RESUMEN

El incesante avance de la ciencia y de la tecnología que caracteriza a estas primeras décadas del siglo xxi y los nuevos riesgos que tal avance conlleva, sobre todo, para los derechos y libertades, exige que el legislador deba abordarlo normativamente. Para ello, es necesario que el legislador se dote del conocimiento necesario, atendiendo a la mejor evidencia científica. Y ello constituye un verdadero mandato constitucional derivado del principio de interdicción de la arbitrariedad consagrado en el art. 9.3 de la Constitución y que alcanza a todos los poderes públicos y, por tanto, también al legislador. Sin embargo, que la aprobación de las leyes vaya precedida del necesario asesoramiento científico no supone que la evidencia científica deba sustituir a la decisión política, por muy relevante que aquella sea.

Palabras clave: Ciencia; asesoramiento científico; incertidumbre; Parlamento; técnica normativa; interdicción de la arbitrariedad; principio de proporcionalidad; control de constitucionalidad.

ABSTRACT

The relentless progress of science and technology that characterizes the early decades of the 21st century, along with the new risks that such advancements entail—particularly for rights and freedoms—requires lawmakers to address these issues through legislation. To this end, lawmakers must get the necessary knowledge, relying on the best available scientific evidence. This is a true constitutional mandate derived from the principle of prohibition of arbitrariness, enshrined in Article 9.3 of the Constitution, which applies to all public authorities, including lawmakers. However, the fact that the enactment of laws is preceded by necessary scientific advice does not mean that scientific evidence should replace political decision-making, no matter how significant it may be.

Keywords: Science; scientific advisory; uncertainty; Parliament; better regulation; prohibition of arbitrariness; principle of proportionality; judicial review.

Cómo citar este artículo / Citation: De Montalvo Jääskeläinen, F. (2025). Parlamento y ciencia: asesoramiento científico al legislador como mandato constitucional. Revista Española de Derecho Constitucional, 135, 81-‍107. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.135.03

I. INTRODUCCIÓN: PROGRESO E INCERTIDUMBRE[Subir]

El incesante avance de la ciencia y de la tecnología que caracteriza a estas primeras décadas del siglo xxi no tiene parangón con ninguna de las anteriores etapas de la historia. Y, más aún, cuando la propia diferencia entre ciencia y tecnología se ha desvanecido ante la irrupción del concepto acuñado principalmente por Bruno Latour de tecnociencia. Su interrelación es indiscutible. Las tecnologías emplean el conocimiento del universo generado por las ciencias para mejorar sus técnicas, mientras que la ciencia precisa echar mano de la tecnología más avanzada para poder llevar a cabo sus experimentos (‍Cervera, 2017).

Este extraordinario avance se traduce también en un incremento paradójico del riesgo y de la incertidumbre. Esta sociedad del riesgo se traduce en la conjunción de mayor progreso y mayor riesgo, y ello, en un marco de gran incertidumbre sobre las consecuencias para el propio ser humano y su entorno de la aplicación de los avances científicos y tecnológicos (‍Beck, 2006). Una sociedad con mayor confort y progreso, pero que se ve, al mismo tiempo, expuesta a mayores riesgos.

El fenómeno se ve agravado por varios factores, como las desigualdades y las presiones económicas, la desconfianza y la desinformación, así como unos sistemas de salud y de seguridad social sobrecargados, entre otros. También, el impacto de muchas de las emergencias o catástrofes perduran. Frecuencia, gravedad y perdurabilidad de los efectos son los elementos que caracterizan a muchas de las catástrofes que nuestra comunidad se ve expuesta a soportar[2]. Sería, en cierto modo, una expresión de la complejidad del mundo, en que el comportamiento del sistema no está ya determinado por sus elementos, sino por su interacción (‍Innenarity, 2020a: 26), siendo el riesgo la cuestión central de la política. Para la OCDE, la ciencia es cada vez más importante para informar a la política y la toma de decisiones en una amplia gama de áreas[3].

En los tiempos modernos, la certeza fue el más alto y deseado de los valores epistémicos, aun por encima de la verdad, y el llamado método científico fue visto como el camino más seguro hacia la certeza. De hecho, la razón humana acabó por identificarse con la aplicación de un supuesto método científico de inspiración cartesiana. Y una de las convicciones tópicamente atribuidas a la mentalidad ilustrada es esta: en la medida en que la vida humana en todos sus extremos se haga más racional, más científica, los problemas prácticos irán entrando en vías de solución. Y será la renuncia definitiva al ideal de certeza lo que marcará el final de una época en la que el supuesto método científico se propuso como modelo de la razón humana. El fabilismo que se inaugura con Popper no niega el conocimiento verdadero, sino el conocimiento con certeza. No se trata de dudar de todo, sino de aceptar que nuestro conocimiento está sujeto a una potencial revisión, pues en cualquiera de sus extremos puede contener errores (‍Marcos, 2011).

La sociedad es, pues, de riesgo y desconocimiento y se progresa aprendiendo a gestionar este en sus diversas manifestaciones. Aparecen nuevas y diversas formas de incertidumbre que no solo tienen que ver con lo todavía no conocido, sino también con lo que no puede conocerse (‍Innerarity, 2020a: 27).

Y es también evidente que tales riesgos e incertidumbres no pueden afrontarse en nuestras sociedades modernas recurriendo simplemente al sentido común, la experiencia o la ideología. Se necesita también de la ciencia[4], si bien ni siquiera la aplicación de un supuesto método científico puede garantizar el carácter progresivo de nuestras decisiones prácticas, lo que ha convencido a muchos de la imposibilidad de obtener certeza ni siquiera en el dominio de las ciencias, y con ello ha sobrevenido en diversas formas la desesperación respecto a las capacidades de la razón humana (‍Marcos, 2011). Necesitamos disponer de evidencia científica para adoptar decisiones, pero, al mismo tiempo, sabemos que tal evidencia no es tampoco suficiente para decidir.

Y el derecho no puede estar ajeno a estos cambios, como es obvio. La Constitución es una realidad social en la que norma y ser están unidos en relación dialéctica. Pero la conexión con la realidad social, por un lado, y la finalidad de toda norma de servir al mantenimiento de una determinada conducta social, por el otro, hacen que los preceptos jurídicos no puedan ser plenamente explicados más que con referencia a la situación total, y, en consecuencia, que la dogmática jurídica precise de referencias metajurídicas (‍García Pelayo, 1948: 119). Y así, si la evolución de la ciencia y la tecnología suponen nuevas oportunidades, pero también nuevos riesgos para el ser humano, el fenómeno no puede serle ajeno al derecho constitucional; antes al contrario, debe ser su objetivo prioritario (‍Cruz Villalón, 2006: 19).

Sin embargo, pese a que el ordenamiento jurídico ostenta un papel sustancial en esta etapa, el cambio al que asistimos viene a dificultar sobremanera la labor del derecho. El marco de certeza y previsibilidad en el que han venido desarrollándose habitualmente la actividad normativa y judicial parece haberse ya esfumado en diferentes áreas de la actividad. Si bien el derecho no es una institución nueva y la falta de certidumbre tampoco lo es, ya que se trata de un hecho que define la propia existencia del ser humano, el contexto ha cambiado en los últimos años notablemente, como ya hemos apuntado antes.

Quizás el problema radica no solo en el incremento cuantitativo y cualitativo de los riesgos, sino en la ingenuidad de haber llegado a pensar que la ciencia nos daría respuesta a las cuestiones que nos importan. La ciencia no nos da la respuesta a todo, y ello, nos crea aún mayor fragilidad o, peor aún, gran frustración. Ya Max Weber nos habló hace un siglo del «desencantamiento del mundo» (‍1992), es decir, la desaparición propiciada por el avance de las ciencias del sentido de la reverencia hacia lo existente y de la entrega al misterio; un misterio que, sin embargo, una gran parte de los seres humanos siguen necesitando para dar sentido a sus vidas.

Todo este panorama, además, se ha visto acentuado por la pandemia de la COVID-19 y por el resurgimiento de los conflictos armados en territorio europeo con la invasión de Ucrania por Rusia. Seguimos viviendo rodeados de lo que fueron grandes males de la humanidad desde sus inicios como comunidad, sin que el avance de la ciencia y la tecnología consigan acabar con ellos. El problema es que nos hemos hecho más vulnerables a los riesgos globales sin haber desarrollado suficientemente los procedimientos de protección (‍Innerarity, 2020b: 115).

II. DERECHO E INCERTIDUMBRE[Subir]

La incertidumbre es, por tanto, un signo característico de nuestra época actual, pero distorsiona al derecho en la medida en que este, presidido por la seguridad jurídica, aspira necesariamente a la certeza. El sistema jurídico de la modernidad se edificó sobre certezas, sobre normas escritas y oficialmente publicadas a las que atenerse, sobre registros públicos, sobre declaraciones precisas de las Administraciones y los tribunales. La propia certeza que generaban las ciencias empíricas se transmitía de algún modo a un orden jurídico que, a su vez, ofrecía certezas bajo la forma de seguridad jurídica para generar seguridades y confianzas en el tráfico económico y comercial (‍Esteve Pardo, 2015: 36). La ley jurídica, como hacían las leyes científicas, era un proyecto de racionalización del orden político y social, pretendiendo diseñar una suerte de cartografía práctica capaz de garantizar la seguridad de las relaciones jurídicas (‍Prieto Sanchís, 2014: 30).

Por ello, cuando la ciencia y sus leyes entran en la era de la incertidumbre, el derecho ya no puede encontrar en la ciencia la certeza a la que aspira por la seguridad jurídica, ni la ciencia encuentra certidumbre en la regulación. La paradoja se expresa a través del temor a que, en un contexto de grandes incertidumbres, la respuesta del derecho sea sustancialmente negativa a todo progreso científico, mientras que una sustancialmente positiva nos lleve hacia una transformación de la identidad y naturaleza del propio ser humano. Y tal es el poso de incertidumbre que hay en el propio derecho que la posibilidad de predecir con total certeza el resultado de los procedimientos jurídicos es vista incluso con sospecha. Un margen de incertidumbre es un indicador de que el sistema jurídico efectivamente funciona. La certeza absoluta solo existirá ya en las elecciones fraudulentas o en los pleitos amañados (‍Cheli, 2017: 108). Y no solo es dudoso que la certeza pueda ser hoy un objetivo realista, sino también que sea deseable, ya que la certeza descargaría sobre el legislador una tarea de incesante modificación del derecho vigente (‍Zagrebelsky, 2009: 146 y 147).

El objetivo, pues, no es ya la búsqueda de mejores certezas, sino aprender a trabajar jurídicamente con la incertidumbre. El derecho instaura certezas para afrontar la incertidumbre, para controlarla. Va creando nuevas herramientas. Estas certezas jurídicas no son verdades, son convenciones. No pretenden describir la realidad, sino afrontar problemas. Son certezas operativas que aspiran a transformar la realidad para hacerla cierta, a convertir situaciones problemáticas en situaciones resueltas. El derecho plantea, por tanto, una certeza sin verdad (‍Martínez García, 2012: 111 y 114).

Cierto es que no es la primera ocasión en la que el derecho ha de enfrentarse a la incertidumbre. Ya el derecho romano tuvo que enfrentarse a dicho problema acudiendo a soluciones prácticas a través de las presunciones para poder construir la solución jurídica (‍Esteve Pardo, 2015: 44 y 45), pese a que nuestro derecho de corte positivista se ha construido sobre el paradigma contrario al que presenta la realidad, el de la certidumbre (‍Esteve Pardo y Tejada Palacios, 2013: 58).

El derecho debe dotarse de instrumentos, mecanismos o procedimientos para procurar despejar, o al menos mitigar, dichas incertidumbres. Y, entre ellos, se sitúa el asesoramiento científico para la formular la norma jurídica, por paradójico que pueda resultar. Nunca han estado el derecho y quien lo expresa normativamente, el legislador, tan necesitados de atender a la evidencia científica y tecnológica. Cierto es que la ciencia genera incertidumbre en el derecho, sin embargo, este necesita a aquella para, al menos, saber cuál es el camino que no debe seguir la norma. La ciencia puede no ser capaz de decirle al derecho lo que debe hacer, pero sí, en ocasiones, lo que no debe[5]. Y es que la seguridad jurídica no solamente mejora utilizando una adecuada técnica legislativa (‍Montoro Chiner, 2003: 321), sino también atendiendo a las evidencias que ofrece la ciencia y la tecnología. Y la existencia de un marco o lugar de encuentro más o menos estable entre políticos y científicos puede ayudar notablemente a promover dicha cooperación.

En las democracias modernas, en las que la participación en las decisiones es algo constitutivo, el quién debe decidir y cómo, cuando las situaciones requieren conocimientos científicos complejos, se torna un debate que hay que abordar. Se habla, pues, ahora de política informada en la evidencia científica como proceso por el que las decisiones políticas tienen en consideración la evidencia científica ofrecida de manera rigurosa, objetiva y neutral. Se establece así la evidencia científica como una de las fuentes de información permanentes en el proceso de diseño y/o ejecución de una política pública en el Ejecutivo, o de deliberación y control parlamentario y de redacción y aprobación de leyes en el Legislativo[6].

III. EL ASESORAMIENTO CIENTÍFICO COMO MANDATO CONSTITUCIONAL[Subir]

La conexión de la decisión política y normativa con la ciencia no es solamente una demanda de utilidad o calidad, sino también expresión de mandato constitucional. La Constitución establece en su art. 44 que los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general. Y tal promoción no solo tiene como destinatario al Poder Ejecutivo, sino también al legislador: ¿cabe cumplir la promoción de la ciencia con la aprobación de normas que desatiendan o se desentiendan de la evidencia científica?

Además, el deber de los poderes públicos de promover las condiciones para equiparar la igualdad formal con la igualdad material y remover los obstáculos que impidan su plenitud, a la vez que facilitar la participación de todos en las decisiones políticas económicas y sociales, tal como proclama el art. 9.2 de la Constitución, es compatible, o, incluso, añadiríamos nosotros, exigible con la introducción del asesoramiento científico en el proceso de decisión política (‍Montoro Chiner, 2003: 334).

Pero es, quizá, la garantía de responsabilidad de los poderes públicos, y, fundamentalmente, la interdicción de la arbitrariedad, la que conmina a solicitar de la ciencia asesoramiento en aquellas cuestiones que afecten al presente, comprometiendo el futuro, y aquellas otras en cuya decisión se imbrican aspectos técnicos jurídicos o incluso éticos que implican cualquier tipo de riesgo (‍Montoro Chiner, 2003: 335). Si la decisión normativa resulta más efectiva, más racional, y mejor fundada, los poderes públicos pueden resultar obligados a incluir ese juicio en su decisión, ya que el respeto a la libertad sería también más efectivo si se tiene en cuenta la opinión de quien puede distinguir entre el riesgo conocido, el riesgo probable, el riesgo permitido y el riesgo no permitido (ibid.: 336). Para saber qué obliga o qué resulta prohibido, la norma ha de poseer la condición de certeza y tal ideal de certeza solamente se consigue si existe unidad conceptual y científica entre supuesto de la norma y realidad evolutiva (‍Montoro Chiner, 2017: 54).

El art. 9.3 de la Constitución garantiza la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Y dicha garantía de responsabilidad de los poderes públicos, así como la interdicción de la arbitrariedad, conmina a contar con la participación en la toma de la correspondiente decisión o medida con un asesoramiento científico.

La interdicción de la arbitrariedad es, como manifestara magistralmente hace años el profesor García de Enterría, algo más que interdicción de la discriminación, y es que la ruptura de la igualdad puede ser un caso de arbitrariedad, pero nunca el único (‍1991: 225). Arbitrariedad es sinónimo de injusticia ostensible y no solo injusticia a la desigualdad. Lo que la prohibición de la arbitrariedad condena es, justamente, la falta de un fundamento objetivo. La Constitución no admite que el poder público, en cualquiera de sus expresiones, se ejerza por la sola voluntad del agente o por su capricho, simplemente (‍Rebollo Delgado, 2024: 107).

La lucha contra la arbitrariedad es, en sí misma, fundamento del propio Estado de derecho. Como dijera García Pelayo, este se define por un Estado cuyos poderes están delimitados y tasados por las normas jurídicas, de tal modo que se excluya la arbitrariedad de su ejercicio (‍2018: 32).

Arbitrio o discrecionalidad y arbitrariedad son conceptos antagónicos que no deben confundirse. Les separa la existencia o no de justificación suficiente. Si la elección efectuada por la Administración dentro del margen de libertad cuenta con una justificación respetable, habrá que concluir que esa elección es irreprochable; si, por el contrario, la elección realizada carece de justificación o la que ofrece es indefinible o inauténtica, sit pro ratione voluntas pura y simplemente, tendrá que ser calificada necesariamente de arbitraria y rechazada. La clave de la distinción entre la discrecionalidad legítima y la arbitrariedad prohibida está en la motivación, entendida no como puro requisito formal, sino como justificación, como conjunto de razones susceptibles de dar soporte a la elección realizada en ausencia de las cuales dicha elección sería solo la expresión del puro capricho (‍Fernández Rodríguez, 2003: 10). Y cuando de justificar se trata, el papel que el asesoramiento jugará debe ser, no puede negarse, muy relevante.

Tras la aprobación de la Constitución, el legislador no puede comportarse ni irracional ni irrazonablemente, y debe justificar que tiene en cuenta y valora todos los elementos determinantes de su decisión. Y ello debe hacerse explicando públicamente, también de forma suficiente, tanto las razones de la elección final como el proceso de debate y decisión. Y, por ello, el control judicial debe extenderse a la deliberación legislativa (‍Astarloa Huarte-Mendicoa, 2021: 77).

La otra cara de la arbitrariedad sería, pues, la razonabilidad, en cuyo foco estaría la justificación a través de la argumentación jurídica, configurando una práctica racional que requiere determinar cuáles son los criterios que justifican la actividad estatal (‍Cassagne, 2022: 495). La arbitrariedad sería el fruto de una manifestación de la voluntad particular del órgano que la adopta, sin cobertura razonable (‍Muñoz Machado, 2011: 911). Así pues, aunque el concepto de arbitrariedad ha distado de ser claro, si algo ha permanecido invariable es su contraposición al de discrecionalidad (‍Desdentado Daroca, 2010: 180).

Pero es importante no confundir motivación y motivos, motivación y fundamentación, de manera que lo que determinará que la decisión sea arbitraria, excediéndose del perímetro de actuación que le otorga al poder público el ordenamiento jurídico, no es que no se haya incluido una motivación, sino si dicha actuación está o no debidamente respaldada por razones suficientes y atendibles. En el primer caso, cuando hay un déficit de motivación, el acto puede no ser arbitrario, aunque sí pueda concurrir un vicio formal que determinará su anulabilidad si produce indefensión. En el segundo, cuando falta la fundamentación, el acto es anulable por infracción del art. 9.3 de la Constitución (‍Desdentado Daroca, 2010: 184 y 185). No basta, pues, con motivar la decisión, sino que, además, los motivos deben ser atendibles, razonables. Puede, pues, distinguirse entre motivación formal externa y justificación material interna. La falta de motivación supone un déficit formal que no conlleva, indispensablemente, arbitrariedad, pero sí permite, al menos, presumirla.

Astarloa Huarte-Mendicoa propuso para ello, no hace mucho, la implementación de un documento de justificación y tramitación que se publicaría como parte del expediente legislativo, reflejando los principios de política legislativa que han inspirado la ley, las razones de las decisiones que se han tomado y las alternativas barajadas, así como la explicación transparente de lo acontecido durante la tramitación (‍Astarloa Huarte-Mendicoa, 2021: 86).

Trasladadas todas estas reflexiones al ámbito del asesoramiento científico de la decisión del poder público, lo relevante es que haya una fundamentación que atienda a las propuestas que se han hecho desde la ciencia o que, al menos, si ello no es así, se expliquen de manera razonada los motivos para apartarse de aquellas (‍Montoro Chiner, 2003: 338). De este modo, puede conocerse el proceso lógico que ha llevado a la adopción de la decisión pública. Y ello, además, cuando la decisión afecte a los derechos y libertades de los ciudadanos, debe hacerse siguiendo el esquema argumentativo que ofrecen los subprincipios del principio de proporcionalidad. No basta con meramente motivar, sino que es preciso, además, expresar de qué manera la decisión es adecuada y necesaria y respeta el núcleo esencial del derecho o libertad afectado. Es precisamente el principio de razonabilidad el que orienta la ciencia y el derecho hacia la complementariedad y la integración mutua (‍Cheli, 2017: 8).

Según ha establecido la jurisprudencia[7], el art. 9.3 CE no solo incorpora una prohibición de comportamientos irracionales, sino una exigencia de que la actuación de la Administración sirva con racionalidad los intereses generales (STS de 11 de junio de 1991, ar. 4874), adoptando decisiones coherentes y racionales (STS de 27 de febrero de 1987, ar. 3378), de acuerdo con la racionalidad exigible desde el punto de vista del principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (STS de 21 de febrero de 1994, ar. 1455). La interdicción de la arbitrariedad es necesidad por parte del poder público de justificar en cada momento su propia actuación (STS de 17 de abril de 1990, ar. 3644) (‍Ponce Solé, 2013: 93). Y si el órgano decisor debe aportar las razones que le han llevado a la conclusión, según establece la STC 66/1985 (FJ 5), en relación con ello cobra especial relevancia el correspondiente asesoramiento científico.

Este asesoramiento científico permite superar las contradicciones que puedan existir respecto a la toma de decisiones que puedan afectar, especialmente, a ámbitos de las actividades humanas. Si la decisión tiene en cuenta el criterio previamente emitido por un grupo de científicos expertos resultará más efectiva, más racional, y mejor fundada. Así, los poderes públicos deben incluir ese juicio en su decisión ya que el respeto a la libertad sería también más efectivo si se tiene en cuenta la opinión de quien puede distinguir entre el riesgo conocido, el riesgo probable, el riesgo permitido y el riesgo no permitido.

La decisión política, basada en un juicio de experiencia dictado por una comisión científica, puede efectuar la valoración y elección del supuesto de hecho, y de la consecuencia basada en conceptos más acertados. Todo eso forma parte de la racionalidad y, en su conjunto, tiende a impedir juicios o decisiones fundadas en la arbitrariedad (‍Montoro Chiner, 2003: 336).

Cierto es, sin embargo, que el principio de interdicción de la arbitrariedad en el que se sustentaría el valor jurídico-formal del asesoramiento científico para la toma de decisiones por los poderes públicos opera de manera distinta cuando se trata del legislador. La discrecionalidad política de la que dispone el legislador es muy superior a la del Ejecutivo o el Poder Judicial, pudiendo realizar elecciones entre distintas opciones políticas dentro de una esfera de decisión que únicamente encuentra como límite la Constitución (‍Desdentado Daroca, 2010: 178). El propio Tribunal Constitucional señaló en la Sentencia 66/1985 que la noción de arbitrariedad no puede ser utilizada por la jurisdicción constitucional sin introducir muchas correcciones y matizaciones en la construcción que de ella ha hecho la doctrina del derecho administrativo, pues no es la misma la situación en la que el legislador se encuentra respecto de la Constitución que aquella en la que se halla el Gobierno como titular del poder reglamentario, en relación con la ley. O, como se declara, entre otras muchas, en la STC 98/2018, de 19 de septiembre, FJ 5, en relación con el reproche de arbitrariedad en sentido estricto, la jurisprudencia del Tribunal parte de la premisa (ATC 20/2015, de 3 de febrero, FJ 5) de que la calificación de arbitraria dada a una ley exige una cierta prudencia, toda vez que es la expresión de la voluntad popular, por lo que su control de constitucionalidad debe ejercerse sin imponer constricciones indebidas al Poder Legislativo y respetando sus opciones políticas, centrándose en verificar si el precepto cuestionado establece una discriminación, pues la discriminación entraña siempre una arbitrariedad, o bien, si aun no estableciéndola, carece de toda explicación racional, lo que también, evidentemente, supondría una arbitrariedad, sin que sea pertinente un análisis a fondo de todas las motivaciones posibles de la norma y de todas sus eventuales consecuencias (STC 45/2007, de 1 de marzo, FJ 4, y ATC 123/2009, de 30 de abril, FJ 8). De manera que, conforme declara la STC 100/2015, de 28 de mayo, FJ 5, no corresponde a este Tribunal interferirse en el margen de apreciación que corresponde al legislador democrático ni examinar la oportunidad de la medida legal para decidir si es la más adecuada o la mejor de las posibles, sino únicamente examinar si la decisión adoptada es plenamente irrazonable o carente de toda justificación (SSTC 156/2014, FJ 6, y 149/2020, FJ 6).

Así pues, dicho control atenuado de la arbitrariedad no impide, como también nos ha recordado el mismo Tribunal Constitucional, que el Parlamento no quede igualmente sujeto a la Constitución, y es misión de este Tribunal velar por que se mantenga esa sujeción (vid. STC 73/2000, FJ 4). Y, por ello, cabe que el Tribunal pueda considerar que un límite impuesto por el legislador pueda ser irrazonable y carente de toda justificación, con un resultado arbitrario y, por lo tanto, contrario al art. 9.3 de la Constitución (STC 181/2000, FJ 17).

La propia inclusión de la interdicción de la arbitrariedad en el tenor del art. 9.3 de la Constitución informa a favor de una constitucionalización de un principio, lo que enfatiza su uso no solo frente al Poder Ejecutivo, sino frente al legislador, más aún cuando se habla en el citado precepto de «poderes públicos», recurriendo a una terminología más amplia que, por ejemplo, la que utiliza el art. 103 de esta. Y el vínculo del legislador con la interdicción de la arbitrariedad queda más reforzado, si cabe, desde el momento en que su labor normativa queda sujeta también al principio de igualdad, de manera que la igualdad es violada cuando para la diferenciación legal no es posible encontrar una razón razonable (‍Villacorta Mancebo, 2005: 170).

Por ello, puede concluirse, pues, que el único poder que la Constitución acepta como legítimo, incumbiendo ello también al Parlamento, es el que se presenta como resultado de una voluntad racional, esto es, racionalmente fundada (‍Fernández Rodríguez, 2003: 11). Si la prohibición constitucional de arbitrariedad que formula el art. 9.3 tiene algún significado, ese significado no es otro que el de expulsar de nuestro sistema jurídico-político cualquier expresión de poder público que no cuente con el fundamento adicional de la razón, esto es, cuyo único apoyo sea la mera voluntad y la fuerza o la autoridad formal de quien lo ejerza (‍Fernández Rodríguez, 2005: 120).

Sin perjuicio de ello, el recurso que a la racionalidad científica ha hecho nuestro Tribunal Constitucional como parámetro de enjuiciamiento de la prohibición de arbitrariedad ha sido muy limitado, una expresión de autolimitación —self-restraint en lengua inglesa—, permitiendo al legislador un amplio margen de discrecionalidad, siempre, claro está, que no se vulneren los derechos y libertades. Es decir, el enjuiciamiento de la norma con importante calado científico se ha hecho desde un parámetro esencialmente jurídico y no científico, trasladando las consecuencias de ello al mundo jurídico a través de la mencionada interdicción de la arbitrariedad. El Tribunal no valora si la norma aprobada por el Parlamento se ajusta a la evidencia científica, sino que va directamente a la evaluación jurídica de las consecuencias de la norma sobre los derechos y libertades.

Así, en la Sentencia 116/1999, sobre la ley de técnica de reproducción humana asistida, cuyo debate incorpora no solo un componente ético relevante, sino también científico[8], se manifiesta lo siguiente:

Conviene tener en cuenta en el examen de los preceptos antes indicados que, mediante la regulación en ellos contenida, el legislador atiende al principio rector del art. 44.2 de la Constitución, según el cual «Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general», principio que a tenor del art. 53.3 C.E. ha de informar la legislación positiva. Desde esta perspectiva constitucional no es función de este Tribunal establecer criterios o límites en punto a las determinaciones que, con apoyo en dicha directriz, pueda establecer el legislador, máxime en una materia sometida a continua evolución y perfeccionamiento técnico, siempre, claro es, que las determinaciones legales no entren en colisión con mandatos o valores constitucionales (FJ 6).

Las palabras del alto tribunal son elocuentes: «no es función de este Tribunal establecer criterios o límites».

Se parte de una presunción de veracidad de las cuestiones de índole científica que se recogen en la norma (véase, en este caso, la propia categoría científica de preembrión), centrándose el control de constitucionalidad en sede de los derechos y libertades presuntamente afectados por dicha regulación:

No siendo los preembriones no viables («abortados en el sentido más profundo de la expresión») susceptibles de ser considerados, siquiera, nascituri, ni las reglas que examinamos ni las ulteriores del art. 17 (relativo a los preembriones ya abortados, a los muertos y a la utilización con fines farmacéuticos, diagnósticos o terapéuticos previamente autorizados de preembriones no viables) pueden suscitar dudas desde el punto de vista de su adecuación al sistema constitucionalmente exigible de protección de la vida humana (FJ 9).

Argumento que reitera un poco más adelante, cuando en la misma sentencia señala:

[…] de la Constitución no se desprende la imposibilidad de obtener un número suficiente de preembriones necesario para asegurar, con arreglo a los conocimientos biomédicos actuales, el éxito probable de la técnica de reproducción asistida que se esté utilizando, lo que, desde otra perspectiva, supone admitir como un hecho científicamente inevitable la eventual existencia de preembriones sobrantes. Así entendida, la crioconservación no sólo no resulta atentatoria a la dignidad humana, sino que, por el contrario, y atendiendo al estado actual de la técnica, se nos presenta más bien como el único remedio para mejor utilizar los preembriones ya existentes, y evitar así fecundaciones innecesarias (FJ 11).

Algo similar puede decirse de la STC 149/2020, en la que se resuelve la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, en relación con el artículo único, la disposición transitoria y la disposición derogatoria de la Ley 9/2019, de 28 de marzo, de modificación de la Ley 4/1996, de 12 de julio, de caza en la comunidad autónoma de Castilla y León. Tal cuestión se planteó por considerarse que podía vulnerarse la doctrina constitucional establecida en relación con las leyes singulares. En esta sentencia se desestima la cuestión al considerarse que el legislador había establecido la regulación atendiendo a unos fines y objetivos que formaban parte de una orientación de política general, cuya determinación corresponde al órgano legislativo y que no constituyen la respuesta ad casum de determinadas resoluciones judiciales, lo que conllevaba, en definitiva, que la Ley 9/2019 no pudiera entenderse contraria al principio de interdicción de la arbitrariedad que consagra el art. 9.3 CE. Para el Tribunal Constitucional no se aprecia que la regulación que establece la ley cuestionada carezca de toda explicación racional. Y así, la actividad cinegética incide en muchos ámbitos (en el medio ambiente, en la salud pública, en la agricultura…) y tiene importantes consecuencias socioeconómicas que justifican que el legislador regule su ejercicio, dándose cuenta por el propio legislador, en la exposición de motivos, de las razones por las que ha considerado pertinente su aprobación. Además, en la exposición se señala que la actividad económica derivada de la caza constituye una fuente de riqueza importante para las comarcas rurales de Castilla y León, especialmente para las menos industrializadas y pobladas, por lo que esta actividad contribuye a evitar la despoblación del medio rural.

Como puede verse, el Tribunal Constitucional entra a valorar la motivación, pero no tanto los motivos para hacer su apreciación de la falta de concurrencia de la interdicción de la arbitrariedad.

De manera bien diferente, otros tribunales constitucionales de nuestro entorno sí han sujeto la labor del legislador al escrutinio de la mejor evidencia científica. Así la Sentencia de la Corte Constituzionale italiana núm. 282 de 2002 dispone:

Tutto ciò non significa che al legislatore sia senz’altro preclusa ogni possibilità di intervenire. Così, ad esempio, sarebbe certamente possibile dettare regole legislative dirette a prescrivere procedure particolari per l’impiego di mezzi terapeutici «a rischio», onde meglio garantire —anche eventualmente con il concorso di una pluralità di professionisti— l’adeguatezza delle scelte terapeutiche e l’osservanza delle cautele necessarie. Ma un intervento sul merito delle scelte terapeutiche in relazione alla loro appropriatezza non potrebbe nascere da valutazioni di pura discrezionalità politica dello stesso legislatore, bensì dovrebbe prevedere l’elaborazione di indirizzi fondati sulla verifica dello stato delle conoscenze scientifiche e delle evidenze sperimentali acquisite, tramite istituzioni e organismi —di norma nazionali o sovranazionali— a ciò deputati, dato l’«essenziale rilievo» che, a questi fini, rivestono «gli organi tecnico-scientifici» (cfr. sentenza n. 185 del 1998); o comunque dovrebbe costituire il risultato di una siffatta verifica (FJ 5).

Es decir, no cabe la pura discreción política del propio legislador, sino que debe verificarse el estado del conocimiento científico y de la evidencia experimental.

Para la Corte italiana, la coherencia del legislador respecto del parámetro científico se convierte en un síntoma de la racionalidad de sus decisiones. Y, por tanto, si los conocimientos científicos están consolidados, la elección del legislador debe estar alineada con ellos. La ciencia no solo es objeto de regulación, sino también su propio presupuesto jurídico (‍D’Aloia, 2012: 54; ‍Busatta, 2022: 98 y 99). La evidencia científica marca el perímetro de lo posible (‍Busatta, 2022: 99), es decir, fija la frontera entre discrecionalidad y arbitrariedad. Y en palabras de Casonato, la precitada doctrina jurisprudencial de la Corte italiana crea una suerte de «reserva científica» para el legislador, transformando el juicio de razonabilidad científica en un verdadero parámetro interpuesto de constitucionalidad (‍Casonato, 2016: 6 y 8). Sin embargo, en crítica del mismo autor, considerar la literatura científica como un parámetro de legitimidad constitucional es temerario y constituye una herida demasiado profunda contra los principios que fundamentan el Estado constitucional de derecho, y ello, porque la propia ciencia no está siempre exenta de conflictos y vicios que, en la actualidad, generan dudas acerca de que lo publicado, incluidas las revistas de impacto, sea necesariamente expresión de evidencia científica. Por ello, Casonato limita la operatividad de la «reserva científica» como parámetro de constitucionalidad de la norma a aquellos supuestos vinculados al ámbito de la medicina, cuando, más allá de la arbitrariedad, pueda estar en conflicto el derecho a la protección de la salud vinculado al derecho a la vida e integridad (‍Casonato, 2016: 10).

Ciertamente la postura de Casonato es sugestiva, pero trasladada a nuestro ordenamiento jurídico no parece que sea tan aplicable. La reserva científica que pudiera derivarse de la exigencia de racionalidad de la decisión del legislador requiere, como antes hemos comentado, que la elección efectuada por el legislador, dentro de su habitual amplio margen de discrecionalidad, cuente con una justificación «respetable». Esto es, expresar el conjunto de razones susceptibles de dar soporte a la elección realizada en ausencia de las cuales dicha elección sería solo la expresión del puro capricho. Y la valoración de la concurrencia o no de justificación es independiente de que la norma afecte a un derecho o libertad como sería el derecho a la vida o integridad por su conexión con el derecho a la salud.

Una norma puede gozar de justificación respetable e incurrir en un vicio de inconstitucionalidad por expresarse en contra de la regulación constitucional de un derecho o libertad, lo mismo que puede, respetando tal regulación, incurrir en el mismo vicio por falta de justificación suficiente. El art. 9.3 no exige para producir sus efectos anulatorios su conexión con otra norma, habitualmente, un derecho o libertad, como sostuviera, en cierto modo, algún autor en nuestra doctrina siguiendo la postura de la conexión de la arbitrariedad y la discriminación de Leibholz (‍Rubio Llorente, 1990: 93 y ss.). La interdicción de la arbitrariedad puede operar como canon de constitucionalidad sin necesidad de referencia a otro precepto constitucional. Una norma es arbitraria por la ausencia de justificación racional, sin que se exija que produzca indispensablemente la violación de un derecho o libertad. De hecho, esta segunda cuestión conecta con el segundo de los principios a los que se atiende a la hora de valorar si determinada norma no incurre en el vicio de inconstitucionalidad cuando produce efectos sobre los derechos y libertades, el principio de proporcionalidad. Este no deriva de lo dispuesto en el art. 9.3 de la Constitución, sino de la previsión contenida en el art. 53.1 relativa al respeto al contenido esencial.

En todo caso, no debemos olvidar que la «reserva científica» no constituye el parámetro único de enjuiciamiento, sino uno de ellos, aunque puede considerarse especialmente cualificado. Y, por ello, es necesario verificar también que la decisión no entre en conflicto con intereses de igual o superior rango.

Otro de los argumentos que informarían a favor de un papel relevante de la ciencia como parámetro de evaluación de la interdicción de la arbitrariedad sería la propia operatividad que en los últimos tiempos ha cobrado el principio jurídico de precaución o cautela[9]. Este informa también a favor de la indispensable necesidad del asesoramiento científico en aquellos ámbitos en los que pretende aplicarse, exigiendo el recurso al asesoramiento científico para poder aplicar este sobre la base de la adecuada justificación jurídica.

El principio de precaución ha sido definido como un principio procedimental llamado a potenciar la evaluación de riesgos inciertos y posibilitar la adopción de medidas frente a estos aun cuando estos se desconocen en gran medida. El recurso al principio se inscribe en el marco general del análisis de riesgo (que incluye, al margen de la evaluación del riesgo, la gestión del riesgo y la comunicación del riesgo), y, más concretamente, en el marco de la gestión del riesgo que corresponde a la fase de toma de decisiones. Y los responsables de la decisión deben ser conscientes del grado de incertidumbre inherente al resultado de la evaluación de la información científica disponible, y ello no es una decisión científica, sino eminentemente política, lo que exige resolver dos cuestiones: en primer lugar, si se debe actuar o no, y, en segundo lugar, si se ha decidido actuar, las medidas que se derivan de la aplicación del principio. Con la operatividad del principio no se aspira a lograr una certeza absoluta (la evidencia), sino una certeza suficiente (‍Martínez García, 2012: 111 y 112).

La aparición del principio responde, pues, a la necesidad de adoptar un enfoque precautorio de las nuevas políticas y verificar si pueden surgir riesgos relevantes para, entre otros, el medio ambiente o la salud de las personas a partir de novedades científicas y tecnológicas. Supone la toma de conciencia del legislador acerca de las incertidumbres de los riesgos que pueden acompañar al avance de la ciencia y la técnica.

Por último, es importante recordar que la mejor, más transparente y verificable evidencia científica en la toma de decisiones es esencial para generar confianza y apoyar la democracia. En el complejo y polarizado mundo actual, el aumento de la desinformación y la información errónea han generado mayor desconfianza, y esto, a su vez, afecta a la percepción de la opinión pública sobre la capacidad de los responsables de la toma de decisiones para que estas sean correctas y que sirvan a los intereses de todos los ciudadanos. Por lo tanto, un enfoque basado en la evidencia es un importante promotor de la confianza pública y es crucial para legitimar y proteger las democracias y garantizar mejores resultados para los cambios tanto políticos como legislativos. Los responsables de la toma de decisiones, como los parlamentarios, pueden establecer y hacer crecer esta confianza presentando la evidencia de la investigación que guía su enfoque y las reformas políticas[10].

Y junto con esta posible mejora de los niveles de confianza en el sistema político y sus actores, el asesoramiento científico también puede ayudar a que la posible influencia de los grupos de presión y lobbies no determine la decisión normativa sin una verdadera base científica y solamente atendiendo a los intereses económicos de determinados grupos o empresas.

IV. CIENCIA EN DERECHO, NO LEYES ELABORADAS POR CIENTÍFICOS[Subir]

Es ya clásica la distinción entre «política para la ciencia», como asesoramiento sobre políticas científicas y tecnológicas, es decir, desde la política hacia la ciencia, y «ciencia para la política», cuando el asesoramiento es de los científicos para la aprobación de normas jurídicas o el desarrollo de políticas públicas[11]. Y en este trabajo nos estamos refiriendo, obviamente, al segundo.

Y como ya hemos ido viendo, el contexto actual en el que se desarrolla el derecho exige que este atienda a lo que los científicos puedan aportar. Más aún, hemos sostenido que ello es, incluso, un mandato que se deduce de la propia Constitución a través, fundamentalmente, de la exigencia de racionalidad formal para cumplir con la exigencia de interdicción de la arbitrariedad consagrada en el art. 9.3 de la Constitución.

Sin embargo, atender, escuchar y valorar no significa alterar las reglas del juego político, de manera que sea la ciencia la que nos gobierne ni que sea la que elabore las leyes o que estas se fundamenten o atiendan únicamente a criterios puramente científicos, con abstracción de otros elementos para considerar y de la propia ideología. El impulso del asesoramiento científico en la política no debe suponer la sustitución de la política por la ciencia. Como denunciara Habermas, con mención a Max Weber, la racionalización significa la ampliación de los ámbitos sociales que quedan sometidos a los criterios de la decisión racional, y a medida que la ciencia y la técnica penetran en los ámbitos institucionales de la sociedad, transformando de este modo a las instituciones mismas, se empiezan a desmoronar las viejas legitimaciones (‍2017: 53 y 54).

Pero es que, además, la ciencia, pese a su exigencia de falsabilidad, es más dilemática que la ética y la política (esto, en todo caso, cuesta ahora expresarlo dados los tiempos de extrema polarización que vivimos). Para la ciencia es más fácil que existan dos únicas alternativas extremas, la que muestra evidencia y la que no. En ciencia solo hay una respuesta correcta, sin que los cursos o soluciones intermedias encuentren cabida en el método científico. Y ello trasladado a la toma de decisiones políticas y a la de regulación jurídica de la realidad supone una transformación generalizada de los problemas en dilemas, de manera que las soluciones se ofrecen como absolutamente extremas.

En todo caso, no se trata de un debate nuevo ni en la filosofía, ni en la ética, ni en el propio derecho público. El carácter expansivo de la actividad científica y tecnológica no puede ir en detrimento del carácter jurídico-político de la toma de decisiones por parte de las autoridades públicas. Son funciones de distinto contenido las que se encomiendan a los poderes científico y político. El poder científico tiene funciones de información, dictamen y, en definitiva, valoración de riesgos, pero no de decisión. La legitimación científica, por el conocimiento experto y especializado, no alcanza así al poder decisorio, que corresponde a las instancias públicas que tengan atribuidas —por determinación constitucional en último término— tales funciones (‍Esteve Pardo, 2003: 142). No se trata de sustituir la acción comunicativa y la interacción por un modelo científico o de que el político se convierta en mero órgano ejecutor de una intelligentsia científica, sin una verdadera reflexión sobre los intereses sociales que siguen operando (‍Habermas, 2017: 89 y 134).

Habría que distinguir, pues, dos fases: una primera de formación de la voluntad donde son necesarias las aportaciones del saber experto y una segunda donde se procede a la evaluación política de las opiniones o informes de los expertos, momento en el que se expresa una pluralidad de constelaciones de intereses y orientaciones valorativas. El conocimiento científico quedaría reservado a las cuestiones científica o técnicamente no controvertidas, pero se garantizaría a los representantes democráticos las decisiones que tengan una carga valorativa y requieran adoptar preferencias entre un abanico de alternativas posibles (‍Baamonde Gómez, 2022: 60). Ni la política debiera de interferir en la primera fase ni la ciencia entrar a decidir en la segunda.

No puede ponerse en duda el valor de una práctica de decisiones guiada por la ciencia que hoy es muy usual en los centros de decisión de las democracias, pero ello siempre que aquellas queden sujetas a una reflexión ulterior. Se trataría de un modelo intermedio presidido por una interrelación crítica entre político y científico, en el que ni este es el nuevo soberano ni a aquellos se les mantienen fuera de los ámbitos de la práctica racionalizados (‍Habermas, 2017: 136 y 138).

Hay una diferencia sustancial entre los objetivos de la ciencia y del derecho. No podemos esperar decisiones de la ciencia. Sus resultados frecuentemente expresados en probabilidades, en términos relativos, están permanentemente abiertos a la discusión y la controversia (‍Esteve Pardo, 2009: 100). Una democracia es un sistema en el que no son los expertos quienes tienen la última palabra, sino la ciudadanía, lo que se traduce en el hecho de que por encima de la Administración están los políticos, es decir, quienes nos representan (‍Innerarity, 2020c: 189). No se trata de primar al derecho y a la política en contra de los científicos y su autoridad experta, sino de que sea la comunidad política a través de sus representantes y con arreglo al orden jurídico la que tenga el protagonismo decisorio (‍Esteve Pardo, 2009: 109). No es transformar nuestras democracias en unos sistemas gobernados por expertos, sino la integración de los sistemas expertos en los procedimientos de decisión política (‍Innerarity, 2020a: 30).

Sin embargo, más allá del problema de la legitimidad, existe también el de autoridad y complejidad. Delegar la toma de decisiones políticas en los expertos puede resultar un recurso persuasivo, pero no parece que estos tengan suficiente autoridad cuando sus opiniones son fácilmente contestables desde la propia ciencia ni paradójicamente reducen la complejidad del problema que resolver, antes al contrario, lo aumentan al producir mayor imponderabilidad y contingencia (‍Innerarity, 2020c: 256).

Así pues, la nueva democracia del conocimiento no supone el gobierno por sistemas expertos, sino mediante la integración de dichos sistemas en procedimientos de gobierno más amplios. La ciencia no es el proceso de formulación de políticas, sino solo una parte de él (‍King, 2016: 1510-‍1512). Promover una política basada en la evidencia (evidence-based policy) no significa reemplazar la política por la evidencia (evidence-as-policy) (‍Cortassa, 2024: 56).

La OCDE ha señalado a estos efectos que, si bien la formulación de políticas basadas en evidencias científicas es esencial tanto para la buena gobernanza pública como para alcanzar los objetivos sociales, tales evidencias son solo uno de los varios factores que influyen en los procesos de formulación de políticas. La formulación de políticas basadas en evidencias científicas se basa en un análisis de la mejor evidencia disponible de la investigación, junto con muchos otros factores, entre ellos el contexto, la opinión pública, la equidad, la viabilidad de la implementación, la asequibilidad, la sostenibilidad y la aceptabilidad de las partes interesadas[12]. Se trataría de una relación de respeto mutuo, asumiendo política y ciencia el papel que a cada una le corresponde en el proceso de elaboración de la norma.

V. LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ASESORAMIENTO CIENTÍFICO EN EL PARLAMENTO: LA CREACIÓN DE LA OFICINA DE CIENCIA EN EL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS[Subir]

Es común la cita como precedente del asesoramiento científico a la política de la creación por el presidente norteamericano F. D. Roosevelt de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (OSRD, Office of Scientific Research and Development) en 1941, cuyo objetivo era optimizar la aplicación de las investigaciones científicas en la tecnología de guerra, asegurar la mejor cooperación entre las agencias de investigación civiles y militares y, muy específicamente, el desarrollo y la búsqueda de recursos para la sanidad militar, en un contexto de guerra (‍De Lucas, 2021: 78).

En el ámbito concreto del asesoramiento científico al Parlamento, existen varios instrumentos o mecanismos para que este pueda llevarse a cabo.

En primer lugar, las subcomisiones parlamentarias o ponencias de estudios. Ante estas pueden comparecer expertos científicos que exponen su opinión y responden a las preguntas de los diputados y encuentran su marco legal, principalmente, en el art. 44 del Reglamento del Congreso de los Diputados, que dispone que podrán comparecer otras personas competentes en la materia, a efectos de informar y asesorar. Se trata de una práctica sumamente frecuente cuando lo aconseje la relevancia o complejidad de una iniciativa legislativa y enlaza con los tradicionales hearings de los parlamentos anglosajones (‍Cuenca Miranda et al., 2023: 394 y 395).

En segundo lugar, los servicios de documentación o biblioteca de las cámaras.

Por último, mediante la creación de una oficina de asesoramiento científico que, como vamos a ver de inmediato, ha sido la reciente fórmula que ha incorporado el Congreso de los Diputados[13].

Sí ha sido más frecuente que las cámaras hayan accedido al asesoramiento científico a través de las comparecencias. La comparecencia de sujetos ajenos a las cámaras para informar a los miembros de estas sobre cuestiones de relevancia para el desarrollo de su trabajo es un instrumento de información de creciente importancia dentro de la variada gama de estos en el derecho parlamentario. Y tales comparecencias están previstas en el propio Reglamento del Congreso, art. 44.4.º, que dispone: «Las Comisiones, por conducto del Presidente del Congreso, podrán recabar la comparecencia de otras personas competentes en la materia, a efectos de informar y asesorar a la comisión».

Sin embargo, dicho trámite de comparecencias de expertos suele producirse, en muchas ocasiones, una vez cerrado el plazo de enmiendas y constituida la ponencia. Y, por ello, considera que pudiera ser conveniente incorporar la posibilidad, con cautelas y de manera excepcional, de abrir un trámite de presentación de nuevas enmiendas al articulado en ponencia, como instrumento para potenciar el debate racional y discursivo, que lleva al cambio de opinión y a acuerdos nuevos, a la luz de lo ilustrado por los comparecientes (‍Revuelta, 2022: 155).

Como hemos anticipado antes, junto con el instrumento de las subcomisiones y ponencias y de los servicios de documentación y biblioteca, el Congreso ha incorporado la figura de la Oficina de Ciencia y Tecnología, también denominada de manera más comercial Oficina C. Esta fue creada mediante convenio suscrito entre el Congreso y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología F. S. P. el 5 de marzo de 2021[14]. Dentro de la estructura del Congreso, esta Oficina depende de la Dirección de estudios, análisis y publicaciones de la Secretaría General del Congreso.

El objetivo de la Oficina es facilitar el acceso a la evidencia científica a los diputados, estableciendo mecanismos de asesoría científica que contribuyan a la toma de decisiones en el ámbito legislativo a medio-largo plazo. Según describe el convenio, la Oficina de Ciencia y Tecnología del Congreso de los Diputados tiene como principal objetivo proveer al Congreso de los Diputados de evidencias científicas sobre determinados temas de interés, con objeto de contribuir a la toma de decisiones informadas por el conocimiento científico disponible. Estas evidencias científicas se recopilarán mediante procesos estandarizados, se ofrecerán de forma transparente, en un lenguaje cercano, y estarán abiertas al público.

Es interesante destacar que esta iniciativa surge del ámbito privado, aunque se haya formalizado institucionalmente en el ámbito público. Surge de la iniciativa ciudadana Ciencia en el Parlamento, que desde 2018 promueve la creación de un instrumento de asesoramiento científico del Parlamento.

La Oficina C, que sigue una hoja de ruta marcada por un plan estratégico de cuatro años, tiene por función informar periódicamente a la Mesa del Congreso de los Diputados del estado de conocimiento relativo a una serie de temas relevantes seleccionados. Propone periódicamente a la Mesa del Congreso de los Diputados una serie de temas que considera relevantes para ser objeto de un informe al Congreso. Los temas objeto de informe han de cumplir una serie de criterios, como tener un alcance claramente delimitado y abarcable en un informe breve, contar con evidencia suficiente, tener el potencial de estimular el debate público, tener una relevancia parlamentaria justificada y proyección en el medio o largo plazo. La Oficina C hace una selección de temas que cumplan estos requisitos entre los propuestos por el Consejo Asesor y los propone a selección de la Mesa del Congreso. En el año 2022, se seleccionaron y abordaron cuatro temas: hidrógeno verde como combustible; inteligencia artificial y salud; avances en el tratamiento del cáncer, y ciberseguridad. El aprendizaje del primer año de andadura justifica que en 2023 esté prevista la elaboración de seis informes. El equipo de la Oficina C ha establecido un método estandarizado de trabajo denominado «Método C». Cada informe de evidencia se redacta a partir de la literatura científica y de la interacción con un número importante de personas expertas en cada tema, adoptando un enfoque multidisciplinar y situado en el contexto sociopolítico español. Cada informe es elaborado siguiendo sucesivas fases de revisión en interacción con las expertas y expertos entrevistados. Una vez completada una colección de informes, se publican y se celebra un acto público de presentación, así como una serie de encuentros a puerta cerrada, conocidos como «Diálogos C», que reúnen a diputados y científicos en torno a la discusión sobre los distintos temas tratados[15].

Hasta la fecha, y según recoge en su página web, la Oficina C ha emitido cerca de quince informes sobre diferentes temáticas, y, entre ellas, a modo de resumen, del ámbito de las tecnologías y la digitalización sobre la inteligencia artificial en el ámbito de la salud y en el de la educación, sobre ciberseguridad y sobre la desinformación. En el ámbito de la salud y social, sobre el envejecimiento, sobre el tratamiento del cáncer, sobre las neurociencias, enfermedades neurodegenerativas, o prevención del suicidio. Y en el ámbito de la sostenibilidad y el medio ambiente, sobre la calidad del aire, sobre incendios forestales, zonas costeras o transición energética[16].

Este instrumento encuentra referentes en el derecho comparado. Entre ellos, podemos destacar la Oficina Parlamentaria para Ciencia y Tecnología (Parliamentary Office for Science and Technology-POST), oficina independiente dentro del Parlamento británico que responde a los intereses en estos campos de la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores. La Oficina forma parte de la Cámara de los Comunes y produce informes con revisión por pares, diseñados para hacer que el conocimiento científico sea accesible a los miembros del Parlamento. Además, ayuda a las cámaras a acceder a expertos y a la evidencia científica, identifica áreas emergentes de interés para el Parlamento y apoya el intercambio de información y experiencia entre investigadores y el Parlamento del Reino Unido a través de becas y otras actividades de intercambio de conocimientos[17].

También, el Bundestag en Alemania cuenta con una Oficina de evaluación tecnológica (TAB), cuya principal tarea es diseñar e implementar proyectos de evaluación tecnológica (TA) y su trabajo está estrictamente orientado a las necesidades de información del Parlamento y sus comisiones. Los resultados de los proyectos y otras actividades de la TAB se publican principalmente en forma de informes de trabajo[18].

En Francia, ambas cámaras, Asamblea y Senado, disponen de una Oficina Parlamentaria de Evaluación de las Opciones Científicas y Tecnológicas (OPECST). La Oficina es una delegación conjunta de las dos asambleas, compuesta por dieciocho diputados y dieciocho senadores, seleccionados de tal manera que se garantice una representación proporcional de los diferentes grupos políticos. La Oficina cuenta con el apoyo de un comité científico integrado por veinticuatro expertos seleccionados por su experiencia en los ámbitos científico y técnico[19].

Otros Estados que cuentan con figuras similares a nivel parlamentario son Austria, Finlandia, Grecia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos, Suecia y Suiza[20], y la Unión Europea también dispone de un grupo de expertos para el Futuro de la Ciencia y la Tecnología (STOA) en el Parlamento Europeo, compuesto por veintisiete eurodiputados designados por once comisiones parlamentarias[21].

En definitiva, como puede comprobarse, España se ha dotado de un nuevo instrumento para impulsar el asesoramiento científico del legislador. La Oficina C ya ha elaborado diferentes informes e iniciativas para conectar política y ciencia. La iniciativa no es algo novedoso desde la perspectiva del derecho comparado, existiendo figuras muy similares en diferentes parlamentos de nuestro entorno. Ahora solo falta que nuestro legislador atienda a las recomendaciones y propuestas de la Oficina, sin olvidar que la política es la que dispone de la plena legitimidad, y a que, como hemos anticipado líneas atrás, el Tribunal Constitucional haga un control más efectivo del principio constitucional de la interdicción de la arbitrariedad desde la perspectiva del necesario asentamiento de nuestras leyes en la mejor evidencia científica. Para ello, la propuesta de Astarloa Huarte-Mendicoa de incorporar un documento de justificación y tramitación que se publicaría como parte del expediente legislativo, reflejando los principios de política legislativa que han inspirado la ley, las razones de las decisiones que se han tomado y las alternativas barajadas, parece una fórmula muy adecuada.

Y acabamos citando al profesor Aragón Reyes, el cual nos decía hace unos años que el principal problema teórico que tiene la función legislativa es el de su propia definición (‍2009: 583). Y si bien es cierto que la propia categoría de ley se ha visto alterada y transformada en estos años, difuminando su propia naturaleza y deteriorando la propia técnica normativa, no por ello debemos dejar de aspirar con alguna esperanza a que la ley responda, al menos, a los fines que la fundamentan, la racionalidad y justificabilidad de los espacios de libertad que se ven limitados por su carácter habitualmente coercitivo.