EL MARCO CONSTITUCIONAL DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN DE LOS JUECES
The constitutional framework of the freedom of expression of judges
RESUMEN
El ejercicio de las libertades comunicativas del art. 20.1 CE por las personas que desempeñan funciones jurisdiccionales plantea una problemática muy específica. Ante el riesgo de que afecte a su apariencia de imparcialidad o a la confianza social en la justicia, se ha teorizado la necesidad de sacrificar algunas de las facultades que las integran. Puesto que no cabe hacerlo mediante normas positivas, se acude a reglas éticas que aconsejan a los jueces moderación en el ejercicio de sus derechos. Este trabajo intenta delimitar el marco constitucional de tales conflictos, compatible con la eficacia directa de los derechos fundamentales, buscando soluciones normativas estables. La Constitución reduce la titularidad de los derechos de la comunicación a las expresiones que constituyan manifestaciones de libertad personal, negándosela a los actos de un poder del Estado. A partir de esa constatación, se proponen medidas que refuercen la nitidez de esa distinción, para remediar eventuales excesos sin afectar al contenido esencial de los derechos.
Palabras clave: Libertad de expresión; libertad de información; Poder Judicial; estatuto de jueces y magistrados.
ABSTRACT
The exercise of the right to freedom of expression by judges and magistrates poses very special problems. Given the possibility that the use of this liberty affects the appearance of impartiality or the social confidence in the judiciary, it has been theorized the possibility of sacrificing some of the faculties included in it, despite their constitutional protection. Not being possible to do it with legal rules, ethical standards are often used as a solution, advising the magistrates the use of moderation in the exercise of constitutional freedoms. This work affords the possibility of addressing these conflicts with stable legal solutions, treating it as a question of possession of rights; distinguishing cases of manifestations of personal freedom from those in which State’s power operates. Starting from the idea of the direct effectiveness of fundamental rights and their institutional value.
Keywords: Free speech; freedom of expression; Judicial Power; statute of magistrates.
I. LA JUSTICIA Y LOS JUECES SEGÚN LA CONSTITUCIÓN[Subir]
Hasta fechas recientes, la cuestión de la libertad de expresión de jueces y magistrados no parecía revestir especial trascendencia jurídica, aunque hubiera sido objeto de puntuales estudios doctrinales[1]. Sin embargo, la ciencia política hace ya tiempo que advierte, con insistencia, de la creciente judicialización de la política como fenómeno universal que afecta a todos los sistemas democráticos[2]. Los asuntos relacionados con la imparcialidad y la neutralidad ideológica de la judicatura están adquiriendo, en este contexto, una relevancia especial. Cuando la generalización del uso de las redes sociales cambia el paradigma de la comunicación social y abre la puerta a una mayor presencia de magistrados en el debate público delimitar jurídicamente las facultades comunicativas de quienes ejercen la función jurisdiccional se vuelve una necesidad[3]. El marco constitucional en el que los jueces pueden ejercer la libertad de expresión está relacionado con el régimen constitucional de la justicia y la posibilidad de que, en cuanto poder del Estado, participen en los debates públicos de trascendencia. Su determinación requiere también, seguramente, tomar en consideración la esfera jurídico-personal de sus integrantes como ciudadanos. Estas tareas solo pueden afrontarse a partir del modelo de justicia y de judicatura que establece la Constitución y que pilota absolutamente sobre la idea de imparcialidad.
1. La imparcialidad como premisa de la justicia[Subir]
Históricamente, la premisa de legitimidad del Poder Judicial ha sido la imparcialidad. Antes del debate sobre la garantía jurisdiccional de la Constitución hubo otro sobre los modelos de Poder Judicial; la necesidad de imparcialidad, sin embargo, nunca fue puesta en cuestión. Bien al contrario, si se discutió la conveniencia de que la justicia fuera administrada o no por un cuerpo estable, fue en razón de cómo se aseguraba mejor la imparcialidad. Desde que en 1748 el barón de Montesquieu esbozara los juncos sobre los que se debe construir un modelo racional de Estado de derecho, la imparcialidad ha sido la cuestión central del poder sancionador que convierte las normas jurídicas en mandatos efectivos[4]. Más tarde, Hamilton, en el número del Federalista dedicado al departamento judicial, advierte que «la libertad general del pueblo nunca estará amenazada por el Poder Judicial; al menos en tanto este se mantenga verdaderamente separado (distinct) tanto del Legislativo como del Ejecutivo»[5]. Ese aislamiento está en el origen mismo de la noción de imparcialidad y se manifiesta como independencia, en su doble faceta. Independencia de otros poderes, pero también la «independencia de espíritu» de los propios jueces (independent spirit in the judges) como requisito previo para el correcto desarrollo de su ardua tarea. La imparcialidad es la esencia, y la independencia, el modo de asegurarla.
Aun así, no existe una definición clásica o canónica de imparcialidad, porque siempre se ha dado por supuesta. En la tradición filosófica clásica aparece como objetividad. Significa «poner entre paréntesis todas las consideraciones subjetivas del juez» (Goldschmidt Lange, 1950: 10). En este sentido, no es un principio general del proceso, sino la premisa misma para que este exista. Como señala Ignacio de Otto, «un juez parcial no es un verdadero juez»[6]. La función jurisdiccional exige que el juez se encuentre fuera por completo, real y aparentemente, de los intereses de las partes y del propio proceso en sí mismo considerado. Que no le mueva otro impulso que realizar la justicia (Ruiz Vadillo, 1996: 1640).
Nuestra Constitución no menciona siquiera la imparcialidad[7]. Habla en un par de ocasiones de la independencia de los magistrados, como garantía personal que protege a cada juez frente a injerencias externas, pero ahí se queda[8], aunque la independencia solo exista como garantía de la imparcialidad: al evitar presiones ajenas se protege que el juzgador mantenga incólume su capacidad de libre decisión. El art. 6 CEDH reconoce el derecho a «un Tribunal independiente e imparcial». La noción entró por esa vía en el ordenamiento positivo español y actualmente la jurisprudencia del Tribunal Constitucional es prolija en sus referencias a la imparcialidad judicial, articulada desde 1982 como un derecho del justiciable integrado en la tutela judicial efectiva del art. 24 CE. Se trata de asegurar que el juez actúa como un tercero equidistante ajeno a los intereses en conflicto y capaz de dirimir el litigio mediante la exclusiva aplicación de la ley[9]. Es la primera de las exigencias del proceso debido, en expresión de la STC 60/1995, y se materializa en que la libertad de criterio del juzgador no sea orientada a priori por simpatías o antipatías personales o ideológicas, por convicciones e incluso por prejuicios, es decir, por motivos ajenos a la aplicación del derecho[10].
En términos estrictos, sin embargo, la imparcialidad no existe. Existe la parcialidad en los casos en que se demuestra, pero la imparcialidad es una asunción abstracta de imposible verificación. No es una realidad, sino una perspectiva que se desarrolla en la mente del juzgador y lleva a entender las decisiones judiciales como manifestaciones directas de la propia ley, no actos de parte. Paradójicamente, la certeza de que la imparcialidad no es demostrable ha llevado al Tribunal Constitucional a establecer que ha de presumirse salvo prueba fehaciente en contrario[11]. Con ello no hace sino seguir la doctrina del TEDH que mantiene «el principio según el cual a un tribunal se le debe presumir carente de prejuicios personales o de parcialidad»[12]. En términos prácticos se plasma en una asignación de la carga de la prueba: quien alegue parcialidad debe demostrarlo[13].
La imposibilidad de entrar en la mente de un juez para descubrir con qué ánimo enfrenta las cuestiones ha llevado a lo largo de la historia[14] a construir el concepto de apariencia de imparcialidad, en busca de una realidad objetiva y mesurable. No alude a la inescrutable posición mental del juez, sino a las circunstancias de su contexto que son comprobables y potencialmente podrían influir —o no influir— sobre ella[15]. En palabras del TEDH, «la justicia no solo tiene que aplicarse, sino que también debe ser aparente que se administra»[16]. Debe conectarse con un valor constitucional latente: «[…] la confianza que los tribunales deben inspirar en una sociedad democrática»[17]. Asegurar esta confianza constituye un objetivo constitucional legítimo que permite prohibir determinadas prácticas y situaciones. El salto desde la imparcialidad —como cualidad personal del juez— al valor constitucional de confianza social en la justicia no está exento de riesgos. Sobre todo, derivados de atribuir tanto valor a la repercusión social de una conducta como a la conducta misma, si no más[18]. Para la ruptura de la presunción de imparcialidad basta con que se vean afectadas las apariencias, sin necesidad de que realmente la persona encargada de resolver lo haga con la mente limpia de cualquier voluntad que no sea la interpretación y aplicación neutral de la ley[19].
2. El régimen personal del juez en la constitución [Subir]
La Constitución dice poco sobre el estatuto personal de jueces y magistrados. O mucho, si se valora la intensidad sobre la extensión. Porque a los jueces, en cuanto ciudadanos, se les priva del derecho de sufragio pasivo al declararlos inelegibles como diputados o senadores (art. 70.1.d CE). También del acceso a los cargos públicos y del de asociación en partidos políticos y sindicatos (art. 127.1 CE). En este punto, la Constitución parece transmitir el mensaje de que jueces y magistrados, mientras lo sean, no gozan de los mismos derechos que el resto de los ciudadanos. Esta previsión no se asocia a una cualidad intrínseca de las personas excluidas, sino a su libre decisión de ejercer una profesión (Almagro Nosete, 1978: 291) que, al mismo tiempo, es un poder del Estado[20]. El ciudadano que siendo juez desee formar parte de una lista electoral o apuntarse a un partido político solo tiene que dejar de estar en ejercicio activo de la función judicial para recuperar el pleno ejercicio de los derechos que, como persona, le corresponde[21].De ahí, sin embargo, no se deduce automáticamente la posibilidad de extender similares restricciones a otros derechos fundamentales.
Durante los debates constituyentes de 1978, la prohibición de sindicación fue una iniciativa de la centroderecha, muy contestada por los diputados de izquierda y las minorías catalana y vasca (Brey Blanco, 2004: 59). El diputado Gil-Albert Velarde, de la UCD, la justificó señalando que el problema no estaba en los jueces, sino en su percepción por los justiciables; «es por el prestigio y la naturaleza de su función, por lo que tiene de singular y de relevante proyección social, por el efecto psicológico que puede producir, y que de hecho produce, el saber de antemano que quien tiene que juzgar participa y comparte públicamente unos postulados políticos determinados», e insistió en que «la adscripción política de los Jueces, tenemos que confesarlo y admitirlo, produce recelo, quiérase o no, provoca en muchos casos una reacción de desconfianza»[22]. Por su parte, la diferencia entre pertenecer orgánicamente a un partido o sindicato y tener su propia ideología la resumió el diputado catalán Roca Junyent diciendo que «un juez no podrá ser del partido socialista o del comunista, pero podrá ser comunista o socialista»[23]. En definitiva, la prohibición en el art. 119 CE se introduce pensando en la manifestación pública de la ideología del juez[24].
Efectivamente, es posible imaginar que la finalidad de estas provisiones sea la de asegurar la confianza social en la justicia mediante el reforzamiento de su apariencia de imparcialidad[25]. Del mismo modo, la remisión legal a desarrollar el régimen de incompatibilidades que hace el art. 127.2 CE debe encaminarse a «asegurar la total independencia» de los jueces. Así que ese debe ser el objetivo de las restricciones de sus derechos[26]. Esta conexión con la apariencia de imparcialidad explicaría por qué no se restringe el ejercicio puntual de la libertad ideológica de los jueces y magistrados —que gozan plenamente, por ejemplo, de su derecho al voto—, pero sí el pertenecer a organizaciones que supongan la adscripción pública y estable a una ideología.
La Constitución evita que los jueces aparezcan sometidos a otra disciplina ideológica que la de su propio criterio. Pero no los priva de expresar este. En esa misma línea, la mayor parte de la doctrina científica favorable al reconocimiento del derecho a la huelga de los jueces y magistrados, a pesar de la prohibición de sindicación, lo sustenta en la diferencia entre el pertenecer a un sindicato, manifestación colectiva que implica la adscripción a una ideología, y la huelga como acto individual vinculado tan solo a una reivindicación laboral concreta (Ojeda Avilés, 1993: 75). La pertenencia a un partido o sindicato, o el ocupar un cargo público vinculado a ellos, supone la adscripción formal de la persona a una estructura ideológica; integra la situación personal del juez incluso cuando esté en la sala de vistas, tomando declaración o redactando una decisión. En cambio, quien emite una opinión, participa en un acto político multitudinario o se declara un día en huelga lo hace puntualmente, antes como pronunciamiento concreto sobre un tema que como subordinación a una estructura y el consiguiente sistema cerrado de valores.
Las personas que ejercen la función judicial deben aparecer ante la sociedad como políticamente imparciales en el momento en que lo hacen (Ferrajoli, 1999: 72), pero tienen plena libertad ideológica en su faceta de mero ciudadano. Las constricciones derivadas de la apariencia de imparcialidad operan solo cuando los magistrados se presentan públicamente en su faceta de poder público, incluso aunque no estén específicamente ejerciendo funciones jurisdiccionales[27].
II. LOS DERECHOS DE LA COMUNICACIÓN DE JUECES Y MAGISTRADOS[Subir]
1. Libertad de expresión y función jurisdiccional [Subir]
Cualquier consideración sobre las libertades comunicativas de los jueces, en su faceta personal o en la de poder estatal, se inserta en el modelo institucional de comunicación que implanta, como objetivo común, la Constitución española. Es lo que el Tribunal Constitucional ha denominado «comunicación pública libre», referida a veces también como «opinión pública libre». Para ello, los poderes públicos deben impulsar y mantener una sociedad en la que fluyan el mayor número posible de contenidos comunicativos de todo tipo. Junto con ello, el art. 20.1 CE especifica una serie de contenidos cuya difusión queda plenamente garantizada. Pese a que se trata de diversos derechos fundamentales, es frecuente referirse a todos ellos globalmente como libertad de expresión, en sentido amplio. Incluye, sumariamente, la difusión de opiniones con trascendencia social, informaciones veraces y relevantes, investiga- ciones realizadas según el método científico, creaciones artísticas que no se limiten a valorar la realidad y enfoques educativos fruto de la libertad de enseñanza. Estos derechos pueden ser libremente ejercidos por cualquier ciudadano y lo protegen incluso frente a la ley. Al mismo tiempo, el mantenimiento de la opinión pública libre es un mandato de optimización que vincula a las instituciones estatales.
La Administración de Justicia, en cuanto poder estatal, no es titular de estos derechos. La jurisprudencia constitucional admite que las personas jurídicas de derecho público pueden ejercer derechos fundamentales solo cuando recaben para sí mismas ámbitos de libertad, de los que deben disfrutar sus miembros, o la generalidad de los ciudadanos. Es lo que ocurre singularmente respecto de los derechos reconocidos en el art. 20 CE cuando los ejercitan corporaciones de derecho público, como los colegios profesionales[28]. Más allá, tratándose derechos vinculados a la participación política, resultaría contradictorio reconocérselos de forma autónoma a las instituciones comunes sometidas constitucionalmente a los resultados de esa participación colectiva, en cuanto sujetos pasivos de los derechos (Gómez Montoro, 2002: 99). Las instituciones públicas no gozan de derecho al voto ni necesitan de libertad de conciencia, de modo que difícilmente cabría reconocerles libertad de expresión, como manifestación del propio pensamiento político. Así, cuando el juez realiza funciones jurisdiccionales, no está ejerciendo su derecho a la libertad de expresión, sino que desarrolla una función pública (Carrillo, 2015). Las expresiones emitidas en este ámbito no son manifestaciones de juicios de valor de un ciudadano con valor para la formación de la opinión pública, sino la mera comunicación a la sociedad de un acto de poder. En este sentido, les son aplicables las previsiones constitucionales referentes a la transparencia o la publicidad de las actuaciones judiciales (art. 120 CE), e incluso rige un mandato de facilitar que contribuyan a la formación de la opinión pública, pero las restricciones a los contenidos permitidos en un acto jurisdiccional en ningún momento afectan a los derechos de la comunicación del art. 20.1 CE.
Respecto a los ciudadanos, por el contrario, estos derechos son comunes a todos[29] y tienen eficacia directa como normas jurídicas. Crean un espacio de inmunidad para la difusión pública de los contenidos protegidos con las condiciones constitucionalmente exigidas. La emisión de opiniones políticas con el único ánimo de participar en el debate social o la difusión de informaciones veraces y relevantes son, pues, acciones garantizadas con protección constitucional absoluta. En ausencia de prohibiciones específicas de rango constitucional, como las establecidas en el art. 25.2 CE para los condenados a pena de prisión o en el citado art. 127 CE para los magistrados respecto al derecho de asociación política, las personas que desempeñan funciones de juez o gozan de estos derechos con la misma plenitud que el resto de los ciudadanos, ni la finalidad constitucional de otras restricciones ni el correcto entendimiento del valor de los derechos permitirían introducir por analogía limitaciones a su ejercicio.
Así pues, la institución pública no goza de los derechos de la comunicación, pero su titular sí. Cada uno actúa con una calidad jurídica diferente y, por ello, en un ámbito material distinto. Siendo así, nada obsta a que las prescripciones que regulan la función judicial introduzcan cautelas para evitar la confusión entre estos dos terrenos y regímenes jurídico-constitucionales.
2. El régimen comunicativo de los jueces y magistrados[Subir]
Las normas que regulan el régimen de la carrera judicial establecen las condiciones constitucionales en que se desarrolla tal poder estatal, pero no les corresponde regular el ejercicio de los derechos fundamentales de sus miembros. Sin embargo, de manera tangencial pueden afectar a las libertades comunicativas del art. 20.1 CE. Así, el art. 389.5 LOPJ señala que el cargo de juez o magistrado es incompatible con todo empleo, cargo o profesión retribuida, salvo «la investigación jurídica, así como la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, y las publicaciones derivadas de aquella». Se ha querido ver aquí un reconocimiento implícito de que la incorporación a la carrera judicial no limita los derechos fundamentales a la comunicación (Aguiar de Luque, 2007: 16), aunque estrictamente la referencia es tan solo a la libertad de creación del art. 20.1.b CE. En todo caso, es un reflejo de que el legislador es consciente de la necesidad de armonizar el correcto funcionamiento de la justicia, con la plena libertad de las personas que la administran para ejercer sus derechos.
En sentido opuesto, suele citarse el deber de sigilo como un ejemplo de la falta de plenitud de los jueces en el ejercicio de sus libertades de expresión e información. Efectivamente, la Ley Orgánica del Poder Judicial impone a los funcionarios judiciales la obligación de «mantener sigilo de los asuntos que conozcan por razón de sus cargos o funciones y no hacer uso indebido de la información obtenida»[30]. De hecho, en el dictamen del acuerdo del CGPJ que reconoce con carácter general la posibilidad de que jueces y magistrados colaboren habitualmente en los medios de comunicación[31], este deber aparece como un límite expreso junto con la prohibición de dirigir a los poderes, autoridades y funcionarios públicos felicitaciones o censuras por sus actos.
Sin embargo, no se está ante restricciones o modulaciones de los derechos de la comunicación, sino ante la prohibición de difundir contenidos que, de por sí, no integran su contenido protegido. Tanto la libertad de información como la de opinión versan sobre la transmisión de contenidos con relevancia pública, es decir, que no afecten a la intimidad de las personas ni a aspectos reservados de la sociedad (Diez Bueso, 2002: 213). El deber de sigilo profesional, con todas sus manifestaciones, tiene una naturaleza jurídica similar al secreto de las comunicaciones, los secretos oficiales o el secreto de sumario, por poner solo varios ejemplos que afectan a distintos profesionales y que no afectan a la esfera protegida de las libertades de expresión e información. Como señala la doctrina (Aragón Reyes, 1996: 267), no constituyen una materia prohibida para la expresión, sino una prohibición de uso de datos ajenos; su finalidad es la de tutelar bienes y derechos tales como la presunción de inocencia, el derecho a la defensa, o el interés de la justicia.
El ordenamiento nos ofrece múltiples ejemplos de estas restricciones. Así, el art. 199.2 del Código Penal castiga al profesional que, con incumplimiento de su obligación de sigilo o reserva, divulga los secretos de otra persona. El objetivo de esta prescripción —también aplicable al magistrado que hace públicos datos privados de quienes participan en los procedimientos de que entiende[32]— es la defensa del derecho a la intimidad (art. 18 CE). De modo similar, el secreto de sumario (art. 301 LECrim) permite asegurar intereses como la correcta investigación de los delitos y derechos entre los que destaca la presunción de inocencia. El deber de sigilo aúna la protección de estos intereses junto con otros propios de la Administración de Justicia, como la misma apariencia de imparcialidad. Es evidente su afectación cuando el juez que debe resolverlos comenta públicamente aspectos de sus asuntos pendientes. Más aún, la divulgación por el juez por entrevistas, comentarios u opiniones sobre los casos que lleva puede incluso llegar a afectar al derecho de defensa de las partes. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha vinculado el secreto de las deliberaciones con la imparcialidad judicial, en el sentido de que ayuda, en desarrollo del art. 24.2 CE, a que la opinión de los integrantes del Tribunal no se vea condicionada por hechos o circunstancias externas a la propia deliberación[33].
Nada de esto puede ser interpretado como una modulación de los derechos individuales de las personas que trabajan como juez o magistrado. Bien al contrario, estas prescripciones legales explican bien la diferencia entre la actividad comunicativa del ciudadano, que goza de derechos irreductibles, y la del juez, protegida solo por un mandato genérico de optimización. El deber de sigilo, la prohibición de dirigir censuras a las actividades y otras restricciones similares no limitan el contenido protegido de los derechos de los ciudadanos, pero son manifestaciones de valores que han de ser tenidos en cuenta a la hora de optimizar la comunicación en el ámbito de la justicia y dar cumplimiento al mandato de transparencia.
III. EL CONTROL DE LOS EXCESOS COMUNICATIVOS [Subir]
La vida ciudadana de los jueces y su actividad como poder del Estado no son, sin embargo, ámbitos perfectamente estancos. Hay situaciones en las que se mezclan. Así, cuando las manifestaciones privadas afecten al estatuto como juez, haciendo pensar que ha perdido la necesaria imparcialidad para resolver un asunto. También cuando durante el ejercicio de la función jurisdiccional el magistrado emite opiniones o divulga hechos que en esa cualidad carecen de protección constitucional. Frente a ello, el ordenamiento prevé remedios procesales para asegurar la apariencia de imparcialidad y sanciones ante excesos individuales. Merece la pena detenerse en cómo se están usando ambas posibilidades dentro del marco constitucional vigente.
1. Abstención y recusación[Subir]
En nuestro sistema, la principal garantía de la apariencia de imparcialidad del juzgador es el sistema de abstención y recusación. Se basa en la constatación de que hay situaciones que pueden poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica del juez sobre el caso. Afectan al derecho a un juez imparcial de las personas sometidas a la justicia, lo que permite medidas tan drástica como apartar del caso al juez predeterminado por la ley.
El art. 219 LOPJ recoge las causas que justifican la abstención y recusación. La norma intenta hacer un ejercicio de objetivación de las distintas situaciones individuales (vínculo matrimonial, parentesco, amistad o enemistad manifiesta) y procedimentales (haber resuelto el pleito en instancia anterior, haber actuado como perito o testigo) que podrían llevar a poner en duda que el juzgador se acerque al caso con la necesaria limpieza de espíritu, dañando su apariencia de imparcialidad. La doctrina insiste en la distinta naturaleza de la pérdida de la apariencia de neutralidad como consecuencia de actos procesales y la que se anuda a situaciones o expresiones puramente personales (Vives Antón, 2007: 107). A esta última es a la que el Tribunal Constitucional parece referirse al señalar que el juez no puede realizar actos ni mantener con las partes relaciones jurídicas o conexiones de hecho que puedan poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica a favor o en su contra[34]. En este sentido, la pérdida de imparcialidad objetiva a efectos de abstención y recusación no solo se produce por la construcción de relaciones interpersonales como puedan ser las de parentesco o amistad[35], sino eventualmente también por manifestaciones que hagan públicos posicionamientos del juez sobre cuestiones relacionadas con el caso.
A propósito de ello, tiene cierta enjundia la cuestión de si basta a estos efectos con que se haya exteriorizado la mera adscripción del juez a un sistema de valores. Desde las filas de la judicatura se han criticado este tipo de recusaciones, calificándolas de ideológicas (Portillo Rodrigo, 2023), en especial ante casos que han alcanzado cierta repercusión pública[36]. El Tribunal Constitucional, desde un auto de 1983[37] que resolvía la recusación de algunos de sus magistrados, parece rechazar la posibilidad de basarla en la mera expresión ideológica de un juez: «Hallándose pues sustraída la ideología al control de los poderes públicos y prohibida toda discriminación en base a la misma, es claro que las opiniones políticas no pueden fundar la apreciación, por parte de un Tribunal, del interés directo o indirecto que el art. 54.9 de la LECr conceptúa como causa de recusación».
Hay que señalar que este pronunciamiento no se refiere a la difusión pública de opiniones de los magistrados sobre cuestiones sometidas a su enjuiciamiento, sino a la adhesión a determinados sistemas de valores, exteriorizada mediante actos concretos (Serra Cristóbal, 2004: 67). Entronca con la doctrina del Tribunal Constitucional que reconoce que incluso la afiliación de sus magistrados a un partido político no afecta a su imparcialidad[38] y que encuentra sustento en la diferencia entre la jurisdicción constitucional con su especial naturaleza y el poder judicial. Hasta la actualidad[39], el Tribunal mantiene —por lo que se refiere a sus propios magistrados— que una eventual afinidad ideológica «no es en ningún caso factor que mengüe la imparcialidad para juzgar»[40] y «no constituye por sí sola causa de recusación»[41].
Dejando de lado los casos de mera convicción ideológica, sí es posible que la exteriorización de juicios de valor relacionados con la causa ponga en riesgo la imagen de neutralidad del juez. No solo cuando haya un posicionamiento sobre cuestiones fácticas para resolver, sino incluso mediante pronunciamientos ideológicos concretos que permitan presumir un prejuicio similar al de la amistad o enemistad manifiesta (Nieva Fenoll, 2011: 23). Así, el Tribunal Constitucional se ha visto a veces enredado en la difícil tarea de decidir si procede o no atribuir consecuencias a la previa expresión pública de juicios de valor de carácter técnico-jurídico sobre el objeto de un procedimiento. No es este el lugar adecuado para abordar, siquiera tangencialmente, la problemática de la apreciación de las causas de recusación en el Tribunal Constitucional. Baste mencionar que en el debate sobre ellas resulta definitiva la valoración de expresiones públicas de opinión, incluidas las de naturaleza científica conectadas con la libertad de investigación[42].
La posibilidad de que las manifestaciones públicas de un magistrado en ejercicio de su libertad de expresión conlleven la necesidad de apartarlo de un asunto que tenía asignado pone de manifiesto la manera en que se articula la relación entre el derecho fundamental del ciudadano y la función jurisdiccional del funcionario. Lo más destacable no es que puedan ser incompatibles obligando al juez a elegir entre opinar libremente o mantener su apariencia de imparcialidad. Lo realmente decisivo es la constatación de que lo que sucede en la esfera ciudadana puede afectar a la actividad judicial. El hecho de que el ejercicio de la libertad de expresión goce de la plena protección constitucional no excluye que, al mismo tiempo, acarree consecuencias restrictivas de la actividad judicial. Lo que es inane como ciudadano puede ser dañino como juez. La libertad de expresión de los jueces, de la que disfrutan en cuanto miembros de la sociedad, no los protege frente a las consecuencias negativas que puedan acarrearles las manifestaciones expresadas durante su actividad jurisdiccional.
2. La aplicación del régimen disciplinario de la judicatura[Subir]
El régimen disciplinario de los jueces y magistrados aparece recogido en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Para las sanciones leves, la competencia se residencia en las salas de gobierno y los presidentes de Tribunal Supremo, de los tribunales superiores de justicia y de la Audiencia Nacional (art. 421.1 LOPJ). Las graves vienen impuestas por la Comisión disciplinaria del CGPJ, y las muy graves, por el propio Consejo, en desarrollo del mandato del art. 122.2 CE. El procedimiento consta de una fase de instrucción previa, a cargo del promotor de la acción disciplinaria (art. 605 LOPJ), que se encarga de la iniciación e instrucción de los expedientes disciplinarios y es el que decide sobre la presentación de los cargos ante la Comisión[43]. Las sanciones impuestas son revisables por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo y su jurisprudencia ha resultado decisiva para delimitar el ámbito de la potestad disciplinaria, siendo frecuente la anulación de algunas de ellas (Rosado Iglesias, 2010: 333; Montero Aroca, 1990: 219). La tipificación de las sanciones es extensa e incluso plantea problemas de delimitación con la prohibición absoluta que tiene el Consejo General del Poder Judicial de interferir en la «cuestión jurisdiccional»[44].
En lo referido a las actividades comunicativas, la limitación de posibles excesos verbales contenidos en resoluciones jurisdiccionales no afecta a la libertad de expresión, sino a la necesaria libertad del juez a la hora de expresar sus consideraciones jurídicas, como manifestación de su independencia. En ese sentido, el ordenamiento incluye cautelas para que los jueces puedan «expresar libremente sus opiniones o valoraciones sobre los hechos»[45]. No constituyen un derecho, sino una auténtica garantía de instituto.
En coherencia con esta idea, la LOPJ restringe la responsabilidad disciplinaria a las faltas cometidas por jueces y magistrados «en el ejercicio de sus cargos»[46]. El control disciplinario opera exclusivamente en lo que afecta a la actividad judicial. Así, la falta de desconsideración a otros jueces, policías, abogados o similar se ha entendido —razonablemente— que se puede cometer en autos[47], sentencias[48], votos particulares, al atender a los funcionarios en dependencias judiciales[49] o al reclamar la puesta a disposición de detenidos. Actividades todas en las que el juez actúa como tal. Del mismo modo, la falta grave consistente en «dirigir a los poderes, autoridades o funcionarios públicos o corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos»[50] castiga a quien, actuando como juez, se pronuncia fuera del modo reglado sobre actos de otros poderes estatales. En su aplicación, el Tribunal Supremo no ha tenido problema en ratificar en ocasiones las sanciones disciplinarias impuestas a jueces o magistrados que incluyen en sus decisiones expresiones descalificadoras o innecesarias[51]. Se trata de medidas disciplinarias tendentes a dignificar el ejercicio de la actividad jurisdiccional y mantenerla en los límites constitucionalmente asignados (Fernández Martínez, 2006), lo que en nada afecta a la libertad de expresión de los magistrados en cuanto ciudadanos.
Aun así, la eventual afectación a las condiciones en que la justicia ejerce su papel constitucional no se limita a las actividades regladas o puramente jurisdiccionales. Cabe imaginar situaciones en las que los actos de los titulares del Poder Judicial fuera de sede jurisdiccional dañen efectivamente la Administración de Justicia. Sucede, especialmente, cuando sus protagonistas se presentan públicamente como jueces o magistrados. También cuando utilizan informaciones y datos que conocen gracias a su actividad jurisdiccional o cuando intentan influir de alguna manera en los participantes en el proceso. En este sentido, el art. 418 LOPJ señala que la desconsideración solo se castiga si se hace «invocando la condición de juez, o sirviéndose de esta condición», lo que abre la puerta a perseguir expresiones vertidas formalmente fuera del ámbito jurisdiccional, pero materialmente conectadas con este, es decir, relativas a su condición de miembros del Poder Judicial (Martín Ríos, 2020: 83).
Igualmente, la doctrina de la comisión disciplinaria del CGPJ reconoce la posibilidad de sancionar comportamientos de jueces y magistrados realizados fuera de la esfera judicial, pero referidos a ella. La Decisión del 27 de febrero de 2020, por ejemplo, trata el caso de un juez que circulando con su ciclomotor hizo caso omiso al alto que le dio un funcionario policial y al intentar esquivarlo cayó al suelo. En la posterior conversación instó al agente a dirigirse a él como «su señoría» y mantuvo «un comportamiento más que desafortunado, arrogante, irrespetuoso, intimidatorio, amenazante y haciendo prevaler de modo inapropiado su condición de juez, mostrando un ánimo vengativo y con el fin así mismo de eludir las consecuencias derivadas de su actuación de tráfico». El CGPJ consideró que podía estar sujeto a responsabilidad disciplinaria, aunque fueran actos no jurisdiccionales[52]. La doctrina del Tribunal Supremo también es favorable a extender la responsabilidad a estos actos no jurisdiccionales. Así, por ejemplo, en 2015 ratificó la falta leve de desconsideración impuesta por un Tribunal Superior de Justicia al juez de instrucción que en una charla ante policías hizo una broma de mal gusto sobre la niña cuyo asesinato investigaba[53]. También, en el caso de unas faltas de consideración a un compañero realizadas a través de los medios de comunicación[54], el Tribunal Supremo ha declarado que los miembros del Poder Judicial vienen obligados por un «plus de prudencia y moderación en sus expresiones o valoraciones» sin que puedan contribuir a la merma de la confianza social en la justicia, como ocurre cuando un miembro de la carrera judicial emite comentarios o valoraciones en público de carácter desconsiderado hacia otro integrante del mismo poder.
En todos estos casos lo decisivo no es ya si la comunicación tiene o no lugar durante el ejercicio reglado de las funciones jurisdiccionales, sino si el juez invoca públicamente su condición, comprometiendo la confianza en la justicia. La correcta delimitación de los derechos y valores constitucionales en juego exige reconocer la intangibilidad de los derechos del art. 20.1 CE cuando son ejercidos por ciudadanos, pero permite introducir restricciones, sanciones y consecuencias negativas cuando se trata de actos comunicativos del Poder Judicial o quien se presenta como tal.
Pese a que cabe una interpretación de las normas que rigen el estatuto del juez que delimite limpiamente la actividad judicial de la individual, el Tribunal Supremo las mezcla en ocasiones. Utiliza los derechos fundamentales del art. 20.1 CE como criterio para juzgar la legitimidad de expresiones contenidas en actuaciones judiciales de diverso tipo[55]. Igualmente, a menudo califica valores como la urbanidad, la cortesía o los buenos modales de «restricción de la libertad de expresión de los Jueces en sus resoluciones»[56]. En realidad, las decisiones judiciales son expresión de un acto de poder, ajeno a la esfera de la autonomía personal de quien las redacta, por los que no está en juego la libertad ideológica de su titular. Con esta perspectiva, la citada doctrina peca de imprecisa sobre la naturaleza y los efectos de los derechos fundamentales. Lo mismo sucede con decisiones de este órgano que llegan a entender que las críticas infundadas al contenido de una sentencia afectan per se al honor del magistrado que la dicta[57]. Esa afectación cabe cuando se le atribuya un compartimiento deshonroso a la persona, pero no si el reproche, incluso desproporcionado, se dirige contra la resolución o la institución judicial. Una mayor propiedad de nuestro Tribunal Supremo en el manejo de las categorías jurídico-constitucionales ayudaría a poner coto a la confusión entre lo privado y lo público que ensucia con demasiada frecuencia el tema aquí abordado.
IV. RÉGIMEN CONSTITUCIONAL DE LOS ACTOS COMUNICATIVOS DE LAS PERSONAS QUE JUZGAN[Subir]
De lo visto hasta ahora se deduce que cualquier modulación en el régimen de los derechos de la comunicación por parte de las personas que ejercen actividades jurisdiccionales debe llevarse al terreno de su titularidad, distinguiendo nítidamente entre los actos vinculados a la función jurisdiccional y los puramente privados. Sin embargo, la distinción entre el ciudadano y el juez no aparece nítidamente en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Bien al contrario, alguna jurisprudencia reciente parece ir en la línea de unificar ambas señalando que los derechos individuales del juez pueden usarse para defender las competencias de la institución judicial en su conjunto[58]. Esta facultad de los miembros del Poder Judicial como tal para participar en el debate público frente otros poderes estatales tendría naturaleza de garantía institucional. Se entronca formalmente en las libertades de opinión e información del art. 10 CEDH, pues se trata de un Tribunal destinado a establecer estándares internacionales de mínimos y que solo puede aplicar los principios del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo, es una garantía orientada a proteger la separación de poderes, de modo que no puede considerarse como manifestación de derechos individuales.
En nuestro ordenamiento constitucional la distinción sí tiene todo el sentido, con independencia de que su aplicación práctica no siempre resulta evidente o, siquiera, fácil. Como se ha visto a propósito de la abstención y recusación, entre ambas esferas hay cierta permeabilidad. El problema no se plantea respecto a manifestaciones emitidas durante la actividad jurisdiccional formal, para las que resulta constitucionalmente inconsistente invocar el amparo de los derechos de la comunicación[59]. Los casos complicados son aquellos en que una persona se presenta públicamente a la vez como ciudadano y como juez. En tal supuesto resulta necesario atender a diversos elementos para decidir si las expresiones constituyen el ejercicio de un derecho fundamental irreductible o actos de un poder estatal sujetos a restricciones. Entre ellos puede mencionarse el origen judicial de los datos publicados, la intención con la que se exteriorizan las manifestaciones y cómo se presente públicamente quien las emite.
Aun así, la dificultad de esta tarea ha llevado con frecuencia a la doctrina científica y a los órganos de gobiernos judiciales a darla por imposible y refugiarse en normas éticas[60]. El innegable efecto práctico de estas no oculta la realidad de que los tribunales tienen que dar respuesta a las controversias que se les plantean mediante la aplicación de reglas jurídicas.
1. Soluciones éticas para problemas jurídicos[Subir]
El primer grupo de soluciones que se aportan en el contexto internacional (Spielman, 2023; Feo Valero, 2023) para superar la dificultad de separar lo privado de lo público en la actividad social del juez se basa en eso que se ha dado en llamar soft law. Se trata de un conjunto de recomendaciones internacionales, principios abstractos y códigos deontológicos que pivotan esencialmente sobre llamadas a la moderación dirigidas a los jueces. La idea es reclamar de ellos que renuncien voluntariamente a la plenitud del ejercicio de sus derechos fundamentales en los casos en los que pueda verse afectada la confianza social en la justicia[61].
Entre estos instrumentos suele citarse en lugar destacado el documento aprobado por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas en julio de 2006 que recoge los llamados Principios de Bangalore sobre la conducta judicial. Formalmente se trata de una declaración que invita a los países a adaptar sus normas, pero se formulan a modo de estándares éticos para la conducta judicial. En diversos apartados, a propósito de la confianza en la justicia, se refieren a la conducta de los jueces «tanto fuera como dentro de los tribunales», intentando reglar también su conducta como ciudadanos. La cuestión aquí tratada se aborda esencialmente es en el principio 4.6: «[…] un juez, como cualquier otro ciudadano, tiene derecho a la libertad de expresión y de creencias, derecho de asociación y de reunión, pero, cuando ejerza los citados derechos y libertades, se comportará siempre de forma que preserve la dignidad de las funciones jurisdiccionales y la imparcialidad e independencia de la judicatura». En definitiva, se aboga por el self-restraint de los ciudadanos que también son magistrados a la hora de ejercer sus libertades públicas.
En el mismo sentido, en nuestro ámbito geográfico están cobrando cada vez más relevancia las recomendaciones del Consejo Consultivo de Jueces Europeos, que, una vez más, señalan que cuando los magistrados ejercen sus derechos individuales a la comunicación deben hacerlo con «prudencia, moderación en el tono, equilibrio y maneras respetuosas. Deben evitar la discriminación y el proselitismo o la militancia política, filosófica o religiosa»[62]. A los códigos éticos se les añaden en muchos países comisiones éticas encargadas de dar recomendaciones para casos concretos. En el ámbito regional latinoamericano la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial emite dictámenes que se presentan a menudo como reglas susceptibles de reglar esta materia (Ordóñez Solís, 2016: 11), pese a que carezcan de todo efecto vinculante. En el dedicado expresamente a la libertad de expresión de los jueces[63] se entiende que un modo de ejercerla es a través de las sentencias y se hacen llamamientos a la cortesía y la moderación.
En España, el CGPJ publicó en 2016 unos Principios de Ética Judicial. Se presentan como pautas voluntarias de comportamiento que ni son una norma jurídica ni tienen carácter disciplinario. Se señala que la imparcialidad impone el deber de evitar conductas que, dentro o fuera del proceso, puedan ponerla en entredicho y perjudicar la confianza pública en la justicia (p. 16). Se insiste, además, en que «el juez y la jueza, como ciudadanos, tienen derecho a la libertad de expresión, que ejercerán con prudencia y moderación con el fin de preservar su independencia y apariencia de imparcialidad y mantener la confianza social en el sistema judicial» (p. 31).
Dejando de lado que se trata de llamamientos a ciudadanos de pleno derecho para que no ejerzan sus derechos con la plenitud que les permite la Constitución y obviando la confusión entre lo público y lo privado en que incurren, lo cierto es que este tipo de códigos y orientaciones éticas ayudan a prevenir problemas y tienen una decisiva fuerza inspiradora. Aún así, es necesaria una metodología que permita aplicar reglas jurídicas en los casos judicializados y que dote a la Constitución de la fuerza normativa que merecen sus preceptos. Una muestra de ello es lo que sucede con los actos comunicativos en las redes sociales y los conflictos que se generan con la presencia en ellas de jueces identificados como tales.
2. La delimitación jurídica: el ejemplo de los jueces en las redes sociales[Subir]
La generalización de la participación de los ciudadanos que desempeñan funciones judiciales en las redes sociales tiene numerosas virtudes desde el punto de vista de la transparencia[64], pero también plantea algunos problemas (Ordóñez Solís, 2016). Sobre todo, exacerba los que ya venían dándose con su presencia en medios de comunicación (Boix Palop, 2016: 56; Díez Bueso, 2018); las redes permiten un acceso generalizado, fácil y universal al debate público. Así, la voz de jueces y juezas puede ocupar un espacio propio en ese intercambio, no ceñido exclusivamente a cuestiones jurídicas; eventualmente con pronunciamientos sobre temas de actualidad y cuestiones marcada- mente ideológicas. La posible afectación de su apariencia de imparcialidad se generaliza. Aunque el problema sistémico de fondo —la afectación de la confianza pública en la justicia— no disponga de vías procesales específicas destinadas a asegurar su cumplimiento, sí existen normas disciplinarias que prevén y, si es el caso, sancionan excesos. Lo que se plantea es su compatibilidad con derechos fundamentales en juego.
A priori es posible distinguir dos grupos de mensajes, de naturaleza opuesta, cuyo régimen jurídico-constitucional parece claro. De un lado, aquellos en los que una persona no se presenta como juez y opina sobre cuestiones políticas o sociales sin usar información recabada en su función de magistrado. Constituyen un ejercicio individual de sus derechos garantizados por el art. 20.1 CE, por el que no puede ser sancionada. En el otro extremo, los mensajes de quien se identifica expresamente como magistrado y en los que revela datos de los procedimientos en los que participa, anticipa el sentido de sus decisiones o insulta a las partes o el resto de actores quedan fuera del contenido esencial del derecho a la libertad de expresión; solo existen a partir de las funciones públicas de su autor y sus efectos están conectados con ellas. La difusión de estas manifestaciones nacidas en la esfera del Poder Judicial solo goza constitucionalmente del mandato de optimización a favor de la máxima libertad de la comunicación pública. Puede ser limitada y sancionada cuando choque con principios constitucionales de signo contrario, como la confianza en la justicia, tras un proceso de armonización sometido a proporcionalidad.
En el ejercicio de la libertad de investigación científica y, en general, la tarea pedagógica que desempeñan jueces y magistrados a través de actos comunicativos también hay ejemplos claros de esta doble tipología. El juez que defiende determinadas posiciones jurídicas en su mera condición de estudioso del derecho está ejerciendo un derecho fundamental irreductible por el que no puede ser sancionado o perseguido. En cambio, el que —por ejemplo— explica en público el funcionamiento de procedimientos judiciales específicos o aclara aspectos relacionados con la actividad jurisdiccional actúa en la esfera judicial y podría estar sometido a restricciones disciplinarias. En la medida en que normalmente su contenido no suele comprometer la imagen de imparcialidad de la justicia, cualquier proceso de armonización debe solventarse a favor de su legitimidad.
La mayoría de las intervenciones en redes que afectan a la imparcialidad del juez respecto de las partes del proceso difícilmente podrán considerarse amparadas por el contenido protegido de la libertad de expresión. Ya sea porque se producen en la esfera de lo judicial, ya porque simplemente no consisten en la difusión de una información veraz y relevante o en la expresión de un juicio de valor relevante para el debate público. Así, el juez que en relación con sus funciones insulta a un abogado o amenaza a la policía no ejerce su libertad de expresión, lo haga por teléfono, a viva voz o a través de una red social. La legitimidad de las sanciones a estas conductas depende de su tipicidad y proporcionalidad, pero frente a ellas no cabe invocar el ejercicio de un derecho fundamental sustantivo.
Para resolver los casos de la vida real es imprescindible indagar en la vinculación de la actividad comunicativa con las funciones judiciales. Esa es, por ejemplo, la técnica jurídica utilizada en la práctica de la Comisión disciplinaria del CGPJ, de modo más o menos explícito. Así, la resolución del promotor de la acción disciplinaria dictada en julio de 2023 a propósito de las afirmaciones vertidas por un juez en la red social Facebook. En su perfil en ella el juez se presentaba como «jefe en magistratura». Escribió comentarios, entre otras cosas, acusando de pederastia a una dirigente política o llamando bazofia a las feministas; en general, abundaban las afirmaciones que podrían ser calificadas de machistas o racistas. Tras analizar la denuncia de un abogado, el promotor se inclinó por el archivo de las actuaciones disciplinarias señalando lo siguiente: «La publicación por parte de un miembro de la Carrera Judicial, en una red social, de determinadas opiniones —con independencia total de la que, a su vez, a cada cual nos merezcan—, cuando en tal medio no se hace invocación expresa de su condición profesional o cuando sea factible entender que su intervención se hace a título particular como mero ciudadano carece de tipicidad a fecha de hoy». La Comisión Permanente del CGPJ acordó tomar conocimiento de este acuerdo de archivo «advirtiendo la conveniencia de que por parte del legislador se valore la necesidad de proceder a una revisión y actualización de los tipos disciplinarios contemplados en la Ley Orgánica del Poder Judicial»[65].
La decisión en sí resulta respetuosa del contenido protegido e irreductible de la libertad de expresión. Cosa distinta es el llamamiento a modificar las normas disciplinarias, que solo puede entenderse como referido a los actos de los miembros de la judicatura que expresamente induzcan a confundir los actos de la persona con los del poder estatal, pero no a las consecuencias sociales de sus declaraciones como ciudadano, pues la percepción pública sobre el ejercicio de un derecho fundamental no puede ser utilizada para prohibir o limitar su ejercicio.
Los derechos del art. 20.1 CE amparan plenamente la difusión de expresiones de carácter político o ideológico, incluidas las críticas a los poderes del Estado, cuyos autores no se identifican como magistrado o magistrada. Sin que importe el hecho de que socialmente se les reconozca como tal. Efectivamente, en ocasiones, la percepción pública de una persona incluye aspectos que se escapan a su control. Un ejemplo ilustrativo es el de la del derecho de reunión y manifestación de los jueces. En septiembre de 2023 la Comisión de ética judicial emitió varios dictámenes destinados a orientar deontológicamente su participación en reuniones y manifestaciones reivindicativas. Inspirándose en una decisión del Comité de ética judicial de California, señala que la presencia de un juez puede ser posteriormente analizada y publicitada, incluso en la cobertura de prensa o en las redes sociales. Por ello aconseja, antes de acudir a una de ellas, sopesar cuál será la percepción pública[66]. Así se pone el acento en el hecho de que en su vida privada un juez no siempre es responsable de cómo se le ve socialmente. Los motivos por los que un juez es más identificable que otros son variados: la repercusión pública de algunos de sus asuntos; desempeñar sus funciones en una localidad pequeña; circunstancias relacionadas con sus familiares, parejas, u otros aspectos de la vida privada. El hecho de que un magistrado sea reconocido como tal determina el impacto que el ejercicio de sus derechos tiene sobre la percepción pública de la justicia, pero no puede ser criterio que lo excluya del disfrute de las libertades que le reconoce la Constitución.
En sentido contrario, los actos por los que un juez promueva su identificación como tal, aumentando la confusión entre ciudadano y juzgador, sí resultan sancionables disciplinariamente. No se castigaría el contenido de sus pronunciamientos amparados por un derecho fundamental, sino sus actos en cuanto integrante del Poder Judicial. Se entiende mejor si se mira a otros derechos igualmente protegidos: ningún precepto constitucional impide que las normas disciplinaras castiguen al juez que acude a una manifestación vistiendo toga u otros atributos de su cargo[67] porque no se perseguiría la participación en una reunión, sino la utilización indebida de elementos conectados con su desempeño jurisdiccional. De modo similar, la libertad de expresión impide sancionar a un magistrado por las opiniones públicas que expresa como ciudadano, pero no excluye la posibilidad de prohibirle que se presente en público haciendo gala de sus responsabilidades jurisdiccionales para emitir opiniones personales. Una prohibición de este tipo ayudaría a velar por la apariencia de imparcialidad de la justicia[68], reduciendo el daño a la apariencia de imparcialidad de un modo plenamente respetuoso con los derechos fundamentales, evitando confusiones entre las esferas pública y privada de quien opina públicamente
Junto con todo lo dicho, las redes sociales plantean problemas más allá de la mera difusión explícita de mensajes, que quedan fuera del objeto de este trabajo. En Estados Unidos y diversos países europeos, por ejemplo, se han planteado cuestiones como los efectos de la amistad en redes sociales para la imparcialidad judicial. Tanto la inclusión o el rechazo entre sus contactos admitidos a alguna de las partes intervinientes en sus asuntos como el expresar agrado mediante lo que se conoce como likes. Por lo general, no cabe atribuir a estos actos un sentido institucional conectado con el ejercicio de tareas jurisdiccionales, de modo que deben verse como una mera manifestación de libertad individual. Ello no obsta para que puedan ser causa de recusación, aunque impida que puedan ser sancionados o prohibidos.
V. A MODO DE CONCLUSIÓN[Subir]
Desde un punto de vista estrictamente constitucional, la difusión pública de contenidos comunicativos por jueces y magistrados no plantea una cuestión de limitación de derechos fundamentales, sino de titularidad de estos. Los actos comunicativos de las instituciones estatales no gozan de la protección absoluta de los derechos fundamentales; se benefician del mandato de optimizar la difusión de sus actividades y funcionamiento que debe armonizarse con la protección de otros valores, esencialmente la apariencia de imparcialidad judicial. Las normas que regulan el estatuto del juez en la LOPJ no afectan en principio a los derechos individuales de los magistrados, sino que delimitan lo que les está permitido hacer y lo que no en su función de poder del Estado.
Aun así, hay zonas de contacto entre lo que se hace como individuo y las tareas que se ejercen como juez. Prueba de ello es la prohibición constitucional de pertenecer a partidos políticos o sindicatos, que no es extensible analógicamente a otros derechos, pero pone en evidencia la importancia de preservar la apariencia de imparcialidad. Del mismo modo, las normas sobre abstención y recusación muestran que las expresiones realizadas en la faceta personal pueden llevar a consecuencias procesales cuando puedan hacer pensar externamente que no afronta el juicio con la limpieza de mente requerida para no tomar partido más que por la ley.
Aun así, parte de la doctrina y, sobre todo, la jurisprudencia del Tribunal Supremo tienden a confundir la faceta privada en la que se ejercen derechos fundamentales y la pública en la que se actúa como poder del Estado. Ha llegado a declarar que al redactar sus sentencias los magistrados disponen de libertad de expresión. Esta confusión se ve alimentada por la reciente jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, que —a falta de mejor garantía institucional— entiende que la libertad de expresión del art. 10 CEDH permite al Poder Judicial defenderse en el debate público frente a ataques de otros poderes estatales.
En este panorama, la mayoría de los ordenamientos de nuestro entorno han optado por plantear la cuestión de la libertad de expresión de los jueces como una cuestión de ponderación de valores y derechos. Ante la imposibilidad de solucionarla normativamente, han optado por remitirse a soft law y reglas deontológicas, reclamando a los magistrados que renuncien a ejercer con plenitud sus derechos fundamentales en los casos en los que pueda afectar a la percepción pública sobre la imparcialidad de la justicia.
Aun así, los tribunales están llamados a dar solución a los casos que se les planteen. En los más frecuentes se discute la aplicación de normas disciplinarias a actos de expresión pública de los jueces, incluidas su participación en medios de comunicación y las publicaciones en redes sociales de libre acceso. En tales casos, resulta inconstitucionalmente incoherente remitirse sin más al ritual judicial de la ponderación, desarrollado a menudo como una acto en esencia voluntarista. En vez de eso resultaría necesario detenerse en la indagación acerca de si las expresiones discutidas tienen su razón de ser en la actividad jurisdiccional del juez o se desarrollan en la esfera privada del ciudadano. En el segundo caso, no pueden ser sometidas a restricción alguna. En el primero, son posibles restricciones que busquen de manera proporcionada la protección de valores como la imparcialidad, la confianza en la justicia, la protección de la intimidad o incluso el deber de reserva y que se impongan conforme al principio de tipicidad.
Al mismo tiempo, es posible desarrollar nuevas normas disciplinarias que eviten la confusión pública entre la expresión ciudadana del juez y sus tareas jurisdiccionales, protegiendo de ese modo su apariencia de imparcialidad. Un ejemplo de este tipo de medidas puede ser la prohibición de que los jueces y magistrados se presenten como tales a la hora de ejercer derechos de carácter político o ideológico, como la libertad de expresión.