CADA COSA EN SU LUGAR (RESTAURAR EL ORDEN CONSTITUCIONAL DE LOS PODERES)
Everything in its place (Restore the constitutional order of powers)[1]
Ogni cosa al suo posto. Es el significativo título de un libro militante de la identidad metodológica de la llamada ciencia jurídica, es decir, de la autonomía científica del derecho y del método jurídico. Restaurar el orden constitucional de los poderes es un enunciado provocativo formulado por el profesor Massimo Luciani, ordinario de Derecho Constitucional de la Universidad La Sapienza de Roma y, recientemente, nombrado, a propuesta del Parlamento de la República italiana, nuevo juez de la Corte Constitucional italiana tras la última renovación, llevada a cabo en febrero de 2025
Calificar de militante la profunda reflexión que el autor ha llevado en este libro en ningún caso es observación que pueda resultar gratuita. La evolución institucional y normativa del Estado constitucional en los últimos decenios presenta serios indicios de involución, en lo que concierne tanto al estatuto institucional de los diversos poderes del Estado como a la limitación funcional de sus respectivas competencias. La respuesta jurídica a las medidas adoptadas por los Estados ante la crisis sanitaria provocada por la pandemia, la reacción de los diversos Estados frente al hecho de guerra o la impotencia demostrada por las instituciones de derecho internacional para hacer frente a flagrantes violaciones de los derechos humanos en los conflictos bélicos de los últimos años son hechos que han impactado en la conciencia democrática de la sociedad y que, en cierta forma, han mostrado elementos de crisis en el sistema constitucional creado después de 1945 en los Estados liberal-democráticos.
En su estudio, el autor se muestra también beligerante en todo lo que concierne a la tutela jurisdiccional de los derechos fundamentales y la decisiva posición del juez como intérprete jurídico. Entre otros, pueden servir tres ejemplos extraídos del texto que pueden ayudar a comprender la posición metodológica adoptada por el profesor Luciani en relación con su concepción del derecho y el alcance de la ciencia jurídica. El primero concierne a su activa reivindicación del positivismo jurídico: solo el anclaje al derecho positivo permite definir —a través de la aplicación del principio de competencia— los límites entre poderes, porque es al derecho positivo al que corresponde determinarlos asumiendo opciones de oportunidad política. El segundo se refiere al alcance del contenido axiológico de la constitución, un tema sobre el que muestra una indudable reticencia, o incluso más, una evidente oposición a la inflación axiológica presente en ciertas corrientes del constitucionalismo. Desde esta perspectiva, sostiene que no se comprende cómo podría operar por valores un sistema como el derecho, en el que el deber ser es asumido en la dimensión objetiva de la obediencia a la norma y no en la subjetiva de su orientación o finalidad. Por esta razón, añade con notable ironía, que solo etílicamente se puede afirmar que las constituciones contemporáneas son constituciones de valores. Finalmente, el tercero examina el papel del juez y su relación con el ordenamiento jurídico, y, más concretamente, la cuestión referida al creacionismo judicial y, en consecuencia, los límites objetivos y subjetivos del protagonismo judicial. De nuevo en relación con esta cuestión, la posición del autor (citando en este caso una profunda reflexión del jurista italiano Arturo Carlo Jemolo, expresada durante la época del fascismo triunfante) no ofrece dudas: ningún juez y ningún sistema jurisdiccional pueden asegurar la racionalidad política y jurídica de la que la colectividad de seres humanos necesita. En este sentido, hacer de cada sentencia una ley especial y de cada juez un legislador es la mejor manera de destruir la racionalidad del derecho.
Estas posiciones de principio reflejan algunas de las ideas de referencia que presiden este sugerente libro del nuevo magistrado constitucional italiano. A partir de estas premisas, en este comentario vale la pena desarrollar algunas consideraciones acerca de una parte de las muchas reflexiones que el autor aporta sobre la necesidad, según sus propias palabras, de restaurar el orden constitucional de poderes frente a los excesos en que, en una otra dirección, han incurrido los tres poderes del Estado democrático en demérito de los principios básico del Estado constitucional de derecho.
Se trata de reflexiones y propuestas que son producto de una amplia experiencia demostrada por el autor tanto en el ámbito académico como en el foro judicial como abogado. A este respecto, es evidente que con este libro el autor muestra una vez más su implicación en el debate público de la academia y ofrece una serie de propuestas fundamentadas en una extensa y valiosa obra académica. Con esta premisa de partida se muestra coherente con el pensamiento del gran Antonio Gramsci, al que invoca en su crítica al comportamiento de algunos intelectuales, cuando el sardo afirmaba en Quaderni dal carcere: «Dixi et salvavi animam meam», porque —escribía desde la prisión— que «el alma no se salva solo por decir. Son necesarias las obras, y ¡cómo!». Efectivamente, la frase permite definir gráficamente la acreditada obra académica y la trayectoria profesional de Massimo Luciani.
1. A PROPÓSITO DE LA CIENCIA JURÍDICA, LA INTERPRETACIÓN JURISPRUDENCIAL Y EL LLAMADO NEOCONSTITUCIONALISMO[Subir]
La tesis sostenida por el autor parte de una posición de principio: lo que la ciencia jurídica está llamada a ser no se puede establecer al margen de criterios objetivos, haciendo valer las propias referencias axiológicas o, incluso, los propios prejuicios ideológicos. Desde esta perspectiva, el derecho actúa sobre el plano del deber ser y, por su lógica interna, es un instrumento social potencialmente ordenante que ha de sustraer a la sociedad del caos. En consecuencia, la certeza de las normas jurídicas no es un mito que pueda relativizarse. Todo lo contrario, constituye un principio ordenador del ordenamiento, de tal manera que cada golpe inferido a su contenido ha de ser entendido como una violación del pacto que fundamenta el Estado de derecho.
Esta toma de posición en favor del positivismo jurídico en ningún caso significa que el autor ignore la relevancia de la necesaria justificación que ha de fundamentar la crítica a la aplicación efectiva del principio de la certeza en las normas. Por ejemplo, la dificultad de asegurarla a causa de la objetiva complejidad del ordenamiento, o también a causa de las dificultades que suscitan la interpretación de las normas obscuras o las divergencias jurisprudenciales sobre una misma cuestión, etc.
En todo caso, es un planteamiento dogmático que necesariamente hay que compartir. No se puede rechazar si no es a coste de situar el derecho en un terreno ajeno a su propia razón de ser. Sin embargo, ello no es obstáculo para subrayar que, en el marco del constitucionalismo posterior a 1945, el constitucionalismo de posguerra, caracterizado por la relevancia de la constitución normativa como cumbre del sistema de fuentes del ordenamiento, es también un constitucionalismo caracterizado por una norma constitucional dotada de una alta carga axiológica. Una razón de peso para otorgar a la interpretación jurisdiccional de la constitución y del resto del ordenamiento jurídico la debida importancia que le corresponde.
En efecto, el desafío con el que se encuentra de inmediato el jurista es evidente: ¿cómo afrontar la resolución de las controversias jurídicas, especialmente cuando conciernen a la garantía de los derechos fundamentales? Es decir, un ámbito donde inmediatamente aparecen valores constitucionales como la dignidad, la libertad, la igualdad, la justicia, el pluralismo, etc. Y, por supuesto, también un constitucionalismo de los derechos fundamentales cuya definición constitucional es habitualmente genérica (por ejemplo, el derecho a la vida, el derecho a la privacidad, el derecho a la reputación, etc.), y, por tanto, la concreción de su contenido forzosamente corresponde a la interpretación judicial.
Pues bien, a fin de preservar la certeza jurídica en la delimitación de cualquier controversia jurídica en relación con la naturaleza jurídica de los valores, es preciso subrayar que, como tales, los valores constitucionales no disponen de autonomía normativa. Salvo en Alemania, donde, fruto de su traumática historia del pasado siglo xx, un concepto tan abierto y genérico como la dignidad es, no obstante, reconocido directamente como derecho fundamental, la eficacia jurídica de los valores solo puede ser efectiva en la medida en que quede directamente vinculada a la garantía específica del contenido material de un derecho. En consecuencia, en el juicio de constitucionalidad entre la adecuada concurrencia entre un valor y un derecho constitucional, a la interpretación judicial le queda reservado un papel de especial relevancia. Y es aquí donde reside el desafío que han de afrontar tanto el juez ordinario como, en su caso, el juez constitucional para resolver con criterios de racionalidad. Un desafío en el que se hace preciso subrayar la importancia que adquiere la jurisprudencia para la interpretación de los derechos fundamentales. La jurisprudencia debe cumplir un papel determinante a la hora de encauzar la utilización de conceptos y argumentos morales, ya que, a través de la intervención jurisprudencial, tanto los conceptos como los argumentos morales han de encontrar en el órgano judicial una respuesta que asegure el mantenimiento de la certeza como signo distintivo de la racionalidad de la ciencia jurídica.
En este contexto, los tribunales constitucionales, así como también los tribunales de Estrasburgo y de Luxemburgo, han de cumplir un papel esencial para racionalizar las cláusulas abiertas que, en ocasiones, contienen las normas jurídicas. El objetivo no puede ser otro que evitar el desbordamiento decisionista que comporta la apertura al subjetivismo moral o político y al activismo ideológico de algunos jueces.
Por esta razón, se puede afirmar sin error que los derechos fundamentales son el ámbito del ordenamiento jurídico que configura un auténtico derecho jurisprudencial. Y es por ello por lo que corresponde a la jurisprudencia racionalizar el contenido ambiguo, genérico, o a veces lapidario, de las declaraciones de derechos, proporcionando certeza y seguridad jurídica. Desde esta perspectiva, puede reducirse la distancia entre los que piensan que las lagunas jurídicas deben ser resueltas mediante argumentos metajurídicos, extraídos desde la filosofía moral y política, y quienes entienden que las lagunas jurídicas significan una apertura a la pura y simple discrecionalidad judicial.
Los excesos judiciales, en este sentido, son expuestos por el autor como una consecuencia cada vez más acentuada de la falta de confianza en la residual capacidad ordenadora de la ciencia jurídica, unida a las deficiencias que se registran sobre la racionalidad del propio legislador. El resultado ha conducido a exaltar la función jurisdiccional a la que se atribuye una competencia de mediación social que debería serle rigurosamente extraña. En todo caso, hay que rechazar que, mediante la invocación por parte del juez del principio de la independencia judicial y de la necesaria emancipación del intérprete sobre el texto de ley, se abra la puerta a la sublimación del contenido de los valores constitucionales como fundamento principal de la decisión judicial.
Desde una perspectiva diferente, el llamado neoconstitucionalismo —que es objeto de una directa crítica por el autor— exacerba la apelación a los valores como una vía para superar las dificultades estructurales del sistema político. Las prescripciones del ordenamiento jurídico positivo quedan en segundo término. Y una forma institucional de este comportamiento es reconocer al juez un margen de discrecionalidad en sus decisiones. Esta patología institucional se expresa con especial intensidad en el constitucionalismo latinoamericano, donde es habitual delegar en el juez común, o, incluso, en las Cortes Supremas, la protección de derechos del ámbito social y económico. Aunque, de acuerdo con el sistema constitucional, se trate de una competencia que, lógicamente, corresponde a otros poderes del Estado. El problema estructural en estos países es la inacción tanto del Parlamento como del Gobierno, que no ejercen las funciones que les corresponden para la garantía de los derechos. Reconocida esta deficiencia institucional y política, se pretende atribuir al juez unas funciones que no le corresponden.
Entre otros, un ejemplo significativo de esta forma de otorgar al juez una amplia capacidad para la garantía de los derechos es el caso que ofrece el Tribunal Constitucional de Colombia para actuar de oficio frente a determinadas situaciones estructurales que puedan ser calificadas como «un estado de cosas inconstitucional». Mediante esta genérica competencia, sin necesidad de un recurso previo de parte, que argumente con criterios objetivos la inconstitucionalidad de una norma concreta, el Tribunal puede actuar de oficio si detecta indicios de inconstitucionalidad y, seguidamente, aprobar una resolución dirigida al Parlamento para que intervenga en un determinado sentido. Este ejemplo se ha exportado a la práctica jurisdiccional de otros tribunales latinoamericanos, como son los casos de Perú y Brasil. De esta forma, en este último país, el Tribunal Constitucional ha enviado exhortos al Congreso sobre temas para afrontar cuestiones que inciden en la protección de los derechos, como, por ejemplo, la desforestación de la Amazonia, el problema del hacinamiento en las prisiones o la violencia policial.
Con este protagonismo otorgado al Poder Judicial y a los tribunales constitucionales, es evidente que ambas instituciones jurisdiccionales quedan implicadas en el debate político como un actor más. Más allá de los evidentes problemas estructurales de estos países, la remisión de su resolución a los jueces supone, sin duda, un auténtico desorden constitucional de poderes.
2. LA PRODUCCIÓN DE LA LEY Y EL CASO DE LA LEGGE-PROVVEDIMENTO [Subir]
En la forma de gobierno parlamentario de los sistemas constitucionales actuales, el Gobierno no es un comité ejecutivo del Parlamento. En el proceso de producción legislativa, el autor sostiene que la ley oscila entre la regulación específica de determinados aspectos de una materia o la previsión de cláusulas vagas y generales, impidiendo un punto de equilibrio que permita una regulación que sea precisa y, a la vez, consciente de las notas comunes que subyacen a la multiplicidad de las relaciones jurídico-sociales que el legislador debe afrontar.
En el marco del Estado social y democrático es una realidad constatada una deficiente técnica legislativa en la producción de la ley. Por otra parte, mientras que el Parlamento ha reducido notablemente su producción legislativa, la producción normativa del Gobierno es de una cantidad descontrolada. Además del uso abusivo del decreto ley, el legislador también habilita al Gobierno para regular materias que habrían de permanecer en el ámbito de la potestad legislativa del Parlamento. Y es aquí donde aparece la figura específica en Italia de la legge provvedimento, y —por ejemplo— en España encontraría su alter ego normativo en la llamada ley singular.
De acuerdo con Costantino Mortati, esta modalidad italiana de leyes ha servido para definir actos normativos de diferente morfología: leyes excepcionales, transitorias, retroactivas, personales o aprobadas, incluso, para satisfacer necesidades particulares y transitorias. La objeción habitual al empleo de esta modalidad de leyes es que podría suponer una reserva de administración o, incluso, un verdadero acto administrativo que la constitución no reconoce, como son los casos, entre otros, de Italia y España, no así de Francia, donde el art. 34, al admitir la reserva parcial de ley, consiente los reglamentos independientes.
En todo caso, y al objeto de mantener cada cosa en su lugar —según el sugerente título del libro objeto de este comentario—, siguiendo el razonable criterio establecido por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (la STC 166/1986, de 19 de diciembre, FJ 11), la validez constitucional de una ley de esta naturaleza debe cumplir dos requisitos esenciales: garantizar el principio de igualdad ante la ley y, en segundo lugar, respetar la división de poderes. En lo que se refiere a la igualdad ante la ley, ello no significa una prohibición de diferenciar situaciones de hecho distintas que, como tales, merecen un tratamiento jurídico también diferente. Para el segundo requisito, referido a la separación de poderes, la adopción de una ley singular debe limitarse a aquellos supuestos excepcionales que por su complejidad no puedan ser regulados con los instrumentos normativos de los que dispone la Administración, razón por la cual se hace necesaria la intervención excepcional del legislador. En todo caso, la regulación de los derechos fundamentales en ningún caso puede consentir la aprobación mediante leyes singulares que su objeto específico sea condicionar o impedir su ejercicio. Ello solo sería posible a través de una ley general.
3. LA APLICACIÓN DE LA LEY: EL SOFT LAW Y LA PROLIFERACIÓN DE LAS AUTORIDADES INDEPENDIENTES[Subir]
Las autoridades reguladoras en los diversos ámbitos de la Administración pública (por ejemplo, en el audiovisual, el régimen energético, la regulación de la libre competencia en el sector económico, la protección de datos —habeas data—, etc.) han sido creadas en el derecho comparado bajo una configuración jurídica que siempre ha procurado atribuirles un estatus de autonomía orgánica y funcional respecto de los poderes públicos, en especial respecto del Gobierno. Entre otras consecuencias, su proliferación ha supuesto una alteración en el orden constitucional de poderes, hasta el punto de reducir el papel de los partidos políticos en el Parlamento y en el propio Gobierno. Otro efecto de especial relevancia ha sido la transferencia de la gestión de aspectos importantes de la cosa pública a los técnicos (integrados en el staff de instituciones internacionales, autoridades independientes, en agencias privadas o, incluso, en la propia jurisdicción). Sin descartar otra opción, como es el recurso a poner en marcha mecanismos de democracia plebiscitaria, una vía especialmente apreciada por las posiciones proclives a planteamientos neoconstitucionalistas.
La denominación de autoridades públicas independientes responde a la necesidad de desvincularlas de las directrices del Gobierno, que es el órgano constitucional responsable de la dirección política en cualquier sector de los asuntos públicos. Pueden ser definidas como aquellos entes dotados de potestades de ordenación para la realización de funciones de regulación sectorial y no general, en un régimen de autonomía respecto del conjunto del aparato administrativo del Estado. Su actividad reguladora está sometida al control de la jurisdicción administrativa. Sin embargo, la autonomía funcional de la que gozan diluye la responsabilidad política que puedan contraer en la regulación y gestión de sectores sensibles de la Administración pública. Este proceso de cambio en la organización del Estado ha sido descrito como la huida del derecho administrativo hacia el derecho privado.
A este respecto, el autor subraya que la multiplicación de autoridades independientes ha reducido el margen del poder normativo secundario. Su planteamiento es el siguiente: bajo la presión del derecho supranacional algunos sectores particularmente sensibles de la regulación pública, especialmente aquellos económicamente significativos, están frecuentemente expuestos a una regulación sobre la cual las Administraciones nacionales no hacen otra cosa que incorporar el llamado soft law de procedencia externa, o incluso las buenas prácticas elaboradas en el ámbito privado. El impacto de este proceso de cambio sobre el orden constitucional de los poderes y los derechos del ciudadano es notorio, especialmente en lo que concierne al sistema de fuentes del ordenamiento y al control de la actividad administrativa.
4. SOBRE LA INTERPRETACIÓN JURÍDICA Y LA POSICIÓN DE LA CORTE CONSTITUCIONAL [Subir]
En el capítulo dedicado al control de la ley y con una indisimulada finalidad de provocación intelectual —que es una seña de identidad de este libro—, el autor se refiere al juez constitucional como un legislador positivo. Su argumentación para rechazar la deriva de activismo jurisdiccional es la siguiente: mientras el legislador está limitado por la constitución solo por razones de orden formal o como máximo por principio generales de carácter sustancial, el juez constitucional queda sometido a condicionamientos más intensos. La jurisdicción constitucional es un legislador negativo que no solo está vinculado, sino determinado por la constitución.
La determinación constitucional de la que el legislador no puede prescindir nos remite a reflexionar sobre el alcance jurídico que presentan los principios reconocidos por la constitución. En coherencia con la tesis que sostiene el autor, los principios solo se ordenan sobre la base del contenido concreto del derecho positivo. Dicho de otra manera, los principios forman parte del mundo formal del derecho, no del ámbito material de la ética. En consecuencia, solo los principios son capaces de expresar el deber ser, y ello es así porque poseen normatividad jurídica en cuanto que son componentes del derecho objetivo, sustraídos al subjetivismo de la elección moral. Por esta razón, el autor rechaza de plano el clásico planteamiento según el cual a las reglas se las obedece mientras que los principios simplemente reclaman adhesión. Sin embargo, se trata de algo distinto: los principios, en su condición de norma jurídica, no requieren ninguna adhesión, sino únicamente observancia.
El profesor Luciani sitúa al lector en una posición sobre la naturaleza de la justicia constitucional de corte kelseniano. La consecuencia no puede ser otra que destacar la importancia que cobra de la interpretación jurídica en general y, en particular, de la interpretación constitucional. Su planteamiento incita a subrayar algunas reflexiones que seguidamente se exponen, por otra parte, nada novedosas, sobre la constitución y la interpretación de su relación con el legislador democrático.
La constitución del Estado democrático contemporáneo presenta un neto carácter normativo y vincula a todos los poderes públicos y a los particulares. Es la norma fundamental del Estado. La función de determinar el significado de las normas y de la organización de las fuentes del ordenamiento ya no es un patrimonio exclusivo de la teoría del derecho ni tampoco del código civil, como ocurría en el sistema jurídico español. Después de la consolidación en la posguerra de la jurisdicción constitucional, la llamada soberanía del Parlamento pasó a mejor vida y la validez constitucional de la ley ha quedado subordinada a la interpretación constitucional. Cono había señalado hace años el profesor Rubio Llorente, la función de interpretar ha pasado a formar parte esencial de la teoría de la constitución.
Precisamente por esta razón, la función interpretativa está subordinada a la noción que se tenga de la constitución. No es una cuestión neutra. En este sentido, se hace necesario señalar algunas características que ha de presentar la norma suprema. En primer lugar, el carácter vinculante de todas sus normas, ya sean principios o reglas constitucionales, no comporta que todos los preceptos constitucionales sean aplicables directamente, ni que tampoco generen obligaciones jurídicas de forma inmediata, sino que en algunos casos constituyen simples mandatos al legislador (por ejemplo, en relación con algunos derechos del ámbito social y económico), que obligan a su concreción en la ley y, en todo caso, a la intervención de la Administración para regular determinadas actividades. Por tanto, el carácter normativo atribuido a la norma constitucional ha de ser matizado. No todas las normas contenidas en la constitución tienen la misma naturaleza. Su eficacia jurídica es diversa.
Una segunda idea que permite definir la posición de la constitución del modelo de Estado democrático diseñado por el constitucionalismo posterior a 1945 es que también se trata de una norma abierta que, si bien incorpora reglas taxativas que excluyen un margen de opción al legislador, por el contrario, otra parte de su contenido permite un margen de interpretación política, de acuerdo con el marco de los principios y valores que inspiran al conjunto del ordenamiento jurídico y que son prescritos por la propia constitución. Desde esta perspectiva, la norma normarum es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de diferente signo.
Finalmente es, sobre todo, una norma de derecho positivo creada por la voluntad del poder constituyente, fruto de ese modelo de constitucionalismo surgido tras la Segunda Guerra Mundial, que pretendía establecer un orden objetivo de valores. Y es aquí donde, de nuevo, aparece el valor de la interpretación constitucional. En efecto, especialmente en Italia, ello ha permitido atribuir a la interpretación constitucional un especial relieve a través de sentencias interpretativas (aditivas o sustitutivas), siempre que no fuesen fruto de una evaluación discrecional. Sin embargo, sobre esta cuestión, el autor subraya que, frente a la doble y aparente contradictoria exigencia de no invadir el campo del legislador y de asegurar el máximo grado de primacía de la constitución, el punto de equilibrio oportunamente encontrado ha sido el de la llamada rima obligada de la ley con la constitución propuesta por Crisafulli. Pero este criterio se ha manifestado insuficiente; según el autor, las causas pueden ser debidas a la imposibilidad de encontrar en el ordenamiento la rima suficiente, o por la pereza del legislador, raramente inclinado a seguir las advertencias de la Corte Constitucional o, incluso, como consecuencia de la insatisfacción acerca del rendimiento de las sentencias aditivas de principio.
El discurso del autor fundado en la certeza como elemento definitorio del derecho positivo y su fuerte crítica a la remisión constante a referencias axiológicas por parte del juez no son obstáculo para interpretar la relación entre la constitución y la ley como un doble circuito de legalidad. Esto es, como trayecto interpretativo en el que es necesario encontrar punto de intersección. Un trayecto en el que la legalidad constitucional no sustituye, sino que se sobrepone a la legalidad determinada por la ley. Para el autor, la forma de encontrar los puntos de conexión entre ambas legalidades puede ser, de un lado, que el intérprete asuma como criterio la noción de derecho viviente, y, de otro, el principio de interpretación conforme, tema sobre el que el profesor Luciani publicó en 2016 un estudio de obligada referencia en la Enciclopedia del Diritto (Giuffrè, Annali IX).
La función de interpretar la constitución no es un monopolio de la jurisdicción constitucional, sino que en los sistemas de jurisdicción constitucional concentrada corresponde a todos los poderes públicos, en especial a los jueces y tribunales. Sin embargo, en los sistemas de civil law, es solo al juez constitucional a quien se atribuye la condición de ser el intérprete supremo de la constitución y, en consecuencia, solo a él le pertenece llevar a cabo el juicio sobre la validez de la ley. A partir de esta premisa, el juez ordinario no es un autómata, no es un mandatario de la ley. Cuando aplica la ley o cuando plantea una cuestión previa de constitucionalidad sobre una ley aplicable al caso concreto, también interpreta la constitución.
La interpretación de la constitución es, ante todo, una interpretación de carácter jurídico, cuyo objeto es determinar el sentido conforme a criterios basados en la argumentación racional y coherente que permita crear certeza y seguridad jurídica y no una simple decisión. Asimismo, es una interpretación de carácter jurisdiccional que se lleva a cabo con ocasión de un proceso. Y finalmente, la interpretación constitucional se refiere a un tipo de constitución, que es la del Estado constitucional democrático y no otra.
Desde la perspectiva jurídica, la importancia de la interpretación constitucional aparece cuando la constitución, como norma suprema del Estado, actúa no solo como un límite político, sino, sobre todo, como un límite jurídico para el legislador. Es en este contexto en el que el juez constitucional no puede ignorar que el legislador no es un simple ejecutor de la constitución, sino que la ley es el resultado de la voluntad de una mayoría parlamentaria que, a la vez, es fruto del pluralismo político reconocido por la misma norma constitucional.
En este sentido, es preciso subrayar que, desde un punto de vista estructural, la norma constitucional es distinta de la ley, la norma del legislador. La constitución presenta un carácter más genérico y contiene preceptos jurídicos con un alto grado de abstracción, conceptos jurídicos abiertos y algunas reglas que se reducen a establecer límites; por tanto, la constitución no es habitual que establezca reglas inequívocas. En consecuencia, es habitual que la constitución permita al legislador ofrecer diversas soluciones para regular una misma materia. Y es aquí donde la interpretación jurídica resulta decisiva. En definitiva, se trata de un conflicto entre la interpretación del legislador y la interpretación del juez constitucional. La primera encuentra su legitimidad en la ley como expresión de la voluntad popular, mientras que para la segunda su legitimidad deriva del poder de interpretar el derecho que le otorga la constitución y de la que se espera una argumentación jurídica expresada en términos de razonabilidad.
Desde esta perspectiva, por tanto, según mi opinión, el sentido de la justicia constitucional se limita a resolver el juicio de validez de la ley. Que no es cosa menor. Pero en ningún caso le corresponde hacer justicia. Ello no corresponde al juez constitucional, sino al juez común. Por esta razón, comparto la posición del autor cuando afirma que si el tribunal fuese inducido a satisfacer la ambición de llevar a cabo la justicia en el caso concreto se trataría de un paso grave. La justicia del caso concreto no tiene nada que ver con la aplicación de la ley y ningún juez constitucional debería actuar de ese modo. Cuando enjuicia la ley, un tribunal constitucional dicta sentencias con efectos erga omnes y, por tanto, no le corresponde proporcionar justicia para un caso singular. De ser así, se podría convertir en una injusticia para muchos otros.
Hasta aquí, algunas de las muchas reflexiones a las que incita la atenta lectura de un libro importante, escrito por un autor poseedor de una erudición desbordante. Si se acepta la licencia, se trata de un académico y, ahora, nuevo juez de la Corte Constitucional Italiana que parece haberlo leído todo.