El objeto del derecho a la integridad física ha sufrido en los últimos tiempos transformaciones de enorme entidad. La inviolabilidad e indisponibilidad de nuestro soporte corporal, asentada en la clásica identificación persona-cuerpo, no proporciona una respuesta jurídica global a un entorno problemático cada vez más complejo: cuerpo humano como unidad, como partes, como entidad productiva, natural, artificial... El cuerpo demanda así un régimen jurídico específico y autónomo que pone en cuestión la base asumida por el derecho fundamental a la integridad física reconocido.
The subject-matter of the right to physical integrity has undergone very significant changes as of late. The inviolability and non-availability of our own body, based upon the classic idea that identifies the person with his or her body, does not provide a global juridical answer to a troublesome environment that is becoming ever more complex: the human body as an entity conceived of as a whole, the human body parts, the body as something natural or artificial, or as an entity producing different outputs… The human body requires a specific and independent juridical regulation which challenges the assumptions made by the widely acknowledged fundamental right to physical integrity.
Hay casos en los que la norma de derecho fundamental a duras penas puede subvenir a cobijar transformaciones en el objeto y contenido del derecho configurado constitucionalmente. Avances científicos y tecnológicos, acompañados o incluso anticipados por cambios en los valores sociales comúnmente aceptados, activan procesos en los actuales estados de derecho en donde la indemnidad normativa resulta seriamente comprometida. Se trata, claro está, de supuestos que abren retos no susceptibles de ser reducidos por los procesos ordinarios de adaptación temporal de las normas que asociamos a la característica «elasticidad del derecho». Nos referimos pues, a aquellos casos en que una sustancial transformación del propio objeto del derecho, pone en tensión extrema la conexión estructural con su contenido
En este trabajo abordamos el caso de la notable transformación sufrida en los últimos tiempos por el objeto del derecho fundamental a la integridad física. Sus contornos parecen alejarse irreversiblemente de los perfilados por el constituyente. La idea de cuerpo humano como unidad o conjunto de partes; como fuente de valor; como cuerpo natural y artificial... visualiza una realidad en la que el derecho constitucionalizado encuentra dificultades para aportar respuesta iusfundamental a nuevos espacios emergentes de disponibilidad de la persona sobre su propio cuerpo.
La protección de la integridad del cuerpo humano, objeto del derecho fundamental, no resulta fácilmente compatible con los nuevos marcos de decisión abiertos que pugnan con un diseño garantista obsoleto. Como se sabe, el derecho fundamental a la integridad física no contiene una facultad general de libre e incondicionada disposición, pero convive con una serie de enunciados normativos de disposición fragmentaria —y fragmentada— de aquella integridad que se incorporan al ordenamiento jurídico. Hasta el punto de que parece llegado el momento de reconsiderar la formulación actual del concepto de integridad del cuerpo humano subyacente al enunciado iusfundamental.
El derecho fundamental a la integridad física reconocido por nuestra Constitución involucra de modo singular aspectos que son fundamento mismo de nuestra existencia. Incluida la intemporal e irresoluble reflexión sobre la idea de ser humano y persona.
El derecho, atento a más perentorias exigencias, alumbró pronto una división esencial entre personas y cosas, una
La idea de persona ha mantenido siempre una inescindible relación con su realidad corporal, el cuerpo. Una relación —etiqueta Marzano Parisoli (
En definitiva, desde una concepción monista que identifica cuerpo y persona, lo que interesa subrayar es que el recurso a la personalidad jurídica ha servido al derecho para uncir durante siglos cuerpo y persona. El cuerpo humano «se protege», «en tanto soporte físico de la ficción jurídica que representa la personalidad» (
Solo tras la segunda posguerra, la dimensión biológica del ser humano ha emergido jurídicamente, y ello a través de un doble proceso que, aun simultáneo en el tiempo, responde a dos causas diferentes.
En primer lugar, el carácter «total» de la Primera y Segunda Guerra Mundial provoca que la premisa de la integridad e inviolabilidad del ser humano y la necesidad de su protección adquiera expreso protagonismo en las declaraciones internacionales de derechos. Tortura, tratos inhumanos o degradantes son proscritos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. Un paso aún más explícito lo da la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica de 1969). En él, además de la clásica prohibición de torturas y penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, se reconoce en su art. 5 un derecho «a la integridad personal», como derecho de toda persona al respeto de «su integridad física, psíquica y moral».
Todo ello puede verse como réplica jurídica a una honda preocupación por la protección del cuerpo físico de la persona, que se traduce en una formalización jurídica inédita —dejando a un lado la tipificación penal— de la realidad corporal humana, que se hace merecedora del reconocimiento de un derecho igualmente específico y más o menos individualizado.
Simultáneamente, los ordenamientos constitucionales modernos han ido formalizando un espacio iusfundamental individual de cobertura protectora de la integridad personal. En ese espacio, difuso, convivirían la integridad física, psíquica y moral con la prohibición constitucional expresa de la tortura y los tratos inhumanos o degradantes.
El reconocimiento constitucional de esa posición iusfundamental presenta diversas versiones. Nuestra Constitución acoge en su art. 15 el derecho a la integridad física y moral, e incluye la fórmula de la prohibición de torturas y penas o tratos inhumanos o degradantes. No alude por tanto expresamente a la integridad personal —término que, no obstante, usa frecuentemente la jurisdicción constitucional (SSTC 35/1996, FJ 3 o 181/2000, FJ 7)—, pero incluye todas sus facetas. Integridad corporal, integridad mental o psíquica e integridad moral, entendiendo esta última de diferente naturaleza, por más que relacionada y, en la mayoría de ocasiones difícilmente discernible, de la integridad psicológica.
En segundo lugar, ese proceso sucintamente descrito, protector de la realidad corporal de la persona, ha convivido con una ampliación sin igual del abanico de posibilidades que proporciona el cada vez más rápido progreso científico y técnico, en relación con el cuerpo humano.
El tradicional principio de indisponibilidad corporal, sustentado en la identificación cuerpo-persona, ha quedado sobrepasado. Los nuevos usos del cuerpo humano y sus materias biológicas requieren respuestas nuevas y más complejas.
Los ordenamientos democráticos se ven así abocados a replantear viejos principios jurídicos, reconocer nuevos derechos y, en nuestro concreto foco de interés, a adaptar el espacio iusfundamental reconocido al cuerpo humano, centrado hasta ahora en una vertiente protectora, ligada a su carácter de soporte biológico de la persona.
La integridad física —bien, atributo o derecho de la personalidad—, se transforma, tras su reconocimiento como derecho fundamental, en objeto singular de un derecho subjetivo público indisponible. Su protección va por tanto a descansar en la atribución al titular del derecho de un poder o facultad que le permite defender y exigir —
Propone el reconocimiento de un derecho que apodera a su titular del dominio y capacidad de disposición —libre decisión— sobre la esfera vital conformada por la integridad física. Dicho de otra forma, en el marco concreto de ese objeto que expresa el enunciado constitucional del derecho fundamental, se reconoce un espacio de autodeterminación de la conducta. Es por tanto determinante definir, concretar o delimitar el objeto del derecho.
Antes de ello conviene, sin embargo, separar en el derecho fundamental enunciado por el art. 15 sus dos objetos: integridad física y psíquica o moral. Ciertamente, la esfera mental y psicológica del cuerpo humano puede ser vista como parte o aspecto singular de la propia integridad física, pero también cabe subsumirla en la integridad moral específicamente reconocida por el art. 15 CE
La integridad física, como objeto del derecho fundamental constitucionalmente reconocido, a la que se atienen estas páginas, se ha venido concretando de acuerdo a dos pautas básicas.
Primero, la integridad física —ello no ha generado dudas— se halla referida al objeto cuerpo humano en toda su extensión, abarcando indistintamente cualquiera de las partes o componentes que integran la realidad física corporal: un concepto «implícito» pues no se define ni normativa ni jurisprudencialmente (SSTC 120/1990, FJ 8 o 207/1996 FJ 2).
Segundo, el término «integridad» delimita una esfera mucho más amplia que la de su mera acepción literal de mera completud de partes de un todo. La integridad se refiere así, primero, al cuerpo íntegro e incólume: sin lesión, menoscabo o daño; incluso, sin riesgo de tales (SSTC 35/1996, FJ 3 o 119/2001, FJ 6). Por otro lado, se refiere también al cuerpo sin alteración o modificación, incluyendo la mera apariencia. Y por último, al ámbito físico indisponible e intangible. En este último sentido, nuestra jurisprudencia constitucional ha insistido en la consideración de que el derecho resulta afectado por «toda clase de intervención (en el cuerpo) que carezca del consentimiento de su titular» (STC 120/1990, FJ 8, constante). «Derecho a no sufrir menoscabo de su cuerpo o su apariencia externa sin su consentimiento», pero advirtiendo al unísono que una «intervención activa en el cuerpo» incurre en intromisión aun no causando daño o molestias en el sujeto (STC 207/1996, FJ 2). Más contundente aún, en un supuesto de intervención clínica forzosa (transfusión sanguínea), el Tribunal Constitucional (TC) subrayó que «cobra especial interés el hecho de que, al oponerse el menor a la injerencia ajena sobre su propio cuerpo, estaba ejercitando un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal —como distinto del derecho a la salud o a la vida— y que se traduce en el marco constitucional como un derecho fundamental a la integridad física (art. 15 CE)» (STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 2).
De modo pues que, aun cuando el reconocimiento del derecho se halla en su origen histórico ligado a la idea de preservación de daño o lesión, ello no es imprescindible hoy para provocar una afectación de la realidad corporal objeto del derecho fundamental. Interpretar integridad como exclusión de cualquier afectación o intervención ajena no consentida, sin adjetivación adicional, obviamente amplía el objeto del derecho y permite cobijar en él supuestos de libre decisión o autodeterminación en relación al cuerpo humano, tal y como ha sucedido en los supuestos de intervenciones clínicas corporales
En suma, aunando todo ello, la integridad o «inviolabilidad» corporal ex art. 15 CE cobija la indemnidad o incolumidad corporal, pero ha dilatado su ámbito objetivo hasta incluir un espacio de intangibilidad formal. Determinado de ese modo el objeto iusfundamental, es importante retener dos conclusiones.
Primera: la posición iusfundamental garantizada propone un concepto de cuerpo humano como unidad. Es el cuerpo humano como tal el que no se puede dañar, ni poner en riesgo cierto de daños, y es toda su realidad física la devenida invulnerable.
Segunda: el objeto que ha sido delimitado jurisprudencialmente, incluye un ámbito de intangibilidad, una esfera de exclusión o prohibición de intervención del poder público o particulares de configuración similar a la de otros derechos fundamentales (inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones…), pero ajustada a la singular naturaleza del objeto y contenido del derecho a la integridad física.
El contenido subjetivo iusfundamental atribuye al titular del derecho una serie de facultades jurídicas, deducidas de las disposiciones constitucionales, que permiten hacer valer el objeto del derecho fundamental. La lógica interna del derecho fundamental se sustenta así en el nexo del contenido con el concreto objeto del derecho delimitado.
En este sentido, la incolumidad e intangibilidad corporal quedaría garantizada a través de la capacidad defensiva o reaccional del titular frente a cualquier acto que vulnere la prohibición constitucional de daño, menoscabo o perjuicio del cuerpo humano, o pretenda una intervención no consentida por el sujeto.
Sin embargo, la duda surge a la hora de afirmar la inclusión, además, de un deber jurídico reflejo de tolerar, aceptar o no intervenir ante la conducta o comportamiento adoptado por el titular del derecho. Dicho de otra forma, ¿ampara el derecho fundamental intervenciones —previo consentimiento del titular— objetivamente lesivas de su realidad corporal?
El contexto penal español —y extranjero— parece rechazarlo. El delito de autolesiones (hoy ausente del Código Penal) y la irrelevancia, al menos parcial, del consentimiento en las lesiones, no se han planteado nunca como límites de un derecho —fundamental o no— de disposición corporal, sino más bien como reflejo de la ancestral identificación del cuerpo con la persona y, por ende, de su carácter sagrado, inviolable e indisponible. El reconocimiento iusfundamental de la integridad física, si bien introduce un efecto garantista, no ha supuesto una alteración de la tradicional regulación civil y penal de indisponibilidad. Al contrario, el derecho fundamental a la integridad física nació justamente como una protección reforzada de la persona física. La subsunción de las intervenciones corporales no consentidas no dejaba de ser trasunto de lo anterior. Una intervención no consentida, aun con finalidad benefactora, puede ser concebida sin demasiado esfuerzo como lesiva o dañosa
En cambio, el nexo con el objeto protector del derecho se quiebra, si del derecho a la integridad quiere deducirse el reconocimiento de un derecho a la libre disposición corporal, distinto a la preservación de la integridad física
Qué duda cabe que la facultad de negar o permitir cualquier intervención en el cuerpo deducida del derecho fundamental y reiterada por nuestra jurisprudencia trae consigo, al menos de forma indirecta, mediata o refleja, un poder real de disposición corporal, pero lo cierto es que ese contenido positivo nunca se ha escindido definitivamente del objeto originario del derecho: la indemnidad e incolumidad corporal
En suma, el rechazo a una intervención queda cubierto por el contenido del derecho fundamental, pero este no ampara el libre consentimiento para una intervención lesiva o dañosa.
Así las cosas, justo es reconocer que autoinflingirse, o requerir de otro, una lesión o una mutilación corporal se juzga más bien como una realidad patológica y ajena al ejercicio de la libertad humana. Pero esta misma facultad iusfundamental de autorizar la intervención sobre nuestro cuerpo sirve, no obstante, para dar cobertura y garantía efectiva al consentimiento informado en el ámbito sanitario, aspecto de máxima relevancia en la práctica clínica y terapéutica.
Este escenario —idílico hasta bien poco— se está erosionando a medida que se abre un abanico de usos y modificaciones del cuerpo humano y sus partes hasta ahora insospechados.
Es ahí donde el nexo objeto-contenido parece tensionado, o incluso cuestionado en su operatividad, para dar respuesta a las nuevas posibilidades del cuerpo humano y sus materiales biológicos, merced a los avances científicos operados en los últimos decenios del siglo
Según hemos señalado, el derecho fundamental a la integridad física preserva o salvaguarda el cuerpo humano frente a cualquier acción que lo lesione, menoscabe o dañe y dota, a la vez, al titular iusfundamental de un poder de decisión respecto a cualquier intervención en el mismo. Ello, de forma refleja, abre obviamente un espacio de libre disposición corporal. Sin embargo, dicho espacio o ámbito de autodeterminación ha sido concebido casi como un efecto secundario indeseable, cuyo potencial debía inmediatamente embridarse, mediante su vinculación —expresa o sobreentendida— a la salvaguarda de la realidad corporal humana
La dualidad planteada no es, por lo demás, desconocida en la dogmática jurisprudencial de nuestros derechos fundamentales. Señaladamente, el derecho a la intimidad o el derecho a la propia imagen configuran ante todo un espacio o esfera personal —moral— de protección o exclusión, que entronca directamente con la preservación de una idea determinada de dignidad humana. A la vez —poniendo en tela de juicio su también tradicional indisponibilidad— amparan un poder de libre determinación o decisión de sus titulares sobre dichos atributos, pese a lo cual, el TC, a efectos constitucionales, también suele vincular este contenido positivo con la protección del patrimonio moral de las personas, auténtico fundamento del reconocimiento constitucional de estos derechos, y razón de exclusión del ámbito iusfundamental de aspectos relativos a su comercialización (SSTC 81/2001, de 26 de marzo, FJ 2; 156/2001, de 2 de julio, F.6; o 23/2010, de 27 de abril, FJ 4).
Con todo, precisamente ese margen subsidiario, reflejo o casi forzado de libre disposición corporal derivado del derecho a la integridad física, adquiere hoy una importancia capital, ya que sería, o podría ser, el eventual anclaje constitucional de las posibilidades emergentes de alteración del cuerpo físico de la persona, que no dejan de aumentar. Lo que debe llevarnos a preguntarnos si estos cambios del cuerpo podrían llegar a quebrar el objeto del derecho fundamental que tratamos. A tal fin hemos seleccionado una serie de escenarios que ponen de manifiesto la oportunidad de esta reflexión.
Parece a estas alturas fuera de duda que la exigencia general de contar con el consentimiento de la persona afectada para realizar cualquier intervención médico-asistencial (plasmada primero en la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad y, después, de forma más rigurosa, en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, de autonomía del paciente, precedida a su vez por el Convenio de Oviedo de 1997) es, antes que nada, derivada o resultado del derecho fundamental a la integridad física y moral: en tanto este faculta en definitiva a su titular para consentir cualquier intervención, sea cual sea su finalidad, sobre su cuerpo
De este modo pues, la autorización dada a un tercero para intervenir, alterar o modificar el cuerpo, con independencia de que persiga una finalidad curativa, reparadora o meramente estética, es un acto de disposición jurídica, sin el que no es posible el acto invasivo.
El Tribunal Superior (TS) llegó, encomiásticamente, a calificar el consentimiento informado como «derecho humano fundamental», consecuencia necesaria del derecho a la vida, la integridad física y la libertad de conciencia. «Derecho a la libertad personal, a decidir por sí mismo en lo atinente a la propia persona y a la propia vida y consecuencia de la autodisposición sobre el propio cuerpo», dice el TS (STS 3/2001, de 12 de enero).
No plantea problema por tanto integrar a nivel iusfundamental la exigencia de consentimiento previo en el supuesto de intervenciones corporales —más o menos invasivas— de índole exclusivamente estético (no terapéutico o satisfactivo)
En cambio, es muy dudoso el amparo iusfundamental de la decisión de modificar el propio cuerpo «a voluntad». El derecho fundamental a la integridad física, tal y como ha quedado definido, no incluye un derecho positivo de disposición corporal desligado de la protección del cuerpo humano.
Autorizar cualquier intervención corporal con fines médicos, curativos, reparadores se ajusta a, y mantiene plena coherencia con, el objeto iusfundamental. Pero autorizar, en cambio, una intervención corporal estrictamente estética únicamente podría legitimarse desde un punto de vista iusfundamental si se reconoce en el derecho a la integridad física una facultad general de libre disposición corporal. Algo que no parece encajar si mantenemos como objeto la integridad corporal.
La autorización de una intervención modificadora de nuestra apariencia, de finalidad estrictamente estética y no terapéutica, encaja más bien en el principio general de libertad: como acto no prohibido. Otra cosa es que, al hilo de avances técnicos, se haya ido ampliando objetivamente el ámbito de libre disposición corporal reconocido en este contexto al individuo, ya sea desde una interpretación jurisprudencial amplia de salud, ya sea por la mera aceptación social mayoritaria de determinadas prácticas.
El uso social ha ido así en definitiva desgajando del tipo penal de las lesiones (menoscabo corporal, pérdida o inutilidad de un miembro, deformidad, mutilación genital…) supuestos que pareciera que pudieren en principio ser incluidos en él (art. 147 y ss. del Código Penal).
Ciertamente, esta situación conlleva un evidente efecto de indeterminación e inseguridad en relación con el ámbito de disposición corporal en que el objeto del derecho consiste. Fuera de la
La vigente prohibición jurídica de acometer ciertas transformaciones corporales —por más que su concreción sea hoy bastante subjetiva y mudable—, que deriva de la mera relevancia parcial del consentimiento en los delitos de lesiones reconocida en el art. 155 de nuestro Código Penal, no responde en este sentido a la detección de un interés constitucional, que lleve de forma proporcionada a la necesidad de restringir una facultad iusfundamental. Lejos de ello, se trata sencillamente de la determinación de una conducta tipificada por el legislador que, eso sí, responde a esa ancestral identificación cuerpo-persona y, por ende, al principio de indisponibilidad del cuerpo humano.
La transexualidad ha adquirido visibilidad y denominación en nuestra cultura a partir de mediados del siglo pasado (
La transexualidad, por lo que nos ocupa, no difiere en realidad de otras alteraciones corporales voluntarias, sin perjuicio de su trascendencia jurídica en otros ámbitos (filiación, matrimonio…)
En cualquier caso, lo que nos interesa aquí plantear es si esta disposición corporal anudada al cambio de sexo supone ejercicio de una facultad iusfundamental o tan solo un mero acto de disposición sobre nuestro cuerpo no prohibido, o consentido, por el legislador. La respuesta, a nuestro juicio, no es diferente a la expuesta en el caso de la cirugía estética. Si dejamos de lado supuestos de algún modo encuadrables en el ámbito terapéutico, se trata de un reconocimiento por parte del ordenamiento de la validez del consentimiento como eximente de responsabilidad penal. Problema distinto, del que no nos ocupamos ahora, sería el del abordaje iusfundamental y jurídico legal del supuesto.
El derecho de disposición del propio cuerpo vuelve con frecuencia a invocarse cuando se examina el supuesto de donación de una de sus partes. Sin embargo, de nuevo, si mantenemos e interpretamos dicho derecho en el marco del art. 15 CE, su aptitud para dotar de garantía iusfundamental a estos supuestos resulta limitada.
La donación y manipulación de órganos, células, tejidos, etc., con diversos fines es hoy una actividad absolutamente normalizada en la práctica clínica y objeto de un gran esfuerzo normativo en los ordenamientos de los estados de derecho más avanzados.
Como consecuencia obligada del derecho a la integridad física, cualquier extracción de órganos, embriones, tejidos o células humanas, dado que requiere una acción invasiva del cuerpo, necesita previo consentimiento. Igualmente, y por idéntico motivo, la incorporación de material biológico ajeno en el cuerpo de una persona debe también contar con la oportuna autorización. Desde esta perspectiva —negativa o de exclusión— la virtualidad del derecho protector del objeto realidad corporal resulta pacífica.
El problema una vez más se complica si lo que planteamos, en cambio, es el encaje iusfundamental de la actuación de extracción o inserción de componentes corporales, a partir de una libre decisión individual.
Reconocer a nivel iusfundamental una facultad dispositiva de extracción y donación de elementos corporales implica incluir en el contenido del derecho fundamental a la integridad física una facultad de libre disposición corporal. Lo que afecta a la configuración del derecho fundamental reconocido. La disposición corporal propia, como hemos reiterado, forma parte de la garantía de la «integridad física». Cuando se consiente la extirpación
La autodeterminación del cuerpo físico protegida por el derecho fundamental a la integridad física no puede constituir, en consecuencia, un anclaje jurídico iusfundamental general de estos supuestos. Distinto es que, al hilo de los avances científicos y la demanda social, el legislador haya ido ampliado notablemente nuestras facultades de disposición corporal al respecto
El derecho a la disposición de nuestro propio cuerpo descrito afronta escenarios que superan el imaginario clásico subyacente en la configuración de los derechos fundamentales en general, y en el de la integridad física en particular.
Hoy nos encontramos en un entorno en el que cabe la alteración orgánica mediante la inserción de material biológico animal desnaturalizado (xenotrasplantes), o la alteración de la identidad genómica con independencia del logro que se persiga.
En estos supuestos, el derecho a la integridad garantiza obviamente la exclusión de su imposición coactiva, y ampara la voluntad de someterse voluntariamente a dichas alteraciones corporales, siempre y cuando su finalidad posea una naturaleza terapéutica o reparadora.
El reto jurídico estriba de nuevo en que el escenario tecnológico abre un espacio inédito de decisión del sujeto de mejora u optimización del cuerpo
El cuerpo humano, como toda construcción cultural, nos propone una realidad física concebible de formas muy diversas. Durante mucho tiempo, su indefinición no ha acarreado dificultades jurídicas mayores pero hoy, sin embargo, estamos lejos de dichos presupuestos. «Nos encontramos —escribe Rodotá (
Aquella realidad corporal unitaria —integrada— incluye —siempre fue así— un conjunto de componentes que, esto es nuevo, son al tiempo y cada vez más, unidades fisiológicas autónomas (órganos, tejidos, material genético, incluso mera información genética, productos humanos biológicos derivados…). Las partes separadas del cuerpo son ya hoy objetos, cosas, separadas y, sobre todo, separables y, por esta vía, «cosas valiosas», lo que es lo mismo que decir potenciales objetos de relaciones de derecho real.
De modo que la ya de por sí compleja relación jurídica de la persona con su cuerpo debe además afrontar e identificar dicha relación respecto a estas partes y productos separados del mismo.
El debate actual —que trasciende obviamente lo jurídico— se cifra en los posibles riesgos implícitos. Para unos, la explotación y el abuso deben conjurarse mediante la traslación a las partes separadas del cuerpo del estatuto de indisponibilidad atribuido al cuerpo humano. El cuerpo entero o sus partes responderían a una única e idéntica realidad, con igual naturaleza humana y personalísima, de modo que un acto de separación no suprimiría ni modificaría la naturaleza del todo ni de la parte separada
Para otros, el cuerpo humano pertenece a la categoría de cosa, de modo que las convenciones jurídicas sobre el mismo, su disponibilidad, no suscita mayor obstáculo
De forma menos extrema, y partiendo también de la acreditada insuficiencia de la división persona-cosa cuando hablamos de cuerpo humano
En cualquier caso, el uso de las partes y productos separados del cuerpo pone de manifiesto de forma extrema la actual disolución del principio de indisponibilidad del cuerpo humano que subyace al objeto del derecho fundamental a la integridad física.
Partes y productos separados del mismo son hoy objeto de convenciones jurídicas, están en el tráfico jurídico y, en ese contexto, actúan o funcionan frecuentemente como «cosas». Se conforma así una realidad en la que nuevamente el derecho fundamental a la integridad física, en su vigente estructura, se ve sobrepasado y, en gran medida, incapacitado para garantizar un espacio de autodeterminación personal tan intensamente sacudido por cambios de fondo.
Primero, en su dimensión subjetiva, como ya hemos visto, si se quiere mantener la coherencia con su objeto, no resulta posible deducir del mismo un derecho subjetivo de disposición compatible con la incolumidad corporal. El reconocimiento y amplitud de un derecho de disposición sobre partes y productos de nuestro cuerpo no vinculado a dicho objeto queda así hoy básicamente en manos de la decisión legislativa, como está ocurriendo.
De forma progresiva, nuestro ordenamiento jurídico, aun partiendo de un principio general —no formalizado o positivizado— de indisponibilidad del cuerpo humano, basado en su identificación clásica con la persona, ha ido, pese a ello, reconociendo ciertas facultades de disposición sobre determinados elementos o productos. Se distinguen así ambas realidades: la persona como sujeto del derecho y el cuerpo como objeto. Pero este ámbito fragmentario de decisión no deriva, no podría hacerlo, como hemos visto, del objeto del derecho a la integridad física.
En segundo lugar, cabría preguntarse también si las partes del cuerpo, una vez separadas del mismo, continuarían siendo objeto del derecho fundamental a la integridad física. Esta pregunta creemos que está mal planteada en términos iusfundamentales. Debería enfrentarse a la contradicción lógica que ello implica, pues el objeto del derecho es la integridad corporal, no a la de las partes.
Una vez aceptado el acto de escisión, separado del cuerpo uno de sus elementos, la traslación literal a este de la categoría iusfundamental resultaría dogmáticamente muy compleja, a la par que arriesga desembocar en situaciones absurdas e incoherentes. Ello no debe entenderse, de ningún modo, como una vía abierta al
Y tercero, desde antiguo existen elementos de nuestro cuerpo que, por su carácter regenerable, desechable o escasa relevancia para nuestra integridad corporal (leche materna, pelo, uñas, sangre, etc…), han sido, sin mayor objeción, consideradas como objeto de plena disposición por parte de cada persona y legítima explotación económica (como su propiedad). Ello, al margen de la irrelevancia que quiera atribuírsele, sirve de ejemplo de la existencia pasada y actual de derechos reales sobre fragmentos del propio cuerpo.
El fenómeno no ha hecho además sino agrandarse en la actualidad. Dejando al margen elementos corporales (órganos), que mayoritariamente evocan una conexión fuerte con la persona, pero que en realidad tienen a estos efectos una incidencia cuantitativa menor, el reto se plantea hoy con células, tejidos o ADN humano. Estos, además de servir a la investigación altruista, benéfica para el paciente o para la sociedad en su conjunto, poseen una gran capacidad de generación de valor, y por tanto a medio plazo de precio, es decir, de beneficios económicos derivados del tráfico mercantil. Baste así recordar la historia de Henrietta Lacks, cuyas singularidades genéticas aportaron células y tejidos que están en el origen de avances en el tratamiento de muchas enfermedades, sin que la donante tuviera conocimiento de ello, y mucho menos participación en las posteriores ganancias económicas (
En definitiva, la eventual consideración de partes y productos del cuerpo como objeto de derecho real
A la vista de todo ello parece posible concluir que la relación jurídica de la persona con las partes separadas de su cuerpo no puede hallar en el derecho fundamental a la integridad física una respuesta plenamente satisfactoria. La radical dilatación de su objeto operada por el incremento del potencial de uso y valor de los diversos elementos de nuestro cuerpo hace visible su fatiga funcional, su incapacidad como derecho subjetivo de proporcionar a su titular un ámbito de garantía o autodeterminación bastante en orden a la disposición de elementos corporales y su posterior control.
Por otra parte, la insuficiente prestación del derecho fundamental en los términos descritos está provocando una apertura del recurso hermenéutico al principio de dignidad humana. Un principio del que sabemos de su indeterminación y su capacidad justificadora tanto de la limitación cuanto de la ampliación de la libre decisión individual en este ámbito
Hemos tratado de evidenciar que la sustancial transformación del objeto del derecho a la integridad física, catalizada por el incremento de las posibilidades de la persona de intervenir, modificar o utilizar su cuerpo, revela la incapacidad del derecho fundamental para garantizar todas las relaciones de la persona con su soporte corporal.
En su estructura vigente, no cabe deducir del derecho fundamental a la integridad física un derecho general de disposición del propio cuerpo. Aquel garantiza la protección de nuestro cuerpo, pero no un derecho de disposición sobre él
No obstante —lo hemos ido viendo—, el ordenamiento jurídico va reconociendo de forma fragmentaria determinadas facultades de disposición corporal. «El orden jurídico ya no consigue garantizar la unión [cuerpo-persona] a través del principio de indisponibilidad» (
Afrontamos, en síntesis, tres escenarios básicos.
Autodisposición corporal. Las personas, dejando al margen la mera o pura disposición material o natural de su propio cuerpo en la que el derecho no interviene, tienen jurídicamente reconocidas ciertas facultades de alteración de su soporte físico, que pueden ser eventualmente contrarias a la preservación de la integridad corporal (cirugía satisfactiva o estética).
Disposición altruista. La investigación o la protección de la salud de otras personas, justifica y permite disponer de algunos elementos o componentes del cuerpo.
Disposición lucrativa. Agrupa elementos corporales secundarios, residuales, regenerables o desechables (pelo, uñas…), que son libremente disponibles y comercializables por la persona.
En todos estos casos, la disposición corporal realizada carece de un ámbito iusfundamental de garantía. Es aquí donde la libre decisión legislativa posee un marco amplísimo de actuación. El habitual recurso a la dignidad humana a fin de concretar los espacios de disposición no parece a nuestro juicio suficiente para aportar la garantía o certeza jurídico-constitucional deseable, aunque resulte un principio eventualmente útil para ordenar la actuación de los poderes públicos.
El objeto del derecho de disposición corporal se abre paso así, de forma fragmentaria, inconexa y bajo restricciones temporal y geográficamente variables, a un proceso de diferenciación y fragmentación de alcance imprevisible hoy. Derecho subjetivo, derecho de la personalidad (
Esta difícil adaptación al esquema iusfundamental clásico se evidencia aún más al examinar específicamente el estatuto de las partes separadas del cuerpo. Y es que estas no solo plantean una dilatación del espacio jurídico de disposición personal, sino que suscitan el reconocimiento o la garantía de derechos de nueva planta, ya nítidamente ajenos al objeto del derecho fundamental.
Tratándose de partes o elementos separados del cuerpo o sus productos existe, en efecto, una tendencia a reconocer a la persona de la que provienen —al menos en algunos contextos— derechos dominicales
En cualquier caso, dejando al margen el difícil encaje con la dignidad humana —«Ears should not be used as ashtrays, or heads as footballs, because it is contrary to the dignity of humans» (
La inviolabilidad e indisponibilidad de nuestra realidad corporal, asentada en la identificación persona-cuerpo, no proporciona una respuesta jurídica global a un entorno problemático cada vez más complejo. El cuerpo físico demanda así a cada paso un régimen jurídico específico y autónomo: el llamado estatuto jurídico del cuerpo, que no cabe derivar de su clásica sacralidad y que, a la vez, pone en cuestión las limitaciones del derecho fundamental a la integridad física reconocido en la CE de 1978.
Aunque con frecuencia se vuelve la vista hacia el derecho a la integridad física, como eventual garantía y cobertura iusfundamental de un derecho de disposición corporal, este no puede —creemos— desligarse del objeto del derecho jurídicamente reconocido: la protección de la integridad del cuerpo humano. De forma que, si queremos mantener preservado dicho objeto, no cabe sino concluir que el estatuto jurídico del cuerpo que se va configurando en nuestro ordenamiento, en muchas de sus manifestaciones, no puede encontrar en este derecho respaldo o garantía iusfundamental directa.
Un derecho fundamental garantiza al individuo un ámbito de libertad, un poder de decisión que vincula a todos los poderes públicos. Su determinación es casi siempre compleja, jurisprudencia y legislador contribuyen a su concreción, pero no parece dogmáticamente posible aceptar el proceder inverso: la construcción de un eventual derecho fundamental a disponer del propio cuerpo por acumulación de los supuestos en los que el ordenamiento jurídico otorga validez al libre consentimiento.
En los últimos decenios, la histórica, y en ocasiones más bien teórica, identificación cuerpo-persona, y, por ende, la radical exclusión de la disponibilidad del primero, ha tenido necesariamente que dar paso a un esquema dualista o de escisión de ambas construcciones y, al hilo de las posibilidades abiertas por la ciencia y la creciente demanda social, ir ampliando el espacio válido de decisión individual o de autodeterminación en relación al cuerpo humano. Sin embargo, como hemos visto, el derecho de disposición corporal así conformado carece de un espacio iusfundamental cierto de garantía y de vinculación frente al legislador, que solo fragmentariamente puede ocupar el vigente derecho a la integridad física. Las complejas relaciones que el cuerpo humano genera hoy, solo en parte pueden hallar respuesta en una protección iusfundamental de perfil negativo o reaccional.
Además, al margen de una eventual ampliación del espacio iusfundamental que integrase un ámbito de disposición corporal de cada persona, el estatuto jurídico de las partes o productos separados del cuerpo plantea retos a los que la estructura de derechos fundamentales no parece adaptarse. Y es que más allá de las conocidas convenciones jurídicas sobre elementos corporales residuales o desechables, la posibilidad real de intervenir, usar y modificar cualquier elemento corporal, por esencial y vital que sea, así como su eventual valor de mercado, abre el camino de una configuración diferenciada de las partes separadas del propio cuerpo, ajena al derecho fundamental a la integridad física, aunque no al conjunto de principios y valores constitucionales, en cuyo despliegue concreto el legislador parlamentario ha terminado adquiriendo progresivamente una responsabilidad normativa central.
Proyecto de investigación I+D «Crisis y cambio de los derechos fundamentales: la frontera del derecho fundamental en la Constitución normativa» (DER2014-52817-P). La autora agradece la labor de los dos evaluadores anónimos que, con sus críticas, opiniones e indicaciones han contribuido a mejorar el original inicial.
Señala así Chueca Rodríguez (
Sobre todo ello resulta especialmente ilustrativo, el enciclopédico estudio de Bioy (
Como escribe Expósito (
Un examen de esta cuestión puede verse en Canosa Usera (
Esta distinción jurídico-formal, trasunto de la escisión cuerpo y espíritu, ha sido puesta en cuestión, en su base material, por las más recientes investigaciones en neurología, hasta el punto de alumbrar una nueva rama jurídica emergente, el neuroderecho. Una información para juristas puede encontrarse en
El TC no duda en reiterar que el derecho a la integridad física y moral resultará afectado cuando se imponga a una persona asistencia médica en contra de su voluntad, independientemente de la causa o motivo del rechazo (STC 37/2011, de 28 de marzo, FJ3).
Dejando a un lado ahora que incluso en determinados supuestos de rechazo a la intervención (huelga de hambre de reclusos), se ha entendido que esta era legítima (SSTC 120/1990 y 13/1990).
En este sentido, Canosa Usera (
En todo ello incide acertadamente Arruego Rodríguez (
En las dos famosas sentencias 120 y 137 del año 90, dictadas por el TC al hilo de la huelga de hambre realizada por algunos reclusos, aun partiendo de la asentada necesidad de autorizar o consentir cualquier intervención en el propio cuerpo ex art. 15 CE, se utiliza la preservación de la vida y de la propia integridad como límite, no ya del consentimiento a una intervención corporal lesiva sino, lo que es aún más significativo, de la negativa a la intervención. De hecho, la facultad de decisión de la persona a este respecto parece situarse aquí más bien por nuestra jurisdicción en el ámbito de la proyección exterior de la libertad ideológica.
Véase, sobre el tema, Arruego Rodríguez (
Es más, en este caso, al margen de las singularidades que pudieran derivarse en el ámbito de la responsabilidad civil, lo que viene repitiéndose jurisprudencialmente es la necesidad de intensificar o reforzar la información suministrada al paciente, dada la mayor libertad de opción de que dispondría respecto a la medicina necesaria, curativa o asistencial (STS 1769/2014, de 7 de mayo).
Así, en el marco de la ONU, los Principios de Yogyakarta de 2017 y el informe
Baste citar las dos sentencias del TEDH de 2002, en el caso
La Ley 30/1979, de rango ordinario, sobre extracción y trasplante de órganos, permite la obtención de órganos procedentes de un donante vivo, para su ulterior injerto o implantación en otra persona, siempre y cuando «el destino del órgano extraído sea su trasplante a una persona determinada, con el propósito de mejorar sustancialmente su esperanza o sus condiciones de vida». La Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida, permite la donación de gametos y preembriones para fines de reproducción humana o para la prevención y tratamiento de enfermedades (arts. 1 y 5). Y la Ley 14/2007, de Investigación Biomédica, al margen de la finalidad terapéutica, autoriza la donación de embriones, células, tejidos… para fines de investigación (art. 1).
Aparte de ello, el efecto de este derecho sobre la legislación opera en sentido inverso a la libre disposición, pero en coherencia con su objeto protector, la salvaguarda o preservación en lo posible de la salud o la integridad del donante. En este sentido, de menos a más, el Real Decreto 1723/2012, de 28 de diciembre, por el que se regulan las actividades de obtención, utilización clínica y coordinación territorial de los órganos humanos destinados al trasplante y se establecen requisitos de calidad y seguridad, circunscribe la donación de órganos de donante vivo a la compatibilidad con la vida y a la posibilidad de compensación funcional por el organismo del donante de forma adecuada y suficientemente segura (art. 8). La Ley 14/2006 solo autoriza las técnicas de reproducción asistida cuando no supongan riesgo grave para la salud, física o psíquica, de la mujer (art. 3) y exige para la donación un buen estado de salud psicofísica (art. 5). Por último, en el caso de la investigación biomédica, la Ley 14/2007 insiste en el aseguramiento del «respeto a la integridad», la prevalencia de la salud, el interés y el bienestar del ser humano y el principio de precaución para prevenir y evitar riesgos para la vida y la salud (art. 2).
Véase Cárcar y González (
Véase, en este sentido, Darío Bergel (
En este sentido, de modo muy gráfico, para Lemencier (
Véase, así, el famoso caso de la mano robada, sugerente «jurisprudencia ficción», planteada por Baud (
«La confusion entre la chose et la personne nous atteint de plein fouet, et les juristes en sont pétris d’effroi», Edelman (
Reynier (
Véase en detalle Dorney (
En un intento de separar disposición corporal y comercialización, para Prieur (
Sobre ello, Hennette-Vauchez (
En realidad, la consagración de la no patrimonialidad del cuerpo humano sería una suerte de compensación ante el debilitamiento de su protección provocado por el reconocimiento normativo de la disponibilidad de algunos elementos y productos. El principio de indisponibilidad habría dado paso al de no patrimonialidad. En este sentido, Gayte-Papon de la Lameigné (
Como certeramente subraya Labrusse-Riou (
A su vez, también obtienen reconocimiento patentes y derechos patrimoniales de terceros sobre elementos aislados del cuerpo humano, tras aplicar en ellos trabajo y habilidades según las reglas clásicas de la propiedad intelectual. Skene (
«El derecho de propiedad privada sobre uno mismo es un derecho, no una moral. Cada uno puede utilizar la moral que desee para guiar sus acciones. Pero no podrá hacerlo más que respetando el derecho de propiedad de otros sobre su propio cuerpo», Lemencier (
Un excelente recorrido a este respecto puede verse en Beltrán (
Así, la propiedad se adaptaría a la naturaleza de bien escaso y elevado valor de las partes del cuerpo o material humano (
Lo habitual es, así, sostener la necesidad de singularizar, limitar o adaptar (normativa o jurisprudencialmente) el derecho de propiedad (transmisibilidad, gratuidad, heradabilidad…) a cada circunstancia específica. El debate en este ámbito es muy vivo en el ámbito anglosajón. En este sentido, pueden verse Greasley (