RESUMEN

Este estudio pretende analizar la excesiva utilización del derecho internacional con la finalidad de afectar y mutar la constitución económica del Estado social. Para ello se tomará como referencia tanto la insuficiencia de la cláusula de apertura ordinamental del art. 93 de la Constitución como el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza, el cual ha afianzado el principio de estabilidad presupuestaria. Acto seguido, se analizará el refuerzo internacional de este principio y su convergencia en el modelo económico de la Unión Europea para dilucidar el verdadero alcance de la mutación acaecida en la apertura de la constitución económica nacional.

Palabras clave: Constitución económica; Estado social; estabilidad presupuestaria; derecho internacional.

ABSTRACT

This paper seeks to outline the excessive use of International Law in order to influence and mutate the Economic Constitution of Social State. For this, the Spanish constitutional democracy and its opening clause will be the reference, beside the Treaty of Stability, Coordination and Governance, which has reinforced the balanced budget rule. This way, the mentioned reinforcement and its convergence into the Economic Model of the European Union will be analysed in order to check the true scope of the mutation from the former open National Economic Constitution.

Keywords: Economic constitution; social State; balanced budget rule; international law..

Cómo citar este artículo / Citation: Moreno González, G. (2022). La internacionalización de la constitución económica nacional: la problemática recepción del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza. Revista Española de Derecho Constitucional, 126, 89-‍118. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.126.03

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
    1. 1. La insuficiencia de las cláusulas de apertura
  4. III. LA SINGULAR HUIDA DEL TRATADO DE ESTABILIDAD, COORDINACIÓN Y GOBERNANZA
    1. 1. Las dos principales previsiones del Tratado
    2. 2. El engarce con la Constitución española mediante el artículo 93
  5. IV. LA AFECTACIÓN DE LA INTERNACIONALIZACIÓN EUROPEA EN LA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA NACIONAL
    1. 1. El nuevo monismo económico de la UE: la estabilidad presupuestaria como camisa de fuerza sobre un orden de competencia
  6. V. CONSIDERACIONES FINALES
  7. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En las siguientes páginas analizaremos cómo la utilización hipertrofiada del derecho internacional a través de la cláusula del art. 93 de la Constitución española ha terminado provocando una profunda mutación en las previsiones económicas de esta, ante la cual tanto la habilitación jurídica de dicha cláusula como su fundamento político-democrático se vuelven manifiestamente insuficientes. En este fenómeno de vaciamiento de la Constitución económica mediante la aplicación de la cláusula de apertura ordinamental ha cobrado especial relevancia, en los últimos años, la asunción del principio de estabilidad presupuestaria en cuanto que elemento estructural del modelo económico de la Unión Europea, tarea esta en la que ha sido esencial el papel desempeñado por el singular Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza. La convergencia de este con el orden de competencia que la Unión ya había conseguido instaurar desde la centralidad del mercado único provocará una intensa mutación en la constitución económica estatal, con las consiguientes problemáticas jurídico-constitucionales y político-democráticas que dicho proceso conlleva.

En primer término, abordaremos el proceso que denominamos de «huida» (II), en el que el poder político intenta desprenderse de las limitaciones garantistas y de control que le impone la democracia constitucional estatal aprovechando las polémicas cláusulas de apertura ordinamental, como la prevista en el art. 93 de la Constitución española. Sobre la constatación de la insuficiencia de este precepto constitucional para controlar ordenamientos autónomos como el europeo, se examinarán el contenido y la controversia democrática-constitucional del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de 2012 (III), que ha reforzado el principio de estabilidad presupuestaria en el modelo económico de la integración europea hasta convertirlo en uno de sus caracteres definidores. Acto seguido veremos cómo la unión de ese principio y sus tensiones con el orden de competencia ha provocado una profunda afectación en la constitución económica del Estado social, caracterizada por la apertura pluralista de sus mecanismos y las potencialidades de sus instrumentos de intervención (IV). Por último, cerraremos el estudio con unas breves consideraciones finales sobre el fenómeno de la «huida» internacional estudiado y sus consecuencias más incisivas para la democracia constitucional lato sensu (V).

II. LA INTERNACIONALIZACIÓN DEL DERECHO CONSTITUCIONAL COMO HUIDA

La hipertrofia del derecho internacional y de las organizaciones supranacionales a la que asistimos desde hace ya décadas se debe también a un intento de evadir las reglas que, en el interior de las democracias constitucionales estatales, se habían conseguido imponer sobre lo político, sobre ese Leviatán hobbesiano que, harto de las cadenas constitucionales, desea encontrar espacios de discrecionalidad sin más límites que los que él mismo quiere autoimponerse; creando, con ello, uno de los principales desafíos actuales para el derecho constitucional (‍Requejo Pagés, 2016: 118).

A esa instrumentalización del derecho internacional, aprovechando la puerta abierta de la globalización como justificación y medio, la calificamos como una verdadera «huida» que tiene por objeto superar el eje de tensión entre lo político-democrático y lo jurídico-constitucional que se da en el interior de la democracia constitucional (‍Salazar, 2007) al anular, directamente, la posibilidad de control y garantía del segundo campo. ¿De todo el poder político? Aquí hay que hacer una precisión en cuanto a las preocupaciones doctrinales que intentan responder a dicha pregunta. Tradicionalmente se ha identificado como objeto del derecho constitucional la salvaguardia de los derechos fundamentales y de la separación de poderes como mejores medios para la racionalización de lo político y su fundamentación democrática, en una summa divisio entre parte orgánica y dogmática que tiende a obviar, empero, un tercer ámbito normativo nada desdeñable. Nos referimos a la constitución económica, es decir, al conjunto de previsiones constitucionales que norman, condicionan y/o determinan las relaciones económicas, tanto públicas como privadas, y que supone, o debería suponer, el necesario sustento material de la efectividad de los derechos fundamentales, especialmente de los sociales (‍Gordillo Pérez, 2018: 165-‍171). Quizá por el carácter subalterno que esta «tercera» parte de la Constitución tiene para la mayoría de la doctrina, o quizá por la centralidad de la que sí disfrutan los derechos en el estudio académico de esta, lo cierto es que la «huida» a través de la internacionalización que han protagonizado los Estados se ha analizado, sobre todo, desde la óptica de la parte dogmática de las constituciones nacionales. En efecto, y es innegable, en los inicios del desencadenamiento de los poderes políticos nacionales en Europa se vieron afectados los propios derechos fundamentales, cuyas vulneraciones se beneficiaban en ocasiones de ámbitos de mayor flexibilidad, aunque el proceso de integración supo ir dotándose de los mecanismos de garantía adecuados para volver a atar al poder político. La progresiva constitucionalización de la Unión Europea (‍Menéndez Menéndez, 2010: 67-‍70), mediante el aumento de la codecisión parlamentaria y, sobre todo, la vinculatoriedad de una verdadera Carta de Derechos Fundamentales, ha dificultado en extremo la existencia de esferas de inculcación impunes, a pesar de que aún existen ámbitos muy reducidos donde la virtualidad de aquella constitucionalización sigue sin operar, como ocurre actualmente con el caso del MEDE (‍Moreno González, 2019a: 251-‍281).

Pero no es casualidad que tales ámbitos tengan una estrecha relación con el gobierno económico de la Unión, pues es en relación con esa constitución económica lato sensu donde hoy cobra mayor virtualidad la «huida», principalmente desde los nuevos instrumentos jurídicos aprobados al calor de la crisis económica y financiera a partir de 2009. Por ello, hemos de analizar antes que nada el propio engarce entre la constitución estatal y la integración supranacional para comprobar si, en lo económico, el proceso de «huida» que vamos a completar en las siguientes páginas tiene o no sustento normativo.

1. La insuficiencia de las cláusulas de apertura[Subir]

La visión kelseniana del derecho y el Estado sigue en buena medida presidiendo la doctrina constitucional, que tiende a ver cada sistema jurídico como autopoiético, esto es, como conjunto ordenado de jerarquías, principios y categorías con autonomía operacional, independiente y autónomo de la realidad que lo circunda y del resto de sistemas que lo rodean o acompañan desde el exterior (‍Muñoz Machado, 1980: 19-‍20). Por eso las cláusulas de apertura constitucional suponen un reto para la dogmática, en tanto en cuanto constituyen puertas de entrada a otros sistemas y de interrelación con otros ordenamientos, rompiendo el monopolio estatalista y jerárquicamente organizado que, en ocasiones y para fines didácticos o pedagógicos, nos gustaría seguir disfrutando y explicando. Este grado de complejidad añadido se vehicula, como no podía ser de otra manera, desde el interior de las normas constitucionales, ya que la apertura ordinamental que sirve a modo de gozne entre sistemas debe venir residenciada en el vértice de aquel, más cercano al principio democrático y que sirve de entrada al nuevo (‍Dahl, 1983: 95-‍108; ‍López Castillo, 1996). La apertura constitucional, que en algunas latitudes ha conseguido recientemente niveles asombrosos de refinamiento (‍Moreno González y Viciano Pastor, 2018: 165-‍198) tiene en Europa dos misiones fundamentales. Primero, servir como parámetro a partir del cual los sistemas nacionales de protección de derechos fundamentales se armonizan bajo los estándares mínimos del Consejo de Europa y el Tribunal Europeo de Estrasburgo, y, segundo, conseguir la habilitación constituyente/constitucional precisa para permitir al Estado su entrada e incorporación en el ordenamiento de la integración comunitaria. Lo que nos interesa aquí, siguiendo lo ya apuntado y la delimitación del objeto de estudio propuesta, es la segunda virtualidad de las cláusulas de apertura y en lo que se refiere, además, a la interrelación ordinamental que permiten en materia económica. Para ello hay que perfilar los contornos del art. 93 de la Constitución.

La cláusula española de apertura establece que, mediante ley orgánica, se podrán autorizar tratados internacionales para atribuir a una organización supranacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. La incidencia del ordenamiento europeo en el nacional es de tal manera sobresaliente que hoy es difícil distinguir dos esferas separadas o autónomas, afectando a casi la totalidad de los ámbitos legislativos la actividad desempeñada por las instituciones comunitarias. Ahora bien, desde un inicio las preocupaciones de esta interdependencia ordinamental giraron sobre tres grandes ámbitos (‍Pérez Tremps, 1994): los derechos fundamentales y su posible afectación; la distribución territorial de competencias, y más en un sistema políticamente descentralizado como el español, y la mutación producida en la constitución económica, sobre todo en el título VII («Economía y Hacienda»). La mayoría de la doctrina se centró en los dos primeros ámbitos de afectación, en los que prima la concepción del constitucionalismo y lo constitucional como artefactos de limitación y restricción del poder (constitución como norma fundamental de garantía, siguiendo la clásica denominación de ‍Fioravanti, 2016). Por el contrario, la constitución económica española, y muchas otras del resto de Estados europeos, dimana en su concreción de la fórmula del Estado social, solemnemente proclamada en el art. 1 del texto, lo que hace que en esta no impere esa concepción limitativa de control jurídico del poder político, sino de exploración de los cauces normativos a través de los cuales ese poder puede desplegarse con decisión y eficacia (siguiendo al autor italiano, constitución como norma política fundamental). Aquí la Constitución normativa se erige en impulsora de la acción política del poder, no en su camisa de fuerza, de lo que deriva, en consecuencia, su apertura jurídica solo determinable mediante la alternancia pluralista de la sociedad democrática que se pretende.

En este sentido, la afectación en términos globales de esos tres grandes ámbitos fue y es tan intensa que algunos autores calificaron la apertura del art. 93 como una «autorruptura» constitucional, equivalente para ellos a una reactivación constituyente o a una reforma constitucional (‍Rodríguez-Zapata y Pérez, 1981: 471-‍504; ‍Mangas Martín, 1987: 30). El Tribunal Constitucional no asumió esa tesis ni la creemos aquí jurídicamente fundada, pero sí puede sernos de cierta utilidad plástica el término «autorruptura», pues evidencia la profundidad de los cambios acaecidos (‍Muñoz Machado, 1993). Cambios que no se limitan a la incorporación inicial, puesto que para cada nuevo tratado de la Unión (Maastricht, Ámsterdam, Niza, Lisboa…) y para cada nueva ampliación (la última, la de Croacia en 2013) se ha precisado de la activación del art. 93; también para, como veremos, el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza, dada su entidad. Pues bien, de lo que se trata ahora es de dilucidar si, debido a la afectación global sobre el ordenamiento español y sobre la propia soberanía nacional, el mecanismo de anclaje que prevé ese precepto constitucional es o no suficiente desde el prisma político-democrático y jurídico-constitucional, ambos estrechamente imbricados, pero cuya división es heurísticamente útil para evitar la circularidad de los argumentos meramente procedimentales (‍Viciano Pastor, 2009: 95).

Desde el primer plano, el político-democrático, llama poderosamente la atención que la Constitución española solo exija la mayoría absoluta del parlamento (ley orgánica) cuando, para otras cuestiones sin duda de menor afectación, como la elección del Defensor del Pueblo o de los magistrados del Tribunal Constitucional, se exijan mayorías más reforzadas. Si la activación de la cláusula de apertura comporta una alteración sustancial del contenido constitucional, al permitir que este comience a diluirse en una organización supranacional, no es del todo entendible la «exigua» mayoría demandada (‍Escobar Hernández, 2006: 492), pudiendo haber sido lo óptimo prever una cualificada de 2/3 equiparable a la de la reforma constitucional (‍Mangas Martín, 2006: 540). Al menos, es verdad, el texto constitucional sí diferencia la previsión del art. 93 como cualificada respecto al resto de tratados internacionales del art. 94, pero hemos de tener en cuenta que la decisión de asumir un ordenamiento jurídico autónomo como cauce permanente de afectación del contenido constitucional representa, cuanto menos, una plasmación contundente de la función de indirizzo político (Mortati) de los poderes públicos, o incluso, en términos schmittianos, una verdadera decisión constitucional fundamental. Como dice Albertí Rovira, al final el 93 es «muy poco artículo para tan ingente función, que por esta razón se ha visto obligado a adquirir una densidad normativa tal que lo ha situado al borde del colapso», puesto que «resulta claramente insuficiente e insatisfactorio para hacer frente y dar respuesta adecuada a los retos y a los problemas que plantea la integración europea» (‍2006: 458).

Desde el segundo prisma, el puramente jurídico-constitucional, se ha de ver si la cesión de competencias, o de su ejercicio, puede habilitarse de una vez por todas o si desde que se produce tal cesión puede controlarse su posible extralimitación. Ahora no se denuncian los defectos en la legitimación democrática que activa la cláusula, sino la proyección en el tiempo y en el espacio de esa legitimación. Si leemos bien el art. 93 veremos que no se transfieren competencias, sino su ejercicio, con lo que la titularidad de estas queda irrevocablemente unida a un Estado que, en teoría, podría recuperarlas si así lo decidiera (‍Mangas Martín, 2006: 538). Recordemos que el Tratado de Lisboa ha incorporado el cauce jurídico necesario para la salida voluntaria de la Unión (art. 50 TUE), ya utilizado por el Reino Unido, y que la base normativa de la integración sigue siendo el compromiso internacional entre Estados. Es más, y como aclaró el Tribunal Constitucional, no solo se transfiere el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución, sino que, al mismo tiempo, y bajo el amparo del art. 93, se asumen una serie de compromisos jurídicos directos que se derivan de dicha cesión (DTC 1/92, que analizaremos después). En efecto, los tratados de la UE no son solo un catálogo de competencias y de órganos para su ejercicio, ya que preceptúan un sinfín de obligaciones y nuevas reglas en múltiples ámbitos, especialmente en el económico (prohibición de ayudas de Estado, normas de competencia…). La clave está en saber si esas competencias cuyo ejercicio se cede y esos compromisos que crean nuevos mecanismos y procedimientos son estáticos o dinámicos, es decir, si es posible desplegar la legitimidad de la activación del art. 93 sobre una «foto fija» de la Unión o si esta, por el contrario, se puede independizar de esa legítima atribución originaria. Desde luego el temor no es baladí, de ahí que todo el ordenamiento comunitario esté presidido por los principios de atribución de competencias, proporcionalidad y subsidiaridad. Pero que la UE esté constreñida por las competencias que expresamente le hayan atribuido los Estados en los tratados no es óbice para pensar que la cuestión se ha resuelto. El ordenamiento europeo es autónomo, tiene fuentes de creación normativas propias y distintos órganos de interpretación judicial sobre las normas derivadas, por lo que esa autonomía en el ejercicio de las competencias puede no casarse siempre con la explícita atribución encomendada. La preemption de los espacios normados por el derecho de la Unión, creado por órganos autónomos en los que ya no solo participan los Gobiernos estatales ni en los que rige el principio de la unanimidad, hace jurídicamente muy difícil el control de las posibles extralimitaciones de la atribución originaria. Incluso se ve la imposibilidad, en este punto, de aplicar el principio de estoppel (propio del derecho internacional) para integraciones supranacionales como la UE, pues no solo estaríamos hablando de que la autonomía del derecho europeo podría conllevar la aplicación de normas cuyo alcance y contenido no se esperaban como autorizados en la activación de la cláusula de apertura, sino también de la aprobación como obligación de elementos jurídicos contrarios directamente al sistema constitucional nacional (‍Bayón Mohíno, 2013: 70). Al verse alterado el sistema de fuentes desde unos centros de decisión y normatividad autónomos y propios, por muy habilitados originalmente que se encuentren por la constitución nacional, es muy difícil mantener dicha habilitación en toda la extensión del ejercicio de competencias atribuido, y más teniendo en cuenta que el que ordinariamente tiene la última palabra sobre el engarce entre ordenamientos jurídicos es un tribunal ajeno al marco institucional nacional, en este caso, el Tribunal de Justicia de la UE (‍López Basaguren, 2001: 2403-‍2424).

Ante la posibilidad de expansión autónoma del derecho comunitario es lógica la insistencia de los tratados de la Unión en el principio de subsidiaridad, elevado a criterio corrector de dicha tendencia y salvaguardia de la cesión original de competencias. Sin embargo, creemos que este no sirve y que constituye una verdadera tautología si pretende ser principio ordenador de competencias, puesto que nos dice que las decisiones y las normas han de adoptarse en el nivel territorial o competencial óptimo para los fines propuestos (‍Bayón Mohíno, 2013: 88-‍89), pero ¿cuál es ese nivel en cada caso concreto? Son múltiples las interpretaciones casuísticas que pueden querer derivarse de la subsidiaridad, sujetas a tan variados criterios (económicos, de oportunidad política…), que puede ser blandida, incluso, por quienes se muestran más partidarios de la expansión autónoma de las competencias europeas (‍Estella, 2002). Es más, al crear la integración un mercado único, donde las economías nacionales son interdependientes y donde su interrelación es un foco permanente de problemas y conflictos, la tendencia a interpretar la subsidiaridad a favor de centros normativos y economías de escala (neofuncionalismo) es en puridad consecuente si se quieren evitar externalidades e ineficiencias, como las denunciadas en torno a los procesos de dumping y competición a la baja.

Con todo, no estamos diciendo que las cláusulas de apertura que, como la española, contemplan buena parte de las constituciones de los Estados miembros sean completamente ineficaces o inservibles en su cometido. La fuerza constitucional del compromiso que con ellas se adquiere es evidente y no puede ser negada, pero desde los dos prismas analizados, desde el criterio democrático y el constitucional, sí pueden llegar a ser cláusulas sumamente insuficientes en cuanto a las exigencias que desde tales parámetros se imponen, como ocurre en el caso español.

III. LA SINGULAR HUIDA DEL TRATADO DE ESTABILIDAD, COORDINACIÓN Y GOBERNANZA[Subir]

En virtud de la Ley Orgánica 3/2012, de 25 de julio, las Cortes Generales autorizaron la ratificación por España, con base en el estudiado art. 93, del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza (TECG, en adelante), que entró en vigor el 1 de enero de 2013 con las notables ausencias del Reino Unido o la República Checa. El tratado respondía a la necesidad de que los Estados europeos, especialmente los integrantes de la última fase de la Unión Económica y Monetaria (UEM) que poseían ya una moneda única, articularan urgentemente instrumentos jurídicos para hacer frente a la crisis de deuda soberana que, por entonces, estaba comenzando a expandirse desde el foco griego y como consecuencia, paralela, de la propia crisis financiera internacional. El incremento exponencial del endeudamiento y de los correlativos niveles de déficit público, junto con la necesidad política de garantizar cierta seguridad para los mercados financieros, impulsó la rapidez de las respuestas acordadas, que en ocasiones no encontraron el acomodo jurídico adecuado. Ya se había reformado en parte el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y estaba a punto también de ratificarse el Mecanismo Europeo de Estabilidad, y es en ese contexto en el que el TECG surge y se aprueba. Pero lo hace no desde el seno del derecho comunitario y su arquitectura, sino como tratado internacional entre múltiples Estados europeos (‍Martín y Pérez de Nanclares, 2012: 397-‍431), miembros a su vez de la Unión, y con la pretensión de que su contenido se incorpore al acervo de la integración en un plazo máximo de cinco años desde su entrada en vigor (art. 16 TECG).

1. Las dos principales previsiones del Tratado[Subir]

Antes de nada hemos de aclarar cuál es la verdadera meta que pretende el tratado, que no es otra que la garantía del principio de estabilidad presupuestaria para sus Estados firmantes. Este principio determina la imposibilidad de que el Estado gaste más de lo que recauda, exigencia que se articula en torno a un objetivo periódico sujeto a una relación numérica o porcentual sobre el producto interior bruto (PIB). Es lo que la doctrina anglosajona denomina como golden rule, y cuya traducción exacta, «regla de oro», también ha tenido cierto predicamento en el mundo hispanohablante. Lo que se busca es evitar a limine los déficits públicos, estableciendo un estrecho margen referenciado al PIB, que en el caso del TECG se limita al 0,5 % de déficit estructural. El antiguo Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) y su Protocolo n.º 12 establecían un límite del 3 %, pero curiosamente se redujo también al 0,5 % estructural mediante su reforma de 2011 y la entrada en vigor del Reglamento 1175/2011, en cuyo art. 5 ya se habla de ese nuevo porcentaje, aunque como obligación mucho menos directa (en verdad, como referencia de los objetivos de consolidación presupuestaria a medio plazo). De esta aparente superposición deriva la alusión que el art. 3.1 del TECG hace a los mecanismos del PEC, lo que complejiza aún más el marco normativo de la estabilidad presupuestaria. Con el refuerzo de este principio, ya existente en el PEC, pero con un límite de déficit superior, lo que se buscaba era contener la espiral de endeudamiento y de déficits excesivos para controlar las cuentas públicas estatales y encauzarlas mediante lo que comenzó a denominarse, en la nueva terminología al uso, «consolidación fiscal».

Muy relacionada con esta limitación directa del déficit, que el tratado establece como obligación de derecho internacional, encontramos la segunda gran previsión y, también, la más novedosa, conocida y controvertida jurídicamente (‍Peers, 2012: 412; ‍Martín y Pérez de Nanclares, 2012: 408-‍411). El art. 3.2 establece que los Estados firmantes del tratado deben incorporar a sus ordenamientos jurídicos internos la regla de estabilidad presupuestaria, «mediante disposiciones que tengan fuerza vinculante y sean de carácter permanente, preferentemente de rango constitucional, o cuyo respeto y cumplimiento estén de otro modo plenamente garantizados a lo largo de los procedimientos presupuestarios nacionales». Y da de plazo un año desde la entrada en vigor del TECG para dicha incorporación, que se convierte, así, en una especie de transposición. Si en dicho plazo los Estados no han incorporado el mandato, la Comisión puede presentar un informe de evaluación de su cumplimiento (art. 8) que puede, a su vez, dar lugar a una intervención jurisdiccional del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), habilitado para sancionar al Estado incumplidor. Esta supervisión del Tribunal de Luxemburgo al menos está respaldada por el derecho originario, que sí permite que se le encomienden funciones parecidas de control sobre los compromisos de derecho internacional adquiridos entre los Estados miembros, aun los habidos al margen de la Unión (art. 273 TFUE).

Sobre la polémica transposición del mandato y la alteración del sistema de fuentes hablaremos con más detenimiento en el siguiente apartado, pero ahora podemos acercarnos a las cuestiones que el mismo precepto despierta en su propio tenor. En primer lugar, llama la atención la nota de permanencia que se le quiere otorgar a la disposición que recoja internamente la estabilidad presupuestaria, pues en teoría en democracia no puede haber normas «permanentes». Lo más parecido que encontramos en los sistemas constitucionales europeos son las famosas cláusulas pétreas o de eternidad, como las existentes en Alemania, Francia o Italia, pero vienen referidas a lo que el constituyente en su momento entendió como núcleo fundamental del orden político que instauraba, y, además, siguen pudiendo ser virtualmente modificadas o eliminadas por el ejercicio de ese mismo poder constituyente directo u originario. Segundo, las disposiciones de transposición a las que se refiere el TECG son caracterizadas como vinculantes para los procedimientos presupuestarios nacionales, es decir, situadas en un ámbito de indisponibilidad para estos. Sin embargo, hemos de recordar que los presupuestos estatales se vehiculan en una ley aprobada por el Parlamento y que solo puede coartar o canalizar la acción legislativa una norma con fuerza constitucional. ¿Cómo entonces dar pie a que, con el adverbio «preferentemente», no se sitúe la nueva vinculatoriedad en lo constitucional?

2. El engarce con la Constitución española mediante el artículo 93[Subir]

La ratificación del TECG, cuyas principales previsiones acabamos de analizar, provocó dudas en el propio Gobierno español sobre cómo debía relacionarse el nuevo tratado con el orden jurídico-constitucional interno. Por ello, solicitó al Consejo de Estado que en su dictamen también se pronunciase sobre si estábamos o no ante una cesión del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución y, por ende, si se necesitaba acudir a la vía del art. 93 CE. La cuestión es clave, ya que se trata de la elección misma del gozne o engarce constitucional que debe legitimar la apertura hacia el derecho internacional de nuestro ordenamiento y la consiguiente «internacionalización» de este, integral dada la afectación constitucional que comporta. La activación de esta cláusula de apertura era y es clara cuando de atribuir a la Unión Europea nuevas competencias se trata, pero ¿y cuándo el ejercicio de estas se vehicula en un tratado internacional que no crea órgano alguno y que es ajeno a la Unión? El Consejo de Estado recuerda en su dictamen (362/2012, BOE de 12 de abril) que, aunque el TECG recoja su intención de ser luego a sí mismo incorporado en el acervo comunitario (art. 16), aunque incluso establezca la obligación de que su articulado y las decisiones que de él se deriven han de respetar el derecho de la Unión (art. 2), sigue siendo, con todo, un tratado internacional que se ha aprobado por fuera de aquella organización. Y, sin embargo, termina recomendando la vía de aprobación del art. 93, finalmente la escogida, por vincular el TECG a, precisamente, las instituciones de la Unión. En efecto, en la medida en que, como hemos visto, el nuevo tratado encomienda funciones a las instituciones comunitarias (supervisión a la Comisión, cumplimiento jurisdiccional al TJUE), el supremo órgano consultivo del Gobierno entiende que se sigue cediendo el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución, tal y como son las comunitarias. El razonamiento, que pudiera parecer contradictorio con la primera premisa, es deudor, sin embargo, de la propia naturaleza problemática, y hasta contradictoria, del TECG examinado, lo que profundiza aún más las dudas constitucionales y democráticas en torno al alcance de las aplicaciones del art. 93. Dudas que se complejizan hasta extremos insospechados en el derecho histórico y comparado al incorporar el TECG el mandato de transponer, en normas preferentemente constitucionales o con fuerza vinculante sobre los procedimientos presupuestarios, el principio de estabilidad (art. 3.2).

De acuerdo con lo analizado, el objetivo fundamental de este último y polémico precepto solo puede darse si la incorporación que prevé en el ordenamiento nacional se hace sobre un marco jurídico con la suficiente fuerza normativa como para vincular, desde su indisponibilidad, a las leyes presupuestarias que se aprueben. Carecería de sentido que la singular «transposición» que contempla se hiciera en una norma del mismo rango que las leyes de presupuestos, puesto que cualquier ley posterior con idéntica naturaleza podría anular la previsión que pretende ser permanente. En el caso español ello solo puede darse desde la sede constitucional, pues el legislador únicamente puede estar restringido, limitado, por el texto fundamental como expresión del poder, político, que lo constituye. La previsión del tratado, para ser jurídicamente eficaz en el ordenamiento español, necesitaría, pues, de esa constitucionalización. Lo curioso al respecto del caso patrio es que tal incorporación en sede constitucional ya se había realizado antes de la firma y de la entrada en vigor del tratado, con la reforma del art. 135 de la Constitución en el verano de 2011. Este proceso de reforma, criticado por parte de la doctrina también por motivos jurídico-procedimentales (‍Ridaura Martínez, 2012: 237-‍260), siguió, así, la senda impulsada por la reforma constitucional alemana de 2009 (‍Arroyo Gil y Giménez Sánchez, 2013: 149-‍188) e introdujo en la norma suprema el principio de estabilidad presupuestaria, referenciándolo a lo establecido en la Unión Europea. De suerte tal que el tratado en este punto ya se cumplía con anterioridad a su propia existencia, algo que después de entrar en vigor corroboró la Comisión en su informe sobre el grado de acatamiento del art. 3.2 (Report 1201, 2017). El Consejo de Estado, por su parte, dio también cuenta de esa realidad en la consideración tercera de su dictamen, al establecer que la reforma constitucional del art. 135 constituye «el basamento de la incorporación al Derecho interno español de las normas incluidas en el TECG a través de disposiciones de rango constitucional». Más allá de la afectación general que la institucionalización de la estabilidad presupuestaria tiene para el conjunto de la constitución económica del Estado social, incluida su juridificación internacional, pareciera que en este punto, al cumplir con anterioridad ya el mandato del TECG, no se suscitaría controversia jurídica alguna. Y nada más lejos de ese optimismo, porque el tratado, al ser un instrumento de derecho internacional «ajeno» a la lógica interna española, puede seguir desplegando efectos en sede de reforma constitucional (arts. 167 y 168 CE).

¿Qué ocurriría si el poder de reforma decidiera suprimir la estabilidad presupuestaria del art. 135 o modificarlo de tal manera que se incumpliera el mandato del TECG? En este sentido el Tribunal Constitucional ya aclaró que ningún compromiso internacional, ni siquiera los celebrados con la habilitación del art. 93, puede conllevar obligaciones de reforma constitucional. En la Declaración 1/1992, de 1 de julio, emitida sobre la adaptación del Tratado de Maastricht a la Constitución, determinó que «el poder de revisión constitucional no es una “competencia” cuyo ejercicio sea susceptible de cesión». La norma fundamental, simplemente, «no admite ser reformada por otro cauce que no sea el de su Título X». El art. 93 no otorga naturaleza constitucional a la normativa comunitaria ni, por ende en este caso, tampoco al derecho internacional ratificado bajo su amparo (STC 28/1991, FJ 4). A pesar de la fuerza que pueda cobrar el nuevo ordenamiento que con la activación de la cláusula comienza a operar en el derecho interno, interrelacionado con él, la «autorruptura» no puede llegar a tal grado que sea equiparable a la revisión constitucional, como ya adelantamos y se ha analizado ampliamente (in toto, ‍López Castillo, 1996; ‍1998: 190-‍195; ‍2004: 433-‍436). Durante el proceso constituyente, en el borrador del art. 55.3 del anteproyecto, se contempló la posibilidad de que se ratificaran tratados internacionales contrarios a las previsiones constitucionales si eran apoyados por las mismas mayorías parlamentarias necesarias para la reforma del texto fundamental, siguiendo el ejemplo ya referido del art. 91.3 de la Constitución holandesa, pero fue finalmente rechazada. Por tanto, al no poder disponerse por ningún tratado internacional, ni siquiera por los de la vía del art. 93, del poder de reforma constitucional, la previsión del TECG debe entenderse como contraria a la norma normarum española o, como mínimo, carente de eficacia jurídica si aquella es respetada en su naturaleza suprema.

He aquí el verdadero núcleo más controvertido de la «huida» que se materializa en el TECG. La afectación en el nivel constitucional que provoca una desaforada concepción expansiva del derecho internacional, y que se aplica especialmente, como analizaremos a continuación, sobre la constitución económica del Estado social, llega en el TECG al cénit de sus pretensiones. Ya no es solo que la distribución interna de competencias o que algunos mecanismos de intervención estatal en la economía se modulen o vacíen como consecuencia de la aplicación preferente de tratados internacionales que utilizan el engarce del art. 93, sino que estamos ante un compromiso intergubernamental que, intentándose servir de esa previsión y sus pocas capacidades de control, obliga nada más y nada menos que a la asunción constitucional de un determinado principio. Si no se ha hecho todavía, se ha de reformar la Constitución; si ya se ha realizado, como en el caso de España, su anulación por el poder de reforma sería contraria al tratado y podría conllevar responsabilidades internacionales. Y estas no son las comunes que prevé el Convenio de Viena sobre Derecho de los Tratados, pues hay que recordar que el TECG habilita al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, utilizando un precepto del Tratado de Funcionamiento que así lo permite (art. 273 TFUE), la fiscalización del grado de cumplimiento de la sui generis transposición. Es decir, una norma convencional de derecho internacional se aprovecha de una pasarela comunitaria para ganar la coercitividad de la que carece por sí misma y que solo puede garantizársela un ordenamiento, el comunitario, que goza de primacía y que posee medios jurisdiccionales propios para hacer cumplir sus normas. La «huida» que produce esta internacionalización respecto de la democracia constitucional estatal llega a afectar, por tanto, a los procedimientos mismos con los que dicho sistema se protege tras el principio democrático (los de reforma constitucional). La alteración del sistema de fuentes, al intentar erigirse un tratado internacional en norma vinculante para la propia Constitución, alcanza un grado sumamente difícil de justificar desde los prismas democrático y constitucional.

De este modo es más comprensible lo que algunos autores franceses (‍Baudu, 2009: 177-‍200) evidencian sobre el comportamiento de su país ante el TECG, ya que fue, junto con Alemania, uno de los más interesados en sacar adelante el nuevo compromiso. Es precisamente con el caso francés donde podemos extraer el ejemplo más ilustrativo de una utilización hiperbólica del derecho internacional para fines de naturaleza constitucional que no le corresponden, pues ese impulso de la república gala para con el tratado se explica en buena medida debido al fracaso de las iniciativas de reforma constitucional para institucionalizar plenamente la estabilidad presupuestaria que el Gobierno de entonces, con su presidente a la cabeza, intentó. En 2008 sí se había conseguido reformar el art. 34 de la Constitución francesa con el objetivo de consagrar la estabilidad presupuestaria, pero las reticencias parlamentarias fueron tan fuertes que finalmente el nuevo precepto apenas incorporó novedades sustantivas y, sobre todo, resultó enseguida abiertamente ineficaz para garantizar el principio sobre los procedimientos presupuestarios anuales (‍Pierre-Caps, 2012: 91-‍130). La frustración por la tímida reforma conseguida, y los nuevos intentos sin éxito que le siguieron para reforzarla, hicieron que el Gobierno viera una oportunidad en el TECG como instrumento mediante el cual sortear el rechazo político interno y, sobre todo, la necesidad de conseguir el consenso necesario como para reformar de nuevo el texto siguiendo los procedimientos constitucionalmente establecidos (‍Ruiz Ruiz y Sánchez Navarro, 2012: 219-‍236). Pretender cambiar la Constitución desde un derecho internacional de base intergubernamental, situado por fuera tanto de la propia Constitución como de la Unión Europea, para institucionalizar la estabilidad presupuestaria y conseguir así una alta afectación sobre la constitución económica interna: he aquí el summum de lo que venimos denominando «huida»; una huida que, además, no se agota en el marco constitucional, sino que opera también respecto al de la Unión Europea.

IV. LA AFECTACIÓN DE LA INTERNACIONALIZACIÓN EUROPEA EN LA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA NACIONAL[Subir]

La constitución económica es, junto con los derechos fundamentales y la distribución interna de competencias y poderes, uno de los ámbitos más afectados, como decíamos, por la integración supranacional activada desde la internacionalización que permiten las controvertidas cláusulas de apertura estudiadas. Dos son, principalmente, los conjuntos de características que singularizan la problemática constitucional y democrática de su afectación y que cobran especial relevancia analítica de cara al estudio de la «huida» que provoca su mutación y que se ha visto, hoy por hoy, reforzada en virtud del TECG. El primero de ellos es el referido a la naturaleza misma de la constitución económica estatal, caracterizada por su vinculación al Estado social y su apertura pluralista; el segundo es el que gira en torno a los caracteres definidores del modelo económico europeo, dimanantes de una defensa monista del orden de competencia. Analicémoslos.

En primer lugar, la constitución económica española es deudora del Estado social que proclama el texto fundamental en su primer artículo, al que concreta e intenta servir de soporte material. Y es que no puede entenderse el articulado económico sin el carácter proyectivo de la adjetivación social del Estado, que atraviesa todos los mecanismos e instrumentos diseñados por la Constitución para regular el fenómeno económico. Dicha adjetivación implica un cambio de paradigmas respecto al constitucionalismo meramente liberal, haciendo de su artefacto principal, la Constitución, el centro de imputación normativo desde el que se puede intervenir en el conjunto de las relaciones económicas, tanto privadas como públicas. El Estado social mandata esa intervención para perseguir los ideales de igualdad y justicia, que no se quedarían en esta fórmula en proclamas formalistas, sino en criterios-guía que inciden en el carácter material, sustantivo, de su efectividad y que son vehiculados en todo momento por la solidaridad (‍De Cabo, 2006). La constitución económica del Welfare State, al insertarse en el contexto de una constitución normativa también heredera del liberalismo y de sus pretensiones de limitación jurídica del poder, crea cierta tensión entre unas potencialidades transformadoras e intervencionistas, por un lado, y la necesidad de mantener al poder político sometido a un control predeterminado, por otro. Tensión nuevamente entre lo político-democrático y lo jurídico-constitucional que converge en la democracia constitucional y cuya resolución definitiva sería, a su vez, inconstitucional y antidemocrática. En efecto, la democracia constitucional y su trasunto económico, la constitución económica del Estado social, pueden describirse metafóricamente como la eterna «lucha heraclitiana» de contrarios, en el que ninguno de los polos opuestos puede vencer al contrario, solo debilitarlo. Y no hablamos únicamente de los deseos de limitación que acompañan al liberalismo subyacente en lo constitucional, sino de la esencia misma, contradictoria, de la constitución económica social. Porque, y huelga recordarlo, aun en los Estados sociales constitucionalmente más avanzados, las disposiciones intervencionistas o los mecanismos de redistribución de la riqueza han de convivir con el reconocimiento, también constitucional, de la economía de mercado y del derecho a la propiedad privada. Este conjunto de contrarios puede encontrarse fácilmente en las disposiciones económicas del texto español, pues si, por un lado, tenemos la garantía del sistema económico de libre mercado (art. 38 CE), el reconocimiento del derecho a la propiedad privada y el aseguramiento de una indemnización caso de expropiación (art. 33 CE), por otro, podemos distinguir, ex art. 128 CE, la subordinación de toda la riqueza al interés general, la iniciativa económica pública y la posibilidad de reservas, ex art. 131 CE la planificación indicativa, y, cómo no, la redistribución vía impositiva (art. 31 CE). La diferencia en el tratamiento normativo de ambos conjuntos es que el primero es de contenido obligatorio, mientras que el segundo está compuesto por mecanismos en su mayoría potestativos que pueden ser activados solo si la mayoría política de turno así lo desea y realiza (‍Albertí Rovira, 2012: 77-‍105). Una consideración relevante, en tanto en cuanto la Constitución no permite que la posible radicalización del carácter socializante de los mecanismos de intervención estatal en la economía acabe menoscabando los elementos definidores del libre mercado ni del sistema de competencia privada. Tampoco al contrario, pues si bien los instrumentos constitucionales de intervención son potestativos, recordemos que la adjetivación social de nuestro Estado no es una mera proclama formalista, puesto que está dotada autónomamente de fuerza normativa (‍De Juan, 1984).

Es en el juego intermedio, en el amplio abanico que sí permite la Constitución de 1978, donde ha de operar el pluralismo político, que es a su vez expresión del conjunto alternativo de preferencias económicas de la ciudadanía. Medidas más o menos socializantes, más o menos liberales, pero nunca lo excesivamente «extremas» como para anular la fuerza pasiva de resistencia que muestran cada una de las dos alternativas. De ahí lo heraclitiano de la lucha, esa imposibilidad jurídico-constitucional de que uno de los dos venza y que constituye el telón de fondo de la alternancia de las preferencias sociales y del pluralismo político.

Asimismo, la apertura de la constitución económica se ve reforzada por la ambigüedad e intrínseca y redundante apertura de muchos de sus preceptos, que deben ser concretados en sede legislativa para dilucidar su verdadero alcance (‍Herrero de Miñón, 1999: 11-‍32). Desde el carácter progresivo y no confiscatorio de los tributos (art. 31.1 CE) a la nota de esencialidad de los sectores que pueden ser reservados para lo público (art. 128.2 CE), pasando por el mandato de la «asignación equitativa de los recursos públicos» (art. 31.2 CE), se muestra ante el legislador un margen de posibilidades que inciden en el carácter no cerrado de la constitución económica española (‍Moreno González, 2017a: 117-‍156). Y un legislador que no es una entidad ontológica monolítica como se dejaría desprender de ingenuas lecturas de los manuales de derecho constitucional, sino que es o debería ser la viva imagen, la traslación misma, de la cambiante y mudable voluntad popular. La representación parlamentaria de esta y el ejercicio gubernamental del poder que de ella se deriva no tendrían solo ante sí la posibilidad de activar, o de no acudir a ellos, los mecanismos de intervención que la Constitución les ofrece, sino también de concretar legislativamente los mandatos y preceptos constitucionales que en lo tocante a la regulación económica muestran una buscada apertura. Y aunque esta realidad es común al resto de constituciones económicas sociales heredadas de la segunda posguerra mundial en Europa, quizá se acentúa en el caso español por la especificidad de su proceso constituyente, en el que abundaron «compromisos apócrifos» no solo en lo territorial, como no cesa de repetirse, sino también en lo económico (‍Herrero de Miñón, 1979). Buena cuenta de ello lo da, por ejemplo, la inclusión en el texto constitucional de la posibilidad de la planificación económica, mecanismo que no se concreta y que solo desde una interpretación sistemática de la Constitución y de los dos bloques de contrarios puede llegar a dilucidarse su alcance.

Sobre la apertura pluralista de esta constitución económica estatal opera y se erige, en segundo lugar, el conjunto de caracteres del modelo económico de la Unión Europea. La integración europea es, ante todo y antes que todo, una integración económica que tiene como finalidad principal la consecución de un mercado único, desde el que luego se han ido desprendiendo una serie de problemáticas, retos y dificultades que han hecho ampliar los objetivos e intereses comunitarios (‍Haas, 2008). A modo de ejemplo, es palmaria la vinculación entre la necesidad de un espacio de libertad, seguridad y justicia y los problemas jurídicos derivados de las libertades económicas de establecimiento y circulación de trabajadores, o entre la libertad de capitales y la necesidad de articular una mínima armonización financiera y unas entidades comunes de supervisión (‍Poiares Maduro, 2002: 23). Al ser de tan alta intensidad y escala el objetivo principal, y tan pocas y reducidas en un inicio las competencias atribuidas para conseguirlo, no nos puede extrañar la expansión constante del ámbito de actuación comunitario, tanto por la reforma de los tratados y las nuevas competencias cedidas por los Estados como por la propia acción de un ordenamiento jurídico que enseguida se consideró a sí mismo como autónomo. El papel jugado por el Tribunal de Justicia en la historia de la integración desde sus inicios es central al haber rellenado él, con sus decisiones, esa asimetría entre competencias reducidas y amplios objetivos, y al haber establecido de entre estos últimos como prioritario el de la consecución del mercado único presidido por el principio de competencia («una economía social de mercado altamente competitiva», como reza el art. 3.3 TUE). Esta centralidad del elemento de mercado, que ha sido duramente criticada por una parte de la doctrina al obviar consideraciones sociales que atenúen sus externalidades negativas, conlleva que la afectación comunitaria de la constitución económica estatal sea particularmente incidente (‍Moreno González, 2019a: 791-‍811). Al ser tan abierta, la lucha de contrarios puede verse anulada o superada, dependiendo de los caracteres esenciales del nuevo ordenamiento europeo que, en virtud de la cláusula del art. 93, comienzan a desplegar su eficacia. ¿Cuáles son, pues, esos caracteres?

1. El nuevo monismo económico de la UE: la estabilidad presupuestaria como camisa de fuerza sobre un orden de competencia[Subir]

A pesar de que los tratados acojan la fórmula de la economía social de mercado (ESM, en adelante) y que esta pueda parecerse semánticamente a la del Estado social estatal, lo cierto es que aquella trasluce un entramado normativo bien diferente al de este último. La ESM hunde sus raíces teóricas en el ordoliberalismo alemán de posguerra, como ya ha sido ampliamente analizado (‍Bonefeld, 2012: 633-‍656; ‍Joerges, 2016: 242-‍261; ‍Gordillo Pérez, 2018: 249-‍283; ‍Moreno González, 2019b: 791-‍811), y en sus presupuestos teóricos lo social siempre queda subordinado, a pesar de su adjetivación, a las necesidades impuestas por las políticas de mercado (conformidad de mercado, en la jerga ordoliberal). Lo social, desde su subordinación, no habilita como en la formulación estatal a una intervención económica que busque ideales de justicia o igualdad, que redistribuya la riqueza, sino que sirve únicamente de parámetro amortiguador de las consecuencias más gravosas que la competencia puede conllevar para el orden social. El reconocimiento de esta fórmula en los tratados no es baladí, pues, aun careciendo de una destacable fuerza normativa propia, sí enuncia a la perfección la esencia del modelo comunitario que se ha querido establecer para el elemento económico, central en la construcción de la integración. Y este modelo no está caracterizado por la apertura pluralista que posibilite la alternancia de visiones socioeconómicas, sino por un monismo liberal en el que esa conformidad de mercado determina apriorísticamente las opciones de política económica. Dos son, principalmente, los principios que presiden dicho monismo europeo: el de competencia y el de estabilidad presupuestaria. El segundo principio, completado con el TECG, opera sobre el primero y es en su convergencia con este donde produce los efectos más incisivos en la constitución económica nacional.

En cuanto al principio de competencia, la integración ha seguido un criterio-guía de market building en el que se ha dotado de instrumentos para laminar todo aquello que se entendía contrario a la nivelación de la intervención pública en la economía con la competencia privada. Sometimiento de la iniciativa económica pública a las normas de competencia privada, prohibición de ayudas de Estado, liberalización de servicios y las cuatro grandes libertades han sido los puntales principales del orden de competencia que se quería instaurar. Esa nivelación ha supuesto una «integración negativa» en la que la prioridad residía no en la construcción de una unidad fiscal, presupuestaria o social común, sino en la eliminación de todas las barreras que se consideraban como obstáculos para la liberalización. Las libertades económicas fundamentales (de capitales, bienes, servicios y trabajadores), cuya nota de «fundamentalidad» nos recuerda precisamente a la categoría constitucional de los derechos subjetivos, se han erigido en motores de nivelación que han acercado las posiciones públicas a las privadas, dotando a las últimas de renovadas protecciones. En este proceso ha sido esencial la subjetividad que los tratados y el propio TJUE les han concedido a las previsiones económicas del derecho comunitario, dado que muchos de sus principios vertebradores, como el de reconocimiento mutuo, se han impulsado desde la acción particular ante el Tribunal de Luxemburgo (STJUE Cassis de Dijon, de 1979, Dassonville, de 1974…). La acción niveladora fue sobre todo en las primeras décadas del proceso una labor titánica que asumieron casi íntegramente la Comisión y el TJUE, dos instancias desde las que se supervisó a los Estados para que no impusieran ya no solo obstáculos cuantitativos al comercio intracomunitario, sino sobre todo «medidas de efecto equivalente». La prohibición de estas en los arts. 29 y 30 del antiguo Tratado de la Comunidad Europea (hoy 35 y 36 del TFUE) y la subjetividad que adquirió la previsión posibilitaron una acción constante y contundente para evitar las intervenciones del Estado en la economía a fin de salvaguardar el progresivo afianzamiento del mercado común (‍Lasa López, 2012). Unido ello al principio de reconocimiento mutuo ya aludido, que posibilita que cualquier mercancía lato sensu que se produzca y comercialice en un Estado miembro pueda hacerlo en el resto sin ningún obstáculo, no fue difícil que fueran surgiendo procesos de dumping y competición a la baja. Estos podrían haber sido atenuados por la estructura europea si hubiera tenido, a su vez, mecanismos de «integración positiva» para hacerlo, algo de lo que careció durante décadas y en buena medida sigue careciendo hoy en los planos fiscal y social. El sesgo de la conformidad de mercado de raíz ordoliberal, que tiende a evitar la intervención estatal en la economía que sí permitía y hasta alentaba el Estado social, es, por tanto, uno de los caracteres definidores del modelo comunitario en cuanto a su afectación sobre la constitución económica nacional (‍Maestro Buelga, 2002: 33-‍112; ‍2007, 43-‍73).

Respecto al segundo principio que vertebra el monismo que estamos describiendo, el de estabilidad presupuestaria, se ha de apuntar antes que, a diferencia del principio vertebrador de competencia, presente desde el origen en la esencia misma de la integración europea, el de estabilidad ha tardado en consolidarse jurídicamente y ha tenido una evolución ciertamente procelosa hasta el cénit alcanzado con el TECG aquí analizado. Si bien este principio, deudor en sus fundamentos teóricos de la economía constitucional, estaba presente desde Maastricht (1992) y desde la firma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (1997) con el límite del 3 % sobre el PIB, los débiles instrumentos de coerción que acompañaban, unidos a la subordinación de su posible efectividad a los intereses discrecionales de la Realpolitik de las grandes potencias continentales, lo hacían virtualmente ineficaz y carente de fuerza normativa. Recordemos en este sentido los flagrantes incumplimientos de Francia y Alemania, que resultaron impunes y que, además, impulsaron una reforma aún más flexibilizadora de la vinculatoriedad del principio, o la falsedad notoria de las cuentas públicas de Grecia en su incorporación a la moneda única (‍Morris et al., 2006).

Con ocasión de la crisis financiera y económica internacional, la Unión Europea se dispuso a partir de 2009 a reforzar el PEC y el principio de estabilidad presupuestaria, adoptando principalmente tres instrumentos (‍Menéndez Menéndez, 2012b): una reforma del PEC para aumentar su vinculatoriedad (PEC revisado), el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) y el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza (TECG).

Los tres instrumentos se interrelacionan hasta hacerse mutuamente dependientes. La estricta condicionalidad que el MEDE impone a través de los MoU (Memorándum of Understanding) debe reflejar las decisiones y marcos establecidos en los procedimientos del PEC revisado (Semestre Europeo), y para poder acceder a la asistencia financiera del fondo de rescate el Estado debe haber firmado previamente el TECG, que se convierte, así, en condición sine qua non para el desenvolvimiento del nuevo gobierno económico de la Unión; sin ser parte, curiosamente, ni de su estructura ni de su derecho originario. Mediante esta acción conjunta, que provoca, no obstante, solapamientos inasumibles desde la óptica de la seguridad jurídica y un grado de complejidad altamente indeseable desde la perspectiva democrática, los Estados europeos, especialmente los de la Eurozona, han reforzado la efectividad de la estabilidad presupuestaria hasta convertirla, ahora ya sí, en el otro gran principio, junto con el de competencia, que caracteriza un nuevo monismo que afecta, de manera intensa, al pluralismo de la apertura constitucional del Estado social español y europeo. ¿De dónde se deriva ese carácter antipluralista de la estabilidad presupuestaria para con las (abiertas) constituciones económicas estatales? Precisamente de su convergencia con el anterior principio de competencia, de su misma incardinación en el contexto general del esquema económico juridificado en la UE.

En efecto, la estabilidad presupuestaria que consolida el TECG no es, per se, lesiva ni limitativa de las potencialidades del Estado social. Incluso analizada de manera aislada, sin el contexto normativo en el que pueda operar, puede considerarse como funcional al mantenimiento de una adjetivación social del Estado que sea sostenible y que pueda afianzarse en el tiempo. Además solucionaría, en este sentido, la cuestión democrática esencial que subyace en el sobreendeudamiento y en los déficits excesivos, pues estos son imputados en muchos casos a una generación concreta y, sin embargo, deben ser costeados por unas generaciones venideras y futuras que no han participado, ni podido participar, de sus causas. La temporalidad de lo presupuestario afecta directamente a la noción jeffersoniana del sujeto soberano y su falta de permanencia en el tiempo, cuestión esta que la economía constitucional sí ha estudiado con denuedo y, creemos, mayor acierto (in toto, ‍Buchanan, 2009; ‍Moreno González, 2017b: 57-‍88).

La golden rule no implica en sí misma un recorte de las prestaciones y derechos sociales ni una reducción del margen redistributivo del Estado, puesto que la exigencia de equilibrio presupuestario (limitación del déficit público) podría conseguirse en todo momento mediante la elevación de la presión impositiva. Sin necesidad de acudir a los mercados de deuda, o acudiendo a ellos de forma muy moderada y dentro de los estrechos márgenes que suele dejar la regla de estabilidad, el Estado podría seguir usando su discrecionalidad fiscal sin obstáculo alguno para mantener las necesidades presupuestarias del Estado social, e incluso incrementarlas. Ahora bien, el concurso de la «integración negativa» del orden de competencia europeo con las reglas de estabilidad presupuestaria analizadas, sin que a su vez exista una «integración positiva» en materia fiscal, es lo que convierte al principio teorizado por la economía constitucional en una verdadera camisa de fuerza para los mecanismos interventores y las potencialidades de la constitución económica del Estado social (‍Menéndez Menéndez, 2015: 189-‍219).

El incremento impositivo, sobre todo sobre el capital acumulado, que es el que detenta la mayor parte de la riqueza (‍Piketty, 2014), se hace hoy en Europa especialmente difícil para los Estados por la garantía de la libertad de capitales, jurídicamente considerada como «libertad económica fundamental», y la ausencia, al mismo tiempo, de tributos comunes, directos, de la UE. Si el Estado quiere mantener el nivel de prestaciones exigido por el Estado social, o aprobar políticas de expansión de gasto de corte keynesiano, se ve casi obligado a acudir al endeudamiento en tanto en cuanto la subida de impuestos estatales puede provocar un desplazamiento masivo de los sujetos pasivos; desplazamiento, además, totalmente legal y jurídicamente adecuado de conformidad con el derecho europeo. Pero esa otra opción abierta, la del endeudamiento ante la imposibilidad fáctica de aumentar las exacciones sobre el capital, se ve ahora cercenada como consecuencia de la mayor vinculatoriedad con que la «tríada de mecanismos» ha conseguido dotar a las reglas de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera. A ello hemos de sumarle que los Estados también han perdido capacidad discrecional de respuesta económica y de activación de sus instrumentos de intervención (iniciativa económica pública, reservas…, v. g.), nivelados por el derecho europeo de competencia e insertos en un contexto normativo que reduce o restringe sus tradicionales potestades. Así, la crisis fiscal del Estado se agrava y encuentra como única salida la reducción del gasto y las inversiones públicas.

La unión del criterio predominante del orden de competencia, con todo lo que comporta, y un principio de estabilidad presupuestaria consolidado en la «huida» del TECG y que opera sobre aquel orden sin integración positiva en materia fiscal, es lo que constituye el nuevo monismo económico europeo. Este, al aplicarse con primacía sobre el ordenamiento español ex art. 93 CE, y sobre el resto de ordenamientos estatales, afecta particularmente a la apertura de posibilidades de la constitución económica del Estado social, pues menoscaba uno de los conjuntos de contrarios analizados, el potestativo-intervencionista, atenuándolo hasta niveles de difícil o excepcional utilidad. El amplio abanico que abrían los mecanismos de intervención estatal en la economía para afianzar las metas del Estado social se cierra conforme la internacionalización europea permea el derecho nacional. La estabilidad presupuestaria al menos sí encuentra una puerta de entrada directa mediante la reforma del art. 135 CE, que otorga fuerza y legitimidad constitucional a la transmisión europea de la concreción de la regla, pero sus efectos integrales sobre la constitución económica española, por operar en el más amplio contexto normativo de competencia descrito, no vienen siquiera contemplados como posibilidad por dicha reforma.

Este monismo congela la «lucha de contrarios» heraclitiana que habíamos utilizado metafóricamente para describir la constitución económica del Estado social, y atenúa sobremanera sus potencialidades más interventoras. Los preceptos económicos de la Constitución sufren, así, una «mutación» que, bien los vacía de efectividad, bien desactiva su carácter potestativo. El mínimum obligatorio y vinculante que garantiza una economía de mercado como definidor del sistema económico general cobra así renovada importancia y consigue una mayor protección, pues ya no tiene que servir de baluarte frente a las posibles invasiones que en su campo los instrumentos del Estado social podían efectuar. Esta «mutación» a favor de un monismo económico de competencia y estabilidad presupuestaria, que sustituye o al menos incide en la apertura pluralista de la constitución económica, provoca, en definitiva, dos grandes desafíos, desde el punto de vista tanto constitucional como democrático.

Desde el primero, porque se pone en entredicho la normatividad de un conjunto nada despreciable de preceptos constitucionales, cuya subalternidad en la academia y en su transmisión educativa ahora sí encuentra cierta justificación al verse trasladada a una correspondiente subalternidad jurídica. La pérdida de normatividad del texto fundamental implica, consecuentemente, un menoscabo de la fuerza política subyacente y depositada por la voluntad del poder constituyente, que ve cómo sus intenciones y deseos se sortean o anulan por la acción interventora, discordante, del derecho internacional entendido como «huida» de los corsés garantistas del constitucionalismo estatal, algo que es particularmente llamativo en el TECG.

Desde el prisma democrático, por último, esa puesta en cuestión de la voluntad constituyente conlleva una afectación sustantiva del fundamento de legitimidad de la democracia constitucional, que es tal por la voluntad del pueblo soberano. Al mismo tiempo, al sustituir el monismo europeo al pluralismo estatal en la constitución económica, se reducen en exceso los márgenes de actuación del pluralismo político, que lo es también en tanto que refleja diversas opciones de política económica (in toto, ‍Menéndez Menéndez, 2012a: 41-‍98). Al quedar estas congeladas, o sumamente reducidas, posibilidades más interventoras o más redistributivas quedan al margen y se sustraen del debate político ordinario por su imposibilidad misma, lo que empobrece los horizontes de acción del propio demos por un exceso, quizá asfixiante, de nomos.

V. CONSIDERACIONES FINALES[Subir]

La racionalización del poder político tras su despersonalización contemporánea es el gran objetivo no ya solo del constitucionalismo, sino de la totalidad del derecho. Un poder abstracto que se condensó al principio, como bien nos describió Tocqueville, en las fronteras del Estado nación decimonónico, culmen hegeliano de lo político, y que poco a poco se fue consiguiendo canalizar. La larga lucha por su control protagonizó los esfuerzos de un liberalismo que, progresivamente, fue uniéndose con el ideario democrático hasta alcanzarse, no sin esfuerzos, el paradigma de la democracia constitucional. Esta fórmula agrupa en su seno un conjunto de tensiones que la atraviesan y en torno a las cuales el pluralismo político opera, restringiendo o ampliando la acción interventora del poder. Tal dinamismo se funda y alienta desde el principio de legitimidad democrática que tiene una plasmación esencial en las políticas económicas como expresión de su concreción constante. De ahí que a la democracia constitucional se le sumasen el Estado social y su constitución económica para, aprovechando ambos la fuerza normativa conseguida en la segunda posguerra mundial, ampliar el margen de posibilidades de lo democrático y explorar nuevos cauces de juridificación. Lo político se constitucionalizó y limitó, aun teniéndose que aumentar la potencialidad interventora de su acción por mor de las nuevas exigencias y prestaciones sociales. Este ideal-tipo de lo estatal racional-normativo, siguiendo el popular término de García-Pelayo, comenzó a entrar en crisis con el espectacular incremento del proceso globalizador a principios, sobre todo, de los setenta. Este no se debe únicamente a la interdependencia global de la concertación económica, puesto que el marco jurídico que comienzan a desplegar los Estados en el plano internacional es condición de necesidad de aquella, a la que le dota de seguridad jurídica y de cierta institucionalización.

El poder político al que la democracia constitucional había conseguido controlar encuentra aquí una oportunidad para liberarse de las férreas cadenas de lo jurídico, y empieza a hipertrofiar la fuerza del derecho internacional, en el que además son los Gobiernos los protagonistas frente a las instituciones parlamentarias (‍Ragone, 2020). Las cláusulas de apertura ordinamental, como la que se establece en el art. 93 de la Constitución española, le sirven de palanca para crear espacios de decisión ajenos a la lógica de los límites, constituyendo el paradigma de este proceso la integración europea, en la que los tratados internacionales sirven de base misma para una singular comunidad de derecho. Con todo, esta consigue también ir constitucionalizándose al afianzar los procedimientos democráticos en su seno, sobre todo a través del coprotagonismo del Parlamento europeo, y al dotarse de las categorías propias del Estado de derecho contemporáneo, como una Carta de Derechos Fundamentales. Y aun así la integración conlleva en su interior un cambio de prioridades jurídico-políticas que le permiten afectar, desde el inicio y con gran incidencia, a las constituciones económicas estatales. Empero, el ímpetu de lo político por evadir lo constitucional a través de la «huida» internacional no ha cejado, y hemos podido comprobar cómo se ha intensificado esa afectación con el refuerzo del principio de estabilidad presupuestaria, que, al operar sobre el previo orden europeo de competencia, proyecta un condicionamiento limitativo en la apertura del Estado social. El Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza constituye el cénit de esa intencionalidad de evasión por partida doble, pues no solo utiliza la cláusula de apertura española y su débil capacidad de control, sino que él mismo se sitúa conscientemente por fuera de la Unión Europea y su estructura cuasiconstitucional. Si no se conseguía la unanimidad entre todos los Estados para aprobar sus previsiones en el marco comunitario, al menos se podría haber explorado la vía de la «cooperación reforzada», perfectamente viable como apunta parte de la doctrina (‍Adams et al., 2014: 60-‍62), pero esa solución se descartó al igual que se hizo con el MEDE. Y a pesar de los preceptos del TECG que obligan su «retorno» al derecho de la Unión, aún no se han ni siquiera tomado los primeros pasos en dicha dirección.

Aun así, el punto álgido de la «huida» política no lo representa esta problemática puramente comunitaria, sino el mandato más polémico que contiene el tratado y que hemos decidido desgranar de manera pormenorizada en este estudio. La pretensión de que a través de un instrumento de derecho internacional se obligue a la reforma constitucional interna para afianzar el principio de estabilidad presupuestaria, o a que la constitucionalización ya dada de ese principio no se modifique o anule, es la mayor hipertrofia del derecho internacional que podemos encontrar, aun con todo el respaldo que el art. 93 de la Constitución española pueda darle. Las problemáticas constitucionales y democráticas que se derivan de tal previsión nos han podido servir, así, de parámetro con el que examinar con mayor detenimiento un proceso, el de la «huida» de la democracia constitucional, sumamente preocupante por lo que atañe a la vigencia de esta fórmula (‍Requejo Pagés, 2016: 147).

El TECG, junto con el PEC revisado y el MEDE, ha reforzado jurídicamente la estabilidad presupuestaria hasta convertirla en el segundo gran principio del modelo económico comunitario, tras el de competencia. La convergencia de ambos, apuntalados por esa acción evasiva de lo político que se ha desplegado desde las cláusulas de apertura, provoca, como hemos visto, el progresivo y gradual cierre de los mecanismos potestativos de intervención estatal en la economía, sustituyéndose el pluralismo que en materia de política económica se daba en el Estado social por un monismo presidido por aquellos dos principios. La constitución económica nacional sufre, de este modo, una mutación y, en parte, un vaciamiento de algunos de sus instrumentos principales, con lo que se restringe el margen de discrecionalidad y concreción del que disfrutaba la alternancia política, expresión del pluralismo consagrado en nuestra Constitución como valor supremo del ordenamiento y, en sí mismo, esencia y valor de la democracia. La internacionalización de la constitución económica estatal y el papel que en este proceso han jugado instrumentos como el TECG suponen, por tanto, un desafío tanto para la doctrina jurídica como para la propia democracia constitucional que caracteriza, o debería caracterizar, a nuestros sistemas políticos.

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