Contra la ciudadanía. En defensa de la enseñanza de la Historia como disciplina

Against citizenship. Defending the teaching of History as a disciplina

10.4438/1988-592X-RE-2025-408-673

Antonio Fco. Canales Serrano

Universidad Complutense de Madrid

ORCID /0000-0002-7035-1194

Introducción

La enseñanza la Historia es una cuestión que tiene atareados a educadores y profesionales de la disciplina en los últimos años. Parece claro que las diferentes justificaciones tradicionales del sentido de la enseñanza de la Historia afrontan serios problemas de fundamentación. Se da por hecho que ha perdido vigencia la visión de una Historia legitimadora del proceso de construcción nacional; en el campo alternativo, se ha desmoronado la creencia en una ley científica del devenir histórico que marque la senda hacia la emancipación de la humanidad; y, para empeorar la situación, la propia noción de progreso se tambalea a merced de los nuevos vientos postmodernos. Así las cosas, la cuestión que se plantea es qué sentido tiene seguir enseñando Historia a nuestros jóvenes.

En cualquier foro educativo, esta pregunta sería tomada como una provocación por el profesorado de Historia y sus miembros se alzarían al unísono para argüir indignados que la Historia sigue siendo fundamental para la comprensión crítica del presente y para cimentar una ciudadanía democrática. Este artículo pretende problematizar la segunda parte de esta respuesta. La centralidad de la Historia en la comprensión del presente está fuera de toda duda, pero ¿por qué hemos llegado a interiorizar como un axioma su papel fundamentador de la ciudadanía democrática? Cabe insistir en el por qué, porque el cómo no es difícil de dilucidar. Desde la actual hegemonía competencial en la que la supervivencia de cualquier conocimiento se justifica por su utilidad, la ciudadanía, y la memoria concomitante, parecen haberse convertido en la tabla de salvación curricular de la Historia como asignatura. A diferencia de materias como la agonizante Filosofía, nosotros sí que podemos responder desafiantes a la pregunta de para qué sirve nuestra asignatura: para formar ciudadanos.

El éxito de esta formulación ha tenido el efecto perverso de que hayamos acabado por interiorizar como una verdad indiscutible aquello que debería ser un mero argumento coyuntural desesperado de supervivencia curricular. Así, una parte importante del profesorado de Historia y de los propios historiadores parecen satisfechos con centrar su labor en la restauración de memorias colectivas preteridas y en la construcción de ciudadanías democráticas; en otras palabras, con subrayar la dimensión cívica de la enseñanza de nuestra disciplina y en algunos casos de la propia disciplina. Esta distinción entre la disciplina y su enseñanza no resulta baladí, aunque buena parte de los participantes en los debates parecen esquivarla. ¿La misión cívica se limita a la enseñanza o impregna de lleno la propia disciplina? Y con relación a ello, ¿la enseñanza de una disciplina tiene una naturaleza diferente a la propia disciplina más allá del grado de dificultad? En otros términos, ¿enseñar una disciplina es una iniciación en sus rudimentos de trabajo (Miralles, Molina y Ortuño, 2011, p. 9) o únicamente una divulgación de sus resultados? Porque ambas cosas no son en absoluto equivalentes. En nuestro campo, ¿podemos aceptar la externalización de la enseñanza de la Historia como usos de la Historia? (Pérez, 2009, 41).

Este artículo parte de un posicionamiento claro ante estas cuestiones. Uno, la disciplina histórica no puede subordinarse a las necesidades cívicas del presente y, dos, enseñar historia es iniciar a los jóvenes en la mirada del historiador y no sólo divulgar de manera más o menos atractiva sus resultados. La traducción didáctica de estas posiciones de partida nos conduce a un planteamiento muy alejado de las propuestas más populares en la actualidad.

La asignatura de Historia como formación cívica

Las propuestas didácticas que subrayan la dimensión cívica para el presente de la enseñanza de la Historia parten de respuestas opuestas a ambas cuestiones. De un lado, parecen decantarse mayoritariamente por la idea de que la propia Historia como disciplina se justifica en el presente; de otro, son unánimes en la concepción eminentemente divulgadora con fines cívicos de su enseñanza. Esto se traduce en un acercamiento a la historia que prioriza la proyección hacia el pasado de los problemas que afectan a nuestra convivencia en el presente. En última instancia, se trata de construir un relato que se adecúe a los actuales equilibrios y legitime la multiplicación de agentes históricos, incluyendo a los nuevos colectivos que afirman su identidad en nuestros días. Es obvio que el principal problema de esta historia que se presenta como progresista e inclusiva no es otro que el más craso anacronismo, el principal enemigo tradicional de la Historia. La tan cacareada interrogación del pasado desde el presente parece traducirse en la reducción del primero a un decorado en el que escenificar nuestras vicisitudes actuales. En realidad, no se pregunta nada porque no nos importa la respuesta; sólo queremos la ambientación. Tal concepción se enfrenta al escollo de que, como nos recuerda insistentemente el giro cultural desde hace más de tres décadas, la experiencia y el significado de la opresión en el pasado era muy diferente a los actuales y, por tanto, gran parte de los colectivos que rastreamos desde el presente apenas podían concebirse a sí mismos en otro periodo. Pareciera, pues, que las propuestas novedosas se anulan entre sí. Pero dejemos estas contradicciones historiográficas y vayamos a lo meramente didáctico.

El fundamento didáctico de estas propuestas es plantear en escenarios del pasado una serie de actividades para que los estudiantes fijen en sus mentes unos principios aplicables a las sociedades del presente. Se trata de un proceso de asunción de proposiciones axiológicas en las que el pasado no juega más que un papel motivador para unos aprendizajes que no se derivan de él, pues no se le concede ninguna sustancialidad propia. De esta forma conseguimos que los estudiantes interioricen, por ejemplo, el rechazo a la desigualdad legal sin haber comprendido absolutamente nada de la sociedad medieval. O que, ante el maravilloso pasaje sobre la escuela de Camus (1994, pp.120-152) en el que el premio Nobel rinde tributo al maestro que intervino de manera determinante en la continuidad de sus estudios, los estudiantes de magisterio, en lugar de un héroe, sólo vean un monstruo porque daba alguna bofetada de tanto en tanto. O que establezcan que la principal característica del régimen nazi era que no respetaba la diversidad. Uno se queda atónito por la trivialidad de estos planteamientos y más tarde se rebela con furia contra tamaña banalidad, pero los estudiantes no tienen ninguna responsabilidad en esta particular percepción. No hay nada en sus actitudes ante el estudio y en sus conocimientos diferente a los nuestros, salvo años de una enseñanza de la Historia dirigida a un objetivo muy alejado del desarrollo del cualquier tipo de mirada histórica. En este punto, el problema ya no es el anacronismo, sino una cuestión puramente didáctica. Es obvio que los aprendizajes que se derivan de esta concepción de la Historia están muy lejos de constituir aprendizajes significativos, pues no surgen del trabajo crítico sobre el pasado, sino de la asunción de principios que se ilustran en el pasado con total independencia de él. Esta concepción da cuenta de una deficiencia generalizada de nuestra pretendida educación cívica: el pensamiento crítico ni se desarrolla ni ejerce, sino que se memoriza, es decir, el alumnado asume las conclusiones preestablecidas por nosotros sin haber llegado realmente a ellas.

Otro conjunto de objeciones se deriva de la dimensión abiertamente política que esta concepción de la asignatura plantea. Podemos hablar de principios cívicos, pero a nadie escapa que comúnmente se trata de un eufemismo para dulcificar el tratamiento de cuestiones abiertamente ideológicas y políticas. Obviamente, nada es neutral, todo es político…, pero hay grados. Desde una posición que otorgue entidad propia a la disciplina histórica podemos establecer los marcos posibles de la interpretación del pasado. A pesar de todos los problemas que se examinarán más adelante, el abanico de lo que puede decirse no es tan amplio como podría parecer a primera vista. Por el contrario, existen consensos historiográficos que acotan el campo y, por tanto, dejan fuera a mucho de lo que circula por otros medios. Sin embargo, desde una concepción que reduce la disciplina a la política, los criterios para dirimir las pugnas ideológicas del presente proyectadas hasta el pasado no se perfilan con facilidad. La respuesta común parece ser entronizar nociones procedimentales como democracia o pluralismo que, cuanto menos en historia, no garantizan ningún resultado cierto. Como establecía el intelectual católico francés de entre siglos Charles Péguy (cit. por Todorov, 2010, p. 37), “por la declaración de los derechos del hombre (…) se puede declarar la guerra a todo el mundo mientras el mundo sea mundo”. Ciertamente, este problema afecta en general a la dimensión axiológica de la educación, cómo transmitir principios políticos y valores sin caer en el adoctrinamiento, pero, entonces, la cuestión es por qué queremos zambullirnos en un terreno tan pantanoso como si la disciplina no tuviera ya bastantes problemas de por sí.

Finalmente, la última crítica a la concepción cívica de la enseñanza de la Historia tiene que ver con su carácter contradictorio con su propio punto de partida. Estas propuestas suelen partir de una crítica demoledora a la historia tradicional con trasfondo nacionalista e intencionalidad moral. Sin embargo, paradójicamente, acaban abrazando con pasión una reducción de la enseñanza de la disciplina a las lecciones de la historia. Desde luego, ya no aquellas que legitiman el etnocentrismo colonialista burgués occidental patriarcal, sino las que resultan de una reconstrucción de la disciplina sobre “saberes críticos de unas personas cuya ciudadanía les reclama la libertad y pluralidad de identidades” y coadyuban a “construir una democracia basada no en identidades verticales y solipsistas, sino plurales, antidogmáticas y antiesencialistas” (Pérez, 2009, pp. 54 y 55). Objetivos loables todos ellos, sin duda, pero, al fin y cabo, lecciones.

Frente a esta deriva cívico-política, la concepción que se defiende en este artículo es que la enseñanza de la Historia en la escuela no debe basarse en la memorización de lecciones cívicas, ni siquiera en su construcción significativa, sino en el entrenamiento progresivo en el uso de instrumentos de análisis crítico del pasado, en la iniciación en la mirada del historiador. Esto no parte de ningún objetivo sustantivo preestablecido más que la adquisición de las competencias del análisis historiográfico y de un conjunto de valores epistémicos derivados de él, que es algo bien diferente del recitado de enunciados sustantivos que nosotros hemos decidido que son críticos. Se trata de basar la asignatura de Historia en esa forma de conocer el pasado que se fue deslindando histórica e historiográficamente de otros enfoques como la épica o la literatura para plantear desde departamentos universitarios una determinada manera de aproximarse al pasado que ahora parece sucumbir ante una renovada ofensiva de la ideología, la política, las emociones y los sentimientos. En última instancia, se trata de enseñar la disciplina, aunque para ello sea necesario previamente definir qué entendemos por tal.

A vueltas con la objetividad y la neutralidad

Las posiciones que priorizan la dimensión axiológica suelen partir de la premisa de la negación de la posibilidad de la objetividad en Historia (Berger, 2019). Perseveran en que cualquier pretensión de objetividad no sólo es imposible, sino además mala fe, es decir, voluntad de ocultar la propia ideología del objetivista. Frente a tal manipulación suele erguirse el compromiso cívico del historiador (Rüsen, 2019), que parece suscitar el aplauso unánime. Tal pasión por la dimensión política suscita el interrogante acerca de cuáles fueron las razones que llevaron a muchos a ingresar en esta comunidad disciplinar. Esta querencia ideológica puede incluso llevar a pensar en una especie de transmutación epistémica desde el objetivismo determinista de las leyes de la Historia al subjetivismo activista como último recurso para el alcanzar el mismo fin.

Desde el campo ideológicamente opuesto, la misma negación de la objetividad suele fundamentarse en un planteamiento epistémico mucho más radical: el cuestionamiento de la existencia de la propia realidad, y mucho más de la histórica a la que tan difícil resulta acceder. Desde esta perspectiva, no importa tanto la presencia de ideología (al fin y al cabo, eso de la emancipación de la humanidad no está desprovisto de cierto atractivo retórico) como la inexistencia de algo externo al propio discurso sobre el que aplicar alguna regla de correspondencia. En última instancia, la realidad histórica no sería más que un constructo preferentemente lingüístico fruto del intento de los historiadores de acceder a ella. Para la postmodernidad no nos quedan más que textos de textos sobre los que construir narraciones múltiples con pretensiones de efectividad retórica.

En conclusión, la disciplina tal y como se ha venido configurando a lo largo de dos siglos se ve sometida a un fuego cruzado dirigido a socavar su principal fundamento que no es otro que la pretensión de conocimiento racional del pasado basado en algún tipo de correspondencia con los vestigios de la realidad de ese momento. Esto es lo que la distingue de otras formas de aproximación al pasado como la épica, la hagiografía, la literatura o la simple moralina. El criterio de demarcación de la Historia como disciplina es puramente procedimental: la crítica de fuentes. Podría pensarse que esta fue la aportación fundacional de Ranke al oficio en el segundo cuarto del siglo XIX (Canales, 2021, p.44); una regla de oro que, salvo casos críticos de ultra-teorización estructural, todos hemos respetado más allá de nuestras diferencias teóricas. En realidad, las abrumadoras e inmisericordes críticas a Ranke no se derivaban tanto de su ideal de crítica de fuentes, sino de su negativa a elaborar leyes generales a partir de los resultados de tal proceso. Esto era lo que se le estaba reprochando cuando se le acusaba de positivista aferrado a los hechos: no las reglas de producción del dato, sino su rechazo a proseguir el proceso de conocimiento propio de cualquier ciencia social. Entiendo, pues, que podemos aceptar como punto de partida que la producción de evidencias empíricas relevantes (Longino, 1990, p. 43) del pasado de acuerdo con algunas reglas ha constituido la base del oficio de historiador.

Es posible que los historiadores estemos pasando una fase de descreencia sobre los valores epistémicos de nuestro oficio. De hecho, la cuestión de la compleja relación con el pasado es un tópico de la disciplina, casi un ejemplar en términos kuhnianos. Se insiste en que se interroga al pasado desde el presente y desde las inquietudes particulares de un historiador situado. Todos hemos escrito ensayos al respecto como ejercicio iniciático en nuestro proceso de formación como historiadores y, más tarde, todos hemos empezado nuestras clases atacando despiadadamente la idea de una Verdad pasada con mayúscula que la Historia reproduce. Personalmente, cada día me sorprende más el ahínco con que colegas rigurosos se aplican a deslegitimar su trabajo. Si la objetividad no es posible, ¿qué hacemos invirtiendo horas en algo tan tedioso como el vaciado de un censo? ¿Por qué no priorizamos la elegancia retórica ajustando los resultados? De manera similar, en la docencia parece difícil encontrar a un profesorado que se entregue con tal pasión a desfundamentar de entrada su propia materia. No cabe imaginar a ningún profesor de Física que comience el curso dirigido a chicos de 14 años insistiendo en que las complejas fórmulas matemáticas que van a tener que aprender a aplicar no son más que formalizaciones contingentes resultado de datos construidos por los aparatos de los científicos y sus propias teorías y que, en última instancia, el átomo no es más que un constructo metafísico. Mirado con perspectiva, nuestra insistencia en los problemas de la objetividad en la Historia parece derivarse de una honrada reacción antipositivista, que pocas disciplinas ejercen, con el objetivo de desterrar concepciones simplistas y triviales e instaurar algunas cautelas como valor epistémico en el pensamiento histórico. Ahora bien, en la actualidad la novedad estriba en que parte de estas consideraciones no son ya nobles aprendizajes concomitantes al oficio, sino un malintencionado torpedo contra su línea de flotación, ya sea porque la propia realidad no existe, como se ha expuesto con anterioridad, o porque cualquier intento de acceder a ella está irremediablemente contaminado por nuestras presunciones axiológicas.

Planteadas así las premisas, la conclusión no puede ser otra que la negación del conocimiento historiográfico como una instancia diferenciada de valores, ideologías, confesiones, sentimientos y emociones. En su versión radical, todo vale; cualquier cosa sobre el pasado puede ser dicha, pues su aceptación se basa en la posesión de recursos retóricos suficientes para convencer, o de poder para imponerla (no olvidemos esta pragmática derivación mucho más frecuente). En su versión más contenida, no se trata de que todo valga, sino de que las reglas de validación de una afirmación historiográfica no radican ya en ningún mecanismo de ajuste con las evidencias empíricas relevantes del pasado, sino que operan en otro ámbito. ¿Cuál? Esa es la cuestión que no se nos aclara. Se deduce que en el ético o en el político, ya sea en su versión de diálogo recurrente a la búsqueda del consenso o en la abierta guerra cultural, pero también en el estético y en el emocional. En todo caso, ya no en las reglas tradicionales del oficio.

Siendo realistas, contra la posición postmoderna no hay mucho que argumentar. Allá cada cual con la retórica que escoge ante un cáncer. Pero sí que cabe plantear algunas puntualizaciones a quienes derivan la imposibilidad de objetividad del compromiso político del historiador. En verdad, resulta paradójico que gran parte de estas modernas argumentaciones partan de una rancia concepción decimonónica de la objetividad como ajuste a una Verdad esencial existente que ya había sido superada mucho antes del desafío postmoderno. Ciertamente, la evolución de la noción de objetividad en la Filosofía de la Ciencia del siglo XX ha sido radical. Se ha pasado de su caracterización clásica por el neopositivismo desde la idea de que la ciencia no tenía sujeto y se elaboraba desde ningún lugar (por tanto, era absolutamente objetiva y neutra) a posiciones que rechazan la posibilidad de cualquier tipo o grado de objetividad (postmodernidad, parte de la sociología y de la historia de la ciencia). Sin embargo, a pesar del atractivo de estas posiciones radicales, el grueso de la Filosofía de la Ciencia que se ha ido desarrollando a partir de Kuhn se encauza en el esfuerzo por teorizar formas aceptables de objetividad con nociones como la de “grados de objetividad” o “intersubjetividad”, entre otras (Gomez, 2003, pp. 299-305). Esta teorización se produce en el marco del nuevo realismo, el nuevo empirismo (incluyendo al empirismo feminista) o el nuevo experimentalismo, corrientes en las que se insertan filósofos tan relevantes como H. Longino (1990), P. Kitcher (1993) e I. Hacking (1983), entre otros.

En términos generales, estos filósofos ponen el acento en la dimensión social e intersubjetiva, e incluso convencional, de la investigación. No obstante, otorgan un espacio central a los resultados de la investigación, es decir, a los datos obtenidos a través de la manipulación de los hechos que se investigan. En este contexto, la objetividad reside en el uso de métodos, procedimientos y técnicas intersubjetivamente probados y aceptados (acordados) en las comunidades científicas, en la obtención de los mismos resultados en diferentes experimentos o investigaciones, en el reconocimiento intersubjetivo de los datos obtenidos e, incluso, en la convergencia hacia la verdad. Como afirma E. Agazzi (1996, p. 31), lo que es observado usando ciertos instrumentos con las reglas de uso correctas es lo que la comunidad científica acepta sin objeciones. Así, pues, los instrumentos y procedimientos son convencionales, pero lo que puede ser hecho con ellos y los resultados obtenidos no los son.

Este tipo de objetividad es el que debería regular la investigación histórica. Siguiendo la perspectiva de Longino, el primer estadio de la objetividad en Historia dependería de la capacidad de los historiadores de realizar una explicitación efectiva de sus criterios operativos de objetivación, es decir, de poner sobre el tapete las operaciones que permiten establecer qué es un dato y si ese dato está contrastado y, por tanto, se convierte en candidato a evidencia empírica relevante. Como se indicó más arriba, en esto hemos estado prácticamente desde Ranke y, en última instancia, en ello seguimos la mayoría de los integrantes del oficio, a pesar del desafío postmoderno y la popularidad de las nuevas aproximaciones al pasado. Desde esta perspectiva, la objetividad deja de ser una cuestión de acceso a la Verdad con mayúscula para convertirse en un acuerdo intersubjetivo sobre las reglas que regulan la manera de producir y manipular las fuentes históricas, es decir, sobre las reglas del oficio.

Desde luego, esta distinción no elimina el problema de la implicación valorativa e ideológica del historiador en la práctica propiamente historiográfica. La incidencia de los valores, intereses, ideología y prejuicios del científico social en la investigación constituye un clásico de la reflexión sobre las ciencias sociales que, lejos de resolverse, se ha ampliado a las propias ciencias naturales, especialmente por parte de las filósofas de la ciencia feministas. Longino defiende que toda actividad científica supone unas asunciones axiológicas de trasfondo que el método científico es incapaz de eliminar en la investigación y, por tanto, en sus resultados. Para esta autora, la única forma de afrontar este tipo de elementos presentes en el quehacer científico sería objetivarlos a través de su explicitación, es decir, sometiéndolos a la consideración pública dentro de las comunidades científicas que pueden así abordarlos de forma crítica (Gómez, 2004, p. 161).

Este reforzado protagonismo de la comunidad científica en el acuerdo sobre las reglas y en la discusión del background de los investigadores sonará a algunos como la victoria definitiva del relativismo y la política, pero en verdad se trata de algo mucho más prosaico. Lo que está en juego no son las grandes visiones sobre la justicia o la emancipación de la humanidad, sino simplemente el tipo de operaciones que resultan aceptables para sustentar nuestras afirmaciones. En nuestro caso, ¿podrían ser otras? Sin duda, pero ya no serían las de la disciplina que desde hace más de un siglo conocemos como Historia.

En definitiva, la Historia como disciplina es un discurso sobre el pasado entre muchos otros; pero no todos esos discursos sobre el pasado son Historia, sencillamente porque no cumplen un conjunto de reglas y operaciones que definen el oficio. En otros términos, la Historia no es el único discurso sobre el pasado, pero es el único que es Historia. Llegados a este punto se entiende que la Historia como disciplina académica es un conocimiento diferenciado que se sostiene sobre unas premisas que definen el consenso constitutivo de la comunidad de historiadores. En primer lugar, se sitúa la aspiración a la objetividad. Como defiende P. Zagorín (2004. p. 96), la objetividad “no es una quimera sino un aspecto de la razón histórica que no puede ser abandonado como objetivo o criterio sin abandonar también la propia historia como una de las principales ciencias humanas y sociales”. O como, tras múltiples y cansinos circunloquios, acaba por reconocer H. Paul (2016, p. 222), no se trata de renunciar a otras relaciones con el pasado, sino de “privilegiar la relación epistémica sobre el resto”, que significa aspirar a la objetividad. Sencillamente, no podemos concebir la Historia como disciplina sin ese horizonte. En segundo, algún tipo de realismo, siquiera convencional, sin el cual tal pretensión no tendría sentido: forzosamente debe existir algo fuera de nuestro discurso al que ajustarlo objetivamente. Finalmente, determinados procedimientos y operaciones para obtener y someter a crítica a las fuentes y producir evidencias empíricas relevantes. Ciertamente, no es demasiado, pero sí lo suficiente para desbrozar la selva de propuestas que tenemos ante nosotros.

Esta concepción de la Historia como oficio deja fuera muchas facetas que ahora fascinan y que pretendemos introducir en la asignatura en la escuela. De entrada, plantea una distinción entre Historia y los usos públicos del pasado, que van mucho más allá de la enseñanza y la divulgación. No podemos negar la intrínseca relación entre lo uno y lo otro, pero no parece posible identificar ambas esferas. Antes de que se esgrima la caducidad de la distinción entre cualquier ciencia y su aplicación, debemos tener presente que en nuestro caso el debate fundamental no se plantea entre la Historia y sus usos públicos, sino que versa sobre los usos públicos de los discursos sobre el pasado en general, que, de acuerdo con lo expuesto con anterioridad, pueden ser Historia o no.

En este punto, no nos queda otra que hacer frente al elefante en la habitación: la memoria. Al menos en España, la memoria está de moda. De hecho, los términos memoria e historia se usan como sinónimos y libros claramente de Historia se titulan memoria, incluso cuando responden al más rancio quehacer positivista. No obstante, memoria e Historia siguen siendo términos en última instancia contradictorios si se atiende a la pretensión de objetividad arriba expuesta, por mucho que el cuestionamiento de tal distinción constituya un topos de las reflexiones historiográficas más modernas (Pérez, 2012, p. 252, Díez, 2020, p. 122). La memoria es plenamente subjetiva y ni siquiera existen reglas para ella. Nadie nos obliga a someter nuestra reconstrucción presente del pasado a algún tipo de procedimiento, ni aun para evitar el más burdo enmascaramiento narcisista, mientras que sí que existen reglas para lo que puede ser considerado Historia. Aunque sólo fuera por esta asimetría de requerimientos, la expresión memoria histórica resulta un oxímoron. De hecho, el propio Halbwachs (2004), cuya cita se arrastra encadenada por los adalides de la memoria, establecía una contraposición radical entre memoria colectiva e Historia al señalar que el avance de la Historia destruye la primera precisamente por su objetividad (Huici, 2007, p. 32). Sea como sea, la llamada memoria histórica requiere de un relato del pasado con una clara intencionalidad política en el presente que puede legítimamente tergiversar e incluso falsear ese pasado; la Historia sencillamente no puede, y quien lo haga no debería formar parte del oficio. No se trata de denostar, sino simplemente de separar planos. Historia y memoria son cosas diferentes, de la misma manera que lo son la Ética y la Política, y su confusión sí que es malintencionada, además de peligrosa (Muguerza, 1986, p. 30).

¿Es nociva entonces la existencia de historiadores comprometidos? En absoluto. De hecho, un autor usualmente citado por los críticos de la objetividad como Rüsen (2019) distingue entre objetividad, a la que no renuncia, y neutralidad, cuya imposibilidad defiende. En el mismo sentido, Haskell (1998, p. 150) sentencia desafiante: “No veo nada que admirar en la neutralidad. Mi concepción de la objetividad (que creo que es ampliamente compartida, si quiera tácitamente, por los historiadores hoy) es compatible con el compromiso político fuerte”. Objetividad y neutralidad no serían, pues, equivalentes. En contra de la posición clásica que separa entre investigador y ciudadano y reclama que no se mezclen los ámbitos, parece más plausible reconocer que el compromiso social y político juega un papel notable en el desarrollo de cualquier disciplina social. De hecho, no cabe duda de que la atención sobre determinados temas surge de tal compromiso. Esto es obvio en el caso del movimiento obrero y más todavía en las mujeres, o los colectivos subordinados como determinados grupos étnicos o los gais y queers. Nadie puede postular en serio que esos temas se hubieran puesto sobre la mesa y hubieran desempeñado su actual papel si no hubiera sido por el compromiso de algunos profesionales de la Historia. De hecho, la tesis postmaterialista de la superioridad epistémica del punto de vista de los colectivos dominados refuerza esta idea (Gómez, 2019, pp. 85-7). Pero no hace falta recurrir a estos colectivos en los que la dimensión ideológica es tan explícita. Temas tan aparentemente técnicos o internos como el hambre parten indudablemente de algún tipo de compromiso cuando se tratan desde una dimensión política en lugar de como un resultado natural de la escasez de alimentos (Zwarte and Arco, 2025).

Ahora bien, todo es una cuestión de tiempo y grado. ¿Realmente pensamos que los mejores candidatos a hacer historia de los gais en la actualidad siguen siendo los activistas gais? Desde luego, este no ha sido el caso de los trabajadores. Sin poner en cuestión abiertamente las aportaciones de los propios sindicalistas, lo cierto es que la historia del movimiento obrero hace muchas décadas que está siendo desarrollada por historiadores profesionales. De manera similar, la perspectiva feminista en Historia ha abandonado el activismo para plantear una seria refundamentación teórica del oficio y cabe esperar que otros compromisos más recientes sigan la misma evolución. O, por cambiar de tercio, ¿acaso no ha sido un lugar común la crítica a que la Historia de la Iglesia esté en manos de los eclesiásticos? En última instancia, ¿qué hay detrás de estos recelos y suspicacias ante la Historia militante o comprometida? Pues algún tipo de noción de objetividad, un requerimiento de distanciamiento del investigador del objeto de estudio que garantice un estudio desprejuiciado del que nos resulta muy difícil desprendernos a todos aquellos hemos pasado por una facultad de Historia. En este sentido, H. Paul (2016, p. 137) diluye notablemente la dimensión política del historiador al establecer que esta actúa en un sentido muy amplio y genérico y, además, constituye un efecto secundario de su trabajo, no su principal propósito. Esto último, sin duda, marca tajantemente la diferencia.

¿Y qué podemos decir el intelectual comprometido? ¿Le vamos a exigir horas de polvoriento archivo antes de decir algo sobre el pasado? Obviamente, no. Pero, en todo caso, la verdadera cuestión es si la pregunta sigue teniendo sentido. La figura del intelectual comprometido parece pertenecer ya a tiempos pretéritos. Toni Judt (2007, p. 333) llama la atención sobre tránsito del intelectual filósofo al intelectual especialista universitario en los años sesenta. Ciertamente, no parece un requisito preocupante que aquellos que hablan con pretensiones de incidir en la sociedad sepan de lo que hablan. Pero, en realidad, lo que tenemos en nuestros tiempos no es más que una caricatura del intelectual comprometido, un impostor que se acomoda a las corrientes dominantes y renuncia a cumplir la principal función del intelectual clásico, que no era otra que la de incomodar a la sociedad poniendo en cuestión sus más sólidas convicciones. Esta misión crítica del intelectual pone el dedo en la llaga en el debate sobre el pretendido carácter crítico con el Poder establecido de la Historia comprometida. Parémonos un instante a pensar sobre cuáles son los discursos del Poder en nuestras sociedades democráticas occidentales. ¿Realmente, podemos mantener con rigor que el ecologismo, el feminismo o la teoría queer son hoy en día1 discursos subordinados alternativos al Poder tras su asunción por buena parte de nuestros gobiernos, los medios de comunicación y la propia Academia? Al menos en España no, y cabe añadir de nuevo, afortunadamente.

Pero dejemos las cuitas de los historiadores para compaginar sus compromisos ideológicos y su proyección pública con su oficio y volvamos a la escuela y al objeto de este artículo: ¿qué Historia hay que enseñar?

De vuelta a la escuela

Tras las consideraciones anteriores, entiendo que ya podemos reformular de manera mucho más precisa la pregunta de qué tipo de discurso sobre el pasado debemos trabajar en la asignatura de Historia. ¿Qué queremos que sea la Historia en nuestros colegios e institutos? ¿Una cámara de resonancia de discursos sobre el pasado dirigidos al cambio cultural o una herramienta de análisis crítico del pasado?

Nuestra tragedia es que ya no podemos aspirar a ambos objetivos. Durante algunas décadas fue posible mantener la ilusión de que el análisis crítico disciplinar del pasado era a la vez el discurso de la emancipación. Se confiaba en un análisis del pasado que posibilitaba la crítica del presente en el marco de un proyecto de futuro (Fontana, 1982). Tras las duras críticas a la Historia militarista y nacionalista, la hegemonía de la Historia Social permitía creer que se trabajaba a la vez por el cambio social y en la disciplina. Pero esos tiempos felices se acabaron; hoy no tenemos ninguna gran teoría científica de la historia que conduzca a la emancipación. Somos náufragos en un mar de valores, ideología, sentimientos y emociones. Así las cosas, tenemos que optar entre un discurso sobre el pasado ideológico, público y comprometido o una Historia disciplinar que mantiene siquiera como horizonte la objetividad.

La propuesta de este artículo es que hay que enseñar Historia entendiendo por tal cosa el desarrollo de la comprensión del mundo que la subyace: la mirada del historiador y el pensamiento histórico en que se basa. Esto supone, de entrada, oponerse a la noción de la enseñanza de la Historia como uso público de la Historia o como divulgación. Implica a la vez un rechazo a la centralidad de la memorización de contenidos sustantivos, ya sea de los viejos datos o de las modernas lecciones cívicas. Por el contrario, nuestra propuesta es básicamente procedimental y prioriza la iniciación de los jóvenes en los rudimentos del oficio.

El cómo llevar a cabo tal propósito no es la misión de este artículo que se ha centrado extensamente en argumentar qué enseñar. No obstante, existe una línea de trabajo sumamente atractiva defendida por Peck y Seixas (2008) y otros autores como Wineburg (1991) y Lee y Ashby (2000), que ha sido expuesta en varios trabajos por los especialistas en Didáctica de la Historia (Chávez, 2024). Esta perspectiva se inscribe en la corriente que defiende la necesidad de enseñar a historiar (Pla, 2005, p. 17). Carrasco y Pérez (2017, p. 282) caracterizan la propuesta de los primeros autores como una concepción de la enseñanza de la Historia centrada en “comprender la historia como un método, como una manera de investigar desde esta área de conocimiento y, por tanto, aprender a pensar y reflexionar con la historia”. S. Plá (2005, p. 39), por su parte, subraya el carácter de retorno a lo académico de la propuesta de Wineburg y la ruptura que supuso con respecto al enfoque cognitivista imperante a principios de los noventa. En palabras de Carrasco y Pérez (2017, p. 285), “la expresión ‘pensar históricamente’ pone el acento sobre la adquisición de destrezas cognitivas o de pensamiento propias de la disciplina, necesarias para comprender adecuadamente los datos e informaciones sobre el pasado”. En otras palabras, sobre las reglas del oficio.

Desde este enfoque, la asignatura de Historia se convierte en un ámbito desde el que someter a crítica contextualizada todos los discursos del pasado. No son necesarios complejos diseños didácticos para que esta manera de pensar críticamente acabe por extenderse al presente, que parece ser el objetivo universalmente aceptado de la educación. Es en este salto al presente donde esta concepción disciplinar de la enseñanza de la Historia entra en conflicto con las concepciones memorísticas de la educación cívica, pues somete también a sus postulados a un discurso crítico y desfundamentador. Gran parte de las concepciones trivialmente procedimentales de nuestra educación cívica no aguantan ni un asalto frente al pensamiento histórico. Pero, este, y esta es la clave, no es un problema de la Historia; es un problema de la educación en general, algo que entre todos hemos de resolver. Mas este artículo no trata de la educación y sus fines, sino simplemente de la enseñanza de la Historia. Desde luego, no es misión de esta asignatura ofrecer soluciones reconfortantes a los dilemas del presente. El profesorado de Historia bastante tiene con ofrecer instrumentos para descorrer los velos que enmascaran la explotación humana.

En el día a día de las escuelas e institutos, esta dimensión crítica inmisericorde de la mirada del historiador viene a diluir en la práctica la frontera que desde el plano teórico se alza entre las concepciones disciplinar y cívica de la asignatura, pues las actividades que se plantean desde esta última tienen cabida en gran medida en la primera. De entrada, y atendiendo especialmente a la preocupación española, la concepción que se defiende en este artículo incluye a buena parte de lo que se denomina memoria histórica, pues esta no es más que pura y llanamente Historia. Parece difícil defender que la represión franquista no sea Historia sin expulsar también de este campo al Holocausto. Desde mi punto de vista, la combativa insistencia en denominar memoria a estos acontecimientos traumáticos o incómodos del pasado no hace más que poner en cuestión su presencia en el currículo a través de una argumentación primaria que cualquier estudiante (y no digamos los voceros políticos interesados) puede desarrollar sin dificultad. Si no son Historia, son política, y si son política, todo puede discutirse, pues no en vano el pluralismo es la base de nuestra democracia. La conclusión no es otra que legitimar democráticamente el negacionismo. Se llega entonces a la reducción al absurdo de reclamar el castigo penal para aquellos que desarrollan hasta sus últimas consecuencias el ataque contra la objetividad que los propios denunciantes han desencadenado. La paradoja es obvia, además de deprimente para el oficio: se combate con saña cualquier tipo de objetividad historiográfica para abrazar la Verdad judicial.

En puridad, el problema de la memoria histórica en las escuelas españolas no es otro que trasladar al currículo los consensos alcanzados en la disciplina. En contra de lo que pudiera parecer a primera vista, no es una empresa fácil en la práctica, pero desde luego en poco ayuda que nosotros mismos debilitemos de entrada la disciplina. Un sencillo ejemplo ilustra este postulado. Nos encontramos ante dos proposiciones históricas en conflicto. Una es la afirmación de que la dictadura franquista nació de un golpe militar violento contra un régimen democrático; la segunda el descriptor de los contenidos de 2º de Bachillerato de la Comunidad de Madrid: “El Frente Popular. Desórdenes públicos. Violencia y conflictos sociales” (Decreto 64/2022, p. 218). La cuestión para dilucidar es si ambas merecen la misma consideración en la asignatura. Desde la posición que defiende este artículo no cabe duda de que no. La primera es Historia porque forma parte del consenso historiográfico y la segunda es abiertamente tendenciosa y partidista. Para ser incluida en la Historia tendría que reformularse en el marco de las dificultades de consolidación de los regímenes republicanos democráticos de la Europa de entreguerras como la República de Weimar o la Primera República austriaca. Ahora bien, no se alcanza a vislumbrar cómo se la puede descartar desde una concepción cívica, pues no deja de ser memoria histórica fuertemente emotiva; eso sí, la de los herederos de los vencedores en la guerra civil. No es fácil justificar la negativa a dialogar con ellos en la escuela, pues sienten y recuerdan y quieren trasladar su memoria sentida al plano cívico. Desde luego, no parece de recibo prescribirle a la gente lo que tiene que sentir… o sí, pero en todo caso ¿por qué queremos embarrarnos en tal pantano? Si perseveramos en transitar esta vía estamos abriendo una puerta que puede acabar en el diálogo en la clase de ciencias con los terraplanistas, antivacunas y ufólogos. ¿En serio, queremos eso?

Se entiende, por tanto, que una concepción académica de la enseñanza de la Historia no excluye en absoluto el trabajo sobre ese pasado traumático o incómodo que nos apela abiertamente en la actualidad. No en vano, “el historiador es aquel a quien el problema del presente le es más propio”, en palabras de M. Cruz (2006, p. 150). Ahora bien, su abordaje debe de realizarse desde la Historia, y eso impone algunos requerimientos. En primer lugar, la obligación de restringirnos al traslado a la asignatura de los resultados de la investigación histórica. En segundo, evitar las mistificaciones y priorizar la claridad conceptual. En la guerra civil española no cabe el banal recurso procedimental del uso de la violencia, porque todos mataban. Tampoco el anacrónico fundamentalismo democrático, porque incluso los socialistas moderados llevaban años vacilando ante el valor de la democracia y, desde luego, parece difícil conceptualizar como fuerza democrática al estalinismo de los años treinta por mucho que la ley de Memoria Democrática española parezca exigirlo. Va contra las reglas del oficio y nos acerca peligrosamente a la tendenciosidad anteriormente denunciada. Entiendo que a estas alturas no hace falta precisar que se trata de una cuestión disciplinar derivada del rigor en el uso de los conceptos, no de un juicio de valor sobre los revolucionarios de los años treinta. En este plano, el retorno al Imperio franquista no resiste la contraposición con la emancipación de la humanidad comunista.

En otro orden de cosas, pero también relativo al rigor conceptual, no estamos autorizados a hablar de memoria si no hay sujetos que recuerden, en cuyo caso, además, deberíamos hablar de memorias en plural. En el sentido común que se le otorga, en la escuela no cabe la memoria de la guerra civil o de la represión de posguerra como recurso didáctico porque ya no queda nadie vivo que recuerde. Sí que podemos recurrir perfectamente a las memorias de las víctimas de las graves violaciones de derechos humanos en el Cono Sur o, en el caso español, de los luchadores antifranquistas. El recurso a la memoria en la clase de Historia no es sólo legítimo, sino que puede calificarse además de buena Historia, en la medida en que la atención a la experiencia de los sujetos constituyó la punta de lanza de la renovación historiográfica ya desde los tiempos felices de la hegemonía de la Historia Social. El hecho de que algunos no hayan entendido algo tan obvio como que es posible el estudio objetivo de lo subjetivo y deriven de su limitación todo tipo de admoniciones apocalípticas y apocadípticas sobre el conocimiento (Eley y Nield, 2004, p. 47) no pone en cuestión el inmenso potencial de este recurso didáctico en la asignatura. Los aprendizajes que cada profesor pueda conseguir a partir de algo tan sencillo y cotidiano como un relato (o una imagen) del penoso viaje diario de una campesina recién inmigrada desde una infravivienda de la periferia de Barcelona o Madrid en los años sesenta para limpiar en el centro depende únicamente de su calidad como historiador y como educador. No cabe duda de que en este caso estamos trabajando Historia desde la memoria; en el primero sólo estamos usando el pasado (y la legitimidad de la disciplina) para fundamentar un relato político. La enseñanza de la Historia puede coadyuvar a las políticas públicas de memoria, pero en ningún caso puede plegarse a ellas sin negar a la disciplina.

Hemos reconocido las múltiples relaciones entre Historia y memoria histórica, pero la prioridad de este artículo es apuntalar nítidamente la separación teórica entre ambas esferas. Es obvio que todo país necesita de un relato sobre su pasado, pero no lo es menos que buena parte de esta memoria histórica es una mistificación, una tergiversación, cuando no una abierta manipulación histórica. Y podemos añadir: afortunadamente, a condición de tener claro que la memoria histórica no es Historia y, por tanto, no deriva su validez de ninguna regla de correspondencia con las evidencias empíricas del pasado disponibles, sino de su capacidad para fomentar la convivencia justa sobre el rechazo común a determinadas atrocidades. En este sentido, si la ilusión de una Francia resistente ayudase en algo a conjurar la penosa situación actual, bienvenida sea su entronización en las escuelas. Ahora bien, no en la asignatura de Historia. Por favor, no se nos coloque en la tesitura de enseñar en Historia algo que es históricamente falso, algo que choca contra los resultados de la aplicación de las reglas del oficio y mucho menos que hagamos saltar estas reglas por los aires, porque, tal como están las cosas, quizás nos arrepintamos, y mucho. Resulta paradójica la convicción de parte de la izquierda de que, una vez soltadas las amarras de la objetividad, va a pilotar la nave en ese mar subjetividades, valores, emociones y sentimientos en que pretende convertir la Historia, cuando es evidente que los bárbaros se han revelado mucho más hábiles en este manejo.

Quizás la principal fuente de confusión en este debate por el sentido de la enseñanza de la Historia radique en confundir enseñanza disciplinar y educación. A pesar de la trascendencia moral y política de todo enfoque historiográfico en el presente, la memoria histórica o la educación cívica no son cometidos de la asignatura de Historia, pero sí que son una misión de la educación. Esquemáticamente, no son un objetivo disciplinar, sino un objetivo educativo trasversal y, por tanto, implican a toda la comunidad educativa. Nadie niega la importancia de los valores y la política en la educación; la cuestión es cómo y desde dónde trabajarlos. Con respecto al desde dónde resulta más que paradójica tanta insistencia en el carácter cívico de la educación a la vez que se cercena sin piedad el peso de la asignatura que tiene precisamente como objetivo disciplinar cumplir esta misión: la agonizante Filosofía. Cabría preguntar a los hacedores de currículos cívicos de qué lleva siglos ocupándose la Filosofía Política si no es de estas cuestiones. Desde mi punto de vista, la Filosofía Política debería constituir el eje sobre el gravitarían de manera transversal todo el resto de las contribuciones disciplinales, y no, desde luego, la Historia.

Por lo que respecta a la Historia, deberíamos templar nuestros entusiasmos, y restringirnos a nuestro oficio, que, por otro lado, ya presenta de por sí un potencial enorme para la crítica del presente sin necesidad de desplegar banderas y pancartas. En la línea de aplicar ese mínimo de autodisciplina ascética que recomienda T.L. Haskell (1998, p. 148), resultaría conveniente que el profesorado de Historia tuviera presente la admonición que Ferrer i Guardia, el pedagogo libertario ominosamente fusilado en 1909 por la derecha española más cerril, lanzaba contra las voces impacientes de su propio campo:

Pero la Escuela Moderna obra sobre los niños a quienes por la educación y la instrucción prepara a ser hombres, y no anticipa amores ni odios, adhesiones ni rebeldías, que son deberes y sentimientos propios de los adultos; en otros términos, no quiere coger el fruto antes de haberle producido por el cultivo, ni quiere atribuir una responsabilidad sin haber dotado a la conciencia de las condiciones que han de constituir su fundamento: Aprendan los niños a ser hombres, y cuando lo sean declárense en buena hora en rebeldía (Ferrer, 1912, p. 61).

Confiemos mucho más en la inteligencia compleja de nuestros alumnos y en su capacidad para solventar las contradicciones entre razón e ideología en su proceso de formación.

Financiación

Este artículo se ha realizado en el marco del Proyecto Nacional de Investigación PID2020-114249GB-I00/AEI/10.13039/501100011033

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Este artículo se redactó antes de la victoria de Trump, que supone una inquietante impugnación estos discursos hegemónicos.

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