Por qué la forma de la enseñanza importa: una defensa de la integridad de la educación y del trabajo de los profesores más allá de programas y buenas intenciones1

Why the form of teaching matters: Defending the integrity of education and of the work of teachers beyond agendas and good intentions

DOI: 10.4438/1988-592X-RE-2022-395-519

Gert Biesta

Centre for Public Education and Pedagogy, Maynooth University

Moray House School of Education and Sport, University of Edinburgh

Resumen

Si entendemos el bien de la educación exclusivamente en términos de intenciones y agendas, existe el riesgo de que la educación en sí misma (la cual trata en primer lugar del trabajo que realizan día a día los profesores en las escuelas, colegios y universidades), se entienda y sea abordada en términos instrumentales, es decir, como la vía por la que se deben lograr intenciones y ambiciones particulares. El problema aquí no es solo que, incluso con una comprensión amplia de para qué se supone que es la educación, la discusión pueda volver rápidamente a cuestiones técnicas sobre eficacia y eficiencia. El problema también reside en que en ese enfoque sigue siendo difícil articular la “integridad” de la educación en sí misma, lo que, a su vez, dificulta que la educación se resista cuando se le pide que haga cosas que irían en contra de su propia integridad. En este artículo exploro la cuestión de si la integridad de la educación tal vez tenga que ver con la forma específica de enseñar más que con los objetivos y propósitos que enmarcan las actividades educativas. El artículo consiste en una reconstrucción detallada del trabajo del educador alemán Klaus Prange, quien ha planteado la idea de que el carácter distintivo de la educación radica en su modo de funcionamiento, donde sugiere que la forma más central es la de señalar. Sostengo, con Prange, que centrarnos en la forma de la educación hace posible un modo diferente de resistir los intentos de socavar la orientación pública y democrática de la educación.

Palabras clave: integridad de la educación, forma de educación, enseñanza, señalar, educación de la atención, Klaus Prange, el trabajo de los profesores.

Abstract

If we understand the good of education exclusively in terms of intentions and agendas, there remains a risk that education itself – which is first of all about the work done day in day out by teachers in schools, colleges, and universities – is entirely understood and approached in instrumental terms, that is, as the way in which particular intentions and ambitions are to be achieved. The problem here is not just that even with a broad understanding of what education is supposed to be for, the discussion can quickly move back to technical questions about effectiveness and efficiency. The problem is also that in such an approach it remains difficult to articulate the ‘integrity’ of education itself which, in turn, makes it difficult for education to resist when it is being asked to do things that would go against its integrity. In this paper I explore the question whether the integrity of education may perhaps have to do with the specific form of education rather than with the aims and purposes that frame educational activities. The paper consists of a detailed reconstruction of the work of the German educational Klaus Prange who has put forward the idea that the distinctiveness of education lies in its mode of operation, where he suggests that the most central form is that of pointing. I argue, with Prange, that a focus on the form of education allows for a different way to resist attempts to undermine the public and democratic orientation of education.

Key words: the integrity of education, the form of education, teaching, pointing, attention formation, Klaus Prange, the work of teachers.

Introducción: el problema con los programas

La cuestión de ¿para qué sirve la educación? continúa atrayendo la atención de muchos (véase Biesta 2015a; 2020a). Si realmente ha habido épocas en las que se dejó en paz a los colegios, es evidente que la actual no es una de ellas. Políticos, legisladores, investigadores, editoriales de educación y empresas, ONG, organizaciones supranacionales, los medios de comunicación y el público, todos parecen tener firmes opiniones sobre las metas de la educación y lo que debería lograr. Por una parte, hay un continuo estrechamiento del programa educativo, ligándolo a productividad económica, valores nacionalistas o alto rendimiento en tablas clasificatorias. Por otra parte, hay asimismo un intento continuo de ensanchar el programa educativo, por ejemplo, en términos de bienestar personal, justicia social y medioambiental, democracia y paz. Aunque podríamos esperar la aparición de una hegemonía en la que prevalezcan programas más amplios, más significativos, más públicos y más democráticos, y aunque sigue siendo importante trabajar para la aparición de dicha hegemonía, todavía sigue habiendo un problema.

Si entendemos el bien de la educación exclusivamente en términos de los programas que ha de cumplir, sigue habiendo un riesgo de que la educación en sí misma –que en primer lugar consiste en el trabajo realizado día a día por los profesores en colegios, escuelas técnicas y universidades– se entienda y se aborde por completo en términos instrumentales, es decir, como la forma de alcanzar unas metas particulares (véase también Biesta en prensa[a]). El problema aquí no es solo que, incluso con una comprensión más amplia del propósito de la educación, el debate puede volver rápidamente a cuestiones técnicas sobre la eficacia y la eficiencia, especialmente en la forma de la cuestión ubicua pero profundamente problemática del «qué funciona» (véase Smeyers y Depaepe, 2006; Biesta, 2007). El problema es también que, en un enfoque de este tipo, sigue siendo difícil articular la integridad de la educación en sí misma, lo que a su vez dificulta que los educadores opongan resistencia cuando se les pide hacer cosas que van en contra de la integridad de su práctica.2

En otras palabras: si el «deber de resistir» de la educación (Meirieu, 2007) solo guarda relación con la pregunta de qué programa o programas deberían prevalecer, los profesores pueden ser una voz más en el debate, pero no necesariamente una voz con un peso especial. Y aún más preocupante, si el bien de la educación solo se entiende como una cuestión de programas, resulta muy fácil concebir el trabajo de los profesores en términos meramente técnicos, esto es, como una cuestión de cumplir con programas o resultados particulares. Esto socava seriamente sus oportunidades de establecer una concepción amplia, en lugar de meramente técnica, de su profesionalidad (véase Biesta, en prensa[b]), lo que, como preocupación, no es en absoluto reciente (véase, por ejemplo, Ball, 1995; Hodkinson, 1998).

La cuestión de cómo proteger la integridad de la educación en sí misma no es nueva. En la historia de la educación moderna, J. F. Herbart es uno de los primeros que tematizó explícitamente esta cuestión al intentar articular los «conceptos propios» de la educación (en alemán, «einheimische Begriffe»), es decir, aquellos conceptos que pertenecen únicamente a la educación y son distintivos de ella. Para Herbart, estos conceptos incluyen la idea de «educabilidad» («Bildsamkeit»), esto es, la asunción de que los seres humanos pueden ser educados, y la idea de la enseñanza («Unterricht») (véase Herbart, 1989, p. 8). El intento de Herbart es quizá más interesante que lo que los defensores de la «geisteswissenschaftliche Pädagogik» alemana hicieron en las primeras décadas del siglo XX, porque su énfasis en la «emancipación» como el interés propio de la educación devolvió el debate, en cierto sentido, a la cuestión del programa adecuado para la educación (véase Biesta 2011).

En resumen, si el debate sobre el bien de la educación se centra únicamente en la naturaleza del «bien» –la cuestión de para qué sirve la educación–, pero olvida preguntar sobre la «parte educativa», por así decir, hay una posibilidad real de que, incluso con las mejores intenciones, la educación siga siendo el juguete de lo que «otros» quieren de ella. Esto sugiere como mínimo que, además de la cuestión del bien de la buena educación, hay también una necesidad de explorar la parte educativa de la buena educación, y esta es la cuestión en la que voy a centrarme en este artículo. Lo haré mediante una discusión de una interesante línea de pensamiento desarrollada por el investigador educativo alemán Klaus Prange, que ha argumentado que lo que es propio y distintivo de la educación y, por tanto, guarda relación con la integridad de la educación, no radica en los programas que dan una dirección a la educación, sino que se encuentra en las formas particulares de la práctica de la propia educación y, más concretamente, en lo que Prange denomina las operaciones distintivas de la enseñanza.

En su «teoría operativa de la educación» Prange sugiere que, en lugar de intentar identificar los conceptos propios de la educación, deberíamos comenzar identificando las operaciones propias de la educación («die einheimischen Operationen»). De una manera más simple que Herbart, Prange sugiere que, en el fondo, solo hay una operación propiamente educativa, la de «Zeigen», que tiene que ver con señalar y con mostrar (véase Prange, 2011; 2012a; 2012b; Prange y Strobel-Eisele, 2006).3 De acuerdo con Prange, señalar no solo es fundamental para la educación, sino también esencial, motivo por el que razona que, sin señalar, no hay educación. («Wenn es das Zeigen nicht gibt, dann auch keine Erziehung»; véase Prange, 2012a, p. 25). Entonces, ¿qué implica la teoría operativa de la educación de Prange y cómo puede ayudarnos a pensar sobre el bien de la educación más allá de la articulación de programas para la educación, que, como he mencionado, siempre corren el riesgo de convertir la educación en un instrumento y a los profesores en técnicos?

A continuación, procederé a reconstruir la teoría de Prange en tres pasos. Comienzo con una exploración de las ideas de Prange sobre señalar como la operación básica de la educación. Después discuto sus ideas acerca de la relación entre enseñanza y aprendizaje. En el tercer paso, describo su visión de la moralidad intrínseca de la educación. En la sección final vuelvo al tema general de este artículo y discuto las formas en que las ideas de Prange pueden ser útiles para luchar contra la instrumentalización de la educación y la reducción de los profesores a técnicos.

Una teoría operativa de la educación

En cierto sentido, la meta de Prange es bastante simple, ya que solo trata de describir qué es lo que hacemos cuando educamos o enseñamos4 (véase Prange 2012a, p. 7). Partiendo de la cuestión de la forma de la educación o, utilizando el término que él suele preferir, con la(s) operación(es) característica(s) de la educación, trata de desarrollar una teoría de la educación «de abajo arriba» (véase ibid.), es decir, desde el punto de vista de la práctica de la educación –o, para ser más precisos, desde las maneras en que se ejecuta la educación– y no desde las metas de los programas (normativos) que rodean la educación.

Una razón importante para tomar este camino se halla en la preocupación de Prange por la integridad de la educación: tanto la integridad de la práctica de la educación como la integridad de su teoría. Prange observa que en el discurso público sobre la educación hay otras voces, como las procedentes de la psicología, la sociología, la economía o la teoría organizacional, que se han vuelto mucho más prominentes que la voz de la educación, lo que deja a la educación en la posición nada envidiable de tener que traducir constantemente conocimientos de «otros ámbitos» (véase ibid., p. 14). También enfatiza que la cuestión aquí no es sobre el estatus de la educación como disciplina académica entre otras disciplinas5, y que tampoco es un llamamiento al espléndido aislamiento de la educación (véase Prange, 2012a, p. 19), sino que se trata ante todo de las condiciones de la relación. La principal preocupación de Prange es garantizar que la educación no termine siendo algo totalmente práctico, vacío de cualquier dimensión intelectual, ni algo totalmente instrumental, como el «brazo ejecutor» de los programas definidos en otro ámbito. Y, para ello, razona Prange, es crucial que podamos articular lo que la educación es en sí misma, o, de una manera ligeramente más lingüística, que podamos articular lo que debe contar como educación (en alemán: «eine Bestimmung dessen, was unter Erziehung zu verstehen ist»; ibid., p. 19).

Prange desarrolla su argumento mediante el enfoque más básico de la educación: que la educación trata de alguien que enseña algo a alguien. Esto ya revela que la educación consta de tres «componentes»: el que enseña (el profesor o educador), el que es enseñado (el alumno) y aquello de lo que trata la enseñanza, que Prange designa como el «tema» (véase ibid., p. 37). El tema es aquello que hay en juego en lo que el profesor intenta enseñar al alumno; es aquello que hay en juego en lo que el profesor espera que el alumno adquiera de alguna manera (o, en términos menos adquisitivos, aquello de lo que tratan las esperanzas del profesor hacia el alumno). Podemos referirnos a esto como «contenido», pero «tema» permite una descripción más amplia y, en cierto sentido, más laxa de lo que hay en juego. Prange pone varios ejemplos de posibles temas, como ser capaz de caminar, hablar, leer, escribir y hacer operaciones aritméticas (véase ibid., p. 42), sugiriendo así que los temas son relativamente complejos.6 También usa la expresión «significado cultural» para explicar cuál es el estatus de los temas en educación. Prange se refiere al tema como aquello que el alumno ha de aprender y, de manera más general, conecta educación y enseñanza con aprendizaje. (Volveré a este aspecto del argumento de Prange más adelante).

Aunque toda educación conste de tres componentes, no basta con tener un profesor con la intención de hacer que un tema particular esté disponible o sea accesible a un alumno. Solo se convierte en educación, por así decir, cuando entra en juego la cuestión de cómo hacer esto (véase ibid., p. 47), y esto, razona Prange, es la cuestión de la forma de la educación o, más precisamente, la cuestión de la operación u operaciones particulares que establecen una conexión entre los componentes, de modo que el alumno pueda obtener acceso al «tema» que el profesor desea presentar al alumno.7

Entonces, ¿cuál es la operación que establece la conexión entre profesor, tema y alumno y, al hacerlo, establece la identidad de los tres «componentes» como aquel que enseña, aquel que es enseñado y el tema de la enseñanza? Aunque Prange reconoce que lo que ocurre aquí puede describirse de muchas maneras diferentes y que, en cierto sentido, hay una gran variedad de operaciones educativas, su idea central es que el gesto básico que puede encontrarse en todas las maneras diferentes en que puede ejecutarse la educación es el de señalar (véase ibid., p. 65). Lo que es distintivo de señalar es su «carácter doble» (ibid., p. 68), pues el que señala no está simplemente señalando algo, sino que, en el acto de señalar, está aludiendo a alguien. Podríamos decir que el «¡Mira ahí!» de señalar siempre significa «, ¡mira ahí!». Un punto a destacar aquí es que el trabajo de señalar siempre necesita la mano y que, en este sentido, la educación es literalmente una forma de trabajo manual (en alemán, «Handwerk»; véase Prange 2012b). El otro punto a destacar es que señalar centra la atención y pide atención o, en una formulación ligeramente más fuerte, exige atención (en alemán: «macht aufmerksam und fordert Aufmerksamkeit»; véase Prange 2012a, p. 70).8 En este sentido, podríamos decir que señalar es ante todo un gesto evocador, y deseo sugerir que esto otorga a señalar su significación educativa.9

Lo que hace que señalar sea educativo es el hecho de que el educador espera (en el sentido de esperanza o de expectativa) que el alumno hará algo con aquello en lo que el educador trata de centrar la atención del alumno. «Esperanza» y «expectativa» son las palabras correctas aquí. Esto es así en primer lugar porque el educador no genera la atención del alumno, sino que más bien actúa sobre el supuesto de que la posibilidad de prestar atención ya existe, lo que implica que señalar es una cuestión de (re)dirigir la atención del alumno. Pero «esperanza» y «expectativa» también son las palabras correctas porque, en un nivel muy fundamental, el educador no tiene control sobre lo que el alumno hará una vez que ha «captado» su atención. En otras palabras, no hay una conexión causal entre el señalar y lo que pueda suceder por parte del alumno –lo cual muestra por qué la «eficacia» es una noción tan poco útil en este contexto–, aunque eso no significa, naturalmente, que el trabajo del educador no tenga sentido.

En este respecto, Prange realiza dos afirmaciones bastante potentes. Una es que el trabajo del educador está dirigido al aprendizaje del alumno. Destaca, no obstante, que la educación no produce el aprendizaje del alumno; este aprendizaje está simplemente ahí y puede ocurrir también sin educación. Aun así, lo que la educación persigue, de acuerdo con Prange, es influir en y dirigir el aprendizaje del alumno, para expresarlo en términos amplios. La segunda afirmación que realiza Prange es que señalar adquiere su significación educativa únicamente debido a su orientación hacia el aprendizaje10 (véase Prange 2012a, p. 67; véase también Prange 2011). Antes de agregar mis comentarios, me gustaría reconstruir la línea de pensamiento de Prange.

Educación, enseñanza y la invisibilidad del aprendizaje

Como hemos dicho, Prange defiende una conexión muy estrecha entre educación y aprendizaje o, en términos más concretos, entre enseñanza y aprendizaje. Defender una conexión estrecha no significa decir que son lo mismo. Al contrario, Prange destaca constantemente la importancia de la distinción entre los dos: que la educación y el aprendizaje son dos procesos totalmente separados y también operaciones separadas, y que no hay una conexión automática entre los dos. Al fin y al cabo, las personas pueden aprender y aprenden sin educación. La denominada «diferencia educativa», es decir, la diferencia entre (la operación de la) enseñanza y (la operación del) aprendizaje es por tanto una idea central en la obra de Prange. No obstante, un punto clave para la educación es establecer una conexión entre el trabajo del educador y el trabajo del alumno o, en los términos más generales que Prange utiliza, entre educación y aprendizaje. En un momento determinado, Prange sugiere incluso utilizar «educación» (es decir, la palabra educación puesta entre comillas) para referirse a la educación y el aprendizaje juntos, y utilizar la palabra educación sin comillas para referirse al trabajo del educador. En inglés, quizá tenga sentido distinguir entre «educating» como acción intencionada y «education» como el «proceso» completo, pero aún está por ver cuánta importancia tiene esto.

Así, aunque Prange otorga al aprendizaje una posición central en su teoría operativa de la educación, lo hace de una manera bastante interesante y, podríamos decir, explícitamente educativa. Esto guarda cierta relación con otra afirmación fascinante que realiza: que el aprendizaje es básicamente invisible (véase p. ej. Prange 2012a, p. 88); una idea a la que en ocasiones se refiere como la intransparencia o falta de transparencia del aprendizaje (véase p. ej. Prange, 2012b, capítulo 11).11 El argumento de Prange aquí es que el aprendizaje no se presenta como una cosa o un objeto aislados y autosuficientes que podamos estudiar fácilmente, como un árbol, por ejemplo, sino que está entretejido en situaciones y constelaciones de todo tipo a través de las cuales podemos tener algún tipo de experiencia de que el aprendizaje ha ocurrido (véase Prange, 2012a, p. 83). Así, el aprendizaje «se muestra y se oculta» constantemente (véase ibid.), motivo por el que Prange sostiene que «el aprendizaje es el elemento desconocido en la ecuación educativa» (ibid., p. 82).

Entonces, ¿a qué hace referencia la palabra «aprendizaje»? Asumimos –escribe Prange– que el aprendizaje ha tenido lugar cuando un niño es capaz de hacer algo que no era capaz de hacer antes (véase ibid., p. 104). Además, en educación asumimos que esto puede ocurrir, y hallamos la confirmación de esta asunción cuando realmente ocurre lo que asumíamos que podía ocurrir. Pero el «evento» del aprendizaje en sí mismo no puede precisarse; lo único que podemos observar es que algo ha cambiado: que un alumno es capaz de hacer algo que no era capaz de hacer en un momento anterior. Para Prange, esto también implica que la investigación del aprendizaje no investiga realmente el aprendizaje en sí mismo, sino, como mucho, la relación entre el «estímulo» y la «reacción» (en alemán: «Reizinput und Reaktionsoutput»; véase Prange, 2012b, p. 173).

Por tanto, en lugar de intentar decir algo sobre el aprendizaje en general o sin contexto, Prange sugiere que tiene más sentido decir algo sobre el aprendizaje en su relación con la educación. Y, desde este ángulo, Prange realiza tres afirmaciones sobre el aprendizaje o, para ser más precisos, formula «tres ideas fundamentales sobre el sentido del aprendizaje para el señalar (educativo)» (Prange, 2012a, p. 87). Estas son: [1] que el aprendizaje existe; [2] que el aprendizaje es individual; y [3] que el aprendizaje es invisible.

La afirmación de que el aprendizaje existe (en mi formulación; Prange escribe «Es gibt das Lernen») significa, para Prange, que el aprendizaje es una realidad en sí misma, independiente de la educación. En un sentido más restringido, Prange argumenta que los educadores trabajan sobre el supuesto de que el aprendizaje existe: es su premisa operativa («Betriebsprämisse»). Y en un sentido más amplio, Prange argumenta que el aprendizaje es una «constante antropológica», un hecho de la naturaleza humana (véase ibid., p. 88). Estas afirmaciones aún plantean la cuestión de cómo debemos entender el aprendizaje, a lo que volveré más adelante. Otra implicación interesante que Prange extrae de esta afirmación es que no tiene sentido sugerir que podemos aprender a aprender o que debemos aprender a aprender antes de que pueda comenzar el aprendizaje (véase ibid., p. 88). Por supuesto, podemos aprender a estudiar, o a practicar, o a experimentar, pero el aprendizaje en sí mismo, razona Prange, es algo que no puede aprenderse.

La afirmación de que el aprendizaje es individual significa básicamente que nadie puede hacer mi aprendizaje por mí, al igual que nadie puede comer por mí o morir por mí (véase Prange, 2012a, p. 89). Aunque Prange reconoce que podemos aprender con otros y de otros, aún tenemos que hacer nuestro propio aprendizaje, de modo que, en este sentido, deberíamos tener tanto cuidado con la expresión «aprendizaje social» como con la expresión «aprender a aprender» (véase ibid.).

La afirmación de que el aprendizaje es esencialmente invisible guarda relación con el hecho de que el aprendizaje es individual. Prange señala que, con otros, solo podemos observar los «efectos» potenciales del aprendizaje, pero no el aprendizaje en sí (véase ibid., p. 91). En cualquier caso, en relación tanto con nuestro aprendizaje como con el aprendizaje de otros, solo podemos afirmar retrospectivamente, es decir, después del «evento», que el aprendizaje ha tenido lugar. En palabras de Prange: «Los padres y los profesores pueden ver el progreso en lo que los niños son capaces de hacer, pero no pueden observar el aprendizaje en sí mismo» (ibid., p. 91; mi traducción). Mientras que la educación es visible porque es un acto social, el aprendizaje no lo es, porque es una forma de «recepción» por parte del individuo, como Prange la denomina, que solo es visible de una manera indirecta (véase ibid., p. 92).

Entonces, desde un punto de vista educativo, la cuestión no es si podemos decir más acerca del aprendizaje, aunque Prange se aventura también en este terreno (véase en particular Prange 2012a, pp. 93-106), sino lo que podemos decir acerca de cómo se logra o se establece la coordinación entre (la operación de la) educación y (la operación del) aprendizaje (ibid., p. 93). En la literatura alemana, esta cuestión se conoce como la cuestión de la «articulación», un término introducido por Herbart. Prange la discute como la cuestión de la coordinación entre señalar y aprender, y en particular, la coordinación entre señalar y aprender a lo largo del tiempo (véase ibid., capítulo 5).

Ya hemos visto, y esto también está articulado en la idea de Prange de la «diferencia educativa», que la enseñanza no causa el aprendizaje. El aprendizaje existe, como un hecho antropológico o, si no queremos excedernos en la afirmación, la educación procede sobre el supuesto de que los alumnos aprenden y pueden aprender; que el aprendizaje está ocurriendo con o sin educación. Por tanto, en lugar de preguntar qué «es» el aprendizaje en sí mismo para después utilizar este conocimiento en educación –que para Prange es una manera imposible de proceder–, Prange aborda la cuestión preguntando cómo se manifiesta el aprendizaje como resultado de la educación y, más específicamente, como resultado de o respuesta a la acción de señalar. Visto de este modo, Prange escribe: «La educación entendida como señalar es una forma en la que se provoca el aprendizaje» (véase Prange 2012b, p. 169; mi traducción). La evocación contenida en el acto de señalar –el «Tú, ¡mira ahí!»– pide al alumno no solo mirar, no solo (re)dirigir su atención, sino hacer algo con lo que «encuentra» allí.

En relación con esto, Prange hace la interesante sugerencia de que el aprendizaje asume su apariencia («Das Lernen wird zur Erscheinung gebracht»; ibid., p. 171) en función de la manera en que se organice la educación. Al practicar, el aprendizaje «se revela» como imitación; al resolver problemas, «se revela» como innovación e invención; en proyectos, «se revela» como aprendizaje práctico, etcétera (véase ibid.). Así, Prange compara el aprendizaje con un camaleón, porque adopta el «color» más adecuado a la «puesta en escena» educativa particular (véase ibid.). No obstante, Prange sigue enfatizando que el aprendizaje «en sí mismo» permanece oculto. Solo se vuelve «parcialmente transparente» a la luz de las provocaciones educativas (véase ibid.).

El punto final que Prange destaca en esta discusión es que la falta de transparencia del aprendizaje no debe entenderse como un tipo de «oscuridad» que aún necesita llevarse a la luz (véase Prange 2012b, p. 176), sino que tiene que ver con el hecho de que el que aprende –yo preferiría la palabra «alumno»–, en su respuesta a lo que se le señala, responde de una manera reflexiva, es decir, con referencia a sí mismo, y no de una manera puramente reactiva o mecánica. De este modo, argumenta Prange, decide si quiere aprender y cómo (véase ibid.). Esto está totalmente relacionado con el hecho de que los seres humanos no solo tienen un «exterior» de comportamientos y acciones observables, sino también un «interior» de pensamientos y sentimientos que no es observable desde el exterior, aunque en la interacción cotidiana intentamos «leer» el exterior en busca de pistas de lo que está ocurriendo en el interior. En mis propias palabras, diría que el punto que Prange destaca aquí es que el alumno no es nunca un mero objeto de las intervenciones educativas, sino un sujeto al que se le señalan cosas, un sujeto al que se le pide dirigir su atención; pero se trata ante todo de la atención del sujeto, y no de algún tipo de proceso o mecanismo amorfo o abstracto.

La moralidad de señalar

El último aspecto de la obra de Prange que deseo discutir concierne a lo que él denomina la dimensión moral de la educación. Prange enfatiza que para la educación no existe solo la cuestión de las normas que debe cumplir; la educación también tiene una contribución que hacer a la moralidad de aquellos que son educados. Así, en este sentido la moralidad aparece dos veces: como requisito para y como meta de la educación (véase Prange 2012a, p. 137). Aunque la educación debe cumplir unas normas éticas generales, como cualquier otro campo de la práctica humana, la pregunta es si existen ciertas normas particulares, específicas de la educación, que los educadores deban tener en cuenta, de modo similar a la ética particular de la medicina, por ejemplo.

Prange aborda esto en términos de la cuestión de qué hace que la educación sea buena, es decir, cuándo podemos decir que la acción educativa es buena. Una opción que discute es decir que las acciones educativas son buenas cuando consiguen lo que pretenden conseguir (véase ibid., pp. 144-145). No obstante, aunque esto tenga sentido en el sector técnico-mecánico –el trabajo de fontanería es bueno cuando arregla el sistema de calefacción; una reparación de un vehículo es buena cuando arregla el vehículo–, esta línea de argumentación no es válida en educación. Al fin y al cabo, sabemos que, incluso si los educadores han hecho todo bien, no hay garantía acerca del efecto de sus acciones en el niño o el alumno, precisamente porque la relación entre la acción educativa y lo que «ocurre» en el lado del alumno no es mecánica, sino reflexiva y autorreferencial. En otras palabras: el alumno es un sujeto, no un objeto. Y Prange también nos recuerda que hay casos en los que resulta evidente que los padres y los profesores no hicieron bien las cosas y, sin embargo, sus niños y alumnos salen bien adelante.

En lugar de centrarnos en la cuestión de lo que la educación consigue –podríamos decir también: lo que la educación produce–, Prange sugiere, de manera no sorprendente, volver a la cuestión de la forma de la educación, preguntándonos cuándo el propio señalar (educativo) es bueno.12 O, por expresarlo de una manera ligeramente distinta, preguntándonos qué es un señalar (educativo) bueno. Así, Prange trata de articular la moralidad del propio señalar (en alemán: «die Moral des Zeigens») y propone tres requisitos clave. Uno es que el señalar (educativo) debe ser comprensible («verständlich»); el segundo, que debe ser apropiado («zumutbar»); y el tercero, que debe ser «conectable» («anschlussfähig»).

Respecto al primer requisito, Prange argumenta que, sea lo que sea lo que señalemos, debemos mostrarlo de una manera correcta, transparente y comprensible (véase ibid., p. 146). Esto incluye la exigencia de racionalidad (véase ibid.) o, expresado de forma ligeramente distinta, la exigencia de verdad (ibid., p. 148). Prange razona que este requisito se aplica a aquello que señalamos, es decir, qué mostramos, y a cómo lo mostramos, por lo que también es importante que la propia forma de mostrar sea transparente y accesible.

Respecto al segundo requisito, el de «apropiado», Prange arguye que debemos asegurarnos de que aquello que señalamos sea accesible para los alumnos a los que se lo mostramos, que no resulte demasiado complicado. Esto no significa que no deba ser desafiante, pero el desafío debe ser factible. Prange sugiere que esto incluye la exigencia de respeto, es decir, que reconozcamos a nuestros alumnos como personas (su término) o sujetos (mi término), y que no los tratemos como objetos, pues eso convertiría la educación en entrenamiento u opresión (véase ibid., p. 147).

En tercer lugar, «conectable» es el requisito de que los alumnos puedan hacer algo con lo que les mostramos y, en particular, que puedan continuar con lo que les presentamos en sus propias vidas y a su propia manera (véase ibid.). En otras palabras, esto significa que, a la hora de determinar qué les mostramos, tenemos en mente los intereses de nuestros alumnos y debemos encontrar una conexión con esos intereses, y no dejar que nuestro señalar esté regido por nuestros propios intereses. Esto, arguye Prange, incluye la exigencia de libertad.

Es importante destacar que –en lo que Prange vería como una lectura superficial– uno podría ver los tres requisitos en términos puramente técnicos y concebirlos como requisitos para una instrucción eficaz, con independencia de lo que la instrucción trate de conseguir. Decir que la enseñanza debe ser comprensible y accesible y, en una interpretación algo limitada, que debe ser útil para los alumnos, suena ciertamente como si la cuestión radicara simplemente en asegurarse de que la enseñanza «encaja» con los alumnos, sin especificar si está dirigida al adoctrinamiento o la emancipación. Prange enfatiza, sin embargo, que los requisitos no son moralmente neutros, que es precisamente por lo que sugiere que los requisitos deben incluir la exigencia de respeto, verdad y libertad. Tal como él lo explica: cualquier intento de adoctrinamiento iría en contra de la exigencia de verdad; cualquier intento de manipulación iría en contra de la exigencia de libertad; y cualquier intento de condicionamiento iría en contra de la exigencia de respeto (véase ibid., p. 150).

Por tanto, en este sentido Prange llega a la conclusión de que la forma de la educación –del señalar educativo– tiene su propia moralidad intrínseca o integral, en lugar de que esta moralidad necesite agregarse desde fuera. Así, esta es otra manera en la que la forma de la educación resulta importante para la integridad de la educación en sí misma.

Discusión y conclusiones

Comencé este artículo con la observación de que la educación contemporánea está sujeta a muchas intenciones y programas. Algunas de estas intenciones son restringidas y simplistas y reducen la educación a un producto que está ahí para servir a intereses privados, ya sean los intereses de individuos, de grupos o de la sociedad en general, pero únicamente, por tanto, en términos de producir productos que sean útiles para el funcionamiento de la sociedad (como una fuerza laboral con buena formación o una ciudadanía con buen comportamiento o incluso obediente). Este desarrollo ha suscitado constantes preocupaciones; preocupaciones que aluden con frecuencia a modelos de gobierno neoliberales y, más en general, a la centralidad de los programas económicos. En todo esto, una cuestión clave es si aún hay una oportunidad para que la educación exista como un bien público o común, no centrada en dar a los clientes lo que quieren de ella, sino contribuyendo a una esfera pública viable y vibrante que, en sí misma, es crucial para la calidad democrática de la sociedad en general.

Aunque estas preocupaciones son reales e importantes, la intuición por la que he escrito este artículo es que, si solo nos centramos en conseguir que el programa educativo sea adecuado y, aún más importante, si pensamos que luchar contra la continua privatización de la educación es solo una cuestión de establecer una hegemonía progresista y democrática en torno a la escuela, continuaremos tratando la propia educación –que, en primer lugar, significa el trabajo de los profesores– como un instrumento para la consecución de dicho programa. Aunque los programas importan, y aunque la lucha política acerca de los programas educativos sigue siendo importante, mi preocupación en este artículo ha sido que la voz de la propia educación, por así decir, se pierde u olvida fácilmente. Como mencioné en la introducción, la educación termina así siendo un juguete o, para ser más precisos, termina siendo un objeto de uso, es decir, un producto. En la misma jugada, esto también convierte a los educadores en productos, en cosas para usar, y la manifestación más visible de esto es el intento continuo de ver y tratar a los profesores como técnicos, es decir, como ejecutores de los programas procedentes «de otros ámbitos».

Me he centrado en la obra de Klaus Prange porque creo que es uno de los pocos académicos que ha intentado «pensar» la educación desde su forma, y que lo ha hecho precisamente para no terminar en la instrumentalización o mercantilización de la educación por parte de programas externos. Entonces, ¿qué saca a la luz el enfoque de Prange y cómo puede ayudarnos a entender la integridad de la educación en sí misma? Si seguimos la sugerencia de Prange de que señalar, como (re)dirigir la atención de alguien hacia algo, es el gesto educativo más básico y más adecuado, podemos plantear tres preguntas. La primera pregunta es cómo debemos entender este «algo». En otras palabras, ¿en qué debe enfocar la enseñanza la atención del alumno? La segunda pregunta es por qué deberíamos hacer esto, es decir, cuál es realmente el sentido del señalar educativo. Y la tercera es qué deberían hacer los alumnos una vez que su atención ha sido redirigida. En otras palabras, ¿qué esperamos de nuestros alumnos? o, en términos algo más abiertos, ¿qué esperamos que puedan hacer nuestros alumnos una vez que hemos conseguido (re)dirigir su atención hacia algo? Intentaré responder a estas preguntas haciendo referencia a las ideas de Prange.

La cualidad del gesto de señalar que quizá sea más importante e interesante es que se trata de un gesto doble, porque al señalar siempre estamos señalando algo (con el «¡Mira ahí!» estamos dirigiendo la atención de alguien hacia algo), pero al mismo tiempo estamos aludiendo a alguien (con el «, ¡mira ahí!» estamos, al fin y al cabo, intentando dirigir la atención de alguien). Por tanto, con el gesto doble de señalar estamos pidiendo a alguien que atienda al mundo. No es solo que convirtamos el mundo en un objeto para la atención de alguien; al mismo tiempo y en el mismo gesto, estamos invitando a alguien a atender al mundo. Por tanto, aunque podríamos decir que al señalar centramos la atención del alumno en el mundo, visto como un todo «fuera» del alumno, en realidad el acto de señalar también señala al alumno y, de este modo, también sitúa el yo del alumno bajo el foco de atención del alumno. Esto no solo empieza a revelar la manera en la que el gesto de señalar está verdaderamente centrado en el mundo (véase también Biesta 2021). También empieza a revelar que la educación centrada en el mundo no aleja a los alumnos de sí mismos, sino que los llama a atender al mundo. «, ¡mira ahí!».

Antes de intentar responder a la pregunta de por qué deberíamos hacer esto, es decir, cómo puede justificarse el acto de señalar, me gustaría decir algunas cosas sobre la tercera pregunta: ¿qué esperamos de nuestros alumnos una vez que hemos logrado «captar» su atención? Desde mi propia perspectiva, me parece bastante poco útil que Prange centre la respuesta a esta pregunta con tanta vehemencia en el aprendizaje. Tal como he argumentado en varios lugares, el aprendizaje es solo una posibilidad existencial entre muchas otras (véase, por ejemplo, Biesta, 2015b), por lo que afirmar, como hace Prange, que la significación educativa de señalar radica en el aprendizaje, es decir, que el aprendizaje otorga al señalar su significación educativa, me resulta demasiado limitado, ya que trata de excluir muchas otras formas en las que los seres humanos pueden existir en y con el mundo. En este respecto, la sugerencia de Paul Komisar de pensar en el alumno como un «auditor» «que está adquiriendo consciencia del sentido del acto [de la enseñanza]» (Komisar, 1968, p. 191; énfasis en el original) me parece mucho más interesante y relevante, ya que posibilita un abanico mucho más amplio de «sentidos» del acto de la enseñanza que el mero aprendizaje y, por tanto, abre un abanico mucho más amplio de respuestas por parte del alumno que el mero aprendizaje (véase, para más detalles sobre esto, Biesta, 2015b).

Lo que me parece fascinante de la discusión de Prange sobre el aprendizaje es, en primer lugar, su idea de la falta de transparencia e invisibilidad del aprendizaje, que constituye un antídoto efectivo contra todas las afirmaciones sobre el aprendizaje realizadas por las ciencias del aprendizaje, incluida la afirmación de que la ciencia del aprendizaje debería sentar las bases de la educación. Lo que también resulta muy útil es lo que podríamos describir como la perspectiva profundamente educativa del aprendizaje que ofrece Prange, es decir, su sugerencia de que la manera en la que el aprendizaje emerge y se manifiesta depende de las provocaciones educativas particulares, la idea del aprendizaje como un camaleón. En todo esto, Prange sostiene –de forma correcta desde mi punto de vista– que el aprendizaje en sí mismo nunca llega realmente a la superficie, sino que, como máximo, podemos apreciar un cambio. Esto significa –y aquí la noción de Prange del aprendizaje se mantiene bastante formal y, en cierto sentido, vacía– que para él el «aprendizaje» hace referencia básicamente a algún tipo de cambio y, en consonancia con la definición «formal» más común del aprendizaje, un cambio que no es el resultado de la maduración. Por tanto, quizá habría sido más útil si Prange hubiera sustituido la palabra «aprendizaje» por la palabra «cambio», aunque incluso entonces podríamos decir que en educación no perseguimos simplemente un cambio; en ocasiones, el trabajo que hacemos como educadores es intentar asegurar que los alumnos no cambian, sino que permanecen en el «camino estrecho», por así decir.

Esto me lleva entonces a la pregunta del porqué del señalar, es decir, la pregunta de cuál es realmente el sentido del señalar educativo. Lo que está muy claro es que señalar no tiene que ver con control. Uno podría decir que aquí radica la belleza del gesto de señalar. Dice «¡Mira ahí!», e incluso dice «Tú, ¡mira ahí!», pero no obliga al alumno a mirar ahí y no determina lo que el alumno debe hacer una vez que ha centrado su atención en lo que hay «ahí». En este respecto, el gesto de señalar no es solo un gesto abierto, sino un gesto de apertura, ya que «abre» el mundo al alumno y, como he indicado anteriormente, en la misma «jugada» también «abre» al alumno al mundo. Por tanto, lo que hay en juego en este gesto –como Prange señala en su discusión de la moralidad de señalar– es la libertad del alumno. Esta no es, me gustaría añadir, la libertad de que el alumno haga lo que quiera, en la que el mundo es solo un instrumento o un campo de juego para los deseos del alumno. Es más bien la libertad de existir como sujeto «en» y «con» el mundo, no solo persiguiendo los propios deseos, sino también, ante todo, conociendo el mundo y descubriendo lo que el mundo puede estar pidiéndonos.

Una conclusión que puede extraerse de todo esto es que, en un sentido bastante profundo, la forma de la educación-como-señalar ya «contiene» una preocupación por la libertad del alumno, y que esto revela algo acerca de la integridad de la educación porque, cuando esta libertad se niega –cuando la diferencia entre la operación de la enseñanza y la operación del aprendizaje se olvida o se erradica–, la educación se convierte en otra cosa, en algo profundamente no educativo. En este sentido, podríamos decir incluso que la propia forma de la educación ya resiste cualquier intento de convertir la educación en un instrumento «perfecto», lo que podría sugerir incluso –pero abro esto a discusión– que la educación, si se mantiene fiel a su forma única y adecuada, puede tener una resistencia integrada a los intentos de instrumentalización y mercantilización. A su vez, esto sugiere que, en lugar de luchar únicamente por el programa educativo correcto o adecuado –lo que, en sí mismo, no carece de importancia–, es asimismo absolutamente crucial que defendamos la forma de la educación en sí misma y no pensemos en la forma de la educación como algo contingente y práctico, algo que solo tiene que ver con el «cómo» de la educación –con cómo enseñamos–, pero que, en sí misma, no tendría ninguna significación.

Por lo tanto, la conclusión que deseo extraer es que la forma de la enseñanza importa, no en el sentido técnico de que los profesores han de ser competentes en la enseñanza, sino en el sentido altamente político de que la integridad de la educación se encuentra precisamente en la forma de su ejecución. Aunque esta idea no pueda por sí misma impedir las incursiones neoliberales en el dominio de la educación, me gustaría sugerir que un enfoque en la forma abre un terreno diferente para combatir los intentos de instrumentalización de la educación y, por tanto, abre un terreno diferente para combatir la reducción de la enseñanza a una cuestión técnica y la reducción de los profesores a meros técnicos.

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Dirección de contacto: Centre for Public Education and Pedagogy Faculty of Social Sciences. Maynooth University. Co Kildare, Ireland. E-mail: gert.biesta@mu.ie; gert.biesta@ed.ac.uk


1 Una primera versión de este artículo se presentó durante el simposio internacional “Exploring What Is Common and Public in Teaching Practices” celebrado en línea los días 24 y 25 de mayo de 2021, como parte de las actividades del proyecto de investigación #LobbyingTeachers (referencia: PID2019-104566RA-I00/AEI/10.13039/501100011033). La traducción al español de esta versión final ha sido financiada como parte de la estrategia de internacionalización del mismo proyecto.

2 El uso de la palabra «integridad» no trata de sugerir que hay alguna verdad eterna y divina sobre lo que la educación es y no es. Más bien trata de plantear la cuestión de en qué punto podríamos sentir que lo que se pide de la educación va en contra del propio «sentido» de la educación. Esta cuestión no es muy distinta de las que se encuentran los médicos cuando se les pide, por ejemplo, realizar una operación estética que es técnicamente posible, pero parece no tener sentido desde un punto de vista médico. Creo que es importante plantear la cuestión, pero, naturalmente, soy consciente de que será un tema de continuo debate.

3 La palabra alemana «zeigen» puede traducirse como «señalar» y «mostrar». La traduciré como «señalar» porque creo que es la traducción más «descriptiva» de «zeigen», mientras que «mostrar», en cierto sentido, hace referencia a la intención particular de señalar. En otras palabras: la clave de «señalar» es que busca mostrar algo a alguien, así que, en este sentido, mostrar está contenido en señalar. La otra cuestión de traducción que es importante aquí concierne a la palabra «educación», que utilizaré, al hacer referencia a Prange, como traducción de la palabra «Erziehung». Prange deja perfectamente claro que sus argumentos tratan sobre «Erziehung», no sobre «Bildung» (véase Prange 2012b, p. 111). Para una exploración de la distinción entre «Erziehung» y «Bildung», refiero al lector a Biesta 2020b).

4 En muchos casos, uno podría interpretar lo que Prange escribe sobre educación como un enfoque de la enseñanza. Como quiero mantenerme próximo al original alemán –véase la nota al pie anterior–, en la mayoría de los casos utilizaré la palabra «educación» en lugar de «enseñanza».

5 Mientras que en el contexto alemán, y en muchos otros países de Europa continental, la educación se estableció como una disciplina académica, la configuración principal de la educación en el mundo anglófono parece ser la de un campo de estudio aplicado y en cierto sentido «práctico»; véase Biesta (2011) para una reconstrucción.

6 Los ejemplos de Prange son quizá algo extraños, porque podría argüirse que caminar, por ejemplo, no es algo en lo que uno necesite educación, mientras que leer, escribir y hacer operaciones aritméticas sí parecen logros que requieran educación. El habla parece estar a medio camino, ya que no es algo que necesite educación, pero sí puede mejorarse por medio de la educación.

7 Soy consciente de que esta formulación es un poco vaga, pero lo es porque no quiero confinar lo que sucede en educación a cuestiones de transmisión de conocimiento por parte del profesor –que es el motivo por el que creo que «tema» es una palabra más interesante– y tampoco quiero reducir el trabajo del alumno o aquello que el alumno puede «obtener» de la enseñanza a cuestiones de aprendizaje. Volveré a esto más adelante.

8 Las ideas de Prange aquí coinciden con la forma en la que Benner ha definido recientemente la enseñanza como el arte de redirigir la mirada de otro (Benner lo formula en alemán como «die Kunst der Umlenkung des Blicks»; véase Benner 2020, p. 21). Para ello, Benner alude a la alegoría de la caverna en La República de Platón (para una discusión detallada, véase Benner 2020, pp. 15-23), donde la enseñanza se describe como el «giro del ojo del alma» (Platón, 1941, p. 232). Benner, en su discusión de Platón, enfatiza que este redireccionamiento no es causado por la enseñanza y tampoco puede ser impuesto por la enseñanza (véase ibid., p. 17), lo que implica que, como mucho, puede ser evocado por la enseñanza. Mientras que Benner aborda la enseñanza en términos del (re)direccionamiento de la mirada del alumno y, por tanto, aborda la enseñanza ante todo en términos de mirar, un término ligeramente más amplio que resulta útil aquí es el de la atención, pues uno podría argumentar que el gesto básico de la enseñanza es el de intentar (re)dirigir la atención del alumno hacia algo (véase también Rytzer 2017).

9 Prange y Strobel-Eisele (2006, capítulo 2) sugieren en su libro sobre las formas de acción educativa que señalar es la forma educativa básica (en alemán, «Grundform»), y entonces distinguen entre cuatro formas de señalar: el señalar ostentoso («ostentativ») (que conectan con practicar); el señalar representativo (que conectan con presentar); el señalar evocativo (que conectan con invocar); y el señalar reactivo (que conectan con el feedback).

10 En alemán: «Allein durch den Bezug auf das Lernen gewinnt das Zeigen eine erzieherische Bedeutung» (Prange 2012a, p. 67).

11 Para Prange, este es también un motivo para ser muy crítico con la idea de que es posible investigar el propio aprendizaje, y más aún con la idea de que la educación debería basarse en los hallazgos de dicha investigación (véase Prange, 2012b, pp. 172-173).

12 Agrego «educativo» «aquí» para destacar que la discusión de Prange no trata sobre el bien de señalar en general, sino del bien de señalar como acto educativo.