RESUMEN
El autor analiza la evolución de la jurisprudencia constitucional, que ha ido acotando el ámbito del decreto ley en materia tributaria, y perfilando un doble filtro de control formal y material. En particular, se detiene en el presupuesto constitucional que habilita la excepcional utilización del decreto ley, la «extraordinaria y urgente necesidad», y en la delimitación constitucional de la materia tributaria inmune a la legislación de urgencia (art. 86.2 de la Constitución española). Esta sólida jurisprudencia constitucional le permite aventurar serias dudas de constitucionalidad del Decreto Ley 13/2011, de 16 de septiembre, por el que se restablece el Impuesto sobre el Patrimonio con carácter temporal, del Decreto 3/2016, de 2 de diciembre, en relación al Impuesto sobre Sociedades, y del más reciente Decreto Ley 17/2018, de 8 de noviembre, que modifica el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados. Finalmente, el estudio incluye un enfoque jurídico inexplorado, cual es la consideración del uso constitucionalmente ilegítimo del decreto ley como una vulneración del derecho fundamental a la participación política en una democracia representativa (art. 23.1 de la Constitución española).
Palabras clave: Decreto ley; test de urgencia; materias excluidas; impuesto sobre el patrimonio; impuesto sobre sociedades; impuesto sobre actos jurídicos documentados; derecho fundamental a la participación política.
ABSTRACT
The author analyses the evolution of constitutional jurisprudence, which has been narrowing the scope of the Decree-Law in tax matters, and outlining a double filter of formal and material control. In particular, it focuses the constitutional requirement that enables the exceptional use of the Decree-law, the “extraordinary and urgent need”, and at the constitutional delimitation of tax matters immune to emergency legislation (art. 86.2 of the Spanish Constitution). This solid constitutional jurisprudence allows him to venture serious doubts about the constitutionality of Decree-Law 13/2011, of September 16, which reinstates the Wealth Tax on a temporary basis, of Decree 3/2016, of December 2, in relation to Corporation Tax, and the most recent Decree-Law 17/2018, of November 8, which modifies the Tax on Documented Legal Acts. Finally, the study includes an unexplored legal approach, which is the consideration of the constitutionally illegitimate use of the Decree-Law as a violation of the Fundamental Right to political participation in a representative democracy (art. 23.1 of the Spanish Constitution).
Keywords: Decree-law; Urgency test; Excluded subjects; Wealth Tax; Corporate tax; Tax on Documented Legal Acts; Fundamental right to political participation.
En los últimos tiempos hemos asistido a una proliferación de decretos leyes, en muchos y muy diversos segmentos del ordenamiento jurídico, que han convertido esta técnica legislativa excepcional en una anómala forma de legislar[1], aun a costa de sacrificar los rigurosos presupuestos constitucionales que cuidadosamente la delimitan. El uso recurrente[2] de este expediente constitucional de origen francés[3], de frecuente utilización en la etapa preconstitucional, cuestiona seriamente la calidad de nuestras instituciones democráticas, sobre todo por las muy diversas razones que lo propalan, como la precariedad de la mayoría parlamentaria gubernamental, la perentoriedad del calendario político, la corrección in extremis de una «indeseable» jurisprudencia o la indisimulada pulsión recaudatoria que se prodiga en materia financiera y tributaria.
La relación del decreto ley y la materia tributaria, además de voluble y sinuosa, ha sido siempre constitucionalmente contingente. La existencia de una reserva formal de ley (arts. 31.3 y 133.1 CE), y su vinculación genética con el principio de autoimposición, asociado históricamente al nacimiento de la institución parlamentaria, ha conferido a la legislación de urgencia —que, de suyo, supone la inmisión extraordinaria del Ejecutivo en la función legislativa constitucionalmente atribuida al Legislativo (art. 66.1 CE)— un carácter excepcional en el ámbito jurídico-tributario, desde un punto de vista tanto formal como material.
La admisibilidad del decreto ley —del que se ha dicho, en expresión plástica, que constituye un híbrido normativo con cuerpo de decreto y alma de ley—, en materia tributaria, ha dado lugar a una frondosa jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que, de forma paulatina, ha depurado un preciso canon de constitucionalidad. Hoy disponemos de un sólido cuerpo de jurisprudencia —compacto, no granítico, pero tampoco excesivamente agrietado— que nos permite abordar una reflexión seria sobre la legitimidad constitucional de la extraordinaria utilización de este instrumento normativo en materia tributaria. La excepcional invasión que entraña de un ámbito naturalmente reservado al Poder Legislativo viene delimitada jurídicamente por unos linderos precisos acotados en el precepto constitucional (art. 86.1 CE)[4]. Sin perjuicio de que el art. 86.2 CE, trasunto de la resistencia atávica a despojar de la función legislativa a su titular originario, prevea convalidación por el Congreso de los Diputados en el plazo de un mes —que opera como una suerte de ratificación ex post del titular ordinario de la potestad legislativa[5]—, y, en caso de ser convalidado, su eventual tramitación como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia, es decir, el restablecimiento de la capacidad legislativa de las Cámaras que, sin perjuicio de la vigencia inmediata del decreto ley, recuperan su plena capacidad de enmendar, adicionar o modificar, de debatir el nuevo proyecto de ley, y de pronunciarse sobre la aprobación o veto del conjunto del proyecto de ley en tramitación parlamentaria.
En el presente trabajo nos proponemos analizar la evolución de la jurisprudencia constitucional, que ha ido acotando el ámbito del decreto ley en materia tributaria, y perfilando un doble filtro de control formal y material. En particular, nos referiremos al presupuesto constitucional que habilita la excepcional utilización del decreto ley, la «extraordinaria y urgente necesidad», y a la delimitación constitucional de la materia tributaria inmune a la legislación de urgencia (art. 86.2 de la Constitución española). Esta sólida jurisprudencia constitucional nos permite abrigar serias dudas de constitucionalidad del Decreto Ley 13/2011, de 16 de septiembre, por el que se restablece el Impuesto sobre el Patrimonio con carácter temporal, del Decreto 3/2016, de 2 de diciembre, con relación al Impuesto sobre Sociedades, y del más reciente Decreto Ley 17/2018, de 8 de noviembre, que modifica el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados. Finalmente, el estudio incluye un enfoque jurídico inexplorado, cual es la consideración del uso constitucionalmente ilegítimo del decreto ley como una vulneración del derecho fundamental a la participación política en una democracia representativa (art. 23.1 de la Constitución española).
El control de constitucionalidad del decreto ley supone la verificación de que su excepcional utilización no franquea los límites formal y material previstos en el art. 86.1 de la Constitución. En efecto, según reiterada jurisprudencia del TC, el test de constitucionalidad de un decreto ley debe sortear un doble control formal y material, a saber: i) la concurrencia del presupuesto habilitante de su excepcional utilización, que se identifica con la «extraordinaria y urgente necesidad» (control formal), y ii) la no «afectación» del ámbito material negativo delimitado, en el que, ni siquiera concurriendo el presupuesto habilitante, puede penetrar el decreto ley (control material).
El presupuesto habilitante que justifica la excepcional utilización del decreto ley se anuda a una situación de «extraordinaria y urgente necesidad»[6]. A pesar de los contundentes epítetos que exhibe el art. 86.1 CE, el TC ha relativizado su significado, con el propósito confesado de dotar a este instrumento normativo de una virtualidad aplicativa de la que, en otro caso, carecería[7]. Basta con la necesidad de una acción normativa inmediata, ante la ineficacia del procedimiento legislativo ordinario, o de urgencia, para responder a una situación imprevisible, para que concurra el presupuesto habilitante. La inidoneidad alternativa del procedimiento legislativo, ordinario o de urgencia, el riesgo de frustrar una respuesta normativa inmediata a una coyuntura económica desfavorable, o a una situación imprevisible, permite al Ejecutivo invadir un espacio normativo que no le es propio, y arrogarse una potestad legislativa que, en condiciones normales, le está constitucionalmente vedada.
Con todo, el Tribunal Constitucional no se ha quedado en estos enunciados genéricos e imprecisos, sino que ha intentado penetrar en el significado de la «extraordinaria y urgente necesidad», dibujando unos contornos más precisos de este concepto jurídico indeterminado, o lo que es lo mismo, configurando criterios objetivos para reducir su inherente y vaporoso halo conceptual. En este sentido, desde su inicial STC 29/82, y con incidencia en múltiples sentencias posteriores (SSTC 137/2003, de 3 de julio, y 189/2005, de 7 de julio), el Tribunal Constitucional ha construido un auténtico test de urgencia sobre la base de dos elementos, cuya concurrencia simultánea configura un criterio certero para su evaluación. En primer lugar, se exige la identificación de los motivos que amparan la supuesta urgencia, y que habrá que extraer de «la valoración conjunta de todos aquellos factores que determinaron al Gobierno a dictar la disposición legal excepcional y que son, básicamente, los que quedan reflejados en la exposición de motivos de la norma, a lo largo del debate parlamentario de convalidación, y en el propio expediente de elaboración de la misma» (SSTC 29/82, 182/1997, 11/2002 y 137/2003), debiendo siempre tener presentes «las situaciones concretas y los objetivos gubernamentales que han dado lugar a la aprobación de cada uno de los Decretos-leyes enjuiciados (SSTC 6/1983, 182/1997, 11/2002, 137/2003)» (STC 189/2005, de 7 de julio). En segundo lugar, es necesario un juicio de adecuación entre la motivación esgrimida y las medidas concretas adoptadas por el decreto ley. A nuestro modo de ver, no se configura como una relación de proporcionalidad, sino como un juicio de idoneidad, cualitativa y cuantitativa, temporal o permanente, para combatir, con la acción normativa inmediata, la situación de urgencia definida.
El Tribunal Constitucional se ha mostrado muy flexible en la aplicación de ese test de urgencia en el ámbito tributario. En su temprana STC 6/83, al enjuiciar la constitucionalidad de la disposición transitoria tercera b) del Real Decreto Ley 11/1979, de Medidas urgentes de financiación de las Haciendas Locales, que transformó la bonificación del 90 % aplicable a las viviendas de protección oficial en la Contribución Territorial Urbana en una reducción del 50 % durante tres años, aceptó que la justificación esgrimida, consistente en la necesidad de dotar de recursos financieros a las corporaciones locales democráticas, era admisible, y, por su temporalidad declarada, apreció la necesaria adecuación entre la situación habilitante y la solución normativa adoptada. Es más, si esa provisionalidad se hubiera trocado en vocación de permanencia, «podría hablarse de una sobrevenida falta de adecuación entre la situación habilitante y la normativa producida» (FD 7 in fine)[8]. Ahora bien, ello no significa que la locución «disposiciones legislativas provisionales», que emplea el art. 86.1 CE, deba significar necesariamente temporalidad. La provisionalidad se refiere a su vigencia temporal inmediata —o provisional—, en tanto no sea convalidada por el Congreso de los Diputados (art. 86.2 CE)[9].
En la STC 182/1997, de 28 de octubre, se pronuncia sobre el Real Decreto Ley 5/92, de 21 de julio, de Medidas Presupuestarias Urgentes, que, en cuanto aquí nos interesa, elevó del 53 al 56 % el tipo máximo del IRPF, modificó al alza la tabla de retenciones del trabajo personal, y elevó el tipo general del IVA del 13 al 15 %. El decreto ley justifica las medidas adoptadas en la necesidad de incrementar la recaudación fiscal y reducir el creciente déficit público. El Tribunal Constitucional no realiza aquí un examen específico del juicio de adecuación, no al menos más allá de la simple exposición genérica de su jurisprudencia; y esa omisión es especialmente grave, considerando que los recurrentes, sin discutir la legitimidad de los objetivos perseguidos, negaban que las medidas adoptadas fueran adecuadas para configurar una respuesta normativa a esos objetivos[10]. Y en la STC 137/2003, de 3 de julio, analizando la constitucionalidad del Real Decreto Ley 12/1995, de 28 de diciembre, sobre Medidas Urgentes en materia presupuestaria, tributaria y financiera, que, entre otras modificaciones, reducía los tipos de gravamen aplicables en Canarias del impuesto especial sobre determinados medios de transporte, el Tribunal Constitucional entendió aquí que la situación de prórroga presupuestaria definida en el decreto ley habilitaba, más allá de la simple actualización monetaria por la inflación, para modificar los tipos de gravamen de un impuesto. También admitió que la necesidad de reactivar el sector automovilístico, afectado por la crisis económica, que fue aducida en el debate parlamentario de convalidación, permitía al Gobierno recurrir a la legislación de urgencia. Y en cuanto al juicio de adecuación de la media propuesta, sentenció que constituía «una medida idónea para la consecución del objetivo marcado, en tanto que es indudable que la reducción de tipos de un impuesto que, como el impuesto sobre medios de transporte, grava el consumo, supone un incentivo a la adquisición de nuevos vehículos de turismo, lo que a su vez incide favorablemente en la recuperación de la actividad económica».
Más emblemática fue la STC 189/2005, de 7 de julio, sobre el Real Decreto Ley 7/1996, de 7 de junio, sobre medidas urgentes de carácter fiscal y de fomento y liberalización de la actividad económica, que introducía un denso y heterogéneo paquete de medidas fiscales, como la reducción del 95 % en la base imponible del impuesto sobre sucesiones y donaciones para las adquisiciones mortis causa de empresa familiar y de vivienda habitual, la actualización de valores de elementos patrimoniales del inmovilizado material afectos a actividades económicas, la fijación de un tipo de gravamen único del 20 % para los incrementos de patrimonio con un período de generación superior a dos años, o la modificación del régimen tributario de los incrementos y disminuciones de patrimonio derivados de elementos patrimoniales adquiridos con anterioridad a la entrada en vigor del real decreto ley impugnado, y que consistió en una modificación de los llamados coeficientes de abatimiento. El Tribunal Constitucional no solo valida la heterogénea motivación ofrecida, sino que examina también el debate de convalidación, y extrae de este una justificación adicional: el relanzamiento de la economía para cumplir con los requisitos de convergencia de la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria, que anuda al fomento del empleo, especialmente en las pequeñas y medianas empresas, y a la movilización del ahorro. Y, finalmente, y en punto a lo que aquí hemos denominado juicio de adecuación, concluye, aunque sin detenerse en la evaluación pormenorizada de cada una de estas razones, que concurre la conexión entre la urgencia explicitada y las concretas medidas adoptadas, toda vez que, en su consideración global, las medidas adoptadas se manifiestan idóneas para la consecución de la finalidad pretendida. En este sentido, considera que la bonificación del impuesto de sucesiones garantiza la continuidad de las empresas familiares y el mantenimiento del empleo en su seno, mientras que la revalorización de activos y la modificación del régimen de tributación de plusvalías «son medidas potencialmente favorables a una activación del mercado de capitales, al dirigirse a liberar el dinero y a estimular su movilidad, lo que a su vez puede incidir favorablemente en la recuperación de su actividad económica a la que se aspiraba para cumplir con los criterios de convergencia» (FD 5).
En definitiva, la jurisprudencia constitucional ha decantado un sólido test constitucional de urgencia, que exige un doble análisis: i) la explicitación de los motivos en que pretende ampararse la necesidad urgente esgrimida y ii) la necesaria conexión causal entre las medidas legislativas adoptadas y los motivos aducidos.
El art. 86.1 CE delimita un ámbito material negativo en el que el decreto ley no puede penetrar. En particular, y en cuanto aquí nos interesa, la legislación de urgencia no podrá «afectar» a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el título I, entre los que se incardina el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad, progresividad y no confiscatoriedad (art. 31.1 CE).
Una interpretación literalista del término «afectar» conllevaría la expulsión del decreto ley del ámbito jurídico-tributario; tesis maximalista que, como hemos apuntado más arriba, fue desechada por el Tribunal Constitucional en sus primeras sentencias. Sin embargo, la relación umbilical existente entre el principio de legalidad y la materia tributaria, y su excepcional derogación por la legislación de urgencia emanada del Poder Ejecutivo, supuso la inicial identificación, o asimilación, del ámbito material excluido, con la reserva material de ley tributaria. Nótese que el art. 133.1 CE proclama que la potestad originaria para establecer tributos corresponde al Estado mediante ley, que bien podía entenderse como ley en sentido formal, y que el art. 31.3 CE, ubicado sistemáticamente en el título I, prevé que solo podrán establecerse prestaciones patrimoniales de carácter público con arreglo a la ley. Ciertamente, no se trataría de una reserva absoluta de ley, repelente de cualquier género de normación reglamentaria, pero sí de una reserva relativa que cubriría la creación ex novo del tributo, y la determinación de los elementos esenciales o configuradores de la obligación tributaria.
Esta tesis, que podríamos denominar «doctrina de la coextensión», supone la identificación entre reserva relativa de ley tributaria y el ámbito material excluido del decreto ley, y se explica por la confusión que anida en la textura híbrida de esta excepcional forma de producción normativa. Su más primitiva formulación la encontramos en la STC 6/83 (FD 4)[11], y se mantendría incólume en las posteriores SSTC 41/1983 y 51/1983, hasta que con la STC 182/97 se procede a «matizar explícitamente la doctrina de este Tribunal sobre el sentido y alcance de los límites del Decreto-ley cuando recae sobre materia tributaria» (FD 8)[12]. En síntesis, la matización consiste en vincular el ámbito material excluido del decreto ley no tanto con la reserva relativa de ley tributaria (art. 31.3 CE) como con el deber constitucional de contribuir al levantamiento de las cargas públicas (art. 31.1 CE)[13].
En particular, la STC 182/97 sostiene:
Conforme a la propia literalidad del art. 31.1 CE queda claro, pues, que el Decreto-Ley no podrá alterar ni el régimen general ni aquellos elementos esenciales de los tributos que inciden en la determinación de la carga tributaria, afectando así al deber general de los ciudadanos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su riqueza mediante un sistema tributario justo. Lo que no significa otra cosa que dar cumplimiento a la finalidad última del límite constitucional de asegurar el principio democrático y la supremacía financiera de las Cortes mediante la participación de los ciudadanos en el establecimiento del sistema tributario, de modo que «la regulación de un determinado ámbito vital de las personas dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes», como se afirmó en la STC 19/1987, fundamento jurídico 4.º De manera que vulnerará el art. 86 CE cualquier intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o cuantitativa altere sensiblemente la posición del obligado a contribuir según su capacidad económica en el conjunto del sistema tributario.
De esta forma, el cambio de orientación jurisprudencial no es más que una «matización», que viene a conectar la alteración —o «afectación»— del régimen general o de los elementos esenciales del tributo, cubiertos por la reserva de ley (art. 31.3 CE), con el deber constitucional de contribuir (art. 31.1 CE). A este planteamiento se añade un tercer elemento, que es la consideración al tributo «afectado», a su naturaleza, estructura y función en el entero sistema tributario, y su propia permeabilidad al principio de capacidad económica (FD 7 de la STC 182/97, in fine).
Por ende, la imbricación del deber constitucional de contribuir requiere un examen de cada concreta figura tributaria «afectada», su relación con el principio de capacidad económica, su función redistributiva, su carácter general o su reflejo en la presión fiscal global que soportan los ciudadanos. Así, en la STC 137/2003, de 3 de julio, al enjuiciar la constitucionalidad del Real Decreto Ley 12/1995, en la STC 108/2004, de 30 de junio, al enjuiciar la modificación de los tipos de gravamen operada en el impuesto sobre el alcohol y bebidas derivadas operada por el Real Decreto Ley 12/1996, de 26 de julio, o en la STC 189/2005, en relación con el impuesto sobre sucesiones y donaciones. Cualquier alteración de un elemento esencial del IRPF afecta al deber constitucional de contribuir, y constituye materia vedada al decreto ley, porque, como declaraba la misma STC 189/2005, en relación con la modificación operada en tratamiento tributario de los incrementos y disminuciones de patrimoniales, los preceptos impugnados:
[…] han afectado a la esencia del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el art. 31.1 CE, pues al modificar el régimen tributario de los incrementos y disminuciones patrimoniales en un tributo que, como el impuesto sobre la renta de las personas físicas constituye una de las piezas básicas de nuestro sistema tributario, se ha alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de los contribuyentes, en unos términos que, conforme a la doctrina de este Tribunal (SSTC 182/1997 (RTC 1997, 182), 137/2003 (RTC 2003, 137), y 108/2004 (RTC 2004, 108), ya citadas), están prohibido por el art. 86. 1 CE.
Esta doctrina ha sido seguida por la STC 73/2017, de 8 de junio de 2017, que, al declarar la inconstitucionalidad de la llamada declaración tributaria especial (la mal llamada amnistía fiscal)[14], extendería su tesis sobre el IRPF al impuesto sobre sociedades, razonando en su FD 3 en los siguientes términos:
Por otra parte, al IS se le puede considerar, junto con el IRPF, como otra de las piezas básicas del sistema tributario y, concretamente, de la imposición directa en España. Se trata de otro tributo global sobre la renta, aunque en este caso de las personas jurídicas, que, con su integración con el IRPF, complementa el gravamen de uno los de índices de capacidad económica más importantes: la renta. De esta manera, sirve también al objetivo de personalizar el reparto de la carga fiscal según los criterios de capacidad económica y de igualdad, coadyuvando al cumplimiento de los principios de justicia tributaria y los objetivos de redistribución de la renta. Por tanto, la alteración sustancial de sus elementos esenciales podría afectar también al modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de las personas jurídicas que pongan de manifiesto una capacidad económica gravable.
Y la todavía más reciente STC 78/2020, de 1 de julio, confirma la intangibilidad material del impuesto sobre sociedades al declarar la inconstitucionalidad del Real Decreto Ley 2/2016, de 30 de septiembre, que modificó el sistema de cálculo de los pagos fraccionados de este tributo. Esta sentencia, que se pronuncia sobre sendas cuestiones de constitucionalidad planteadas por la Audiencia Nacional, constituye la más acendrada aplicación del canon de constitucionalidad depurado por la jurisprudencia constitucional, convirtiendo el impuesto de sociedades en un campo minado para el decreto ley.
Las SSTC 73/2017 y 78/2020 configuran, para el impuesto sobre sociedades, un espacio de intangibilidad material impermeable al decreto ley, que puede impactar en el vigente Real Decreto Ley 3/2016, de 2 de diciembre, por el que se adoptan medidas en el ámbito tributario dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social[15]. Casi nos atreveríamos a decir que su futura declaración de inconstitucionalidad puede haber sido inducida por los mismos autos de 14 y 19 de diciembre de 2018 de la Sección Séptima de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional, que plantearon la cuestión de inconstitucionalidad del Decreto Ley 2/2016, recientemente declarada por la precitada STC 78/2020, de 1 de julio, y en los que de forma velada se insinúa la inconstitucionalidad del Real Decreto Ley 3/2016[16].
Al margen de las jugosas consideraciones jurídicas que suscitaría la aplicación de la doctrina constitucional sobre el test de urgencia[17], parece fuera de duda que la proyección del canon de constitucionalidad, en su acabada formulación destilada por el Tribunal Constitucional, sobre este controvertido decreto ley, corrobora la conclusión preliminar avanzada por la Audiencia Nacional. En primer lugar, existe una afectación directa e inmediata al deber de contribuir, en la medida en que el impuesto sobre sociedades constituye una pieza esencial, un «pilar estructural», de nuestro sistema tributario. Es ya pacífico en nuestra jurisprudencia constitucional que posee una íntima relación con la capacidad económica y realiza una función equidistributiva de la carga tributaria. La imposición global sobre la renta o sobre el consumo es inmune al decreto ley, mientras que la tributación indirecta sobre consumos específicos (impuesto de matriculación, impuesto de alcoholes) o ciertas específicas figuras tributarias (tasa sobre el juego), o incluso —y con un criterio, a nuestro juicio, censurable— un impuesto general como el que grava los incrementos patrimoniales a título lucrativo mortis causa, pueden ser penetrados en su regulación por este excepcional instrumento normativo.
En segundo lugar, el real decreto ley afecta a elementos esenciales del deber de contribuir. El real decreto ley innova de forma sustancial el régimen jurídico del impuesto sobre sociedades, y lo hace en aspectos esenciales de este. Prácticamente se produce una reforma integral de la base imponible del impuesto sobre sociedades, elemento estructural del tributo, esencial en la cuantificación de la cuota tributaria, en la medida en que se erige en la base de cálculo —reflejo cuantitativo de la magnitud de la riqueza gravada— sobre la que se aplica el tipo de gravamen; que desborda ampliamente la materia normativa cubierta por la reserva constitucional de ley formal tributaria (art. 86.1 en relación con el art. 31.3 de la CE, y art. 133.1 de la CE). Se siembra de excepciones fiscales, por vía de real decreto ley, la ecuación de base imponible y resultado contable establecida por ley formal (art. 10 de la Ley del Impuesto sobre Sociedades). Y no se agota aquí la inmisión, constitucionalmente ilegítima, del real decreto ley en materia tributaria que le es ajena, sino que penetra también en la limitación de la deducción por doble imposición, una vez aplicado el tipo impositivo, confluyendo con lo dispuesto en la Red de Convenios para evitar la Doble Imposición, operando sobre otro elemento esencial de cuantificación, como es la cuota tributaria (apdo. 2 de la disposición adicional decimoquinta de la LIS).
Con todo, la más relevante innovación cualitativa del Real Decreto Ley 3/2016 es la derogación ex tunc del régimen transitorio establecido para las reversiones de los deterioros de cartera (disposición transitoria decimosexta de la LIS)[18], toda vez que la nueva norma fija la posibilidad de una reversión automática del 20 % de los ajustes practicados en el pasado en concepto de deterioro fiscal de cartera de las entidades participadas, por un período de cinco años, con independencia de que se haya producido una recuperación patrimonial en la entidad participada que provocó tal deterioro. Dicha nueva norma equivale, básicamente, a la creación de un tributo ex novo, equivalente al 20 % anual del ajuste por deterioro de cartera de la sociedad participada depreciada antes de 2013[19]. En una palabra, asistimos a la creación de una nueva obligación tributaria general, y a una modificación de sus elementos estructurales esenciales, que desconoce —y pugna con— la reserva material de ley tal y como ha sido constitucionalmente configurada.
El tercer, y último aspecto, exigiría analizar la naturaleza y alcance de la regulación normativa emprendida a través de este excepcional instrumento normativo, que puede calificarse como una auténtica reforma fiscal del impuesto de sociedades. Y no solo de este impuesto, sino que también afecta a otras muchas figuras impositivas y leyes tributarias.
En conclusión, el Real Decreto Ley 3/2016 afecta de forma nodular al impuesto sobre sociedades, pieza esencial de nuestro sistema tributario —como ha reconocido el propio Tribunal Constitucional—, íntimamente conectado con la capacidad económica que revela la renta societaria, incide directamente en el deber constitucional de contribuir, e incorpora una innovación normativa cualitativa en sus elementos esenciales, que franquea el límite negativo del art. 86.1 de la CE y solivianta el test de urgencia que habilitaría su excepcional utilización, sembrando serias dudas de constitucionalidad.
El Real Decreto Ley 13/2011, de 16 de septiembre[20], se promulga en un contexto de acusada crisis económica y financiera, y se justifica, en su preámbulo, en la necesidad de dotar de estabilidad a nuestra economía y favorecer la recuperación y el empleo, lo que «aconseja la adopción de nuevas medidas tributarias que refuercen los ingresos públicos». Y en el mismo sentido, en el debate parlamentario, la vicepresidenta y ministra de Economía aludía a la recuperación del gravamen «para los patrimonios más altos, con un fin muy claro […], el de reforzar la estabilidad presupuestaria potenciando la equidad»[21]. Por tanto, el restablecimiento del impuesto obedece a una doble justificación: allegar recursos financieros para combatir el déficit público y fortalecer el principio de justicia tributaria. Junto con esa doble justificación inicial, se aduce —y se reitera en el debate parlamentario—, una motivación adicional, y es que, recuperada la capacidad normativa de las comunidades autónomas con la reactivación del impuesto, pueda ser ejercida si estas así lo estiman oportuno, para que los ciudadanos puedan conocer, con la antelación necesaria, las normas tributarias que les son efectivamente aplicables[22].
En relación con lo que hemos dado en llamar el juicio de adecuación del test de urgencia, las medidas legislativas adoptadas no se compadecen con los motivos que les sirven de fundamento, carecen de una conexión causal clara, o, cuando menos, no son idóneas cualitativa y cuantitativamente. En relación con la contracción del déficit público, no parece adecuado —por insuficiente— restaurar un impuesto de tan escaso potencial recaudatorio[23], y fragmentado entre todas las CC. AA., como es el impuesto sobre el patrimonio, y menos aún con un horizonte temporal limitado a dos períodos impositivos, 2011 y 2012. Nótese que, como advertíamos más arriba, la vigencia temporal de las medidas adoptadas no es consustancial al decreto ley (STC 189/2005), es más, de la admisión explícita de la «sobrevenida falta de adecuación» (STC 6/83) parece colegirse, a sensu contrario, que mientras subsista la situación de extraordinaria y urgente necesidad pueden prolongarse las medidas legislativas adoptadas para combatirla. Hay un defectuoso entendimiento de la provisionalidad, y una errónea confusión con su temporalidad —ya definitivamente delimitada con la STC 189/2005—, que, además, no se compadece con el sentido de la última reforma constitucional de 27 de septiembre de 2011, que, emprendida de forma sincrónica con el decreto ley, incrusta de forma novedosa, en el art. 135.2 CE, el principio del equilibrio presupuestario, pero cuya disposición adicional 3 desplaza hasta 2020 la contención del déficit estructural dentro de los límites del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea[24]. Si el programa constitucional de contención del déficit estructural plantea un horizonte 2020, no se entiende cuál puede ser la contribución de un impuesto de escaso impacto recaudatorio, con una vigencia temporal limitada a dos años (2011 y 2012 ), tras los cuales va a restablecerse la bonificación fiscal íntegra del 100 % (numeral 1 del apdo. segundo del art. único del Real Decreto Ley 13/2011), con la consiguientes desaparición de la capacidad normativa y pérdida de recursos tributarios para las respectivas haciendas autonómicas. Por lo demás, tampoco podemos obviar que ninguna de las modificaciones legislativas operadas en la Ley 19/91, reguladora del Impuesto sobre el Patrimonio, se endereza a aumentar sustancialmente su capacidad recaudatoria.
En el plano jurídico-sustantivo, no son menores las dudas que suscita el controvertido decreto ley. La depuración técnica del canon de constitucionalidad exige detenernos en el enfoque tridimensional al que ya hemos hecho referencia más arriba. En primer lugar, existe una afectación directa e inmediata al deber de contribuir. En segundo lugar, no solo penetra en el núcleo de la obligación tributaria, con la creación ex novo —o mejor, restablecimiento ex novo— de un tributo, sino que, además, afecta a elementos esenciales de esta, como la cuota tributaria, los beneficios fiscales, el mínimo exento, la exención de vivienda habitual, y la obligación de declarar y de pagar. Hay una afectación medular del deber de contribuir que, en el contexto de la primera jurisprudencia constitucional, supondría una clara invasión de la reserva relativa de ley vedada al decreto ley. En tercer lugar, y en punto a la naturaleza, estructura y función del impuesto sobre el patrimonio en el entero sistema tributario en que se incardina, y la alteración sensible de la presión global que soportan los contribuyentes, no podemos olvidar que estamos ante un gravamen de uno de los tres índices clásicos de la capacidad económica (renta, patrimonio, consumo), que reviste carácter global y periódico, que obliga a todos los contribuyentes a examinar anualmente si sobrepasan el mínimo exento y, por ende, si están incursos en la obligación de autoliquidar e ingresar la correspondiente deuda tributaria.
La conclusión que podemos extraer desde la perspectiva analítica tridimensional que nos ofrece la jurisprudencia constitucional es que, también en lo que se refiere al control material, el decreto ley estudiado presenta razonables de dudas de constitucionalidad, al penetrar de lleno en el deber de contribuir, constitucionalmente vedado a la legislación de urgencia (art. 86.1 CE).
La monolítica jurisprudencia contenciosa del Tribunal Supremo que en los últimos cuarenta años venía considerando al prestatario sujeto pasivo del impuesto de actos jurídicos documentados (AJD) que grava los préstamos hipotecarios se vio brusca e inopinadamente cuestionada por tres sentencias díscolas de 16, 22 y 23 de octubre de 2018, que atribuían la condición de sujeto pasivo al prestamista y que, por lo general, es una entidad financiera[26]. Ante la trascendencia jurídica —y, probablemente, también económica[27]— del abrupto cambio de jurisprudencia, que no obedecía a cambio legislativo alguno, el presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo convocó un Pleno jurisdiccional de toda la Sala Tercera del Alto Tribunal para pronunciarse sobre los recursos de casación todavía pendientes de resolución[28], previa avocación a Pleno de su conocimiento. El nuevo modelo casacional veía su preciada función nomofiláctica[29] zaherida, no solo por el abrupto giro jurisprudencial, sino también por una avocación plenaria que cuestionaba una nueva doctrina legal que ya revestía formalmente la condición de jurisprudencia en sentido técnico-legal.
Mientras una creciente expectación mediática se cernía sobre el Pleno jurisdiccional de la Sala Tercera, el poder político se sentía emplazado a intervenir, y lo haría en un sentido diverso a lo que hasta ahora había sido una jurisprudencia pacíficamente consolidada. Sin esperar a la nueva sentencia plenaria, se promulgaba el Real Decreto Ley 17/2018, de 8 de noviembre, que atribuirá la condición de sujeto pasivo al prestamista. Unos días más tarde, tras un denso, tenso y apretado Pleno[30], veía la luz la STS de 27 de noviembre de 2018 que, con grave daño a una depurada técnica casacional, restablecería su inveterada jurisprudencia que atribuía la condición de sujeto pasivo del AJD de préstamos hipotecarios al prestatario. El Pleno de la Sala Tercera embridaba la jurisprudencia díscola de su Sección Segunda y la reducía a una fugaz distopía jurídica.
Siguiendo las previsiones constitucionales de los apartados 2 y 3 del art. 86 CE, el Congreso de los Diputados convalidó el real decreto ley en su sesión plenaria del 22 de noviembre de 2018, y, aun cuando se acordó su tramitación como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia, se frustraría por las turbulencias políticas que sacudieron la XII legislatura, reflejo de la precaria mayoría parlamentaria que sostenía al Ejecutivo, y que abocarían al presidente del Gobierno a la disolución anticipada de las Cámaras con el Real Decreto 129/2019, de 5 de marzo.
Pero la precipitación de la intervención legislativa, y la propia técnica legislativa empleada —de nuevo un decreto ley, y esta vez para cambiar el signo de una inveterada jurisprudencia del Tribunal Supremo—, plantea, de forma descarnada, el problema del control formal de constitucionalidad del presupuesto habilitante de la legislación de urgencia, y, en definitiva, si es constitucionalmente legítimo utilizar el decreto ley para intervenir la jurisprudencia consolidada del Tribunal Supremo.
La exposición de motivos del Real Decreto Ley 17/2018, anuda la «extraordinaria y urgente necesidad» a la situación de «incertidumbre» generada por la sucesión de sentencias contradictorias, que demandaría un marco jurídico estable tan esencial para el «desenvolvimiento normal del tráfico hipotecario». Y conecta el «presupuesto habilitante de urgencia de este Decreto-Ley» con la inaplazable necesidad de «poner fin de manera inmediata a la incertidumbre e inseguridad», toda vez que la «indeterminación» habría generado parálisis del mercado hipotecario. La invocación de la situación extraordinaria de inseguridad e incertidumbre constituye una novedosa justificación de la urgencia[31], que, sin embargo, no se compadece con la realidad, máxime cuando el Pleno de la Sala Tercera ya había reducido su jurisprudencia disidente a un fenómeno episódico. Y así lo reconoce de forma palmaria la propia exposición de motivos cuando dice que «el 6 de noviembre de 2018, el Pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, ha acordado volver a hacer recaer sobre el prestatario la obligación de pago del impuesto». Por lo demás, seguridad jurídica y extraordinaria y urgente necesidad son casi un oxímoron, en el que la seguridad jurídica demanda certidumbre y previsibilidad, y la urgencia inaplazable conmina a una acción normativa inmediata, que no puede sacrificarse a la tramitación ordinaria de un proyecto de ley. Un cambio normativo urgente que, por mor de la seguridad jurídica, pretende acabar con una dilatada jurisprudencia sobre el sujeto pasivo del AJD, para afianzar la jurisprudencia disidente, ya pulverizada por el Pleno jurisdiccional, no solo nos aboca a una aporía irreductible, sino que tampoco se compadece con la necesaria conexión causal de las medidas legislativas implementadas con la situación de urgencia definida[32].
La ruptura de ese nexo causal, que prefigura lo que hemos dado en llamar el juicio de adecuación, no puede encubrir que el decreto ley persigue otra finalidad, que integra la segunda justificación esgrimida, y que no es otra que no desatender «el mandato constitucional de garantizar a los ciudadanos sus derechos como consumidores». Es esta finalidad encubierta la que, so pretexto de mitigar la incertidumbre generada, lleva a abrogar una constante jurisprudencia del Tribunal Supremo para mudar el sujeto pasivo del tributo. Cambio legítimo, que no conculca el principio constitucional de capacidad económica, pero que no justifica una acción normativa inmediata, sin el necesario sosiego, la imprescindible racionalidad reflexiva, y la irrenunciable legitimidad democrática, que impone la tramitación parlamentaria del procedimiento legislativo ordinario, o incluso, de urgencia, si así se pretendiera. No concurre el necesario juicio de adecuación entre las concretas medidas legislativas adoptadas y la explicitación de motivos en que pretendidamente se amparan aquellas. Las medidas adoptadas no se compadecen con los motivos que le sirven de fundamento, carecen de una conexión causal clara, o, cuando menos, no son idóneas cualitativa y cuantitativamente. La conclusión que extraemos de lo hasta aquí razonado es que, a nuestro modo de ver, el decreto ley no resiste el test de urgencia tal y como lo ha delimitado el Tribunal Constitucional.
El art. 23 de la Constitución, con la protección jurídica máxima que le confiere su ubicación sistemática en la sección primera del capítulo segundo el título I de la Constitución (art. 53.2 CE), proclama, como derecho fundamental, el derecho a la participación política, que se desdobla en el derecho de sufragio activo y pasivo, «el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal». El precepto constitucional consagra el derecho a la participación política, directamente o por medio de la representación política. La democracia representativa supone que, por delegación del cuerpo electoral, los representantes políticos ejercen la suprema potestad legislativa. En ese sentido, la Constitución prevé que las Cortes Generales «representan al pueblo español» (art. 66.1 CE) y ejercen, por representación de este, la «potestad legislativa del Estado» (art. 66.2 CE). Esta función representativa es especialmente intensa en materia tributaria en virtud del principio histórico de autoimposición, génesis de la institución parlamentaria, que demanda que la aprobación y exacción de los tributos cuenten con consentimiento de los ciudadanos-contribuyentes. El brocardo revolucionario francés (pas de taxes sans representation) y su homónimo norteamericano (there are not taxes without representation), súbita erupción del más taimado principio inglés formulado de forma temprana en la carta magna, constituyen una clara manifestación de ese principio de autoimposición, que alumbrará la formulación constitucional de los principios de legalidad tributaria y de legalidad financiera.
En nuestro sistema constitucional, el propio art. 133.1 de la CE estatuye que «la potestad originaria para establecer los tributos corresponde exclusivamente al Estado, mediante Ley», y, como trasunto de esa declaración formal, los arts. 31.3 y 53.1 CE establecen una reserva constitucional de ley en materia tributaria. Por lo demás, la conexión entre esta reserva constitucional de ley formal y el principio de autoimposición ha sido reconocida por el propio Tribunal Constitucional, «lo que no significa otra cosa que dar cumplimiento a la finalidad última del límite constitucional de asegurar el principio democrático y la supremacía financiera de las Cortes mediante la participación de los ciudadanos en el establecimiento del sistema tributario, de modo que “la regulación de un determinado ámbito vital de las personas dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes”, como se afirmó en la STC 19/1987, fundamento jurídico 4.º» (STC 182/97).
Pues bien, la indebida utilización del decreto ley para penetrar en la materia tributaria, que le es vedada por el art. 86.1 de la CE, conculca el derecho a participar en los asuntos públicos por medio de representantes, al afectar a esa esfera vital sometida al principio de autoimposición que solo una ley en sentido formal puede garantizar. Es cierto que el Legislativo —rectius, el Congreso de los Diputados— interviene en el proceso de convalidación de un decreto ley y que, incluso, puede acordar, tras su convalidación, su tramitación como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia. Pero este no ha sido el caso del Real Decreto Ley 3/2016, que fue convalidado pero no tramitado como proyecto de ley, ni tampoco del Decreto Ley 13/2011, ya agotada la legislatura, o del más reciente Decreto Ley 17/2018, por sobrevenida disolución de las Cámaras legislativas.
En términos de tramitación parlamentaria, y, por ende, de plenitud de debate político, existen sustanciales diferencias entre la simple convalidación de un decreto ley y la tramitación de un proyecto de ley ordinaria. Una ley ordinaria se somete al procedimiento de doble lectura en el Congreso y en el Senado, con debate en Pleno y en Comisión, con aprobación final en el Pleno, y posibilidad de veto o de enmiendas parciales del Senado (art. 90 de la CE, art. 109 del Reglamento del Congreso de los Diputados y art. 106 del Reglamento del Senado). En la Cámara Baja admite el debate de totalidad, con rechazo del proyecto de ley o adopción de texto alternativo (art. 112 del Reglamento del Congreso de los Diputados), y el debate al articulado, con plena capacidad de enmienda de todos los Grupos Parlamentarios, también de la oposición, que pueden presentar enmiendas de adición, modificación o supresión (art. 110.4 del Reglamento del Congreso de los Diputados), y que pueden incluso transaccionar enmiendas con otros grupos parlamentarios. Supone una amplísima iniciativa legislativa que comprende la propia Cámara mediante la «toma en consideración», el Senado, la iniciativa legislativa de las Asambleas legislativas de las comunidades autónomas y la propia iniciativa legislativa popular (art. 87 CE). El debate parlamentario del procedimiento legislativo ordinario se enriquece, además, con la coparticipación de la Cámara Alta, que puede oponer el veto, provocando una nueva intervención del Congreso (art. 90.2 CE), o simplemente presentar enmiendas parciales de adición, modificación o supresión, o transaccionar enmiendas, y que provocan una nueva intervención del Congreso en Pleno (art. 90 CE). Por lo demás, el debate en el Senado puede ser, de nuevo, en Pleno o en Comisión, con o sin capacidad legislativa plena.
En una palabra, el procedimiento legislativo ordinario constituye un debate político plenario, sin limitación alguna de la cognitio, en la que los ciudadanos participan de forma plenaria, a través de sus representantes, en el proceso de reflexión y racionalización política que sedimenta en la ley ordinaria finalmente aprobada. No ocurre lo mismo con el decreto ley, en el que se les sustrae gran parte del debate político, y en el que los representantes de los ciudadanos-contribuyentes solo intervienen para convalidar —rectius, ratificar— el texto del decreto ley, sustrayéndoles su plena capacidad enmienda, y extrañando del proceso de aprobación al Senado en el que se hallan también sus representantes políticos. Aun en el caso de que se acordara la tramitación de un decreto ley como proyecto de ley, el debate parlamentario tampoco sería plenario, no cabrían enmiendas de totalidad en el Congreso ni derecho de veto en el Senado.
Todo ello es especialmente grave tratándose de materia tributaria vedada al decreto ley, por la íntima vinculación existente entre la exacción de tributos y el principio de legalidad tributaria, trasunto del histórico principio de autoimposición, que impide sustraer el debate parlamentario pleno de la ley fiscal a los legítimos representantes del ciudadano-contribuyente, so pena de incurrir en una violación del derecho fundamental a la participación política a través de los representantes elegidos, como se desprende del art. 23.1 de la CE en relación con los arts. 66.1, 86.1 y 133.1 de nuestra norma fundamental.
Pero ello no significa que, por lo hasta aquí razonado, no sea admisible el decreto ley en materia tributaria por contravenir el derecho a la participación política, derecho fundamental proclamado por el art. 23.1 CE, ubicado sistemáticamente en el título I de la Constitución, y, por ende, límite material inexpugnable por el decreto ley ex art. 86.1 CE, lo que supondría tanto como establecer una colisión insalvable entre el art. 23.1 y el art. 86.1 CE, en cuyo ámbito material negativo se incardinaría precisamente el art. 23.1 CE, condenando a su más absoluta inaplicación a la legislación de urgencia. Lo que queremos poner de relieve es que, cuando el decreto ley franquea el límite material negativo del art. 86.1 CE —por ejemplo, en materia tributaria—, no solo estaremos ante una utilización del decreto ley constitucionalmente ilegítima, sino también, y muy significativamente, ante una violación del derecho fundamental a la participación política, susceptible de protección constitucional a través del recurso de amparo (art. 53.1 en relación con los arts. 86.1 y 23.1 de la Constitución). Este es, precisamente el enfoque analítico que ha sido preterido por la doctrina y jurisprudencia constitucional, y también por los operadores jurídicos en general en su respectiva práctica profesional.
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Sobre el uso abusivo del decreto ley, véase el amplio y autorizado estudio de Aragón Reyes (2016). Según este autor, el «escaso vigor de nuestro parlamentarismo» y la «laxa interpretación jurídica que se ha otorgado al art. 86 CE» estarían en la base de su conversión en un «modo cuasi ordinario de legislar». A estos factores habría que añadir, a nuestro juicio, y en cuanto aquí nos interesa, la perentoria pulsión recaudatoria para cumplir, intempestivamente, las exigencias de estabilidad presupuestaria de inducción europea. |
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Sobre el alarmante uso abusivo del decreto ley, véase Arana García (2013). Compartimos plenamente el enfoque y la preocupación de este autor por el uso abusivo de este extraordinario instrumento normativo. Según su análisis estadístico, en el período comprendido entre 1990 y 2008, el 24 % de la producción normativa con rango de ley fue a través de decreto ley, que se elevaría al 41 % en el período de 2008 a 2012. A ello hay que sumar las sucesivas reformas de los estatutos de autonomía, adoptando la figura del decreto ley, que se ha traducido en un incremento exponencial de esta figura normativa. Su proliferación a finales de 2011 con el cambio de Gobierno fue denunciada también por Pérez Ron (2012). Y sobre la conexión entre la alarma y la urgencia, y su efecto lacerante para la seguridad jurídica, a propósito de la crisis sanitaria que flagela a nuestro país, véase Palomar Olmeda (2020). |
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En realidad, no solo el derecho francés conoció la figura de los décret-lois, desde el Primer y el Segundo Imperios, sino también Italia, desde el Estatuto Albertino, o la Alemania de Weimar, donde la «ley de habilitación» del art. 48 de la Constitución serviría de cobertura formal a la «ley de plenos poderes» de la Alemania nazi, de infausto recuerdo. Sobre el particular, véase Aragón Reyes (2016: 21 y ss.). |
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Según este precepto constitucional: «1. En caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán forma de Decretos-leyes y que no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general. 2. Los decretos-leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo sobre su convalidación o derogación, para lo cual el Reglamento establecerá un procedimiento especial y sumario. 3. Durante el plazo establecido en el apartado anterior, las Cortes podrán tramitarlos como proyectos de ley por el procedimiento de urgencia». |
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El Tribunal Constitucional ha llegado a hablar de homologación de la situación de necesidad que justifica la situación de urgencia, y que, sin embargo, no excluye el ulterior control de constitucionalidad (STC 6/83, de 4 de febrero, en su FD 5). Ahora bien, este es un control jurídico que no excluye el juicio político que corresponde al Ejecutivo y al Congreso de los Diputados. Como señalara la STC 29/82, «el control que compete al Tribunal Constitucional en este punto es un control externo, en el sentido de que debe verificar, pero no sustituir, el juicio político o de oportunidad que corresponde al Gobierno y al Congreso de los Diputados en el ejercicio de la función de control parlamentario». |
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A nuestro juicio, no se trata de una mera locución pleonástica, sino de una fórmula precisa que desprende un acusado halo de excepcionalidad. La más temprana doctrina sostuvo que se refería a una situación perentoria e inminente, que requiera una actuación indispensable que exija cobertura normativa. Véase Soriano García (1983). Este trabajo resultó premonitorio cuando denunciaba que no había que confundir la «extraordinaria y urgente necesidad» con la «ordinaria y urgente oportunidad», que, desgraciadamente, se ha convertido en divisa común en nuestros días. |
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Según la STC 6/83, de 4 de febrero, en su FD 5: «Nuestra Constitución ha contemplado el Decreto-ley como un instrumento normativo, del que es posible hacer uso para dar respuesta a las perspectivas cambiantes de la vida actual, siempre que su utilización se realice bajo ciertas cautelas. Lo primero quiere decir que la necesidad justificadora de los Decretos-leyes no se puede entender como una necesidad absoluta que suponga un peligro grave para el sistema constitucional o para el orden público entendido como normal ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas y normal funcionamiento de los servicios públicos, sino que hay que entenderlo con mayor amplitud como necesidad relativa respecto de situaciones concretas de los objetivos gubernamentales, que, por razones difíciles de prever, requieren una acción normativa inmediata en un plazo más breve que el requerido por la vía normal o por el procedimiento de urgencia para la tramitación parlamentaria de las leyes». |
[8] |
La misma doctrina se reproduce, de forma clónica, en las sucesivas SSTC 41/83, de 18 de mayo, y 51/83, de 14 de junio, que enjuician sendas cuestiones de constitucionalidad planteadas sobre el mismo decreto ley, y se reproduce también en la STC 116/1994, sobre idéntica medida tributaria, si bien adoptada en una Ley Foral de Presupuestos de Navarra, y en la que se discutía la idoneidad de este vehículo normativo para operar la reducción de la bonificación fiscal controvertida cuando no lo autorizaba una ley tributaria sustantiva. |
[9] |
En este sentido se pronunciaba la STC 111/83, y la STC 178/2004, de 21 de octubre, que nos recordaba que en aquella sentencia «estableció nuestra jurisprudencia una conexión entre el carácter provisional del Decreto-ley (art, 86.1 CE) y la necesidad de que sea convalidado o derogado en el plazo de treinta días por el Congreso de los Diputados (art. 86.2 CE), de forma tal que, una vez que se ha producido esa convalidación, cede su carácter de provisionalidad». Y añadía la STC 189/2005, en relación con las modificaciones tributarias introducidas con carácter permanente, que «ningún dato positivo constitucional permite afirmar, en consecuencia, que el carácter provisional del Decreto-ley se refiera necesariamente al carácter temporal de la norma que con esa forma jurídica se apruebe, sin perjuicio de que dicho alcance pueda ser considerado de algún modo para valorar —ya en otro plano— la concurrencia del presupuesto de la extraordinaria y urgente necesidad de la medida legislativa. Y en el caso concreto del Decreto-ley aquí impugnado, la permanencia de las normas discutidas no tiene virtualidad bastante para alterar la conclusión ya sentada respecto de la concurrencia del presupuesto habilitante que exige el art 86.1 CE». |
[10] |
En nuestra opinión, esa preterición, que no cuestiona la validez general de la doctrina sobre la necesaria adecuación o congruencia entre motivos aducidos y la respuesta normativa adoptada, también aquí aducida con invocación de su jurisprudencia precedente, obedece a la conexión obvia entre las medidas adoptadas y la motivación esgrimida. El incremento de tipos impositivos en las dos principales figuras de la imposición directa e indirecta parece una medida idónea para reducir algunos puntos del déficit público. Por ello, concluye que «un déficit público estructural desbocado en un momento en que el objetivo de la convergencia económica con los restantes países de la Comunidad Europea había sido establecido como esencial en la gobernación del país, es motivo suficiente desde la perspectiva de nuestro enjuiciamiento para que el Gobierno adoptase medidas que modificaban, de manera instantánea, la situación jurídica existente». |
[11] |
Seguía aquí la jurisprudencia la tesis defendida por Martín Queralt (1979) consistente en identificar las materias excluidas de decreto ley con la reserva material de ley tributaria. |
[12] |
La sentencia emplea, al menos en dos ocasiones, el término «matizar», reiteración enfática que nos parece relevante en el lento y pausado iter evolutivo de la jurisprudencia constitucional, porque matizar no es lo mismo que revisar o modificar. Precisamente, por ser una mera matización crítica, la primitiva doctrina no se abandona por completo, sino que coadyuva, y pasa a constituir un ingrediente esencial de la novedosa doctrina que inaugura la STC 182/1997. Y es que, aun cuando la matización introducida en esta sentencia nos parece plenamente justificada, tampoco podemos obviar que existen derechos fundamentales proclamados en el mismo título I que presentan una íntima conexión con el principio de legalidad, como es el caso del derecho a participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes libremente elegidos (art. 23.1 CE), y no podemos olvidar la honda significación que la representación parlamentaria tiene en nuestro sistema constitucional, y en la democracia parlamentaria clásica, por mor del principio de autoimposición, en el establecimiento y aprobación de los tributos. |
[13] |
Cambio de orientación que nos parece plenamente justificado y que el Tribunal Constitucional fundamenta jurídicamente aduciendo lo siguiente: «A los efectos de la interpretación del límite material establecido por la Constitución no es preciso vincular —como se hizo en la STC 6/1983— el ámbito del art. 86.1 CE (“afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”, entre los que se encuentra el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos del art. 31.1 CE) con el de la reserva de Ley que establecen el art. 31.3 CE (“sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con arreglo a la Ley”) y el art. 133.1 CE (“la potestad originaria para establecer los tributos corresponde al Estado, mediante Ley”), como si fueran ámbitos coextensos; de modo que cualquier modificación tributaria que afecte a los elementos o aspectos del tributo cubiertos por el ámbito de la reserva de Ley en la materia, quedarán vedados a su regulación mediante Decreto-Ley. Un esfuerzo hermenéutico semejante no se concilia con el propio sentido literal del precepto constitucional, que limita el ámbito material del Decreto-ley sin referencia alguna a la reserva de Ley». Por lo demás, esta nueva orientación ha sido avalada también por la doctrina. Véase Falcón y Tella (1997). Y había sido avanzada por otros autores, como Pérez Royo (1985), que sostenía que «el deber de contribuir, entendido como elemento integrante del estatuto del ciudadano, debe considerarse afectado únicamente por las medidas que alcancen, desde el punto de vista cuantitativo o cualitativo, una cierta relevancia respecto del conjunto del sistema tributario», por lo que debería evaluarse la trascendencia de las concretas medidas tributarias respecto al establecimiento, conservación y mejora del sistema tributario. |
[14] |
La regularización tributaria especial fue introducida por el Real Decreto Ley 12/2012, de 30 de marzo. Sobre los múltiples problemas jurídico-formales que planteaba el decreto ley, y su orden ministerial de desarrollo, véase el jugoso trabajo de Cazorla Prieto (2013). Sin embargo, el autor, con fundados argumentos jurídico-constitucionales, defendía la tesis de la constitucionalidad del decreto ley, por su afectación parcial y complementaria, y por su excepcionalidad y singularidad casuística, que enturbian una posible alteración «sensible» del deber general de contribuir del art. 31.1 CE. Por el contrario, más problemática resultaba, según el mismo autor, la invasión de la reserva material de ley orgánica, al incidir el decreto ley recurrido en la excusa legal absolutoria del delito contra la Hacienda pública, que solo quedaría subsanada con la ulterior reforma del art. 305.4 del Código Penal emprendida por la Ley Orgánica 7/2012, de 27 de diciembre. |
[15] |
Este decreto ley constituye lo que, en expresión plástica, se ha calificado como «decreto ley ómnibus». En lo que se refiere estrictamente al impuesto sobre sociedades, el Decreto Ley 3/2016 «afecta» a un extenso elenco de normas que inciden en la determinación de la base imponible del impuesto sobre sociedades, como son i) los límites para la compensación de bases imponibles negativas aplicables a grandes empresas; ii) los límites para la compensación de bases imponibles negativas y activos por impuestos diferidos; iii) la imputación de rentas negativas derivadas de la transmisión de valores representativos del capital o fondos propios de entidades participadas; iv) la no deducibilidad de pérdidas por deterioro de inmovilizado material, valores representativos de la participación o de deuda pública; v) efectos fiscales de las variaciones de valor por aplicación del criterio de valor razonable; vi) la exención de dividendos y rentas derivadas de transmisión de valores, y vii) la eliminación con base en la doble imposición. Adicionalmente, introduce una novedosa limitación a la deducción de la doble imposición en cuota. Pero no se limita a acometer esta reforma integral de la base imponible de este impuesto, sino que incide también en el régimen fiscal de cooperativas, en el impuesto sobre el patrimonio, impuestos especiales, en la propia Ley General Tributaria, y en normas de Seguridad Social (Aragón Reyes, 2016). |
[16] |
En los precitados autos puede leerse: «La prueba evidente de que el resultado contable no refleja la capacidad económica del sujeto pasivo es que mediante el Real Decreto Ley 3/2016, de 2 de diciembre, por el que se adoptan medidas en el ámbito tributario dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social, se establecieron medidas limitadoras de las reducciones de la base imponible, para ajustar la cuota tributaria al importe de los pagos a cuenta realizados por las grandes empresas, y así limitar el importe de las devoluciones. Un decreto-ley, dicho sea de paso, que flagrantemente modifica elementos esenciales del Impuesto de Sociedades y penetra espacios vedados a este instrumento normativo». Se trata de una declaración obiter dicta, que en modo alguno podía integrarse en la cuestión de constitucionalidad elevada por la sala sentenciadora a riesgo de incurrir en una flagrante incongruencia procesal extra petita. Y este mismo óbice procesal obtura la cognitio de la jurisdicción constitucional sobre el Decreto Ley 3/2016, que no puede suturar ni siquiera una interpretación laxa del art. 39 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. |
[17] |
El real decreto ley no formula con claridad cuál es su justificación. Sin embargo, de su exposición de motivos, y de su propio título, parece colegirse que su justificación radica en la reducción del déficit público, el aumento de la recaudación y el equilibrio presupuestario. Ahora bien, si esta es la justificación para la excepcional utilización de la legislación de urgencia, no se alcanza a comprender el porqué de la necesidad de la inmediatez de la medida. No estamos ante un problema de déficit recaudatorio sobrevenido, que demandara una respuesta legislativa inmediata que no pudiera demorarse a la adopción de una ley ordinaria, siquiera por procedimiento legislativo de urgencia, sino ante un déficit estructural, provocado por la debilidad de beneficios empresariales por la aguda crisis económica, que venía arrastrándose desde hacía años y que, paradójicamente, el propio real decreto ley reconocía que ya había empezado a remitir. La lucha contra el déficit público y el endeudamiento era, desgraciadamente, un problema estructural de nuestras finanzas públicas generado por la fuerte contracción del ciclo económico y la escalada de la prima de riesgo, no un novedoso y sobrevenido problema que había que atajar de forma inmediata recurriendo a este excepcional instrumento normativo que es el real decreto ley. Y si se entendiera —que el decreto ley no lo dice— que se trata de un déficit coyuntural sobrevenido —lo que tampoco parece compadecerse con el clima de recuperación económica y de los ingresos que describe la propia exposición de motivos—, existía margen temporal para recurrir a la legislación ordinaria. Como reza el propio expositivo I del decreto ley, desde mediados de julio, el Ejecutivo conocía la «Decisión (UE) 2016/1222 del Consejo, de 12 de julio, por la que se establece que España no ha tomado medidas eficaces para seguir la Recomendación de 21 de junio de 2013 del Consejo». Y desde entonces podría haber reaccionado, por ejemplo, tramitando por el procedimiento de urgencia, y en lectura única, una ley ordinaria. A fortiori, y como se reconoce de forma palmaria, el Ejecutivo conocía los requerimientos comunitarios de déficit excesivo desde 2013 y no los había implementado eficazmente. Por ende, no existe ninguna razón de urgencia extra ordinem que avalase el sacrificio de la potestad legislativa ordinaria (art. 66.1 CE) en beneficio de una perentoria y sobrevenida situación económica desconocida, y que, de concurrir, podía y debía haberse suturado por vía presupuestaria o legislativa ordinaria. |
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A nuestro juicio, se trata de una retroactividad de grado máximo, viciada de inconstitucionalidad en la medida en que tensiona gravemente el postulado constitucional de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), y sobre cuyo detenido análisis no nos podemos ahora detener. Sobre el particular, véase De Juan Casadevall (2020). Este cambio legislativo retroactivo, mutación sobrevenida de un régimen fiscal transitorio, se aprueba cuando estaba a punto de expirar el primer período impositivo en el que debía aplicarse (2 de diciembre de 2016), o incluso cuando ya había expirado este para aquellas sociedades que funcionan con ejercicio partido (de 1 de julio de 2016 a 30 de junio de 2017). El canon de constitucionalidad para determinar cuándo la retroactividad tributaria franquea el límite negativo intangible de la seguridad jurídica (art. 9.3 CE) impone un juicio casuístico con base en el grado de retroactividad y las circunstancias concurrentes, y que ahora debemos proyectar sobre el apdo. 3 de la reformada disposición decimosexta. En cuanto al primer aspecto, estamos ante una retroactividad auténtica o de grado máximo, en la medida en que de la disposición reformada «pretende anudar sus efectos a situaciones de hecho producidas con anterioridad a la propia Ley y ya consumadas». Afecta a una situación jurídica subjetiva ya producida y consumada —e inamovible, nos atrevemos a decir—, cual es los deterioros de cartera producidos antes de 2013, y que ya fueron deducidos fiscalmente. Es más, pretende anudar a esa situación pretérita un novedoso efecto fiscal —no contemplado, a la sazón—, como es su reversión automática por quintas partes anuales, independientemente de que se haya producido o no una recuperación de valor de los fondos propios de la participada. Desde esta perspectiva, pretende deshacer ex post facto un beneficio fiscal ya disfrutado e incorporado al patrimonio del sujeto pasivo. Se trata de una suerte de impuesto retroactivo, desconectado de la capacidad económica, o de una auténtica expropiación legislativa ex tunc, que desgarra, de forma grosera, la fina película protectora de la seguridad jurídica (art. 9.3 CE). |
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A efectos prácticos, asistimos a la creación de un nuevo impuesto desconectado de la capacidad económica (art. 31.1 CE), una suerte de impuesto sobre las pérdidas, que plantea un problema de constitucionalidad de fondo, y sobre el que es muy difícil que el Tribunal Constitucional llegara a pronunciarse, porque un eventual control de constitucionalidad se agotaría, muy probablemente, en el enjuiciamiento de la legitimidad constitucional del decreto ley para permear la materia tributaria afectada, dejando imprejuzgado el fondo del asunto. Esta es la práctica procesal que se ha seguido en las SSTC 73/2017 y 78/2020, que apoyaron la declaración de inconstitucionalidad en la indebida utilización del decreto ley, dejando intacta la cuestión de fondo suscitada sobre la compatibilidad constitucional de la llamada amnistía fiscal o del nuevo sistema de cálculo de los pagos fraccionados de la imposición corporativa con el principio de capacidad económica. |
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El art. 3 de la Ley 4/2008 había modificado el art. 33 y el 36 de la Ley 19/91, del Impuesto sobre el Patrimonio, para bonificar al 100 % la cuota tributaria y eliminar la obligación de autoliquidar el impuesto. Es decir, sumergía al impuesto en un estado letárgico que, en la práctica, y como corroboraba el título de la Ley 4/2008, equivalía a su supresión de facto. El Real Decreto Ley 13/2011 restablecía el impuesto sobre el patrimonio para 2011 y 2012, con un carácter pretendidamente temporal que se ha visto desmentido por sucesivas prórrogas temporales, a las que, mutatis mutandis, pueden extenderse las consideraciones que efectuamos en este epígrafe. Es el caso del art. 4 del Real Decreto Ley 3/2016, de 2 diciembre, por el que se adoptan medidas en el ámbito tributario dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social, restablece con carácter temporal el IP durante 2017, y desplaza la bonificación general a 2018; del art. 3 del Real Decreto Ley 27/2018, de 28 de diciembre, por el que se adoptan determinadas medidas en materia tributaria y catastral, restablece con carácter temporal el IP durante 2019, y desplaza la bonificación general a 2020, o del art. 3 del Real Decreto Ley 18/2019, de 27 de diciembre, por el que se adoptan determinadas medidas en materia tributaria, catastral y de seguridad social, restablece con carácter temporal el IP durante 2020, y desplaza la bonificación general a 2021. La repetición secuencial de esta defectuosa técnica legislativa, interpolada por el no menos dudoso recurso a la ley anual de Presupuestos, no solo convierte en normal lo que se pretendía excepcional, sino que, además, pugna con la reconocida obsolescencia del impuesto proclamada en la exposición de motivos de la Ley 4/2008, de «supresión» del IP, permitiendo que el Ejecutivo, sin ampararse en una extraordinaria y urgente de necesidad (art. 86 CE), formalmente explicitada, excepcione, con periodicidad anual, la bonificación íntegra establecida por el legislador ordinario, diluyendo totalmente, así, su vocación normativa. Para un más completo análisis de su constitucionalidad, véase De Juan Casadevall (2012). |
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Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, año 2011, n.º 276, pág. 4. |
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Como reconocía la propia vicepresidenta del Gobierno: «[…] la aprobación con el tiempo suficiente para que las comunidades autónomas puedan ejercer, si lo desean, sus competencias normativas y para que los ciudadanos conozcan con antelación que les es aplicable son razones que se suman a las anteriores para entender cumplido convenientemente el requisito constitucional habilitante de la extraordinaria y urgente necesidad» (Diario de Sesiones del Congreso, cit ut supra). Ciertamente, un argumento muy discutible, porque el escaso margen temporal que restaba entre la aprobación del decreto ley (16 de septiembre) y la expiración del ejercicio fiscal llamado a aplicarse (31 de diciembre) apenas permitía tramitar una iniciativa legislativa autonómica de adaptación normativa al impuesto súbitamente restaurado. Falcón y Tella (2011) niega la urgencia invocada en la medida en que los ingresos tributarios no van a presentarse hasta junio de 2012, y no para el Estado, sino para las CC. AA. Compartimos su criterio de que, si lo que se pretendía era allegar recursos adicionales para las haciendas autonómicas, lo lógico hubiera sido eliminar la posibilidad de modificar el mínimo exento o las bonificaciones, o, sencillamente, eliminar el impuesto como tributo cedido, y permitir a las CC. AA. rediseñarlo de acuerdo con sus necesidades financieras y los principios constitucionales. Adicionalmente, y como apunta el autor, la supuesta pérdida de la competencia autonómica con la Ley 4/2008, o su recuperación ahora con el Decreto Ley 13/2011, requiere ley orgánica (art. 157.3 CE), y, por ende —añadimos nosotros—, constituye materia vedada al decreto ley (art. 86.1 CE). |
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La escasa potencia recaudatoria ha sido unánimemente subrayada por la doctrina. Como advierte Escribano López (1995), estamos ante un impuesto «cuya finalidad primordial no es la recaudatoria, lo que puede parecer paradójico, al tiempo que, como veremos, su potencia recaudatoria es mínima, aquí y en el resto de los países del entorno». En todos los países, el volumen total de lo recaudado por el impuesto no excede del 1 % de los ingresos tributarios globales. Véase Enciso de Yzaquirre (2003). El importe total de la recaudación, durante 2011 y 2012, podría ascender a 1080 millones de euros «si el impuesto se aplica con los mismos parámetros al conjunto de España» (fuente: nota de prensa de 16 de septiembre de 2011 de la Secretaría de Estado de Hacienda y Presupuestos); extremo que no está nada claro que vaya a ser así. Teniendo en cuenta que el horizonte de déficit previsto para 2011 es del 6 %, y para 2012, del 4,4 % (fuente: Programa de Estabilidad España 2011-2014), la contribución del impuesto restaurado a la reducción del déficit público apenas alcanzaría, coeteris paribus, el 0,01 %. |
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Como es sabido, el reformado art. 135.2 CE impide al Estado y a las comunidades autónomas incurrir en déficit estructural que supere los márgenes establecidos por la Unión Europea. El Protocolo sobre déficit excesivo fija el déficit admisible en el 3 % del PIB. |
[25] |
Para un estudio en profundidad de la problemática, constitucional y comunitaria, de la modificación de urgencia del sujeto pasivo del AJD, véase De Juan Casadevall (2019). |
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En un momento de especial sensibilización social, y de enconado debate jurídico, en torno a las cláusulas abusivas de los préstamos hipotecarios, el foco mediático se concentraba ahora en el AJD y se desplazaba a la Sala Tercera del Tribunal Supremo. Véase en Expansión, de 18 de octubre de 2018, «EL TS vuelve a cambiar: es el banco quien debe pagar el impuesto de los préstamos hipotecarios», o La Vanguardia, de 18 de octubre de 2018, «El Tribunal Supremo respalda que el banco pague el impuesto de las hipotecas». |
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El País, de 18 de octubre de 2018: «Revés del Supremo a los bancos: son ellos y no el cliente quienes deben pagar el impuesto de las hipotecas». El periódico citaba diferentes fuentes que cifraban su impacto potencial en 6000 millones de euros, y en 24 000 millones de euros el importe global de reclamaciones por los últimos cuatro años. |
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Rastreando la secuencia temporal en los medios de comunicación, se deduce que el Pleno jurisdiccional fue convocado después de dictarse la primera sentencia acogiendo el nuevo criterio, fechada el 16 de octubre, y justo el día en que se dictaba la segunda sentencia, el 22 de octubre, y no pudo evitar la tercera sentencia de 23 de octubre. El Pleno se convocaba tras una reunión de urgencia del presidente del Tribunal Supremo, el presidente de la Sala Tercera y algunos magistrados integrantes de esta. El País, de 22 de octubre de 2018: «El Tribunal Supremo fija para el próximo 5 de noviembre el pleno para aclarar quién pagará el impuesto de las hipotecas». |
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La Ley Orgánica 7/2015, de 21 de junio, reformó la Ley reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa para, como diría su exposición de motivos, «reforzar el recurso de casación como instrumento por excelencia para asegurar la uniformidad en la aplicación judicial del Derecho». En el legislador procesal pesaba el modelo norteamericano de la petition of certoirari, que permite controlar, en un rígido trámite de admisión, la relevancia jurídica del asunto sometido a la Suprem Court para crear un case law. Lo que ahora se califica como «interés casacional objetivo» pretendía asegurar ad limine que «la casación no se convierta en una tercera instancia, sino que cumpla estrictamente su función nomofiláctica». |
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Tras dos jornadas de maratoniana discusión, el cónclave se cerró con una apretada votación favorable a volver a la anterior jurisprudencia (15 votos a favor y 13 en contra). Por el camino quedó la frustrada propuesta transaccional de la magistrada Pilar Teso, partidaria de la tesis defendida por la jurisprudencia disidente, pero con carácter prospectivo, que no concitaría el apoyo suficiente por la ausencia de una base legal clara para limitar los efectos retroactivos de la sentencias durante los últimos cuatro años del período de prescripción. Véase El Mundo, de 7 de noviembre de 2018, «El Tribunal Supremo da la razón a los Bancos y falla que el cliente pague el impuesto de las hipotecas». |
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Como hemos advertido más arriba, generalmente se ha invocado una situación de coyuntura económica para recurrir a la legislación de urgencia. No negamos que la parálisis del mercado hipotecario que provocó la primera sentencia disidente, y la ulterior convocatoria del Pleno, pudiera considerarse una coyuntura económica problemática. Sin embargo, lo fue con carácter transitorio, y quedó definitivamente restañada con la sentencia plenaria, volviendo al criterio tradicional sobre el sujeto pasivo, y ello era sobradamente conocido el 7 de noviembre, cuando se anuncia por el Gobierno la elaboración de un decreto ley (ABC, de 7 de noviembre de 2018), y el 8 de noviembre, cuando se promulga formalmente para su publicación oficial en el BOE al día siguiente. |
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En esta línea se ha dicho que «lo cierto es que el pronunciamiento del pleno de la Sala había eliminado ya esa incertidumbre (aún a costa del volver al criterio tradicional), y difícilmente puede considerarse urgente modificar un criterio, aunque erróneo a mi juicio, que ha venido aplicándose durante décadas» (Falcón y Tella, 2018). En un sentido similar se pronuncia Pérez Fadón (2019). El autor no duda en hablar de «populismo fiscal», que, probablemente, es lo que palpita en el controvertido decreto ley. |
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