10.4438/1988-592X-RE-2025-408-673
Antonio Fco. Canales Serrano
Universidad Complutense de Madrid
ORCID /0000-0002-7035-1194
La enseñanza la Historia es una cuestión que tiene atareados a educadores y profesionales de la disciplina en los últimos años. Parece claro que las diferentes justificaciones tradicionales del sentido de la enseñanza de la Historia afrontan serios problemas de fundamentación. Se da por hecho que ha perdido vigencia la visión de una Historia legitimadora del proceso de construcción nacional; en el campo alternativo, se ha desmoronado la creencia en una ley científica del devenir histórico que marque la senda hacia la emancipación de la humanidad; y, para empeorar la situación, la propia noción de progreso se tambalea a merced de los nuevos vientos postmodernos. Así las cosas, la cuestión que se plantea es qué sentido tiene seguir enseñando Historia a nuestros jóvenes.
En cualquier foro educativo, esta pregunta sería tomada como una
provocación por el profesorado de Historia y sus miembros se alzarían al
unísono para argüir indignados que la Historia sigue siendo fundamental
para la comprensión crítica del presente y para cimentar una ciudadanía
democrática. Este artículo pretende problematizar la segunda parte de
esta respuesta. La centralidad de la Historia en la comprensión del
presente está fuera de toda duda, pero ¿por qué hemos llegado a
interiorizar como un axioma su papel fundamentador de la ciudadanía
democrática? Cabe insistir en el
El éxito de esta formulación ha tenido el efecto perverso de que hayamos acabado por interiorizar como una verdad indiscutible aquello que debería ser un mero argumento coyuntural desesperado de supervivencia curricular. Así, una parte importante del profesorado de Historia y de los propios historiadores parecen satisfechos con centrar su labor en la restauración de memorias colectivas preteridas y en la construcción de ciudadanías democráticas; en otras palabras, con subrayar la dimensión cívica de la enseñanza de nuestra disciplina y en algunos casos de la propia disciplina. Esta distinción entre la disciplina y su enseñanza no resulta baladí, aunque buena parte de los participantes en los debates parecen esquivarla. ¿La misión cívica se limita a la enseñanza o impregna de lleno la propia disciplina? Y con relación a ello, ¿la enseñanza de una disciplina tiene una naturaleza diferente a la propia disciplina más allá del grado de dificultad? En otros términos, ¿enseñar una disciplina es una iniciación en sus rudimentos de trabajo (Miralles, Molina y Ortuño, 2011, p. 9) o únicamente una divulgación de sus resultados? Porque ambas cosas no son en absoluto equivalentes. En nuestro campo, ¿podemos aceptar la externalización de la enseñanza de la Historia como usos de la Historia? (Pérez, 2009, 41).
Este artículo parte de un posicionamiento claro ante estas cuestiones. Uno, la disciplina histórica no puede subordinarse a las necesidades cívicas del presente y, dos, enseñar historia es iniciar a los jóvenes en la mirada del historiador y no sólo divulgar de manera más o menos atractiva sus resultados. La traducción didáctica de estas posiciones de partida nos conduce a un planteamiento muy alejado de las propuestas más populares en la actualidad.
Las propuestas didácticas que subrayan la dimensión cívica para el presente de la enseñanza de la Historia parten de respuestas opuestas a ambas cuestiones. De un lado, parecen decantarse mayoritariamente por la idea de que la propia Historia como disciplina se justifica en el presente; de otro, son unánimes en la concepción eminentemente divulgadora con fines cívicos de su enseñanza. Esto se traduce en un acercamiento a la historia que prioriza la proyección hacia el pasado de los problemas que afectan a nuestra convivencia en el presente. En última instancia, se trata de construir un relato que se adecúe a los actuales equilibrios y legitime la multiplicación de agentes históricos, incluyendo a los nuevos colectivos que afirman su identidad en nuestros días. Es obvio que el principal problema de esta historia que se presenta como progresista e inclusiva no es otro que el más craso anacronismo, el principal enemigo tradicional de la Historia. La tan cacareada interrogación del pasado desde el presente parece traducirse en la reducción del primero a un decorado en el que escenificar nuestras vicisitudes actuales. En realidad, no se pregunta nada porque no nos importa la respuesta; sólo queremos la ambientación. Tal concepción se enfrenta al escollo de que, como nos recuerda insistentemente el giro cultural desde hace más de tres décadas, la experiencia y el significado de la opresión en el pasado era muy diferente a los actuales y, por tanto, gran parte de los colectivos que rastreamos desde el presente apenas podían concebirse a sí mismos en otro periodo. Pareciera, pues, que las propuestas novedosas se anulan entre sí. Pero dejemos estas contradicciones historiográficas y vayamos a lo meramente didáctico.
El fundamento didáctico de estas propuestas es plantear en escenarios
del pasado una serie de actividades para que los estudiantes fijen en
sus mentes unos principios aplicables a las sociedades del presente. Se
trata de un proceso de asunción de proposiciones axiológicas en las que
el pasado no juega más que un papel motivador para unos aprendizajes que
no se derivan de él, pues no se le concede ninguna sustancialidad
propia. De esta forma conseguimos que los estudiantes interioricen, por
ejemplo, el rechazo a la desigualdad legal sin haber comprendido
absolutamente nada de la sociedad medieval. O que, ante el maravilloso
pasaje sobre la escuela de Camus (1994, pp.120-152) en el que el premio
Nobel rinde tributo al maestro que intervino de manera determinante en
la continuidad de sus estudios, los estudiantes de magisterio, en lugar
de un héroe, sólo vean un monstruo porque daba alguna bofetada de tanto
en tanto. O que establezcan que la principal característica del régimen
nazi era que no respetaba la diversidad. Uno se queda atónito por la
trivialidad de estos planteamientos y más tarde se rebela con furia
contra tamaña banalidad, pero los estudiantes no tienen ninguna
responsabilidad en esta particular percepción. No hay nada en sus
actitudes ante el estudio y en sus conocimientos diferente a los
nuestros, salvo años de una enseñanza de la Historia dirigida a un
objetivo muy alejado del desarrollo del cualquier tipo de mirada
histórica. En este punto, el problema ya no es el anacronismo, sino una
cuestión puramente didáctica. Es obvio que los aprendizajes que se
derivan de esta concepción de la Historia están muy lejos de constituir
aprendizajes significativos, pues no surgen del trabajo crítico sobre el
pasado, sino de la asunción de principios que se
Otro conjunto de objeciones se deriva de la dimensión abiertamente política que esta concepción de la asignatura plantea. Podemos hablar de principios cívicos, pero a nadie escapa que comúnmente se trata de un eufemismo para dulcificar el tratamiento de cuestiones abiertamente ideológicas y políticas. Obviamente, nada es neutral, todo es político…, pero hay grados. Desde una posición que otorgue entidad propia a la disciplina histórica podemos establecer los marcos posibles de la interpretación del pasado. A pesar de todos los problemas que se examinarán más adelante, el abanico de lo que puede decirse no es tan amplio como podría parecer a primera vista. Por el contrario, existen consensos historiográficos que acotan el campo y, por tanto, dejan fuera a mucho de lo que circula por otros medios. Sin embargo, desde una concepción que reduce la disciplina a la política, los criterios para dirimir las pugnas ideológicas del presente proyectadas hasta el pasado no se perfilan con facilidad. La respuesta común parece ser entronizar nociones procedimentales como democracia o pluralismo que, cuanto menos en historia, no garantizan ningún resultado cierto. Como establecía el intelectual católico francés de entre siglos Charles Péguy (cit. por Todorov, 2010, p. 37), “por la declaración de los derechos del hombre (…) se puede declarar la guerra a todo el mundo mientras el mundo sea mundo”. Ciertamente, este problema afecta en general a la dimensión axiológica de la educación, cómo transmitir principios políticos y valores sin caer en el adoctrinamiento, pero, entonces, la cuestión es por qué queremos zambullirnos en un terreno tan pantanoso como si la disciplina no tuviera ya bastantes problemas de por sí.
Finalmente, la última crítica a la concepción cívica de la enseñanza
de la Historia tiene que ver con su carácter contradictorio con su
propio punto de partida. Estas propuestas suelen partir de una crítica
demoledora a la historia tradicional con trasfondo nacionalista e
intencionalidad moral. Sin embargo, paradójicamente, acaban abrazando
con pasión una reducción de la enseñanza de la disciplina a las
Frente a esta deriva cívico-política, la concepción que se defiende
en este artículo es que la enseñanza de la Historia en la escuela no
debe basarse en la
Las posiciones que priorizan la dimensión axiológica suelen partir de
la premisa de la negación de la posibilidad de la objetividad en
Historia (Berger, 2019). Perseveran en que cualquier pretensión de
objetividad no sólo es imposible, sino además
Desde el campo ideológicamente opuesto, la misma negación de la objetividad suele fundamentarse en un planteamiento epistémico mucho más radical: el cuestionamiento de la existencia de la propia realidad, y mucho más de la histórica a la que tan difícil resulta acceder. Desde esta perspectiva, no importa tanto la presencia de ideología (al fin y al cabo, eso de la emancipación de la humanidad no está desprovisto de cierto atractivo retórico) como la inexistencia de algo externo al propio discurso sobre el que aplicar alguna regla de correspondencia. En última instancia, la realidad histórica no sería más que un constructo preferentemente lingüístico fruto del intento de los historiadores de acceder a ella. Para la postmodernidad no nos quedan más que textos de textos sobre los que construir narraciones múltiples con pretensiones de efectividad retórica.
En conclusión, la disciplina tal y como se ha venido configurando a
lo largo de dos siglos se ve sometida a un fuego cruzado dirigido a
socavar su principal fundamento que no es otro que la pretensión de
conocimiento racional del pasado basado en algún tipo de correspondencia
con los vestigios de la realidad de ese momento. Esto es lo que la
distingue de otras formas de aproximación al pasado como la épica, la
hagiografía, la literatura o la simple moralina. El criterio de
demarcación de la Historia como disciplina es puramente procedimental:
la crítica de fuentes. Podría pensarse que esta fue la aportación
fundacional de Ranke al oficio en el segundo cuarto del siglo XIX
(Canales, 2021, p.44); una regla de oro que, salvo casos críticos de
ultra-teorización estructural, todos hemos respetado más allá de
nuestras diferencias teóricas. En realidad, las abrumadoras e
inmisericordes críticas a Ranke no se derivaban tanto de su ideal de
crítica de fuentes, sino de su negativa a elaborar leyes generales a
partir de los resultados de tal proceso. Esto era lo que se le estaba
reprochando cuando se le acusaba de positivista aferrado a los hechos:
no las reglas de producción del dato, sino su rechazo a proseguir el
proceso de conocimiento propio de cualquier ciencia social. Entiendo,
pues, que podemos aceptar como punto de partida que la producción de
Es posible que los historiadores estemos pasando una fase de
descreencia sobre los valores epistémicos de nuestro oficio. De hecho,
la cuestión de la compleja relación con el pasado es un tópico de la
disciplina, casi un ejemplar en términos kuhnianos. Se insiste en que se
interroga al pasado desde el presente y desde las inquietudes
particulares de un historiador
Planteadas así las premisas, la conclusión no puede ser otra que la negación del conocimiento historiográfico como una instancia diferenciada de valores, ideologías, confesiones, sentimientos y emociones. En su versión radical, todo vale; cualquier cosa sobre el pasado puede ser dicha, pues su aceptación se basa en la posesión de recursos retóricos suficientes para convencer, o de poder para imponerla (no olvidemos esta pragmática derivación mucho más frecuente). En su versión más contenida, no se trata de que todo valga, sino de que las reglas de validación de una afirmación historiográfica no radican ya en ningún mecanismo de ajuste con las evidencias empíricas relevantes del pasado, sino que operan en otro ámbito. ¿Cuál? Esa es la cuestión que no se nos aclara. Se deduce que en el ético o en el político, ya sea en su versión de diálogo recurrente a la búsqueda del consenso o en la abierta guerra cultural, pero también en el estético y en el emocional. En todo caso, ya no en las reglas tradicionales del oficio.
Siendo realistas, contra la posición postmoderna no hay mucho que
argumentar. Allá cada cual con la retórica que escoge ante un cáncer.
Pero sí que cabe plantear algunas puntualizaciones a quienes derivan la
imposibilidad de objetividad del compromiso político del historiador. En
verdad, resulta paradójico que gran parte de estas modernas
argumentaciones partan de una rancia concepción decimonónica de la
objetividad como ajuste a una Verdad esencial existente que ya había
sido superada mucho antes del desafío postmoderno. Ciertamente, la
evolución de la noción de objetividad en la Filosofía de la Ciencia del
siglo XX ha sido radical. Se ha pasado de su caracterización clásica por
el neopositivismo desde la idea de que la ciencia no tenía sujeto y se
elaboraba desde
En términos generales, estos filósofos ponen el acento en la dimensión social e intersubjetiva, e incluso convencional, de la investigación. No obstante, otorgan un espacio central a los resultados de la investigación, es decir, a los datos obtenidos a través de la manipulación de los hechos que se investigan. En este contexto, la objetividad reside en el uso de métodos, procedimientos y técnicas intersubjetivamente probados y aceptados (acordados) en las comunidades científicas, en la obtención de los mismos resultados en diferentes experimentos o investigaciones, en el reconocimiento intersubjetivo de los datos obtenidos e, incluso, en la convergencia hacia la verdad. Como afirma E. Agazzi (1996, p. 31), lo que es observado usando ciertos instrumentos con las reglas de uso correctas es lo que la comunidad científica acepta sin objeciones. Así, pues, los instrumentos y procedimientos son convencionales, pero lo que puede ser hecho con ellos y los resultados obtenidos no los son.
Este tipo de objetividad es el que debería regular la investigación
histórica. Siguiendo la perspectiva de Longino, el primer estadio de la
objetividad en Historia dependería de la capacidad de los historiadores
de realizar una explicitación efectiva de sus criterios operativos de
objetivación, es decir, de poner sobre el tapete las operaciones que
permiten establecer qué es un dato y si ese dato está contrastado y, por
tanto, se convierte en candidato a
Desde luego, esta distinción no elimina el problema de la implicación valorativa e ideológica del historiador en la práctica propiamente historiográfica. La incidencia de los valores, intereses, ideología y prejuicios del científico social en la investigación constituye un clásico de la reflexión sobre las ciencias sociales que, lejos de resolverse, se ha ampliado a las propias ciencias naturales, especialmente por parte de las filósofas de la ciencia feministas. Longino defiende que toda actividad científica supone unas asunciones axiológicas de trasfondo que el método científico es incapaz de eliminar en la investigación y, por tanto, en sus resultados. Para esta autora, la única forma de afrontar este tipo de elementos presentes en el quehacer científico sería objetivarlos a través de su explicitación, es decir, sometiéndolos a la consideración pública dentro de las comunidades científicas que pueden así abordarlos de forma crítica (Gómez, 2004, p. 161).
Este reforzado protagonismo de la comunidad científica en el acuerdo
sobre las reglas y en la discusión del
En definitiva, la Historia como disciplina es un discurso sobre el
pasado entre muchos otros; pero no todos esos discursos sobre el pasado
son Historia, sencillamente porque no cumplen un conjunto de reglas y
operaciones que definen el oficio. En otros términos, la Historia no es
el único discurso sobre el pasado, pero es el único que es Historia.
Llegados a este punto se entiende que la Historia como disciplina
académica es un conocimiento diferenciado que se sostiene sobre unas
premisas que definen el consenso constitutivo de la comunidad de
historiadores. En primer lugar, se sitúa la aspiración a la objetividad.
Como defiende P. Zagorín (2004. p. 96), la objetividad “no es una
quimera sino un aspecto de la razón histórica que no puede ser
abandonado como objetivo o criterio sin abandonar también la propia
historia como una de las principales ciencias humanas y sociales”. O
como, tras múltiples y cansinos circunloquios, acaba por reconocer H.
Paul (2016, p. 222), no se trata de renunciar a otras relaciones con el
pasado, sino de “privilegiar la relación epistémica sobre el resto”, que
significa aspirar a la objetividad. Sencillamente, no podemos concebir
la Historia como disciplina sin ese horizonte. En segundo, algún tipo de
realismo, siquiera convencional, sin el cual tal pretensión no tendría
sentido: forzosamente debe existir algo fuera de nuestro discurso al que
ajustarlo
Esta concepción de la Historia como oficio deja fuera muchas facetas que ahora fascinan y que pretendemos introducir en la asignatura en la escuela. De entrada, plantea una distinción entre Historia y los usos públicos del pasado, que van mucho más allá de la enseñanza y la divulgación. No podemos negar la intrínseca relación entre lo uno y lo otro, pero no parece posible identificar ambas esferas. Antes de que se esgrima la caducidad de la distinción entre cualquier ciencia y su aplicación, debemos tener presente que en nuestro caso el debate fundamental no se plantea entre la Historia y sus usos públicos, sino que versa sobre los usos públicos de los discursos sobre el pasado en general, que, de acuerdo con lo expuesto con anterioridad, pueden ser Historia o no.
En este punto, no nos queda otra que hacer frente al elefante en la
habitación: la memoria. Al menos en España, la memoria está de moda. De
hecho, los términos memoria e historia se usan como sinónimos y libros
claramente de Historia se titulan
¿Es nociva entonces la existencia de historiadores comprometidos? En
absoluto. De hecho, un autor usualmente citado por los críticos de la
objetividad como Rüsen (2019) distingue entre objetividad, a la que no
renuncia, y neutralidad, cuya imposibilidad defiende. En el mismo
sentido, Haskell (1998, p. 150) sentencia desafiante: “No veo nada que
admirar en la neutralidad. Mi concepción de la objetividad (que creo que
es ampliamente compartida, si quiera tácitamente, por los historiadores
hoy) es compatible con el compromiso político fuerte”. Objetividad y
neutralidad no serían, pues, equivalentes. En contra de la posición
clásica que separa entre investigador y ciudadano y reclama que no se
mezclen los ámbitos, parece más plausible reconocer que el compromiso
social y político juega un papel notable en el desarrollo de cualquier
disciplina social. De hecho, no cabe duda de que la atención sobre
determinados temas surge de tal compromiso. Esto es obvio en el caso del
movimiento obrero y más todavía en las mujeres, o los colectivos
subordinados como determinados grupos étnicos o los gais y
Ahora bien, todo es una cuestión de tiempo y grado. ¿Realmente pensamos que los mejores candidatos a hacer historia de los gais en la actualidad siguen siendo los activistas gais? Desde luego, este no ha sido el caso de los trabajadores. Sin poner en cuestión abiertamente las aportaciones de los propios sindicalistas, lo cierto es que la historia del movimiento obrero hace muchas décadas que está siendo desarrollada por historiadores profesionales. De manera similar, la perspectiva feminista en Historia ha abandonado el activismo para plantear una seria refundamentación teórica del oficio y cabe esperar que otros compromisos más recientes sigan la misma evolución. O, por cambiar de tercio, ¿acaso no ha sido un lugar común la crítica a que la Historia de la Iglesia esté en manos de los eclesiásticos? En última instancia, ¿qué hay detrás de estos recelos y suspicacias ante la Historia militante o comprometida? Pues algún tipo de noción de objetividad, un requerimiento de distanciamiento del investigador del objeto de estudio que garantice un estudio desprejuiciado del que nos resulta muy difícil desprendernos a todos aquellos hemos pasado por una facultad de Historia. En este sentido, H. Paul (2016, p. 137) diluye notablemente la dimensión política del historiador al establecer que esta actúa en un sentido muy amplio y genérico y, además, constituye un efecto secundario de su trabajo, no su principal propósito. Esto último, sin duda, marca tajantemente la diferencia.
¿Y qué podemos decir el intelectual comprometido? ¿Le vamos a exigir
horas de polvoriento archivo antes de decir algo sobre el pasado?
Obviamente, no. Pero, en todo caso, la verdadera cuestión es si la
pregunta sigue teniendo sentido. La figura del intelectual comprometido
parece pertenecer ya a tiempos pretéritos. Toni Judt (2007, p. 333)
llama la atención sobre tránsito del intelectual filósofo al intelectual
especialista universitario en los años sesenta. Ciertamente, no parece
un requisito preocupante que aquellos que hablan con pretensiones de
incidir en la sociedad sepan de lo que hablan. Pero, en realidad, lo que
tenemos en nuestros tiempos no es más que una caricatura del intelectual
comprometido, un impostor que se acomoda a las corrientes dominantes y
renuncia a cumplir la principal función del intelectual clásico, que no
era otra que la de incomodar a la sociedad poniendo en cuestión sus más
sólidas convicciones. Esta misión crítica del intelectual pone el dedo
en la llaga en el debate sobre el pretendido carácter crítico con el
Poder establecido de la Historia comprometida. Parémonos un instante a
pensar sobre cuáles son los discursos del Poder en nuestras sociedades
democráticas occidentales. ¿Realmente, podemos mantener con rigor que el
ecologismo, el feminismo o la teoría queer son hoy en
día
Pero dejemos las cuitas de los historiadores para compaginar sus compromisos ideológicos y su proyección pública con su oficio y volvamos a la escuela y al objeto de este artículo: ¿qué Historia hay que enseñar?
Tras las consideraciones anteriores, entiendo que ya podemos reformular de manera mucho más precisa la pregunta de qué tipo de discurso sobre el pasado debemos trabajar en la asignatura de Historia. ¿Qué queremos que sea la Historia en nuestros colegios e institutos? ¿Una cámara de resonancia de discursos sobre el pasado dirigidos al cambio cultural o una herramienta de análisis crítico del pasado?
Nuestra tragedia es que ya no podemos aspirar a ambos objetivos.
Durante algunas décadas fue posible mantener la ilusión de que el
análisis crítico disciplinar del pasado era a la vez el discurso de la
emancipación. Se confiaba en un análisis del pasado que posibilitaba la
crítica del presente en el marco de un proyecto de futuro (Fontana,
1982). Tras las duras críticas a la Historia militarista y nacionalista,
la hegemonía de la Historia Social permitía creer que se trabajaba a la
vez
La propuesta de este artículo es que hay que enseñar Historia entendiendo por tal cosa el desarrollo de la comprensión del mundo que la subyace: la mirada del historiador y el pensamiento histórico en que se basa. Esto supone, de entrada, oponerse a la noción de la enseñanza de la Historia como uso público de la Historia o como divulgación. Implica a la vez un rechazo a la centralidad de la memorización de contenidos sustantivos, ya sea de los viejos datos o de las modernas lecciones cívicas. Por el contrario, nuestra propuesta es básicamente procedimental y prioriza la iniciación de los jóvenes en los rudimentos del oficio.
El
Desde este enfoque, la asignatura de Historia se convierte en un
ámbito desde el que someter a crítica contextualizada todos los
discursos del pasado. No son necesarios complejos diseños didácticos
para que esta manera de pensar críticamente acabe por extenderse al
presente, que parece ser el objetivo universalmente aceptado de la
educación. Es en este salto al presente donde esta concepción
disciplinar de la enseñanza de la Historia entra en conflicto con las
concepciones memorísticas de la educación cívica, pues somete también
a sus postulados a un discurso crítico y
desfundamentador. Gran parte de las concepciones trivialmente
procedimentales de nuestra educación cívica no aguantan ni un asalto
frente al pensamiento histórico. Pero, este, y esta es la clave, no es
un problema de la Historia; es un problema de la educación en general,
algo que entre todos hemos de resolver. Mas este artículo no trata de la
educación y sus fines, sino simplemente de la enseñanza de la Historia.
Desde luego, no es misión de esta asignatura ofrecer soluciones
reconfortantes a los dilemas del presente. El profesorado de Historia
bastante tiene con ofrecer instrumentos para descorrer los velos que
enmascaran la explotación humana.
En el día a día de las escuelas e institutos, esta dimensión crítica
inmisericorde de la mirada del historiador viene a diluir en la práctica
la frontera que desde el plano teórico se alza entre las concepciones
disciplinar y cívica de la asignatura, pues las actividades que se
plantean desde esta última tienen cabida en gran medida en la primera.
De entrada, y atendiendo especialmente a la preocupación española, la
concepción que se defiende en este artículo incluye a buena parte de lo
que se denomina
En puridad, el problema de la memoria histórica en las escuelas
españolas no es otro que trasladar al currículo los consensos alcanzados
en la disciplina. En contra de lo que pudiera parecer a primera vista,
no es una empresa fácil en la práctica, pero desde luego en poco ayuda
que nosotros mismos debilitemos de entrada la disciplina. Un sencillo
ejemplo ilustra este postulado. Nos encontramos ante dos proposiciones
históricas en conflicto. Una es la afirmación de que la dictadura
franquista nació de un golpe militar violento contra un régimen
democrático; la segunda el descriptor de los contenidos de 2º de
Bachillerato de la Comunidad de Madrid: “El Frente Popular. Desórdenes
públicos. Violencia y conflictos sociales” (Decreto 64/2022, p. 218). La
cuestión para dilucidar es si ambas merecen la misma consideración en la
asignatura. Desde la posición que defiende este artículo no cabe duda de
que no. La primera es Historia porque forma parte del consenso
historiográfico y la segunda es abiertamente tendenciosa y partidista.
Para ser incluida en la Historia tendría que reformularse en el marco de
las dificultades de consolidación de los regímenes republicanos
democráticos de la Europa de entreguerras como la República de Weimar o
la Primera República austriaca. Ahora bien, no se alcanza a vislumbrar
cómo se la puede descartar desde una concepción cívica, pues no deja de
ser memoria histórica fuertemente emotiva; eso sí, la de los herederos
de los vencedores en la guerra civil. No es fácil justificar la negativa
a dialogar con ellos en la escuela, pues
Se entiende, por tanto, que una concepción académica de la enseñanza de la Historia no excluye en absoluto el trabajo sobre ese pasado traumático o incómodo que nos apela abiertamente en la actualidad. No en vano, “el historiador es aquel a quien el problema del presente le es más propio”, en palabras de M. Cruz (2006, p. 150). Ahora bien, su abordaje debe de realizarse desde la Historia, y eso impone algunos requerimientos. En primer lugar, la obligación de restringirnos al traslado a la asignatura de los resultados de la investigación histórica. En segundo, evitar las mistificaciones y priorizar la claridad conceptual. En la guerra civil española no cabe el banal recurso procedimental del uso de la violencia, porque todos mataban. Tampoco el anacrónico fundamentalismo democrático, porque incluso los socialistas moderados llevaban años vacilando ante el valor de la democracia y, desde luego, parece difícil conceptualizar como fuerza democrática al estalinismo de los años treinta por mucho que la ley de Memoria Democrática española parezca exigirlo. Va contra las reglas del oficio y nos acerca peligrosamente a la tendenciosidad anteriormente denunciada. Entiendo que a estas alturas no hace falta precisar que se trata de una cuestión disciplinar derivada del rigor en el uso de los conceptos, no de un juicio de valor sobre los revolucionarios de los años treinta. En este plano, el retorno al Imperio franquista no resiste la contraposición con la emancipación de la humanidad comunista.
En otro orden de cosas, pero también relativo al rigor conceptual, no
estamos autorizados a hablar de memoria si no hay sujetos que recuerden,
en cuyo caso, además, deberíamos hablar de memorias en plural. En el
sentido común que se le otorga, en la escuela no cabe la memoria de la
guerra civil o de la represión de posguerra como recurso didáctico
porque ya no queda nadie vivo que recuerde. Sí que podemos recurrir
perfectamente a las memorias de las víctimas de las graves violaciones
de derechos humanos en el Cono Sur o, en el caso español, de los
luchadores antifranquistas. El recurso a la memoria en la clase de
Historia no es sólo legítimo, sino que puede calificarse además de
Hemos reconocido las múltiples relaciones entre Historia y memoria histórica, pero la prioridad de este artículo es apuntalar nítidamente la separación teórica entre ambas esferas. Es obvio que todo país necesita de un relato sobre su pasado, pero no lo es menos que buena parte de esta memoria histórica es una mistificación, una tergiversación, cuando no una abierta manipulación histórica. Y podemos añadir: afortunadamente, a condición de tener claro que la memoria histórica no es Historia y, por tanto, no deriva su validez de ninguna regla de correspondencia con las evidencias empíricas del pasado disponibles, sino de su capacidad para fomentar la convivencia justa sobre el rechazo común a determinadas atrocidades. En este sentido, si la ilusión de una Francia resistente ayudase en algo a conjurar la penosa situación actual, bienvenida sea su entronización en las escuelas. Ahora bien, no en la asignatura de Historia. Por favor, no se nos coloque en la tesitura de enseñar en Historia algo que es históricamente falso, algo que choca contra los resultados de la aplicación de las reglas del oficio y mucho menos que hagamos saltar estas reglas por los aires, porque, tal como están las cosas, quizás nos arrepintamos, y mucho. Resulta paradójica la convicción de parte de la izquierda de que, una vez soltadas las amarras de la objetividad, va a pilotar la nave en ese mar subjetividades, valores, emociones y sentimientos en que pretende convertir la Historia, cuando es evidente que los bárbaros se han revelado mucho más hábiles en este manejo.
Quizás la principal fuente de confusión en este debate por el sentido
de la enseñanza de la Historia radique en confundir enseñanza
disciplinar y educación. A pesar de la trascendencia moral y política de
todo enfoque historiográfico en el presente, la memoria histórica o la
educación cívica no son cometidos de la asignatura de Historia, pero sí
que son una misión de la educación. Esquemáticamente, no son un objetivo
disciplinar, sino un objetivo educativo trasversal y, por tanto,
implican a toda la comunidad educativa. Nadie niega la importancia de
los valores y la política en la educación; la cuestión es
Por lo que respecta a la Historia, deberíamos templar nuestros
entusiasmos, y restringirnos a nuestro oficio, que, por otro lado, ya
presenta de por sí un potencial enorme para la crítica del presente sin
necesidad de desplegar banderas y pancartas. En la línea de aplicar ese
mínimo de
Pero la Escuela Moderna obra sobre los niños a quienes por la educación y la instrucción prepara a ser hombres, y no anticipa amores ni odios, adhesiones ni rebeldías, que son deberes y sentimientos propios de los adultos; en otros términos, no quiere coger el fruto antes de haberle producido por el cultivo, ni quiere atribuir una responsabilidad sin haber dotado a la conciencia de las condiciones que han de constituir su fundamento: Aprendan los niños a ser hombres, y cuando lo sean declárense en buena hora en rebeldía (Ferrer, 1912, p. 61).
Confiemos mucho más en la inteligencia compleja de nuestros alumnos y en su capacidad para solventar las contradicciones entre razón e ideología en su proceso de formación.
Este artículo se ha realizado en el marco del Proyecto Nacional de Investigación PID2020-114249GB-I00/AEI/10.13039/501100011033
Este artículo se redactó antes de la victoria de Trump, que supone una inquietante impugnación estos discursos hegemónicos.
Agazzi, Evandro. (1996). Il significato dell´oggettività nel discorso
scientífico, En F. Minazzi (Ed.),
Berger, Stefan. (2019). Historical Writing and Civic Engagement: A
Symbiotic Relationship. En S. Berger (Ed.),
Camus, Albert. (1994).
Canales Serrano, Antonio Fco. (2021). The cultural history of
education: between the siren song of Philosophy and the discrete charm
of the philosophy of the social sciences. En Van Ruyskensvelde, S.,
Thyssen, G., Herman, F., Van Gorp, A.y Verstraete, P. (Eds).
Carrasco, Cosme, & Pérez Rodríguez, Raimundo (2017). La historia
como materia formativa. Reflexiones epistemológicas e historiográficas.
Chávez Preisler, Carolina. (2024). Un pensamiento que trasciende.
Peter Seixas y sus contribuciones para el desarrollo del pensamiento
histórico.
Cruz, Manuel. (2006).
Decreto 64/2022, de 20 de julio, del Consejo de Gobierno, por el que se establecen para la Comunidad de Madrid la ordenación y el currículo del Bachillerato. BOCM, 176.
Eley, Geoff, & Nield, Keith. (2004). Volver a empezar: el
presente, lo postmoderno y el momento de la historia social.
Ferrer i Guardia, Francesc. (1912).
Fontana, Josep. (1982).
Gómez Rodríguez, Amparo. (2003).
Gómez Rodríguez, Amparo. (2004).
Gómez Rodríguez, Amparo. (2019).
Hacking, Ian, (1983). Representing and Intervening. Introductory Topics in the Philosophy of Natural Science. Cambridge University Press.
Haskell, Thomas L. (1998).
Halbwachs, Maurice. (2004).
Huici Urmeneta, Vicente (2007).
Judt, Tony. (2007).
Kitcher, Philip. (1993).
Lee, P. (2005). Putting principles intro practice: understanding
history. En M. Donovan y J. Brandsford (Eds.),
Lee, P., & Ashby, R. (2000.) Progressión in Historical
Understandig among Students
Ages 7-14. En Stearns, P, Seixas, P y Wineburg, S. (Eds.)
Longino, Helen. (1990).
Miralles Martínez, P., Molina Puche, S., & Ortuño Molina, J.
(2011).
Muguerza, Javier. (1986). La obediencia al Derecho y el imperativo de
la disidencia. Una intrusión en un Debate.
Paul, Herman. (2016).
Peck, C. y Seixas, Peter. (2008). Benchmarks of Historical Thinking:
First Steps.
Pérez Garzón, J. Sisinio. (2009). ¿Por qué enseñamos geografía e
historia? ¿Es tarea educativa la construcción de
identidades?.
Perez Garzón, J. Sisinio. (2012). Memoria e Historia: reajustes y
entendimientos críticos.
Plá, Sebastián (2005).
Rüsen, Jörn. (2019). Engagement. Metahistorical Considerations on a
Disputed Attitude in Historical Studies. In S. Berger (Ed.),
Seixas, Peter. (2000). Schweingen! Die Kinder! Or, Does Postmodern
History Have a
Place in the School?. En P. Seixas, S. Wineburg y P. Stearns (Eds.),
Todorov, Tzvetan. (2010).
Wineburg, S. (1991). Historical Problem Solving: A Study of the
Cognitive Processes Used in the Evaluation of Documentary and Pictorial
Evidence.
Zagorin, Perez. (2004). Historia, referente y narración: reflexiones
sobre el postmodernismo hoy.
Zwarte, Ingrid de. y Arco Blanco, Miguel Ángel del. (Eds.). (2025).