Las referencias a la crisis de la democracia representativa se han multiplicado en los últimos años. El Parlamento y los partidos políticos han concentrado una buena parte de las críticas. Fundamentalmente, su defectuoso e ineficaz funcionamiento sería causa de la desafección de los ciudadanos. Para remediar esta crisis del modelo democrático representativo, una opinión generalizada sostiene que la solución es más democracia, más participación. Soluciones ligadas a una profunda desconfianza en la capacidad de corrección de las instituciones de la democracia representativa. En estas páginas se sostiene que la crisis de la democracia representativa tiene junto a causas «ordinarias», propias del mal funcionamiento de los sujetos políticos, causas extraordinarias relacionadas con la inadecuación entre el modelo institucional y la transformación social acaecida en los últimos años. Una profunda conjunción que hace temer que la crisis se extienda desde las dinámicas de la democracia representativa a las propias convicciones democráticas.
The crisis of representative democracy has become an important topic in recent years. Most debates and critics have been concentrated on the Parliament and political parties. Deficits in the functioning of these institutions have been named as the origin of the discontent of citizens. In order to overcome the crisis of the representative democracy, most academics propose more democracy and more participation. However these solutions are rooted in a deep distrust in the self-healing capacity of representative institutions. In this text we will argue that the crisis of representative democracy has —along with «ordinary» causes linked to deficits of political institutions— very specific reasons which are related to the inadequacy between the existing institutional model and the social transformation of our societies during recent years. A cleavage that may extend the crisis of the representative democracy to a crisis of the democratic convictions of citizens.
Las expresiones «crisis del Parlamento» o «la democracia representativa está en crisis» se han escuchado en los últimos años por doquier. Estudios, congresos y declaraciones políticas han querido hacerse eco de una situación emergente. Sin embargo, lo han hecho acudiendo a expresiones que son viejas. Ni siquiera se han resucitado ideas. No es exagerado decir que el Parlamento se encuentra en crisis desde que nació como institución moderna (
Para entender la evolución de este modelo y su presente, ha de recordarse que, en buena medida, el mismo gravita sobre dos instituciones esenciales. El propio Parlamento, donde la representación se hace cuerpo, y los partidos políticos que tienen la función de ser los intermediarios de la pluralidad social para convertirla en decisión política en el mismo Parlamento y en el Gobierno. En consecuencia, la salud de una democracia representativa en gran parte descansa en el aprecio que estas dos instituciones sean capaces de generar entre los ciudadanos. Después de la Segunda Guerra Mundial y con recuerdo de los sucesos críticos que la precedieron, la democracia alcanzó un tiempo de plenitud. Hoy, por el contrario, es posible afirmar es que tras un tiempo de erosión lenta y muchas veces no visible, se han levantado los velos, y la crisis de la democracia representativa y de sus principales instituciones es innegable.
Si bien las raíces son más antiguas que lo que las apariencias muestran, se puede convenir en que en los últimos años el deterioro de la confianza de los ciudadanos en los partidos se ha acentuado de forma alarmante. Simultáneamente, la confianza en las instituciones, Parlamento incluido, ha llegado a niveles de mínimos en la historia reciente de la democracia contemporánea. No se trata de un fenómeno aislado. Es prácticamente común a todas las democracias occidentales, incluso a aquellas que, objetivamente, pueden considerarse como más exitosas. Se ha tratado de un fenómeno progresivo. Una erosión paulatina de los suelos, que, aun advertida y denunciada, no ha propiciado la reacción necesaria. Y ha llegado un presente en el que esos suelos han comenzado a quebrarse y las preguntas y dudas a multiplicarse (
Si se hace parada para entender las causas inherentes al defectuoso desenvolvimiento de la democracia representativa, será fácil coincidir en que los malos comportamientos de los actores y una sensación generalizada de ineficacia e ineficiencia se encuentran entre las principales. Causas que, lógicamente, multiplicaron su potencia a raíz de la crisis económica iniciada en 2008. En este punto, España puede mostrarse como uno de los ejemplos de referencia para este análisis. Crisis económica, corrupción, lejanía de los ciudadanos respecto de las instituciones y los partidos, ausencia de respuestas públicas a problemas críticos. Todas, circunstancias propicias para provocar reacción social. Como se sabe, esa reacción tuvo lugar con la potencia de las imágenes icónicas de la política. Hoy puede decirse que el movimiento de los indignados del 15-M ha adquirido un verdadero valor simbólico para identificar, al menos, algunos de los rasgos más relevantes del presente político. La madrileña Puerta del Sol, la voz «indignados» y el grito de «¡No nos representan¡» tuvieron la cualidad de la síntesis y de la expresividad (
No es posible detenerse en esas circunstancias ajenas al propio desenvolvimiento de las estructuras políticas de la democracia representativa y que se han denominado como extraordinarias. Pero es preciso resaltar uno de los rasgos más relevantes del conjunto de la crisis y que también tuvo su lógica presencia en el mencionado movimiento del 15-M. Se trata de la irrupción política de una nueva generación. De una generación cuyos vínculos con las anteriores, en lo que se refiere a cultura política, son muy escasos. Educados en un contexto social, relacional y tecnológico radicalmente distinto al de sus mayores, viven y entienden la política de manera muy diferente. Sin exagerar, puede decirse que para una gran mayoría, los paisajes de la política tradicional son lo que para cualquier ciudadano los viejos daguerrotipos de los inicios de la fotografía.
Así, si bien desde perspectivas diversas, jóvenes y no tan jóvenes observan cómo el sistema político no resuelve los problemas que les afectan. Es más, en muchas ocasiones consideran que ni siquiera logran que los temas que más les preocupan entren en la agenda de la política. Observan cómo, al menos según su percepción, pasa el tiempo y no hay señales de cambio en todo aquello que les inquieta. Percepción, percepciones. Porque no se trata solo de si es así o no. Existe un factor adicional de extraordinaria importancia y a menudo relegado. Me refiero a la subjetividad. Una subjetividad en transformación individual y colectiva. Por una u otra razón, la conclusión relevante acaba en la misma afirmación. El sistema político no es eficaz, la democracia representativa no es eficaz (
Las instituciones no tienen vida propia. El Parlamento no tiene una voz autónoma con capacidad para decidir su presente y su mañana. Las instituciones son, en primer y fundamental lugar, lo que sus actores son capaces de hacer con ellas. Sus virtudes y sus defectos son las virtudes y defectos de los sujetos que las personifican. Incluso por encima del correspondiente diseño institucional. El Parlamento, como institución central de la democracia representativa, se ve lastrado por dos defectos con gran capacidad de erosión en el largo plazo. Por un lado, la ineficacia. Por otro, el ensimismamiento. El Parlamento no ha sido capaz de transformar su funcionamiento y sus funciones de forma que pueda transmitir sensación de eficacia y necesidad a los ciudadanos. Y, por otra parte, su agenda y forma de funcionar se ha alejado paulatinamente de las inquietudes de los ciudadanos y, muy en particular, de las nuevas generaciones. En consecuencia, como institución central de la política en la democracia representativa, va a concentrar todas las críticas que esta reciba (
El Parlamento se reparte las críticas con los partidos políticos, con intensidad similar. En una reflexión sobre el presente de la democracia representativa, los partidos ocupan, necesariamente, un lugar de privilegio. Si bien no es posible realizar el análisis exhaustivo que merecen, su posición en el sistema los hará subyacentes a muchas de las reflexiones que siguen (
Si bien en una comprensión amplia del término se puede decir que el populismo es un rasgo aglutinador de los nuevos actores políticos, no es este su único rasgo. Junto a esta característica, habría que mencionar como segundo dato de referencia, su vinculación con lo nuevo. Lo nuevo frente a lo viejo sería la segunda de las dialécticas de la política emergente. Un rasgo, la novedad, con proyecciones diversas. Por un lado, se plantea como distancia frente a lo existente. No hay vínculo. No puede haberlo. Son diferentes y nacen como diferentes. Precisamente, esa es la razón de ser de su aparición. Romper con un modelo desfasado e ineficiente. Junto a ello, estos actores traerán consigo nuevas actitudes, formas de hacer política y utilización de nuevos instrumentos. En gran medida, esa novedad se concentrará en torno a la comunicación y a una distinta utilización de las oportunidades que las tecnologías de la comunicación y de la información ofrecen a la política. Pero también se proyectará en negativo como rechazo casi absoluto a los hábitos y reglas vigentes, a la cultura de los antiguos.
Ligado a lo anterior, se aprecia la consolidación del entendimiento de la política como espectáculo. Una visión necesaria desde la importancia otorgada a la comunicación. A una interpretación de la comunicación acorde tanto con los nuevos medios disponibles como con las transformaciones sociales acaecidas. De hecho, difícilmente se podrán comprender muchos de los rasgos de la política emergente si no se repara detenidamente en los cambios que afectan a la comunicación. Estos cambios explicarían por sí mismos la emergencia de un nuevo modelo, como en su momento sucedió con la irrupción de la televisión. Como entonces, no cambia solo la forma de transmitir el mensaje. Esta condiciona de forma decisiva el comportamiento de los agentes.
En este contexto, la vieja ecuación sigue siendo válida. Los partidos políticos son inherentes a la democracia pluralista representativa. Si estimamos esta como un modelo necesario, habrá que defender con rigor, coherencia y contundencia su existencia. Una afirmación perfectamente compatible con la denuncia de los múltiples vicios que, con el transcurso del tiempo, han acabado por segar la hierba bajo sus pies. Y bajo los nuestros. Partidos y Parlamento son necesarios para la vigencia de un modelo que integre y fomente los valores de convivencia y progreso que ha representado, y todavía sigue representando, la democracia occidental. Pero para que una afirmación semejante escape al campo de la retórica y llegue a anidar en el mundo de lo real es exigible una profunda transformación de estas instituciones.
Un mapa de cambios. De cambios profundos, horizontales y verticales. Cambios que afectan al
Con contadas excepciones, el modelo de democracia consolidado tras la Segunda Guerra Mundial fue un modelo vertebrado alrededor de la idea de representación política. La presencia de la llamada democracia directa (o semidirecta), construida alrededor de instrumentos como el referéndum o la iniciativa legislativa popular, fue escasa y poco relevante en términos cualitativos
La consecuencia de todo ello es que en los últimos años se ha producido un reforzamiento de aquellas tesis que coinciden en rebajar la cualidad democrática de la democracia representativa y reforzar las bondades de la democracia directa. Esta sería un modelo democrático mejor y más completo. Por supuesto, hay matices en la intensidad de la reivindicación de la democracia directa. Es posible encontrar desde quienes propugnan su incorporación al normal desenvolvimiento del vigente modelo democrático representativo como un complemento fuerte de los instrumentos de representación política hasta quienes consideran que en el actual entorno tecnológico debiera tener un rol protagonista (
Los instrumentos de democracia directa, y muy en particular el referéndum, emergen con la fuerza de cualquier panacea. El verdadero problema que subyace a la crisis de la democracia representativa sería un déficit de representatividad ocasionado, a su vez, por un déficit de participación. Si se acrecen los cauces de participación, y muy en particular, los cauces de participación directa de los ciudadanos, se devolvería la representatividad al sistema y, poco a poco, se corregirían sus problemas. Subyace a esta idea un importante cuestionamiento de la política tradicional y, sobre todo, una profunda desconfianza sobre la capacidad de los partidos políticos para corregir sus defectos y eliminar las causas de la desafección sobre el conjunto del modelo representativo. Los déficits de los partidos serían tan profundos que, necesariamente, el reforzamiento de la democracia necesitaría insistir en todos aquellos instrumentos que permiten al pueblo ejercer directamente el poder del que es titular (
Frente a una situación objetiva de degradación del modelo tradicional de democracia representativa, era natural que se reaccionase buscando fórmulas para paliar esa erosión. Sintéticamente, puede avanzarse que la fórmula para resolver, al menos, los problemas más acuciantes tiene como ingrediente básico la participación. La denunciada desafección ciudadana tendría como una de sus primeras causas el pequeño espacio que la democracia representativa, en su manifestación tradicional, ofrece para la participación de los ciudadanos. Un espacio que se empobrece aún más por el funcionamiento de unos partidos que han expulsado el principio democrático de su seno. Desde esta premisa, ampliar los cauces de participación se considerará imprescindible para poder avanzar con eficacia en la resolución del problema de fondo.
Los defectos e insuficiencias del actual modelo democrático y la necesidad de plantear alternativas han sido estudiados de manera reiterada. Uno de los focos ha sido la legislación electoral. Numerosos estudios han incidido en su relación con la calidad de la democracia y en la importancia que tendría su eventual corrección para mejorar esta (
El debate en torno a la identificación entre elector y elegido se desenvuelve en un plano algo diferente. Por supuesto, en última instancia acabará incidiendo en la composición y funcionamiento de las Cámaras. Pero el núcleo del mismo afecta directamente al funcionamiento interno de los partidos políticos. Como se indicó, es esta una de las cuestiones que más preocupación e interés ha suscitado en el conjunto de la discusión sobre las posibles mejoras del funcionamiento del sistema democrático. De nuevo, se trata de un tema antiguo, casi tan antiguo como la democracia moderna, que los cambios sociales y políticos acaecidos en los últimos años no solo han vuelto a poner de actualidad, sino que lo han hecho con matices novedosos. Inmediatamente habrá ocasión de extenderse sobre este punto. Ahora interesa subrayar como uno de los elementos definitorios del sistema electoral la forma de elección de los diputados, que afecta a ese funcionamiento interno.
Naturalmente, es una cuestión que debe analizarse en función del modelo vigente en cada país. Precisamente, el modelo vigente en España es la causa de que este haya sido, y sea, un tema recurrente en los análisis referidos a las posibles reformas del sistema electoral, haciendo especial referencia a su conexión con la salud de la democracia en su conjunto. Como es sabido, nuestro modelo electoral descansa en un sistema de lista cerrada y bloqueada. El partido designa a los integrantes de esa lista y determina el orden invariable en el que figuran en la misma y los ciudadanos solo pueden elegir o no una lista en su conjunto. Un modelo que, lejos de ser fruto de la improvisación, respondió en su diseño a la decisión de establecer un conjunto normativo que propiciara partidos fuertes y estabilidad para el conjunto del sistema de partidos. Una apuesta perfectamente comprensible en el inicio de la andadura democrática (
En consecuencia, se realizan esfuerzos por plantear posibles alternativas. Tanto desde la reflexión sobre el funcionamiento interno del partido como desde la legislación electoral. Respecto de esta última, se buscarán alternativas en otros modelos electorales, como, en particular, el alemán de doble lista, y, en todo caso, se insistirá en la necesidad de instrumentos que faciliten la articulación de una verdadera relación de confianza entre elector y elegido. El paraguas que cubrirá cualquier propuesta será, de nuevo, la participación. Abrir el campo natural de la misma, limitado al momento de la elección, y ofrecer al elector otras posibilidades.
Proporcionalidad y modulación de la relación entre elector y elegido son solo dos de las cuestiones planteadas alrededor de la reforma del régimen electoral como instrumento de renovación democrática. Junto a ellas pueden mencionarse otras como la posibilidad de presentación de candidatos independientes; cambios en el sistema de financiación; regulación exhaustiva de los gastos electorales; o el revocatorio del diputado. Si bien algunas de ellas escapan estrictamente al debate de la dialéctica democracia directa/democracia representativa, lo cierto es que la mayoría busca una profundización democrática que conecta con la ideología, cultura, de la democracia directa. De forma consciente o inconsciente, lo hacen desde dos premisas. Por un lado, la bondad natural de la extensión de la participación. Por otro, desde la convicción de una insuficiencia democrática natural innata a la democracia representativa. Una desconfianza que, hay que repetirlo, se encuentra profundamente vinculada a la desesperanza instalada en relación con la capacidad de los partidos para regenerarse.
Como se indicó al inicio de estas páginas, uno de los ejes del debate contemporáneo sobre la democracia es la decadencia de los partidos. Una reflexión que ha llegado al extremo de afirmaciones como que «la era de la democracia de partidos ha acabado» y que «ya no parecen el soporte de la democracia en su forma presente» (
Es preciso tener en cuenta la premisa de que el debate sobre los partidos no se realiza como consecuencia de un mero desgaste por transcurso del tiempo y cambios sociales. Posiblemente, estas circunstancias hubiesen provocado una reflexión relevante. Pero, en todo caso, diferente de una que se realiza asociada a un cúmulo de prácticas muy dudosas, si no directamente irregulares. Desde la financiación ilegal y la correspondiente asociación a numerosos casos de corrupción a la invasión de instituciones que deberían estar ajenas a la disputa partidista, la relación es, cuantitativa y cualitativamente, relevante. Es un dato que hay que tener en cuenta. El estudio de los partidos debiera asumir dos perspectivas. Por un lado, su inserción en un modelo social completamente diferente a aquel en el que se desempeñaron con gran éxito en las últimas décadas. Por otro, realizar un diagnóstico correcto y exhaustivo de sus males.
Entre estos últimos, y transversal a todo el debate, es una cuestión que interesa particularmente a estas páginas. Me refiero al funcionamiento interno de los partidos políticos. Es este un tema recurrente para el derecho constitucional y la ciencia política. Como es recurrente que el debate sobre el mismo reverdezca en tiempos convulsos para el conjunto de la democracia. Los partidos son sus actores principales y sobre ellos se dirige el foco cuando se observan síntomas de enfermedad. La doctrina se ha extendido sobre este extremo (
Son numerosos los planteamientos que se han realizado en este sentido. En la búsqueda de una expresión sintética, puede elegirse la propuesta de una regulación exhaustiva de su organización interna como la más significativa. Cuestiones como la periodicidad de los congresos; la regulación de la convocatoria de congresos extraordinarios; la elección directa de los dirigentes por los afiliados mediante voto secreto; los derechos de las minorías y la libertad de expresión y de pluralismo interno; la regulación de la disciplina interna y de los correspondientes instrumentos de garantía; o el proceso de designación y elección de candidatos electorales (
Reflexiones que no son incompatibles con el diagnóstico realizado por aquellos que persiguen la democratización «obligada» de los partidos. Los males que denuncian son reales y afectan profundamente a la democracia
Como se ha señalado, los últimos años han visto un enérgico resurgir de la democracia directa y de los instrumentos ligados con la misma. El instrumento más representativo asociado a la democracia directa tradicional es el referéndum. En el contexto de la cultura política emergente alrededor de la crisis de los modelos tradicionales y de las nuevas circunstancias sociales, era normal que se acudiese al mismo como icono de una nueva cultura política. El referéndum representaría la posibilidad de que el pueblo decida sin la intervención de mediadores. Un poderoso instrumento para contrarrestar el poder de la oligarquía de los partidos. Las tecnologías de la información y de la comunicación permitirían una amplia divulgación de información que facilitaría los procesos de deliberación. Cuando no, simplemente, el ejercicio del voto desde casa (
Así, progresivamente, el referéndum ha ido ganando posiciones tanto en el debate académico como en la realidad política. Ha traspasado los Estados en los que era una realidad más o menos asentada, llegando a Estados en los que puede considerarse una anomalía constitucional. Más allá de su realidad, lo que importa a efectos de este discurso es su virtualidad teórica y las fuentes que lo sustentan. El referéndum como expresión directa del poder del pueblo. Sin intermediarios perversos que desvirtúen su voluntad. Precisamente, es este punto el que exige una primera matización. Si bien puede admitirse que el rol de los ciudadanos es más directo que en un proceso de elección representativa, resulta innegable que los intermediarios tienen en los procesos refrendarios un papel de suma importancia. En primer lugar, por supuesto, el Gobierno bajo el cual se convocan. En muchas ocasiones, los Gobiernos tienen la tentación de romper las pautas que les exige su posición institucional, con la posibilidad de acabar adulterando las reglas de deliberación
Es cierto que son muchos, la mayoría, los que defienden el referéndum como complemento de la democracia representativa y no como sustitución de esta
Con suma brevedad me referiré a algunas de esas dificultades. En primer lugar, la historia demuestra que, lejos de ser una decisión limpia de la ciudadanía, las condiciones de deliberación alrededor de los referéndums tienen cierta propensión a ser deficitarias, en particular en aquellos países en los que no es un instrumento arraigado en la cultura política. Es difícil que el poder se sustraiga al intento de controlar las condiciones del debate. De esta manera, una regla necesaria de la democracia comienza a quebrarse. La igualdad de las opciones y los derechos de las minorías. Regla que sufre un impacto irresoluble por la propia definición del referéndum. Una de las características asociadas al mismo es la irreversibilidad del resultado. Es muy difícil que una decisión adoptada en referéndum pueda llegar a ser cambiada. Dicho de otro modo, la minoría de hoy difícilmente podrá ser mayoría mañana. Junto a ello, las características de esa sociedad, que, por un lado, propicia un ambiente favorable al desarrollo de las fórmulas refrendarias, hacen del mismo un instrumento poco aconsejable en una sociedad como la contemporánea. Merece subrayarse la paradoja de que su bendecida sencillez es uno de sus principales inconvenientes. Porque en la sociedad contemporánea, y a salvo de determinadas decisiones concretas y del juego que pueda desempeñar en el mundo local, no hay cuestiones sencillas. Al revés, la complejidad es signo distintivo. Reducir la solución a una fórmula binaria es defraudar. ¿Quiere usted salir de la Unión Europea? De acuerdo. Espere, ahora corresponde negociar las condiciones ¿Es igual salir en unas circunstancias que en otras? ¿El voto habría sido el mismo? ¿Entre la salida y la no salida no hay una variante muy amplia de opciones? En definitiva, una opción como la planteada, y tantas otras, incluso de menor enjundia, tienen mucho mejor acomodo en sede parlamentaria. No son los únicos obstáculos que, desde el mismo principio democrático, plantea el referéndum. La propia determinación de las materias susceptibles de ser refrendadas o las mayorías necesarias (¿de votantes, de censo?) son, entre otras, materias que podrían ser desarrolladas.
Todos estas circunstancias tienen en común entrar en conflicto con el significado profundo de la democracia y, especialmente, con la democracia representativa. La democracia no es solo decisión de la mayoría. Ni en fórmula representativa ni en fórmula directa. La democracia es un complejo ingenio que finaliza en esa fórmula de decisión después de garantizar que se han respetado numerosos equilibrios. Los equilibrios que derivan de su base ideológica. El ejercicio del poder del pueblo, de todo el pueblo, desde la garantía de los derechos y libertades de sus ciudadanos. Pues bien, la decisión por referéndum se deja en el camino muchas de esas garantías, cuando no, directamente, muchos de esos derechos. Desde luego, una afirmación semejante necesita del matiz y de la corrección. A la misma se pueden presentar relevantes alegaciones bien desde la experiencia comparada o bien desde determinadas comprensiones de la democracia. Todas ellas deben ser tenidas en cuenta. El resultado, seguramente, sería una fórmula equilibrada en la que el referéndum tiene su propio espacio, conviviendo con las instituciones de democracia representativa. Pero, en todo caso, un espacio de subordinación y condicionado tanto procedimentalmente como materialmente.
Un aserto que, a su vez, merece alguna reflexión adicional que, como en un juego de espejos, nos devuelve a la complejidad de dar espacio a esta fórmula de democracia directa. Así, es preciso insistir en el hecho de que, frente a lo que en ocasiones pueda parecer, la evolución social erosiona la idoneidad del referéndum como instrumento de decisión política. Por dos razones. En primer lugar, como se indicó, por el muy significativo incremento de la complejidad de los asuntos a dilucidar. Complejidad que no es solo deudora de las propias características de la cuestión concreta a decidir, sino también por el notable incremento de los sujetos interesados. Una complejidad que aleja la posible solución de formas binarias y que necesita de zonas de grises. En segundo lugar, porque el modelo social se aleja de zonas de reflexión para ocupar espacios de intuición, respuesta instintiva y, en todo caso, escasamente deliberativa. Es posible que ello cambie. Pero, hoy por hoy, parecen más necesarios que nunca procesos que incrementen los espacios de reflexión serena, alejados de las emociones, que enfríen los mismos. Tanto como decir espacios de representación. Junto a lo anterior, es pertinente insistir en la relación entre decisión refrendaria y derechos de las minorías. El referéndum es una foto fija de un momento determinado y en la que solo aparece una parte, no siempre mayoritaria, de la sociedad. Una foto cuyo resultado otorga todos los derechos, incluyendo posibles afecciones de los derechos de la minoría, a la mayoría. Una foto que no puede ser revertida y que difícilmente puede ni captar la complejidad de tonalidades del paisaje que registra ni, menos, su dinamismo. Por ello, es razonable pensar que la idoneidad del referéndum como instrumento de decisión desciende en la medida en que se incrementa la transcendencia de la misma.
No solo el referéndum ha sido alegado para reforzar la democracia representativa o completar un modelo alternativo. En particular, la iniciativa legislativa popular ha visto cómo se incrementaban las demandas para una reforma de su régimen jurídico que permitiese su expansión. Tanto las materias vedadas a la misma como el procedimiento para su tramitación y, muy en particular, el número de firmas exigidas para su presentación han sido severamente cuestionados. Asimismo, lógicamente, de nuevo la incidencia del cambio tecnológico jugaba a favor de un instrumento que tiene en las nuevas formas de comunicación un poderoso aliado. Incluso con más fuerza que en relación con el referéndum puede decirse que hoy la iniciativa legislativa popular puede expandirse allí donde se desee. Así, el debate es si es preciso sacar provecho de esta circunstancia y servirse de este instrumento como un poderoso complemento de la representación política o si, por el contrario, hay razones que aconsejan una utilización restrictiva.
En nuestro país, son numerosas las llamadas a modificar el ordenamiento, tanto el estatal como los autonómicos, para hacer más sencilla su tramitación, de forma que se convierta en uno de los instrumentos dinamizadores del sistema democrático. Por su regulación parcialmente constitucional, es habitual que en las distintas propuestas de reforma constitucional que se han planteado se postulen modificaciones en este sentido (
En una primera visión, puede pensarse que la posibilidad de que los ciudadanos participen de manera activa en la agenda legislativa es positivo y, sobre todo, que no hay contraindicaciones significativas. Sería un ejemplo de adecuación a un nuevo entorno tecnológico y comunicativo, particularmente favorable a iniciativas de este tipo. Sin embargo, creo que los obstáculos a su fortalecimiento son aún más evidentes que en relación con el referéndum. La razón no es otra que el choque que en última instancia plantea con la representación. La presentación de una iniciativa, que, obligadamente, es de parte, debe confrontar con la voluntad del conjunto de los diputados. Es muy posible que o bien el interés de parte no sea conciliable con los intereses generales o que, aun siéndolo, no resulte factible su materialización. Muy legítimos intereses sectoriales pueden confrontar con una perspectiva general a la que obligadamente han de servir los miembros del Parlamento. O es posible que las dificultades técnicas o económicas para su materialización sean suficientes como para no considerar aconsejable la aprobación final de la ley. De esta manera, bien el Parlamento acepta las propuestas de parte que pueden enfrentarse al interés general, o simplemente no ser viables, o bien los ciudadanos que han participado se ven defraudados por el sistema. Una disyuntiva que no debe cerrar el debate de fondo. La forma de incrementar la relación de los ciudadanos con las Cámaras parlamentarias y, en particular, con los diputados. Así, bien podría pensarse en la introducción de un derecho al debate en sede parlamentaria. Pero es otra cuestión.
Un instrumento novedoso es el revocatorio. Sin apenas implantación en Europa, procede del nuevo constitucionalismo iberoamericano. El presupuesto es sencillo. En determinadas condiciones, los ciudadanos podrán revocar la confianza previamente otorgada a un cargo público. Así, quiebra una de las premisas clásicas de la democracia representativa, como es la prohibición de mandato imperativo. O, más bien, su consecuencia, la irreversibilidad del mandato. El fundamento del revocatorio es claro. Pretende atender a dos exigencias de forma simultánea. Por un lado, la necesidad de disponer de algún instrumento que de forma efectiva sancione el mal comportamiento de un cargo público. Por otro, apoderar a los ciudadanos, paliando tanto su sensación de marginalidad del sistema como su frustración por la impunidad. Ambas razones pueden parecer convincentes. El problema estriba en que un sistema constitucional es un mecano con piezas perfectamente engarzadas. El desprendimiento de una de ellas inevitablemente altera el equilibrio del conjunto, y así sucede con la posibilidad de revocar un cargo público, y, fundamentalmente, un cargo electo (
Todo el análisis realizado hasta ahora está presidido por una poderosa corriente. La solución a la crisis de la democracia representativa exige el apoderamiento del pueblo. Más democracia. Democracia en su comprensión más simple. Democracia como poder del pueblo traducido en un pueblo que decide. Sin añadidos. De forma consciente o inconsciente, la búsqueda del reforzamiento del pueblo como sujeto decisor ha conducido a una paulatina erosión de las exigencias que acompañan al desenvolvimiento del principio democrático. Ha sido un proceso relativamente rápido y es de temer que el presente forme parte de una etapa a la que no se debía haber llegado. Lo cierto es que el crecimiento de los movimientos populistas y nacionalistas que rechazan que la legalidad pueda ser un límite a las «legítimas aspiraciones del pueblo», del pueblo que ellos dicen representar, es demostración fehaciente de ello. Es posible que sea pronto para afirmar que se ha producido la disociación del binomio democracia y Estado de derecho. Pero hay señales suficientes para afirmar que el camino correspondiente ha quedado expedito.
Una expresión se ha hecho paradigmática de esta filosofía. Derecho a decidir (
La debilidad de la democracia representativa ha abierto paso a un resucitar de instrumentos como los comentados. Un resucitar facilitado por un entorno tecnológico y de valores propicios. La suma es potente. Un modelo representativo severamente erosionado por el mal hacer de sus protagonistas; una tecnología que hace desaparecer la primera línea de argumentos que se enfrentaba a la democracia directa; un conjunto de valores que desde la simplificación y el empoderamiento del pueblo concilian bien con la naturaleza de estos instrumentos. El relato consecuente es contundente. Con la democracia directa se eliminan intermediarios; se gana sencillez y eficacia; el pueblo es totalmente dueño de sus decisiones. Contundente y consecuentemente, difícil de rebatir. Especialmente porque también el orden comunicativo juega a favor de este tipo de discursos. La defensa de la representación política como forma de gobierno exige de fundamentos teóricos y explicaciones poco compatibles con el actual discurso público.
Sin embargo, esa defensa resulta hoy más necesaria que nunca. Lo es tanto porque ninguno de los argumentos que se emplean a favor de la democracia directa son, a la postre, ciertos. Al menos cuando se plantean en oposición a la democracia representativa. Y porque, precisamente, las características de la sociedad contemporánea hacen más preciso que nunca un modelo como el representativo. Frente a los argumentos que se esgrimen, la democracia directa es, sin redundancia ni paradoja alguna, menos democracia. La perfección democrática no existe. No hay ningún sistema político que conjugue a la perfección todo aquello que se entiende por democracia. Necesariamente, ha de buscarse un juego de pesos y contrapesos. Decisión de la mayoría; respeto a los derechos de una minoría que ha de disponer de los medios para ser mayoría; igualdad en la capacidad de influir en la decisión sobre quién ha de ejercer el poder; reversibilidad de las decisiones; reconocimiento de un amplio catálogo efectivo de derechos y libertades; control del poder y poder limitado; defensa de unos valores comunes de igualdad, libertad y justicia podrían ser algunos entre los principales de los principios que sostienen la idea de democracia. Pues bien, la historia de la democracia representativa es la historia de continuos avances para hacer más efectivos los mencionados principios. Si contrastamos los mismos con la democracia directa, la conclusión será clara. En casi todos los casos, la efectividad de los mismos estará por debajo de lo alcanzado con la democracia representativa.
Por no extenderme, me limitaré a un elemento esencial de la democracia, sin adjetivos. La igualdad de los ciudadanos en relación con su capacidad para influir y decidir sobre el ejercicio del poder. El sufragio universal no es sino el logro de que en el momento decisivo para la elección de quienes han de ejercer el poder todos se encuentran en igualdad de condiciones, sin distinción alguna. Frente a esta igualdad, la democracia directa y, en particular, las fórmulas contemporáneas de participación son un claro retroceso. Por definición, solo participa una minoría. Las minorías intensas de Sartori. Puede alegarse que ello no tiene que ser así en el caso del referéndum. Lo cierto es que al margen de consultas extraordinarias, que afectan a cuestiones esenciales de la comunidad, la experiencia demuestra que la participación en los mismos es siempre inferior a lo que resulta habitual en unas elecciones generales.
El Parlamento suma, no debe olvidarse, un añadido de deliberación, publicidad y pluralismo, inescindible de la democracia. Deliberación y pluralismo que, por definición, se debilitan alrededor de cualquier instrumento de democracia directa, también del referéndum. Junto a ello, precisamente en tiempos como el presente, no parece que sea ociosa la existencia de una institución que medie y enfríe pasiones. También en ese ejercicio de mediación y racionalización se proyecta la democracia. Hay que insistir. La democracia no es solo la decisión por la mayoría. La democracia es mucho más. Y ese más no es mero procedimiento o condición para el ejercicio del voto. En ese más anidan valores tan esenciales como lo es la decisión por mayoría. Desde otra perspectiva, valores sin los cuales la decisión por la mayoría perdería sus cualidades. Detrás de la defensa contemporánea de la democracia directa y de una paralela minusvaloración de la democracia representativa se encuentra un olvido, consciente o no, de todo aquello que da valor sustantivo a la democracia como regla de la mayoría, a esa regla como expresión última del poder del pueblo.
La democracia directa, sus instrumentos tradicionales, es solo una cara de la moneda de los planteamientos alternativos a la democracia representativa. Junto a la reivindicación mencionada de instrumentos que corresponden a un quehacer político clásico, se han de sumar toda una serie de iniciativas que se desarrollan bajo el enunciado genérico de participación. Afirmar que la participación se ha convertido en un icono político contemporáneo no es exagerado. Es más, la participación sería la solución y los instrumentos de democracia directa serían solo una de las posibilidades. Pero habría otros. Por un lado, instrumentos de participación generados desde el poder alrededor de determinadas iniciativas. Estos instrumentos se han desarrollado con profusión, por ejemplo, en España, en el ámbito autonómico, llegando a la definición de las mismas políticas públicas. También son frecuentes en el ámbito municipal, donde su desarrollo es creciente alrededor de decisiones concretas. Por otro lado, se abre el ambiguo, diverso, pero cada vez más relevante ámbito de la denominada democracia informal. Internet y las redes sociales son un gran escenario de participación. Y de movilización.
La importancia de estas caras menos tradicionales de democracia directa o participativa es indiscutible. La democracia informal enfrenta a una ponderación más ideológica que institucional. Se trata de dejar establecido que sin negar la importancia de cualquier manifestación participativa, esta responde a un segmento de interés necesariamente más reducido que el que corresponde al Parlamento. Sin duda, los nuevos campos que se han abierto a la participación son importantes y el poder público deberá tenerlos en cuenta. Pero ello no debería suponer concentrar la atención de las políticas públicas sobre los sujetos activos, desdeñando al ciudadano pasivo. La participación informal es un espejismo democrático. Un espejismo del nirvana democrático. Ese nirvana no existe. Es la ilusión de Shangri-La. Los cauces informales cumplen una función. Básicamente, sirven de revulsivo social, cauce de expresión de un determinado estado de ánimo y, para el poder, de termómetro. No es poco. Pero otorgarles una posición cualitativamente diferente en la ordenación institucional sería un error.
Por supuesto, lo anterior supone una premisa irrenunciable. Negar la disyuntiva entre democracia de la calle y democracia representativa. Negar la visión que traza el camino del hemiciclo a la plaza como el ideal a recorrer. Por mal que se haga, se representará siempre más en un Parlamento que en la calle. Cuando esta premisa no pueda mantenerse, es que el sistema ha colapsado. Se estará hablando de algo diferente. Mientras el sistema mantenga en pie los rasgos generales que lo identifican, no hay duda. El Parlamento es la sede de la democracia. Solo el Parlamento puede asegurar no ya la representación del pluralismo y la consiguiente deliberación plural. El Parlamento representa la recordada igualdad de los ciudadanos en relación con el poder.
La participación fomentada desde el poder merece una consideración adicional. No debe olvidarse la natural tentación de convertirla en un instrumento de legitimación del mismo y un debilitamiento de las reglas institucionales. En todo caso, hoy resulta irrenunciable y lo que es forzoso es regularla desde una posición libre de apriorismos. Es decir, sin la presunción de que cualquier participación es, por definición, beneficiosa para el sistema y, sin paradoja, más democrática. También, por supuesto, desde el esfuerzo por limpiar esa participación de cualquier adherencia gubernativa. La participación no es una elección. Es un mandato constitucional derivado del principio democrático. Una sociedad crecientemente activa e inquieta por el hacer y no hacer político, junto con un entorno tecnológico particularmente propicio, obliga a su revisión y a su fortalecimiento. Pero siempre desde una mirada crítica tanto de su régimen jurídico como de su aplicación.
El desarrollo teórico y práctico de este discurso sobre fórmulas complementarias o alternativas a la democracia representativa ha tenido su inevitable incidencia sobre la misma. La primera razón de que esas consecuencias hayan acabado por ser notables es la propia evolución de la democracia representativa. El hecho de que no se haya sido capaz de dar muestras de reacción para paliar sus errores o que ni siquiera se haya reivindicado su primacía ideológica ha sido condición de todo lo demás. Después, hay que destacar que en numerosas ocasiones la reivindicación de otras fórmulas, en particular de democracia directa, se ha hecho en menoscabo de la democracia representativa con el único objetivo de reivindicar la propia posición. En general, se ha producido una frivolización de sus presupuestos, entendiéndolos como irreversibles. Junto a ello, las nuevas expresiones tecnológicas han ido generando una cultura que concilia mal con la construcción jurídica y política de la representación. En esa cultura, fórmulas como el referéndum o las manifestaciones de la democracia informal se entienden más acordes con las necesidades del hombre contemporáneo. Finalmente, la conjunción de todo el proceso con una muy grave crisis económica abocaba a conclusiones que transcendían el debate inicial sobre la democracia representativa.
Si la idea (y expresión) crisis de la democracia representativa es un lugar común antiguo, no puede decirse lo mismo si se suprime el adjetivo. Crisis de la democracia. Parece el momento de hacerlo, y así comienza escucharse un discurso profundo en este sentido. Es posible que sea un exceso y que no haya suficientes motivos como para un enunciado tan contundente. Pero estimo que los indicios que existen son suficientemente notables como para que la posible exageración sea comprendida. Aunque solo sea como toque de atención. En coherencia con el carácter conclusivo de estas páginas, me limitaré a dar continuidad al discurso seguido hasta ahora. De lo expuesto, entiendo que la conclusión lógica del relato es un deterioro severo de la democracia pluralista representativa. Un deterioro con raíces en defectos estructurales de un modelo que no ha sabido adaptarse al notable cambio social acaecido en los últimos años y, asimismo, en el mal hacer de sus principales protagonistas, los partidos políticos, que se han mostrado inconscientes respecto de sus importantes errores y de sus consecuencias.
La coincidencia en el diagnóstico ha provocado una sucesión de propuestas para curar al enfermo. En una secuencia de apariencia lógica, se ha considerado mayoritariamente que la solución ha de venir por una profundización radical en el principio democrático. Profundización vertical y horizontal. Más democracia y penetración del principio democrático en todos los ámbitos del hacer público. Así, las respuestas planteadas como solución, antes de buscarla en la propia democracia representativa, y en la misma idea de representación, lo han hecho en otras fórmulas de gobierno democrático, muchas veces de difícil compatibilidad con la representación política. En ocasiones, la sensación predominante es que la batalla por la sanación de la democracia representativa y de sus principales actores, los partidos políticos, se considera una batalla perdida. Sus males no tendrían remedio y, en consecuencia, habría que buscar la solución bien en el intento de regular rígidamente su desenvolvimiento bien en fórmulas de desarrollo del principio democrático en las que su protagonismo fuese necesariamente menor.
Junto a lo anterior, los cambios tecnológicos han generado la emergencia de una cultura difícilmente compatible con los tiempos y procederes del gobierno representativo. Paradójicamente, en el tiempo de la complejidad se ha instalado una cultura de la simplificación y de la inmediatez. Por todo ello, y por otras circunstancias, los soportes sociales y teóricos de la democracia representativa se habían debilitado extremadamente en el momento en el que Occidente comenzaba la peor crisis económica de las últimas décadas. La economía no es la causa que explica la situación descrita. Pero, como siempre, ha sido un catalizador notable. En todo caso, es preciso insistir en la premisa mayor. Los cambios sociales acaecidos en las dos últimas décadas no solo han provocado la anacronía de los procedimientos y del actuar político frente a las dinámicas sociales. Es este un dato de gran relevancia y por si mismo explica algunos de los problemas existentes. Más allá, y con una carga de profundidad notablemente mayor, es posible detectar otra divergencia. Una divergencia profunda, cultural, que afecta a valores y maneras de entender la realidad. Una divergencia que camina de la mano de una brecha generacional que en demasiadas ocasiones se desdeña.
Es en esta conjunción donde, creo, surgen signos que hacen plausible elevar una señal de alarma. Es la misma democracia la que se encuentra en crisis como valor compartido. El éxito de partidos políticos de carácter populista o nacionalista, de izquierda o derecha, que subvierten abiertamente presupuestos esenciales de la democracia es un aval fácil para esta tesis. Aunque es cierto que la práctica totalidad de los mismos se declaran demócratas y no son expresamente beligerantes frente a la misma, lo cierto es que muchos de sus presupuestos programáticos contradicen aspectos esenciales de los valores que sostienen un régimen democrático y que no reparan en expresarse coherentemente. Y en los supuestos donde han alcanzado el poder, como es el caso de algunos países del este de Europa, como Polonia o Hungría, su acción de gobierno es claramente contraria a la democracia. La revisión de la independencia del poder judicial; el control sobre los medios de comunicación y el cercenamiento de la libertad de expresión; la restricción de derechos; o las continuas agresiones a la población inmigrante en un clima general de xenofobia son rasgos comunes de la acción de gobierno de esos países.
Hay que recordar que el gran soporte programático de estas formaciones es la eficacia. Como se indicó en su momento, cualquier sistema político necesita legitimarse por la eficacia. La democracia representativa no está exenta de tal exigencia. Mientras se extiende una percepción subjetiva de que este sistema no es eficaz, surgen nuevos sistemas políticos que se alzan como modelos a imitar. Su receta es antigua pero su atractivo es nuevo, al menos relativamente nuevo. Modelos autoritarios que hacen de la eficacia y el orden ideales irrenunciables y condición, y garantía, de la prosperidad. Los ejemplos se multiplican, pero nombres como los de Putin o Erdogan los caracterizan con suficiencia. Detrás, siempre, el presunto éxito de China. En muchos casos, se busca teñirse de la patina democrática de los procesos electorales. En otros, no, bien por renuncia, bien por incompatibilidad de origen. Lo que es inobjetable es que estos ejemplos crecen y, con ellos, una alternativa radical a la democracia.
El mundo actual dista de ser el de hace veinte años. Los ciudadanos no se han encontrado con la perplejidad, la angustia o el miedo por ignorancia o mala fe. Están sucediendo muchas cosas y desde el poder público no se transmiten respuestas. No se trata de encontrar la piedra filosofal. Se trata de recuperar la capacidad de la confianza y de la esperanza. También la capacidad de hacer responsables de su destino a esos mismos ciudadanos que parecen haber perdido cualquier protagonismo respecto de su decisión. Los problemas inmediatos son reales. Las denuncias sobre el mal hacer de los responsables políticos son más que justas. Pero no se puede olvidar que el embate transciende ese plano. La democracia es un jardín que exige cuidados intensivos y centenarios, escribió Isaiah Berlin. Pero, habría que añadir, también exige agua. Hoy se puede escribir que hemos descuidado por desconfianza el jardín y cuando hemos acudido a repararlo, nos hemos encontrado que falta agua. La respuesta es más democracia, sí. Pero desde su esencia. Lo que es tanto como decir más valores; mejor representación; más Parlamento; más conciencia de ciudadanía y mayor responsabilidad de los ciudadanos. Pero ésta es historia de otras páginas.
Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación de la Subdirección General de Proyectos de Investigación del Ministerio de Economía y Competitividad «Formas de participación política en los sistemas de gobierno multinivel y mejora de la calidad democrática»
En el barómetro del CIS de abril de 2016 se mantiene la tendencia histórica. Los partidos polítcos, la política en general, aparecen, de forma muy destacada, como el tercer problema para los españoles. En realidad, es el segundo, ya que el primero es el paro y el segundo la situación económica (el paro, 78,4 %; la situación económica, 25,1 %; y los partidos y la política en general, el 20,8 %). Disponible en:
En los diarios de sesiones del debate constituyente español de 1978 se puede leer cómo solo la formación Alianza Popular, en boca de su portavoz Manuel Fraga, realizaba una encendida defensa del referéndum, precisamente para evitar ser prisioneros de los partidos políticos.
Junto a los mencionados, merecería un capítulo específico la invasión por los partidos de las más diversas instituciones, públicas y privadas. Y, muy en particular, de aquellas que tienen que ver con el funcionamiento de la idea de control consustancial al Estado de derecho.
¿No cabe entender que una candidatura alternativa presentada a un cargo institucional que, simultáneamente, ocupa la Secretaría General de un partido es una moción de censura impulsada desde el propio partido?
A este respecto, recuérdese el «Código de buenas prácticas sobre refrendos», aprobado por la Convención de Venecia en 2007.
Este sería el sustrato de la Proposición de reforma constitucional presentada por la Junta General del Principado de Asturias de modificación de los arts. 87.3, 92 y 166 de la Constitución (
Ejemplo paradigmático es la inserción de la reforma del art. 87.3 de la Constitución en la ya citada Proposición de reforma constitucional presentada por la Junta General del Principado de Asturias. También distintos estudios académicos han incidido en esta cuestión.