La apuesta Pascaliana de los profesores. La locura razonable de la educación como un bien común1

The teachers’ Pascalian wager. The reasonable folly of education as a public good

DOI: 10.4438/1988-592X-RE-2022-395-525

Stefano Oliverio

Università degli Studi di Napoli Federico II

Resumen

El presente artículo investiga la idea del profesor como funcionario público y, en esta capacidad, como el principal vehículo para la defensa de la educación como un bien común y público en la época del segundo cercamiento, dominado por una feroz privatización. Entrelazando filosofía política y teoría educativa, explora en primer lugar las nociones de lo común y lo público y su importancia en el campo de la educación, y a continuación reconstruye el concepto de “funcionarios públicos” a través de una reelaboración de varios principios deweyanos a fin de mostrar su papel como promotores de los bienes públicos. Se argumenta que, para los profesores, ser un funcionario público (en el sentido elaborado aquí) no es una condición sociológica, sino un rasgo constitutivo de su práctica profesional y un elemento esencial de su centro moral. En consecuencia, ante el declive de lo público y los retos engendrados por el movimiento global de reforma educativa contemporáneo con una matriz neoliberal, debe recuperarse esta manera de ser contra cualquier desmoralización, aunque sea en forma de una apuesta de Pascal a favor de la locura razonable de la educación como un bien común.

Palabras clave: docentes, educación pública, funcionario público, Dewey, Pascal.

Abstract

The present paper investigates the idea of the teacher qua public official and, in this capacity, as the major vehicle for the defence of education as a public and common good in the era of the second enclosure, dominated by raging privatization. Interweaving political philosophy and educational theory, it first explores the notions of the commons and the public and their significance for the field of education and then it reconstructs the concept of “public officials” through a re-elaboration of some Deweyan tenets in order to show their role as promoters of public goods. It is argued that for teachers being a public official (in the meaning here elaborated) is not a sociological condition but a constitutive trait of their professional practice and an essential element of their moral centre. Accordingly, in the face of the decline of the public and the challenges engendered by the contemporary global educational reform movement with a neoliberal matrix, this way of being needs to be reclaimed against any demoralization, be it in the form of a Pascalian wager in favour of the reasonable folly of education as a public good.

Key words: teachers, public education, public officials, Dewey, Pascal.

Introducción

En cierto sentido, el presente artículo expone una tesis muy simple, a saber, una reivindicación de la importancia de los profesores como servidores públicos (o funcionarios, como prefiero decir por motivos que se aclararán a continuación) como una forma privilegiada de abordar el tema cadente de la defensa del principio de la “educación como un bien público y común”, haciendo referencia a la declaración del Objetivo 1 del proyecto #LobbyingTeachers (véase https://lobbyingteachers.com/elproyecto/).

Obviamente, la defensa de la enseñanza como “servicio público” no es nueva en el debate educativo. En este artículo, el argumento se desarrollará inicialmente en la intersección entre teoría educativa y filosofía política. Hay tres motivos que justifican este planteamiento: en primer lugar, como se ha mencionado, una referencia a y una interconexión constante con el tema central del proyecto #LobbyingTeachers subyace a la presente reflexión, y cabe señalar que tanto el nombre del proyecto como la especificación de sus propósitos insisten en una plataforma conceptual que entrelaza los vocabularios educativo y político.

En segundo lugar, no se trata de una mera curiosidad estilística, sino de algo que debe valorarse a un nivel teórico: tal como Axel Honneth (2012; véase también Oliverio, 2018) destacó contundentemente, el desacoplamiento contemporáneo de la filosofía política y la teoría educativa no solo interrumpió la tradición moderna (desde Kant hasta Durkheim y Dewey) que entrelazaba las dos dimensiones, sino que ha tenido como consecuencia un empobrecimiento de la propia teoría de la democracia. Aunque Honneth se centra en la educación de las nuevas generaciones como un aspecto clave para cultivar la “capacidad de cooperación y autoiniciativa moral” que es crucial para “la acción común en la autodeterminación democrática” (Honneth, 2012, p. 430), en el contexto de este artículo, el diálogo entre los dos tipos de discurso2 concernirá a las nociones de “lo común” y “lo público” en la forma en que son (o pueden ser) apropiadas en teoría educativa3.

De hecho –y este es el tercer motivo–, al hablar de la “educación como un bien público y común”, el Objetivo 1 mencionado postula una especie de hendíadis conceptual (público y común) que, teniendo en cuenta los debates en filosofía política, en absoluto debe darse por sentada. No obstante, esta observación no implica negar la utilidad de la hendíadis conceptual, sino que se entiende como una invitación a profundizar en ella y desarrollarla en términos de lo que se ha definido elegantemente como “la triangulación pública-privada-común” (Pennacchi, 2012). Y es precisamente la exploración del estatus del profesor como “funcionario público” lo que nos otorgará una perspectiva ventajosa desde la que examinar esta triangulación en una clave educativa, implicando así, si no superponiéndose con ello, un estrecho entrelazamiento entre las nociones del bien “público” y “común” al abordar la educación.

Si la primera parte de mi argumentación se basa en un diálogo entre filosofía política y teoría educativa que culmina en el énfasis en los profesores como funcionarios públicos (en una acepción filosófica-educativa específica), en la segunda parte el foco de atención se desplaza a una investigación de los profesores desde la perspectiva de lo que podemos denominar su “subjetivación profesional”, para adoptar –no sin un giro idiosincrático– una frase oportuna de Gert Biesta (2014, p. 135) que captura las dimensiones profundamente morales de la práctica docente profesional. Ciertamente, reivindicar el discurso del “bien público y común” representa una denuncia de la feroz privatización del mundo que estamos presenciando y que va de la mano del “individualismo ilimitado” (Pennacchi, 2012, cap. 5) que domina nuestras sociedades y está infiltrándose en la comunidad escolar, incluso si los colegios conservan jurídicamente su carácter “público”. En este respecto, es una cuestión genuinamente política, si bien rebosante de resonancias educativas. No obstante, este tema altamente político se abordará recurriendo a las reflexiones de Barber (2007) sobre “el ethos infantilizante del capitalismo”, que en última instancia contribuye a erosionar el significado de la enseñanza como una práctica moral y, en consecuencia, a la “desmoralización” de los profesores (Santoro, 2018). Argumentaré que la “recuperación de la enseñanza” (Biesta, 2017) incluye también recuperar su misión pública y que esta última forma parte de la propia subjetivación de los profesores como profesionales. Entablando un diálogo con la esclarecedora perspectiva de Santoro, haré hincapié en el significado de ser profesor en la era de la privatización (que socava el carácter común y público de la práctica profesional). Sugeriré que, en la época del eclipse de lo Público, se requiere algo similar a una apuesta de Pascal por parte de los profesores; y, por tanto, un acto sustancial que no debe entenderse como meramente político, sino que implica (también) un “espesor existencial”. Así, en el panorama actual esta apuesta puede haberse convertido en un vector intrínseco de la subjetivación profesional de los profesores.

La arquitectura argumentativa descrita se estructurará en tres secciones: en la primera, reconstruiré brevemente algunos debates contemporáneos en filosofía política que enfatizan la diferencia entre el vocabulario de lo común y el de lo público, y los reconectaré con dos visiones “alternativas” recientes de la escolarización que están emergiendo en la teoría educativa; en la segunda, me centraré en la cuestión del profesor como un funcionario público recurriendo a la concepción tripartita deweyana de la función pública (en inglés, office), elaborada en otro lugar (Oliverio, 2018). Si la primera sección trata de desligar los dos vocabularios del bien común y el bien público del vínculo que presupone la citada hendíadis, la segunda sección reintegra –a través de la reconstrucción deweyana de la idea de “office”– las dos dimensiones, y el profesor como funcionario público se verá como la ejemplificación (y el promotor) de la educación como un bien común y público. La segunda sección actúa como una especie de bisagra de la argumentación en el sentido de que, por un lado, la caracterización del profesor como un funcionario público nos permitirá encontrar sentido a la hendíadis conceptual sin pasar por alto la diferencia entre los dos vocabularios (y, en este aspecto, regresa al diálogo con la filosofía política); y, por otro lado, la segunda sección representará un paso intermedio hacia la perspectiva de la subjetivación profesional que se desarrollará en la sección final, en la que la figura del funcionario público se analizará bajo la luz de los retos contemporáneos que a menudo parecen condenar a los profesores a la desmoralización. Por tanto, recurrir a la apuesta de Pascal como una respuesta a este trance significa en última instancia recuperar “la locura razonable” (Cassano, 2004) de la educación como un bien público y común.

Lo común y lo público: ¿“educación cercada” vs. “el colegio como una cuestión pública”?

La cuestión de lo común o los (recursos/bienes) comunes ha regresado al centro del activismo y la teorización políticos durante las últimas décadas. Desde el artículo pionero de Garrett Hardin (1968) sobre la tragedia de los comunes (The Tragedy of the Commons) (que, sin embargo, no era una reflexión sobre filosofía o práctica políticas), pasando por los estudios de Elinor Ostrom (1990), hasta la teorización más reciente (véase Dardot y Laval, 2019), el tema ha adquirido una relevancia creciente en el debate económico, filosófico y político, en conexión con acciones mundiales en defensa de los bienes comunes; ya sean materiales, como el agua, o inmateriales, como la educación. No ha sido una moda académica o investigadora, sino más bien una respuesta al “movimiento del segundo cercamiento” (Boyle, 2003; véase también Coccoli, 2019), que continúa a nivel global a través de un proceso de expropiación de los recursos comunes y un empuje incesante hacia la privatización.

Desde esta perspectiva, el llamamiento a la educación como “un bien común” podría integrarse en el marco de esta labor de resistencia al neoliberalismo contemporáneo. Sin embargo, la frase que constituye el punto de partida de este artículo, a saber, “la educación como un bien público y común”, complica todo el cuadro, ya que no solo presenta el arsenal conceptual de “lo común”, sino también el de “lo público”. Por decirlo sin rodeos, el problema es el estatus de ese “y” que conecta (pero también distingue) los dos adjetivos. Obviamente, puede argumentarse con toda legitimidad que ambos adjetivos deben entenderse como una oposición a la privatización de la educación y que simplemente se refuerzan mutuamente, de modo que sería un ejercicio de distinción banal seguir desarrollando este aspecto; no obstante, es discutible que se puedan yuxtaponer simplemente sin explorar su relación. Por tanto, puede ser apropiado esbozar brevemente algunos debates recientes en filosofía política a fin de construir una plataforma conceptual que pueda ayudar a comprender ese “y” que conecta lo “común” y lo “público” cuando la educación se halla en el foco de atención.

Simplificando drásticamente (y poniendo entre paréntesis los tecnicismos ajenos al interés educativo de este artículo), podemos distinguir dos perspectivas. En primer lugar, están aquellos (Cacciari, 2010; Mattei, 2012; Coccoli, 2019) que apelan a la idea de “lo común” como un derrocamiento y un abandono de la díada público-privado moderna, construida como una oposición entre el Estado y el mercado que “coloniza por completo la imaginería, agotando respectivamente el dominio de lo público y el de lo privado en una especie de juego de suma cero” (Mattei, 2012, p. 41)4 en el que las concepciones alternativas parecen imposibles. En palabras de Coccoli (2019), “la supresión de la dimensión de lo común está en el origen de esa oposición complementaria de lo público y lo privado que representa, aparentemente de una manera completa, la estructura política y jurídica de la modernidad occidental” (p. 186).5

Esta forma de enmarcar la oposición, que la conecta con el auge del “individualismo posesivo”, excluiría en principio la “dimensión cualitativa y ecológica” (Mattei, 2012, p. 37) de la vida. “Ecológico” se entiende aquí como algo “organizado en torno a una estructura comunitaria en equilibrio en la que el conjunto (la comunidad) no se reduce a la suma de sus partes (los individuos), sino que presenta sus propias cualidades cuyo sentido se deriva precisamente de su capacidad de satisfacer necesidades comunes” (Ibidem). En un modelo ecológico de este tipo, la dimensión cualitativa prevalece sobre la cuantitativa, y el estar juntos, sobre la posesión de algo solos: “De hecho, el bien común existe solamente en una relación cualitativa. No ‘tenemos’ un bien común (un ecosistema (...)), sino que, en cierto sentido, “somos” (partícipes de) el bien común ((…) somos parte de un ecosistema)” (Ibid., p. 57).

La primera víctima de esta “gran transformación” –del ser ecológico en una estructura comunitaria al individualismo posesivo, de lo cualitativo a lo cuantitativo– es la “inteligencia general que preside los intercambios ecológicos de producción” (Ibid., p. 38). Cabe destacar que en esta argumentación contra la modernidad y sus consecuencias se indican maneras de vivir premodernas, si no como un modelo a recuperar, al menos como una opción que demuestra las limitaciones de la perspectiva moderna. En este sentido, algunos han hablado de una forma de “neomedievalismo”. Sin embargo, lo que aquí nos concierne es que, en esta visión, la noción de “lo común” no coincide con la de lo público, sino que en realidad representa una alternativa a ella, pues aspira a ir más allá de los dualismos modernos (arraigados en última instancia en la dicotomía sujeto/objeto).

Este enfoque ha sido criticado como un regreso a “una cosmovisión premoderna, una regresión romántica a la Edad Media, vista como el lugar de una vida comunitaria feliz y ecológicamente equilibrada” (Vitale, 2013, p. 7) y, por tanto, se ha propuesto una segunda visión –diferente– del discurso de lo común. Aunque coincide en el ataque al individualismo y la privatización feroces que están teniendo lugar en las sociedades contemporáneas, que es el blanco principal de los heraldos del retorno de lo común, esta segunda postura se aleja de formas de pensamiento que podrían poner en riesgo todo el proyecto moderno y reclama el valor permanente de la herencia de la Ilustración, consistente en la defensa de la importancia de los “distintos puntos de vista, la disposición al diálogo en una escena pública y la capacidad de autoescrutinio de las propias convicciones” (Ibid., p. 8). En otras palabras, el temor es que el llamamiento a la vida comunitaria escotomice los peligros de la dinámica de exclusión, conformismo y supresión de diferencias que la comunidad ecológicamente equilibrada que se evoca (concebida como una especie de Gemeinschaft) puede ocultar.6 El bien común debería reinterpretarse, en cambio, como “el interés general de una colectividad política que es articulada y conflictual [y debería leerse] como ese núcleo de intereses compartidos a nivel global, universal (yo diría cosmopolita)” (Ibid., p. 67).7

Lo que desconcierta a los críticos de la invocación más radical a los bienes comunes es que el llamamiento a una postura ecológica parece resultar en una actitud anticientífica y en un rechazo de la esfera pública tal como la modernidad la ha concebido, es decir, como el campo de ejercicio de una reflexividad dialógica y argumentativa que puede (y debe) ser agonística, manteniendo así a raya los riesgos del fundamentalismo (Pennacchi, 2012, p. 1512). Además, contra el culto de la inmediatez de una vida comunitaria uno debe apelar al mérito de la mediación de lo Público; teniendo en cuenta que, si “lo Público no es idéntico al Estado, el Estado ha sido decisivo para el desarrollo de lo Público y de la esfera pública” (Ibid., p. 1670). En consecuencia, “lo común –cuya reconcepción nos permite escapar de la roma dicotomización público-privado (sobre la cual se modela la de Estado-mercado)– vive en un esquema triangular y muere si trata de devorar y engullir cualquier otra dimensión presentándose como el único polo y, por ende, transformándose en un absoluto” (Ibid., p. 1768).

Aunque puede argüirse de modo plausible que es precisamente la “nebulosidad semántica” de la noción de “lo común” la que lo ha convertido en un “significante vacío”, confiriéndole así el poder de sostener una serie de luchas importantes y aparentemente dispares en todo el mundo (Coccoli, 2019, p. 320), he querido ahondar en las dos posturas diferentes mencionadas para dejar patente la relevancia de la hendíadis conceptual. Por una parte, están aquellos que acogen el vocabulario de “lo común” como incondicionalmente alternativo al de “lo público” y consideran que este último es coincidente con una mentalidad moderna que ha estado haciendo insostenibles a nuestras sociedades en todos los aspectos; por otra parte, están aquellos que, aunque coinciden con muchas de las inquietudes de los defensores de lo común, tienden a ver algunos peligros en el respaldo a un abandono total del marco moderno (especialmente en lo referente a una esfera pública), pues puede conducir a movimientos regresivos indeseados y a una especie de anhelo nostálgico de las comunidades organicistas. En la lectura propuesta aquí, el primer campo considera lo público como cómplice en última instancia del gesto del “cercamiento” –del que el proceso contemporáneo de privatización sería una calamitosa renovación– y, en consecuencia, abren un abismo entre lo común y lo público, mientras que sus críticos insisten en la necesidad de combinar los dos vocabularios, rescatando lo mejor del de lo público.

Sería una imprudencia aseverar que en la teoría educativa actual podemos identificar posturas que encajan perfectamente con las dos descritas aquí. No obstante, la obra de Robbie McClintock (2012) representa el que quizá sea el abordaje más sustancial y sugerente del tema de lo común y sus reverberaciones en educación. Sin ahondar en su complejo y sofisticado aparato teórico, me limitaré a señalar únicamente un par de aspectos: en primer lugar, aunque son conscientes de la mencionada recuperación contemporánea del tema de lo común (Ibid., pp. 82-84 para sus observaciones sobre Hardin y Ostrom), los pedagogos estadounidenses parecen llevar a cabo una apropiación más amplia de la cuestión al sugerir la noción del cercamiento conceptual: “Un observador postula límites en el tiempo y en el espacio que le permiten concentrarse en lo que se encuentra dentro de ellos, inventariar los diversos atributos de las cosas observadas allí y buscar relaciones causales que determinen cómo una cosa en el espacio limitado actúa sobre otra en virtud de una secuencia temporal” (Ibid., p. 28). Esta idea está íntimamente ligada a la del “mapeado de área”, interpretada como el acto de “establecer límites que diferencian lo que está dentro de los límites de lo que está fuera” (Ibid., p. 31) y como “la forma de pensar en lo que entonces se llamó la era moderna, la era impresa, lo que ahora vemos como la era del cercamiento” (Ibid., p. 32).8 En este sentido, la propia modernidad es una “era de cercamiento” no solo en los niveles económico y político, sino también en sus formas más íntimas de relacionarse con el mundo. Por lo tanto, en este panorama no resulta sorprendente que “numerosos actos de cercamiento conceptual proporcionaron a la mayoría de las personas la metáfora generadora básica para pensar sobre los colegios y lo que tuvo lugar en ellos. [...] El cercamiento conceptual fue un paso esencial en la construcción de la escolarización moderna” (Ibid., pp. 28-29. énfasis añadido). No es descabellado extraer la conclusión de que, en la visión de McClintock, la escolarización (obligatoria) moderna es fundamentalmente educación “cercada”:

Los colegios cercaron actividades educativas dirigidas por profesores guiados por el currículo, con su ámbito de aplicación y su secuencia, actuando sobre grupos de niños clasificados por edad y otras características. Los educadores definieron resultados y postularon causas; y entonces desarrollaron explicaciones de cómo actuaban las causas y cómo se producían los resultados. Prácticamente todo lo que la gente tenía que decir sobre los aspectos educativos de la vida humana implicaba la demarcación de límites que cercaban el trabajo de instrucción, clasificando las características predominantes que los niños debían manifestar y lograr dentro de los espacios del aula y la duración de la clase” (McClintock, 2012, p. 43).

Por tanto, a fin de revivir el espíritu de lo común (aprovechando las posibilidades tecnológicas ofrecidas por medios distintos a la impresión y su estilo de “mapeado de área”), debemos desacoplar (= des-cercar) la educación de la escolarización en esta versión moderna:

En un futuro sustancial, uno diferente de una extensión del presente, el papel educativo de los colegios se volvería altamente contingente. Dependería en gran medida de si las personas valoran la educación como perjudicial o favorecedora para la aparición de competencias importantes en sus vidas. (...) Si surgiera un sistema de educación alternativo, proporcionaría a las personas de todas las edades recursos sofisticados para apoyar la autoorganización de las capacidades humanas que tienen lugar en sus vidas (McClintock, 2012, p. 159. énfasis añadido).

Cabe añadir algunas advertencias: en primer lugar, como se ha mencionado anteriormente, sería imprudente considerar las elaboradas posturas de McClintock como el simple homólogo educativo de la versión más radical de la invocación a lo común. Por mencionar solo un aspecto, si los defensores de esto último parecen coquetear a menudo con una mentalidad organicista, nada resulta más ajeno al pedagogo estadounidense que, aunque trata de superar el punto muerto causado por el cercamiento conceptual de la modernidad, no se entrega a ningún escapismo retrógrado y, de hecho, despliega lecturas ingeniosas de Kant y Hegel para dar un giro diferente al proyecto moderno. En segundo lugar, en el nivel típicamente educativo, podría haber hecho una lectura excesivamente simplista e insensible de las visiones de McClintock sobre la escolarización como educación cercada, en la medida en que su ataque podría ser no tanto al aparato escolar en sí, sino a la configuración específica que ha adoptado en tiempos modernos. Y, sin embargo, no se puede evitar la impresión de que, en última instancia, su manera de apropiarse creativamente de los temas del cercamiento y lo común en clave educativa corre el riesgo de implicar un desmantelamiento de la propia misión del colegio.

¿Está abocada una consideración de la educación como un bien común a una desaparición del proyecto escolar en su conjunto? Este no parece ser el resultado de la reflexión de Masschelein y Simons (2013), que llegan a un relanzamiento de la razón de ser del colegio. Cabe señalar que esto sucede a través de un despliegue del vocabulario de lo público, que se moviliza para dotar de sentido al eidos más íntimo del colegio:

Lo importante aquí es que son precisamente estas cosas públicas –que, al ser públicas, están disponibles para el uso libre y novedoso– las que brindan a la joven generación la oportunidad de experimentarse a sí misma como una nueva generación. La experiencia escolar típica –la experiencia que posibilita el colegio– es exactamente esa confrontación con las cosas públicas puestas a disposición para un uso libre y novedoso (Masschelein y Simons, 2013, p. 38).

Es cierto que la concepción de los pedagogos belgas de la noción de “público” no puede superponerse con la introducida anteriormente y guarda más bien relación con una apropiación de los temas centrales de Rancière y Agamben. No obstante, lo que me interesa destacar es que Masschelein y Simons presentan el colegio como un tercer espacio en comparación con el reino privado del hogar y la comunidad como el dominio de lo que ya es común: “Una comunidad de alumnos es una comunidad única; es una comunidad de personas que (aún) no tienen nada en común, pero al confrontar lo que se pone sobre la mesa, sus miembros pueden experimentar lo que significa compartir algo y activar su capacidad de renovar el mundo” (Masschelein y Simons, 2013, p. 73). Así, la experiencia escolar promueve un tipo de comunidad diferente gracias a la interacción con lo que se hace público, es decir, lo que se separa por el uso común y se convierte en algo para estudiar. En este sentido, el aparato escolar como lugar de estudio colectivo9 es lo que posibilita la instauración del “y” de la hendíadis conceptual (bien común y público).

A través de Masschelein y Simons podemos obtener una visión puramente pedagógica de la hendíadis conceptual como inscrita esencialmente en la propia experiencia escolar. Sin embargo, como resultado de las anteriores exploraciones en filosofía política, esta trayectoria argumentativa abordará esta constelación temática dirigiéndose a una cuestión más específica: ¿en qué sentido los profesores, como profesionales, habitan esa triangulación (privado-común-público) que reconoce los derechos de lo común sin sacrificar la importancia de lo público en su altar? ¿En qué sentido contribuyen a respaldar el vínculo que conecta y distingue el bien público y común que es la educación? ¿En qué sentido es esta la esencia de su misión como profesores?

En la siguiente sección me gustaría esbozar brevemente una versión deweyana de la triangulación de la que he hablado como el horizonte bajo el cual se sitúa la tarea de los profesores.10 Trataré de delinear la figura del profesor como un funcionario público que, precisamente en esta capacidad, se encarga de preservar el valor de la educación como un bien público y común. O, por expresarlo sucintamente: respaldar el movimiento de lo común contra el del “segundo cercamiento” no tiene por qué conducir, en el nivel educativo, a la desaparición del proyecto escolar, sino más bien a la reafirmación de la enseñanza como un servicio público11.

El profesor como un funcionario público

Debemos a Philippe Meirieu (2008) una interesante reflexión sobre el profesor como un servidor público. Su punto de partida es que, “en principio, en una Escuela digna de ese nombre, un verdadero “maestro” solo puede serlo legítimamente si es un ‘servidor público’”12 (p. 1) en la medida en que13 promueve el avance del espacio privado al público. De hecho, para el pedagogo francés,

“la asociación de la autoridad del profesor con su estatus como servidor público lo libera de contingencias políticas y le permite poner en perspectiva las presiones tecnocráticas que a menudo lo acorralan. Registra su conocimiento de la materia y sus obligaciones administrativas desde una perspectiva que les da sentido. (...) En resumen, le otorga una identidad al situarlo en una valiosa verticalidad: una verticalidad que le permite escapar de la horizontalidad del mercado escolar” (Meirieu, 2008, p. 2).

La noción de verticalidad es clave en el argumento de Meirieu, que hace hincapié en la “falta de simetría entre alumnos y educadores” (p. 9), por lo que la escuela no puede ser una “institución democrática”, sino que es y debe ser “un lugar donde se aprende la democracia” (Ibidem). Esto no implica ninguna nostalgia de la clase de legitimidad anticuada del papel de los profesores, basada en una verticalidad construida como autoridad indiscutible; sin embargo, Meirieu atrae nuestra atención sobre el hecho de que ninguna enseñanza es posible sin un tipo de verticalidad que no puede sustituirse ni con la capacidad de gestionar las situaciones difíciles en la escuela y una visión técnica del profesionalismo ni con “reacciones corporativas” (p. 4).

Pero, ¿qué tipo de verticalidad es posible en la era de la democracia, que más bien parece invocar la adopción de relaciones puramente horizontales? La respuesta de Meirieu es la siguiente:

En este caso, no es el ideal democrático lo que representa la verticalidad, sino lo que hace posible la democracia: la fundación y mejora de instituciones que establecen el ‘bien común’, y la educación de nuestros hijos para permitirles vivir en estas instituciones y hacerlos progresar. La verticalidad es el estado de una horizontalidad que no es una guerra de individualidades. Y, en este respecto, la Escuela puede encarnar dicha verticalidad: en la medida en que no se reduce a un sistema sofisticado para gestionar el cambio, o a una yuxtaposición de enseñanza fragmentada” (Meirieu, 2008, p. 7. énfasis en el original).

Así, es la escuela la que, en cierto sentido, instituye esa verticalidad sin la cual estaríamos abocados a relaciones meramente mercantilizadas o a “esos conflictos inherentes a una horizontalidad sin referencias” (p. 8). Y es desde esta perspectiva que el profesor es un “servidor público”, ya que contribuye a la construcción del espacio público14.

Estas observaciones de Meirieu son significativas porque es capaz de abordar la cuestión del estatus del profesor como un servidor público no de una manera sociológica, sino educativa: ser un servidor público no es meramente una condición social, sino que se incluye en la misma definición de lo que significa ser un verdadero profesor. Por lo tanto, no es algo accesorio a ser profesor, sino que forma parte de ello. Además, situar la interpretación del profesor como un servidor público bajo el horizonte de la cuestión de verticalidad es un movimiento crucial no solo porque elimina muchos mantras pedagógicos huecos de la actualidad, sino porque emplaza la cuestión de ser profesor en una perspectiva no tecnocrática: cuando la investigación de lo que significa e implica ser un profesor está en juego, la referencia a estrategias de gestión del entorno escolar y las relaciones, las cuestiones de eficacia y efectividad y las “recetas” metodológicas no son suficientes, por muy importantes que sean.

Y, sin embargo, la articulación de Meirieu de la concepción del servicio público puede no ser plenamente satisfactoria, ya que sigue atrapada en dicotomías y mentalidades modernas.15 Su énfasis en la construcción del espacio público es bienvenido, pero corre el riesgo de dejar a un lado algunas de las inquietudes de los defensores de lo común, al tiempo que necesitamos una visión del servicio público que lo sitúe dentro de la triangulación mencionada (privado-común-público). En el resto de esta sección, me gustaría sugerir que algunos principios deweyanos pueden ofrecer una perspectiva que mantiene los aspectos positivos de la plataforma conceptual de Meirieu, pero además la completa en las líneas esbozadas en la primera sección. Este movimiento interpretativo requerirá un cambio del vocabulario del “servicio público” al de la “función pública”.

Para empezar, debemos recordar cómo aborda Dewey la cuestión de lo público. Al distinguirlo de lo privado, se basa en un ejemplo muy sencillo: la diferencia entre “edificios privados y públicos, colegios privados y públicos, caminos privados y autopistas públicas, activos privados y fondos públicos, personas privadas y funcionarios públicos. Nuestra tesis consiste en que esta distinción nos brinda la clave sobre la naturaleza y la función del Estado” (LW 2: 245)16. Esta declaración casi incidental es notoria, porque Dewey establece indirectamente una especie de identificación completa entre “público” y “funcionario” (si privado vs. público; y privado vs. funcionario; entonces público = funcionario). Sin embargo, el alcance de esta conexión se matiza pronto:

No carece de importancia que, etimológicamente, “privado” se define en oposición a “funcionario”, siendo una persona privada aquella que no tiene un cargo público. Lo público se compone de todos aquellos que se ven afectados por las consecuencias indirectas de las transacciones de tal manera que se considera necesario atender sistemáticamente a esas consecuencias. Los funcionarios son aquellos que velan y cuidan de los intereses afectados. Puesto que aquellos que se ven afectados indirectamente no participan directamente en las transacciones en cuestión, es necesario designar a ciertas personas para que los representen y velen por la conservación y protección de sus intereses. (LW 2: 245-246. énfasis añadido)

Esta especificación evita una equivalencia simple: lo público no debe identificarse completamente con el funcionario, sino que se entiende como un dominio organizado por medio de funcionarios. Público es el nombre elegido para “aquellos que se ven afectados de forma indirecta y seria para bien o para mal [que] forman un grupo lo bastante distintivo para requerir reconocimiento y un nombre” (LW 2: 257). Público y funcionario serían así dos nociones íntimamente relacionadas, en lugar de totalmente identificadas.

Sin embargo, las cosas no son tan simples, sobre todo en un Estado democrático. De hecho, al sugerir que un ciudadano-votante es un “funcionario de lo público al igual que [...] un senador o un alguacil” (LW: 282), ¿no está postulando Dewey que en una democracia la relación entre “público” y “funcionario” tiende a identificarse asintóticamente, de modo que cada persona es un funcionario de lo público? Podría objetarse que Dewey está hablando aquí sobre el ámbito político y que esta afirmación solo expresa su aspiración a formas de democracia más participativas. No obstante, si nos tomamos en serio esa tendencia asintótica, ¿no llegamos a la disolución del papel de los profesores como funcionarios públicos, es decir, personas dedicadas a la organización de lo público en el dominio específico de la educación (o, para ser más precisos, de la educación formal)? ¿Sería una postura tan alejada de la de McClintock, aunque se haya llegado a ella a través de un camino argumentativo diferente?

En comparación con esta interpretación (plausible), insistiría en que Dewey –ciertamente abordado a través de un giro hermenéutico– nos provee de herramientas conceptuales para pensar en el profesor como un funcionario público, al tiempo que se tienen en cuenta algunas de las dimensiones destacadas por los defensores de lo común. En particular, aludiré a algunos aspectos de la visión tridimensional de la “función” pública [en inglés, “office”] elaboradas en otro lugar en referencia a Dewey (Oliverio, 2014, 2018), distinguiendo entre officium0, officium1 y officium2.17

Solo tocaré las dos primeras dimensiones. En el primer texto en el que se aborda la función pública (office), el tratado homónimo de Cicerón, la noción hace referencia a un plano antropológico.18 No puedo explayarme aquí mostrando en detalle cómo los principios de Cicerón pueden leerse a través de una lente deweyana; únicamente especificaré que con officium0 me refiero a esa dimensión en la que Cicerón (mi Cicerón deweyano) conecta con la aparición de la mente y la esfera de significado en relación con la vida en común y en asociación (societas vitae) y el lenguaje/comunicación (oratio). Officium0 se construye, así como la condición de posibilidad del surgimiento de una vida humana como algo no meramente vivido y sentido, sino como algo en lo que las cosas, en la medida en que son significativas, pueden (y deben) ser “gestionadas”, “gobernadas” (Cicerón habla de res gerenda), y la vida se “instituye” como una vida en común (ad institutionem vitae communis, leemos en su De officiis). Cabe señalar que la comunidad no está ya ahí, sino que debemos ver este movimiento del modo opuesto. En términos deweyanos: “Hay algo más que un vínculo verbal entre las palabras común, comunidad y comunicación. Los hombres viven en una comunidad en virtud de las cosas que tienen en común; y la comunicación es la manera en la que llegan a poseer cosas en común” (MW 9, p. 7). En este respecto, pese al uso posiblemente infeliz del verbo “poseer”, los principios de Dewey podrían resonar con algunos temas relevantes planteados por los teóricos de lo común, pero, al mismo tiempo, él no caería en una concepción de la comunidad como una especie de Gemeinschaft cerrada que suprime la variedad y la individualidad.

Además, aunque Dewey reconocería este telón de fondo como vital, no lo consideraría exhaustivo de la vida en común, especialmente en una sociedad compleja. Es aquí donde entra en juego la dimensión de officium1. Esta es la dimensión de la función (en inglés, office) de los funcionarios (en inglés, officials) como aquellos que se ocupan de las consecuencias indirectas y, por tanto, promueven la organización del dominio de lo público. En la lectura planteada aquí, ser un funcionario en referencia a un área específica de la vida social implica preocuparse sistemáticamente de la importancia de esa área para el bienestar de toda la vida común, mucho más allá de intereses inmediatos.

El “nivel” de officium0 como la institución de la vida en común es el momento de la comunicación como participación, que en última instancia consiste en las relaciones entre generaciones antiguas y nuevas (MW9, cap. 1, párr. 1-2). Por lo tanto, tiene un significado educativo constitutivo que es reconstruido y reforzado por los profesores como funcionarios, una vez que la complejidad de la sociedad exige el establecimiento de una educación formal y de la escuela como un entorno social especial. En consecuencia, sugeriría interpretar la insistencia de Dewey en la necesidad de que la educación formal no decaiga en escolasticismo (en el sentido despectivo de la palabra) no como un llamamiento a una liquidación de la escuela, sino como una forma de destacar la reconstrucción en continuidad que se obtiene entre offcium0 y officium1. Por lo tanto, para readaptar los principios de Meirieu tenemos que tratar con un movimiento de verticalidad (officium1) que ayuda a reorganizar las relaciones horizontales. Sin embargo, este movimiento no es la irrupción de algo totalmente ajeno a lo que “precede” (officium0), sino –en la lógica de las “dimensiones” de office– una renovación a un nivel diferente (incluyendo ahora una dimensión “pública”) de las dinámicas de la instauración de la vida en común.

En este sentido, entender a los profesores como funcionarios significa destacar su papel como aquellos que preservan el significado de la educación como “un bien común y público”. Abandonando el plano de las conceptualizaciones abstractas y remitiéndolas a los desafíos contemporáneos, significa que los esfuerzos de los profesores por ser fieles a la integridad de su profesión implican (también) una especie de papel político. Podemos describir esto último con las palabras de Dewey al reflexionar sobre la crisis de la educación (The Crisis of Education; LW 9, pp. 112-126) en los problemas de la década de 1930. Citaré con cierta extensión un pasaje magnífico de este texto, pues ilustra la postura que trato de esbozar al reivindicar el papel de los profesores como funcionarios:

si el cuerpo docente se rinde sin luchar por mostrar la diferencia entre la verdadera y la falsa economía, sin un esfuerzo por revelar los motivos de las finanzas organizadas, los profesores no solo se perjudicarán a sí mismos y a la causa de la educación, sino que también se convertirán en cómplices de los políticos al seguir desarrollando su actividad a la vieja usanza en el viejo puesto. Ante todo, corresponde a los profesores en nombre de la comunidad, de la función educativa que cumplen, y no solamente por su interés personal en un salario adecuado por lo que hacen –por muy respetuoso y honorable que sea ese motivo–, dejar claro más allá de toda duda que la educación pública no es un negocio realizado para obtener beneficios pecuniarios, que no es, por tanto, una ocupación que pueda medirse por los criterios que los banqueros y los agentes inmobiliarios y los grandes industriales buscan para sí mismos, trabajando en beneficio personal y midiendo el éxito y el fracaso por el balance contable, sino que ese dinero gastado en educación es una inversión social, una inversión en el futuro bienestar moral, económico, físico e intelectual del país. Los profesores son simplemente medios, agentes en esta obra social. Están cumpliendo el deber público más importante que pueda cumplir cualquier grupo en una sociedad. Cualquier reclamación que puedan hacer legítimamente no la hacen en su nombre como personas privadas, sino en nombre de la sociedad y la nación. Estas últimas serán lo que son y no son en el futuro en gran medida por lo que se hace y no se hace hoy y en esta generación en los colegios del país. (LW 9, p. 123. énfasis añadido)

La inflexión deweyana de la hendíadis conceptual (común y público) radica, por tanto, en el entrelazamiento de officium0 y officium1, es decir, en el reconocimiento, por una parte, de que la institución de la vida común es el telón de fondo ineludible para cualquier tipo de función (en el sentido de officium1), salvo que decaiga finalmente en mero funcionariado19; y, por la otra, que officium0 –en tanto que partícipe de un bien/vida común– puede ser insuficiente para contrarrestar los fenómenos relativos a las consecuencias indirectas, reclamando así la consolidación de un espacio público. En consecuencia, poner fin a la era del cercamiento en educación no debe implicar el desmantelamiento de la escuela, sino la recuperación de su significado como “una cuestión pública” (Masschelein y Simons, 2013).

Si la respuesta deweyana a la crisis de la educación –en el pasaje mencionado anteriormente– consiste fundamentalmente en un llamamiento a una especie de compromiso político de los profesores como funcionarios públicos (brindando así un ejemplo de ese acoplamiento de política y educación cuya necesidad ha reivindicado Honneth recientemente), a continuación seguiré un camino diferente (pero complementario): me centraré en el papel de los funcionarios públicos como consustancial a la misma práctica profesional de los profesores y, por tanto, a su subjetivación profesional. Este cambio de enfoque guarda relación con algunos fenómenos contemporáneos que afectan al mismo tejido de la comunicación entre las viejas y las jóvenes generaciones y dificultan las luchas de los profesores a la hora de cumplir su misión. Es a este punto al que tenemos que dirigir ahora nuestra atención.

La apuesta por lo público más allá de la desmoralización de los profesores

Es posible que Dewey lo viera venir: al concluir la Segunda Guerra Mundial, diagnosticó prescientemente un “retroceso al individualismo” como una “crisis en la historia humana” (LW 15, pp. 210-223), basándose en gran medida en una de las fuentes del discurso contemporáneo sobre lo común (The Great Transformation de Polanyi [2002]). Sin embargo, no podía anticipar lo que podemos llamar, con una pizca de ironía, “infantilismo como fase superior del capitalismo”, readaptando una frase de Lenin. Me estoy refiriendo al brillante análisis que Barber (2007) ha dedicado al “ethos infantilizante del capitalismo”. No podré describir la totalidad de su polifacético examen, pero sí desentrañaré algunos de sus hilos temáticos relevantes para la presente reflexión.

Su punto de partida es el “ethos de puerilidad inducida[,] una infantilización que está estrechamente ligada a las exigencias del capitalismo de consumo en una economía de mercado global” (Barber, 2007, p. 3). Esto pone en riesgo el proyecto democrático, en la medida en que, “muchas de nuestras principales instituciones empresariales, educativas y gubernamentales participan consciente y deliberadamente en la infantilización y, como consecuencia, (...) somos vulnerables a prácticas asociadas como la privatización y el branding (...). De este modo, nuestra democracia se corrompe poco a poco, nuestro reino republicano de bienes públicos y ciudadanos públicos se privatiza gradualmente” (pp. 12 y 20).

Para aclarar este punto, Barber señala la existencia de una brecha clara entre un ethos consumista y uno democrático y, significativamente, hace coincidir esta distinción con la obtenida entre puerilidad/infantilismo y madurez:

“Los ciudadanos son adultos. Los consumidores son niños (...). Los ciudadanos adultos ejercen un poder colectivo legítimo y disfrutan de libertad pública real. Los consumidores ejercen una elección trivial y disfrutan de una libertad fingida. Los consumidores, incluso si son infantiles, ocupan un lugar en una sociedad libre y expresan una parte de lo que significa vivir libremente. Pero no definen ni pueden definir la libertad civil. Cuando se definen así, se pone en riesgo la sociedad libre. La privatización no solo refuerza la infantilización: en el ámbito de la política, es su realización (Barber, 2007, p. 162).

La argumentación de Barber abunda en referencias a la educación, aunque su tratamiento de la misma es fundamentalmente somero. No obstante, cabe destacar hasta qué punto sus reflexiones pueden resonar con algunas ideas influyentes del debate contemporáneo. Ya en 2001, trabajando con categorías arendtianas, Jan Masschelein –desde una perspectiva diferente– señalaba hasta qué punto el discurso de la sociedad del aprendizaje, que ha monopolizado incesantemente la teorización y la práctica educativas, es cómplice del ethos del animal laborans y el circuito trabajo/consumo, que impide la aparición de un dominio público. Si bien Masschelein destaca acertadamente que esta predominancia equivale en última instancia a una lógica de supervivencia, podemos decir que los fenómenos descritos por Barber constituyen la otra cara –aparentemente más alegre y despreocupada– del mismo proceso de erosión de lo público. Por otra parte, la identificación de Biesta (2017, p. 4) de la tarea de la educación con el esfuerzo de “posibilitar (...) la existencia adulta de otro ser humano en y con el mundo” nos proporciona las herramientas conceptuales para afrontar –de una manera genuinamente educativa– los retos presentados por Barber. Además, el énfasis de Biesta (2017, p. 18) en el contraste entre estar sujeto a los propios deseos y convertirse en sujeto de los propios deseos, y en la necesidad de pasar de los deseos (como impulsos) a la deseabilidad, es clave para pensar en una educación que no está subyugada al ethos infantilizante, sino que trata de reivindicar el proyecto democrático en un escenario contemporáneo.

Debido al tema principal del presente artículo, abordaré los principios de Barber desde una perspectiva ligeramente diferente, manteniendo las observaciones del párrafo anterior (ciertamente esquemáticas) como un trasfondo necesario. En primer lugar, a raíz de la terna “infantilización, privatización y esquizofrenia cívica” (Barber, 2007, p. 260) cabe destacar que “ahora, incluso los modelos democráticos de ciudadanía están subordinados a paradigmas padre-hijo” (p. 28)20 y “la privatización degrada el ‘nosotros’ a un ‘ello’ (gran gobierno, burocracia, ‘ellos’) e imagina que consumidores y ciudadanos son lo mismo” (p. 150). Ambos movimientos (la subordinación de cualquier práctica pública al paradigma padre-hijo y la cancelación del “nosotros” público) son, adoptando el vocabulario introducido en la segunda sección, la ruptura del entrelazamiento por diferencia entre officiumo (= la institución de una vida en común) y officium1 (= el papel de los funcionarios como aquellos que contribuyen a modelar un espacio público); dicha ruptura, aunque afirma disolver el papel de officium1 en favor de un aumento del poder de la elección personal, al final evapora también officiumo: en efecto, ¿qué clase de institución de la vida común es posible cuando se privatiza? En el vocabulario de Meirieu, es la verticalidad de officium1 la que se necesita para evitar una horizontalidad desestructurada.

Al mismo tiempo, al disolver officium1, cualquier espacio de mediación como un dominio de reflexividad no solo se imposibilita, sino que se ve incluso como un ataque a la inmediatez de la satisfacción de los propios deseos y a lo que se considera “libertad”, mientras que,

“para ser políticamente relevante, la libertad en nuestra era debe experimentarse como positiva en lugar de negativa, debe ser pública en lugar de privada. Esto significa que la educación para la libertad también debe ser pública, en lugar de privada. Los ciudadanos no pueden entenderse como meros consumidores porque el deseo individual no es lo mismo que el terreno común, y los bienes públicos son siempre algo más que una suma de anhelos privados” (Barber, 2007, p. 126).

La lógica del ethos consumista se basa en la eliminación de deseos de segundo orden a favor del dominio indiscutido de los deseos de primer orden (empleando una distinción de Frankfurt (1971) similar a la oposición de Biesta (2017) entre deseo y deseabilidad). En contraste, el ethos democrático se nutre de la educación de personas que cultivan (la capacidad de) los deseos de segundo orden y de formas de relaciones que hacen esto posible. Conviene hacer una advertencia: los deseos de primer orden, alimentados frenéticamente por un ethos consumista, no son simplemente una manifestación de officiumo, ya que este último, como un tipo de officium, está orientado a la institución de una vida en común, mientras que un ethos consumista acaba por licuarla. Por esta razón, la quiebra de lo público (su corrosión en un “ello” en lugar de un “nosotros” y la reducción entrelazada de los funcionarios a un “ellos” que se experimentan como obstáculos para el pleno disfrute de los propios deseos) es contraproducente para officiumo; a su vez, como se ha mencionado, un tipo de officium1, ejercido simplemente de una manera antitética a officiumo decaería a mero funcionariado. En otras palabras, el modelo tripartito de la función pública nos impide crear una brecha entre las dimensiones de la vida en común y la de la formación de lo público; nos permite operar bajo el horizonte de la triangulación mencionada, reinterpretada en clave deweyana, y de este modo preservar el valor de algunas intuiciones de los defensores de lo común sin ceder a sus excesos.

La constelación social presentada tiene consecuencias calamitosas para la enseñanza como profesión. En la era de GERM (Global Educational Reform Movement o Movimiento de Reforma Educativa Global), la “elección” (un mantra típico del capitalismo consumista) es una de las características principales que modelan las prácticas educativas (Sahlberg, 2016, pp. 133-134) y, además, se sustenta en el énfasis en la rendición de cuentas regida por una “extraña combinación de individualismo mercantilizado y control central” (Biesta, 2010, p. 56), es decir, en el vocabulario de este artículo, individualismo infantilizado y funcionariado, en la que desaparecen tanto officium1 como, finalmente, officiumo. Los profesores corren el riesgo de perder (¿o ya lo han perdido?) su papel como funcionarios públicos en el sentido fuerte de officium1. Insistiendo en las categorías de Santoro (2018), esto puede resultar en una degradación de la profesión tanto en términos de los “daños causados a los alumnos” (al verse obligados a aceptar las prácticas dictadas por GERM) como del sentido de “deslealtad a la integridad de la enseñanza”. El resultado final de este proceso podría ser lo que Santoro denomina “desmoralización”, distinguiéndola con agudeza del agotamiento o burn-out (como noción psicológica).

Quiero apropiarme del argumento de Santoro (posiblemente con un punto de interpretación idiosincrásica) afirmando que la desmoralización de los profesores es la consecuencia del acceso perdido a lo que Albert Hirschman (2002) define como la “felicidad pública” que acompaña cualquier acción pública:

Una de las principales atracciones de la acción pública es el opuesto exacto de la característica más fundamental de los placeres privados en condiciones modernas: mientras que la búsqueda de estos últimos a través de la producción de ingresos (trabajo) está claramente separada del disfrute final de estos placeres, no existe en absoluto esta distinción tan clara entre la búsqueda de la felicidad pública y su consecución. (...) La búsqueda de la felicidad pública (en algún aspecto concreto) y su consecución no se pueden separar nítidamente. De hecho, el propio acto de perseguir la felicidad pública es a menudo lo siguiente mejor a tener realmente esa felicidad (y, en ocasiones, no solo lo siguiente mejor, sino lo mejor de todo el proceso (...)). La acción orientada a lo público forma parte, en este y en otros aspectos, de un grupo de actividades humanas que incluye la búsqueda de comunidad, belleza, conocimiento y salvación. Todas estas actividades “llevan su propia recompensa”, como reza esta frase algo trillada” (p. 950).

En la lectura ofrecida aquí, Hirschman explica lo que parecería una locura total en la lógica utilitarista que caracteriza las ciencias sociales, a saber, el compromiso con la acción pública y, en el presente contexto, con la enseñanza como acción pública (en la medida en que siga siendo así), pese al hecho de que hay muchas razones “prácticas” que podrían sugerir emprender otras carreras.

De manera notable, Hirschman ilustra su argumento citando un pensamiento de Blaise Pascal sobre la búsqueda de Dios, y esto me lleva a mi último punto: puesto que operar en el horizonte de lo público en la época de su declive (Marquand, 2004; véase también Biesta, 2012) es comparable al acto de creer en Dios en la época de su ocultamiento (Goldmann, 2013), la lógica que preside la apuesta de Pascal (Oliverio, 2002) puede leerse en la estructura del compromiso (contemporáneo) de los profesores con lo público. De hecho, tal como Franco Cassano (2004, p. 59) ha expresado maravillosamente, “apostar significa apostar que Dios [o lo público: adición del autor] no está muerto, sino solamente oculto, y que ahora la única forma de representarlo es demostrando, a través del propio comportamiento, que lo finito [o lo privado: adición del autor] puede no serlo todo”.

Desde esta perspectiva, esta apuesta es intrínseca a lo que Santoro (2018, p. 34 y ss.) denomina el “centro moral” del profesor. Sin poder profundizar aquí sobre los tecnicismos del razonamiento de Pascal, es importante precisar que, si nos atenemos a sus puntos de vista, apostar (por lo público) –aparentemente contra todo pronóstico– no es un juego de azar, sino una decisión que se toma haciendo uso de las explicaciones matemáticas elaboradas por el filósofo francés para demostrar la razonabilidad de “trabajar por lo incierto” (véase Oliverio, 2002, esp. p. 337 y ss.). De ahí que, por muy arriesgada que sea, la locura de la educación como un bien común sea razonable; es una locura razonable que apela a los profesores en tanto que funcionarios (en el sentido de officium1). Y ello debe ser así si no queremos que el llamamiento a una educación des-cercada (posiblemente sensata en otros aspectos) termine confabulando con las presiones del ethos infantilizante del capitalismo consumista.

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Información de contacto: University of Naples Federico II, Department of Political Science, Via Rodinò, 22, 80138 Napoli (ITALY). E-mail address: stefano.oliverio@unina.it


1 Una primera versión de este artículo se presentó durante el simposio internacional “Exploring What Is Common and Public in Teaching Practices” celebrado en línea los días 24 y 25 de mayo de 2021, como parte de las actividades del proyecto de investigación #LobbyingTeachers (referencia: PID2019-104566RA-I00/AEI/10.13039/501100011033). La traducción al español de esta versión final ha sido financiada como parte de la estrategia de internacionalización del mismo proyecto.

2 Sería interesante explorar si, y en qué medida, la necesidad «honnethiana» de un reacoplamiento de la filosofía política y la teoría educativa puede emplazarse en el marco de una postura poscrítica en educación (Vlieghe y Zamojski, 2020. Véase también su contribución a este número monográfico). Sin embargo, esta no es una tarea que pueda emprenderse aquí.

3 En muchos aspectos, el argumento de Honneth puede considerarse representativo de ese enfoque instrumentalista de la educación que Biesta nos invita a superar en su artículo de este número especial. No obstante, argüiría que el tema fundamental del trabajo de Biesta y las principales inquietudes del presente artículo podrían confrontarse en un fructífero diálogo, que deberá posponerse para otra ocasión.

4 Todas las traducciones [al inglés en el artículo original] de pasajes de obras no inglesas son del autor.

5 De acuerdo con la célebre argumentación de Bobbio (1995, cap. 1), la distinción público-privado se remonta al Corpus iuris Iustinianeum y, por lo tanto, no es una invención moderna. Para una fructífera discusión de esta distinción desde la perspectiva de la filosofía de la educación, véase Higgins (2018).

6 Para evitar simplificaciones excesivas y dicotomías osificadas, debe señalarse que los autores que pertenecen al primer campo examinado aquí también han reconocido este riesgo (véase Coccoli, 2019, p. 355).

7 No puedo extenderme en este punto aquí, pero una afirmación como la de la cita puede leerse fácilmente a través de una lente deweyana (véase especialmente el párrafo 5 del capítulo 7 de Democracy and Education).

8 La reflexión de McClintock se sitúa ficcionalmente en una especie de narrativa utópica, y esto explica el uso de los tiempos verbales: el pasado se refiere a nuestra época; el presente, en cambio, al año 2162, que es el año en el que se imagina que vive el autor o los autores de los pensamientos, problematizaciones, etc.

9 Cabe destacar que, aunque McClintock (1971) ha sido uno de los defensores más firmes de la noción de estudio, parece utilizarla fundamentalmente en contra del colegio (reducido en esencia a una máquina instructiva).

10 Debido a las restricciones de espacio, no podré mostrar en qué medida los principios de Dewey serían aplicables al debate sobre lo común en un nivel típicamente político. Véase la revaluación de Honneth (1998) de la visión de Dewey de lo Público como una de las opciones más prometedoras. Para una brillante discusión (a lo largo de líneas diferentes) de la contribución de Honneth a una reconstrucción del pensamiento educativo de Dewey, véase Thoilliez (2019).

11 Veo en la exploración realizada aquí una correspondencia, en muchos aspectos, con el tema fundamental de las ideas de Maria Mendel y Tomasz Szkudlarek en su contribución a este número especial.

12 Para la versión inglesa del artículo de Meirieu me basaré en la que se encuentra en su sitio web (http://meirieu.com/ARTICLES/autorite_english.pdf).

13 Al presentar y discutir las reflexiones de Meirieu sobre el profesor como un servidor público, utilizaré el pronombre masculino de conformidad con su texto.

14 Sugeriría leer los elegantes argumentos de Bianca Thoilliez sobre las tres prácticas docentes de conservar, legar y desear como una manera extraordinariamente interesante y prometedora de articular pedagógicamente esta verticalidad (véase su contribución a este número especial).

15 Véase la referencia explícita de Meirieu a Kant (p. 9) y la implícita en la idea de una educación para la democracia. Acerca de Kant como representante de la idea de educación para la democracia, véase Biesta (2006, cap. 6).

16 Las citas de las obras de Dewey corresponden a la edición crítica publicada por Southern Illinois University Press. Los números de volumen y página siguen las iniciales de la serie. Las abreviaturas utilizadas para los volúmenes son: EW The Early Works (1882–1898); MW The Middle Works (1899–1924); LW The Later Works (1925–1953).

17 Aunque se basa en el modelo tridimensional, el argumento presentado aquí se desvía realmente en algunos puntos del tratamiento anterior del tema. Sin embargo, no puedo entretenerme en esta diferencia.

18 Agamben (2012, p. 89) ha señalado sagazmente este aspecto en un tipo de exploración diferente.

19 Con funcionariado me refiero a la concepción burocrática del papel del profesor como un funcionario público, que es el polo opuesto de la visión defendida aquí, concerniente a una dimensión política y moral.

20 Acerca de cómo la relación padre-hijo puede –y, de hecho, debe– entrar en una reflexión sobre la educación como un bien común y público y no descartarse simplemente como un modelo negativo, véase el brillante argumento en el artículo de Ramaekers y Hodgson en este número especial.