EMMANUEL-JOSEPH SIEYÈS, PADRE DEL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO[1]
Emmanuel-Joseph Sieyès, Father of the Constitutional State
Javier Tajadura es, en palabras del director de la Real Academia de la Lengua, «uno de nuestros más reconocidos expertos en historia constitucional, española y comparada» (Muñoz Machado, 2023: 11). Pero, ante todo, el profesor Tajadura es un buen jurista. Y buen jurista es aquel profesional del derecho que sabe escribir, que cuenta con una prosa limpia y diáfana, que hace sencillo lo complejo y que aclara lo oscuro; todo lo demás es accesorio.
Con ese redactar clarificador, contundente y sugerente a un mismo tiempo que le caracteriza, Tajadura se adentra en los orígenes del Estado constitucional de derecho de la mano de Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836) en su última obra. En Sieyès y la lengua de la constitución, el constitucionalista español sintetiza y glosa la vida y el pensamiento de ese irreligioso clérigo galo que fue Sieyès.
Para el público español, y aun para el francés, Sieyès es un gran desconocido. Más allá del opúsculo Qu’est-ce que le tiers état? (1789) —texto que supuso, según su amigo Cauchois-Lemaire, «un descubrimiento tan poderoso, tan vasto en sus resultados, como el descubrimiento de las Américas, la imprenta o la máquina de vapor»—, su obra permanece en los arcanos. El motivo de este olvido quizá sea esa mezcla de grandes aciertos intelectuales unida a fuertes contradicciones biográficas propias de todo gran autor. Y es que Sieyès fue un abate ateo, un revolucionario conservador, un precursor del golpe de Estado del 18 de brumario ulteriormente apartado por Napoleón[3], un debelador de los privilegios que acabó ostentando títulos nobiliarios, etc.
Sin embargo, el profesor Tajadura plantea que hay una continuidad en el pensamiento de Sieyès más allá de su antitética biografía. Desde sus años en el seminario, el abate cree pertinente un movimiento que, en uso de la razón, erradique el caduco Antiguo Régimen e instaure un sistema protector de los derechos del hombre. Por eso, en los albores de la Revolución francesa, publica su Ensayo sobre los privilegios y su citado ¿Qué es el tercer estado? y, seguidamente, será un adalid de todo el movimiento revolucionario. Mas se apartará al comprobar sus excesos. Sieyès es contrario a una revolución permanente. Cree forzoso institucionalizar la revolución mediante una constitución aprobada por los representantes de la nación. Una vez el texto constitucional esté en vigor, ya no habrá más soberano que la nomocracia y, de esta forma, los derechos consagrados en la constitución quedarán salvaguardados.
Al servicio del anterior cometido, Sieyès establece un nuevo lenguaje. Unos vocablos que Tajadura denomina «la lengua de la constitución». Esos conceptos, algunos creados ex novo, le servirán para garantizar la libertad dentro de las modernas naciones. Veamos a continuación cuáles son y en qué consisten.
I. UN ADALID DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA[Subir]
Lo primero es reivindicar a Sieyès como demócrata. Frente a ciertas acusaciones que lo despojan de tal adjetivo, Tajadura recuerda que Sieyès defiende vehemente la democracia representativa.
Cierto es que la obra del abate combate ferozmente la democracia directa e incluso rehúsa la palabra democracia al asociarla a ese tipo de democracia. De ahí quizá provengan las imputaciones de antidemócrata. Pero no menos cierto es que Sieyès aboga por lo conocido actualmente como democracia representativa. Medita que esta democracia es la única compatible con la libertad de los modernos; la única viable en una sociedad comercial burguesa. En concreto, la democracia propia del gobierno representativo aventajaría a la, según él, «bruta, ruda o, en definitiva, primitiva» democracia directa en tres puntos: i) en una sociedad moderna, es mejor que unos pocos se profesionalicen en materias de gobierno; ii) como pudo comprobarse durante el Terror jacobino, la democracia directa deviene fácilmente tiranía de la mayoría irrespetuosa con los derechos de las minorías; y iii) la democracia directa es incompatible con la división entre poder constituyente y poderes constituidos propugnada por el abate.
El demócrata representativo Sieyès reclama la expansión del sufragio a toda la población alegando que cualquier persona sabe distinguir en quién puede confiar y en quién no. Por lo tanto, el sufragio ha de extenderse a todos, o, mejor dicho, casi todos. Sieyès determina que las mujeres, los menores y los mendigos y vagabundos no pueden votar. Ahora bien, no cree realmente en la exclusión de las mujeres. La considera un prejuicio propio de la época. Mas un prejuicio tan asentado que sería imprudente cambiarlo. Por su parte, los menores no pueden votar porque carecen de un juicio maduro. Por último, los vagabundos y mendigos constituyen una sociedad al margen de la sociedad; y, «en cuanto extraños a toda idea social, se encuentran fuera del estado de tomar una parte activa en la cosa pública». Antes de darles el voto, hay que formarlos e integrarlos en la sociedad nacional. Por lo que, finaliza Sieyès, «corresponde, sin duda alguna, a la constitución y a las leyes reducir progresivamente esta clase al menor número posible». Una vez abandonada la situación de menesterosidad social absoluta, podrán votar.
En síntesis, lejos de ser el antidemócrata pintado por algunos, Sieyès es un partidario de la democracia representativa que postula el sufragio universal o, en palabras de Tajadura, «tendencialmente universal».
El demócrata Sieyès acuerda que el papel del ciudadano en una democracia representativa se reduce al «poder comitente», esto es, a elegir a sus representantes. Pero el gobernado controla al gobernante. La relación entre representados y representantes se basa en la confianza. Consecuentemente, si la confianza se pierde, el mandato llegará a término. Esta referencia a la confianza impide tanto el mandato imperativo como un mandato totalmente libre. De un lado, Sieyès dictamina que el representante no está sujeto a ninguna directriz de los representados. El mandato imperativo es propio de la democracia directa e incompatible con la deliberación consustancial a la democracia representativa. Pues si se va con una decisión predeterminada al Parlamento, simplemente, no hay nada que deliberar. Sin embargo, de otro lado, Sieyès no confiere una total independencia al elegido respecto del elector. La relación entrambos radica en la confianza mutua; ergo, si esta decae, igual suerte correrá la representación. El representado podrá expresar la pérdida de confianza en el representante a través de institutos como la revocación del mandato.
II. EL PODER CONSTITUYENTE, UN NUEVO CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN Y LA SOBERANÍA DE LA CONSTITUCIÓN [Subir]
De todos los conceptos pergeñados por Sieyès[4], el profesor Tajadura destaca especialmente uno: el poder constituyente. Concepto que tendrá como corolarios la constitución como norma y la formación del derecho constitucional como disciplina.
Tajadura sentencia que el abate es «el más antihistoricista de todos los pensadores políticos» (Tajadura, 2023: 36)[5]. Este desprecio por la historia se muestra en toda su crudeza en los aludidos —e indisociables— conceptos de poder constituyente y de constitución.
La finalidad de Sieyès es romper con el pasado. Anhela abolir el Antiguo Régimen y sustituirlo por un sistema jurídico totalmente nuevo. Para instaurar ese nuevo orden, no cabe apelar a caducas tradiciones ni a reformas paulatinas de la constitución histórica. La única herramienta disponible es la razón. Esta diosa le revela que el nuevo orden, que se plasmará en una constitución entendida como norma superior del ordenamiento jurídico, debe ser obra del poder constituyente. El cual, tras la Revolución de 1789, reside en la nación.
Comentando a Sieyès, Tajadura relata que la constitución debe ser «la traducción jurídica y la expresión política del nuevo orden social (liberal y burgués)». Por lo que nadie mejor que la nación (burguesa) victoriosa en la Revolución podrá dar nueva forma y modo de existencia política al Estado. Luego, la nación revolucionaria, y no la histórica, será la que ejerza el poder constituyente y apruebe una constitución. Sieyès enseña que la constitución «es el producto jurídico de una decisión política del poder constituyente». Y ya solo por esta idea, concluye Tajadura, hay que reconocer que el abate es «el primer formulador en Europa de la tesis con la que hoy en día comienza cualquier manual o curso de derecho constitucional» (Tajadura, 2023: 41).
A juicio de Sieyès, la aprobación de la constitución supondrá la institucionalización de la revolución, la consolidación de los logros revolucionarios y la victoria definitiva sobre el Antiguo Régimen. Esto hizo que su teoría chocase frontalmente con los jacobinos paladines de la insurrección permanente. Frente a la idea revolucionaria de la soberanía, que se concretaba en que la Asamblea todo lo podía, Sieyès defiende la soberanía de la constitución. El abate sustituye el concepto de soberanía bodiniano-rousseauniano por el de poder constituyente como principio fundamentador del Estado. En origen, la forma política es legítima porque su acción y su organización están reguladas en una norma —constitución— emanada del poder constituyente de la nación. Pero, una vez actúa, el poder constituyente «desaparece o queda en letargo» (Tajadura, 2023: 118). Por lo que, en ejercicio, el Estado solo sigue siendo legítimo si sus órganos no exceden los límites fijados en la decisión constituyente. O sea, los poderes constituidos deben someterse a la constitución. Solo de esta manera el Estado constitucional, en el que la constitución es la soberana, es viable. Por ende, es incompatible con el pensamiento de Sieyès la soberanía de la nación o del órgano que la representa (Parlamento). En la teoría del abate, la constitución es la soberana. La norma suprema «cumple la doble función de fundamentar y legitimar el poder del Estado y al mismo tiempo de limitarlo» (Tajadura, 2023: 130). Cuestión esta última que, como veremos a continuación, no se produjo en Francia, donde el Parlamento era el soberano. Lo que, en opinión de Tajadura, propició el fracaso de todo el constitucionalismo francés hasta la V República (Tajadura, 2023: 118, 206).
III. EL CONSTITUCIONALISMO FRANCÉS VS. SIEYÈS[Subir]
Francia dio la espalda a Sieyès desde el primer momento. El abate no fue profeta en su tierra. La idea revolucionaria de la soberanía desconoce la diferencia entre poder constituyente y poderes constituidos. Distinción cardinal en el pensamiento de Sieyès.
Tajadura resume que, «para la doctrina francesa del derecho público, el gobierno representativo se articula en torno a estos tres principios: a) El Parlamento expresa la voluntad general de la nación; b) cada diputado representa a la nación entera y no a los miembros concretos del cuerpo electoral que lo ha elegido; c) el diputado goza de una completa y absoluta independencia respecto a quienes lo han elegido» (Tajadura, 2023: 144-145). En su concreción histórico-política, estas ideas condujeron a que ni el pueblo ni la nación existiesen fuera de sus representantes. El Parlamento se convirtió en el soberano y los representantes terminaron por ser los titulares de la soberanía.
La anterior teoría, que entra en la historia con la Constitución francesa de 1791 y dura prácticamente hasta nuestros días, es, empero, incompatible con Sieyès. Por tanto, dispara Tajadura, no tiene sentido atribuirle la paternidad de ese texto constitucional. De un lado, la Asamblea pensada por el abate «expresa la voluntad general sobre la base del principio de mayoría con respeto a las minorías y de su subordinación, en todo caso, a lo establecido en el texto constitucional» (Tajadura, 2023: 145). La Asamblea es un poder constituido sometido a la constitución; su voluntad no es soberana. De otro lado, tampoco el pueblo (o nación) es soberano en acto. Solo potencialmente es soberano. Una vez aprueba la constitución, el poder constituyente permanece en letargo. Eso sí, el pueblo continúa legitimando el sistema político a través de la elección periódica de representantes. Mas, en acto, deja de ser soberano. El pueblo deviene un poder constituido.
La teoría del abate es la única compatible con el Estado constitucional de derecho. Por el contrario, las doctrinas de la soberanía y de la representación triunfantes en la Revolución francesa son inconciliables con una forma estatal en la que la decisión constituyente y la nomocracia constitucional deben imperar sobre cualesquiera poderes constituidos. El Estado constitucional de derecho descansa en la fundamental distinción entre poder constituyente (que ejercita la soberanía y la plasma en una constitución) y poderes constituidos (que están sometidos a la decisión del constituyente). Y, obviamente, esta distinción no existe cuando el Parlamento, un poder constituido, se arroga el papel de soberano. Si el Parlamento, como órgano donde la nación se expresa a través de sus representantes, todo lo puede, no hay Estado constitucional posible. Puesto que, insistimos, todos los poderes constituidos deben acatar la decisión del constituyente en el Estado constitucional de derecho. Gran lección de Sieyès que debiéramos recordar en la España actual.
IV. LA NECESIDAD DE UN GUARDIÁN DE LA DECISIÓN CONSTITUYENTE: EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL [Subir]
La necesidad de un órgano que vigile el cumplimiento de la decisión constituyente por parte de los poderes constituidos es la conclusión lógica de todas las lucubraciones antedichas. Es indispensable un órgano que guarde y haga guardar la constitución. Y Sieyès atribuye esa función a un Tribunal Constitucional. De tal modo que, remarca Tajadura, «[el Tribunal Constitucional] es el corolario lógico de todo su pensamiento y la clave de bóveda de su doctrina constitucional» (Tajadura, 2023: 33).
El constitucionalista vasco reconoce que el abate no fue el primero en hablar de un Tribunal Constitucional. Mas Sieyès enriquece al órgano esbozado por diputados como Buzot y Petión al dotarlo de gran rigurosidad técnica. En concreto, lo equipa de funciones específicas de interpretación y revisión constitucionales que contrapesen a la Asamblea y defiendan los derechos del hombre. En palabras de Sieyès: «Considero al Tribunal Constitucional como: 1. Un tribunal de casación en el orden constitucional. 2. Taller de proposiciones para las reformas que, con el tiempo, exigirá el texto de la constitución. 3. Suplemento de jurisdicción natural a los vacíos de la jurisdicción positiva». Las dos primeras competencias guardan la constitución; la tercera ampara los derechos del hombre.
En punto a la revisión o reforma constitucional, el Tribunal Constitucional de Sieyès solo tiene la iniciativa. El Tribunal se limita a sugerir, cada diez años, ciertos cambios que adapten el texto constitucional a las nuevas circunstancias. Así la voluntad del pueblo y «la luz de los sabios» marcharán unidas. Es decir, el Tribunal no puede reformar la constitución; tan solo sugiere cambios. Una competencia mayor, según el abate, «sería encomendarle, de hecho, el poder constituyente». Mas el Tribunal Constitucional es un poder constituido cuya función esencial es guardar la decisión del constituyente. No puede, por consiguiente, suplir al poder constituyente con sus propias decisiones, convirtiéndose él mismo en constituyente. Otra gran lección de Sieyès que las cortes constitucionales contemporáneas debieran tener presente.
El Tribunal Constitucional teorizado por el autor francés garantiza la normatividad constitucional. Por ello, escribe Tajadura, «Sieyès se adelantó más de un siglo a la genial construcción de Kelsen». Pero, completa el español, como el Tribunal de Sieyès es una especie de árbitro entre los diferentes poderes, también puede considerarse que el abate es el precursor del poder moderador de Constant (Tajadura, 2023: 196).
Por último, cumple mentar que el proyecto constitucional de Sieyès fue rechazado por la Convención. Con unos argumentos muy sólidos y actuales —parecidos a los que Schmitt empleará contra Kelsen más de un siglo después—, diputados como Pierre-Flore Louvet plantearon la gran pregunta: quis custodiet et ipsos custodes? Y esta pregunta, para la cual nunca hay respuesta, llevó a que la Convención decidiese no instaurar un Tribunal Constitucional. Hubo que esperar más de cien años para que el pensamiento de Sieyès germinase en suelo europeo y casi ciento cincuenta para su consolidación gracias al buen funcionamiento de la Corte Constitucional alemana[6].
V. SIEYÈS, MAESTRO DE CONSTANT [Subir]
Antes de concluir este comentario a Sieyès y la lengua de la constitución, creemos oportuno dedicar un apartado a las semejanzas y divergencias entre Sieyès y Benjamin Constant (1767-1830). Pues el profesor Tajadura reitera a lo largo del libro, y ya lo había advertido en otro lugar, que Constant es «el más aventajado discípulo de Sieyès» (2022: 53). Empero, no desarrolla esta máxima. Por lo que destinaremos algunas palabras a concretarla.
Constant y Sieyès se conocen cuando el primero llega a París de la mano de Madame de Staël en 1794. En su «oportunismo o deseo de medrar» políticamente, el francés nacido en Lausana se acerca a los hombres más influyentes del Directorio: Napoleón y Sieyès (Rivero, 2022: 131-132). La relación de Constant con el general corso tendrá altibajos. Oscilará entre la adulación máxima y la crítica despiadada, y esta última no será obstáculo para que acepte todos los honores y condecoraciones ofrecidos por Napoleón. Vaya, exactamente igual que Sieyès. Distinto será el trato de Constant con este último. Aunque distante, la relación se mantendrá a lo largo de los años. Y no puede ser de otro modo porque Constant identifica al abate como un maestro al que seguir.
Todo aquel que no conozca la obra de Sieyès pudiera pensar que Constant se inspira principalmente en Montesquieu en su conocida teoría del poder neutro o moderador. Porque, como inmortalizara el barón en 1748, es necesario que «el poder frene al poder» para que la libertad reine. Solo confrontando los distintos poderes existentes se llega al equilibrio y se salvaguarda la libertad. Sin embargo, el tipo de libertad que Constant ansía amparar no es la libertad de los antiguos de Montesquieu, sino una muy distinta: la libertad de los modernos[7]. Libertad teorizada por Sieyès. Quien, además, si bien no fue el primero en hablar de la necesidad de un poder que constriñese al Legislativo y resguardase la libertad, sí fue «su principal defensor e impulsor». Por lo que Constant está en deuda con el abate, y no con Montesquieu, en su doctrina del poder moderador (Sánchez-Mejía, 2013: XXXIV).
La meta de Constant y la de Sieyès es la misma: preservar las libertades individuales. «La protección de los derechos y libertades individuales es el objetivo último y principal de toda la teoría política de Constant. Su crítica a la soberanía popular ilimitada, su obsesión por encerrar al gobierno dentro de unos límites que no pueda sobrepasar, su preocupación por las formas jurídicas y su horror a la arbitrariedad, todo tiene como finalidad la creación de un amplio espacio, debidamente protegido, donde el individuo desarrolle sus facultades personales con absoluta libertad» (Sánchez-Mejía, 1989: XLI). Por su parte, Sieyès quiere erigir «un Estado configurado como un medio al servicio de un fin: la libertad de los ciudadanos. El individuo y su libertad es el fundamento último del nuevo arte social propugnado por el abate. Así, desde los primeros días de la Revolución y hasta el final de sus días sostuvo que “la libertad del ciudadano es el fin único de todas las leyes”» (Tajadura, 2023: 80). Esta batalla en pro de la libertad de los modernos explicaría los pactos con Napoleón. Sieyès y Constant son ocasionalistas en cuanto a la forma de gobierno y de Estado. Y, por ende, pretenden desarrollar la libertad al máximo con independencia del régimen de gobernación concreto.
Adalides de las libertades individuales, Sieyès promueve la Revolución francesa y Constant la secunda. Ambos se consideran herederos del liberalismo triunfante en 1789 que extirpó al Antiguo Régimen. Y, como buenos liberales, condenan sin fisuras los excesos jacobinos. Nefasta actitud revolucionaria consecuencia de seguir a un autor, a su juicio, nefasto: Rousseau. «No conozco —dirá Constant— ningún sistema de servidumbre que haya consagrado errores más perjudiciales que la eterna metafísica del Contrato Social» (Constant, 1989b: 160). Sieyès cree que el ginebrino yerra porque la voluntad general omnipotente «no tiene cabida en el seno del Estado constitucional» (Tajadura, 2023: 110). La teoría de Rousseau, con su consustancial desprecio a las minorías, es incompatible con la libertad de los modernos y con el régimen de gobierno (limitado) representativo. La mayoría no lo puede todo. La soberanía no es absoluta, sino limitada y relativa. El hombre cuenta con una esfera libre de la acción estatal. Los ciudadanos tienen derecho a la libertad individual, a elegir la religión que quieran o no elegir ninguna, a opinar lo que les dé la gana, a publicar lo que les parezca, a disfrutar de su propiedad y a no padecer actos arbitrarios. Por lo tanto, si el Estado invade alguna de esas esferas, aunque sea un Estado democrático, «es tan culpable como el déspota cuyo único título es la espada exterminadora», puesto que «el consentimiento de la mayoría no es en absoluto suficiente para legitimar sus actos en todos los casos» (Constant, 1989b: 10). En suma, el mérito de Sieyès —y de Constant, que lo sigue— consiste en «haber sido capaz de comprender que el Parlamento puede ser también una amenaza para la constitución. [Pues] el Poder Legislativo (como poder constituido) puede actuar en contra de lo establecido por el poder constituyente» (Tajadura, 2023: 181).
Habiendo subrayado las similitudes más notorias entre Sieyès y Constant, que develan la enorme deuda del último con el primero, debemos mencionar la divergencia más evidente. Y esta no es otra que el poder neutro o moderador.
Hemos visto que Sieyès propugna un Tribunal Constitucional que constriña a los poderes constituidos e impida toda posible desviación del marco constituyente. Esta construcción está en consonancia con un entendimiento de la constitución como norma. Es decir, si la constitución es una mera norma, un tribunal debe aplicarla y juzgar si alguien la ha extralimitado. Constant, empero, entiende la constitución de otro modo. Ve algo más político que jurídico en ella. Por este motivo, priva a los tribunales de su defensa y se la encomienda a un órgano colegiado (en los Fragmentos) o al monarca (en los Principios). A saber, si bien, de un lado, manifiesta que el poder neutro es «el juez supremo de los otros poderes» (Constant, 2013: 253), porque, de igual modo que «cuando unos ciudadanos enfrentados por algún interés se atropellan mutuamente, una autoridad neutral los separa, sentencia sobre sus pretensiones y protege a unos de otros», y dicha autoridad no es otra que el Poder Judicial, «cuando los poderes públicos se enfrentan y están dispuestos a hacerse daño, hace falta una autoridad neutra que actúe con ellos como el Poder Judicial actúa con los individuos», y tal autoridad es el poder neutral o preservador. Luego, «el poder preservador es, por así decirlo, el Poder Judicial de los otros poderes» (ibid.: 211). Pero, de otro lado, Constant falla que esto no debe confundirse con que la competencia de mediar entre los diferentes poderes deba otorgarse a los jueces, «porque es imposible pasar de una autoridad discrecional al ejercicio de una autoridad sujeta a normas» (ibid.: 205). Dicho de otro modo, la función del poder moderador es fundamentalmente política, no jurídica, puesto que la constitución también reviste carácter esencialmente político. Brillante enseñanza de Constant que será explotada, ad libitum, por Carl Schmitt un siglo después.
Lo expuesto en este apartado demuestra que el profesor Tajadura tiene razón: Constant fue primero discípulo y luego albacea del legado intelectual y político de Sieyès (Tajadura, 2023: 56). Motivo por el que los estudiosos de Constant han de explorar la obra del constitucionalista vasco. En ella comprobarán que las grandes invenciones de Constant son, en verdad, meros desarrollos de Sieyès, quien habría sido el genio realmente creador.
VI. A MODO DE CONCLUSIÓN: UNA PATERNIDAD MERECIDA[Subir]
Habiendo triunfado el movimiento revolucionario por él promovido, la gran preocupación de Sieyès es institucionalizarlo. Para ello, primero, defiende un Estado democrático en el que la nación ejerce el poder constituyente. Segundo, el texto constitucional resultante de la Asamblea Constituyente ha de ser un límite inalienable. Incluso el pueblo deviene un poder constituido y, por tanto, carente de soberanía. Tercero, la constitución es la soberana y su fin es proteger la libertad. Todos los poderes estatales son poderes constituidos y, como tales, están regulados y limitados por el texto constitucional. Y, por último, como la constitución debe imperar, un órgano que vele por ella es ineludible. Tal órgano es el Tribunal Constitucional, y viene a expresar que solo la constitución es soberana en el Estado diseñado por Sieyès.
Esas cuatro características son propias del Estado constitucional de derecho ulterior a la Segunda Guerra Mundial. Un Estado donde la normatividad constitucional es salvaguardada por una Corte Constitucional, que también es —o debiera ser— un poder constituido. Subsiguientemente, cabe reputar a Sieyès la paternidad del Estado constitucional de derecho. Porque, pese a que dentro del horizonte histórico del abate no estaba esta forma estatal, no cabe duda de que su teoría esboza in fieri, y no tan in fieri, los conceptos principales del Estado constitucional derecho. En fin, si Bodino es, a ojos de Schmitt, el padre del Estado por haber inventado el concepto de soberanía (2018: 43), el profesor Tajadura puede igualmente atribuir, con razón, la paternidad del Estado constitucional de derecho a Sieyès, ya que tal forma estatal es inaprehensible sin su conglomerado de conceptos.
En las últimas páginas del libro, Tajadura se apena de que Francia no siguiese a su abate. Ello implicó que la constitución quedase indefensa ante el Parlamento. La derrota de Sieyès fue absoluta. Habría que esperar más de un siglo para que sus ideas triunfasen, lamenta el constitucionalista español (Tajadura, 2023: 218-219). Mas, con este fracaso personal, Sieyès simplemente padeció el destino de todo gran pensador. Pues, como Schmitt dijera de Hobbes, Sieyès fue «solitario, como todo precursor; desconocido, como todo aquel cuyo pensamiento político no se realiza en el propio pueblo; sin premio, como aquel que abre una puerta por la que luego pasan otros; y, sin embargo, miembro de la comunidad inmortal de los grandes sabios de todos los tiempos» (2003: 78).