El sentido de enseñar historia

The meaning of teaching history

10.4438/1988-592X-RE-2025-408-684

Antonio Fco. Canales

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0002-7035-1194

Carlos Martínez Valle

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0002-9016-4433

El sentido de enseñar historia

La Historia ha sido un componente central de los currículos escolares. Históricamente, su principal misión fue suministrar el relato épico de una comunidad en pugna por su existencia desde el origen de los tiempos. Respondía así a la pretensión nacionalizadora de los sistemas educativos nacionales del siglo XIX y a su voluntad de crear franceses, italianos o españoles. Al imaginario geográfico delimitado por fronteras estrictamente políticas se añadía para cada niño o niña un devenir colectivo que dotaba de sentido a la comunidad política presente, cohesionada culturalmente en las asignaturas de lengua y literatura. Un territorio, una lengua y un pasado constituían los pilares sobre los que construir la nación desde la escuela.

La evolución de la historiografía y de las sociedades que la producen cambiaron la posición y función de la Historia en el conjunto del curriculum escolar. Por un lado, pareciera que la Historia ha perdido al menos parte de su predicamento en la escuela con el afianzamiento de los estados y la consolidación de sus fronteras, fenómenos que han sido centrales en la promoción de la globalización y las organizaciones supranacionales donde conviven antiguos enemigos, hoy socios con intereses comunes. Veremos si las diversas fracciones de los populismos y nacionalismos reaccionarios y las oligarquías económicas resucitan las historias nacionales u optan por enterrar la Historia como instrumento demasiado crítico y multidimensional. En este monográfico, el artículo de Sébastien Ledoux nos presenta la reacción nacionalista a la cosmopolita memoria del Holocausto propuesta por la Unión Europea como una base para construir una ciudadanía paneuropea basada en los derechos humanos y el respeto a las minorías.

Por otro lado, la manera de hacer Historia que subyacía a la Historia política escolar se vio fuertemente cuestionada desde mediados del siglo XX y fue finalmente desplazada del campo disciplinar por la Historia Social. La llegada de la Historia Social a la escuela habría arrinconado a la vieja Historia política de los grandes hombres, sus sucesiones, sus leyes y sus batallas y los agravios de los enemigos de allende las fronteras, en favor de un planteamiento centrado en la estructura social. No obstante, habría que evaluar en qué medida este desplazamiento ha sido más legal que real. Incluso en aquellos países en los que se llegó a proponer de una manera articulada, como en los Estados Unidos, antes de los Annales, una Historia progresiva basada en los problemas sociales y conexa con las ciencias sociales parece que nunca llegó a las aulas o bien fue desplazada por otros conocimientos sociales, como bien muestra Daniel Berman en este monográfico. Dos problemas se entremezclan aquí; por un lado, como sabemos por Antonio Viñao o Agustín Escolano, la cultura escolar mantiene una inercia que la hace bastante refractaria a los cambios curriculares y a la transformación de las prácticas docentes. Por otro lado, perece que el grado de simplificación y modelación que exige la Historia escolar se compadece mal con la complejidad de los debates historiográficos, las fuentes, los métodos y los productos de la Historia social. Estas resistencias a la transformación de contenidos y prácticas explican el interés, por ejemplo, por las representaciones de los docentes que marcan los contenidos y formas de tratar la materia estudiadas en el artículo de Jorge Ortuño, Ilaria Bellatti y Sebastián Molina.

Pero antes de que la Historia Social tuviera tiempo de trasladarse al ámbito educativo, el desafío postmoderno hizo temblar los cimientos de la propia disciplina. Nuevas voces de nuevos colectivos conforman en la actualidad una polifonía impugnante de relatos sobre el pasado que, muy lejos del orden unidireccional de la epopeya nacional, se perfila como una masa evanescente de confusos perfiles en continua transformación. Esta pluralidad de voces en el debate social sobre la Historia y la Memoria dificulta establecer acuerdos académicos que guíen la Historia en la escuela y dificultan la deseable síntesis de Historia Social y Cultural. Esta falta de acuerdo y dirección intelectual habría resultado en un reforzamiento de las formas más tradicionales de la Historia escolar basada en la Historia política.

El tercer elemento que explica la precaria posición de la Historia es que la Memoria parece haber tomado gran parte del papel reivindicativo, crítico y de construcción de la ciudadanía que tradicionalmente se adjudicaba a la Historia. Aunque la Memoria, por su alta emocionalidad, pueda marcar a los estudiantes más profundamente que la Historia, no está exenta de los problemas de rutinización cuando se usa en programas educativos escolares o sociales, como revelan los recientes resultados electorales en Alemania, mientras que es más dada a manipulaciones, como muestra Hungría, y puede llegar a ser tan contraproducente como la Historia, como advierten David Rieff, Michal Bodeman o Pankaj Mishra, entre otros.

Estas transformaciones ponen sobre la mesa la pregunta acerca del sentido de la enseñanza de la Historia en nuestras escuelas e institutos. ¿Juega todavía la Historia algún papel en la conformación de nuestras sociedades y de sus pautas de funcionamiento? ¿Vamos a sustituir el viejo relato nacional impugnado por una arqueología axiológica que garantice la solvencia moral de aquellas personas o colectivos que consideramos dignas de ser incluidas en el olimpo de la Memoria? ¿Tiene todavía algún sentido transmitir una visión del pasado basada en grises procesos sociales que han conducido hasta el presente? ¿No sería, acaso, más democrático y plural dotar a las nuevas generaciones de recursos retóricos para impugnar y participar en igualdad de condiciones en la batalla por la narración de un pasado sentido acorde a su agenda política en cada momento? Este monográfico pretende ofrecer un abanico de posiciones sobre todas estas cuestiones.

Agustí García Larios, Andrea Tappi y Javier Tébar abordan las relaciones entre la Historia como disciplina y la enseñanza de la Historia desde la premisa de que resulta necesaria una renovación disciplinar para responder a las demandas de la sociedad. Parten, por tanto, de una crisis de la Historia, ilustran los cambios sociales que han provocado la caducidad de una forma de trabajar el pasado y exploran a las dimensiones que deberían tener las “reparaciones” a realizar en la disciplina, en términos de Fontana. Señalan que, paradójicamente, el interés social por el pasado no ha disminuido, sino que está siendo satisfecho por otros agentes ajenos a la academia y por la proliferación incontrolada de información en las redes sociales, con su multiplicación exponencial de información sin validación académica. Su propuesta es recomponer el vínculo de la Historia con la planificación política y el debate público sobre el futuro a través de una Historia Global que vaya más allá de la Historia Comparada. Esta reubicación pone en primer plano la capacidad de preguntar, criticar y razonar. La priorización de estas destrezas conduce a una propuesta de enseñanza de la Historia que combine conocimientos factuales con estrategias cognitivas, en la línea de autores como Lévesque, Seixas y Morton. Concluyen así un recorrido desde la disciplina a su didáctica.

La reivindicación de la didáctica de la Historia constituye precisamente la principal conclusión del artículo de Elena Riva. Parte la autora del enorme reto que para las humanidades ha supuesto la emergencia de Internet y las redes sociales. La proliferación de información no contrastada, también tratada en el artículo anterior, mueve a Riva a defender la formación de humanistas digitales, capaces de desarrollar las potencialidades de las redes a la vez que preservar el rigor y el estatuto epistemológico de las disciplinas humanísticas, entre ellas, la Historia. Esta línea de reflexión la lleva a propugnar la formación de un nuevo profesorado que encare el reto de superar el etnocentrismo, producir nuevas narrativas digitales sobre el patrimonio e incluir nuevos agentes históricos, a la vez que establecer los límites de las demandas sociales sobre el conocimiento, como en el caso de la cultura de la cancelación. Todo ello remite a la didáctica de la Historia, un campo apenas desarrollado en Italia, a pesar de la reciente inclusión de nuevos requisitos en los procesos de selección de profesorado, y que la autora reivindica.

El artículo de Antonio Fco. Canales desarrolla esta idea de preservación del rigor y el estatuto epistemológico para plantear una distinción tajante entre la enseñanza de la Historia como disciplina y sus aplicaciones para la formación de ciudadanía. Para ello realiza una caracterización objetivista y realista de la disciplina basada en las operaciones propias del oficio consensuadas por los historiadores. Esta concepción restringida le permite distinguir la Historia de otros discursos y formas de conocimiento del pasado y también de sus usos, incluida la memoria histórica. Desde esta perspectiva defiende que la finalidad de la enseñanza de la Historia es desarrollar la mirada del historiador y el tipo de conocimiento asociada a ella, el pensamiento histórico, en la línea de las propuestas ya citadas por los autores del primer artículo, y considera que la insistencia en la finalidad formadora de ciudadanos no es más que una reminiscencia de las viejas lecciones de la Historia, por otro lado, paradójicamente denostadas de entrada por todos los autores. Mantiene el autor que la formación de ciudadanos es una misión educativa colectiva y que, si se insiste en una adscripción disciplinar, esta debería ser la acosada Filosofía y no la Historia.

El texto de Sébastien Ledoux, como se indicó, entra de lleno en esta misión de formación cívica de la Historia y dibuja una panorámica de la evolución de los planteamientos imperantes en las últimas cuatro décadas. Señala el autor la emergencia en los años ochenta de un nuevo proyecto educativo centrado en la memoria del pasado criminal y en las víctimas de la violencia pasada como base de una educación para la tolerancia y la democracia. En Europa Occidental este planteamiento supuso colocar a las víctimas del Holocausto en primer plano. El modelo incluía una dimensión emocional para la que resultaban claves las visitas a los lugares de memoria. Argumenta el autor que este modelo basado en la multiperspectividad y la interactividad se extendió en los noventa a los países del Este que salían del comunismo. En última instancia, se trataba de un intento de abordar la conflictivas y traumáticas relaciones entre Estados y entre los Estados y sus minorías desde una nueva gramática educativa centrada en el reconocimiento y la superación de estos conflictos en una perspectiva reconciliadora. Sin embargo, este modelo se vio pronto cuestionado. En el nuevo siglo comenzó a manifestarse la insatisfacción ante estas matrices narrativas que establecen una profunda ruptura del horizonte temporal antes centrado en el Progreso y ahora marcado por la contingencia y la incertidumbre, que además son consideradas desfundamentadoras de la nación. El autor muestra los síntomas de este cambio en Japón, en países del Este como Rusia y Polonia, pero también en Francia, con la ley de 2005 que proponía el reconocimiento de la contribución a la nación de los colonos franceses en la Argelia colonial.

Nurit Peled-Elhanan aúna en su trabajo tanto esta doble dimensión nacionalizadora y de interés por las víctimas. Concretamente, desarrolla un análisis de la representación de las víctimas del Holocausto en los libros de texto israelíes, desde un análisis de semiótica social. Defiende la autora que el papel de estas víctimas en la construcción de la identidad israelí no fue central hasta el revés de la guerra de 1973, fecha a partir de la cual el Holocausto devino uno de esos “traumas elegidos” que conforman la identidad de una colectividad. Desde esta perspectiva, la autora analiza la selección de fotografías de los libros de texto y sus significados, y somete a crítica su descontextualización y recorte con el fin de producir iconos altamente significativos. En el texto verbal estudia las narrativas deshumanizadas pretendidamente objetivas en el marco del recuento histórico y las ilustra en el análisis de las fases que llevaron de la ejecución directa al uso masivo del gas. Finalmente, el artículo entra en el segundo elemento clave en la configuración de la identidad israelí que se basa en una representación de los palestinos estereotipadamente racista que promueve su deshumanización, cosificación y nazificación con una clara intencionalidad política. En general, la autora subraya la victimización que subyace a la identidad israelí frente a otros componentes políticos e ideológicos como el sionismo y la imposibilidad de esa sociedad de alcanzar la madurez política de una ciudadanía verdaderamente democrática como consecuencia de un adiestramiento mental y emocional para vivir con miedo.

El artículo de Daniel Berman introduce un giro muy oportuno, pues explora cómo la Historia puede arrojar luz sobre sí misma al examinar desde un punto de vista histórico la enseñanza de la Historia, concretamente en el periodo de entreguerras en Estados Unidos. El autor pone sobre la mesa la extensa insatisfacción existente en ese momento con la manera de enseñar Historia en las nuevas High Schools, en rápida expansión, y el amplio debate al que dio lugar. Su exposición muestra que el tipo de cuestiones que nos planteamos en la actualidad no resultan, en realidad, tan nuevas como creemos. Pero señala además una segunda característica mucho más preocupante en caso de poder establecerse un paralelismo con nuestros días: la escasa incidencia en la práctica docente de ese amplio debate. Toda esa discusión resultó tangencial, pues, en última instancia, la Historia siguió enseñándose como una sucesión de acontecimientos políticos que había que memorizar a partir de libros de texto. En su intento de explicar esta esterilidad, el autor baraja dos elementos que constituyen un verdadero aviso a los navegantes de la renovación actual. De un lado, la falta de formación disciplinar del profesorado, que le convierte en altamente dependiente del libro de texto, y las batallas ideológicas, ahora culturales, sobre los contenidos a enseñar.

Finalmente, el monográfico incluye dos estudios empíricos relacionados con la didáctica de la Historia, ambos en el caso español. Si, como pone de manifiesto Daniel Berman en el artículo anterior, la formación del profesorado fue uno de los obstáculos para llevar la Historia de carácter social propuesta por el movimiento progresista a las aulas, resulta necesario analizar, para revisarlas críticamente, las representaciones sociales del profesorado. Esto es lo que hacen Jorge Ortuño, Ilaria Bellatti y Sebastián Molina en su artículo, en el que estudian la representación social que tienen los futuros maestros de primaria de hechos y personajes de la Historia para identificar sus emociones y valores. Los autores señalan como principal resultado de su investigación el mantenimiento de la visión tradicional androcéntrica, política y socio-céntrica del pasado entre el futuro profesorado. Con el fin de modificar esta situación, los autores proponen replantear las estrategias para la enseñanza de la Historia haciendo hincapié en la multiperspectivad, la contextualización de los personajes y acontecimientos históricos, y la inclusión de personajes tradicionalmente silenciados.

Enrique Javier Díez y Mauro Rafael Jarquín, por su parte, realizan una investigación sobre el conocimiento del alumnado de secundaria de la Guerra Civil, la represión franquista y la lucha antifranquista. Desde el planteamiento del pacto del olvido que subyace a los impulsores de la recuperación de la memoria histórica en España, los autores ilustran empíricamente la existencia de un amplio desconocimiento de estas cuestiones por parte del alumnado, ya sea porque estos temas se sitúan al final del temario y no queda tiempo para impartirlos o, más bien, por una determinada posición del profesorado ante la memoria de estos acontecimientos traumáticos. Añaden los autores que sobre la Guerra Civil, la cuestión más conocida de las tres, predomina una visión equidistante y de equiparación. En consonancia con el movimiento memorialista didáctico, los autores reivindican la recuperación de la memoria histórica con el fin de contrarrestar un relato tergiversado y, además, transmitir un imaginario colectivo de defensa de la verdad, la justicia y la reparación como base de la democracia.

Múltiples perspectivas y enfoques críticos que son difíciles de sintetizar y a los que resulta todavía más difícil ofrecer respuestas. En general, predomina en los artículos la idea de una crisis de la Historia como disciplina que debe abordarse como paso previo a la discusión sobre su enseñanza. Parece haber consenso en la necesidad de dar voz a colectivos tradicionalmente silenciados y superar el carácter etnocéntrico de la Historia tradicional. Estos retos se complementan con el gran desafío que supone Internet y las redes sociales. Frente a este, los autores tienden a decantarse por el rigor en el tratamiento de la información que garantiza la disciplina. No resulta extraño, pues, que tanto el artículo de García Larios, Tappi y Tébar como los de Canales y Ortuño, Bellatti y Molina se decanten explícitamente por la propuesta didáctica de enseñar a pensar históricamente, una posición en la que viene también a situarse Elena Riva. Todos ellos parecen resistirse a abandonar los valores disciplinares, mientras que Diaz y Jarquín, por el contrario, parecen alinearse explícitamente con las posiciones abiertamente formadoras de ciudadanía, un plano en el que también se mueve Ledoux.

Si no parece detectarse un consenso en cuanto a la disciplina, menos aún cabe plantear un avance significativo en la respuesta a las cuestiones inicialmente planteadas, más allá de la común llamada de atención sobre la formación de los futuros profesores de Historia. Más que respuestas los artículos hacen emerger nuevas e inquietantes preguntas. La salida a la crisis de la Historia parece ahondar en el paradigma de la Historia Social, pero ¿en qué medida supone esto ignorar las propuestas más políticas, sociales o emocionales y renunciar a valorar su incidencia en la enseñanza de la Historia? En el mismo sentido, demos voz, sin duda, a los colectivos silenciados, pero ¿y qué papel otorgamos al en otra hora abominable anacronismo? En otros términos, ¿cómo enseñar a pensar históricamente desde premisas anteriormente consideradas como un atentado contra la propia disciplina? Finalmente, ¿cuál el sentido último de la unánimemente reivindicada superación del etnocentrismo? ¿Defendemos una visión global de la Historia universal con el consiguiente desplazamiento de su liderazgo o se trata de dar democráticamente juego a todos a pesar de que no desempeñen papel determinante alguno? ¿Por qué es importante para un alumno español de origen senegalés incluir al Senegal en esta visión global si sus condiciones de existencia ya no dependen de lo que suceda o haya sucedido en ese país? Y peor, ¿en qué medida esta buena intención de inclusión no supone la más cruda exclusión dejando claro que, por encima de documentos y ciudadanías, él no es de aquí? En última instancia, ¿no estamos dando por muerto demasiado pronto al denostado Estado-Nación, cuando en la práctica sigue siendo el agente determinante para la vida o la muerte, la prosperidad o la ruina, la felicidad o la desdicha de las personas?

Al margen de la pertinencia que otorguemos a estas nuevas preguntas, y a muchas otras que surgen de la lectura de los artículos, lo que deja claro este monográfico es la necesidad de seguir reflexionando y dialogando sobre cuestiones para las que probablemente nunca encontremos una respuesta definitiva. Pero ¿qué otra cosa es la educación sino un continuo replanteamiento de las certezas adquiridas?