SUMARIO
  1. NOTAS

El profesor Solozábal nos ofrece un nuevo volumen compilatorio de sus trabajos que, en este caso, se refieren, tal y como indica su título, a los derechos fundamentales y a algunos aspectos de la organización de los poderes del Estado, y que abarcan un período que va desde 1985 hasta 2018. Todos ellos habían sido publicados previamente a excepción del que lleva por título «Siete cuestiones básicas sobre los derechos fundamentales», una relevante aportación que tiene su origen en una conferencia impartida en 2018 en la Facultad de Derecho de Albacete.

No es fácil, ni tendría sentido, comentar cada uno de los veinticinco trabajos, que constituyen un fantástico testimonio de su buen hacer como constitucionalista. Me centraré por ello, preferentemente, en el primero de los bloques —el relativo a los derechos fundamentales—, que ocupa la mayor parte del libro, sin perjuicio de dedicar también alguna atención a la parte segunda («Forma de Estado y forma de gobierno en el sistema constitucional español») y a la tercera («Derecho electoral. Historia constitucional»). Y permítaseme que esta recensión se centre más en ideas generales, que aparecen de forma reiterada en los trabajos, que en dar cuenta detallada de su contenido; y, previamente, en algunas consideraciones generales sobre lo que ha supuesto —y supone— la obra de Solozábal para el derecho constitucional español.

Como ha quedado dicho, el volumen que ahora se nos ofrece incluye trabajos que corresponden a más de tres décadas de nuestra historia reciente en las que Solozábal ha sido, sin duda, un constitucionalista de referencia en nuestro país. Pertenece a la generación inmediatamente posterior a la de los grandes maestros que tan importantes fueron en el arranque de nuestra democracia constitucional —García Pelayo, García de Enterría, Francisco Rubio, su maestro directo y a quien está dedicada la obra…—, y que tuvo la responsabilidad de contribuir a asegurar su asentamiento, tanto mediante la docencia impartida a generaciones de estudiantes de Derecho como con sus trabajos de investigación y, en muchos casos, con su participación activa en la vida pública. Y también —y posiblemente no es la menor de esas contribuciones— a través de la preparación de nuevas generaciones de constitucionalistas. Tareas todas ellas en las que Solozábal ha tenido un papel destacado, incluida la formación de relevantes discípulos que, junto con los del Prof. Aragón Reyes —al que siempre ha estado tan unido—, integran desde hace ya más de cuatro décadas la escuela que se formó en torno a Rubio Llorente.

Por lo que a su obra escrita se refiere, Solozábal es un referente obligado en nuestro sistema autonómico. El compromiso constante con su tierra, desde su temprano estudio El primer nacionalismo vasco (Tucar, 1975), le ha convertido en una de las voces más autorizadas en la defensa de un modelo constitucional no nacionalista, pero sensible a las especificidades territoriales, incluidos los derechos forales. Destacan en este ámbito los volúmenes Tiempo de reformas. El Estado autonómico en cuestión (Biblioteca Nueva, 2004), Nación y Constitución: soberanía y autonomía en la forma política española (Biblioteca Nueva, 2014) y Pensamiento federal español y otros estudios autonómicos (Iustel, 2019), además de la dirección de obras colectivas sobre el tema y de la gran labor que realiza desde hace años como director de Cuadernos de Alzate. Pero la obra de Juan José Solozábal abarca todo el ámbito del derecho constitucional, incluida la historia, como enseguida veremos, y el derecho europeo.

1. Una visión integradora de la Constitución. La obra que ahora nos ofrece se centra en los derechos fundamentales y en cuestiones relativas a nuestra forma política. En ella es posible apreciar la evolución de su pensamiento, algo lógico cuando abarca un período tan amplio de tiempo; pero, a la vez, se detectan una serie de constantes que le dan continuidad y coherencia y que reflejan, en realidad, los valores desde los que Solozábal se acerca al derecho constitucional (y, más en general, al derecho):

  • a)Destacaría, en primer lugar, la idea de constitución como integración, tributaria de la visión de Smend, al que se encuentran numerosas referencias esparcidas a lo largo del libro. Más que la visión normativista de la constitución (aunque, desde luego, la entiende como norma y norma suprema), y, por supuesto, más que la concepción decisionista de Schmitt, Solozábal comparte el concepto racional normativo tal y como lo describió García Pelayo —de forma que solo es constitución la que garantiza los derechos y separa los poderes—, pero pone un especial énfasis en su función integradora en la sociedad. No se trata solo de un posicionamiento teórico, sino que se convierte para él en un criterio básico a la hora de resolver problemas interpretativos o tensiones entre normas. Quizá por ello se entiende que en los últimos tiempos haya conectado de forma especial con la idea de constitución como conversación (son varias las referencias a Levinson), pues la integración solo se produce si es fruto del diálogo y no de la mera decisión.

  • b)Esa visión integradora está presente no solo, podíamos decir, hacia afuera, sino que debe darse, en primer lugar, en la comprensión de la constitución misma. De aquí el peso que tienen para él, entre los principios interpretativos formulados por K. Hesse —otro autor que le resulta especialmente querido—, los de unidad de constitución, corrección funcional y, muy especialmente, eficacia integradora. En caso de conflicto, se deben buscar aquellas soluciones que supongan una mayor integración de los diversos actores políticos y sociales.

  • c)Posiblemente no es ajeno a las características que acaban de señalarse el hecho de que, sin renunciar al rigor jurídico en la aproximación a los problemas, atienda más al espíritu que a la letra de la norma. Es necesario «conectar adecuadamente normatividad y realidad», afirmaba ya en su temprano trabajo «La libertad de expresión desde la teoría de los derechos fundamentales» (p. 75). Y si esto vale para todo el derecho, es aún más relevante cuando estamos en el ámbito del derecho constitucional, que no es sino una «técnica al servicio de la libertad» (p. 77). El constitucionalismo es «una actitud política» que explica el éxito de las constituciones (p. 261). Por ello, y si bien «no puede vivir sin la Constitución […] va más allá de ella, de su estricta letra» (p. 401).

    Pienso que una de las consecuencias más fructíferas de esta visión es su interés por las cláusulas definitorias, a las que dedicó uno de sus primeros trabajos: «Alcance jurídico de las cláusulas definitorias constitucionales» (1985). Con motivo de la calificación del Senado como «Cámara de representación territorial» (art. 69 CE), y ante la imposibilidad de obtener resultados satisfactorios mediante una interpretación basada en la voluntas legislatoris, anima a reparar en que, junto con los preceptos llamados obligatorios, muy presentes por «la insistencia con la que se proclama con toda justicia, el carácter normativo de la Constitución, de toda la Constitución, en su condición de norma primera del ordenamiento», existen otro tipo de normas, «como son las directivas en donde se fijan los objetivos a perseguir por la organización política establecida en la Constitución; se contienen los valores que pasan de la conciencia jurídico política de la comunidad al texto jurídico fundamental y quedan de este modo normativizados» (p. 270). Estas son también normas vinculantes, que si bien «son normas organizativas por su objeto […] no se refieren a aspectos concretos estructurales o constitutivos, ni tampoco a detalles de su funcionamiento, procesales o relacionales sino a conjuntos institucionales, sean singulares, complejos o totales». Esto, recordará Solozábal, tiene relevantes implicaciones hermenéuticas, al permitir «la comprensión integrada o sistemática del conjunto de preceptos que se refieren al complejo institucional abarcado». De esta forma, garantiza «la relativa completud y la coherencia de los subsistemas institucionales en que queda parcelado el todo normativo constitucional» (p. 276).

    Se trata, como se ve, de buscar interpretaciones integradoras, que, sin olvidar la letra de la norma, ofrezcan una visión más amplia, y que, por otra parte, tienen una virtualidad dinamizadora y una mayor apertura (p. 277). Así actúa Solozábal al enfrentarse a problemas interpretativos que suscita la aplicación de la Constitución: se trata siempre de buscar los fines, los valores y, en definitiva, el espíritu de las instituciones, y, desde ellos, encontrar interpretaciones integradoras de los diversos preceptos.

    Un buen ejemplo lo constituye el trabajo «La problemática constitucional de la formación del Gobierno y la intervención del Monarca en nuestro régimen parlamentario» (2017). Su punto de partida es la cláusula definitoria «monarquía parlamentaria», que si bien no tiene «una virtualidad autónoma que permita al intérprete obtener desarrollos al margen de las concreciones en la propia Constitución de esta calificación […], sí que tal fórmula posibilita una comprensión integrada de todas las normas o principios acogidos efectivamente en la Constitución, a la luz de planteamientos de la teoría del régimen parlamentario, así como la remisión a experiencias del funcionamiento de este en otros ordenamientos de la misma naturaleza que no resulten incompatibles con las propias determinaciones constitucionales» (p. 377). Se trata siempre de buscar un equilibrio entre el respeto a la norma y el rigor en la interpretación, de un lado, y su apertura a los fines y valores que la inspiran, sin los cuales es imposible un completo entendimiento de esta, de otro.

  • d)Esta visión del derecho, tan vinculada a la realidad, explica posiblemente el peso que nuestro autor da a la historia constitucional, y la presencia que tiene en sus escritos. No solo ha dedicado importantes trabajos a nuestro constitucionalismo histórico (algunos de los cuales se incluyen en la tercera parte del libro), sino que es frecuente el recurso de la historia para afrontar los problemas constitucionales actuales (véase, por ejemplo, el trabajo «El régimen parlamentario y sus enemigos»), además de ofrecernos interesantes reflexiones de carácter general sobre las relaciones entre la historia y el derecho constitucional (en ese mismo trabajo y en «Una lectura constitucional: principialismo y Constitución» [pp. 253 y ss.]).

    Para Solozábal la colaboración entre ambas disciplinas se presenta especialmente fructífera: «[…] la aportación del Derecho constitucional puede ayudar al historiador a afinar sus instrumentos conceptuales en que ordenar el material que se propone estudiar», además de ofrecerle «un marco de referencia o un modelo contrastado»; y la historia constitucional, por su parte, «suministra una casuística o una experiencia que resulta de enorme interés como posibilidad o como límite —dependiendo de su significado positivo o negativo— del desarrollo constitucional, al tiempo que promueve un encuadramiento de la norma constitucional en el contexto más amplio del sistema político de gran utilidad para comprender el alcance de su vigencia efectiva» (p. 352).

  • e)Esa visión integrada e integradora de la Constitución se traduce también en la interrelación de la parte orgánica y la parte dogmática de la Constitución, que en modo alguno se conciben como ámbitos separados. Así, el análisis de la libertad de expresión se lleva a cabo desde una visión institucional de los derechos; el derecho individual se estudia en el marco de su relevancia para la opinión pública y la democracia. Un tema, el de la opinión pública, que le resulta especialmente querido y que tiene una gran presencia en muchos de sus trabajos: en particular, en «Opinión pública y Estado constitucional» (incluido, por cierto, en la parte primera, dedicada a los derechos), pero también en «El principio democrático y las instituciones de participación directa replanteados» (en particular, pp. 289-291) o «El régimen parlamentario y sus enemigos» (pp. 371-372). Esta integración entre parte orgánica y parte dogmática se da también en sentido inverso y, así, en los estudios de derecho electoral, está muy presente su vinculación con los derechos —individuales— de sufragio activo y pasivo (por ejemplo, p. 442).

  • f)Otra de las constantes en la obra de Solozábal es su insistencia en el relativismo o incluso en un cierto escepticismo como condición para la democracia (p. 288). Lo contrario, es decir, la incorporación de valores morales al derecho, resultaría «problemátic[o], pues es muy difícil encontrar una base objetiva de los valores, y por ello no subjetiva, intuitiva y, por tanto, discrecional de los mismos» (p. 228, se refiere, en este caso, al ámbito del derecho penal y la identificación de la idea del bien jurídico con valores morales). Esta visión, por otra parte, muy presente en nuestra doctrina, puede entenderse por la necesidad de excluir el «dogmatismo político» de nuestra democracia y de evitar la confusión entre derecho y moral. Pero contrasta, a mi modo de ver, con su firme apuesta por los valores constitucionales, por la dignidad de la persona y por una concepción material de los derechos como contenido necesario de la Constitución. Una visión de acuerdo con la cual no cabe ver en nuestra norma fundamental «una neutralidad o insensibilidad hacia los valores materiales, de manera que nuestra democracia pudiese contemplarse como exclusivamente formal o procedimental» (p. 221). Y que le lleva, incluso, a considerar que los derechos fundamentales son un límite al poder de reforma de la Constitución, y que «obligan también al poder constituyente originario» (p. 263).

    No creo que la autonomía del derecho deba traducirse necesariamente en indiferencia moral; el constitucionalismo es precisamente una apuesta por la libertad y la igualdad y no es indiferente que una constitución las garantice o no. Y si bien se puede entender lo que Solozábal quiere decir al señalar que no cabe identificar en el ámbito penal la idea de bien jurídico con valores morales, tampoco cabe desconocer que un código penal que no garantice los valores sobre los que se funda nuestra sociedad —entre otros, la vida, la convivencia, la libertad, la integridad física, la libertad ideológica o la propiedad— difícilmente podrá considerarse jurídicamente asumible. Es verdad que en nuestras sociedades hay cada vez más división y debate sobre algunos aspectos concretos, pero pienso que la insistencia en que al derecho le deben ser indiferentes los valores que haya detrás de la norma no es una consecuencia necesaria ni deseable (sin perjuicio, por supuesto, de que el derecho conserve su debida pureza metodológica y la obligación de respetar lo que las leyes dispongan).

  • g)Debe también destacarse de la obra de Solozábal el protagonismo que tiene el derecho comparado, y muy especialmente del derecho alemán. «Considero muy difícil decir algo de mínimo interés y profundidad en la teoría constitucional que no se realice en diálogo, más o menos directo, con el derecho Constitucional alemán», escribía en 1991 (p. 80). Y, de hecho, él ha contribuido de manera importante al conocimiento de la doctrina alemana. Como caso paradigmático cabe señalar el conocido e importante libro de Häberle sobre el contenido esencial de los derechos fundamentales (Die Wessensgehaltgarantie des Artikel 19 Abs. 2 Grundgesetz), a cuyo análisis dedicó especial atención en «La libertad de expresión desde la teoría de los derechos fundamentales» (pp. 94 y ss.). Este es, sin duda, uno de los autores que más ha influido en su visión de los derechos, pero cabría citar también a Hesse, Scheuner, Grimm o los ya mencionados Smend y Schmitt (menos presente está, sin embargo, la obra de Böckenförde).

    Junto con la doctrina alemana, tiene una particular presencia la italiana, y, en los últimos años, la americana, algo fácil de explicar no solo por su familiaridad con el derecho anglosajón desde su paso por la London School of Economics, sino por la influencia que el derecho norteamericano está teniendo en el derecho europeo, incluido el alemán. Dworkin ha sido siempre un referente en su obra y ahora —como ya hemos señalado— no son extrañas las alusiones a Levison. Y aunque la doctrina francesa ha estado menos presente (a pesar de su conocimiento de esta y de su relación con autores como L. Favoreu o P. Bonn), en los últimos trabajos no son extrañas las referencias a Ronsanvallon, un autor con cuyo pensamiento parece conectar.

  • h)Quisiera referirme, por último, a su moderación en la manera de enfrentarse a los problemas, muy conforme con la voluntad por encontrar soluciones integradores. Pero una moderación que está lejos de la tibieza o la indiferencia y que no le impide un tratamiento apasionado de los temas ni una visión crítica, a veces acerada. Me atrevería a decir que esa actitud va a más en los últimos tiempos, quizá como reacción a la crisis institucional que, por desgracia, se aprecia en tantos ámbitos. Como botón de muestra me remito a la «encuesta» que se incluyó en el núm. 36 de Teoría y Realidad Constitucional, sobre «medios y Constitución»; en particular a las consideraciones que realiza sobre los medios de comunicación o la nueva regulación de TVE (pp. 177 y ss.).

2. Dignidad y derechos fundamentales. La parte primera del libro, que incluye trece de los veinticinco trabajos, está dedicada a los derechos fundamentales. Es el ámbito al que, junto con nuestro modelo autonómico, Solozábal ha dedicado más atención y en el que es, sin duda, un constitucionalista de referencia. Se incluyen trabajos de carácter general: «Algunas cuestiones básicas de la teoría de los derechos fundamentales» (1991), o el ya citado «Siete cuestiones básicas sobre los derechos fundamentales» (2018), hasta ahora inédito (aunque con un alcance muy distinto, en este grupo cabría incardinar también «Una lectura constitucional: principialismo y Constitución», de 2000). Hay artículos sobre aspectos concretos de lo que podíamos llamar la teoría general de los derechos fundamentales: «La dignidad de la persona», «Los límites de los derechos y el sistema normativo» o «Garantías institucionales», todos ellos de 2011. Y otros que se centran en algún derecho, con especial presencia de los derechos de comunicación: «La libertad de expresión desde la teoría de los derechos fundamentales» (1991), «Libertad de expresión y derecho a la intimidad de los personajes públicos no políticos» (1990) o «Encuesta. Teoría y Realidad: medios y Constitución» (2015). Y también «La enseñanza de valores entre la libertad ideológica y el derecho a la educación». Y un trabajo sobre un tema que creo que le ha ido interesando cada vez más: «Constitución y derecho penal: los límites penales de los derechos fundamentales», destinado al libro homenaje a Rubio Llorente (2016). En cuanto al último de los trabajos de esta primera parte, «Alcance jurídico de las Cláusulas definitorias. A propósito de la calificación del Senado como Cámara de representación territorial» (1985), me atrevería a decir que encaja mejor en la segunda parte, dedicada a la forma de Estado y forma de gobierno.

En un análisis de conjunto como el que procede en una recensión, me centraré en unas pocas pero relevantes cuestiones, animando, eso sí, a la lectura directa del libro, que siempre es más provechosa que estas consideraciones generales y necesariamente incompletas.

Desde un punto de vista formal, la lectura de los trabajos muestra, en primer lugar, el rigor y la precisión dogmática con que Solozábal afronta los problemas. Algo de especial valor en un ámbito como el de los derechos, en el que tantas veces encontramos —sobre todo en los últimos tiempos— un constitucionalismo dúctil, si se me permite la expresión, en el que lo importante es el resultado —cuantos más derechos y más amplios, mejor—, en vez de buscar las soluciones constitucionalmente adecuadas y más respetuosas con el principio de corrección funcional. Un buen ejemplo de ese rigor metodológico lo constituyen sus trabajos sobre los límites de los derechos, las garantías institucionales o la relación de los derechos fundamentales con el derecho penal, por citar solo algunos casos. O afirmaciones que pueden parecer evidentes, pero que no es raro ver ignoradas en la actualidad, como que el Tribunal Constitucional no puede crear nuevos derechos, tampoco por la vía del art. 10.2 CE (p. 62), o la igualdad desde el punto de vista jurídico de todos los derechos, lo que obliga a una integración «en términos de paridad sistémica» (p. 123), sin que sea posible que uno ceda siempre frente al otro «como si existiese una jerarquía entre los derechos o cupiese pensar que algunos derechos lo son más que otros».

Desde el punto de vista sustantivo, debe destacarse el valor que Solozábal da a la dignidad de la persona. Un valor que deriva de su «posición fundamentadora de nuestro orden jurídico y político» (p. 247), y que tiene un triple significado: «el reconocimiento del carácter instrumental o servicial del Estado», la aceptación de una «idea material del Estado de derecho», y, por último, «una idea social del orden político», puesto que «la idea del hombre cuya dignidad se protege y de la que parte el constituyente, no es la correspondiente a un ser aislado o mónada social, sino ligado, por decirlo así a la convivencia en sociedad» (p. 248). Coherente con este planteamiento es su visión material de la fundamentalidad de los derechos: su identificación debe tener en cuenta, por supuesto, aspectos formales, pero «los derechos fundamentales no deben su fundamentalidad al nivel de su eficacia o a su protección institucional o procesal»; «los derechos fundamentales se protegen por su importancia, pero, obviamente no deben su importancia a su protección» (p. 78). Algo que parece obvio, pero que ha sido olvidado en no pocas ocasiones cuando se han identificado nuestros derechos fundamentales con los protegidos por el recurso de amparo o los reservados a ley orgánica.

Este entendimiento material o sustantivo le lleva, asimismo, a descartar todo intento de funcionalización de los derechos, una idea que está especialmente presente en su trabajo sobre la enseñanza de valores y su incidencia en la libertad ideológica y la libertad de educación. «La vinculación finalista del derecho a la educación —nos dirá— es excepcional en relación con las situación de los demás derechos fundamentales, porque los derechos fundamentales, en cuanto facultades de libre determinación de la conducta, se orientan al cumplimiento de las finalidades que exclusivamente establecen los titulares de los mismos»; de otro modo, se caería en una «funcionalización de dichos derechos que sería contraria a su condición de exponente de la dignidad de la persona que les es propia» (p. 218).

Junto con esa concepción material de los derechos, destaca en el pensamiento de Solozábal su identificación con la teoría institucional: «[…] idea institucional de los derechos fundamentales a la que me siento muy próximo», escribirá en 2016 (p. 233). El temprano interés por esta construcción cuadra perfectamente con la presencia que el concepto de opinión pública tiene en toda su obra y su relevancia para la democracia. Y es significativo que, si bien la exposición más sistemática de sus ideas al respecto se contiene en la voz «Garantías institucionales», preparada para Temas básicos de Derecho Constitucional (2011), dirigido por M. Aragón y C. Aguado, estas se formulan mucho antes, al abordar, precisamente, el estudio de las libertades de comunicación y, muy en particular, en «La libertad de expresión desde la teoría de los derechos fundamentales» (1991). Su apartado III A) se dedica a la «garantía institucional y derecho fundamental como posiciones jurídicas constitucionales. La garantía institucional schmittiana y el enfoque institucional de los derechos fundamentales (Häberle)», y en él se contiene un detenido —y modélico— análisis de la doctrina alemana sobre la garantía institucional y su relación con la noción de derecho fundamental. Destaca Solozábal «la especial relación entre las dos categorías, que se va haciendo cada vez más sutil y complicada» (p. 84). Y llama la atención sobre el hecho de cómo las relaciones entre ellas, que nacieron como contrapuestas —la concepción schmittiana de la garantía institucional se elabora precisamente para explicar figuras jurídicas que no considera compatibles con su visión de los derechos fundamentales—, se convierten en «mutua influencia», hasta el punto de «comprenderlas como relacionadas e incluso compatibles» (p. 84). La manifestación más clara de mutua influencia será, señala Solozábal, la utilidad de la reflexión sobre la noción de imagen maestra (Leit Bild) de la garantía institucional «para fijar el alcance del artículo 19.2 de la Constitución alemana, que impone, como es bien sabido, el respeto estricto del contenido esencial de los derechos fundamentales» (p. 93). Esta relación mutua y compatibilidad entre garantía institucional y derecho fundamental ha sido asumida por nuestro Tribunal Constitucional, aunque, en mi opinión, no siempre es clara la relación entre ambas cuando las dos se refieren a la misma realidad (v. gr., el derecho a contraer matrimonio del art. 32 CE).

De mayor alcance que la noción de garantía institucional es la visión institucional de los derechos, de tanto peso en el constitucionalismo germánico —Solozábal habla de «lo que podríamos llamar tentación institucional de la teoría de los derechos fundamentales [que] siempre ha estado muy presente en la doctrina alemana» (p. 83)—. Una comprensión institucional que «han puesto de moda autores como Häberle y Hesse, sobre las huellas de Smend» y que considera una «comprensión más realista de los derechos fundamentales, en correspondencia con la afirmación de la relación entre libertad y democracia, sociedad y Estado» (pp. 189-190). Esto explica, posiblemente, que hoy haya sido plenamente asumida tanto en aquel país como en España, aunque me atrevería a decir que no siempre se es sensible a las dificultades que dicha visión lleva consigo y que fueron expuestas de manera magistral por E. W. Böckenförde en su conocido trabajo Zur Lage der Grundrechtsdogmatik nach 40 Jahren Grundgesetz («Sobre la situación de la dogmática de los derechos fundamentales tras 40 años de ley fundamental»).

Esta relevancia de la concepción institucional de los derechos y el interés de Solozábal por las nociones de garantía institucional y contenido esencial ayudan a entender la atención prestada a la función del legislador y los límites de su intervención. Los derechos fundamentales son derechos constitucionales, pero al legislador le corresponde «concretizar el derecho» (p. 136), y también establecer su protección o su «organización procedimental» (ibid.). Una labor que adquiere especial protagonismo en los llamados derechos de configuración legal, a los que aparecen diversas referencias a lo largo del libro. Pero especial interés parece tener para él la cuestión de los límites de los derechos a cuyo análisis están dedicados tanto «Los límites de los derechos y el sistema normativo» (2003) como «Constitución y derecho penal: los límites penales de los derechos fundamentales» (2016).

La cuestión de los límites, dirá Solozábal, «es una cuestión central para una teoría de los mismos, seguramente no verificable sin una determinada idea de ellos» (p. 118). Y no cabe duda de que él tiene «una idea» de los derechos con la que es consecuente su sólida y bien fundada construcción. Cabe destacar, en primer lugar, el rigor dogmático con el que perfila categorías como limitación, vulneración, suspensión y delimitación de derechos (pp. 119 y ss.), sin duda relacionadas y no siempre fáciles de distinguir, como se ha visto en las recientes SSTC 148 y 183 de 2021, sobre los estados de alarma. Y con el que aborda las importantes cuestiones que se tratan en el primero de los artículos: el papel del legislador en los supuestos de conflicto entre derechos, los límites derivados de la protección de ciertos bienes jurídicos, la cuestión de la reserva de ley como instrumento de limitación del derecho, o los criterios para examinar, a su vez, la actuación limitadora del legislador —razonabilidad general, respeto del contenido esencial y proporcionalidad—.

Un caso especial, y también especialmente problemático, es el papel del derecho penal como límite de los derechos, al que, como ya he dicho, se dedica un extenso trabajo. Se trata de la concreción de un problema más general, que es el de la relación entre constitución y derecho penal, muy relevante para el constitucionalismo, pues este exige un determinado tipo de regulación del ejercicio del ius puniendi del Estado que esté presidida por «su orientación a determinados fines, su aceptación o no de ciertos límites, y el respeto por su parte de ciertos procedimientos», muy distinta por ello de la propia de un Estado absoluto (p. 224). Y también en este tema juega un papel relevante la visión institucional de los derechos que explica el protagonismo del legislador y su necesaria adecuación a las previsiones constitucionales: «[…] se ha de subrayar la importancia —afirma Solozábal— de la intervención normadora del legislador en la determinación del régimen efectivo de los derechos fundamentales de cara a garantizar la efectividad de los mismos, que así no son meras prescripciones normativas sino instituciones o realidades efectivas» (p. 233).

Desde esta perspectiva se analizan cuestiones tan relevantes como el doble papel, un tanto paradójico, que tiene el derecho penal, de un lado, como límite, pero, de otro, como protector de los derechos; la configuración normativa general de la reserva penal (que puede ser explícita —reserva directa— o implícita —reserva indirecta—, con funciones distintas), y las exigencias del principio de legalidad y de reserva jurisdiccional y del principio de proporcionalidad. Un principio, señala Solozábal con toda razón, que el Tribunal Constitucional ha utilizado de forma discutible, especialmente en el relevante caso de la Mesa Nacional de Herri Batasuna (STC 13/1999). Se trata, como puede apreciarse, de cuestiones de gran alcance por estar en juego no solo la teoría de los derechos, sino también el papel mismo de la Constitución y sus relaciones con la ley, todas ellas abordadas con una gran solidez conceptual y un análisis, a la vez, muy próximo a la realidad.

No me resisto, no obstante, a señalar una afirmación de Solozábal que en mi opinión necesitaría ser matizada: «[…] en un sistema constitucional —afirma en la p. 226— no hay otro límite al ejercicio de los derechos que el penal, de manera que no cabe otra fuente que la de esta clase para establecer la ilicitud de una conducta. Todo lo no prohibido penalmente está permitido: no hay, por ello, un límite político al disfrute de nuestros derechos». Una afirmación así de categórica plantea problemas, y, quizá, por ello, aclara un poco más adelante que se refiere a un límite externo al derecho constitucional, pues existen «otros topes intraconstitucionales al ejercicio de los derechos, derivados, como se sabe, de exigencias procedentes de derechos o bienes constitucionales protegidos» (p. 227). El problema está en que la concurrencia de otros derechos o bienes constitucionales protegidos es tan necesaria para que el legislador penal pueda limitar derechos como para otros límites que no tienen consecuencias penales, sino sanciones administrativas, o que, simplemente, establecen para ciertos casos la prevalencia de un derecho sobre otro.

3. La monarquía parlamentaria. El grupo de trabajos que integran la segunda parte del libro se centra en el funcionamiento de los poderes y, muy especialmente, en nuestro sistema de monarquía parlamentaria. La noción de cláusula definitoria, a la que se dedica, como hemos dicho, el último los trabajos de la primera parte, resulta aquí especialmente fructífera. En primer lugar, la cláusula definitoria del art. 1.1 CE que determina la condición democrática del Estado —«España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho»— será el punto de partida para enmarcar adecuadamente nuestra democracia representativa y el sentido de las instituciones de participación directa. Mientras que la correcta interpretación de lo que supone la monarquía parlamentaria como «forma política del Estado» (art. 1.2 CE) ayudará a entender de manera constitucionalmente adecuada tanto el papel del monarca como la función del Gobierno.

La primera de las cuestiones es analizada en «El principio democrático y las instituciones de participación directa» (2015, pp. 283 y ss.). Debe destacarse el esfuerzo, expresamente manifestado, de abordar el tema de la necesaria regeneración de la democracia no como «un ejercicio meramente especulativo», sino como «un problema de Derecho Constitucional positivo» (p. 284). Sobre esta base, y con apoyo tanto en la doctrina como en la jurisprudencia constitucional, Solozábal analiza los preceptos básicos para entender el alcance del principio democrático en nuestra Constitución: la afirmación democrática de la soberanía del Estado (art. 1.2 CE), el alcance del mandato de promover la participación (art. 9.2 CE) y los derechos del art. 23 CE en cuanto suponen «la determinación democrática del sistema constitucional que reconoce el derecho de participación de los ciudadanos y de acceso de los mismos a las funciones y cargos públicos» (pp. 295-296), y, por último, el relevante papel de los partidos políticos para la participación, como se desprende del art. 6 CE. De este análisis se concluye «la imagen constitucional de la democracia representativa» (p. 299), un sistema cuyos déficits deben resolverse por dos vías: de un lado, asegurando que los partidos ofrezcan el personal que las instituciones representativas necesitan, pero, también, garantizando que las instituciones representativas cumplan las obligaciones que contrajeron las fuerzas que concurrieron a las elecciones; de otro, admitiendo la necesaria complementariedad de sus instituciones y atribuyendo relevancia especial a las que persiguen fines constitucionales: las Administraciones (generales o independientes) y el Tribunal Constitucional. En este marco debe entenderse, asimismo, el juego que pueden dar las instituciones de democracia directa: la iniciativa popular, el derecho de petición y, de manera especial, el referéndum, a las que se dedican interesantes páginas.

Pero las principales y más relevantes aportaciones de esta segunda parte se refieren al sistema parlamentario, y, dentro de este, al papel del Gobierno y del jefe del Estado, un tema este último al que Solozábal viene dedicando desde hace años una especial atención. Ante la imposibilidad de referirme, si quiera someramente, a cada uno de los trabajos, me detendré en tres cuestiones: la necesidad de una precomprensión adecuada de lo que supone el sistema parlamentario, el papel que en este corresponde al monarca y la visión del Gobierno no como mero poder ejecutivo, sino como verdadero órgano de dirección política.

Por lo que se refiere al primer punto, el trabajo «El régimen parlamentario y sus enemigos. Reflexiones sobre el caso español» (1996, pp. 351 y ss.) supone una aplicación especialmente lograda de dos ideas fuerza de Solozábal a las que ya nos hemos referido: el peso de la historia para entender las instituciones y la necesidad de que las previsiones normativas sean completadas «por las actitudes y convicciones políticas, por el respeto a unos principios ínsitos en el sistema constitucional, aunque no se encuentren formulados explícitamente» (p. 353). Entiende que los problemas de funcionamiento de nuestro sistema parlamentario «deben imputarse mucho más a fallos en nuestra cultura política, esto es, a la falta de familiaridad de nuestra clase política con las propias exigencias teóricas o funcionales del régimen parlamentario […] o al propio modo deficiente de entender la democracia de nuestros dirigentes políticos» (pp. 353-354). Así como a «la cesura histórica que nuestra cultura política ha establecido con las formas políticas parlamentarias españolas», una cesura que «se ha realizado de modo traumático y además es profundamente injusta y disfuncional» (p. 354).

Con ese punto de partida realiza un detenido análisis de las críticas que suelen ofrecer los enemigos del sistema: la denuncia de su carácter teórico o nominal, la confusión de poderes que se produce como consecuencia de los partidos con el consiguiente debilitamiento de la función de control del Parlamento, la presidencialización de nuestro régimen parlamentario, que lleva a un liderazgo especialmente fuerte del presidente del Gobierno a expensas del Parlamento, pero también del resto de los miembros del Gobierno, y, por último, las relaciones de nuestro régimen parlamentario con la opinión pública. Se trata, en todos los casos, de críticas de calado que en no pocas ocasiones responden a déficits reales, pero que no sirven para cuestionar «la esencial validez del modelo constitucionalmente consagrado».

La correcta comprensión de lo que supone la monarquía parlamentaria, el peso —especialmente relevante en este caso— de la historia y la necesidad de superar el marco meramente normativo son también ideas que resultan especialmente fructíferas cuando se trata de analizar la posición del jefe del Estado y el alcance de las funciones que la Constitución le encomienda. Cuestiones a las que se dedican cinco trabajos: «Articulación jurídica e integración política como funciones de la Corona» (2005), «Sanción de la ley», «Promulgación de la ley» e «Irresponsabilidad e inviolabilidad del Rey» (que se publicaron en 2011 como voces de los ya citados Temas básicos de Derecho Constitucional), y una extensa y especialmente relevante contribución sobre «La problemática constitucional de la formación del Gobierno y la intervención del monarca en nuestro régimen parlamentario» (2017).

Entre las numerosas aportaciones relevantes que pueden encontrarse en este elenco de trabajos, quisiera resaltar, en primer lugar, la manera en que Solozábal explica la relación entre historia y Constitución: recordando a Tocqueville, quien se preguntaba de quién recibe el rey sus poderes, afirma que «la Constitución no solo determina las competencias de la institución monárquica, sino la propia existencia de esta» (p. 323). La norma fundamental constituye también la monarquía parlamentaria. Pero, a la vez, el constituyente, que puede prescindir de la institución, no puede ignorar su imagen maestra, que incluye al menos dos rasgos que necesariamente debe tener en cuenta: «[…] la vinculación de la Corona con una familia o dinastía y (a) su irresponsabilidad política» (p. 324). Pienso que esta forma de razonar puede también arrojar luces en el actual debate sobre la necesidad o no de introducir la responsabilidad penal del rey.

Una segunda idea es la distinción entre cláusulas que atribuyen funciones al rey y los preceptos que atribuyen competencias «en orden a la verificación de dichas funciones». Las primeras no pueden servir en este caso para deducir «un fondo residual de competencias», pero sí para entender mejor el alcance de las cláusulas competenciales (p. 321).

Y una tercera idea es la función integradora del monarca, que debe comprenderse como «una armonización de tipo simbólico o espiritual y, en este sentido, política, que debe entenderse como unidad de identidades», y que es distinta de su función de articulación (p. 327). Una función integradora especialmente relevante en un Estado descentralizado, en el que el monarca «es ese elemento compartido que actúa como la expresión y representación personal de la unidad del pueblo español» (p. 330). De aquí la crítica que hace a la inexistencia de sanción de las leyes territoriales autonómicas (p. 336).

Con ese bagaje conceptual aborda Solozábal «La problemática constitucional de la formación del Gobierno y la intervención del monarca en nuestro régimen parlamentario» (2017). Se trata de una cuestión que durante años no planteó especiales problemas, pero que se presenta como «momento esencial del funcionamiento del sistema parlamentario español» (p. 376) y cuya complejidad se manifestó con toda crudeza en 2015, ante la realidad de unas Cortes muy fraccionadas y la dificultad para encontrar un candidato que pudiera aglutinar una mayoría suficiente. Una situación que dio lugar a debates sobre el papel del monarca en el proceso de investidura y puso de relieve la insuficiencia de las previsiones constitucionales en el supuesto de que no se encuentre un candidato o tarde tiempo en conseguirse, pues, de acuerdo con el art. 99.5 CE, el plazo de dos meses para la disolución solo empieza a correr después de una primera votación.

Es mucho lo que cabe resaltar de este trabajo. Me limitaré a señalar el interesante uso que se realiza del derecho comparado: de la práctica en el Reino Unido, pero también —y aunque sean sistemas republicanos— en Alemania e Italia. La insistencia en la necesidad de aceptar «determinados principios convencionales» que permitan desbloquear situaciones como las vividas, si bien dejando claro que «la intervención del Rey solo puede tener lugar de acuerdo con las posibilidades correspondientes a su condición de órgano constitucional […] sin atribuciones políticas» (p. 392); en este sentido, entiendo especialmente valiosas las consideraciones sobre la importancia de la intervención del presidente del Congreso, «ya se le considere desde el punto de vista del Monarca o del candidato a la Presidencia del Gobierno» (p. 397). Y, por último —y saliendo al paso de las voces que se habían manifestado en el sentido de una reforma que excluyera la intervención regia—, la defensa que se hace de esa intervención, pues lo contrario encajaría mal en una forma política de monarquía parlamentaria,

Una última y breve observación sobre el trabajo «El estatuto del Gobierno y su configuración efectiva como órgano del Estado» (2005). En él, y una vez más desde el correcto entendimiento de la cláusula definitoria del sistema parlamentario, se defiende una teoría constitucional del Gobierno que supere la tradicional visión de suspicacia hacia este y su consideración como mero poder de ejecución, más acorde con el constitucionalismo actual, que «le confiere una función de dirección para asegurar la unidad del Estado» (p. 406). Una de las consecuencias concretas —y quizá la tesis más relevante del trabajo— es la propuesta de una revisión del entendimiento de la potestad reglamentaria y su relación con la ley, superando una visión «meramente aplicativa del reglamento […] que supone entender expansivamente el principio de legalidad […] e ignora el fundamento inmediatamente constitucional de la potestad reglamentaria» (p. 433). Compartiendo la visión general del importante papel del Gobierno como órgano al que corresponde la dirección política y la necesidad —y me atrevería a decir la realidad— de una potestad reglamentaria que no sea mera aplicación de la ley, personalmente sería cuidadoso a la hora de avanzar en un mayor protagonismo de una potestad normativa del Gobierno que vendría a reforzar sus ya importantes poderes en este terreno, tanto por el peso que ha asumido en el procedimiento legislativo como por el uso —tantas veces abusivo— del decreto ley. Precisamente por las importantes funciones directivas que le corresponden, considero más bien necesario reforzar el papel del Parlamento como órgano normador, especialmente cuando se afecta a los derechos y deberes de los ciudadanos.

4. Nuestra historia constitucional revisitada. La parte tercera del libro lleva por título «Derecho electoral. Historia constitucional». Al derecho electoral se dedican dos importantes trabajos: un extenso y completo comentario al art. 70 de la Constitución para los Comentarios dirigidos por O. Alzaga en 1998 («Artículo 70 CE: las inelegibilidades e incompatibilidades de los diputados y senadores y el control judicial de las elecciones al Congreso y al Senado») y un posterior artículo, «La actuación efectiva del proceso electoral y sus posibilidades» (2004). Aunque son muchos los aspectos que cabría destacar, me limitaré a señalar lo siguiente: primero, el peso que tienen en esos análisis los derechos de participación, a pesar de tratarse de temas que se podrían considerar más bien de parte orgánica (pp. 442 y ss. y 499 y ss.); segundo, las referencias al importante papel de la ley como complemento de la Constitución, precisamente por estar en juego derechos de configuración legal, y ello no por «la incomplitud constitucional sino [por] los condicionamientos organizativos y materiales» (p. 499), y, tercero, la compatibilidad entre una refinada teoría constitucional sobre la materia y los análisis pegados al terreno y con propuestas concretas, algo que tiene que ver, sin duda, con la preocupación de Solozábal por atender a la realidad, pero, también, con la gran experiencia adquirida durante sus años como miembro de la Junta Electoral Central.

Pero de esta última parte me interesa destacar sus dos trabajos sobre nuestra historia constitucional: «El modelo de Cádiz y la asunción de la supremacía constitucional en nuestro constitucionalismo histórico» (2012) y «Restauración, régimen constitucional y parlamentarismo» (1997). Lo que de ellos me parece más meritorio no es tanto su contenido en sí mismo —sin duda de gran interés— como las ideas generales sobre la importancia de la historia para entender nuestro sistema constitucional del presente y, más aún, sus propuestas de superación de una visión totalmente negativa de nuestro constitucionalismo decimonónico.

Sobre su visión de los beneficios que se derivan de una necesaria interacción mutua entre historia constitucional y derecho constitucional ya hemos dicho algo en la primera parte de esta recensión. Por desgracia, nuestra realidad adolece más bien de lo que Solozábal llama «los déficits historicistas en nuestra interpretación constitucional» (p. 536), algo que no tiene solo trascendencia desde el punto de vista metodológico, sino que —y esto es lo grave— se traduce en una menor legitimidad constitucional (p. 537), de la que precisamente no estamos sobrados en España. Se trata —y esto me parece también especialmente relevante en una época en la que abundan las narrativas interesadas— de una historia constitucional que «es antes de nada memoria constitucional, no necesariamente relato, sino construcción buscada, no inventada, pero sí seleccionada» (p. 537).

En ese intento de rescatar esa memoria constitucional considero de especial valor su propuesta de superar «la visión dualista del constitucionalismo hispano»; una visión que tiene el riesgo de la unilateralidad, «pues tiende a ver sus aspectos progresistas y moderados en contraposición, negando que haya espacio para un constitucionalismo común, enriquecido por aportaciones de ambas corrientes» (p. 539); «mi tesis es, entonces —escribe—, la de que es posible afirmar la confluencia, más allá del sesgo ideológico que los separa, entre el constitucionalismo progresista y el moderado, que permite hablar de un tronco común del constitucionalismo, cuya base compartida es la idea de la supremacía constitucional» (p. 546). Y desde esta perspectiva, que me atrevo a calificar de estimulante, procede Solozábal en el primero de los trabajos, a resituar adecuadamente la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo español.

Mayor importancia tiene, en mi opinión, la reivindicación de la Restauración (un período especialmente querido para él y sobre el que tiene importantes contribuciones) que se hace en el segundo de los trabajos. Frente a las descalificaciones en bloque, tantas veces reiteradas, y sin desconocer sus graves deficiencias, reivindica lo que de positivo tuvo ese período para el constitucionalismo: en concreto, la idea de poder limitado y ejercido de acuerdo con las previsiones constitucionales (p. 546), la presencia —aunque con eficacia desde luego muy limitada— de un catálogo de derechos (pp. 559 y ss.), la viveza de su sistema parlamentario (pp. 564 y ss.), y la organización centralizada de la Administración. «El Estado de la Restauración —concluye— es una Monarquía constitucional y no parlamentaria, pero tampoco una institución fantasmagórica, sino, hasta cierto punto al menos, viva y eficaz» (p. 575).

Pienso que estas últimas consideraciones muestran muy bien la actitud de Solozábal como constitucionalista —y creo que también su misma actitud vital—: un afrontar las cuestiones con rigor y solvencia dogmática, sin apriorismos, pero también con un fino análisis de la realidad que desmiente muchas veces visiones estereotipadas. Y una apuesta por la Constitución y, más en general, por el constitucionalismo como el sistema que mejor responde a la dignidad de la persona. Un esfuerzo por practicar una memoria histórica «en la buena dirección», si se me permite la expresión, es decir, que intenta recuperar lo que de positivo hemos hecho como sociedad, en vez de proceder a su dilapidación. Un esfuerzo de mucho más sentido que ciertos intentos actuales de cuestionar no solo nuestro constitucionalismo histórico, sino los logros —imperfectos, pero no pequeños— de la Transición.

NOTAS[Subir]

[1]

Recensión del libro de Juan José Solozábal Echavarría Derechos fundamentales y forma política, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2020, 575 págs.