https://doi.org/10.4438/1988-592X-RE-2025-410-709
Climent Giné
Emeritus Professor. Universitat Ramon Llull
https://orcid.org/0000-0001-5413-2947
El objetivo del artículo es dar cuenta de los avances en la atención al alumnado con necesidades educativas especiales a lo largo de los últimos cincuenta años; nos referimos al colectivo de alumnos y alumnas tradicionalmente atendidos en lo que se conoce como educación especial, sea en centros de educación especial sea en centros ordinarios. Para ello, más que centrar el discurso en las distintas condiciones de discapacidad y/o problemas del desarrollo, nos puede ayudar en el análisis servirnos del enfoque ecológico sistémico del desarrollo, que contempla a todas las manifestaciones de diversidad y a los distintos contextos educativos en los que viven y se desarrollan los alumnos y alumnas. En primer lugar, se analiza la evolución de la cultura y de los valores de la sociedad española respecto de las diferencias individuales en estos años y su impacto en la legislación y en las políticas de la administración (macrosistema). A continuación, nos ocuparemos de la contribución de los distintos agentes, internos y externos, y del entramado de servicios de la comunidad, a la educación y desarrollo del alumnado con necesidades educativas especiales (mesosistema). Finalmente, se describen los cambios en las prácticas educativas (microsistema) desde la exclusión hasta el reconocimiento del derecho de todo el alumnado, sin importar sus condiciones particulares, a ser bienvenido y escolarizado en los centros ordinarios; se prestará atención a cuestiones como el acceso, la evaluación de las necesidades educativas especiales, la propuesta educativa, los niveles y medidas de apoyo, las transiciones, la participación de las familias, y la formación inicial y continuada del profesorado. Acabamos con algunas reflexiones sobre la amenaza que supone para el progreso de la educación inclusiva, el avance de las políticas neoliberales y conservadoras.
educación inclusiva, derechos, alumnos con necesidades educativas especiales, centros de educación especial, evaluación, niveles de apoyo, participación de las familias, formación inicial, formación continuada
The aim of this article is to report on the progress made in providing care to students with special educational needs over the last fifty years; we are referring to the group of students traditionally cared for in what is known as special education, whether in special education schools or in regular schools. To do this, rather than focusing the discourse on the different conditions of developmental problems, we can use the ecological systems approach to development in the analysis, since it encompasses all the manifestations of diversity and different educational contexts in which students live and develop. Thus, firstly, we will analyse the evolution of the culture and values of Spanish society with respect to people with disabilities in these years and their impact on legislation and administration policies (macrosystem). Next, we will deal with the contribution of the different agents, internal and external, and the network of community services in the education and development of students with special educational needs (mesosystem). Finally, the changes in educational practices (microsystem) are described from exclusion to the recognition of the right of all students, regardless of their particular conditions, to be welcomed and educated in mainstream schools. Attention will be paid to issues such as access, assessment of support needs, the curricular proposal, modalities and types of support, transitions, family participation, and initial and in service teacher training. We conclude with some reflections on the threat that the advance of neoliberal and conservative policies poses to the progress of inclusive education.
En este monográfico dedicado a los cambios en la educación en las últimas cinco décadas, nos ocupamos de los avances en la respuesta educativa al alumnado con necesidades educativas especiales, tradicionalmente referido como alumnado de “educación especial”. No es tarea fácil llevar a cabo en unas pocas páginas esta revisión histórica, dadas las diferentes variables y dimensiones a considerar, por lo que nos vemos en la necesidad de adoptar un redactado sintético de los distintos apartados que, en justicia, merecerían un análisis más detallado.
Una primera cuestión, tiene que ver con el procedimiento a seguir. Es decir, si el relato se ciñe a las discapacidades tradicionalmente consideradas por la comunidad científica (intelectuales, auditivas, motrices, …) o si es preferible centrar el análisis en los aspectos comunes que de una u otra forma se dan en las distintas discapacidades y/o problemas del desarrollo. Una visión transversal parece más acertada y sensible a los aspectos que comparten todas las manifestaciones evolutivas de la diversidad humana.
El enfoque ecológico sistémico del desarrollo (Bronfenbrenner, 1987), aparte de ser coherente con las posiciones más sólidas en la comprensión del desarrollo y, por tanto, de sus posibles condiciones, nos ofrece un marco en el que puede llevarse a cabo nuestro propósito y organizar el discurso. Así pues, en primer lugar, se analizará la evolución de la cultura y de los valores de la sociedad española respecto de las personas con discapacidad y/o problemas en el desarrollo en estos años y su impacto en la legislación y en las políticas de la administración (macrosistema). A continuación, se abordarán aquellos elementos del mesosistema que tienen un impacto en la educación y desarrollo del alumnado con necesidades educativas especiales, como son los distintos agentes del sistema educativo, internos y externos a los centros, y el entramado de servicios (sociales, sanitarios, …) existentes en la comunidad. Finalmente, nos centraremos en los cambios habidos en las prácticas educativas (microsistema) desde la exclusión del sistema educativo a mediados del siglo pasado hasta el reconocimiento del derecho de todo el alumnado, sin importar sus condiciones particulares, a ser bienvenido en los centros ordinarios (CO) y a alcanzar los objetivos establecidos con carácter general en el currículo, con los apoyos necesarios; se prestará atención a cuestiones como el acceso, la evaluación de las necesidades educativas especiales, la propuesta educativa, los niveles y medidas de apoyo, las transiciones, la participación de las familias, y la formación inicial y continuada del profesorado.
El artículo se cierra con una reflexión sobre la amenaza que supone, para el progreso de la educación inclusiva, el avance de las políticas neoliberales y conservadoras que ocupan importantes espacios de poder en todo el mundo.
Exclusión, institucionalización y capacitismo
La concepción que hoy en día tiene la sociedad de las personas con discapacidad, y que condiciona el trato que se les dispensa, es fruto de una lenta y progresiva evolución de diferentes variables en las que confluyen aspectos de naturaleza distinta, aunque interrelacionados. En efecto, los avances en la investigación (en el ámbito de la educación, la psicología, diversas ramas de la medicina, el derecho y la sociología), una mayor sensibilidad por los derechos de las personas, un mayor reconocimiento de las capacidades de las personas con esa condición, la lucha de las asociaciones que velan por los intereses de los afectados, y la toma de posición de diversos organismos internacionales, de los gobiernos y de las administraciones educativas, han tenido un impacto positivo en la evolución de la concepción de la discapacidad hasta nuestros días (Giné et al., 2021).
Sin embargo, la situación de las personas con discapacidad (PD), desde mediados del siglo XX, ha estado caracterizada por la exclusión, la institucionalización y el capacitismo. En efecto, las PD habían sido apartadas de la sociedad y confinadas en grandes instituciones asilares u hospitalarias en régimen de internado. La atención que recibían era fundamentalmente de tipo asistencial y obedecía a una progresiva concepción caritativa de la actuación pública en este campo, donde los aspectos asistenciales pasaban por delante de cualquier otra consideración de tipo social o educativa que, en muchos casos, ni tan siquiera se llegaba a plantear. Cuando a partir de los años sesenta del siglo pasado, dado el deterioro que la institucionalización causaba a estas personas, algunos profesionales, sobre todo del ámbito de la medicina, sintieron la necesidad de ir más allá de la asistencia y la medicalización y, por tanto, de proveer algún tipo de atención/formación, ésta se organizó en base al modelo médico- rehabilitador y con criterios de especialización. La discapacidad se entendía como un “problema” del individuo, una enfermedad, que requería de alguna forma de terapia rehabilitadora llevada a cabo por un especialista.
Este interés inicial por la educación y formación de estas personas, tanto conceptualmente como en la práctica, respondió a un modelo más bien terapéutico, rehabilitador, dando paso así a lo conocido como “pedagogía terapéutica” que ha caracterizado la respuesta educativa a estas personas en las instituciones que, poco a poco, (mayoritariamente en los años setenta y ochenta del siglo pasado), adoptó el formato de escuela, iniciando así una mayor sensibilidad por las necesidades educativas de estas personas.
En este sentido, y en la lógica del modelo clínico, se impuso el criterio de que la mejor atención a las personas con “deficiencias” podía prestarse en centros especializados (llamados centros de educación especial - CEE) y, por tanto, distintos de los centros educativos ordinarios y, a menudo, alejados de la comunidad. Las consecuencias del uso del modelo médico (Giné et al., 1989) y de la especialización son evidentes y perduran todavía hoy. El uso de este modelo se extendió tanto a la evaluación –diagnóstico– de cualquier problema del desarrollo como a la orientación y el “tratamiento”. Desde el punto de vista de la evaluación (diagnóstico) se creía que la manera más eficaz para decidir la atención educativa era medir el alcance del problema (déficit) a través del cociente intelectual que proporcionaban los test de inteligencia, de escasa o nula relación con el contexto donde se desarrollaba la vida y la educación de estas personas, y que normalmente conducía a alguna de las categorías diagnósticas acuñadas al efecto. La categorización en base al déficit (límite, ligero, moderado, severo y profundo), que lleva al “etiquetado” de las personas, con la pretensión de dar a conocer el origen y las causas de los posibles trastornos, ha tenido y tiene unas profundas consecuencias en la organización de lo que se conoce como “educación especial” y en las expectativas de la sociedad. En efecto, la categorización en base al déficit, el etiquetado, constituye un enorme lastre en su educación, puesto que condiciona inevitablemente las expectativas de todos los que se relacionan con estas personas, enfatizando los aspectos negativos, favoreciendo su “depreciación” y limitando así considerablemente su desarrollo. Es lo que se conoce como “capacitismo”, es decir, el prejuició social contrario a las personas con discapacidad que lleva inexorablemente a su discriminación.
Al hablar de la evolución en la comprensión de la discapacidad, conviene tener presente que los cambios requieren tiempo, no suelen ser lineales y siempre quedan vestigios de concepciones y prácticas que parecían superadas. En nuestro país, la apuesta por la educación inclusiva de las personas con discapacidad se inicia en los años ochenta del siglo pasado con las políticas a favor de la integración y se extiende hasta nuestros días; está presidida por el principio de normalización y se caracteriza por la prevalencia del modelo educativo, en sustitución del modelo clínico. En efecto, los países más avanzados abandonaron la política de amparar un trato “especial” y segregado a este colectivo, abrazando el principio de normalización en la concepción y provisión de los servicios, y entre ellos el de la educación, para las personas con algún tipo de trastorno en su desarrollo. El punto de inflexión, sin duda, lo constituye la Ley danesa sobre retraso mental de 1959 cuando consagra la voluntad de “crear para los retrasados mentales una existencia tan cercana a las condiciones normales de vida como sea posible”. En este proceso de progresivo reconocimiento de los derechos de las personas con discapacidad, conviene señalar como un hito importante, la adopción por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1971, de la “Declaración de los derechos generales y especiales de los retrasados mentales”, de la que su primer artículo proclama que “la persona retrasada mental tiene los mismos derechos básicos que el resto de ciudadanos de su mismo país y edad”. Esta Declaración había sido firmada anteriormente en 1968 por la Liga Internacional de Asociaciones Pro Deficientes Mentales (Giné et al., 2021).
El principio de normalización, inicialmente formulado en la Ley danesa, ha sido el fermento de la profunda transformación de las creencias, políticas y prácticas de la sociedad sobre las personas con problemas del desarrollo en los países occidentales. Wolfensberger (1986, p.15), definía este principio como “el uso de medios culturalmente valorados que permiten vidas culturalmente valoradas”. Es decir, estas personas deben ser vistas y tratadas a partir de lo que la sociedad entiende que es valorado y deseado para todos, tanto en la educación, como en la salud, el trabajo, la cultura, y en definitiva, en la vida en la comunidad. Lo que la sociedad cree deseable para sus ciudadanos lo es también para las personas con discapacidad y/o problemas del desarrollo. El movimiento a favor de la desinstitucionalización, impulsado en EEUU por las asociaciones de familias en los años sesenta del siglo pasado y en Italia a través de la Ley 118 de 1971, por poner dos ejemplos, jugó un papel trascendente en la progresiva transformación de las políticas y de los servicios para las personas con discapacidad.
En el campo educativo, las consecuencias más directas del principio de normalización afectaron, por un lado, al entorno en el que se desarrollaba la acción educativa y, por otro, al proceso y a los contenidos de la educación. El principio de normalización, en definitiva, introdujo lo que se conoció en los años 80 en nuestro país como integración escolar y dio pie a un nuevo concepto de educación especial basado en los apoyos y no tanto en el déficit. Las condiciones particulares de los problemas del desarrollo se entendían como indicadores del tipo de apoyos que las personas necesitan para progresar. En consecuencia, la escuela debía ser capaz de adaptar la respuesta educativa a las características individuales, y por tanto diversas, de todo el alumnado y, entre ellos, de aquellos que presentaban algún tipo de problema en su desarrollo. En definitiva, este colectivo compartiría el proceso educativo junto con sus compañeros de barrio, ciudad o pueblo en la escuela de todos.
Los principios de normalización e integración informaron la legislación y políticas de muchos países y organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). En España, un hito en la educación especial fue la promulgación de la Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa; aunque anterior a los profundos cambios que habían de producirse una década después, por primera vez se reconocía el derecho a la escolarización del alumnado con discapacidad en CEE y en aulas especiales de los CO (artículos 49–53). La plena asunción de los principios de normalización, integración, sectorización e individualización llegó con la Ley 13/1982, de 7 de abril, de Integración Social de los Minusválidos (LISMI, 1982), en cuanto a las políticas generales; y, en el ámbito educativo, primero, con el Real Decreto 334/1985, de 6 de marzo, de ordenación de la Educación Especial y con la normativa publicada por las diferentes Comunidades Autónomas; y, posteriormente, con la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE, 1990).
La Declaración de Salamanca y el Marco de Acción de la UNESCO sobre Necesidades Educativas Especiales, adoptados en la Conferencia Mundial sobre Necesidades Educativas Especiales en 1994, firmada por 92 gobiernos y 25 organizaciones internacionales, constituye uno de los referentes más importantes del cambio que la educación de las personas con discapacidad ha experimentado en muchos países a finales del S. XX. Nos referimos a la escuela inclusiva que supone la apuesta más decidida y más coherente con la generalización del modelo educativo y el reconocimiento de los derechos de las personas con discapacidad y que se distingue conceptualmente de la integración escolar. En efecto, si cuando se habla de integración el énfasis se sigue poniendo en el sujeto que debe integrarse, en la inclusión el énfasis se pone en el contexto, es decir en la escuela, que deberá acoger a todos los alumnos, con independencia de sus características y condiciones, y adaptar su propuesta educativa y sus recursos a las necesidades particulares de cada uno de ellos. En definitiva, la Declaración de Salamanca fue pionera en su afirmación de que las escuelas inclusivas son el medio más eficaz para combatir las actitudes discriminatorias y fomentar sociedades cohesionadas.
Desde la Declaración de Salamanca, muchas han sido las iniciativas desarrolladas por los distintos países y organizaciones internacionales orientadas a promover una escuela de calidad para todos los alumnos. Los avances han sido claros (ALANA, 2016) aunque no homogéneos entre países y en cada país, así como también lo son las dificultades y la distancia que a menudo existe entre la legislación y la realidad de las escuelas. A modo de resumen de la situación de la educación inclusiva se pueden consultar los trabajos de la European Agency for Special Needs and Inclusive Education (2013; 2015).
Las Leyes de educación posteriores a la LOGSE (la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación - LOE; la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa - LOMCE; y la Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la LOE - LOMLOE) confirman el principio de equidad como eje fundamental del sistema educativo español. Dicho principio se materializa en una propuesta de educación inclusiva orientada a superar cualquier discriminación basada en las desigualdades asociadas a cualquier tipo de discapacidad o problema del desarrollo. En particular, la vigente LOMLOE establece que los alumnos y alumnas con necesidades educativas especiales deben ser incluidos en el sistema educativo ordinario, promoviendo la participación activa de todos los alumnos sin distinción. La LOMLOE hace un especial énfasis en la atención a la diversidad en todos los niveles educativos como principio fundamental, que supone asegurar los apoyos personales, materiales y tecnológicos necesarios para la participación y el éxito escolar de todo el alumnado y, en particular, de aquellos con necesidades especiales, mediante planes de apoyo individualizados.
Finalmente, el artículo 24 de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad de las NU (2006), ratificada por el Gobierno de España en 2008 y recogida en el preámbulo de la LOMLOE, reconoce el derecho de las personas con discapacidad a la educación; para hacerlo efectivo, los estados asegurarán un sistema de educación inclusivo en todos los niveles.
De todas maneras, como afirman Ainscow y Miles (2008), el progreso y los desafíos actuales para lograr que la educación sea inclusiva, requiere que las políticas vayan acompañadas de prácticas eficaces en el aula. Estos autores han analizado los avances de la educación inclusiva desde la Declaración de Salamanca; afirman que, si bien la idea de la inclusión ha ganado una amplia aceptación, la implementación práctica sigue siendo compleja y varía ampliamente según los contextos. El cambio hacia una educación inclusiva requiere, entre otros aspectos, de políticas (asignación de recursos, formación del profesorado, …) que estén alineadas con los principios de la inclusión; de la participación de la comunidad en la creación de escuelas acogedoras; de la racionalización de los servicios de apoyo; y del desarrollo de entornos donde cada estudiante se sienta valorado y apoyado en el logro de los objetivos establecidos para todo el alumnado.
En los últimos cincuenta años, la sociedad española, ya sea por iniciativa de los poderes públicos o bien de entidades (en general, asociaciones de padres y madres), ha atendido la educación del alumnado con necesidades educativas especiales a través de la provisión de un entramado de servicios (educativos, sociales, sanitarios) y ayudas que han tomado cuerpo de múltiples formas y que han ido variando de acuerdo con los marcos conceptuales prevalentes a lo largo de estos años.
Nos centraremos en este apartado en el análisis de los avances más significativos habidos en el sistema educativo, tanto relativos a los centros como a los distintos agentes, internos y externos a los mismos, organizados a modo de servicios de apoyo.
Sin duda, el avance más importante tiene que ver con el sentido y fines de los CEE como consecuencia de asumir los principios, primero de la integración y, posteriormente, de la inclusión.
Como se afirmaba en un trabajo anterior (Giné et al, 2005) a lo largo de los años setenta y ochenta del siglo pasado se produjo un auténtico aluvión de iniciativas para crear centros de educación especial para niños y jóvenes con discapacidad y/o problemas del desarrollo, sea por parte de la administración sea por iniciativa de asociaciones de padres, creadas casi siempre para promover, en un primer momento, la escolarización de sus hijos e hijas. La administración, las familias y la opinión pública fue favorable a una política de creación de centros que, dado el modelo clínico imperante, se rigió por el principio de “cuanto más especializado mejor”; así nacieron centros específicos para personas con discapacidad intelectual, física, auditiva, visual, problemas de adaptación social, etc. Este hecho, unido al de la carencia de liderazgo y planificación de la Administración Educativa, comportó la consolidación de una red de centros de difícil armonización, con claras duplicidades y lagunas en las diversas regiones y Comunidades Autónomas. Además, la negativa de los CO a aceptar esta demanda de escolarización, conjuntamente con otras variables, contribuyó de forma decisiva a que los CEE se constituyeran como una red paralela a los CO que rápidamente cristalizó.
La LISMI (1982) establecía como principio la normalización de los servicios para las personas con discapacidad. Los Decretos promulgados por el Ministerio de Educación y Ciencia (1985) y las Comunidades Autónomas, concretaron dicho principio mediante políticas de integración del alumnado con discapacidad y/o problemas del desarrollo, hasta donde fuera posible, en los CO. Esta decisión causó una profunda convulsión en el ámbito de la educación especial (entidades, profesionales, familias), provocando una crisis de identidad y de autoestima en los profesionales y en los titulares de los CEE que, en cierta manera, todavía perdura. Vieron que el alumnado al que se sentían preparados para enseñar, era ahora dirigido a los CO, quedándose en los CEE el alumnado con mayores necesidades de apoyo, cuyo cuidado y atención no se ajustaba, en opinión del profesorado, a sus conocimientos y funciones. Por otro lado, las políticas de integración llevaron a que, poco a poco, estos centros se consideraran por buena parte de las familias y de la sociedad como algo no deseable, con el riesgo de que pudieran convertirse progresivamente en un gueto condenado a su extinción.
Esta percepción de amenaza, compartida por buena parte de los profesionales y familias, se hizo más intensa a partir de la Declaración de Salamanca (1994). Las políticas adoptadas por más de un centenar de países, entre ellos España, a favor de la inclusión educativa constituían, en aquellos momentos, un serio riesgo para la continuidad de los CEE. Además, los CEE se sintieron abandonados por la administración al entender que esta priorizaba los recursos económicos, humanos y materiales para promover la inclusión. Así las cosas, los CEE consideraron poco a poco la necesidad de “reinventarse” y de explorar su lugar dentro del sistema educativo en el “nuevo” marco de la educación inclusiva. Por un lado, los CEE intentaron formarse y renovar su oferta educativa para responder a las necesidades de un alumnado cada vez más diverso, con distintas discapacidades, con mayores necesidades de apoyo en su aprendizaje, comunicación, relación y vida diaria (incremento significativo de alumnado con TEA, trastornos de conducta, problemas de salud, etc.). Por otro, la propia administración y los CEE eran conscientes de que éstos podían ser un activo para impulsar las políticas de inclusión, dada la experiencia, conocimientos y materiales que atesoraban. El potencial de los CEE debía capitalizarse a favor de que los CO pudiesen responder a las necesidades educativas del alumnado que progresivamente acogían en sus aulas.
Todo ello contribuyó a un nuevo imaginario que diera renovado sentido a los CEE que los llevó a ensayar diversas formas de colaboración con los CO de su entorno, entre ellas la “escolaridad compartida”. Sin embargo, la escolaridad compartida tenía sus propias limitaciones y, a menudo, era origen de insatisfacciones en ambas partes. En general, se trataba de experiencias particulares que no iban más allá del niño/a, el aula y los profesores de unos y otros centros implicados, pero que, a la larga, no parecían un sólido camino ni para definir el futuro de los CEE ni para la inclusión. Era necesario ir más allá y promover la transformación global de los CEE en un sistema de apoyo efectivo a los CO para que estos pudieran acoger al alumnado con necesidades educativas especiales y promover su participación y éxito académico, dando así cumplimiento a lo previsto en la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (UN, 2006) y en la adicional cuarta de la LOMLOE.
En síntesis, algunas experiencias llevadas a cabo en nuestro país (DINCAT, 2020; Manzano-Soto et al., 2021) nos muestran los esfuerzos que llevan a cabo los CEE y los cambios que habrían de caracterizar su transformación en centros de recursos para la inclusión:
Debe advertirse, sin embargo, que los avances en la transformación de los CEE en centros de recursos para la inclusión son aún pocos, desiguales entre las CCAA y costosos, dadas las resistencias de buena parte de los CEE y de sus familias, que no se han mostrado especialmente favorables a la propuesta contemplada en la adicional cuarta de la LOMLOE.
Para promover la incorporación del alumnado con necesidades educativas especiales en los CO, las administraciones educativas crearon servicios de apoyo y orientación, inicialmente externos, que atendían a los centros educativos de forma sectorizada. Dado que los servicios de apoyo y orientación son objeto de otro artículo en este monográfico, sería redundante desarrollar aquí este punto, por lo que, tan solo dejamos constancia de la trascendencia del papel que se atribuye a estos servicios para el avance de la educación inclusiva.
Uno de los aspectos sobre el que merece reportar avances en estos años es en la relación entre los servicios tradicionalmente vinculados a la educación especial y la comunidad.
Fruto de la “exclusión” y escasa visibilidad de las personas con discapacidad, que se ha comentado al inicio, la relación de los servicios de educación especial con la comunidad era más bien testimonial, de tolerancia teñida de compasión. Las políticas de integración e inclusión favorecieron la presencia de las personas con discapacidad en los centros educativos y, por extensión, en los espacios de ocio y vida de la comunidad. Si a esta realidad sumamos las políticas internacionales a favor del “mainstreaming” y la aceptación social de la diversidad, en general y en los medios de comunicación, nos encontramos con a una mayor “normalización” de las vidas de las personas con discapacidad en la sociedad española.
Esta respuesta social más favorable, hizo inevitable que las entidades del ámbito de la educación especial se abrieran a la comunidad, creando lazos con los distintos servicios y entidades locales (Ayuntamientos; centros culturales, como bibliotecas, teatros; equipamientos de ocio, deporte y tiempo libre).
La educación inclusiva no puede limitarse únicamente a los centros y aulas ordinarias; su fin último es promover la presencia y participación de los estudiantes con alguna condición particular de discapacidad en la comunidad. Y, en este sentido, promover “comunidades acogedoras” obliga a los municipios a construir espacios en la comunidad y crear redes más allá de los CEE y ordinarios, de modo que los estudiantes puedan interactuar con compañeros y compañeras con distintos orígenes, necesidades, capacidades y patrones de comportamiento. La exposición a la diversidad humana ayuda a todo el alumnado a reconocer sus puntos fuertes y debilidades; el alumnado -y lo que es más importante, la sociedad-, entiende que todo el mundo es valioso y merece un trato respetuoso y el reconocimiento por sus cualidades únicas (Uthus y Qvortrup, 2024).
La educación del alumnado con necesidades educativas especiales en el contexto escolar se concreta, fundamentalmente, en el trato que reciben los alumnos y alumnas (interacción con adultos y compañeros), mediado a través de los valores y creencias, a partir de la propuesta educativa que se vehiculiza en las prácticas profesionales. Los cambios en el trato han ido evolucionando de acuerdo con los avances en la comprensión de la discapacidad, que ha sido abordada en el primer apartado de este trabajo. Vamos ahora a ocuparnos de los avances en las prácticas profesionales a lo largo de las últimas décadas.
Por su complejidad y alcance, el análisis de las prácticas profesionales merecería una atención que va más allá de las posibilidades de este trabajo y nos obliga, por un lado, a priorizar algunos contenidos y, por otro, a sintetizar el discurso, aún a riesgo de dejar a un lado cuestiones importantes. Los contenidos de prácticas profesionales que se analizan, reflejan aquellos comúnmente tratados en estudios internacionales (UNESCO, 2020) y pueden concretarse en (1) acceso; (2) evaluación; (3) propuesta educativa y apoyos; (4) transiciones; (5) participación de las familias; y (6) formación inicial y continuada.
Las políticas y las prácticas en relación con el acceso del alumnado con necesidades educativas especiales a la educación, y más en concreto, a la escuela común, han experimentado un giro radical en estos años. Nos referimos, fundamentalmente, al reconocimiento del derecho de estos alumnos a la educación y a ser escolarizados en los distintos niveles del sistema educativo (LOMLOE; NU, 2006), aunque quede un largo trecho para que este derecho sea plenamente efectivo.
En efecto, aunque la Ley General de Educación (1970) contemplaba ya la escolarización del alumnado con discapacidad en las unidades de educación especial de los CO, la realidad fue que en estas aulas se ubicó al alumnado del propio centro que presentaban problemas de aprendizaje y/o de conducta, sin beneficio alguno para la escolarización de los alumnos con discapacidad. A estos se les negaba el acceso y eran inevitablemente dirigidos a los CEE que se multiplicaron en aquellos años.
No fue hasta la publicación de los decretos de integración citados y de la Declaración de Salamanca (1994) que se “normalizó” la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales en los CO. Tanto la normativa como las prácticas de admisión en estos centros, progresivamente, se han ido adaptando a la diversidad de necesidades presentes en el alumnado y, tanto en educación infantil como en primaria, el porcentaje de alumnado con necesidades educativas especiales ha ido creciendo progresivamente hasta nuestros días. Todo ello, ciertamente, no sin resistencias y desacuerdos por parte de algunos centros y familias, así como escaso entusiasmo y compromiso por parte de la administración. Con todo, el panorama, en cuanto al acceso a la educación de este alumnado, ha dado un vuelco en estos años, contribuyendo de forma decisiva a su valoración e inclusión social, a pesar del importante número de alumnos que permanecen en los CEE.
El análisis de las tendencias que se han producido en la
escolarización del alumnado
El cambio de mirada, del individuo al contexto, al que nos referimos en el apartado anterior, ha comportado también avances importantes en las prácticas de los profesionales. Examinaremos dichas prácticas según el entorno en el que se llevan a cabo, sea un CO o un CEE, aunque existe un amplio común denominador.
La atención al alumnado con necesidades educativas especiales en el CO se caracterizó, desde un inicio, por un protagonismo del profesorado especialista que, a partir de la valoración del alumno/a que les facilitaba el equipo de valoración/orientación, elaboraban el programa de desarrollo individual (que ha recibido distintos nombres a lo largo del tiempo y según la CCAA), para ser implementado casi siempre individualmente o en pequeños grupos, normalmente fuera del aula común. Esta atención se caracterizaba por las bajas expectativas y la escasa implicación del tutor/a del alumno/a del centro ordinario que consideraba su educación como responsabilidad de los especialistas, en general del profesor de educación especial y del logopeda. Este alumnado compartía con sus compañeros los espacios de patio, comedor, etc., aunque a menudo con escasa interacción y viéndose abocado a una cierto olvido y soledad.
Merece la pena preguntarse si cuarenta años de prácticas centradas en la atención individual del alumno mediante el plan de desarrollo individual (PDI), ha comportado un cambio de valores y prácticas favorable a la inclusión en los centros. Es decir, cuarenta años de PDI, ¿en qué han mejorado al CO y al propio alumno? Desgraciadamente, no podemos ser muy optimistas, dado que, en muchos casos, persisten hoy en día las mismas actitudes en buena parte del profesorado (“Este niño/a no es para mí; yo no estoy preparado para …”).
Sin embargo, en la última década se ponen de manifiesto con fuerza (y esperanza) formas de atención alineadas con la importancia del contexto y el modelo social ante los problemas del desarrollo. Pensar en términos de las capacidades, fortalezas de los alumnos, y no de las limitaciones asociadas normalmente a los déficits, comporta confiar y esperar más del alumnado. Conlleva, pues, incrementar las expectativas sobre lo que pueden hacer, y diseñar, de forma más ajustada a sus posibilidades y necesidades, los objetivos de aprendizaje. Cambios que afectan también al currículo y a la organización de los espacios de aprendizaje y de vida; no se trata tanto de atender individualmente al alumnado con problemas sino de establecer niveles diferenciados de apoyo en el aula para todo el alumnado a través de medidas universales, sin olvidar otros apoyos que una parte del alumnado puede precisar según sus necesidades (medidas adicionales e intensivas). El tutor/a es el responsable de la educación de todo el alumnado y los especialistas ayudan tanto para implementar estrategias en el aula que favorezcan la participación de todos (formas de codocencia, trabajo cooperativo, tutoría de pares, …), como, cuando sea necesario, asumir las medidas adicionales e intensivas de apoyo.
El trabajo en los CEE ha seguido un modelo de atención orientado a dar respuesta a las necesidades individuales del alumno/a según sus condiciones de déficit, guiados por el principio de la especialización; se creía que cuanto más individual y especializada era la atención que se les prestaba, esta sería mejor. Los grupos (clases) en estos centros solían responder a criterios de edad y/o gravedad del déficit que permitían organizar de forma asumible las actividades a lo largo de la semana. Los avances fueron consecuencia de las políticas de inclusión y de la progresiva conciencia de transformación a las que nos hemos referido anteriormente. Es decir, en la medida en que los profesionales de los CEE ensayaban formas de escolaridad compartida con los CO, sus prácticas profesionales se enriquecían con nuevos aprendizajes y estrategias que, poco a poco, irían promoviendo también mejoras en los propios CEE. Estrategias y prácticas que afectaban tanto a los contenidos (referencia a las capacidades contempladas en el currículo ordinario) como a las actividades y a la apertura a la comunidad.
El cambio de mirada, del individuo al contexto, al que nos referimos en el apartado anterior, ha comportado también avances importantes en las prácticas de los profesionales. Examinaremos dichas prácticas según el entorno en el que se llevan a cabo, sea un CO o un CEE, aunque existe un amplio común denominador.
La atención al alumnado con necesidades educativas especiales en el CO se caracterizó, desde un inicio, por un protagonismo del profesorado especialista que, a partir de la valoración del alumno/a que les facilitaba el equipo de valoración/orientación, elaboraban el programa de desarrollo individual (que ha recibido distintos nombres a lo largo del tiempo y según la CCAA), para ser implementado casi siempre individualmente o en pequeños grupos, normalmente fuera del aula común. Esta atención se caracterizaba por las bajas expectativas y la escasa implicación del tutor/a del alumno/a del centro ordinario que consideraba su educación como responsabilidad de los especialistas, en general del profesor de educación especial y del logopeda. Este alumnado compartía con sus compañeros los espacios de patio, comedor, etc., aunque a menudo con escasa interacción y viéndose abocado a una cierto olvido y soledad.
Merece la pena preguntarse si cuarenta años de prácticas centradas en la atención individual del alumno mediante el plan de desarrollo individual (PDI), ha comportado un cambio de valores y prácticas favorable a la inclusión en los centros. Es decir, cuarenta años de PDI, ¿en qué han mejorado al CO y al propio alumno? Desgraciadamente, no podemos ser muy optimistas, dado que, en muchos casos, persisten hoy en día las mismas actitudes en buena parte del profesorado (“Este niño/a no es para mí; yo no estoy preparado para …”).
Sin embargo, en la última década se ponen de manifiesto con fuerza (y esperanza) formas de atención alineadas con la importancia del contexto y el modelo social ante los problemas del desarrollo. Pensar en términos de las capacidades, fortalezas de los alumnos, y no de las limitaciones asociadas normalmente a los déficits, comporta confiar y esperar más del alumnado. Conlleva, pues, incrementar las expectativas sobre lo que pueden hacer, y diseñar, de forma más ajustada a sus posibilidades y necesidades, los objetivos de aprendizaje. Cambios que afectan también al currículo y a la organización de los espacios de aprendizaje y de vida; no se trata tanto de atender individualmente al alumnado con problemas sino de establecer niveles diferenciados de apoyo en el aula para todo el alumnado a través de medidas universales, sin olvidar otros apoyos que una parte del alumnado puede precisar según sus necesidades (medidas adicionales e intensivas). El tutor/a es el responsable de la educación de todo el alumnado y los especialistas ayudan tanto para implementar estrategias en el aula que favorezcan la participación de todos (formas de codocencia, trabajo cooperativo, tutoría de pares, …), como, cuando sea necesario, asumir las medidas adicionales e intensivas de apoyo.
El trabajo en los CEE ha seguido un modelo de atención orientado a dar respuesta a las necesidades individuales del alumno/a según sus condiciones de déficit, guiados por el principio de la especialización; se creía que cuanto más individual y especializada era la atención que se les prestaba, esta sería mejor. Los grupos (clases) en estos centros solían responder a criterios de edad y/o gravedad del déficit que permitían organizar de forma asumible las actividades a lo largo de la semana. Los avances fueron consecuencia de las políticas de inclusión y de la progresiva conciencia de transformación a las que nos hemos referido anteriormente. Es decir, en la medida en que los profesionales de los CEE ensayaban formas de escolaridad compartida con los CO, sus prácticas profesionales se enriquecían con nuevos aprendizajes y estrategias que, poco a poco, irían promoviendo también mejoras en los propios CEE. Estrategias y prácticas que afectaban tanto a los contenidos (referencia a las capacidades contempladas en el currículo ordinario) como a las actividades y a la apertura a la comunidad.
Las transiciones son momentos críticos en la escolarización de todos los alumnos/as, tanto para ellos/as como para sus familias, especialmente para los más vulnerables (Simón et al., 2024). Tres son las transiciones que tienen lugar en el período de escolarización: de atención precoz a primaria; de primaria a secundaria; y de secundaria a la vida adulta o el empleo. El éxito o el fracaso es el resultado de al menos tres conjuntos de factores que interactúan: las características personales de los estudiantes, las características y la participación de la familia, y las características y prácticas profesionales (Simón et al., 2024).
En la transición desde la atención precoz a educación primaria, la decisión más importante tiene que ver con la escolarización en un CEE o en un CO. La orientación hacia un CO se ha revelado como un claro avance en la educación del alumnado con necesidades educativas especiales en las últimas décadas, contribuyendo a dejar atrás una concepción de la atención precoz como parte de la educación especial que suponía optar por la incorporación del niño/a a un CEE. Así mismo, la participación de los padres en la decisión se ha ido consolidando también en estos años.
La transición de primaria a secundaria, que para algunos autores es la más crítica (van Rens et al., 2018), ha experimentado también un cambio en la buena dirección, aunque no esté resuelta. En efecto, se ha superado el automatismo con que los alumnos con necesidades educativas especiales, normalmente escolarizados en CEE, accedían a una etapa de formación profesional especial para su posterior incorporación a los centros ocupacionales o especiales de empleo. En las últimas décadas, se ha flexibilizado la oferta educativa incorporando nuevas opciones, tanto en el ámbito de la formación profesional, que ha ido modificando su contenido y que adopta distintas formas según la comunidad autónoma, como en el caso de las específicamente dirigidas a la transición a la vida adulta. De todas maneras, persiste un problema de fondo para el que no parece haber respuesta. En los últimos cursos o al finalizar la primaria, buena parte del alumnado es “devuelto” a un CEE. Ante las dificultades de la inclusión en secundaria, la carencia de recursos diversificados y de formación, se opta por la segregación en vez de apostar por su continuidad en el sistema ordinario con las adaptaciones y apoyos necesarios.
En cuanto a la transición desde la educación secundaria al empleo, los avances más importantes tienen que ver con la mayor vinculación entre los ciclos formativos y el empleo y la oferta de programas de formación más directamente asociados al trabajo competitivo con apoyo en la comunidad.
En la participación de las familias ha habido avances significativos en estos años, aunque es un campo que tiene ante sí todavía un largo recorrido de mejora. En efecto, del “todo para los padres, pero sin los padres” que ha caracterizado la relación de los centros educativos con las familias se ha pasado a una situación en la que se ha ofrecido a los padres y madres espacios de participación y comunicación, más allá de los órganos de participación contemplados en la legislación.
Aunque no de una forma clara, valiente y decidida, se ha empezado a considerar a los padres y madres, individualmente y en asociaciones, como un importante activo tanto en los CEE como en la educación inclusiva; en particular, en este caso, la implicación activa de los padres ha permitido a las familias de los CO familiarizarse y apreciar la diversidad de capacidades en el conjunto de alumnos/as del centro.
Con todo, desde la convicción de la importancia de todos los contextos de vida en la educación de los niños y jóvenes, es necesario explorar y adoptar formas de colaboración con las familias orientadas a la mejora de las prácticas educativas en casa.
Las prácticas profesionales asociadas a los aspectos señalados en este apartado son siempre tributarias de los marcos conceptuales que adquirimos en la formación universitaria y a lo largo del ejercicio de la profesión.
Tanto en la formación inicial como en la continuada, ha habido cambios importantes, que no siempre han supuesto avances significativos en la mejora sostenida de las competencias de los profesionales cuando deben hacer frente a la diversidad de necesidades del alumnado. La reforma de los planes de estudio a principios de los años 90 del siglo pasado y el proceso de Bolonia tuvieron consecuencias positivas en la formación inicial en términos de valores, contenidos y sensibilización de todo el profesorado ante el alumnado vulnerable y la diversidad de necesidades. Por otro lado, las administraciones, sobre todo a partir de la LOGSE (1991), invirtieron esfuerzos e ingentes cantidades de dinero en la actualización del profesorado. Recientemente, la LOMLOE (2020) supone también un avance cuando urge a revisar los contenidos de la formación inicial, incluyendo la necesidad de introducir aspectos como el currículo competencial, la atención a la diversidad o el desarrollo sostenible y a establecer un nuevo modelo de iniciación a la docencia basado en el aprendizaje en la práctica.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados y de los avances en el ámbito de las reformas impulsadas en la formación inicial para promover la educación inclusiva, no parece que dichos esfuerzos hayan contribuido de forma decisiva ni al cambio definitivo en las creencias y actitudes en el ámbito que nos ocupa ni a la adquisición de conocimientos y estrategias que permitan a los nuevos profesores conocer contextualmente las necesidades educativas especiales del alumnado y actuar en consecuencia. Quizás eso se deba al abordaje excesivamente fraccionado de problemas que son sistémicos, que todavía se mantienen en los planes de estudio en este ámbito y en algunas de las asignaturas que los conforman, así como también a la persistente dificultad de relacionar la teoría y la práctica.
Asimismo, a pesar de que en la formación inicial se promueven las habilidades de colaboración y trabajo en equipo, imprescindibles para la tarea educativa, en particular cuando esta se revela más compleja, no parece que dichas habilidades se proyecten aceptablemente en la práctica profesional, probablemente porque ni la cultura ni la organización de los centros lo faciliten.
Finalmente, las múltiples y variadas iniciativas de formación continuada, no se han traducido suficientemente en cambios en las prácticas ni en la consolidación de equipos profesionales, quizás por haber primado una concepción individual de la formación que ponía por delante las necesidades administrativas de acreditación.
Se está escribiendo este artículo bajo el impacto del rechazo del gobierno de los EEUU a las políticas de diversidad, equidad e inclusión y las consecuencias que esta decisión puede tener en el avance de la inclusión educativa en occidente, ya debilitada en los países en que partidos de derecha extrema llegan al poder. Si el camino hacia una educación inclusiva está siendo lento y con dificultades, las políticas conservadoras no parece que vayan a ayudar.
Sirva de ejemplo lo que nos dicen Taneja-Johansson et al. (2024) en un reciente artículo sobre la situación en Suecia. Suecia, que antes era conocida por su educación igualitaria y sus bajas tasas de clasificación de alumnos con necesidades especiales, ahora, debido a cambios en las políticas, enfrenta tasas de clasificación más altas y una provisión escolar más segregada. Los cambios en las políticas y las prácticas han transformado la educación en Suecia, alejándose del principio de “una escuela para todos”, que había caracterizado a los países nórdicos (Taneja-Johansson et al., 2024).
Como corolario, nos hacemos eco de las palabras de Uthus y Qvortrup (2024), válidas en nuestro país, cuando afirman que, pese a la larga tradición y ambición en la educación inclusiva, la inclusión sigue siendo más una ideología que una realidad; el alumnado con necesidades educativas especiales está todavía, en gran parte, excluido de la comunidad, tanto social como académicamente; las carencias se atribuyen a las dificultades y la falta de éxito en la creación de prácticas docentes adaptadas y diferenciadas en las aulas ordinarias (Uthus y Qvortrup, 2024). Para ello es necesario, como hemos visto, el compromiso del Gobierno, mediante políticas alineadas con la Convención (UN, 2006), los proveedores de servicios y los profesionales y las familias en los centros.
Fuente: Estadísticas anuales de las enseñanzas no
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Información de contacto / Contact info: Climent Giné. Universitat Ramon Llull. E-mail: Climentgg@blanquerna.url.edu