RESUMEN

El objetivo de estas páginas es analizar si nuestra Constitución diseña una estructura de poder capaz de frenar posibles avances del populismo. Con esta finalidad, se identifican los dos rasgos característicos de dicha tendencia, esto es, la concentración y la personalización del poder. Nuestra norma fundamental fue elaborada, precisamente, para evitar estos riesgos, por lo que la división territorial del poder, la monarquía y el parlamentarismo, entre otras garantías, pueden servir como frenos. Ahora bien, el art. 6 CE no impide que los partidos políticos defiendan formas autoritarias de organización política, estén cada vez más polarizados y tiendan a concentrar el poder en manos de sus líderes. Es conveniente tener en cuenta estos datos a la hora de valorar la interpretación que recibe la Constitución y, sobre todo, para enjuiciar críticamente propuestas de reformas legislativas que, en vez de mejorar nuestra democracia, pueden actuar en su contra.

Palabras clave: Populismo; Estado de las autonomías; monarquía; parlamentarismo; partidos políticos; reformas legislativas.

ABSTRACT

The aim of these pages is to analyse whether our Constitution designs a power structure capable of controlling possible advances of populism. To this end, the two characters of populism are identified, namely the concentration and personalisation of power. Our fundamental law was drawn up precisely to avoid these risks, so the territorial division of power, the monarchy and parliamentarianism, among other guarantees, can serve as “speed bumps”. However, Article 6 of the Spanish Constitution does not prevent political parties from advocating authoritarianism, they are increasingly polarised and tend to concentrate power in the hands of their leaders. It is advisable to take these facts into account when assessing the interpretation of the Constitution and, above all, in order to evaluate proposals for legislative reforms which, instead of improving our democracy, they may work against it.

Keywords: Populism; autonomous state; monarchy; parliamentarism; political parties; legislative reforms.

Cómo citar este artículo / Citation: Biglino Campos, P. (2025). Constitución, división del poder y resiliencia al populismo. Revista Española de Derecho Constitucional, 134, 105-‍121. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.134.04

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El avance del populismo en muchas partes del mundo es ya un asunto que acapara las noticias de los medios de comunicación y al que se dedican las primeras planas de los periódicos. A pesar de ello no son demasiados los análisis que, desde el punto de vista del derecho constitucional, se han dedicado al tema, al menos en nuestro país. La razón de este desinterés estriba, quizás, en que el populismo no ha sido, hasta ahora, un asunto candente, aunque luego se tendrá que matizar esta opinión. Y radica, también, en la estrategia que dicha corriente utiliza para alcanzar el poder y que se ha tildado, en ciertas ocasiones, de constitucionalismo iliberal (por ejemplo, en nuestro país‍, Krywon, 2022: 165-‍191).

Vaya por delante que este calificativo dista de ser satisfactorio porque constituye una contradictio in adjecto. El constitucionalismo nace asociado al liberalismo y tiene como finalidad principal garantizar la libertad. Como ocurre con la democracia, el constitucionalismo no admite adjetivos: o es o no es. Ahora bien, a pesar de su inexactitud, el calificativo puede admitirse cuando se utiliza para poner de manifiesto que, en muchas ocasiones, el populismo se sirve de los procedimientos e instituciones inherentes al constitucionalismo para poner en entredicho la propia pervivencia de esta forma de organización política. Por eso, algunos autores hablan, también, de legalismo autocrático (‍Scheppele, 2017).

En realidad, la manipulación de las normas inherentes al constitucionalismo con el objetivo de acabar con él no es ninguna novedad. En pleno ascenso del fascismo, K. Loewenstein (‍1937: 424) recordaba que el principio central de la democracia es la noción de legalidad. Dado que la experiencia adquirida en otros países no recomendaba alcanzar el poder inmediatamente a través de coup d’etat, la conquista del Estado se llevó a cabo sobre la base de una deliberada normatividad. La ceguera legalista y el fundamentalismo democrático fueron incapaces de percibir, hasta que ya era tarde, que el mecanismo de la democracia constituyó, precisamente, el caballo de Troya que permitió al enemigo penetrar en la ciudad.

Hecha esta observación, conviene precisar que el objetivo de estas páginas no es analizar las vías de agua del constitucionalismo que el populismo aprovecha en su propio beneficio, sino que consiste en todo lo contrario. Por eso, no se van a tratar las debilidades del sistema constitucional que facilitan el ascenso y consolidación de las nuevas formas de autoritarismo. Mi intención es identificar cuáles son las instituciones y procedimientos constitucionales que, precisamente, pueden servir para frenar el avance del populismo.

S. Choundhry (‍2018), en el debate acerca de la resiliencia constitucional llevado a cabo por el Verfassungsblog alemán, sostiene que hay que ser realista acerca de la funcionalidad que un buen diseño constitucional puede tener a la hora de frenar el populismo. Según su opinión, es preciso seguir un camino intermedio entre el idealismo constitucional y el nihilismo, porque la constitución no puede hacerlo todo, pero tampoco resulta completamente ineficaz. Las constituciones pueden reducir los riesgos, aunque no sean capaces de eliminarlos completamente. Cuando están bien estructuradas, son capaces de marcar la diferencia, porque hacen compleja la toma de decisiones y establecen barreras. Es verdad que esos speed bumps (o badenes) se pueden remontar, pero, mientras tanto, constituyen puntos focales que favorecen la movilización política en defensa de la norma fundamental.

La finalidad de estas páginas consiste, pues, en analizar si nuestra Constitución contiene previsiones que sirven para para frenar al populismo. Ahora bien, no es posible emprender esta tarea si, previamente, no se identifican los caracteres principales de ese movimiento, ya que antes de seleccionar el remedio es preciso diagnosticar la enfermedad a través de sus síntomas. Una vez hecho este diagnóstico, será necesario hacer una breve reflexión de teoría general acerca de los instrumentos que el constitucionalismo utiliza para frenar el abuso de poder. Los dos siguientes apartados se dedican al análisis de nuestro ordenamiento. Será entonces cuando será preciso atar cabos y medir si nuestra norma fundamental protege adecuadamente contra el avance del autoritarismo o si, por el contrario, presenta lagunas que, de una manera u otra, sería preciso remediar.

II. DOS RASGOS DEL POPULISMO[Subir]

Conviene ser prudente a la hora de medir el peso de la amenaza populista. De un lado, exagerar la influencia del fenómeno, lejos de debilitarlo, podría reforzarlo, ya que supondría reconocerle más fuerza de la que realmente tiene. Por eso, no está de más recordar que, en la actualidad, hay más democracias en el mundo de las que ha habido nunca (‍Rizzi, 2023) y que, de los cuarenta gobiernos populistas que llegaron al poder entre 1985 y 2020 en Europa y América Latina, solo sobreviven siete (‍Weiland, 2024: 44). Ahora bien, de otro, tampoco conviene infravalorar su vigor. Como se podrá analizar al final de este escrito, el populismo no solo es peligroso cuando llega al poder, sino, también, cuando influye en el debate político y delimita los asuntos que constituyen su agenda.

El principal factor que dificulta el análisis del populismo es su propia naturaleza, porque no constituye una ideología, sino una técnica para obtener y retener el poder, exacerbando las divisiones y el conflicto social. Por esa razón, es compatible con políticas que tradicionalmente se habían considerado de izquierdas, pero también con las propias de la derecha más conservadora. Para M. Kumm (‍2018), el eje del discurso populista radica en una concepción de la democracia contraria a la teoría constitucional-liberal, porque asienta la legitimidad política en una concepción unificada de la voluntad popular que resulta incompatible con cualquier forma de pluralismo.

Esta visión monolítica del fundamento de la democracia explica los dos rasgos que caracterizan al populismo en cualquiera de sus versiones, esto es, la polarización y la concentración de poder[2].

El punto de partida de la estrategia que siguen dichos movimientos para triunfar es promover el enfrentamiento entre los ciudadanos y las instituciones. Se acusa a quienes gobiernan de hacerlo solo en su propio beneficio y de olvidar las auténticas necesidades de la gente. A partir de esta fractura, los líderes populistas se autoproclaman los únicos representantes auténticos del sentir popular. Se niega, pues, la legitimidad del resto de las fuerzas políticas para expresar la opinión de parte de la ciudadanía, por lo que se les priva del derecho a participar en los procesos de tomas de decisiones. Lejos de admitir que la democracia contemporánea es, por definición, pluralista, el populismo construye la política sobre la base de la dialéctica amigo-enemigo. El discurso se aleja de la razón de los argumentos y queda reducido a la descalificación de quienes no comparten los puntos de vista de sus líderes. Cualquier postura crítica, o, en ocasiones, no lo suficientemente entusiasta, se proscribe porque se interpreta, de forma expresa o de manera implícita, que están al servicio de intereses espurios contrarios a las necesidades de las personas comunes.

A partir de esta comprensión de la voluntad popular y la democracia, la concentración del poder en manos del líder que ha conducido a la victoria resulta inevitable, porque, al ser depositario de la voluntad popular, solo él entiende y puede velar por satisfacer las expectativas de la ciudadanía. Su autoridad se legitima en la relación directa con el pueblo, al que se dirige a través de redes sociales, medios de comunicación más tradicionales (como son la radio o la televisión) o, en algunas ocasiones, con la convocatoria de referéndums. Esta concentración de poder se realiza, además, en detrimento de los otros poderes del Estado.

En primer lugar, se erosiona gravemente la posición del poder legislativo, que se entiende como una mera rémora al poder ejecutivo. Desde esta visión, se considera que solo este último es capaz de solventar con eficacia los problemas que afectan a la sociedad, mientras que el parlamento es un lugar donde se pierde el tiempo en debates estériles. En caso de que en dicha asamblea esté presente una auténtica oposición, los derechos de las minorías se reducen hasta donde sea posible. Así se alteran los procedimientos legislativos para reducir al máximo los tiempos y los derechos de enmienda o de participación en los debates. Y, sobre todo, se limita el control del gobierno. No solo se dificulta la presentación de preguntas o interpelaciones, sino que, además, se invierte la auténtica finalidad de las comisiones de investigación, que no se utilizan para controlar al gobierno, sino, y sobre todo, a la oposición.

Ahora bien, en los casos más graves, el populismo puede acaparar la representación parlamentaria, consiguiendo que el resto de los partidos tengan una posición meramente testimonial o, en algunos casos, domesticada. Es verdad que, en algunas ocasiones, este resultado se alcanza por medios legítimos, porque así lo ha decidido el electorado. Pero, en otras, la aplastante victoria del populismo va precedida de reformas que, modificando circunscripciones, magnitudes o fórmulas electorales, benefician a sus líderes.

Si la neutralización del parlamento es, de por sí, grave, todavía lo es más la desactivación de las instituciones que, en el Estado social y democrático de derecho, tienen encomendada la tarea de ejercer el control jurídico. Para los populistas, dichos órganos son un obstáculo a las decisiones políticas adoptadas por el ejecutivo y, por lo tanto, constituyen trabas a la expresión de la voluntad popular.

Por esta razón, se pone en duda la legitimidad de la justicia constitucional y, por ello, se limitan sus funciones o se manipula su composición, con el objetivo de conseguir que sus miembros sean afines a la orientación política dominante en el gobierno. También se limita la independencia de la jurisdicción ordinaria, modificando la composición de su órgano de gobierno y alterando el estatuto de los jueces, rebajando su edad de jubilación, estableciendo un régimen disciplinario que castiga las muestras de autonomía o premiando con ascensos a quienes tomen decisiones favorables al poder. Por último, salen mal paradas otras instituciones de control jurídico, como son los tribunales de cuentas, cuya principal razón de ser es el carácter técnico y objetivo de su actuación.

III. UN DISEÑO INSTITUCIONAL EQUIPADO PARA HACER FRENTE AL ABUSO DE PODER[Subir]

Muchos de estos problemas son nuevos, al menos desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial y comenzaron en Europa las olas democráticas de las que hablaba S. Huntington (‍1994). Pero no conviene olvidar que la razón de ser del constitucionalismo está, precisamente, en luchar contra el abuso de poder. Todos los principios que lo inspiran están pensados para garantizar la libertad de las personas frente a la concentración de autoridad en unas solas manos.

La sumisión del poder al derecho, la afirmación del pluralismo como valor superior del ordenamiento, y el reconocimiento de que los derechos fundamentales son anteriores a la organización política son, sin duda, instrumentos que sirven para frenar el autoritarismo. La realidad demuestra, por ejemplo, que la independencia judicial actúa como último bastión en la lucha contra el populismo, por lo que acabar con ella constituye uno de los primeros objetivos de los nuevos líderes autoritarios. Ahora bien, lo que se proponen estas páginas es volver a una de las técnicas más tradicionales para garantizar la libertad, esto es, la división de poderes. Las recetas de Montesquieu son bien conocidas: para garantizar la libertad es preciso disponer las cosas de manera que el poder frene al poder. No se trata solo de distinguir las funciones que corresponden a cualquier Estado, sino, además, de atribuir cada una de ellas a un órgano distinto, de manera que cada uno de ellos actúe como un freno y contrapeso de los otros (‍Montesquieu, 1972: 149-‍159).

En su momento, esta técnica nació pensada para luchar contra la monarquía absoluta. La situación actual es evidentemente distinta a la que existía en aquel momento. Pero estas diferencias no deben llevar a pensar que la fórmula de Montesquieu esté agotada, porque la concentración de poder, sea la forma que asuma, sigue teniendo siempre la misma naturaleza, esto es, residenciar la autoridad en unas solas manos que controlan o interfieren de forma abusiva en todas las funciones del Estado.

La Constitución de 1978 se elabora para poner fin a cuatro décadas de autoritarismo y sus redactores sabían bien cómo hacerlo. Siguiendo el modelo de las normas fundamentales italiana y alemana, establecieron frenos y contrapesos para evitar que volviera a suceder lo mismo que había ocurrido durante el franquismo, el fascismo o el nazismo. Con esta finalidad, nuestra ley de leyes divide el poder no solo de manera horizontal, sino también vertical.

Desde sus propios orígenes en Estados Unidos, el federalismo surge no solo como una técnica para lograr integración, sino también como una manera de limitar el poder. Tal y como se afirma en El Federalista, los framers buscaban que la mayoría predominante en la Unión o en los Estados miembros obstaculizara posibles abusos cometidos por las fuerzas políticas que predominaran en la otra y que pusieran en peligro la libertad de las personas (‍Hamilton o Madison, 1778).

En nuestro caso, el Estado de las autonomías ha cumplido, y sigue cumpliendo, una función similar. En muchas ocasiones se ha denunciado la complejidad de nuestro sistema de distribución de competencias y el excesivo número de conflictos de este tipo que llegan al Tribunal Constitucional. Es verdad que estos últimos pueden, en algunas ocasiones, resultar disfuncionales. Su abuso pone de manifiesto la ausencia de mecanismos de colaboración entre Estado y Comunidades Autónomas y puede sobrecargar la tarea del máximo intérprete de la Constitución. Ahora bien, también hay que tener en cuenta que la distribución de competencias y su sistema de garantías diseñado en nuestro ordenamiento son una forma de fraccionar el poder y de asegurar que ninguna de las entidades territoriales actúe ultra vires.

Ambos factores han permitido la intervención del Tribunal Constitucional en casos límite, como ocurrió durante las tensiones derivadas del proceso independentista catalán, cuando dicho órgano evitó, por ejemplo[3], que la mayoría que predominaba en el Parlament de Cataluña vulnerara gravemente las reglas esenciales del procedimiento legislativo en detrimento de otras fuerzas minoritarias presentes en esa cámara, pero con fuerte implantación en todo el territorio nacional. Pero la operatividad de este tipo de frenos y contrapesos también se pone de manifiesto en casos menos extremos, cuando la orientación política que predomina en una Comunidad autónoma no es la misma que la del Estado. Es cierto que, en estos casos, lo que late bajo los conflictos es más un debate ideológico que competencial. Pero también es verdad que ello no puede considerarse una anomía del sistema, sino parte de su funcionamiento normal, porque pone de manifiesto que el pluralismo territorial está conectado con el político y que, también en estos casos, el poder que corresponde a una de las entidades territoriales sirve para controlar que la otra no abuse del propio.

La división vertical del poder diseñada por nuestra norma fundamental es el otro factor que también puede servir como freno al populismo. La monarquía parlamentaria que según el art. 3.1 CE constituye nuestra forma de Estado tiene, en efecto, sus ventajas frente a otras formas de gobierno.

Con respecto a la jefatura del Estado, conviene recordar que al rey solo le corresponde un poder simbólico, ya que, frente a lo que ocurría en la época de la monarquía constitucional, ha perdido el poder ejecutivo y tampoco participa en el legislativo. El ejercicio de las funciones que le atribuye el título III CE, que desempeña como poder constituido, exige que se mantenga al margen de cualquier ideología política. En caso contrario, dejaría de ser el rey de todos los ciudadanos para convertirse en un adalid de las causas de alguno de ellos.

Esta posición de obligada neutralidad con respecto a todos los partidos es, precisamente, la principal ventaja de la monarquía frente a las formas republicanas. En estas estas últimas, el presidente puede ser elegido por los ciudadanos o por el parlamento, pero, en todo caso, necesita el apoyo de los partidos políticos. Frente a ello, en los sistemas monárquicos, al menos la jefatura del Estado queda al margen de la contienda política.

Tampoco en este caso la neutralidad de la corona es una garantía absoluta. En efecto, la historia nos enseña que, en determinadas ocasiones, la implantación de formas autoritarias fue posible gracias al apoyo o, al menos, a la inacción de la jefatura del Estado. Así ocurrió en España con la dictadura de Primo de Rivera, en Italia con el ascenso de Mussolini o en Grecia con la dictadura de los coroneles.

Ahora bien, no es fácil que estas experiencias vuelvan a ocurrir, porque ahora ya sabemos que, una vez superadas, provocaron la caída de la monarquía y la instauración de formas republicanas. Los acontecimientos que se acaban de citar sirven no solo para demostrar que, en los Estados democráticos, cuando la corona pierde la neutralidad, pierde la legitimidad, sino también para subrayar que la obligación de respetar esa exigencia no solo obliga a la corona, sino también a las fuerzas políticas y a la opinión pública. Tanto las unas como la otra deben, pues, abstenerse de incitar a la participación de la corona en la toma de decisiones políticas, porque, al hacerlo, ponen en peligro la pervivencia de la jefatura del Estado. En definitiva, instar a la actuación del rey en materias altamente candentes que dividen a la sociedad constituye un serio ataque a la neutralidad que debe presidir su actuación.

Como antes se señalaba, la opción adoptada por los constituyentes de implantar una forma de gobierno parlamentaria es otro de los posibles diques al populismo. Esta afirmación no es compartida por todos; para algunos autores, la estricta división de poderes que caracteriza al presidencialismo es más efectiva para frenar el abuso de poder. Frente a ello, en los sistemas parlamentarios, la estrecha relación que existe entre el ejecutivo y legislativo redundaría en favor del presidente, quien, en muchas ocasiones, es también el líder del partido más votado. Esta posición podría ser aprovechada por los líderes populistas para, por ejemplo, incrementar los poderes que corresponden a la presidencia del gobierno, captar recursos o adoptar medidas electorales, como la modificación de las circunscripciones, que favorecerían al partido en el poder (‍Weyland, 2024: 46).

No parece, sin embargo, que esta hipótesis pueda secundarse. En primer lugar, porque no responde a lo que realmente está sucediendo. Recordemos que, según el índice de democracia de la Unidad de Inteligencia de The Economist (‍2023: 9-‍11), los nueve países más democráticos del mundo son sistemas parlamentarios, seguidos por Taiwán, que es un sistema de corte semipresidencial. Pero, además, porque la propia forma de ser que caracteriza a ambas formas de gobierno parece jugar en contra de dicha suposición.

Así, puede sostenerse que el presidencialismo apuntala las dos características inherentes al populismo que se han subrayado anteriormente. De un lado, a favor de la concentración del poder juega la elección directa del presidente, factor que incrementa su legitimidad frente al poder legislativo, y el hecho de que dicho cargo desempeñe, a la vez, el papel de jefe del Estado y el de jefe de gobierno. Cuando, como ocurre en algunos países de América Latina, no hay o se han suprimido los límites a la reelección, el problema se hace todavía más acusado, dando lugar a lo que se ha venido denominando hiperpresidencialismo (‍Rose-Ackerman et al., 2011: 246-‍333). De otro, las elecciones presidenciales potencian la dialéctica amigo-enemigo, ya que dividen la nación entre los electores gobernantes, esto es, quienes han votado por el vencedor, y los electores gobernados, esto es, aquellos que no lo han hecho (‍Cerbone, 2021: 7).

Hay que tener presente, además, que la propia estructura del sistema parlamentario tiene como finalidad frenar el abuso de poder. Fue así como surgió en Gran Bretaña tras una larga evolución destinada a limitar los poderes de la corona y es así como sigue siendo en la actualidad, incluso en los sistemas de parlamentarismo racionalizado. La elección parlamentaria del presidente limita su legitimidad y lo somete al control de las cámaras, que pueden exigir su responsabilidad cuando lo consideren oportuno. Junto con ello, la separación entre la presidencia del gobierno y la jefatura del Estado también dificulta la concentración de poder. Los redactores de las constituciones europeas de la posguerra a las que antes se hacía referencia dejaron de lado el modelo presidencialista y optaron por el parlamentarismo, precisamente, para evitar que un poder ejecutivo excesivamente fuerte degenerara en regímenes autoritarios como los que se acababan de superar.

En nuestro caso, hay otro factor que puede jugar como límite al populismo y que consiste en la estructura bicameral. Cuando hablamos del Senado, es, en la mayoría de las ocasiones, para poner de manifiesto las contradicciones entre sus funciones y su estructura, sobre todo para denunciar que, como no cumple el papel que la Constitución le asigna como cámara de representación territorial, es una cámara obsoleta y redundante, lo que a veces conduce a proponer su supresión (especialmente‍, Sáenz Royo, 2012).

Los riesgos que supone el populismo quizás aconsejen revisitar este tipo de críticas. A estos efectos, es de interés tener en cuenta las afirmaciones de la Comisión de Venecia en su informe sobre el bicameralismo, cuando sostiene que uno de los principales objetivos de la segunda cámara es servir de contrapeso a la cámara baja en el seno del propio poder legislativo (‍Comisión de Venecia, 2024: párr. 29). Citando a John Stuart Mill, dicho órgano recuerda que la razón principal para instituir las segundas cámaras es «el efecto perjudicial que produce en todo depositario del poder, sea un individuo o una asamblea, el sentimiento de ser un único soberano». La Comisión se refiere expresamente a aquellos parlamentos bicamerales donde la elección de las cámaras responde a criterios diferentes, por lo que la mayoría de cada una puede estar en manos de un partido distinto y ser la oposición en otra. En estos casos, la institución del Consejo de Europa recuerda que no estamos en presencia de una simple dicotomía entre posición y oposición, sino ante una forma de separación de poderes que contribuye al sistema de frenos y contrapesos (‍Comisión de Venecia, 2010, párr. 34).

Ahora bien, no cabe negar que, aunque la estructura de la división de poderes que diseña la Constitución constituye un freno al populismo, también existen riesgos. El papel preventivo del parlamentarismo puede fallar en caso de que se debiliten las atribuciones que, según ese sistema, son inherentes las cámaras. Con respecto a la función legislativa, no es preciso insistir en las nocivas consecuencias que genera el uso abusivo de la legislación de urgencia por parte de los ejecutivos. Conviene, sin embargo, llamar la atención acerca de algunos defectos que están incidiendo en la manera en que las cámaras deliberan y adoptan decisiones. Estos riesgos se dan, por ejemplo, cuando se favorece de manera desproporcionada la tramitación de las iniciativas gubernamentales, se potencian excesivamente las atribuciones del ejecutivo con respecto al procedimiento legislativo y en la elaboración de los presupuestos o se acortan los procedimientos mediante técnicas como la declaración de urgencia o la lectura única. El abuso de la regla de la mayoría y la limitación de los derechos de las minorías son especialmente preocupantes en caso de que afecten a la función de control sobre el ejecutivo. Sirva como ejemplo lo que puede ocurrir, y ocurre, en el caso de las comisiones de investigación. La mayoría puede desnaturalizarlas y, lejos de utilizarlas para controlar al ejecutivo, servirse de ellas como un ariete en contra de la oposición o de instituciones que, como el poder judicial, tienen, entre sus misiones, fiscalizar al gobierno y a la administración (‍Biglino, 2024: 30-‍37).

IV. LAS LIMITADAS EXIGENCIAS QUE PENDEN SOBRE LOS PARTIDOS POLÍTICOS[Subir]

La valoración que merece nuestra norma fundamental debe ser mucho más matizada cuando se analiza lo dispuesto en el art. 6 CE, al menos en la interpretación que ha recibido por parte del Tribunal Constitucional. Como es conocido, este precepto reconoce el papel nuclear que corresponde a los partidos en nuestro sistema democrático, al señalar que «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Ahora bien, a pesar de ser los actores principales, la Constitución es bastante laxa a la hora de establecer exigencias, ya que solo impone que respeten la Constitución y las leyes y tengan una estructura interna y un funcionamiento democrático.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional[4] y la mayoría de la doctrina niegan que la nuestra sea una democracia militante, si por tal se entiende la prescripción de cualquier ideología contraria a la democracia (‍Aragón, 2024: 32). Además, el máximo intérprete de la Constitución tampoco ha sido muy exigente en lo que se refiere a las limitaciones que afectan a la organización interna y el funcionamiento de los partidos. En efecto, para dicho órgano, el principio democrático puede interpretarse de muy diferentes maneras, por lo que «los modelos de organización partidista democrática que caben dentro del mencionado principio constitucional son muy diversos, tanto como dispares pueden ser en contenido e intensidad, los derechos y, en general, el estatuto jurídico que puede atribuirse a los afiliados en orden a garantizar su participación democrática»[5].

La oleada de críticas que, en la última década, ha recibido la democracia representativa ha influido de manera muy acusada en la estructura interna de nuestros partidos. La opción predominante ha consistido en incrementar los cauces de participación directa en detrimento de las formas tradicionales. Así, se han impuesto las elecciones primarias para elegir al candidato a la presidencia del gobierno y, en algunas ocasiones, a quienes se incluyen en las listas electorales (‍Real, 2022). Es frecuente, además, que las cúpulas directivas de los partidos consulten directamente a los afiliados o simpatizantes acerca de asuntos que son especialmente polémicos.

Ahora bien, las consecuencias de estas formas de participación directa no han sido las esperados. En efecto, lejos de favorecer la democracia interna de los partidos, han fomentado la concentración de poder en las cúpulas y, sobre todo, en quienes son o aspiran a ser presidentes del gobierno (‍Alguacil, 2022: 158-‍163). El abandono de la democracia representativa ha propiciado formas de cesarismo en virtud de las cuales las decisiones que antes se adoptaban en asambleas locales, provinciales o regionales, a través de debates y votaciones que exigían negociaciones y cesiones, ahora sean adoptadas por los máximos responsables del partido. Esta concentración de poder tiene, además, chilling effect sobre la libertad de expresión. Quienes se muestran críticos con los planteamientos oficiales corren el riesgo de ser expulsados de sus formaciones o, como poco, quedar marginados y perder la posibilidad de ascender en la organización interna o de figurar en las listas electorales.

La ausencia de límites ideológicos a los partidos puede estar potenciando la otra característica del populismo, esto es, la polarización. En efecto, el recurso a las bases en épocas de descontento favorece ese tipo de discurso porque las opciones más extremas son las que, al prometer respuestas fáciles a problemas complejos, resultan más atractivas. En consecuencia, el bipartidismo que había caracterizado a nuestro sistema político desde poco después de la entrada en vigor de nuestra norma fundamental ha dado paso a lo que ha venido denominándose «bibloquismo polarizado» (‍Fernández Esquer, 2020: 229).

El recrudecimiento del enfrentamiento ideológico puede deberse a un fenómeno de sobrepuja electoral, que impulsa a los partidos más moderados a radicalizar sus propuestas con el objetivo de captar el voto que antes iba destinado a formaciones políticas situadas a su derecha o a su izquierda (‍Casal Bértoa et al., 2019). Lo cierto es que dicha polarización produce efectos claramente adversos para la democracia, porque genera excesivas expectativas sobre lo que está en juego en las elecciones, obstaculiza la adopción de acuerdos e incrementa la desconfianza y el conflicto entre las alternativas políticas (‍Singer, 2016: 176). Las negativas consecuencias de ese enfrentamiento ideológico son evidentes. Baste con recordar que la incapacidad de las fuerzas políticas a la hora de llegar a un pacto ha provocado frecuentes y prolongados retrasos en la renovación de órganos constitucionales (‍Baamonde, 2022: 71-‍93). Como mero ejemplo de esta situación de bloqueo baste con recordar que el Consejo General del Poder Judicial estuvo en funciones desde diciembre de 2018 hasta julio de 2024, esto es, por más de cinco años.

V. CONCLUSIÓN[Subir]

Para terminar estas páginas, puede afirmarse que, desde un punto de vista institucional, nuestra norma fundamental está bien equipada para resistir la amenaza populista, porque, entre otros factores, divide adecuadamente el poder, no solo entre los poderes del Estado, sino también entre esta entidad y las Comunidades Autónomas. Esta constatación, lejos de llevar al inmovilismo que caracteriza a la autocomplacencia, puede servir como criterio para distinguir lo que debe conservarse de aquello que habría que modificar.

Tener un criterio claro para deslindar lo uno de lo otro es fundamental en momentos en los que el populismo se sirve del constitucionalismo iliberal que se mencionaba al inicio de estas páginas. Sirve, por ejemplo, para valorar adecuadamente cualquier propuesta de modificación de la estructura territorial o de la forma de gobierno diseñadas en la norma fundamental que tengan como consecuencia, directa o indirecta, potenciar la concentración de poder. Cuando se propone recentralizar políticas, no se trata solo de un problema de competencias, sino que es preciso tener en cuenta que cualquier devolución de poder al Estado redundará indirectamente en favor del ejecutivo, dada la preminencia de este poder en los Estados sociales y democráticos de derecho. Cuando lo que se propone es sustituir la monarquía parlamentaria por un sistema presidencial, es preciso valorar que cualquier jefe del Estado, elegido por el parlamento o por las urnas, deberá contar con el apoyo de los partidos políticos mayoritarios y que siempre gozará de mayor legitimidad que un monarca que carece de poder político y está obligado a desempeñar el cargo por encima de la contienda partidista. Algo parecido sucede con las propuestas de acentuar los rasgos racionalizados del parlamentarismo, primando a la mayoría parlamentaria o favoreciendo la investidura del presidente del gobierno. Es verdad que estas propuestas pueden favorecer la gobernabilidad. Pero la amenaza populista desaconseja incrementar el poder de los ejecutivos en detrimento del resto de los poderes.

Los riesgos que se acaban de mencionar parecen lejanos en nuestro país, dadas las dificultades que existen para modificar la Constitución, obstáculos que obedecen más a la ausencia de consenso político que a la complejidad del procedimiento establecido para la reforma. Por esta razón, lo dicho en páginas precedentes puede resultar de mayor utilidad a la hora de valorar posibles cambios de las normas que afectan a órganos constitucionales, como son los Reglamentos de las Cámaras, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional o la Ley Orgánica del Poder Judicial. En estos ámbitos, es preciso ponderar si las propuestas de modificación favorecen el pluralismo y la sumisión de todos los poderes a derecho o si, por el contrario, acentúan los riesgos de concentración y personalización del poder.

La necesidad de poner freno a estos riesgos también debe guiar la interpretación de nuestra norma fundamental. El problema es especialmente importante con respecto a las responsabilidades que pesan sobre los partidos políticos, dado su peso en nuestra democracia. Es evidente que, en cuanto que asociaciones, deben gozar de libertad, tanto a la hora de organizarse como en su funcionamiento e ideología. Ahora bien, tampoco hay que ser ingenuos. Aun reconociendo que nuestra democracia no es militante, y sin necesidad de modificar el art. 6 CE, es posible garantizar de manera más adecuada los derechos de los afiliados, la crítica interna y la transparencia en los procesos de toma de decisiones, por poner unos ejemplos. Es evidente, además, que toda libertad conoce límites, sobre todo cuando entra en conflicto con otros bienes constitucionalmente garantizados o con los derechos de los demás. Por eso, aunque la libertad ideológica sea fundamental en un sistema democrático, no es un valor absoluto, lo que significa que, en cada caso concreto, ha de ser ponderada con los otros valores, principios y derechos en juego.

En muchas ocasiones se ha señalado que, cuanto más arraigadas estén la tradición y la cultura democrática de un país, menores riesgos hay para el avance del populismo. No dudo de que ambos factores influyan, como también lo hacen los indicadores de carácter socioeconómico, porque, a más riqueza y menos desigualdad, mayor es la tendencia a identificarse con la democracia y menor la tentación de secundar movimientos que la descalifican. En estas páginas se han analizado algunas de las virtudes del diseño institucional de nuestra Constitución a la hora de frenar el avance del autoritarismo. Pero la democracia no son solo instituciones, sino también procesos políticos, y no parece que, por ahora, nuestros partidos mayoritarios sean conscientes de los riesgos que corren cuando alientan ideas y actitudes que, aunque puedan ser electoralmente rentables a corto plazo, a la larga favorecen a quienes, en realidad, niegan los pilares básicos del constitucionalismo y se proponen destruirlos.