Hay ideas e instituciones consustanciales a la edad contemporánea. El parlamento, que es las dos cosas a la vez, define como pocas el mundo que nace en los últimos compases del siglo xviii. Sí, no lo negaré, nada nuevo hay bajo el sol: los parlamentos del constitucionalismo —es decir, los parlamentos de verdad— tuvieron un precedente en las instituciones medievales que, con nombres diferentes (Cortes, Estados Generales, Dietas e, incluso, la propia denominación de parlamentos) existieron en varios Estados de nuestro continente, lo que no impide que las primeras cámaras del liberalismo constituyeran una radical novedad, un invento revolucionario. De hecho, lo fueron, tanto al menos como el moderno principio de representación política en el que se basará a partir de entonces el mandato de sus miembros. Los parlamentos se conformarán, por lo demás, en Europa y en América, como un elemento esencial de la dinámica política a institucional que define la vida del Estado constitucional desde su nacimiento hasta el presente. Una dinámica que vendrá marcada en nuestro continente por la lucha de poder (por ampliarlo o retenerlo) entre las asambleas representativas y los reyes y, en América, por el pulso entre parlamento y presidencia, los dos grandes sujetos políticos surgidos de la Revolución americana. Nada de lo acontecido en la vida política de los Estados constitucionales en las dos últimas centurias es comprensible sin tener a la vista la existencia de esos órganos en los que el pueblo (solo una parte durante el siglo xix, todo él durante el xx, de forma progresiva) proponía y debatía por medio de sus representantes los asuntos que afectaban a los llamados, en buena lógica, intereses nacionales. La ya evidente crisis de aquella «suspensión voluntaria de la incredulidad» de la que, en otro contexto, habló en su día Samuel Taylor Coleridge —suspensión crucial para que las instituciones democráticas soporten el salto, que se ha ido agrandando más y más, entre lo que las aquellas afirman ser y la forma en que las perciben gran parte de los ciudadanos a los que representan— pone en primer plano la crisis de la representación política y, por tanto, de la propia institución parlamentaria y de quienes con mayor o menor acierto, la encarnan tras ser elegidos por el cuerpo electoral.
Por eso, volver sobre el parlamento —su importancia, su contribución histórica, la evolución de su significación política y jurídica— tiene siempre un notabilísimo interés. Y eso —volver sobre el parlamento desde la mirada de quienes lo conocen como nadie y, en consecuencia, están en óptimas condiciones para apreciar su papel fundamental— es lo que han hecho los treinta y ocho coautores que, coordinados por Alfonso Cuenca Miranda, han escrito la obra que me propongo comentar. Todos ellos tienen en común su profesión: son letrados de las Cortes Generales, lo que quiere decir que tienen, sin excepción, una muy alta cualificación jurídica, política e histórica. Una cualificación que se percibe en la gran calidad de los textos de una obra en cuyo título es evidente el eco de aquellos otros Momentos estelares de la historia de la humanidad, que escribió el gran Stefan Zweig en 1927. Los que ahora, casi un siglo después, nos ofrece el Congreso de los Diputados español constituyen un recorrido por algunos hitos clave de la vida parlamentaria en el mundo occidental que, arrancando en los precedentes más remotos de lo que nadando el tiempo sería la institución parlamentaria (Grecia y Roma), nos van acercando a los compases finales del siglo xx, sin duda aquel en que los órganos de representación popular se constituyeron, como nunca antes desde las revoluciones liberales, en el centro de la vida política, social y económica de los Estados constitucionales.
Con una extensión bastante regular, cada uno de los textos —que se suceden con arreglo a un criterio estrictamente cronológico— aborda, con referencia a una fecha señalada (día, mes y año), un acontecimiento singular en la vida parlamentaria, que se analiza, bien en su especial significado, bien en su trascendencia histórica, o, con frecuencia, en una y otra perspectivas. Se trata, como bien apunta en su presentación el coordinador de la obra, Alfonso Cuenca, de un libro de escenas (cada una de ellas se acompaña, de hecho, de una imagen): «Y como se ha afirmado, no hay mejor escenario que un Parlamento. Teatro del mundo, teatro del hombre, podríamos decir, estado en el que se representan, como en ningún otro sitio, las pasiones y las pulsiones humanas, en donde se actúa la política en su mejor y peor acepción».
El escenario, donde la política contemporánea ha encontrado su lugar privilegiado, levanta su telón, como ya antes se apuntaba, con tres antecedentes: dos, digamos, clásicos, y uno medieval. Benigno Pendás escribe el texto «Cementerio del Cerámico, Atenas, 431 A. C. Elogio de Pericles: el discurso parlamentario de la Grecia clásica», en el que se acerca al lugar y el momento de la historia en el que se establecieron «las pautas que inspiran el discurso político orientado a la persuasión». Porque convencer, mediante la palabra, supone la esencia misma de un lugar en tiempos destinado a que las personas hablen entre ellas con la intención de que unas puedan convencer a las otras con sus argumentos y razones. Cómo no referirse entonces a Pericles, el «político más admirable», el «orador más brillante», en «un tiempo y un lugar donde se concentraba una singular dosis de genialidad entre los dirigentes de la polis». Y después de Grecia, claro, Roma. Fabio Pascual Mateo novela, así, en el «Senado Romano, 7 de enero del año 49 A. C. Aprobación del Senadoconsulto último contra Julio César», la reunión de las dos históricas sesiones del Senado que marcan el fin de la brillante trayectoria, política y militar, del autor de los Comentarios a la Guerra de las Galias. Un salto histórico de más de un milenio nos lleva a «La Curia de León de 1188. «Lo que a todos atañe, por todos tiene que ser aprobado», estudio en el que Lidia García Fernández estudia el contexto de la reunión de la Curia leonesa, su convocatoria por el rey Alfonso IX y la importancia de su obra normativa, que radica, a juicio de la autora, en que sus decretos «serían, precisamente, unos de los elementos claves para considerar que tal asamblea fue ya una reunión de Cortes, incluso las primeras Cortes de Europa occidental».
Y de unas Cortes de trascendencia histórica esencial a la esencia misma del parlamentarismo. En «Cámara de los Comunes, Inglaterra, 4 de enero de 1642. El asalto de un parlamento: la erupción de Carlos I en la cámara de los Comunes», analiza Ángel González Escudero una de las escenas primigenias —probablemente la más trascendental— para comprender una dinámica constitucional marcada por «la tensión existente entre el rex y el regnum, entre la monarquía y el parlamento». Inglaterra no iba a ser aquí, de ningún modo, una excepción, sino, muy por el contrario, el modelo de lo que, más o menos degradado, sucedería luego en nuestro continente. Ese ejemplo fundacional anuda con otros —cabría decir los otros dos— surgidos a ambos lados del océano. «Convención constitucional de Filadelfia, 17 de septiembre de 1787. Aprobación de la Constitución de Estados Unidos. América y libertad son sinónimos», de Pablo J. Pendás Prieto, y «Asamblea Nacional de Francia, 26 de agosto de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano», de Luis de la Peña Rodríguez, se adentran en dos de las páginas más decisivas del nuevo mundo que nace con las revoluciones liberales: la Convención que condujo al primer texto constitucional, en sentido estricto de la historia, y la Asamblea que aprobó, tras la del buen pueblo de Virginia en América del Norte, la primera gran declaración de derechos en Europa. Sin ambas reuniones y sin ambos documentos constitucionales, nada de lo que vendría después sería comprensible. Todavía en esa centuria, el trabajo de Bárbara Cosculluela Martínez se centra en «La cámara de los lores británica, 13 de febrero de 1788. Procedimiento de Impeachment de Warren Hastings: teatro y oratoria política en el siglo xviii», sobre un escándalo de primera clase, impulso y expresión a un tiempo, de la creciente importancia de la opinión pública, y, también, de la influencia de las ideas liberales en «un creciente sentimiento a favor de la moralidad en el gobierno del Imperio británico». Ya en el xix, aunque todavía en el ámbito de los grandes acontecimientos constitucionales, Piedad García Escudero cierra un bloque temático compacto al abordar el tema «Cortes de Cádiz, 18 de agosto de 1811. Discurso preliminar a la Constitución española de 1812». Cádiz, nuestra Filadelfia; 1812, nuestro 1787. El estudio de la elaboración y el contenido del gran documento de don Agustín de Argüelles, conocido no, sin razón, como El Divino —quien «no alardea de innovación, aunque sí de modernidad en el texto constitucional»—, constituye una muestra inigualable de la revolución gaditana y de sus dificultades formidables.
Tras el parlamentarismo de la revolución, se sitúa, claro, el de la monarquía constitucional, que ocupa en Europa la parte central del siglo xix. Mientras Carmen Sánchez-Abarca Gornals estudia en «Cámara de los lores, Reino Unido, 7 de junio de 1832. Aprobación de la ley para la reforma de la representación popular en Inglaterra y Gales» el que denomina con razón «momento estelar en la historia del parlamentarismo» (la trascendental reforma electoral británica de 1832) —reforma que marcará decisivamente en nuestro continente el camino hacia la parlamentarización de las monarquías limitadas—, Eugenio de Santos Canalejo, en «Estamento de procuradores, España, 21 de mayo de 1836. El estatuto real y la primera moción de censura de la historia parlamentaria española», se ocupa de los orígenes de una institución central en la limitación de la prerrogativa regía (la derrota del Ejecutivo por parte del Poder Legislativo mediante una votación parlamentaria), institución que marcaría, además, «un impulso irreversible del gobierno representativo». Alfonso Cuenca Miranda, coordinador, como ya se ha señalado, de la que es sin duda una obra de interés sobresaliente, aborda, en «Cámara de los comunes, Reino Unido, 16 de diciembre de 1852. Duelo bajo la tormenta: el debate sobre el presupuesto», la dimensión e influencia de dos verdaderos gigantes de lo que el propio autor califica como el parlamentarismo clásico (Benjamin Disraeli y William Gladstone), «epítomes de la Edad de Oro del parlamentarismo liberal británico». En la llegada a la cancillería prusiana, tras «un conflicto constitucional entre el Rey y el parlamento» de otra figura esencial de la política europea de la segunda mitad del siglo xix, y en una de sus históricas intervenciones parlamentarias, se centra, en fin, Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, en «Landtag de Prusia de Prusia, 30 de septiembre de 1862, Bismarck: “No es no es por discursos y resoluciones mayoritarias como se deciden las grandes cuestiones de la época —ese fue el gran error de 1848 y 1849— sino por hierro y sangre”».
Fue el de la monarquía constitucional tiempo de continuidad, pero resultó también época de rupturas (triunfantes o frustradas) muy profundas, entre otras, las derivadas de las revoluciones europeas de 1848. A los momentos en que se estaba incubando la francesa, y al vibrante discurso de uno de los publicistas más brillantes del siglo xix, se refiere José María Coldes Calatrava en su trabajo «Cámara de los diputados, Francia, 28 de enero de 1848. Discurso de Tocqueville: “Creo que estamos durmiendo sobre un volcán”: breve crítica moderadamente posthumanista a la lucidez (y casi precognición) del humanismo de Tocqueville». Los episodios españoles de 1869 y 1873 (la Revolución Gloriosa y la primera de nuestras dos repúblicas) fueron también épocas de radicales quiebras históricas, en las que dos diputados (un gaditano y un barcelonés) brillarían con luz propia. Sobre el primer episodio, centrándose en uno de los grandes políticos y conflictos sociales de nuestra historia contemporánea, escribe Manuel Delgado-Iribarren en «Cortes constituyentes, España, 12 de abril de 1869. El discurso sobre la libertad religiosa de Emilio Castelar cumbre de la oratoria hispánica»; y el segundo lo analiza José Fernando Merino Merchán en «El Congreso de los Diputados de España, 11 de febrero de 1873. Proclamación de la primera República. La proposición republicana de Pi y Margall: consecuencias políticas y constitucionales». Otro gran cambio, la proclamación de la III República en Francia (la primera de un país europeo que ya nunca más volvería a ser monárquico), constituye el objetivo de Francisco Javier de Piniés en su texto «Asamblea nacional de Francia, 30 de enero de 1875. El debate sobre Monarquía o República».
Antes de abrir el análisis del parlamentarismo del siglo xx, dos autores se ocupan de dos escenas que merecen, sin duda, recordarse. Sara Sierra Mucientes mira hacia el otro lado del Atlántico en «El Congreso de Estados Unidos, 24 y 26 de enero de 1877. Creación de la Comisión electoral sobre las elecciones presidenciales. La crisis constitucional por las controvertidas elecciones de 1876 (Hayes vs. Tilden)», para examinar el grave conflicto constitucional planteado con ocasión de «la elección presidencial más controvertida de la historia de los Estados Unidos» con el problema racial de nuevo como fondo del conflicto; y Enrique Arnaldo Alcubilla, en «Senado y Cámara de Diputados de Francia, 23 de mayo de 1885. La muerte del senador Víctor Hugo», nos recuerda no solo varios de los discursos en la Asamblea nacional del gran escritor universal, sino también los pronunciados con motivo del fallecimiento de quien, según el entonces presidente del Senado francés, «entraba en la inmortalidad» el mismo día de su muerte.
La Grande Guerre marcará, claro, un cambio sustancial en el panorama político mundial. Cuatro textos se refieren, todavía en los años previos a aquel desastre bélico total, a otros tantos acontecimientos donde el parlamento jugó un papel protagonista. En «Cámara de los diputados, Francia, 6 de abril de 1905. Discurso de Aristide Briand. El último acto de la Revolución francesa: el final de la cuestión religiosa», nos lleva Fernando Castillo López a la aprobación de la revolucionaria ley francesa de la separación de la Iglesia y el Estado, un «icono que representa el cambio de siglo político». El siglo xx fue también el de la extensión de las repúblicas y Raquel Marañón Gómez, autora de «Asamblea Nacional Constituyente, Portugal, 19 de junio de 1911. Proclamación de la primera República portuguesa», estudia un cambio de forma de gobierno que iba a preceder a los varios que tendrían lugar en el primer tercio de la nueva centuria en otros Estados europeos. En el texto «Senado de los Estados Unidos, 29 de mayo de 1908. Tramitación de la ley Aldrich-Vreeland. “Alguien ha envenenado mi bebida”: el filibusterismo en su laberinto», hace doblete Alfonso Cuenca, analizando la más conocida técnica de obstrucción parlamentaria a propósito de la aprobación de una ley financiera del Congreso norteamericano que, consecuencia del denominado pánico económico de 1907, acabaría condicionando la creación, poco después, de la Reserva Federal. El «apasionante» debate en el Reino Unido de la «reforma constitucional trascendental que ponía fin a 800 años de tradición bicameral paritaria», al eliminar los poderes de codecisión de la Cámara de los lores, constituye el objeto del trabajo de Alberto Dorrego de Carlos, «Cámara de los lores británica, 10 de agosto de 1911. Aprobación de la Parliament Act. Westminster se asoma al abismo».
El año 1917, que vio en Rusia la toma de poder por los bolcheviques, fue también el año final y triunfal de otra revolución, la mexicana, tras la que se produjo la aprobación de unos de los textos constitucionales de mayor proyección comparada en la apertura del siglo xx. A ese decisivo hecho de la historia se refiere Joaquín Cabezas Cayuelas, que escribe «Congreso constituyente, México, 31 de enero de 1917. Aprobación de la Constitución mexicana de 1917». En el período de entreguerras se centran cuatro de los letrados de las Cortes que han compuesto esta notable historia del parlamento. María López Moreno de Cala aborda en «Senado de Estados Unidos, 19 de marzo de 1920. La no ratificación del tratado de Versalles por el Senado de Estados Unidos» la negativa de una de las cámaras del Congreso norteamericano a dar su voto favorable al acuerdo que puso fin a la Primera Guerra Mundial: «El idealismo americano que deriva de la fe en la naturaleza esencialmente pacífica del ser humano —anota la autora— irrumpe en este momento histórico y choca de frente con un realismo europeo que se basaba en la propensión natural al conflicto de los estados». Sobre una España en plena inestabilidad política, que habría de desembocar dos años después en la primera de las dictaduras del siglo xx, escribe Mónica Moreno Fernández-Santa Cruz «Congreso de los Diputados, España, 8 de marzo de 1921. la última sesión del presidente Dato», sobre un magnicidio que «agitó los cimientos de una España que ya temblaba». Y de una crisis a otra crisis, ambas antecedentes de formidables descalabraros. María José Fernández estudia en «Reichstag, Alemania, 25 de noviembre de 1926. Aprobación de la ley de la censura, editorial de la República de Weimar» el contexto político, social y cultural de la ley de 10 de diciembre de 1926, «que estableció la prohibición de venta o distribución de literatura, basura y sucia que resultase, incluida en el índice, entre las personas menores de 18 años» tras un debate parlamentario en el que «afloraron los temas que en ese momento atravesaban la cultura y la política alemanas», y que la autora analiza con detalle.
España y Alemania, que en gran medida protagonizaron los desastres de la paz, iban también a protagonizar los de la guerra, en una época marcada por el contraste entre los profundos avances de la historia y sus terribles retrocesos. A uno de los primeros se refiere Isabel María Abellán Matesanz en «Cortes Constituyentes, II República española, 1 de octubre de 1931. Debate parlamentario del reconocimiento del derecho al voto de la mujer. Clara Campoamor y la lucha por los derechos femeninos». Evoca la autora, en el complejo contexto de la España republicana, la gran figura de una diputada para quien el reconocimiento del derecho al voto de las mujeres, que tanto debe a sus empeños, «no era punto de llegada, sino […] el punto de partida en la lucha por la igualdad jurídica, política y social de los dos sexos». Y entre los retrocesos, ninguno como el que se asentará en 1933 con la aprobación en el parlamento alemán de la ley habilitante de 24 de marzo de 1933. Un mes antes había tenido lugar el gravísimo y aún oscuro episodio que analiza Andrea García de Enterría Ramos en «27 de febrero de 1933, Alemania: el incendio del Reichstag», origen de un proceso judicial en el que «desde el principio queda patente que [era] un juicio político, y que la maquinaria propagandista nacionalsocialista convierte en un mero instrumento más para consolidar su poder, dotándole de aparente legalidad». Volviendo de nuevo a España, Carlos Gutiérrez Vicén estudia en «Cortes españolas, 7 de abril de 1936. Destitución de Alcalá Zamora» las facultades otorgadas al presidente de la República española por el art. 81 de la Constitución de 1931 y en el conflicto político derivado de su aplicación pocos meses antes de que la II República española definitivamente naufragase: «Alcalá Zamora salió de viaje por el norte de Europa y en Noruega le sorprendió el inicio de la guerra civil. Ya no volvería a España».
Tres estampas parlamentarias de notabilísima importancia tienen a la Segunda Guerra Mundial por punto esencial de referencia. En «Cámara de los Comunes, Reino Unido, 8 de mayo de 1940. Debate sobre Noruega. El cambio de liderazgo de Gran Bretaña al inicio de la Segunda Guerra Mundial», Pedro José Peña Jiménez se ocupa del llamado «debate de Noruega», debate que se celebró en la Cámara de los comunes entre el 7 y 9 de mayo de 1940 y que es considerado por algunos «como el debate más importante en el parlamento inglés en el siglo xx». Una consideración que se deriva sobre todo de «las consecuencias trascendentales que se le atribuyen: la caída de Neville Chamberlain y su sustitución por Winston Churchill y el impacto que este cambio liderazgo político en Gran Bretaña tuvo en el curso y desenlace de la Segunda Guerra Mundial y en la historia del siglo xx». Una página no menos trascendental en la historia mundial es la que analiza Vicente Moret Millás en «Congreso de los Estados Unidos, 8 de diciembre de 1941. Estados Unidos declara la guerra Japón: una fecha que vivirá en la infamia», expresión, esta última, con la que el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt califica el ataque japonés contra Pearl Harbor que cambió el curso de la Guerra Mundial, y, con él, el de la historia de la humanidad: «La histórica sesión del 8 de diciembre de 1941, en el Congreso de los Estados Unidos es sin duda un momento estelar del parlamentarismo universal, que pone de relieve el peso del factor personal a la hora de configurar la historia». Una historia que se escribió también en el parlamento de Italia, el país que protagonizó junto con Alemania los dos grandes procesos constituyentes democráticos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En él se centra Ignacio Navarro Mejía en su texto «Asamblea Constituyente de Italia, 25 de junio de 1946. Las primeras y últimas palabras de Orlando», destacando la significación del discurso pronunciado por el gran jurista italiano, entonces ya un anciano de 86 años, en la sesión inaugural la cámara elegida tras la caída del fascismo. Unas palabras cuya «trascendencia va más allá del mero texto, pues obedece sobre todo a su fecha y a su autoría».
Con la segunda posguerra mundial llegó el asentamiento de las primeras democracias dignas de tal nombre en algunos países de Europa occidental. Democracias que buscaban superar el clima de inestabilidad que había marcado los regímenes parlamentarios de entreguerras. A la Alemania donde se había aprobado en 1949 la Ley Fundamental de Bonn dedica Sylvia Martí Sánchez su «Bundestag alemán, 4 de mayo de 1956. Debate sobre el proyecto de ley del servicio militar obligatorio. La Alemania de posguerra a la búsqueda de su identidad», un texto legislativo «con el que se pretendía asegurar la contribución de la RFA con 500 000 hombres —de estos 230 000 voluntarios— que exigían los tratados internacionales». La opinión pública, destaca la autora, «discutía aquellos días preferentemente sobre este proyecto de ley y una de las cuestiones que se planteaba era la de si en la era de las armas atómicas tenía sentido un ejercicio de las características del que se proponía». En Francia se producirá, dos años después, un giro histórico que es analizado por Francisco Martínez Vázquez en «Asamblea Nacional de Francia, 1 de junio de 1958. La investidura del General De Gaulle o cómo gobernar una nación que tiene 246 tipos diferentes de queso», célebre sentencia con la que el fundador de la V República francesa describía la desastrosa atomización política que había convertido a la IV en completamente ingobernable: se trataba de «corregir los defectos de la etapa anterior, fundamentalmente, la debilidad de los gobiernos zarandeados por la hostilidad entre partidos políticos, en un sistema que descansaban un poder ejecutivo excesivamente vulnerable frente al legislativo».
Pero la posguerra abrió también en todo el mundo la puerta a derechos hasta entonces desconocidos o negados. Estados Unidos fue el escenario de una de las grandes luchas por los derechos y libertades que tuvieron entonces lugar en el planeta, una lucha en la que se centra María Teresa González Escudero en «Cámara de Representantes de Estados Unidos, 2 de julio de 1964. Aprobación por el congreso de la ley de derechos civiles: el estandarte de un sueño». Esa norma será «la primera de una serie de leyes que enmiendan la Constitución americana, sin seguir el procedimiento establecido en su artículo V, facilitando una transformación radical de su derecho constitucional y abriendo el camino al reconocimiento de nuevos derechos para nuevos colectivos, tradicionalmente discriminados». La historia de Norteamérica, entonces en plena fase de profundos cambios políticos, sociales, culturales y económicos, iba a pasar una década después por la traumática experiencia de la renuncia de un presidente, el único que lo hizo en los casi dos siglos y medio de historia del país, en medio de uno de los mayores escándalos de la política nacional, que estudia, en su contexto, su procedimiento y su discusión parlamentaria, Luis Manuel Miranda López en «Comité judicial de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, 25 de julio de 1974. Debate de los artículos de Impeachment contra el presidente Nixon».
Los años setenta fueron, del otro lado del Atlántico, los de las crisis de las únicas tres dictaduras que aún pervivían en Europa occidental: la portuguesa, la griega y la española. La tercera sería la última en caer, pero fue su transición de la dictadura a la democracia la que acabó por configurarse como un modelo para futuros cambios políticos de similar naturaleza. A dos momentos esenciales del proceso de cambio que tuvo lugar en nuestro país se refieren los trabajos Luis María Cazorla Prieto y José Manuel Serrano Alberca. El primero se centra en «Congreso de los Diputados, España, 10 de julio de 1977. Sesión constituyente de las cortes democráticas. El arranque de la legislatura que comenzó sin nombre y acabó siendo constituyente». El autor resume la jornada en las tres primeras palabras de su texto («El día era luminoso») y con pocas más sus consecuencias: aquella sesión «fue el vientre parlamentario que alumbró la Constitución que ha favorecido que España haya vivido décadas de enorme fructífero desarrollo político, económico y social. Fue el vientre parlamentario de la Constitución de 27 de diciembre de 1978». Serrano Alberca, analiza, asimismo, otra fecha histórica. «Congreso de los Diputados, España, 22 de agosto de 1977. Primera reunión de la ponencia constituyente: germen de la Constitución» es la crónica del trabajo parlamentario de siete diputados, que, evocando a los norteamericanos (Founding Fathers), con razón pasarían a ser conocidos como los Padres de la Constitución: un trabajo, presidido por «varios principios que estaban en la mente de los constituyentes: la democracia, la positivación de los valores superiores, la monarquía, y la estructura territorial de España».
Estos momentos estelares del parlamento a lo largo de la historia con que los letrados de nuestras Cortes Generales han hecho una contribución fundamental a la historia del parlamentarismo se cierran, en fin, con el trabajo de Juan José Pérez Dobón, «Cámara de los diputados y Senado de Italia, 10 de mayo de 1978. Sesiones conmemorativas de Aldo Moro tras su asesinato», centrado en «la manera en que tanto la Cámara de Diputados como el Senado prestaron su pesar, hicieron patente su dolor y su homenaje, tras la pérdida en circunstancias terribles de un parlamentario tan caracterizado y relevante, como había sido Aldo moro durante más de 30 años». El terrorismo tenía por delante, desafortunadamente, y en varios países europeos (señaladamente España) un largo y trágico camino de sangre y sufrimiento.
A un muy querido amigo le he escuchado en varias ocasiones contar un (supuesto) hecho histórico, que se non è vero, è ben trovato. Asistía el rey Fernando VII a una ceremonia en la catedral formidable de Sevilla, y se le sugirió a su alteza serenísima que firmase en el libro del que el templo hispalense disponía a tal efecto. El monarca, de quien Pérez Galdós hizo en La fontana de oro un retrato verdaderamente inolvidable, y cuyas luces debían ser tan escasas como las que él no deseaba para España, si hemos de fiarnos del retrato que le hizo don Francisco de Goya, quizá no sabiendo qué escribir (¡qué «cráneo previlegiado» [sic] el de aquel séptimo Fernando!) antes de estampar su regia firma, acabó anotando algo verdaderamente original y prodigioso: «La catedral de Sevilla es una catedral muy grande».
El libro que comento lo es también. Es un libro muy grande, como lo acreditan sus 759 páginas llenas de sabiduría. Pero es, también, al tiempo, y sin duda alguna, un gran libro, ya imprescindible para estudiar la historia del parlamentarismo desde sus orígenes hasta los compases finales del siglo xx. Los excelentes textos que lo componen son, además, realmente deleitosos. Escritos, en general, con el estilo de una crónica, sin el lastre que a veces supone un estilo académico no siempre compatible con las exigencias de la claridad y la amenidad, la obra que conforman en conjunto tantos autores ha conseguido evitar un problema que frecuentemente atenaza a los libros colectivos: si se me permite la palabra, el del deshilachamiento. Cuando ninguna editorial cobraba aún por publicar libros de ciencias sociales o humanidades (el pago por edición lo ha cambiado todo de forma sustancial), la mayoría temían como a la peste esos libros de muchos autores en los que resulta en ocasiones imposible encontrar la coherencia interna de los capítulos que malamente los componen. He tratado de ilustrar con el recorrido de los textos comentados que los que se incluyen en Momentos estelares del parlamento a lo largo de la historia expresan un gran esfuerzo de completez en el espacio (occidental, obvio es decirlo) y en el tiempo (constitucional, como no podía ser de otra manera): es verdad que no están todos los que son (resulta siempre insensato proponerse metas imposibles), pero sí son todos los que están: los escenarios y sus destacadísimos actores. Sin los unos y los otros no se podría escribir en caso alguno la evolución del parlamento.
La obra, editada de forma primorosa por el Servicio de Publicaciones del Congreso de los Diputados, que dirige siempre un letrado de las Cortes, constituye, en suma, una amplia panoplia de la vida parlamentaria durante los siglos xviii, xix y xx. Ahora que los parlamentos, y quienes los componen, son solo una pálida y, no pocas veces, triste sombra de lo que fueron en su momento de máximo esplendor, recordar algunos de sus mejores momentos, y a quienes con más brillo los protagonizaron, no es, ni de lejos, un mero ejercicio de nostalgia. Supone, muy por el contrario, un indispensable recordatorio de la auténtica, y admirable, tradición en que se inscriben las democracias constitucionales, que, con sus limitaciones y miserias, pasadas o presentes, han sido la peor forma de organizar el gobierno de los hombres, con la excepción, por supuesto, de todas las demás conocidas a lo largo de la historia. Lo dijo alguien a quien yo no osaría quitarle la razón. Alguien a quien le debimos, y probablemente aún le debemos, la pervivencia de la libertad frente a la barbarie.