El libro décimo de la colección Fundamentos, dedicado a la memoria del tristemente fallecido Joaquín Varela, analiza uno de los temas capitales del derecho constitucional: la organización territorial del Estado y su evolución. Se trata de un proyecto muy ambicioso, coordinado por la profesora Requejo Rodríguez, en el que se dan cita especialistas de primer nivel, españoles y extranjeros, con premisas y perspectivas muy diferentes ante cuestiones territoriales de gran complejidad.
Antes de entrar en un análisis crítico y necesariamente sintético de cada una de las aportaciones al libro, creo necesario hacer una reflexión previa sobre el concepto de soberanía en los Estados federales, puesto que hay una clara discrepancia entre los diferentes autores que participan en este. Mientras el profesor Montalivet (pp. 131 y 143) parece reconocer residuos de soberanía en los diferentes territorios que componen los Estados federales, que es lo que los distinguiría —según él— de los Estados unitarios regionales, el profesor Aragón (pp. 200-201) niega la existencia de soberanías duales en estos. Por su parte, el profesor Lothar Michael, si bien niega soberanías territoriales en Alemania, parece reconocer la soberanía territorial en Suiza por el hecho de la exigencia de dobles mayorías para las reformas constitucionales (pp. 51-52). La cuestión no es baladí y requiere de algunas precisiones acompañadas de mi posicionamiento previo.
Los conceptos han de servir para aprehender la realidad y, en este sentido, el concepto clásico de
A partir de esta consideración en la que el concepto de
Efectivamente, el Estado federal y la Constitución son productos de las revoluciones burguesas del siglo
En concreto, tal y como se configura el Estado federal en la Constitución de EE. UU. de 1787, esa unidad soberana la sustenta el pueblo, convirtiéndose así ese pueblo en el argumento que resuelve la controversia legal del derecho de secesión. Desde mi punto de vista, el reconocimiento en sí mismo de la soberanía popular en
Además, en ningún caso pueden interpretarse las exigencias de dobles mayorías para las reformas constitucionales como un residuo de soberanía, tal y como parece sostener el profesor Lothar Michael (pp. 51-52). En primer lugar, la exigencia de dobles mayorías para aprobar reformas constitucionales no es un rasgo esencial del Estado federal (
I
A partir de estas consideraciones generales, procederé a continuación a hacer un análisis crítico de las aportaciones que se refieren a la evolución de los modelos territoriales de Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido.
Previamente habría que señalar que no se puede valorar sino como un acierto el dedicar la mitad del libro al análisis del derecho extranjero como una premisa imprescindible para una mejor compresión del derecho propio. El estudio del derecho extranjero permitirá observar las semejanzas y las diferencias con nuestro sistema y extraer ulteriores consecuencias de política legislativa. Efectivamente, la comparación jurídica entre distintos modelos orienta al legislador hacia reglas que no le resultaban conocidas y favorece también la resolución jurisprudencial de controversias. Igualmente permite hacer una valoración más objetiva del propio sistema, lo cual —quizá— nos permita también despojarnos de ese espíritu pesimista que ha prevalecido en la historia de España y que nos ha hecho siempre creer que somos peores que nuestros vecinos. También —y especialmente— respecto a nuestro modelo de organización territorial. Con este objetivo, el de la comparación, me centraré en el análisis exclusivamente en aquellos elementos que pueden servirnos al derecho español y obviaré otras consideraciones que hacen los autores sobre el modelo en concreto que tienen un menor interés para nosotros.
Tradicionalmente la doctrina constitucionalista y administrativista española ha tenido al modelo federal alemán como un referente a seguir. El pesimismo hacia nuestro modelo autonómico se ha traducido sistemáticamente en optimismo hacia el modelo alemán. Como recuerda González-Varas, si Ortega afirmó «“sufrir verdaderas congojas oyendo hablar de España a los españoles”, lo cierto es que las congojas son aún mayores oyendo hablar de Europa (especialmente, cuando se habla del “federalismo alemán”)» (
También sirve para matizar nuestro optimismo natural hacia el federalismo alemán el análisis muy crítico que hace el profesor Arroyo Gil sobre sus tres últimas reformas constitucionales (2006, 2009 y 2017). Unas reformas que evidencian, en definitiva, la dificultad para llevarlas a cabo en gran medida por el papel del
La experiencia italiana, a la que se dedica el profesor Rolla, puede servir al modelo territorial español en cuanto que camino ya recorrido. De hecho, en Italia en los años noventa se detectó el agotamiento de un modelo evolutivo a través de la legislación y la jurisprudencia constitucional y se empezaron a abordar concretas reformas constitucionales. Tras muchas dificultades, la primera (n. 1 de 1999) reconoció la autonomía constitucional de las regiones (los estatutos se aprueban por un procedimiento agravado exclusivamente regional) y tienen libertad en su autoorganización y en la determinación de su forma de gobierno; la segunda (n. 2 de 2001) extendió a las regiones con especial autonomía las novedades previstas por la ley de 1999, que se referían solo a las regiones ordinarias; la tercera (n. 3 de 2001) revisó la división de las competencias normativas y administrativas entre el Estado y las autonomías territoriales y la disciplina de las relaciones financieras (pp. 100-101). Se establece a partir de entonces un sistema en el que, tras señalar las competencias legislativas exclusivas y compartidas del Estado, se hace una atribución residual de las competencias legislativas a las regiones (art. 117 Constitución italiana). En una línea muy semejante a las propuestas de reforma constitucional que se manejan para España
Pues bien, tras las reformas constitucionales, el modelo italiano pone también en evidencia la imposible separación competencial estricta y el papel central que el legislador estatal juega en la delimitación de las competencias (p. 96), un papel que se ha traducido, contrariamente a lo que en principio podría parecer, en una centralización legislativa (p. 113), intensificada por la crisis financiera. La experiencia italiana demuestra, pues, que hay esfuerzos baldíos y uno de ellos es la eterna búsqueda de estrictas separaciones competenciales imposibles. La decisión sobre el reparto territorial y funcional del poder político no puede ser absoluta y definitiva, y los márgenes de apreciación política al centro son imprescindibles. Ya el juez Marshall, en la sentencia
Puede resultar sorprendente que un monográfico dedicado a la descentralización política dedique uno de sus capítulos a Francia, pero, como el profesor Montalivet pone de manifiesto, el modelo territorial francés permite una relativización de las fronteras entre los diferentes conceptos acuñados por la doctrina. El modelo territorial francés ha dejado de responder al estereotipo de Estado unitario centralizado, para pasar a ser un Estado unitario descentralizado (p. 132), con reconocimiento a colectividades territoriales elegidas democráticamente de autonomía administrativa. A pesar de la lógica descentralizadora de las últimas décadas, el autor observa una tendencia hacia la recentralización que se justifica en la simplificación de un panorama demasiado complejo, en la racionalización de la acción pública, en la limitación de gastos y en la apuesta por la igualdad (pp. 147-149). Algo que, por lo demás, contrasta con el reconocimiento de descentralización política en sus territorios de ultramar, como es el caso claro de la Nueva Caledonia (pp. 150-151). No está de más recordar que este territorio, Nueva Caledonia, está incluido en la lista de la ONU de diecisiete territorios no autónomos que deben autodeterminarse, aunque el referéndum que se celebró en noviembre de 2018 dio el «no» a la secesión.
A raíz de las reclamaciones catalanas para celebrar un referéndum secesionista, han sido habituales las referencias que se hacen al referéndum escocés de independencia que se celebró en 2014. De ahí la pertinencia de adentrarse en el modelo territorial británico y conocer sus particularidades, que son muchas. Señala la profesora Requejo en su presentación del libro que las dos notas más peculiares del sistema británico, la soberanía parlamentaria y la ausencia de Constitución escrita, complican «los paralelismos con el sistema español» (p. 16). Sin embargo, de la lectura de la aportación al libro que hace el politólogo Michael Keating deduzco muchas diferencias en el plano teórico, pero no tantas en la praxis constitucional.
En este sentido, el principio de soberanía parlamentaria que rige —teóricamente— el sistema constitucional británico y que es acuñado por el jurista inglés Albert Venn Dicey al final del siglo
II
La segunda mitad del libro se dedica al futuro del Estado autonómico y sus posibles reformas. Para ello se cuenta con especialistas de primera línea, pero de muy diferentes perspectivas, lo cual permite un análisis de alternativas jurídicas múltiples y muy diferentes. Me centraré en las cuestiones que me parecen más controvertidas o discutibles.
Podría considerarse que la opción más conservadora es la mantenida por el profesor Aragón. Por una parte, apuesta por la conveniencia de una reforma constitucional limitada a la organización territorial (p. 195) y dirigida a facilitar un posible remedio a la relación entre el Estado y la comunidad autónoma de Cataluña (pp. 197-198). No obstante, tras reconocer la conveniente reforma constitucional, y en línea con reciente doctrina (
[…] que políticamente toda reforma encierre riesgos para el prestigio y la propia eficacia normativa de la ley fundamental, no implica en modo alguno que las reformas hayan de ser sistemáticamente eludidas. La reforma no debe interpretarse como un capricho político sino como una necesidad jurídica. Por ello, la pregunta, desde el punto de vista político, sobre cuándo es el momento oportuno para utilizar el procedimiento formal de la reforma, sólo admite una respuesta; a saber: la reforma es siempre políticamente conveniente cuando resulta jurídicamente necesaria (
Por tanto, si «la necesidad es obvia» (p. 199), su oportunidad es obligada.
El profesor Caamaño parte de un concepto muy restrictivo de Estado federal, definido por su «componente ideológico» (p. 228), y que solo le permite identificar como tal a los Estados federales que se hayan construido «de abajo a arriba» (p. 227). Por ello, para dotar a España de una «constitución federal» (p. 217), propone un pacto federal, «constitucional y explícito» (p. 230) entre «sujetos de base territorial», iguales pero distintos (pp. 232-233), que serían las CC. AA. Propone, en definitiva, empezar de nuevo al modo en que se pasa de una confederación de Estados a un Estado federal para llegar técnicamente a lo mismo, aunque —según el autor— el espíritu federal nos llevaría «hacia la unidad» (p. 228). Desde mi punto de vista, que la construcción de un Estado federal sea de arriba abajo o de abajo arriba no cambia demasiado el resultado. Creo situarme entre los autores que, como el profesor Caamaño define, sostienen que España es, por la vía de los hechos, un Estado federal (p. 224), sin quizá valorar tanto el origen o el espíritu del que nace la federación, sino valorando exclusivamente los resultados. Quizá con ello esté enterrando «bajo la tiranía de los números» (p. 227) los aportes de la experiencia federal, pero no creo que el espíritu cambie aunque construyéramos el modelo de manera diferente. Llegaremos al mismo punto, que es el Estado federal.
Tampoco comparto el concepto «formal-funcional» o «normativista» de constitución del que parten los profesores Benito Aláez Corral y Francisco J. Bastida Freijedo. Desde mi perspectiva, el concepto de constitución del que ha de partir la actual ciencia del derecho constitucional es el concepto racional normativo que aparece con las revoluciones burguesas, matizado y completado, eso sí, por la evolución histórica democrática, pero huyendo en todo caso de relativismos y de un posible vaciamiento del objeto de nuestro conocimiento que permitiera calificar como tal constitución a cualquier texto jurídico o que permita tal calificación a una realidad fáctica o de poder sin normar. La constitución y su ciencia no es algo «neutral» o «despolitizado», como parecen defender estos autores, sino que responde a una ideología fundamentada en la libertad y, consiguientemente, en la limitación del poder. No se trata con ello de disolver «la normatividad diferenciada del Derecho en la Política o la Moral» (p. 274), sino simplemente de distinguir lo que fue «el gran invento jurídico de las revoluciones liberales» (
Pues bien, a pesar de que los profesores Benito Aláez Corral y Francisco J. Bastida Freijedo parecen defender la «constitucionalización de un derecho de secesión» (pp. 277-278 y 280), tal y como se establece, más bien se defiende incorporar a través del procedimiento de reforma constitucional del art. 168 CE algo más sutil. Se trataría de atribuir a una parte del territorio «una competencia extraordinaria de reforma constitucional» (p. 263) y no el derecho a la secesión unilateral. Aunque hablan de un «demos constitucional complejo», compuesto por el «todo» y las «partes» (pp. 262-263), niegan que con ello se estuviera reconociendo la soberanía a una parte del territorio, ya que «no cabe la decisión unilateral de independencia sin una negociación previa con el Estado Federal» (p. 263). Por tanto, no defienden el reconocimiento constitucional del derecho de secesión puro, no «como el ejercicio de un derecho prejurídico de las colectividades territoriales» (p. 290), sino un derecho a la negociación que puede terminar en secesión unilateral, pero sometida al procedimiento establecido. No obstante, la misma crítica que hacen los autores respecto a las cláusulas de intangibilidad materiales de las constituciones podría hacérseles a ellos respecto a su propuesta. Por utilizar sus palabras, su «utilidad marginal puede ser mínima» (p. 274). No creo que, iniciado tal proceso, se pueda domesticar (con las mayorías cualificadas que plantean) el poder constituyente nuevo que nace de él y que por definición es revolucionario. Y es que se percibe una cierta contradicción: no puede reconocerse un derecho de secesión unilateral en la última fase que, a su vez, esté sometido al procedimiento establecido en la constitución sobre la que se niega la vigencia. En definitiva, la misma dificultad que ven los autores para hacer efectiva la obligatoriedad jurídica de «condiciones materiales» para la secesión (p. 291) observo con la efectividad de la obligatoriedad jurídica de «condiciones formales» para esta.
Para terminar con el modelo autonómico español, dos profesores procedentes de los dos territorios tradicionalmente con mayores aspiraciones de autogobierno en España, Cataluña y País Vasco, dan cuenta de las expectativas de estos territorios respecto al futuro.
El profesor Albertí Rovira considera el conflicto catalán como «el fin del consenso constitucional básico existente hasta el momento sobre el modelo territorial español» (p. 301) y la reaparición con toda su crudeza de un problema «histórico» y de una «pugna entre dos concepciones antagónicas de la unidad española: aquella que la concibe en términos de uniformidad, que tiende al centralismo, que es su acompañante natural, y aquella otra que la concibe en términos de reconocimiento y respeto de la diversidad, que construye la unidad sobre la base del pluralismo, en un sistema necesariamente descentralizado» (p. 313). Con ello da a entender que el desarrollo del Estado autonómico responde a la primera concepción, y de ahí el conflicto con la otra concepción —se presume que es la defendida por el nacionalismo catalán—. En caso contrario, no habría conflicto. He aquí mi primera gran discrepancia. Cataluña tiene reconocida autonomía política y financiera, así como el catalán como lengua oficial. Los catalanes, al igual que los aragoneses, los asturianos o los madrileños, al margen de nominalismos y tecnicismos, viven una realidad no muy diferente a la que viven los alemanes, los suizos o los canadienses. Todos vivimos una realidad federal que en ningún caso puede calificarse de uniforme ni centralista. Y que no se me malinterprete. Lejos del inmovilismo, creo imprescindibles reformas constitucionales y legales que nos procurarían mejor calidad de vida a todos los españoles. Pero el federalismo, aunque muy mejorable, está ya presente entre nosotros. La pugna no se produce, pues, entre el centralismo y la descentralización, sino entre el Estado federal y el independentismo, cosa muy diferente.
En segundo lugar, el profesor Albertí propone, para recuperar el consenso, tras el fracaso de las vías unilaterales y las judiciales, la negociación política para una reforma constitucional ratificada «por la población, incluyendo también, específicamente, la población catalana» (p. 336). Y en el caso de que no existiera consenso para la reforma constitucional, señala la necesidad de «buscarse una solución civilizada y democrática que dé salida a la ruptura», porque considera que la separación es «inevitable» (pp. 302 y 336). Con ello apuesta por la vía de celebrar un referéndum en Cataluña y el compromiso de negociar la aplicación del resultado de esa expresión, en línea con lo planteado por el Tribunal Supremo canadiense en su Dictamen de 20 de agosto de 1998 —línea no exenta de problemas, como el propio autor reconoce (p. 326)—. Dicha propuesta encuentra, desde mi punto de vista, tres problemas. Como el diagnóstico que hace el propio autor, según el cual la crisis de Cataluña no responde a «los problemas de funcionamiento del Estado autonómico», sino que se «cuestiona la entera Constitución territorial» (p. 303), no existiría objeto para la negociación política dirigida a la reforma constitucional. Y es que no hay margen para la negociación cuando lo que se discute es el propio poder constituyente. El segundo problema es el referido al referéndum como vía alternativa. No existe hoy en Cataluña una mayoría clara a favor de la independencia —tal y como señala el autor, los independentistas representan el 47 % de los votos emitidos en las últimas elecciones en Cataluña (nota 93)— y eso —creo— convierte a ese referéndum en una vía muerta que no representa hoy ninguna solución. En tercer lugar, y precisamente porque hoy no hay en Cataluña una mayoría a favor del independentismo, no puede afirmarse que el fracaso de una reforma constitucional —que es seguro— llevaría a la secesión como solución «inevitable» y «única» (p. 336).
Resulta preocupante el proyecto de nuevo estatuto político para el País Vasco que ha salido adelante con el apoyo del PNV y EH Bildu. Tal y como pone de manifiesto el profesor López Basaguren, y a pesar de que más del 65 % de la población vasca considera que la opción de futuro debe ser la autonomía o una profundización federal de este sistema (p. 346), el nuevo proyecto de reforma del estatuto de autonomía (o, más precisamente, «las Bases para la redacción del texto articulado del Borrador de Anteproyecto de reforma del Estatuto de Autonomía») se trata de una apuesta claramente confederal en la que, a partir de los derechos históricos, se califica al pueblo vasco de nación con «derecho a decidir» cuál ha de ser su estatus político (p. 362). En la misma línea que el «Plan Ibarretxe», se plantea una relación bilateral «de igual a igual» entre el País Vasco y España, en la que se pactarían qué competencias corresponden al Estado, quedando el resto en exclusiva para el País Vasco, y resolviendo los desacuerdos en «foros» paritarios (pp. 363-366).
También se prevé que este estatuto, una vez aprobado por el Parlamento Vasco y antes de su envío al Congreso para ser «negociado», se someterá a la consulta entre el electorado del País Vasco. Aunque el profesor López Basaguren señale que existe una jurisprudencia consolidada sobre la imposibilidad de un referéndum de estas características (p. 368), la STC 31/2010 admite la constitucionalidad de los referéndums de reforma estatutaria para las comunidades autónomas de vía lenta, tanto después de su aprobación por las Cortes Generales como tras su aprobación por los Parlamentos autonómicos (FJ 147). Tal y como subraya Aguado Renedo (
III
Termina el libro con un análisis de la profesora González Pascual sobre la posible influencia de la UE en los movimientos independentistas que están surgiendo en los últimos años en diversos Estados miembros. En este análisis pone de relieve las dificultades que tiene un territorio que se independice para poder ser de nuevo Estado miembro, lo cual desincentiva claramente el secesionismo, y hace una apuesta poco discutible por una «mejor integración de la identidad regional en el marco supranacional y estatal» (p. 394). En este sentido, escéptica con la posibilidad de crear nuevos espacios de poder a las regiones en el ámbito de la UE (p. 393), se muestra más partidaria del papel que al respecto podría jugar el TJUE al reconocer «explícitamente el impacto que el Derecho de la UE tiene en las estructuras federales o regionales» (p. 394).
Aunque no constituyen el núcleo de su argumentación, no me resisto a comentar algunas consideraciones que hace esta autora sobre la relación entre la democracia, el federalismo y el referéndum. Al tratar de establecer la relación entre democracia y referéndum de secesión, la profesora González Pascual hace un análisis de la relación entre referéndum y federalismo que no comparto y que —creo— no tiene que ver con la posible relación entre el federalismo, la democracia y el referéndum secesionista. Una cosa es el referéndum como instrumento complementario en democracias representativas, muy presente —por cierto— en los Estados federales clásicos —no solo Suiza, sino en los estados de EE. UU. o los
Termino con una reflexión personal. Actualmente los españoles vivimos en una realidad federal y democrática como nunca en la historia habíamos disfrutado, pero que debemos mejorar, sin miedo a las reformas legislativas o constitucionales que sean jurídicamente necesarias y, precisamente por ello, oportunas. Los márgenes de mejora son amplios en materia democrática o en la financiación autonómica. Lamentablemente, y como la experiencia comparada demuestra, otros aspectos como la separación competencial o la reforma del Senado constituyen más bien esfuerzos que solo pueden llevarnos a la melancolía. No digamos el tratar de resolver el independentismo desde el federalismo. Mera ilusión. Quizá tendríamos que empezar a entender que la democracia es la organización pública de las discrepancias y el diálogo no puede resolver todos los conflictos. La presencia de independentistas en Cataluña o en el País Vasco es una situación con la que tenemos que convivir, no solo un obstáculo que debamos superar. Quizá vivir en democracia consista precisamente en no pedir tantos consensos sino en respetar más la discrepancia. Obras como la que aquí se comenta, con perspectivas tan dispares, pueden ser un comienzo.
De hecho, «[e]l ordenamiento estatal es el único que todavía hoy en día puede conceder al ordenamiento jurídico internacional, incluido el Derecho de la Unión Europea, la única validez que éste eficazmente puede poseer, su validez interna» (
Como señaló Elazar, «[e]l interés central del auténtico federalismo, en todas sus variantes, es la libertad» (
«La soberanía, en las repúblicas federales, descansa invariablemente en el pueblo» (
Cuatro de los últimos cinco informes colectivos que se han hecho públicos sobre las propuestas de reforma del modelo territorial español apuestan por implantar el modelo del
Los últimos cinco informes colectivos que se han hecho públicos sobre las propuestas de reforma del modelo territorial español apuestan por una lista única de competencias a favor del Estado y una cláusula de atribución a las CC. AA. Los EE. AA. serían aprobados unilateralmente con el recurso previo de inconstitucionalidad. En este sentido: Muñoz Machado
Al respecto dice Wheare: «[l]a dictadura, con su gobierno de un solo partido y la negación de elecciones libres, es incompatible con el funcionamiento del principio federal. El federalismo demanda formas de gobierno que suelen tener características asociadas con la democracia o el gobierno libre» (