algo, estamos en deuda con aquellos que lo aprendieron antes que nosotros. Los profesores son portavoces de esos precedentes, y los mejores profesores son los que interpretan este papel de asimilación y restitución en mayor medida. En su campo de conocimiento, encarnan “la relación justa con el pasado, el dominio de su herencia que le permite añadir, inventar y romper con él siempre que sea necesario” (p. 104). La experiencia de saber algo, incluso en el proceso más individualizado que podamos imaginar, consiste en adquirir algo que otros ya poseen. “Siempre existe objetivamente transmisión” (ídem.). El segundo fundamento de la transmisión puede hallarse en la naturaleza irreductiblemente misteriosa del conocimiento que implica la naturaleza irreductiblemente iniciática de su comunicación. El acceso a elementos de conocimiento cada vez más sofisticados requiere la transmisión previa de su lenguaje (ya sea literario, histórico, matemático, científico, etc.). En contraste, vivimos en una época de descalificación de “todo tipo de conocimiento que implica dependencia hacia lo saberes, revalorizando en cambio aquellos que se supone los individuos son capaces de apropiarse por sí mismos a través de sus capacidades racionales” (p. 107). El tercer fundamento de la transmisión se encuentra en la dimensión personal del conocimiento. Este fundamento es también el “hogar de su dificultad en tanto que arte” (p. 108). No importa cuánta curiosidad tenga uno hacia un campo de conocimiento, debe estar acompañado por otro para afrontar la aprensión que le espera en un camino lleno de dificultades. Este acompañamiento no se reduce a proporcionar una información o habilidad particulares; consiste más bien en “exorcizar los afectos contrarios y liberar aquellos que lo hagan avanzar, empezando por el placer de pensar” (p. 109). Es un acompañamiento en el camino desde el deseo de conocer al deseo de estudiar y aprender. El cuarto y quinto fundamentos son la dimensión simbólica de la adquisición de conocimiento en sí misma. Los profesores hacen esta dimensión palpable, ya sea a través “del poder de la palabra, del papel de la donación o de la inserción en un linaje” (p. 110). El aprendizaje es siempre recepción, no importa lo autónomo que sea –incluso cuando aprendemos por nuestra cuenta–, ya que recogemos los frutos del conocimiento que otros conquistaron, establecieron o desarrollaron. El conocimiento estaría hecho para darlo, porque en definitiva no le pertenece a nadie. En cambio, es el resultado de una obra colectiva destinada a prolongarse en el tiempo, que crea un vínculo particular de cercanía entre sus participantes.

En un contexto en el que el precio es el futuro, el individuo y la utilidad profesional del conocimiento, es fácil entender por qué la educación escolar tiende a ignorar los cuatro fundamentos discutidos. Sin embargo, el precio de esta ignorancia es que el aprendiz autónomo eclipsa el siempre necesario movimiento de transmisión. A continuación, en contraste con la unilateralización de la escuela que mira al futuro, consumida en procesos de innovación y cambio, propongo recuperar las promesas democratizadoras y potencialmente liberadoras de la educación escolar, revisando las siguientes prácticas docentes de inspiración poscrítica: conservar, legar, desear. Revisitando movimientos productivos como herramientas de resistencia creativa para devolver lo “público” a la educación escolar.

Conservar

Tal como señaló Hannah Arendt (1961), la educación consiste en la transmisión intergeneracional de lo que vale la pena conservar en nuestro mundo. Desde este punto de vista, las prácticas docentes en los colegios son principal y mayoritariamente una empresa conservadora. Este es uno de los principios clave del Manifesto for a Post-Critical Pedagogy (Manifiesto por una pedagogía poscrítica) (Hodgson, et al., 2017, 2018, 2020). Si podemos trascender, o suspender momentáneamente, el paradigma crítico y sus cadenas intelectuales, abrimos caminos de pensamiento que pueden restaurar las promesas de la educación cuidando sus prácticas de conservación. El cultivo de esta práctica es tan poco frecuente en los colegios que, paradójicamente, como veremos, es fuera de los edificios escolares donde pueden encontrarse razones para restaurarla en un estilo edificante.

Cuando trata con la naturaleza, el mundo occidental tiende a relacionarse con ella en términos conservacionistas (y clasificatorios). Algunos ejemplos de esto incluyen el patrocinio de exploraciones científicas y la creación y el mantenimiento de museos y colecciones de ciencia. El Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, adscrito actualmente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España, es un caso ejemplar. A pesar de su modesta financiación en comparación con otros museos similares en otras grandes ciudades, ofrece algo bastante extraordinario: una justificación pública y una explicación de su propia existencia. El razonamiento del museo acerca de sus propósitos conservacionistas se estructura en torno a los siguientes principios generales7: (i) El principio ético: La probabilidad de la vida es ínfima. De momento sólo se conoce en este extraño y recóndito rincón del universo. Asimismo, la probabilidad de existir es infinitamente más baja que la de no existir y cada forma de vida responde a una irrepetible suma de improbabilidades que se han ido añadiendo a lo largo de centenares de millones de años. Por tanto, existir es una proeza cósmica y conservar aquello que existe merece la pena sólo por eso, porque existe (y por salvar la proeza). (ii) El principio estético: Se dice “la vida es bella”. Lo cierto es que la naturaleza es la fuente primaria de toda belleza. Todo lo vivo es bello y cualquier pedazo de biodiversidad contiene belleza. Quizá sólo por eso, porque toda especie forma parte de la belleza, que todas merecen salvarse. (iii) El principio de complementariedad: Las especies no son entes asilados, sino las piezas del entramado de la vida. Si no tenemos especies no tenemos fábrica de la vida, pues son sus componentes básicos. La suma sinérgica de las especies es la que sostiene los ciclos de la vida. De cada especie dependen otras muchas y, a su vez, cada una depende de otras tantas. La conservación de cada tuerca y de cada engranaje es la primera preocupación de un buen mecánico. (iv) El principio de precaución (o principio de la posible utilidad de lo aparentemente inútil). Si la evolución de la vida ha logrado transitar desde una sopa bacteriana hasta raros individuos capaces de interrogarse sobre la utilidad de lo que hacemos, es precisamente por poseer cierta capacidad para retener lo superfluo, lo inútil o lo que de momento no sirve para nada. Conservar una especie merece la pena porque no vaya a ser que nos equivoquemos al considerarla inútil (y ya nos hemos equivocado demasiadas veces). (v) El principio científico. Cada especie es un enigma; un genoma único modelado por millones de años de evolución. Simplemente para salvar el enigma, cada especie debe ser preservada, porque cada una encierra las respuestas a un montón de preguntas. (vi) El principio del conocimiento. Una especie desconocida puede ser la respuesta a alguna pregunta que quizá aún no conocemos o la solución a un problema que todavía no esperamos. Dedicar esfuerzos a conocer las especies antes de que se extingan es bueno sólo porque es mejor conocer las cosas que desconocerlas. El instinto ancestral de adquirir conocimiento ha permitido el avance de la civilización humana. Por otro lado, la capacidad para comprender el mundo depende del conocimiento acumulado. Muchas formas de conocimiento renuncian a su utilidad o a su potencial aplicador inmediato, pero son imprescindibles a la larga. (vii) El principio económico. (Para los escépticos de los principios ético, estético, científico, del conocimiento, de la complementariedad o de la precaución). Toda la comida, la tercera parte de los medicamentos y buena parte de los materiales que usamos proceden de especies que son o han sido silvestres en algún momento. La biodiversidad (o sea, las especies) está en la base de todos los servicios aportados por los ecosistemas a la humanidad. Conservar y salvar una especie tiene sentido porque son posibles recursos y posibles soluciones a posibles problemas.

Es cierto que los museos hacen algo más que conservar, pero ¿acaso podemos imaginar un museo que no se dedique, al menos en parte, a la conservación? Es difícil, como mínimo. El punto crucial es que los colegios y los museos comparten una misión pública similar de conservar el patrimonio, no solo para exhibirlo de modo que pueda apreciarse, sino también, y de forma única, para que cada persona pueda apropiarse intelectualmente de él. Sin embargo, esto es precisamente lo que los colegios están haciendo cada vez en menor medida, y cuando lo hacen, ya no cumplen su papel “público”. No obstante, una práctica docente que trate de cumplir las promesas democráticas de la escolarización implicaría un compromiso conservacionista con los objetos culturales que conforman el currículo y los rituales diarios de la vida en el aula durante el año escolar.

En comparación con un museo, los colegios presentan asimismo varias particularidades que resaltan la dimensión conservadora de las prácticas docentes. Prestarles atención puede ayudarnos a determinar algunas de las particularidades de la naturaleza conservadora de las prácticas docentes. Entre estas elocuentes diferencias se incluyen las siguientes: al contrario que los museos, con sus vínculos con las atracciones culturales y el turismo, el colegio no es algo que se visite, sino un lugar de asistencia generalmente obligatoria, al menos desde hace un buen número de años (y el profesor es un guardián que espera y comprueba diariamente que su grupo de alumnos se conserva intacto); los contenidos de un museo se muestran al público con fines de difusión, mientras que el objetivo del colegio es fundamentalmente la alfabetización (y el profesor es aquel que, de un año al siguiente, conserva las claves que requieren su traducción); el museo es también un lugar público, que uno visita o por donde pasa de vez en cuando, mientras que el colegio es un destino temporal habitado diariamente durante varias horas, y sus aulas se convierten en espacios intermedios a medio camino entre lo público y lo privado (y el profesor es el principal responsable de mantenerlos en un estado reconocible por todos); el anonimato del visitante inesperado del museo no tiene equivalente en los colegios, donde todo el mundo es alguien, todo el mundo es conocido y esperado (y el profesor es el anfitrión diario de una potencial celebración, con su nombre en una lista guardada).

Legar

La conservación tiene bienes internos y externos que la declaración del Museo de Ciencias nos puede ayudar a identificar. Sin embargo, como se ha señalado anteriormente, especialmente en el sentido educativo explorado aquí, la conservación pierde su relevancia si no se acompaña de la posibilidad de entregar, de legar a otros. Y pierde aún más su sentido sin la renovación potencial por parte de las nuevas generaciones y el llamamiento a la responsabilidad que representa (Arendt, 1961). El hecho de que haya una nueva generación por venir es lo que motiva a la generación anterior a guardar lo que considera valioso. La razón por la que se conservan las cosas es que pueden legarse a los recién llegados con todo su potencial de renovación8. Las obras del filósofo francés Françoise-Xavier Bellamy son particularmente esclarecedoras a la hora de considerar “legar” como una práctica docente clave que pone los bienes comunes de la educación a disposición de todos9.

Las reflexiones de Bellamy parten de su experiencia como aspirante a profesor de filosofía de secundaria en la formación de la IUMF, donde se le informó de que no hay nada que transmitir, ya que, con la transmisión, el profesor solo ayuda a la élite a reproducirse mediante el ejercicio de violencia simbólica en alumnos no familiarizados con el lenguaje escolar. A su desconcierto inicial le siguió una búsqueda de motivos para continuar enseñando a sus alumnos. A esto se añadió una clara conciencia de que los errores colectivos cometidos en educación son, por su propia naturaleza, de una escala diferente a los de otras empresas colectivas. Y la comprensión de que, si lo que debe hacerse en cuestiones educativas no se hace o se comete un error, compensarlo o rectificarlo puede ser imposible: “el saber que no ha sido enseñado, las referencias que no han sido dadas, ¿quién las reinventará?” (Bellamy, 2014, p. 160). Bellamy añade que el patrimonio cultural “solo se protege cuando se comparte” (ídem). La posibilidad de un legado público que hace posible la educación escolar hace de la herencia cultural una “una herencia viva, abierta a una multiplicación infinita, la vuelve también infinitamente frágil; nuestro patrimonio muere cuando no se transmite. Nuestra cultura y, con ella, nuestra propia humanidad, morirán por nuestra ingratitud” (ídem). No obstante, esta advertencia va acompañada de un análisis minucioso, porque, como Bellamy señala, el despertar contemporáneo de la responsabilidad social de la transmisión es “el resultado de un trabajo mediado, duradero y explícito” (p. 26). A la cabeza de este trabajo se encuentran los intelectuales (y la reverberación del eco de sus obras) Descartes, Rousseau y Bourdieu. El pecado original de los tres acusados sería el de la transmisión, y cada uno de ellos añade una esfera diferente pero acumulativa de culpa.

Comenzando por Descartes, la transmisión sería un defecto en el razonamiento: con treinta y ocho años, Descartes, un estudiante desilusionado según se describe a sí mismo en las primeras páginas de su Discours, en todas sus horas de estudio y lecciones recibidas no ha encontrado nada más que “un fárrago de doctrinas oscuras, complicadas e inciertas. Ninguna de entre ellas consigue su adhesión, ninguna consigue realmente zanjar la confusión que reina en el orden del pensamiento” (Bellamy, 2014, p. 31). Los libros son promesas nunca cumplidas y una enfermedad peligrosa que deforma la naturaleza humana. Lo único que queda es volver a la luz natural de la razón: “Elijamos totalmente solos nuestro propio camino. Solo las ideas que nuestra razón haya producido por sí mismas serán claras y distintas y, por ello, indudables” (p. 35). Descartes hace un llamamiento al hombre moderno para que siga sus pasos en la destrucción interior de “los sedimentos de la tradición para reemplazarlos por la obra ordenada de la razón” (p. 37). No debe recibirse nada del pasado; toda herencia debe ser rechazada, rehusada. Posteriormente, Rousseau ahondó en la cadena de transmisión al romantizar el estado natural del ser humano, incontaminado por la cultura, el ser humano inculto como un paraíso natural perdido, anhelado y buscado. En consecuencia, “los únicos responsables de nuestra desgracia somos nosotros mismos, es nuestra cultura, de la que deberíamos deshacernos para volver a encontrar, por fin, el sentido de la naturaleza” (p. 51). De este modo, el proyecto educativo de Rousseau implica garantizar la soledad y el máximo control de cualquier influencia y tentación reflexiva que pueda cernirse sobre él. Lo mejor sería “no enseñar nada a los niños, guardarían la inocencia que envidiamos en ellos” (p. 53) y, por tanto, el tutor debe parecerse lo menos posible a un padre: “Más vale la pureza de la ignorancia que la alienación de la transmisión” (p. 56). Rousseau también criticó la figura simbólica por excelencia de la transmisión: los libros (que es el motivo por el que Rousseau tuvo tan poco contacto con ellos al final de su educación). Los libros “nos alejan de la experiencia directamente vivida y nos hacen entrar en la abstracción de un discurso desligado de lo real” (p. 62). La libertad, que solo es posible en un estado natural de ignorancia, se ve amenazada por el contacto con la palabra escrita. Puesto que el contacto con los libros y la cultura que comunican no beneficia de ninguna manera al niño, surge la pregunta de quién es realmente el beneficiario de la transmisión. Esto es lo que busca la obra de nuestro tercer acusado en la breve historia intelectual del desprecio por el patrimonio cultural. Bourdieu sostiene que la cultura es arbitraria y “sirve, enteramente, para aprender a hacer distinciones” (p. 71). Estas distinciones solo son buenas para diferenciar y crear jerarquías, para reproducir y legitimar desigualdades, como una especie de patrimonio cultural reproducido en la escuela que las convierte en aparatos de violencia. “La escuela es elimina, expulsa, encierra. Pero es violenta especialmente porque no se contenta con condenar: además, exige al condenado que consienta su condenación” (p. 77). A Bourdieu también le preocupa el mecanismo ficticio de las escuelas, el ejercicio de la formación escolar a la que están sujetos los alumnos. Esto le llevó a invocar una pedagogía racional para la preparación para el mercado laboral, para dejar de ser un alumno lo antes posible. En la medida en que la escuela hace creer erróneamente a los alumnos que la cultura que transmite tiene algún valor en sí misma, “priva así a los estudiantes desfavorecidos de la lucidez pragmática que les permitiría comprender la realidad concreta de la competencia escolar y adoptar estrategias más eficaces” (p. 80) que los preparen “para el combate por el capital económico” (p. 81). Este modelo teórico encierra al profesor que trata de enseñar, transmitir conocimiento, ganar autoridad y calificar a sus alumnos en la desesperanza de la culpa sin posibilidad de redención, sin escapatoria: un instrumento eterno de reproducción de desigualdades sin un fin posible, un sirviente del aparato de violencia (escolar) en el que encaja simplemente como un tornillo más. El profesor, desposeído de su capacidad de legar, es empujado a salir rápidamente por la puerta de atrás del aula.

Desear

Cualquiera que haya heredado bienes materiales sabe que hay un momento muy concreto en el que uno puede aceptar la herencia o rechazarla. Aceptar la herencia implica asimismo asumir las deudas, como un gesto definitivo de responsabilidad y amor intergeneracionales10. Esto solo puede ocurrir si hay un despertar de un deseo anterior: el deseo de legar y el deseo de recibir. Las herencias no se aceptan por un mandato oficial; se asumen cuando se aceptan. No hay garantías. Hay que inyectarles el deseo de posesión. Para avanzar en la práctica de desear (de despertar el deseo), recurro al psicoanalista italiano Massimo Recalcati y su redescripción de la “erótica de la enseñanza” que, según insiste, incluso hoy en día es posible.

A través de la lente del psicoanálisis, aborda el declive actual en la transmisión de conocimiento y analiza el papel que el profesor puede y debe desempeñar en el milagroso encuentro en la clase. La tesis principal de su libro es que “lo que perdura de la Escuela es el papel insustituible del enseñante”, cuya función es “abrir al sujeto a la cultura” haciendo posible “el encuentro con la dimensión erótica del conocimiento” (Recalcati, 2016, p. 14). La lógica del mercado en el neoliberalismo establece un imperativo de disfrute que demanda inmediatez, en lugar de la satisfacción pospuesta del deseo (sublimación) sobre la que se ha construido nuestra cultura. Y todo esto se hace “en nombre de una pedagogía neoliberal que reduce la Escuela a una empresa que tiene como objetivo producir habilidades eficientes y adecuadas para su propio sistema” (p. 21). Tal como Lacan diagnosticó, ha habido una disminución de la función paterna. La Ley ha cedido ante una lógica de oferta y demanda que deja los símbolos encallados en los lejanos extremos imaginarios. Los padres renuncian a su papel, que solía estar junto al del profesor, y se ponen del lado de sus hijos contra los profesores desde la ansiedad de la paternidad. El problema de la Escuela “no es la mirada panóptica del vigilante que identifica y reprime, castigando las diferencias subjetivas del ideal normativo que se exige reproducir, sino más bien su dramática evaporación, el riesgo de extinción en el que se halla. Es el mismo proceso que afecta a la figura paterna” (p. 19). Y esto, arguye Recalcati, causa una ruptura de lo simbólico: una ruptura en la cadena de transmisión entre generaciones. A la precariedad social y económica de quienes deben mantener esta transmisión se suma ahora la precariedad de su situación simbólica. La palabra del profesor no adquiere peso y se sustituye por la cacofonía de sistemas multimedia, teléfonos móviles y distintos dispositivos a los que los alumnos están continuamente conectados. Recalcati lo llama “totalitarismo blando, narcotizador o excitante, que reduce el pensamiento crítico aprovechando la función hipnótica ejercida por los objetos de goce que han invadido la vida de nuestros jóvenes” (p. 22). No hay texto, ni esfuerzo por desentrañarlo, solo fragmentos aplicables inconexos. Hoy en día es difícil mantener el deseo del profesor sobre la base de su propia palabra.

De modo análogo, para que haya un alumno, debe haber un deseo de conocimiento. “Sin el deseo de conocer no hay posibilidad de aprendizaje subjetivo del conocimiento; sin transferencia, sin éxtasis, sin erotización, no hay posibilidad de un conocimiento conectado con la vida, capaz de abrir puertas, ventanas, mundos” (Recalcati, 2016, p. 43). Y para que este deseo exista, un requisito previo es alejarse de la lengua materna, abandonar el seno familiar que facilita o impide la separación. Esta es la única forma de emprender vuelo a otros horizontes más allá del incesto y el autoerotismo. En el sujeto dispuesto a aprender, el exilio de la Cosa ya ha tenido lugar. En él, los objetos familiares se han visto afectados por el mandato de la Ley, y de este modo, su vida puede volverse hacia otros mundos y otras actividades libidinosas. “En el caso de los docentes, ya no se trata de perseguir el ideal de maestro-amo capaz de pronunciar la última palabra sobre el sentido de la vida, sino el del maestro-testimonio que sabe abrir mundos a través del poder erótico de la palabra y del saber que ésta saba vivificar” (p. 45). Por su propia naturaleza, la escuela obligatoria no mata el deseo, pero separa al sujeto de la familia, de la incestuosa constelación del deseo, para socializarlo y ampliar sus horizontes más y más. Y así, librándose de la Cosa, el sujeto despojado encuentra una palabra, rebosante de deseo, que lo sostiene entre todos los demás. “La Escuela obligatoria marca el necesario alejamiento del sujeto de su familia y su posible encuentro con otros mundos: es la obligación del exilio, de la transición de la lengua madre a la lengua del alfabeto o a otras lenguas” (p. 78).

Por tanto, durante la hora de clase, los deseos se entrecruzan; el deseo de enseñar y el deseo de aprender, el deseo de transmitir un legado, de recrearlo, y el deseo de recibir un mundo fundacional que orienta el deseo en lugar de simplemente informar o reformular lo que ya se conoce ad nauseam. Sin deseo no hay transmisión, solo imposición. Y la imposición no despierta el deseo en sí mismo hacia el objeto impuesto, sino solo incomprensión y un deseo de huir. De este modo, como sostiene Recalcati, para que haya un aprendiz debe haber un erotismo de la palabra, un deseo apasionado por el objeto en cuestión que sirve para transmitir conocimiento. La hora de clase no es un almacén o un vehículo de información, sino un lugar de encuentro que convierte la palabra en un evento. Hoy en día, esa palabra formativa se trivializa; pierde la fuerza del deseo de enseñar. Está demasiado reducido y aislado para desentrañar la palabra del profesor. “Los verdaderos maestros no son los que nos han llenado la cabeza con un saber preconstruido y, por lo tanto, ya muerto, sino los que han practicado en él algunos agujeros para contribuir a suscitar un nuevo deseo de conocer” (Recalcati, 2016, p. 122). En contraste con la Escuela de Edipo, desaparecida tras los golpes de las revueltas de mayo de 1968, y la Escuela de Narciso, definida por la ausencia del padre, ahora nos enfrentamos a la posibilidad de reconstruir una Escuela de Telémaco que restablezca la diferencia generacional y la función del profesor como una figura central en el proceso de erotizar el mundo a través de las palabras. “La clase genera cuerpos eróticos de los objetos del saber, pero su efecto se extiende más allá del saber generando libros de los cuerpos, transformando el cuerpo de la amada en un libro” (p. 96). De hecho, la enseñanza consiste en persuadir al sujeto para que salga de sí mismo, hacer sus propias preguntas y marcar su propio rumbo desde el que puede ocupar un destino en el legado. El gesto del profesor es el gesto del que sabe cómo “convertir los libros en cuerpos eróticos, que sabe transformar el saber en un objeto que causa el deseo, actúa ensanchando el horizonte del mundo, transporta la vida a otros lugares, más allá de lo ya visto o ya conocido” (p. 98). Este erotismo de la palabra, este amor por la enseñanza que abre al sujeto al deseo, produce encuentros afortunados y permite la generación y apertura de horizontes culturales así como la transferencia de un lugar para la palabra más personal e íntima.

¿Vale la pena correr el riesgo? Vocabularios conservadores para una idea progresista de la educación pública

Las prácticas que he redescrito en este artículo no deben entenderse de ninguna manera como una denuncia o una reivindicación (Thoilliez 2019a; Masschelein y Simons, 2013). Las ofrezco más bien en el sentido de redescubrimiento (Biesta, 2017; Thoilliez, 2019a): de reanudar estas prácticas, resituarlas en el centro de la enseñanza, en un sentido edificante rortyano, entendido como el esfuerzo de “estudiar nuestros problemas para entender mejor nuestras presentes circunstancias y crear redescripciones que puedan ayudarnos en el camino de exploración para superar nuestras dificultades actuales” (Thoilliez, 2020a). Además, tienen un potencial restaurador, en el sentido de revitalizar la labor educativa de los profesores.

Al comparar museos y colegios para tratar la práctica de conservación en la tercera sección, me he sentido inclinada a presentar los segundos como un lugar más seguro que los primeros, pero esto no implica en absoluto que los colegios estén exentos de peligros. Por ejemplo, un museo puede ser un lugar seguro para encontrarte con alguien a quien no conoces bien, pero los colegios pueden ser el lugar muy inseguro donde un niño se encuentra con un compañero que lo acosa diariamente (y donde el profesor puede estar ciego a todo ese sufrimiento)11. Tanto los museos como los colegios comparten críticas sobre cómo se originaron, cómo reproducen relaciones de poder y cómo tratan con el pasado y con la novedad. Son, en muchos aspectos, instituciones ambivalentes. Su naturaleza cuestionable (en el sentido de que están abiertas a debate, su naturaleza se compone de preguntas) es lo que las hace tan interesantes. Y, volviendo al punto discutido aquí, hay algo valioso en la orientación pública de su misión conservadora. No obstante, esto no las convierte en instituciones menos adecuadas para –o menos necesitadas de– renegociaciones continuas. Más bien lo contrario. En el caso de los colegios, estas renegociaciones tienen lugar en la siguiente práctica docente que se ha abordado: legar.

Al igual que sucede en cualquier colección de argumentos, hay una tendencia a hacer que algo complicado parezca más sencillo. Desde luego, hay algo de esa cómoda linealidad en la reconstrucción de Bellamy de la triada Descartes-Rousseau-Bourdieu presentada en la cuarta sección. Es cierto que plantea algunos problemas, como su excesivo afrancesamiento, y el hecho de que el propio Bellamy es un ejemplo de lo que Arendt insistía que no debía hacerse: mezclar vocabularios conservadores que encajan bien con la necesidad de restauración de la educación y usarlos con fines políticos. Fue profesor de filosofía, pero ahora es un político profesional en el Parlamento Europeo (integrado en el Grupo del Partido Popular Europeo). No obstante, el arriesgado ejercicio intelectual de utilizar viejos nombres para reimaginar nuevas formas de pensar en el carácter público de la educación es lo que ha hecho que este experimento valiera la pena. A través de la obra de Bellamy se ha argumentado que el constructivismo (en el sentido plano al que aludí en la segunda sección), que sueña con que los niños autoconstruyan el conocimiento desde sus propios intereses, la negación como una influencia adulta perjudicial en el niño, y la aspiración de que la escuela abandone sus ejercicios de formación en la cultura elitista para centrarse, en cambio, en la preparación de competencias para el mundo de la producción real de trabajo, tienen sus apoyos filosóficos en, respectivamente, los orígenes racionalistas de la modernidad, el proyecto de la ciudadanía ilustrada y la afirmación de la capitalización y la jerarquía sospechosamente elitistas de la cultura tal como se transmite en los colegios. El fenómeno de la innovafilia y el eclipse de la transmisión que amenaza “lo público” de la educación escolar tal como se describe en la sección 1 comenzaron con el proyecto supuestamente progresista12 de la modernidad. Conservar y legar podrían readaptarse como prácticas docentes con el potencial de restaurar el “carácter público” de la educación.

El deseo, tratado en la quinta sección, es el tercer vértice de mi experimento de restauración. Aunque me he centrado en la descripción de Recalcati, él no es el primero y desde luego no será el último en discutir la compleja relación entre educación y erotismo desde una perspectiva psicoanalítica. Las obras de Deborah Britzman, Sharon Todd o Ewa Plonowska Ziarek, aunque no se examinan en el presente artículo, merecen un examen exhaustivo de todo aquel que busque la plena comprensión de una ética pospsicoanalítica en educación. Sin embargo, la orientación más conservadora del enfoque de Recalcati hace su obra más apropiada para el tipo de argumento que he intentado articular en este artículo. En otro orden de cosas, también debe reconocerse que la insistencia de Recalcati en despertar el deseo de saber del alumno se asemeja a las demandas de potenciar la motivación del alumno para aprender. Pero eso no es lo que Recalcati trata de hacer. Tal como Biesta lo ha expresado recientemente, “el reto de intentar vivir la propia vida de una manera adulta, es decir, no corriendo tras los propios deseos, sino volviendo constantemente a la cuestión de si lo que uno encuentra en su interior como deseo es lo que uno debería desear” (2022, p. 100). De igual modo, para Recalcati no se trata solo de desear como tal, sino de lo que el profesor presenta como deseable, de cómo el profesor encarna la palabra para que sea deseado por el alumno. Recalcati nos advierte acerca de la desaparición de la palabra, para recordarnos la esperanza de que no es demasiado tarde para asumir el deseo. El deseo de conocimiento puede interiorizarse como un valor personal, en la medida en que sea una verdadera recreación vital de lo que se recibe.

La reivindicación de vocabularios conservadores para restaurar el carácter público de la educación de un modo edificante es indudablemente un experimento arriesgado: el anhelo de una escuela idealizada del pasado (que nunca existió), el tradicionalismo educativo según el cual cualquier tiempo escolar pasado fue mejor, la romantización de las situaciones educativas a través de una interacción imaginaria y pacífica de profesor-alumno-contenido. O incluso el riesgo de convertirse en un “cazafantasmas de lo escolar” (p. 61), tal como lo formula Narodowski (2021) en su ataque escéptico y vigoroso de las narrativas actuales sobre el pasado y el futuro de los colegios. Sin embargo, precisamente porque el riesgo de extinción de los colegios tal como los conocemos es tan real, precisamente porque el carácter público de la educación está al borde de la desaparición, ahora es el momento adecuado para asumir riesgos reales y reimaginar una manera en la que los bienes de la educación sigan siendo públicos a través de la enseñanza y la escolarización. El riesgo que afrontan las tres prácticas planteadas es su degradación en el camino de un conservadurismo nostálgico y temeroso. Este es el motivo por el que deben practicarse, al tiempo que, a nivel político, se evitan posturas de miedo al futuro y rechazo del presente, fingiendo el amor por el pasado. Conservar, legar y desear son prácticas docentes capaces de hacer avanzar el conservacionismo educativo creativo, evitando al mismo tiempo el conservadurismo político regresivo. Teniendo en cuenta este conjunto de prácticas, los profesores pueden desarrollar un tipo de labor educativa que no es ajena a los problemas del presente y que está lejos de tener miedo del futuro o de lo que está por venir. En cambio, deberían practicar la enseñanza como una expresión de verdadero amor por el pasado, de cuidado real del presente, y de un espíritu lleno de esperanza por las posibilidades futuras que encarnan las nuevas generaciones.

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Información de contacto: Universidad Autónoma de Madrid. Facultad de Formación de Profesorado y Educación. Calle Francisco Tomás y Valiente, núm. 3, despacho. I-307 - 28049, Madrid. E-mail: bianca.thoilliez@uam.es


1 Una primera versión de este artículo se presentó durante el simposio internacional “Exploring What Is Common and Public in Teaching Practices” celebrado en línea los días 24 y 25 de mayo de 2021, como parte de las actividades del proyecto de investigación #LobbyingTeachers (referencia: PID2019-104566RA-I00/AEI/10.13039/501100011033).

2 La crisis relativa al carácter público de la educación guarda relación con la amenaza a las mismas condiciones de su posibilidad. Este escenario crítico está impulsado por (i) las tendencias actuales de privatización y mercantilización, (ii) la diversificación de los agentes involucrados, y (iii) la incorporación de nuevos patrones en la gestión pública de la educación. Varias de estas amenazas se exploran exhaustivamente en un próximo volumen colectivo (Thoilliez y Manso (Eds.), 2022).

3 Entiendo las prácticas docentes en el sentido de una habilidad artesanal, como he discutido en otro lugar (Thoilliez, 2019a).

4 En los últimos años hemos visto un interés creciente en los enfoques post-críticos en la investigación educativa (Hodgson, Vlieghe y Zamojski 2017, 2018, 2020; Koopal, Vlieghe y Baets, 2020; Oliverio, 2019, 2020; Schildermans 2020; Schildermans, Vandenabeele y Vlieghe, 2019; Thoilliez 2019b, 2020a; Vlieghe y Zamojski 2019, 2020; Wortmann 2019, 2020). La poscrítica muestra una forma de escapar de la hermenéutica de sospecha, intelectualmente sofocante, al abrir más caminos de razonamiento afirmativos para el estudio de nuestros problemas. Las prácticas críticas de señalar lo que está mal deben complementarse con gestos poscríticos alternativos de cuidar lo que merece ser preservado. En el contexto español, este debate ha sido abordado recientemente (Ayuste y Trilla, 2020; Noguera, 2020; Mejía, 2020; Huarte, 2020; Pagès, 2020; Pallarés y Lozano, 2020).

5 Neologismo derivado de “tiempos innovafílicos” (Narodowski, 2018).

6 Las versiones popularizadas del constructivismo se encuentran también en la base de lo que Meirieu denominó la disputa contemporánea entre hiperpedagogos y antipedagogos (Meirieu, 2022).

7 La riqueza de pensamiento ofrecida en esta declaración de siete principios me ha llevado a utilizarla recientemente en otro lugar, aunque con otros fines (Thoilliez, 2020b, 29-30).

8 Vlieghe y Zamojsky formularon esta idea de la siguiente manera: “Un encuentro intergeneracional durante el cual la generación actual pasa el ‘viejo’ mundo a los recién llegados; por amor a nuestro mundo común, pero también por amor a la nueva generación. A su vez, esto brinda la oportunidad de traer nuevos comienzos a este mundo” (2019, p. 11). La obra seminal de Fernando Bárcena sobre la natalidad de Arendt se encuentra también en el trasfondo de mi propio interés por este motivo pedagógico arendtiano particular (Bárcena, 2007).

9 Debido a las limitaciones de espacio, me centraré en su aclamado libro Les déshérités ou l’urgence de transmettre. No obstante, las ideas contenidas en su Demeure. Pour échapper à l’ère du mouvement perpétuel son también de gran interés (Bellamy, 2020). Para una revisión actualizada de sus propias posturas, véase Bellamy (2021).

10 Sobre la posibilidad de que nuestras invitaciones educativas para compartir el mundo se vean rechazadas, véase Thoilliez (2020a), y Thoilliez y Wortmann (2021).

11 En un artículo anterior, exploré la posibilidad de que tengan lugar prácticas corrosivas y cosificadoras en los entornos escolares, como lado oscuro de su naturaleza democratizadora tal como la defiende Dewey (Thoilliez, 2019c).

12 “El progresismo es una tensión hacia el futuro, y está conforme con su propia esencia que no conoce ningún punto de llegada que pueda poner fin a su movimiento. Nunca cesará de mirar a lo real como lo que hay que superar y, por eso mismo, como lo que hay que despreciar. Cualquier innovación, hasta la más reciente, es rápidamente desdeñada por el solo hecho de que ella ya es real y no sigue siendo una promesa. Cuanto más se acelera el ritmo del progreso técnico, más acelera con él esta renuncia real” (Bellamy, 2020, p. 81). Véase también Bellamy (2021).