Los fines de la escuela pública y por qué la sociedad necesita a los profesores1

The ends of public schools and why society needs teachers

DOI: 10.4438/1988-592X-RE-2022-395-526

Maria Mendel

Tomasz Szkudlarek

Uniwersytet Gdański

Resumen

En este trabajo pretendemos imaginar, por medio de la delimitación, y tal vez un desvío de espacios que parecen vaciarse de su presencia significativa, el papel de los docentes en una sociedad donde los recientes desarrollos desafían los fundamentos políticos y culturales de la educación en su forma hasta ahora conocida, como implicados en la construcción de estados modernos en Europa; en una sociedad donde a menudo se oye hablar del fin de la escuela pública. Sin embargo, aquí también se problematizará la noción de finalidad, y reflexionaremos no tanto sobre la finalidad, sino sobre una compleja sucesión de múltiples fines de las escuelas públicas. Estas reflexiones sugieren una peculiar ontología de la finalidad, de un tiempo de agotamiento en el que las cosas se nos escapan de las manos y no se vislumbran claramente objetivos en el horizonte. Y, como de acuerdo con lo que hemos anunciado aquí, los fines aparecen como múltiples, aquí sugeriremos cuatro ontologías de orientación superpuestas. Aferrándonos al significado ambiguo de la palabra, intentaremos ubicar la figura del docente dentro de esta ontología de la finalidad, definiendo las finalidades de su actividad (ahora leídos como objetivos) desde los fines de la escuela pública. Quizás, en el mundo en el que somos testigos del fin de la naturaleza, el fin de la seguridad, el fin del futuro, si uno puede arriesgarse a decirlo de manera sucinta (Szkudlarek, 2017), esta es, en última instancia, la única forma de pensar en los fines de la tarea de los docentes.

Palabras clave: escuela pública, fines de la educación, tarea docente.

Abstract

In this paper we intend to imagine, by way of delimitation, and perhaps a detour of spaces that appear to be emptied from their significant presence, the role of teachers in society where recent developments challenge political and cultural foundations of education in its shape we had known as implicated in the construction of modern states in Europe; in society where one often hears of the end of public school. However, the notion of the end will be problematized here as well, and we will reflect not so much on the end, but on a complex occurrence of multiple ends of public schools. These reflections suggest a peculiar ontology of ending, of a time of exhaustion when things slip out of our hands and no aims can be seen clearly on the horizon. And, as according to what we have announced here, ends appear as multiple here, we shall suggest four overlapping ontologies of ending. Clinging to the ambiguous meaning of the word, we shall try to position the figure of the teacher within this ending ontology, drawing the ends of their work (now read as aims) from the ends of public school. Perhaps, in the world where we witness the end of nature, the end of security, the end of future if one might risk to put it succinctly (Szkudlarek, 2017), this is, ultimately, the only way of thinking of ends of teachers’ work.

Key words: public school, ends of education, teachers’ work.

Introducción

En este artículo pretendemos imaginar un papel de la escuela pública y de los profesores en una sociedad en la que los cimientos políticos y culturales de la educación, entendida como implicada en el proceso de modernización, se ven sacudidos, y en la que se oye hablar repetidamente del fin de la escuela pública. Consideramos que estas profecías negativas están vinculadas a ontologías más generales del final, de un tiempo en el que las cosas se desvanecen, se desintegran o se escapan de control. El final parece ser persistente y generador de condiciones de riesgo, pérdida, inseguridad y miedo y, al mismo tiempo, de estrategias de supervivencia y de futuros atractivos, pero aún desconocidos. Esta condición de finalización se viene anunciando desde hace tiempo. El cristianismo siempre ha estado obsesionado con el fin del mundo (y la salvación de los elegidos). Los astrofísicos complementaron ese marco, sin salvación, con las nociones de entropía y muerte térmica del universo. Los grandes proyectos metafísicos de la modernidad, como los de Hegel y Marx, construyeron lógicas que conducían al fin y convirtieron la salvación post mortem en conciencia retroactiva y emancipación. Entonces la condición posmoderna se definió como cultura de agotamiento y terminación de la matriz progresiva, salvo el progreso en la tecnología: nos quedamos donde estamos y lo único que podemos hacer es remezclar señales e ideas heredados para recrear nuestras identidades. El final está aquí y ahora, en palabras de Beckett, todo está “terminado, está terminado, casi terminado, debe estar casi terminado” (Beckett, 2009). Fue en el marco del giro posmoderno, pegado sin fisuras a la economía neoliberal del capitalismo global (Callinicos, 1990) cuando identificamos numerosos fines mayores y menores: de la modernidad, del sujeto, de la democracia, de la razón, de la ciencia, de la teoría, y también de la escuela. La desescolarización, propuesta en su día por Illich, volvió en fragmentos en las reformas neoliberales que redujeron la educación al aprendizaje y la escolarización a la provisión de resultados medidos individualmente. En este contexto, el fin de la escuela aparece como una condición ontológica duradera dentro de la cual enseñamos, aprendemos y tratamos de dar sentido a la educación.

Queremos ampliar aquí esta condición final para ver qué intereses pueden hacer que la gente quiera liquidar las escuelas públicas o abandonarlas a su lenta decadencia; para ver qué estamos perdiendo, por qué nos duele, y –a través de esos rodeos– cuáles son los valores que hacen que algunos estén ansiosos por liquidar las escuelas mientras otros se resisten o lloran su muerte. Si efectivamente el valor de la escuela se puede ver a través de sus ontologías finales, también se podría suponer que la actual ola de exposición del valor de la escolástica (por ejemplo, Biesta, 2017; Masschelein y Simons, 2013) podría considerarse igualmente –como en la metáfora de Hegel del búho de Minerva– implicada en el final de la escuela como su condición de posibilidad.

Vemos el final de la escuela como algo plural. Hay varias formas de reducir, disminuir, liquidar o marginar las escuelas. Hay, por tanto, diversos finales de ontologías de la escuela pública, modos de ser, encogiéndose o sobreviviendo, a veces expandiéndose a nichos donde son posibles tales movimientos en el estado de finalización. La comprensión hermenéutica de Vattimo de la ontología como interpretación de nuestra condición en el proceso de convertirse en historia (Vattimo, 1991) se ajusta muy bien a este enfoque. Mientras se pueda distinguir entre tales ontologías infinitamente, se habla de dos principales y de otras modalidades, u ontologías menores dentro de ellas. La primera gran ontología se vincula a la gestión neoliberal y a la privatización de lo público. Lo ilustramos con casos de las recientes políticas educativas en Polonia, pero son típicos de sociedades donde las reformas neoliberales introdujeron medidas estrictas de eficiencia y control financiero. Describiremos tres “ontologías menores” dentro de este tipo. La segunda gran ontología está relacionada con los desarrollos de los nuevos medios de comunicación que contribuyen a la fragmentación del público y su parcelación en burbujas de filtro aisladas. Lo que se cuestiona aquí no es la lógica pública de la escuela, sino la institución de la escuela como tal. Sin embargo, la misma revolución produce crisis de lo público y de los fundamentos racionales de la vida pública en general, por lo que no es solo la escuela pública, sino la vida pública y el racionalismo lo que exige atención aquí. Y como tenemos una institución que se inventó para crear bases racionales para la vida pública, que es la escuela pública, en la parte final cerramos el círculo. La afortunada ambigüedad del término “fines” nos ayuda a invertir la dirección de nuestra reflexión y ver qué fines se hacen visibles a través de las variadas ontologías del fin de la escuela, y a reflexionar, en última instancia, sobre los fines del trabajo de los profesores.

No prometemos terminar esta reflexión con objetivos inesperados de enseñanza. El sentido de nuestro trabajo aquí es, más bien, articular las preocupaciones educativas con la escuela como fin. La vida al final tiende a estar motivada por los deseos de retrasar, posponer o alejar el horizonte final de la terminación. Aunque gran parte de nuestra forma de entender la enseñanza se define por introducir, comenzar o desarrollar –después de todo, la educación se ha convertido en una cuestión pública en el curso del progreso y la modernización– en las condiciones actuales, las ideas de conservar contra la decadencia o el olvido, de evitar la destrucción y de sobrevivir, siempre implícitas también en el concepto de educación, son comprensibles y a menudo dominan las relacionadas con el “viejo y buen progreso”. Según las observaciones de Gert Biesta (2017), las ideas conservadoras (incluido el redescubrimiento de la enseñanza) adquieren un cariz radical en la actualidad y pueden funcionar en beneficio de los valores progresistas.

Recordatorio genealógico

La aparición de los sistemas educativos modernos en Europa tras la proliferación de la imprenta y la aparición de públicos lectores, la Reforma con sus numerosas confesiones, la Contrarreforma y las guerras de religión, y la convicción de que somos los humanos (y no el destino, Dios o la necesidad histórica) los responsables de dar forma a lo social, una idea acertadamente expresada por Immanuel Kant (Kant, recurso en línea), pueden considerarse efectos de la imprenta. La Revolución Francesa fue un momento crítico en este sentido: vista por Kant como la realización de la libertad humana y la autonomía moral, fue también una experiencia aterradora que inició la búsqueda de la emancipación por un camino distinto a la violencia. La educación pública se postuló entonces como alternativa a la revolución (Tröhler et al., 2011). En este contexto, la democracia moderna y el republicanismo se basan políticamente en la exigencia de que el conocimiento sea accesible para todos y, utilizando de nuevo a Kant, en animar a los individuos a usar la razón en público.

Por supuesto, esta genealogía no es la única, ni es vinculante para quienes dirigen las escuelas hoy en día. Como hemos aprendido de Foucault (Foucault, 1980), las instituciones creadas por una razón determinada cambian continuamente sus funciones y modos de funcionamiento; las fundamentales pueden desaparecer, mientras que las marginales pueden convertirse en constitutivas de nuevos regímenes de poder. Aun así, vale la pena recordar que la escuela es una de las pocas instituciones que están al alcance de la mano para hacer frente a los desafíos democráticos, y que los profesores pueden revitalizar el uso público de la razón para contrarrestar tanto la ignorancia endémica (que era el desafío en la época de Kant) como lo que Stiegler (Stiegler, 2015) llama la estupidez organizada en la actualidad. A menos que sustituyamos la escuela por otro espacio público para reconstruir lo social, debemos mantenerla viva y considerarla aún más política de lo que fue en el momento de su nacimiento.

Transformaciones de lo público en la educación pública en Polonia

Como estamos utilizando ejemplos de Polonia para discutir la primera ontología del fin de la escuela pública, tenemos que empezar con una breve historia de la escolarización en el país después de la Segunda Guerra Mundial, durante la transición poscomunista con sus políticas neoliberales, y después de que el partido nacionalista PiS ganase las elecciones parlamentarias en 2015.

Hasta 1989, la Polonia de posguerra era un Estado socialista de corte soviético con ciertas desviaciones liberales. La educación pública se definió bajo el prisma de la modernización y la justicia social. Sin embargo, a pesar de los supuestos ideológicos, la selección y la segregación de clases eran endémicas en su sistema educativo. La formación profesional masiva, vinculada a las rápidas inversiones en industria pesada, se promovió como forma de emancipación para la juventud rural, mientras que las pequeñas cohortes urbanas podrían disfrutar de élite educativa. En la década de 1970, los investigadores empezaron a exponer esas desigualdades como currículos ocultos, y se pusieron de manifiesto las dramáticas diferencias de oportunidades educativas entre los jóvenes urbanos y los rurales (Kwieciński 1972). Tras la rebelión de los estudiantes en 1968, se promocionaron candidatos pertenecientes a la clase trabajadora en las matrículas universitarias, pero se interpretó como una ruptura de la solidaridad de los estudiantes que protestaban. El Estado se legitimó como socialista, pero las huelgas obreras de 1970 terminaron con masacres en las calles durante toda una semana. En resumen, el socialismo y la equidad adquirieron un significado de opresión, y tales valores se volvieron fáciles de marginar tras la revuelta de Solidaridad en 1989. El desarrollo económico y la libertad personal resultaron ser más importantes, y esas demandas afectaron profundamente a las escuelas y a las políticas educativas. Desde el punto de vista político, estas reivindicaciones podrían lograrse con la condición de crear una clase media fuerte, que fue proclamada abiertamente por los gobiernos posteriores a 1989.

De hecho, los padres de clase media se comprometieron activamente a romper el monopolio estatal en la educación y exigieron libertad, no igualdad (Mendel, 1998). Los movimientos de los padres cobraron fuerza y condujeron a la diversificación de una educación pública anteriormente homogénea. Las Szkoły Społeczne gestionadas por los padres (escuelas “sociales”, en contraposición a las “estatales”) aparecieron en 1989 junto con las escuelas privadas con ánimo de lucro y las escuelas gestionadas por asociaciones, fundaciones, etc. En la década de 1990, estos centros acogían a cerca del 2 % de los escolares. Las tendencias de diversificación cobraron impulso tras la adhesión de Polonia a la Unión Europea en 2004, cuando el acercamiento a Occidente vino acompañado de una fuerte polarización de clases y de distinciones basadas en criterios educativos. Las escuelas gestionadas por los padres y las asociaciones de educación en casa empezaron a huir del control público y la contratación abierta, al tiempo que recurrían continuamente a los recursos públicos. Esta ola de diversificación basada en la clase, reforzada por la normativa sobre la elección de escuela y los exámenes externos con resultados públicos, dio lugar a una profunda segregación también en las escuelas públicas urbanas (Dolata, 2008).

A partir de la década de 2000 se observan esfuerzos por conciliar la gestión neoliberal y la preocupación por el bien común, representado por las escuelas públicas y abiertas. El fin de la escuela pública, aunque se proclame, no ha llegado (Mendel, 2018), o, por así decirlo, no ha “terminado” en un cierre conclusivo: persiste, prolifera en diversas modalidades, y las escuelas se erosionan lentamente en algunas dimensiones y se desarrollan en otras. La inmensa mayoría de las escuelas siguieron siendo públicas. Gestionadas por los gobiernos locales, siguen gozando de respeto y muchas ofrecen una educación innovadora y de calidad. Sin embargo, la situación de los gobiernos locales se ha vuelto muy difícil tras las elecciones de 2015. En 2016, el gobierno nacionalista introdujo una reforma estructural masiva (etiquetada como “deformación” por los sindicatos de profesores) y cargó a los gobiernos locales con sus inmensos costes. Esta medida, junto con la reducción de los ingresos fiscales, trajo problemas financieros a las comunidades locales. Además, el gobierno nacional no deja de cambiar los planes de estudio básicos, y la inmensa presión sobre los valores religiosos y nacionales resulta amenazante para los estudiantes de minorías y de mentalidad liberal, además de aporta una atmósfera asfixiante a la escolarización cotidiana.

A la vista de estos cambios, se plantea la cuestión de lo “público” en la educación pública en Polonia. Un criterio interesante de lo que significa público se propuso en 1945 en EE. UU., cuando el tribunal del Estado de Connecticut decidió que dichas escuelas debían estar bajo el control exclusivo del Estado y que debían estar libres de una educación sectaria (Miron y Nelson, 2002). El hecho de que las escuelas polacas, como resultado de la última reforma, trabajen sobre la base de un plan de estudios nacional detallado parece cumplir con creces la primera condición. Sin embargo, creciente presión de los ministros de educación hacia el nacionalismo y el fundamentalismo católico impide al Estado ofrecer una enseñanza libre de sectarismo.

Este panorama adquiere mayor complejidad cuando nos preguntamos a quién pertenecen las escuelas o quiénes las controlan. Las tendencias de privatización siguen presentes en Polonia, y son lo suficientemente diversas como para ser discutidas como “ontologías menores” específicas dentro de la ontología general de la privatización.

Los fines de la escuela pública: la privatización

Anunciar el fin de la escuela es una reacción frecuente a la privatización, a la segregación por clase o raza, etc. (Giroux, 2015; Hursh, 2015; Mendel 2018; Uryga, 2017), pero vemos este movimiento como algo complejo y, a veces, intencionadamente perturbado o hibridado. Andre E. Mazawi interpreta estos procesos como relacionados con los cambios en la construcción de los estados contemporáneos que se convierten en “estados red” con “soberanía graduada”, combinando actores públicos y no públicos en torno a funciones y operaciones particulares. En esta perspectiva, la educación forma parte de las transformaciones de la propia naturaleza de lo público (Mazawi, 2013) y la privatización no siempre es sinónimo de abandono de las funciones públicas. El ·fin de la escuela pública” en Polonia puede interpretarse como una consecuencia de esos cambios. Dentro de esta condición ontológica general, vemos tres modos, o microontologías en las que se puede observar en Polonia.

En primer lugar, se trata de acciones con ánimo de lucro en las que se arrastran medios de la esfera pública a la no pública. Esta ontología de “privatización directa” se puede comparar con la charterización (conciertos educativos) en EE. UU. Aunque la retórica del bien público esté al servicio de los programas de privatización, la cuestión clave sigue siendo que las escuelas se convierten en negocios rentables que reciben dinero público, pero escapan al control público, y que se convierten en propiedad de sus operadores. En Polonia, estas transiciones suelen ser graduales (privatización “progresiva”, Sześciłło, 2013). Ocurre cuando las comunidades locales transfieren las escuelas a operadores no públicos sin acuerdos que aseguren los límites de los edificios y el terreno (Dziemianowicz-Bąk y Dzierzgowski, 2014). Estos terrenos suelen ser amplios y siempre están bien comunicados con otros negocios, lo que los hace atractivos para los propietarios privados. En EE. UU., las instalaciones de las escuelas cerradas por su mal rendimiento pedagógico se convierten con frecuencia en medios de inversión y se venden a promotores. Pauline Lippman (2011) dice que el propio proceso de control del rendimiento forma parte de las políticas urbanas de revitalización. Incluso en la privatización progresiva que vemos en Polonia, las transferencias a operadores privados están abriendo posibilidades para que pequeños grupos de individuos se hagan con propiedades inmobiliarias (Dziemanowicz-Bąk y Dzierzgowski, 2014).

La segunda es una ontología de “privatización suave”. Afecta a las pequeñas escuelas del medio rural que, bajo las normas de la Nueva Gestión Pública, resultan demasiado caras para las comunidades locales. La resistencia masiva contra su cierre hizo que el gobierno liberal de entonces aprobase la llamada Ley de Pequeñas Escuelas, que permitía su transferencia a ONG locales para que actuasen como operadoras. Algunas de estas escuelas, o más bien sus edificios y terrenos, han pasado a ser propiedad de asociaciones de pocas personas que ya las habían salvado una vez del cierre. Sin embargo, investigadores dirigidos por Krystyna Marzec-Holka (2015), que examinaron todas las escuelas pequeñas de la región de Cuyavia-Pomerania, afirmaron que, en general, estas asociaciones locales desempeñan un papel activo y estimulante en sus comunidades y contribuyen al desarrollo de la democracia local. El neoliberalismo de línea dura se suaviza aquí: se rescata a las escuelas del cierre a pesar de ser económicamente ineficaces y se aumenta su impacto público. Sin embargo, todavía puede conducir a la privatización inmobiliaria, por ejemplo, cuando los hijos de los fundadores crecen, los profesores se jubilan y no hay voluntad de continuar el trabajo de la asociación.

Aparte de la privatización directa y de su forma suave o diferida, existe una tercera que denominamos ontología híbrida. Un ejemplo puede ser una nueva escuela construida por la ciudad de Gdańsk, descrita por las autoridades municipales como “una escuela pública y gratuita con una oferta más amplia, una gestión innovadora y las puertas abiertas de par en par a la comunidad local” (Majewska, 2017). Construida y equipada con dinero público, la escuela fue transferida inmediatamente a una fundación privada que la puso en marcha, mientras que la ciudad seguía siendo su propietaria para garantizar la política de matrícula abierta y controlar el plan de estudios. La escuela ofrece sus modernas instalaciones al vecindario y se está convirtiendo en un lugar importante para el desarrollo de la actividad cívica local. El proyecto de Gdańsk se inscribe en la vía de la “privatización de la gestión” (Mazawi, 2013) en la educación. De manera contraria a la ontología de la privatización directa, el bien público domina aquí otros beneficios: la escuela no se ha convertido en propiedad privada y la ciudad controla su funcionamiento. La evaluación de este camino aún no es clara, pero el híbrido creado en Gdańsk puede ilustrar cómo funciona la “soberanía graduada” (Mazawi, 2013) y cómo el paradigma neoliberal puede ser utilizado por personas orientadas a la comunalidad democrática. Sin embargo, hay una sombra en este luminoso caso: no se está contratando a los profesores según las normas del sindicato. En este sentido, no hay diferencia entre este caso híbrido y otras formas de privatización.

En 2015 y 2019, el partido populista-nacionalista PiS ganó las elecciones parlamentarias bajo un programa de orientación social y la promesa de reforzar el papel del Estado. Paradójicamente, los efectos de su política social y educativa refuerzan las tendencias privatizadoras. La introducción de generosas prestaciones por hijo a cargo para todas las familias, con el simultáneo deterioro de la situación financiera de los gobiernos locales que gestionan las escuelas públicas, dan lugar a un rápido crecimiento de la enseñanza privada. El partido que proclama a bombo y platillo estar del lado de los ciudadanos de a pie está aumentando así las desigualdades de clase, sustituyendo la política de cohesión social por la de identidad nacional: lo público vuelve aquí en una articulación mítica y nacionalista.

El final de las ontologías escolares y la pérdida de profesores

En diversas formas y grados, las escuelas privatizadas siguen desempeñando funciones públicas. Sin embargo, el factor que les une es que los profesores son víctimas de su transformación. La privatización, dura, suave o híbrida, preocupada o despreocupada por el bien público, permite a los operadores emplear a los profesores haciendo caso omiso del Estatuto del Docente que regula la profesión desde la época socialista. En el discurso empresarial se desvaloriza esa normativa como un obstáculo para la eficacia de las escuelas, y se ataca a la opinión pública con revelaciones sobre profesores que trabajan pocas horas y disfrutan de amplias vacaciones pagadas. El aura de obligar a los profesores a trabajar más se traduce, en los centros que escapan a la normativa pública, en mayores cargas de trabajo, vacaciones no pagadas, falta de recursos para la formación continua, ausencia de contratos indefinidos y otras desviaciones de los acuerdos sindicales, a veces compensadas con salarios algo más altos: “Hay profesores que trabajan del 3 de septiembre al 28 de junio (...) En verano están en el paro y tienen que inscribirse en una Agencia de Empleo. (...) Hay casos en los que el profesor está contratado a tiempo completo, pero, además de dar clases, tiene que rastrillar las hojas en la zona de la escuela”, dice el presidente de los sindicatos de profesores (Zakrzewski, 2014). Aunque los operadores de las escuelas no públicas suelen respetar muchas de las normas sindicales, los profesores de estas escuelas siempre trabajan en condiciones menos favorables. El Estatuto del Docente se creó en 1982 para comprar el consentimiento de los profesores al régimen que decidió acabar con el movimiento Solidaridad. El debate sobre su sentido hoy en día expone ese hecho para deslegitimar su propia idea, pero carece del significado esencial de un convenio colectivo de trabajo, que no es nada excepcional en los entornos profesionales. Actualmente, este ataque se suma a una lucha abierta contra las “viejas élites” que incluye el desprestigio público de jueces, artistas, profesores, médicos o académicos, un discurso populista que permite al PiS dar cabida a sus sustitutos nombrados por el partido.

“Perder profesores” significa también que el sistema pierde profesionales cualificados. Los profesores renuncian a sus puestos de trabajo de forma masiva, especialmente tras el reciente nombramiento de un católico fundamentalista como ministro de Educación y el anuncio de que el presupuesto del Estado, deficitario a causa de las generosas prestaciones y la falta de transparencia en el gasto público, no permitirá aumentar los salarios en el sector público. En septiembre de 2021, hacían falta unos 15.000 profesores en Polonia. Sin embargo, los profesores también pueden dejar su trabajo por otros motivos. Tony F. Carusi, en su análisis de las políticas educativas en EE. UU., señala una situación paradójica en la que la pérdida masiva de profesores se traduce en su reconocimiento como factor clave del rendimiento de sus alumnos. Ser decisivo en la “Carrera hacia la cima” (la actual agenda educativa de EE. UU.) no aporta satisfacción laboral: en un sistema impulsado por la medición constante agrava la carga de la responsabilidad y convierte a los profesores en los primeros culpables de que nadie llegue a la cima. Cuando sus alumnos les piden consejo en cuanto a su formación posterior, los profesores les desaconsejan rotundamente que se conviertan en profesores (Carusi, 2017).

El final de la escuela pública y el final de la imprenta

Como hemos mencionado, la escuela moderna surgió en la cultura de la imprenta. Aunque las fábricas de papel y las imprentas siguen trabajando duro, la impresión ha perdido su condición de tecnología definitoria, y ese cambio ya se apreció con la llegada de la televisión (McLuhan, 1994). La web 2.0 y las redes sociales son los últimos peldaños de la escalera que fundamenta esa revolución Mcluhaniana, pero el giro hacia los medios sociales, que viene acompañado del desarrollo increíblemente rápido de los algoritmos de inteligencia artificial, parece tener una importancia sin precedentes.

Las redes sociales no niegan, sino que transforman al público. Impulsados por avanzados motores de IA, elevan una forma particular del público a alturas sin precedentes. En cierto modo, imitan a los barrios tradicionales en su forma de “tragar” lo privado y moldear la opinión compartida sobre otros seres privados y asuntos “públicos remotos”. Los algoritmos de IA proporcionan a los individuos información adaptada a sus necesidades y preferencias privadas, extendiendo esa lógica comercial a todo el ámbito de la información y el aprendizaje. No solo se trata de que la información esté disponible sin la mediación de los libros de texto o de los profesores; también se trata de pensar, deliberar y actuar públicamente, lo que aparentemente no necesita ser enseñado en la escuela. Es fácil afirmar que la escuela, con su lógica lineal-secuencial copiada de la matriz de la imprenta, está en conflicto con los nuevos medios, con la forma en que usamos las pantallas táctiles o leemos el hipertexto. Stefano Oliverio (Oliverio, 2020) habla en este contexto de un “tono tecno-revolucionario” en la educación. La escuela pública termina aquí no solo por las transformaciones del público, sino por una supuesta redundancia de la propia escuela. Pero, ¿en qué tipo de público nos convertimos cuando estamos mediatizados por pantallas táctiles, bots y redes sociales?

Conocimiento, política y medios de comunicación

Como seguimos repitiendo, la democracia y el republicanismo modernos se han basado genéticamente en la exigencia de que el conocimiento sea accesible públicamente. Mientras que la Wikipedia revigorizó las esperanzas de un público globalmente informado que compartiese un conocimiento racionalmente moderado, la era de Facebook significa la desintegración de lo que se esperaba que fuera la nueva esfera pública de los bienes comunes, donde “todo el conocimiento” debía ser proporcionado “para todos” y coproducido por todos (estas son las ideas fundadoras de la Wikipedia). Las redes sociales nos encierran en burbujas de filtros, nos aíslan de las diferencias, industrializan el marketing político, intensifican la manipulación política y contribuyen así a la crisis de la cultura democrática (Bendall y Robertson, 2018). Theodora Diana Chiş cita a Nicolas Negroponte, que en 1995 provocó a los lectores con su visión futurista: “Imagine un futuro en el que su gestor de contenidos pueda leer todos los boletines de noticias y periódicos y captar todas las emisiones de televisión y radio del planeta, y luego construir un resumen personalizado. Este tipo de periódico se imprime en una edición para uno mismo” (Chiş, 2016, p. 5). Hemos llegado a este futuro, y tenemos una vida social aquí: compartimos esas noticias compuestas “para uno mismo” dentro de comunidades cerradas de nuestra elección.

Las redes sociales se rigen en gran medida por las emociones: lo que literalmente cuenta dentro de nuestras burbujas es gustar y ser gustado, y lo que provoca fácilmente en reacción a otras burbujas es el odio. Este mecanismo de identidad constituye una maquinaria perfecta para la política contemporánea, a menudo descrita en términos de Carl Schmitt como impulsada por la construcción del enemigo (Schmitt, 2008). El marketing político y la manipulación populista nunca habían sido tan fáciles. Uno de los casos más conocidos es el de Cambridge Analytica, que fraguó las campañas electorales estadounidenses utilizando los datos de Facebook de millones de votantes (Nix, 2016). En el fondo hay un sofisticado “algoritmo psicográfico” que correlaciona los rastros digitales que la gente deja en línea y un modelo de personalidad de cinco dimensiones. Permite poner a prueba nuestra personalidad en línea sin que sepamos que nos están poniendo a prueba. Como afirman los autores del algoritmo, estos juicios de personalidad basados en Internet son más precisos que los realizados por humanos (Youyou et al., 2015). Los argumentos para votar a Trump podrían ajustarse a los perfiles de personalidad de cualquier usuario de Facebook en EE. UU. Si las escuelas públicas democráticas estaban destinadas a educar a los ciudadanos que emiten su voto en base a un juicio racional individual, esta tarea se ha vuelto mucho más difícil que antes.

Los fines de la escuela: Cómo su final sugiere sus objetivos

¿Qué fines para la reacción educativa (reaccionar a esas modalidades de finalización, así como actuar de nuevo para el bien público) podemos ver en el final de las ontologías escolares? Extraer los fines de la acción a partir de los fines que terminan la acción exige un movimiento de retroyección y de negación en uno, de proyección de imágenes catastróficas del fin hacia atrás, sobre los comienzos y las trayectorias del fin. Es una paráfrasis de la dialéctica hegeliana, en la que la negatividad es inherente a todo ser y la terminación es al mismo tiempo su cumplimiento y el comienzo de un nuevo proceso en el que la negatividad es sublimada por una nueva identidad “positiva” capaz de acoger la antigua negatividad y crear una nueva. Entonces, ¿qué fines de la escuela pública se vislumbran actualmente en su fin?

En la ontología de la privatización (directa, suave o híbrida) podemos ver que las escuelas son problemas u objetos de deseo como seres puramente materiales: como edificios y terrenos valiosos que se “desperdician” cuando se utilizan para juegos infantiles y enseñanzas obsoletas; como edificios inútilmente repletos de libros que nadie lee y ordenadores que van por detrás de los que los niños tienen en casa. El valor de las escuelas reside en sus pilares físicos y, sobre todo, en el lugar que ocupan en el barrio. En la época en que se construyó el sistema escolar público, la ubicación de las escuelas exigía una logística sofisticada. Las escuelas debían estar situadas a una distancia que los niños pudiesen recorrer a pie dentro de los emplazamientos de viviendas locales o entre ellos, en lugares, tamaños y números que debían tener en cuenta el tamaño de las comunidades dadas, en lugares en los que hubiese espacio suficiente para la actividad física de los niños, etc. (Falski, 1925). Andre Mazawi (2013) habla de su función territorializadora. Las escuelas delimitan las fronteras y vinculan a las comunidades con determinadas localidades, se convierten en núcleos entre comunidades más pequeñas o en centros dentro de otras más grandes. Pueden ser reliquias de espacios abiertos en zonas urbanas densamente construidas o acogedores refugios al aire libre, entre granjas dispersas. En resumen, se encuentran en lugares perfectos para que la gente se asocie. Con el tiempo, los edificios se fueron estrechando a su alrededor, y hoy en día las escuelas suelen ser los mayores enclaves de espacio perfectamente comunicado en zonas densamente edificadas. Por eso se convierten en objeto de políticas de vivienda agresivas. Ubicaciones de ensueño para los centros comerciales.

Las escuelas también son valiosas por el dinero invertido; en términos marxistas, por el trabajo invertido en sus aulas, gimnasios y comedores; o en la cualificación de los profesores que costó tiempo y recursos públicos adquirir. Se trata de un valor residual que puede leerse como una carga negativa, un dinero malgastado por algo que no funciona y que cuesta a los que gestionan la hacienda pública, o como una expectativa, una promesa de rendimiento para los que se esfuerzan en su establecimiento o cuyos hijos pueden ir andando al colegio. Esta naturaleza conflictiva del valor monetario da lugar a estrategias que unen a los que quieren deshacerse de los costes con los que quieren desesperadamente que la escuela funcione, como los profesores y los padres de las comunidades rurales que se hacen cargo de la escuela para gestionarla ellos mismos. En otros casos (véase el híbrido de Gdańsk), el acuerdo entre las partes implicadas permite a las escuelas mantener la contratación abierta, un alto nivel de rendimiento y funcionar como centros comunitarios, además de ser asequibles para las menguadas finanzas de los gobiernos locales, a costa de las condiciones laborales de los profesores.

También vemos que la escuela es un objeto de competencia entre autoridades en conflicto. En el caso de Polonia, la política del PiS apunta a la centralización de casi todo. Los gobiernos locales, y los de las grandes ciudades en particular, son sus molestos obstáculos. Dificultar la gestión de las escuelas para los gobiernos locales, cargándoles con los costes de reestructuraciones masivas y limitando sus ingresos fiscales, significa que el Estado podrá “rescatar” las escuelas públicas (ya lo ha practicado con algunos teatros o museos) y luego cambiar su personal directivo y los programas de sus actividades. Las escuelas, como centros sociales y lugares donde se crean conocimientos y actitudes, son lugares críticos donde se está definiendo la naturaleza de los vínculos e identidades sociales. En un Estado centralizado, impulsado por sentimientos nacionalistas, su función es unificar la mentalidad de la población mediante el orgullo, los mitos y el miedo, más que por la competencia cívica, y así asegurar a la camarilla gobernante para que no sea derrocada en las elecciones. El segundo valor que se vislumbra a través de esta ontología final es, por tanto, el del conocimiento compartido.

Y hay un valor más visible en la lucha por las escuelas públicas en Polonia hoy en día. En las conversaciones con los padres oímos que algunos buscan escuelas privadas no porque necesiten satisfacer sus ambiciones de clase media, sino porque quieren salvar a sus hijos del adoctrinamiento religioso. La religión católica se imparte en las escuelas públicas, normalmente por sacerdotes, y los niños que no asisten a las clases tienen que pasar tiempo en las salas comunes, por lo que se ven obligados a demostrar su diferencia en público. El actual ministro de Educación decidió hacer obligatorias las clases de religión o ética, y ante la escasez de profesores de ética se encargó su formación en las universidades católicas. Refiriéndose a los criterios de Connecticut, las escuelas públicas no pueden proteger a sus hijos de la enseñanza sectaria cuando el propio Estado es sectario. En esta variante del fin de la escuela pública, las escuelas privadas son percibidas como paraísos seguros para las minorías y son esas escuelas las que cumplen esta función crucial de la enseñanza pública.

Pasando a la segunda ontología del fin de la escuela, la relacionada con los nuevos medios de comunicación, podemos sospechar que aquí también operan un conjunto de deseos neoliberales (reducción de costes mediante la escolarización en casa asistida por medios digitales, etc.). Pero también podemos detectar la expectativa de que las escuelas, en su forma actual o modificada, podrían ayudar a dar sentido a la cultura digital, ayudar a inventar sus gramáticas, algo que hicieron con la imprenta. Lo que está en juego no es solo las diferentes habilidades necesarias en los entornos digitales, sino, en primer lugar, la densidad de la estructura horizontal y rizomática de este entorno y su parcelación en burbujas autosostenibles y aisladas de otros nodos de la red. Este entorno carece de una gramática y un vocabulario que permita la comunicación a través de las burbujas, y aunque hay viajeros e intérpretes, no hay espacios comunes (como las plazas de mercado de las ciudades antiguas) donde puedan encontrarse fácilmente. A lo que nos dirigimos ahora es a la figura de un profesor que pueda trabajar como viajero y narrador que inicie la construcción de la razón transversal, una noción que Wolfgang Welsh (1995) propuso como respuesta a la crisis posmoderna de la universalidad. Este concepto se considera apropiado para la investigación sobre la World Wide Web (Sandbothe, s.f.), y creemos que es valioso para la educación en el mundo digital. De momento, esta ontología es un coto de caza perfecto para los agentes comerciales y políticos que encuentran sus presas perfectamente clasificadas, legiblemente etiquetadas y agrupadas en enclaves cómodamente homogéneos. ¿Pueden convertirse en comunidades, y pueden estas formar una especie de sociedad en la que sus visiones del mundo interactúen y en la que aprendan a desarrollar una noción de bien común? Cierta esperanza en este sentido se hizo patente, por ejemplo, durante las protestas contra la normativa del ACTA, que se interpretó como la imposición de un control policial sobre la web en Europa (Lee, 2012). Sin embargo, a nadie le interesa mantener ese carácter común cuando la amenaza (o la fascinación ocasional) desaparece.

Cerrando el círculo: Reivindicando a los profesores y a las escuelas públicas

A lo largo de este artículo afirmamos que la privatización y los nuevos medios de comunicación socavan tanto la escuela pública como institución, como la esfera pública que es el espacio para los órdenes políticos republicanos y las prácticas democráticas. Al mismo tiempo, la escuela pública fue una de las instituciones cruciales que crearon esas esferas públicas que estaban desapareciendo y los ciudadanos que podían hacer un uso democrático de ellas. La recuperación de las escuelas públicas parece ser, por tanto, un punto de disección en el que este círculo de demolición podría convertirse en el pensamiento de nuevos futuros para la democracia.

Parece que imaginar fines de la escuela pública y del trabajo de los profesores que se correspondan con la condición ontológica de su final requiere que tengamos en cuenta simultáneamente los espacios físicos y los virtuales; que tratemos cuestiones como la privatización de las escuelas, la segregación de los espacios urbanos, la disección de la World Wide Web en burbujas aisladas, la política populista que utiliza la IA para corromper las campañas electorales, y la educación reducida a servir de capital humano al capitalismo global o producir votantes para las reacciones populistas contra el capitalismo global, como elementos del mismo puzle. Después de todo, todos esos desarrollos y ambas ontologías que discutimos aquí son producto de la lógica capitalista de la parcelación, la privatización y el beneficio. Esta lógica opera en la ontología de fin de la escuela pública y divulga valores que revelan sus fines.

Empecemos por el espacio físico. En los años 80, Henry Giroux (2015) observó que la escuela pública es la última esfera pública, es decir, aquella que está libre de segregación en las puertas de entrada. Esta observación adquiere mayor importancia hoy en día, cuando las escuelas están cada vez más segregadas. Si nos preguntamos dónde hacemos que los jóvenes aislados por acuerdos físicos y virtuales se reúnan y hablen de sus preocupaciones, la escuela pública está (todavía) ahí. La escuela es el lugar donde pueden aprender dónde están los límites de lo familiar, sobre la diferencia, la alteridad y lo unheimlich que no permiten “descansar en paz” dentro de lo familiar. Se trata de un valor de la enseñanza que no puede alcanzarse solo con el aprendizaje (Biesta, 2017).

Lo que estamos aprendiendo del fin de la escuela a través de la privatización y la segregación es que las escuelas son lugares fundamentalmente importantes en el espacio físico: lugares para hacer cosas juntos, núcleos vinculantes donde los individuos entran en la escena pública para compartir y confrontar su pensamiento y experimentar los límites de lo que les ha sido familiar. También, a pesar de la disponibilidad sin precedentes de contenidos en línea, lugares donde se puede buscar el conocimiento común a través de prácticas inventadas a propósito. Siguen conectados al mundo exterior, pero son capaces de inventar y mantener conocimientos que no tienen ninguna conexión práctica con ese mundo y, por lo tanto, pueden socializar en realidades posibles en lugar de reales. También son lugares íntimos, a menudo a poca distancia a pie de cualquier persona de la comunidad, y accesibles también a los de otras comunidades. Están impregnados de historias locales, recuerdos y expectativas de futuro, por lo que pueden apoyar a las comunidades, a las personas y a las sociedades en su devenir. Pueden unir o separar generaciones, clases, géneros y razas, confesiones religiosas e ideologías políticas. Su trabajo consiste, al mismo tiempo, en la gramatización gradual del saber; en convertirlo en elementos que puedan descontextualizarse y emplearse como elementos de nuevas construcciones epistémicas (véase más adelante para más detalles). Estos valores son inherentes a las proclamas y políticas del fin de la escuela, y pueden transformarse en fines de su funcionamiento haciendo valer la interacción e integración social, la producción de conocimientos, la confrontación y la retención. La reciente experiencia con la COVID 19 añade una poderosa justificación para mantener la escuela como lugar físico separado del hogar, la familia y la presión de las rutinas diarias. Lo que Jan Masschelein y Maarten Simons (Masschelein y Simons, 2013) identificaron como fundamentado en la historia de la scholè (la escuela como tiempo libre) nunca había estado tan claro.

Sin embargo, la vuelta al mundo común ligada a los libros y al funcionamiento de un público lector parece difícilmente posible hoy en día. Por el momento, estamos contentos de utilizar nuestras habilidades críticas para socavar todas las pretensiones de verdad y benevolencia (véanse las teorías de la conspiración en torno a la COVID-19 y las políticas de vacunación, Weise, s.f.), y disfrutamos de nuestras sectarias coincidencias en línea. No solo porque hemos dominado el espacio virtual hasta el punto de hacerlo posible, sino porque también estamos dominados por sus algoritmos. Como en el consejo de Rousseau dado al tutor de Emile, somos libres de hacer lo que queramos, pero queremos lo que los algoritmos quieren que queramos. En términos de Stiegler, vivimos en la época de la innovación permanente, donde “la invención técnica industrial ha llegado a superar la innovación conceptual en otros sistemas sociales como el derecho, el gobierno y la educación” (Tinnell, 2015, p. 133). La educación siempre ha trabajado dentro de procesos de gramatización en los que los signos semánticamente ricos se separan de su contexto y se convierten en partículas que pueden circular y articularse en variadas cadenas semánticas y procesos de “retención terciaria”, de memoria externa común que funciona como repositorio de comunicación y creaciones culturales. Las escuelas modernas desempeñaron un papel activo en la gramatización de la escritura, mientras que hoy en día este proceso afecta a los signos digitales. El proceso está en marcha y las escuelas intentan encontrar formas de abordarlo, pero estamos lejos de una respuesta significativa y solemos participar en él como objetos más que como actores responsables. Lo que nos gusta en Facebook, o donde los niños ponen marcas en las hojas de examen se transforman en elementos digitales de marketing psicográfico o estrategias políticas, en rangos escolares o tablas PISA que dan forma a las políticas nacionales. La educación alimenta este molino productivo y “proletariza” a los estudiantes haciéndolos cada vez más dependientes de lo que la web sabe. La educación está implicada en esta construcción de la estupidez sistémica (Stiegler, 2015) y alimenta las tendencias que proclaman el fin de la escuela. Pero también puede convertir estos recursos en fines culturalmente productivos y socialmente deseables.

Esta crisis no ha llegado con el avance de Internet y los medios sociales, ya se proclamó tras la invención de la televisión (McLuhan, 1994) y, más recientemente, tras la revolución del vídeo en la década de 1980. Hay sorprendentes similitudes entre lo que Gregory Ulmer (Ulmer, 2004 y 2019) escribía sobre los usos educativos del vídeo y lo que Bernard Stiegler dice sobre las tecnologías digitales. Ambos pensadores desarrollaron pedagógicamente el proyecto de gramatología de Derrida. Ambos dicen que llevará tiempo, igual que la proliferación de la escritura alfabética y las tecnologías posteriores tuvieron que tomarse su tiempo. Al hablar de la utilización de videocámaras en el aula, Ulmer (2004) dijo que los profesores debían estar dispuestos a “decir tonterías” el tiempo suficiente para que empezase a vislumbrarse el sentido a través del caos. Todavía no sabemos qué “gramas” (originalmente, signos escritos) identificaremos entre el ruido, y qué gramatologías producirán para nosotros y dentro de nosotros. Tanto Ulmer como Stiegler calman el pánico y dicen que estamos en el camino de una creatividad sin precedentes. Sin embargo, para llegar allí necesitamos un “salto cuántico” (Stiegler, 2015), algo que no se puede determinar de antemano, definitivamente no por la presión hacia la eficiencia inmediata y responsable.

¿Y ahora qué? Señalemos brevemente otros fines que pueden extraerse de la ontología del fin de la escuela.

El primero es la ignorancia, una cuestión más amplia que la estupidez de Stiegler. Hay dos casos de ignorancia que hay que recordar aquí. Empezando por los clásicos, está la ignorancia socrática. Frente a lo que predomina en las políticas neoliberales basadas en el conocimiento que buscan la certeza (todo basado en la evidencia) y silencian la ambigüedad, y frente a las celebridades de Internet y las teorías de la conspiración, la virtud de no estar seguro y la valentía de decirlo suena como un punto de partida importante para los profesores que se ocupan de las soluciones simples de cuestiones complejas y de las teorías de la conspiración que encuentran tramas insidiosas por todas partes. Esto nos lleva al ejemplo expresado por Jacques Rancière en El maestro ignorante (Rancière, 1991) donde maestros que no saben son capaces de enseñar sin que sus explicaciones resulten atrofiantes. En su filosofía política, donde la distinción entre “policía” que mantiene las divisiones y distinciones que estructuran el orden social y “política” que desbarata las reglas de percepción de lo social es fundamental (Rancière, 2015), Rancière dice que hay que ignorar las normas policiales cuando intentamos instaurar vidas emancipadas. En sentido pedagógico, la ignorancia es por tanto productiva cuando ignoramos las desigualdades que sirven a las distinciones “policiales” y la “distribución de lo sensible” con la que los alumnos entran en la escuela. En términos prácticos, significa que debemos hacer la suposición (contrafactual) de que todo el mundo puede aprender todo sin presumir limitaciones de naturaleza descalificadora. Por otra parte, y en cierta forma en consonancia con el comentario sobre Sócrates, la ignorancia del profesor en cuanto a la materia que enseña permite preguntar seriamente al alumno “qué piensas sobre ello” e iniciar la reflexión conjunta. Estas ideas desafiantes apuntan a otra cuestión importante en el contexto de este artículo: si efectivamente vivimos en una época de estupidez sistémica que está organizada y mantenida por fuerzas que libran una guerra económica contra las sociedades (término de Stiegler), buscar las advertencias de la ignorancia dentro de esa maquinaria de guerra es de importancia estratégica para nuestras posibilidades de cambio.

Lo siguiente es el racionalismo, una idea profundamente arraigada en la tradición educativa moderna de la enseñanza de las ciencias. La enseñanza del escrutinio y del rigor metodológico es fundamentalmente significativa, y no es necesario buscar justificaciones prácticas, y económicas en particular, para hacer todo lo posible para que funcione en la escuela. Sin embargo, en el contexto contemporáneo (por ejemplo, el movimiento antivacunas) debe conectarse con el valor del pensamiento crítico de una manera extremadamente atenta. Como señala Bruno Latour, (Latour, 2004) las competencias críticas pueden ser cómplices de la proliferación de teorías conspirativas. Latour propone, en este contexto, que reorientemos nuestros esfuerzos educativos de las “cuestiones de hecho” a las “cuestiones de interés”, y que enseñemos la ciencia no en busca de soluciones únicas, sino apelando a una mayor complejidad, a la densidad de las descripciones, a las interpretaciones multifacéticas que se enfrentan a las explicaciones simplistas de todo, y a la organización de la educación en torno a cuestiones de interés público sobre las que no se puede permanecer en silencio. Aquí podría resultar muy útil la figura del profesor como viajero transversal racional, capaz de vincular elementos heterogéneos en un proceso de interpretación.

Siguiendo este patrón crítico, recurrimos a Jürgen Habermas. Si el mundo está plagado de manipulaciones emocionales y de marketing político, y si todavía queremos restablecer las condiciones de la democracia, tenemos que enseñar a distinguir entre la verdad, lo correcto y la sinceridad. Estas etiquetas representan lo que Habermas (Habermas, 2015) denomina pretensiones de validez. Las definió al hablar de la ética del discurso como la condición de la deliberación democrática. Podemos deliberar cuando vemos que nuestros interlocutores dicen la verdad, que expresan su preocupación por determinadas normas y que son auténticos o sinceros en lo que dicen. Es importante que, al escuchar a los políticos en campaña, olvidemos fácilmente que esas tres afirmaciones son de distinta naturaleza y que debemos estar atentos a por qué nos fiamos de ellas: ¿se refieren a hechos fiables? ¿Son “correctos” en cuanto a ciertos valores? ¿O simplemente “parecen fiables” y “parecen sinceros”? En la época del marketing político hay que ser consciente de que quienes forman nuestra opinión han sido entrenados profesionalmente para parecer sinceros, o quizá crean sinceramente en la mentira. Además, hay que recordar que los hechos no son siempre lo que deberían ser. El hecho de que esas condiciones de posibilidad de la deliberación democrática (y, por tanto, de la toma de decisiones) puedan ser manipuladas por los asesores de las campañas políticas con facilidad hace que enseñar a distinguir críticamente esos rasgos inseparables como condiciones del diálogo democrático se convierta en un fin urgente en la época en que se habla del fin de la democracia.

Y tenemos una sugerencia más que se puede aplicar ahora mismo de forma eficiente. Desde la perspectiva gramatológica (Derrida, 2016; resp. Ulmer 2004 y 2009; Stigler, 2015), sabemos que nosotros mismos somos moldeados por los medios que median nuestra relación con el mundo. ¿Cómo podemos, entonces, tomar distancia de esos medios, cómo aprendemos su trabajo performativo? En primer lugar, tenemos el enfoque deconstructivo que enseña a tomar distancia dentro del texto del que nosotros mismos formamos parte. Otro enfoque, propuesto por Szkudlarek (2009), es que reconozcamos la complejidad de los paisajes culturales en los que los mensajes orales antiguos, literarios modernos y visuales posmodernos e –incluidos en esta división– digitales, operan simultáneamente creando redes nebulosas de significados. La distancia puede adquirirse a través de la traducción, expresando un medio en la lengua de otro, una práctica bien conocida en las escuelas donde hacíamos dibujos de los libros que leíamos o hacíamos redacciones sobre las películas que veíamos. Ulmer propuso que hiciésemos películas sobre cualquier cosa expresada en otros medios, pero que lo tratásemos de forma general. Esto no solo es valioso en términos de ganar distancia a las nuevas tecnologías que tienen un enorme potencial de simulación e inmersión, y por lo tanto permiten la comprensión (que siempre implica la sustitución o la traducción), sino también porque siempre hay algo que se pierde en la traducción: algo que no puede ser decir de otra manera. Aquí es donde, en los significantes residuales que no pueden traducirse en lo conocido, podemos buscar “gramas” que compongan nuestros futuros aún desconocidos, pero ya activos.

Observaciones finales (si no definitivas)

No hemos propuesto aquí una nueva pedagogía, ni hemos inventado nuevas funciones para los profesores. Todas las ideas de las que hablamos en el apartado final anterior son conocidas desde hace tiempo, y las hemos identificado como operativas en los fines de la escuela. Sin embargo, no era nuestro objetivo ser innovadores pedagógicamente. Vivimos en una cultura del final. Ha estado con nosotros al menos desde los tiempos del Apocalipsis, se repitió con frecuencia con paroxismos milenarios, adquirió una dimensión trágica tras el Holocausto y una autoconciencia crítica con el posmodernismo, se volvió tangiblemente práctica con las reformas neoliberales, y ahora se intensifica y cristaliza rápidamente en la época de la catástrofe climática. El final es algo que perdura, es decir, que estará con nosotros hasta el final. Por lo tanto, hemos intentado tratar ontológicamente las reivindicaciones frecuentes y algunos casos particulares del fin de la escuela, para identificar los valores que parecen operar detrás de este fin, y extraer los fines para la escuela y la enseñanza de esta condición. Si estos fines han sido ya conocidos por el público pedagógico, intentamos verlos con seriedad ontológica, como incrustados en la condición de final. Tendremos que quedarnos mucho tiempo con esta condición de final, y si no podemos invertir su lógica y volver a la esperanza progresista fácilmente, tenemos que aprender a controlar el retroceso antes de conseguir convertir los signos y las posibilidades dispersos en nuevas gramáticas operativas de la educación.

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Información de contacto: Maria Mendel. University of Gdańsk, Faculty of Social Sciences. Institute of Education. Uniwersytet Gdański, Wydział Nauk Społecznych, UI. Bażyńskiego 4, 80-309 Gdańsk. E-mail: maria.mendel@ug.edu.pl


1 Una primera versión de este artículo se presentó durante el simposio internacional “Exploring What Is Common and Public in Teaching Practices” celebrado en línea los días 24 y 25 de mayo de 2021, como parte de las actividades del proyecto de investigación #LobbyingTeachers (referencia: PID2019-104566RA-I00/AEI/10.13039/501100011033). La traducción al español de esta versión final ha sido financiada como parte de la estrategia de internacionalización del mismo proyecto.