Lo primero que debemos explicar es la pertinencia de llevar a cabo una reseña crítica de un libro que tuvo su primera edición en el año 2019. Más cuando ha sido amplia y elogiosamente reseñado por otros profesores y en otras publicaciones en estos últimos cinco años[2]. Lo cierto es que el volumen ha tenido una segunda edición donde se han corregido algunos elementos menores y, sobre todo, ha sido objeto de atención por parte de otras culturas jurídicas cercanas: tiene una edición en italiano (Il Mulino, 2021) y va a ser publicado próximamente en francés en la prestigiosa editorial L’Harmattan, con adaptaciones y una entrevista entre el autor y el profesor Jean-Bernard Auby, director de la Cátedra «Mutations de l’action publique et du droit public» del Institut d’Études Politiques en París. No es habitual, desde luego, que una obra escrita originalmente en español tenga después vuelo e impacto académico de dimensiones europeas[3].

Pero la oportunidad de volver sobre el libro de José Esteve Pardo reside, también, en sondear junto con la rica y variada veste histórica del pensamiento antiparlamentario su actual vigencia en un contexto donde las costuras del constitucionalismo democrático se están viendo forzadas por cambios sociales y políticos de gran envergadura. José Esteve Pardo es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de Barcelona. Su autoridad, bien ganada, reside no solo en haber construido un derecho administrativo muy atento a las novedades materiales (véanse sus completos estudios sobre la técnica o la autorregulación), sino en haber cultivado un derecho público de gran ambición y excelencia teniendo en cuenta premisas culturales. Este acercamiento, que ya no es habitual en la disciplina del derecho como consecuencia de la lógica imparable de la especialización, implica trabar los discursos jurídicos y sus orientaciones prácticas en una variada fenomenología que va desde la historia al género biográfico, pasando por la literatura y el conocimiento de los mitos europeos, como demostró en su brillante librito —ideal para introducir a los estudiantes en el tema— Hay jueces en Berlín: Un cuento sobre el control judicial del poder (2020).

Antes de comenzar a analizar el volumen, resulta importante advertir que el interés de Esteve Pardo por el pensamiento jurídico histórico y comparado se inserta en una notable tradición del derecho administrativo español. Alguna razón latente habrá, que se nos escapa, para que nuestra academia jurídica se singularice por tener magníficos administrativistas que se han ocupado de la historia del derecho público y de sus autores. Pensemos en profesores como García de Enterría, Gallego Anabitarte, Alejandro Nieto o Sosa Wagner. Desde la parcela constitucional, en la que las ideas y la historia tienen una preocupante ausencia desde hace décadas (sin duda, en este caso, por el nefasto influjo del positivismo jurisprudencial), debería realizarse una seria reflexión que no obsta el merecido reconocimiento a quienes no han renunciado a incorporar al derecho público y privado una mirada heteróclita y rica en matices conceptuales.

Ya que hablamos de conceptos, este libro, como otros muchos escritos en la materia tanto en España como en Europa, adolece de algunos problemas metodológicos. Me refiero al poco éxito que entre los juristas continentales ha tenido la historia conceptual inaugurada por Reinhart Koselleck y que tanta proyección está teniendo ya en escuelas jurídicas anglosajonas[4]. La historia conceptual es clave para introducir un cierto relativismo en la mirada al pasado que proponen obras como la aquí abordada. Incorporando los regímenes de historicidad, es posible considerar a los autores y sus obras sin los prejuicios ideológicos que suelen lastrar nuestros análisis. El período de entreguerras es muy relevante para lo que se pretende apuntar, porque el juicio sobre determinadas doctrinas, como la democracia, el parlamentarismo o los derechos fundamentales, se vierte desde el presente al pasado como si los actores de las épocas pretéritas debieran atesorar una concepción moral de las instituciones idéntica a la nuestra. No se tiene en cuenta, por ejemplo, que el constitucionalismo democrático que se construyó tras la II Guerra Mundial se hizo sobre la ruina ética y material que el fascismo, el corporativismo y otras doctrinas antiparlamentarias habían traído a las sociedades europeas. Mientras que en Estados Unidos y en el Reino Unido la historia ofrece un componente evolutivo que permite una concepción viva y más o menos lineal de la constitución, sin traumas reseñables, para nuestro continente el pasado democrático y liberal seguirá siendo un país extraño mientras no tengamos en cuenta que es un espacio de experiencia atravesado por relatos que trataban de imponerse apelando a la novedad y a la necesidad de enriquecer con ideas el escenario vacío dejado por la desaparición del Antiguo Régimen[5].

El libro aquí reseñado, en realidad, no es solo un catálogo de filosofías y autores que reaccionan frente a los restos de la ilustración liberal del siglo xix que se agotaba o el desafío que supone la incorporación de las masas a la política y el parlamentarismo, sino también un muestrario de las propuestas teóricas, más o menos sofisticadas, que tratan de llenar intelectualmente el vacío que deja el final del Antiguo Régimen después de la I Guerra Mundial (‍Mayer, 1994). Conviene, en nuestra opinión, tener en cuenta este dato fundamental porque la tesis-fuerza del profesor Esteve Pardo es que como consecuencia de la proliferación de los discursos antiparlamentarios se inaugura en Europa un nuevo derecho público que, con las debidas adaptaciones, es el que pervive y se generaliza en la mayor parte de los países europeos fuera de la órbita socialista o de las dictaduras derechistas (España, Portugal y Grecia) tras la II Guerra Mundial. Algo diremos más adelante sobre esta cuestión.

La obra comienza con una síntesis descriptiva e histórica muy sugerente del contexto político de los países que se van a estudiar: Alemania, Francia, Italia, España y Portugal. Se expone así la difícil situación que en la Europa de entreguerras atravesaba el parlamentarismo en cada uno de esos países. Tras esa contextualización histórica, se aborda cómo repercutieron en los ambientes académicos las transformaciones sociales que implicó el advenimiento de la democracia de masas. Esta generó una sensación de incomodidad y desdén en las élites intelectuales, sobre todo en quienes ocupaban posiciones relevantes en el ámbito científico y universitario. Esa reacción se produjo, sobre todo, porque la irrupción de las masas se percibió como una fuerza que por su carácter nivelador ponía en cuestión la aristocracia del saber y del mérito profesional a la que pertenecían los académicos. Esteve Pardo subraya que el desprecio de las masas fue, por ello, mucho más ostensible en el país en que esa aristocracia había alcanzado una posición de absoluto predominio: Alemania. Allí se formó una aristocracia profesoral inédita en Europa en la que el elitista y meritocrático sistema universitario prusiano, que se dedicaba no solo a transmitir conocimiento, sino a crearlo mediante la investigación que impulsaba la financiación pública, tuvo un papel absolutamente fundamental.

La retirada de la escena parlamentaria de los profesores e intelectuales fue casi completa en Alemania y no se produjo en igual medida en Francia, Italia o, por ejemplo, España, donde la universidad era muy débil y la formación intelectual dependía de los ateneos, las reales academias y otros organismos de carácter privado, como la Institución Libre de Enseñanza[6]. Esta diferencia se explica porque la distinción académica no estaba todavía arraigada en el sur de Europa. En cualquier caso, en el Parlamento italiano intervinieron activamente profesores como V. E. Orlando o G. Mosca (declarados antiparlamentarios), y lo mismo puede decirse del Parlamento de la II República española, en el que también participaron eminentes intelectuales y profesores sobre todo en la fase de elaboración de la Constitución de 1931. La conclusión es que el pensamiento antiparlamentario se alimentó del pensamiento antimasa, que encontró un terreno fértil en Alemania por la singular presencia allí de una poderosa aristocracia universitaria. Ahora bien, en nuestra opinión, el desprecio a las masas, muy evidente, por ejemplo, en las obras más conocidas de Ortega y Gasset, implicaba en el fondo un descrédito y un rechazo del propio principio democrático, cuyo corolario supondría, a falta de otros desarrollos organizativos posteriores, el uso de los parlamentos para llevar a cabo una transformación notable de las relaciones entre lo público y lo privado, entre el Estado y la lógica contractual del mercado[7].

Con posterioridad se analizan los rasgos característicos del pensamiento antiparlamentario. El autor precisa y completa el significado de la obra que comentamos: «El pensamiento que aquí se estudia no es en rigor antiparlamentario, o no lo es radicalmente» (p. 70). De hecho, el pensamiento antiparlamentario cuya impronta se proyecta hasta nosotros y que interesa al autor es el que a la postre no pretende la destrucción de la institución parlamentaria, sino que aspira a corregir o moderar sus excesos y desequilibrios. Desde esta óptica, podríamos incluso cuestionar la conveniencia de agrupar bajo la misma rúbrica de pensamiento antiparlamentario tanto las doctrinas que aspiran a la destrucción del parlamento, mediante su eliminación o conversión en una cámara corporativa, como las que combaten el absolutismo parlamentario para preservar cierto modelo de democracia. Lo que queda claro es que la reacción doctrinal antiparlamentaria, en todas sus dimensiones, hizo un uso instrumental y fascinante de nuevas disciplinas científicas como la sociología y la psicología para criticar y desmontar el pensamiento ilustrado en su versión francesa.

Llama la atención, en tal sentido, que los cañones —sobre todo franceses— se dirigieran contra la propia Ilustración y que, finalmente, la víctima fuera un parlamento que a finales del siglo xix no tenía la potencia que tuvo inicialmente, donde la Constitución y la ley tenían como objetivo la disolución de toda una serie de regímenes y situaciones estatutarias del Antiguo Régimen[8]. El frente subjetivo del racionalismo ilustrado fue la ruptura de los cimientos de la sociedad estamental y la eliminación de toda una serie de vínculos jurídicos que unían a los súbditos con colectividades y comunidades que impedían un correcto desenvolvimiento socioeconómico. Después de 1848, en Europa se generaliza, en gran medida, una forma de Estado surgida del pacto entre la burguesía y las monarquías y una novedosa actividad codificadora que era el marco normativo en el que se desarrollaban las formas contractuales. La codificación no servía por sí sola para desactivar los conflictos de clase cada vez más extendidos, sino para proporcionar un marco estable a la dinámica contractual (recordemos los efectos multidireccionales de la era Lochner en el sistema constitucional norteamericano). Por eso es en Francia donde autores como Duguit y Hauriou intentan desplazar el producto estrella del parlamento, la ley, por otros conceptos que tuvieron un desigual éxito a la hora de consolidarse históricamente: la regla social y la institución.

Estamos, por tanto, ante el primer fenómeno de deconstrucción filosófica del ideal ilustrado y en gran medida liberal. Se levanta el velo de la soberanía, la representación política, la voluntad general, la personalidad del Estado y los derechos subjetivos. Muchos de estos elementos son declarados ficciones al albor de nuevas disciplinas científicas. La principal víctima de esta deconstrucción es, sin duda, el individuo. En relación con lo señalado, se le escapa al autor la enorme influencia que Marx tuvo a la hora de crear la sociología que después desarrollarán Augusto Comte, Emile Durkheim o Max Weber. Casi todos ellos —quizá con la excepción de Weber— se toman en serio la noción de alienación y consideran que el sujeto no es más que una pieza más del entramado de leyes y reglas que informalmente se van creando en el seno de la sociedad. En cualquier caso, se acierta al traer a colación la influencia que en juristas y otros pensadores tuvieron la psicología y la psiquiatría. La existencia del subconsciente revela que el sujeto también está alienado con respecto a su personalidad y se constata que la responsabilidad individual no puede ser operativa en el contexto de la enajenación colectiva que produce la masa política y cultural.

Estas novedades en las ciencias sociales (y naturales) propician un encontronazo entre lo subjetivo y lo objetivo en distintos países. Es una réplica de la lucha entre kantianos (Thoma, Anschütz y Kelsen) y hegelianos (Schmitt, Heller y Smend) que se vive en el seno de Weimar. En esta lucha se cuestionan todos los presupuestos liberales, de acuerdo con una primera posmodernidad que pone énfasis en la distancia entre la teoría y realidad constitucional con el objetivo de adecuar la normatividad y la normalidad (recuérdese la Constitución sociológica de Manuel García-Pelayo o de Hermann Heller). Con esas premisas, Esteve Pardo pasa revista a la crítica doctrinal al parlamentarismo, por un lado, y al positivismo legalista, por otro, generada en los diferentes países examinados. Duguit, en Francia; Mosca, Orlando y Romano, en Italia; Gumersindo de Azcárate y Adolfo Posada, en España —se incluye aquí un análisis del krausismo que por su organicismo conectaba con el corporativismo y cuyo carácter antiparlamentario era notorio—; Schmitt y Triepel, en Alemania. La crítica al parlamentarismo determinó también la crítica frontal a la ley para suplantarla por otras nociones, como ya hemos señalado (Duguit y Hauriou) y, sobre todo, para limitarla. Se trata de una parte del libro densa, quizá con demasiados autores y obras, en que se trata de poner de manifiesto el contexto político, social e ideológico que explica su aparición y las conexiones existentes entre las distintas teorías analizadas.

Pero los autores aludidos no se limitaron a criticar lo existente, sino que propusieron teorías alternativas en lo que puede considerarse la segunda y muy relevante etapa de formación del derecho público en Europa. No era posible volver atrás: «Es una crítica que mira hacia delante […] para construir un nuevo edificio» (p. 126). Esta afirmación, en parte, nos da la razón cuando decíamos al comienzo del estudio que en el origen de los planteamientos doctrinales aquí examinados estaba no solo la reacción, sino el vacío intelectual que dejaba la desaparición definitiva del Antiguo Régimen. El autor examina las diversas aportaciones, y lo hace con detalle, explicando la génesis y expansión de las relaciones especiales de poder como espacio exento de la intervención del legislador parlamentario (Mayer); la potestad del Gobierno de dictar normas con rango de ley (Romano); la vinculación y limitación del legislador (institucionalismo, Hauriou); el control judicial de las leyes para acabar con la «tiranía parlamentaria» (Triepel); la renovación del derecho administrativo como consecuencia del creciente intervencionismo estatal (la teoría de la administración como prestadora de Forsthoff), y la teoría del servicio público configurada de manera objetiva al modo institucional (Duguit).

Como el mismo Esteve Pardo reconoce, «las aportaciones que acabaron prosperando […] no plantean en ningún momento la eliminación de la institución parlamentaria —como de hecho postulaban las propuestas de corte fascista y dictatorial— ni la supresión siquiera de alguna de sus funciones características. En realidad, muchas de las propuestas no se refieren a la institución parlamentaria sino a elementos ajenos a ella que ganan densidad en una nueva correlación de poderes y jerarquización de valores, en una nueva institucionalidad» (p. 129). ¿Cabe, por lo tanto, hablar con propiedad de pensamiento antiparlamentario in toto? El párrafo anterior es clave para comprender que en las distintas teorías expuestas solo existe un trasfondo común: el advenimiento de la sociedad de masas exige no solo una nueva organización constitucional que sea capaz de canalizar el conflicto político, económico y territorial, sino un nuevo entendimiento del fenómeno del poder que ponga énfasis en el principio de legitimidad. No es casualidad que, desde planteamientos fenomenológicos y ontológicos, el término aparezca por primera vez en los excelsos trabajos de Max Weber y Guglielmo Ferrero sobre el tema.

El ataque al liberalismo se plantea entonces a través de la relativización de la autonomía del sujeto, y esta relativización conlleva la puesta en cuestión de la dinámica contractual antes señalada. Ello afecta tanto al contrato como concepto jurídico válido para articular las relaciones sociales más básicas (significativo es que en España se aprobara en 1908 la Ley sobre la nulidad de los contratos de préstamos usurarios, que sigue vigente) como al contrato político imaginado por los pensadores ilustrados más clásicos (de Locke a Rousseau, pasando por Hobbes y Kant). La aparición de la sociedad con todas sus contradicciones exige dar la vuelta al principio de legitimidad: la forma del poder, el Estado, ya no se justificará en el sujeto imaginado (el pueblo y la nación), sino en su capacidad para resolver problemas y satisfacer los intereses concretos de la ciudadanía que integra ese sujeto imaginado. Nos parece que esta consideración no impide conjugar, junto con la reacción filosófica que percibe Esteve Pardo, un entendimiento de la democracia que, como ha explicado Pierre Rosanvallon (‍2010), pone más énfasis en el interés general y en el principio social que en un faccionalismo partidista incapaz de interpretar el sistema político como una aventura pluriclase. Así se comprende mucho mejor la teoría del servicio público o de la administración como prestadora (y consumidora) de bienes, teorías que no solo desafían la legitimidad constitucional liberal, sino la definición de la libertad en un sentido negativo o dominado (‍Miguel Bárcena, 2022).

La ruptura de las líneas de separación entre lo público y lo privado, estudiada con maestría por Esteve Pardo en otro de sus libros clásicos (‍2013), exigía un nuevo utillaje jurídico que ya no podía servirse de las herramientas que proporcionaban la monarquía constitucional y el liberalismo más elemental. Desde este punto de vista, por ejemplo, el control judicial de la ley no se podría ver solo como un ataque al parlamento, tal y como deja entrever Triepel (p. 154). El debate sobre la justicia constitucional fue un eslabón más de una larga cadena de discusiones acerca de la certeza que el derecho, entendido como la ley positiva emanada del parlamento, puede deparar a la sociedad y que en su núcleo esencial se extiende hasta el momento presente. Un problema que afectaba a la definición de las fuentes y, en general, del mundo de lo jurídico, cuyos inicios cabe retrotraer al ensayo que Herman Kantorowicz publicaría en 1906, bajo el pseudónimo de Gnaeus Flavius, La lucha por la ciencia del derecho. Un panfleto en el que se defendía la necesidad de reconocer cierta libertad creativa del juez para interpretar el contenido de la norma, que permitiera modular el rígido positivismo legalista imperante en la Alemania de la época[9].

Muy pronto los efectos de la I Guerra Mundial trasladarían a la realidad un problema que no había quedado resuelto en el anterior debate sobre las técnicas interpretativas. Se trataba de asegurar la capacidad del derecho para dominar las realidades nuevas, de mantener estable su función dirigente en un mundo en que el apogeo de la modernidad había introducido hechos nuevos que amenazaban la previsibilidad de la ley. Y en este sentido, la hiperinflación que estalló en Weimar fue la ocasión propicia que convirtió una confrontación académica en un asunto crucial de la vida cotidiana. Como nos recuerda Eloy García (‍2021), al principio los tribunales se aferraron a la interpretación literal de la letra de los contratos que marcaba el Código Civil, sin embargo, muy pronto surgieron sentencias que, invocando el principio de buena fe, reconocían en supuestos concretos el derecho a los reclamantes que exigían la revalorización de las deudas contraídas en marcos-papel. La respuesta del Gobierno no se hizo esperar: propuso al Reichstag una ley de revalorización, que fue aprobada en julio de 1925, y que pretendía poner fin a la situación estableciendo una serie de postulados de principio que deberían presidir la revalorización financiera, algo que planteaba nuevos y muy graves inconvenientes derivados tanto del desigual trato que la nueva ley dispensaba a los diferentes intereses en juego como de la reacción de la magistratura. Esta elevó el alcance de sus pretensiones en una intervención pública del presidente del Tribunal Supremo —del todo inédita en la historia alemana— en la que, so pretexto de aclarar una sentencia previa de 1923 sobre la materia, proclamaba la asunción de iure por el poder judicial de la competencia del judicial review de las leyes del parlamento para determinar su constitucionalidad. Algo que se hizo de manera inmediata en un caso concreto y a lo que el Gobierno respondió con un proyecto de ley que atribuía la competencia de revisión judicial de las leyes al otro tribunal previsto en la Constitución de Weimar, el Staatsgerichtshof (‍Cruz Villalón, 1987).

En el último capítulo del libro, que lleva por título «La transmisión de las ideas y las realizaciones», Esteve Pardo hace hincapié en la conexión existente entre las categorías jurídicas surgidas en el antiparlamentarismo de entreguerras y las categorías constitucionales contemporáneas. Las conexiones de sentido, como señala Velasco Caballero (‍2021), existen. Pero los límites a la ley parlamentaria, que son característicos de los sistemas constitucionales posteriores a la II Guerra Mundial, también conectan con planteamientos antiparlamentarios de posguerra, derivados de la amarga experiencia de colaboración de los parlamentos de entreguerras en la emergencia de los fenómenos autoritarios (son claros los casos de Alemania, donde una ley parlamentaria, la Ermächtigungsgesetz de marzo de 1933, aupó al Führer al poder absoluto, y de Francia, donde la Ley Constitucional de 10 de julio de 1940 creó el régimen títere de Vichy).

En otras palabras, opciones constitucionales actuales como la centralidad del sistema de derechos fundamentales frente al legislador conectan, sin duda, con el institucionalismo antiparlamentario de entreguerras, pero también con una opción axiológica novedosa de garantizar como derecho positivo (no como simples instituciones) ciertos derechos y mandatos esenciales para la dignidad humana. Como apunta Azpitarte (‍2019), la revolución jurídica que trajeron las constituciones alemana e italiana de posguerra, sobre todo, implicó una ruptura generacional y cultural porque supuso un cambio epistemológico que aún trata de persistir frente a los embates populistas. En este sentido, la concepción de la Constitución como norma jurídica suponía que, al margen de los nuevos institutos que pudiera incorporar del espacio de experiencia previo, se abandonaban la teoría del Estado y la soberanía como mecanismos de integración social, y se ponía en circulación una nueva teoría de la Constitución que inauguraba un constitucionalismo democrático atento a la protección de las minorías y en el que el sistema de fuentes del derecho complejo trataba de atender y canalizar el creciente pluralismo social, político y territorial[10].

El título de este estudio crítico alude a la historia, pero también a la vigencia del pensamiento antiparlamentario. Resulta difícil encontrar hoy en día expresiones claras de antiparlamentarismo como las estudiadas por el profesor Esteve Pardo en el período de entreguerras. La crisis, en primer lugar, financiera, después socioeconómica, y, finalmente, política, de la década anterior ha dejado como ethos dominante un cierto populismo que, inicialmente, vio en la revalorización de la participación una de sus consignas fundamentales. En clave doctrinal, en España, ello se ha traducido en una vuelta a los tradicionales instrumentos alternativos para la formación de la voluntad normativa como el referéndum (‍López Rubio, 2020) y la iniciativa legislativa popular (‍Fernández Silva, 2021). También en una posible revisión de los presupuestos electorales y orgánicos en el contexto del laboratorio democrático territorial (‍Dueñas Castrillo, 2021). El retorno a estos presupuestos no ha funcionado porque el populismo no está interesado en la profundización institucional, sino en dar un contenido semántico distinto a los conceptos que integraban el lenguaje del constitucionalismo democrático (‍Martinico, 2021).

Así, se mantiene el Parlamento como principal órgano constitucional, centro de la vida política y comunicativa, pero dando un contenido intelectual distinto a sus funciones: legislativa, presupuestaria y de control al Gobierno (art. 66.2 CE). Con la colaboración a veces poco meditada del Tribunal Constitucional, en el caso español asistimos a una reordenación de la relación orgánica entre poderes propulsada por las circunstancias excepcionales de la pandemia. El sistema político se ha vuelto, si cabe, más presidencialista y el Gobierno domina las Cortes, neutralizando su función de control a través de la politización de los órganos de gobierno de las cámaras (mesas y juntas de portavoces) y alterando el tiempo parlamentario para satisfacer los intereses del Ejecutivo y la mayoría que lo sostiene[11]. Todo ello en un contexto notablemente contradictorio, pues parece que estamos en un período en el que se revaloriza la idea de mayoría parlamentaria que no puede encontrar más límites que su propia fuerza y circunstancia histórica (recuérdese el procés independentista), lo que no solo arrincona la idea de Constitución normativa, sino que puede terminar convirtiendo la jurisdicción constitucional en un fenómeno contraminoritario, mutando los presupuestos de legitimidad que permiten integrarla sin tensiones excesivas en la democracia (‍Miguel Bárcena, 2024).

Los discursos antiparlamentarios se deben explorar, por tanto, en las transformaciones que está sufriendo el concepto de ley. Como se sabe, el mundo constitucional surgido tras la II Guerra Mundial, que aquí ha sido calificada como revolución jurídica, desplaza a la ley como mecanismo de legitimación normativa del Estado en beneficio de la Constitución. La centralidad de la ley se definía por su procedimiento y por su capacidad para hacer visible la posibilidad de la alternancia en la dirección política del Estado. Era ahí también, por tanto, donde habíamos de encontrar el fundamento de vinculatoriedad de la ley, que obligaba a todos sus destinatarios precisamente por la razón política que la sostenía sobre el andamiaje constitucional: la minoría, el disidente, aceptaba la obligación definida por la ley porque sabía que esa voluntad era coyuntural en el tiempo, susceptible de ser modificada por futuras mayorías (‍Azpitarte, 2014).

Son varios los fenómenos que ponen en cuestión la centralidad de la ley a la hora de ahormar el pluralismo y mantener la unidad del Estado. No estamos, quizás, ante una pulsión antiparlamentaria, pero sí ante una reconsideración de la legitimidad democrática, que, ante las exigencias societales, se abre a nuevos espacios territoriales donde el conflicto mayoría/minoría se atenúa (proceso de integración europea) o es canalizado a través de decisiones jurisdiccionales porque normalmente estamos ante un conflicto entre tipos de leyes que se disputan el título competencial correspondiente (federalismo). No han sido infrecuentes también, en las últimas décadas, la existencia de Gobiernos técnicos apoyados en grandes coaliciones que han puesto en cuestión la dirección política que se le presumía a la ley como concreción de un determinado mandato partidista ratificado electoralmente o la aparición de autoridades independientes cuya razón de ser es la sustracción a la mayoría de la potestad reguladora de determinados sectores en virtud de la neutralidad técnica (‍La Spina y Majone, 2000). En estos casos, no solo es la ley la que ve relativizada su funcionalidad y capacidad integradora, sino la propia institución parlamentaria, que ahora busca su lugar en la democracia simulativa en el terreno de los discursos y los grandes debates políticos y sociales que se tratan de trasladar a una opinión pública absolutamente fragmentada (‍Blühdorn, 2020).

Y así terminamos volviendo al último libro del autor, que es la mejor manera de finalizar una reseña de una obra que ahora cumple seis años. En El camino a la desigualdad. Del imperio de la ley a la expansión del contrato (‍2024), Esteve Pardo vuelve a mostrar lo importante que es para cualquier jurista equipar su pensamiento con bártulos culturales adyacentes (literatura, filosofía, psicología e historia) y se mantiene en el contexto epocal antiparlamentario, pues nos muestra con clarividencia que los embates a la institución siguen siendo embates a una ley que en el Estado social y democrático de derecho sirvió para reconstruir la libertad del sujeto a través de distintas relaciones estatutarias (derecho laboral, servicios públicos y función pública). De este modo, asistiríamos a una segunda posmodernidad (en puridad, posmodernismo) en la que se deconstruyen, otra vez, las categorías jurídicas tradicionales como consecuencia del cambio social. En el marco económico, el Estado devuelve al mercado una gran cantidad de poder a través de fórmulas de autorregulación, mientras que la proliferación del contrato termina contagiando al propio procedimiento parlamentario, como ha podido comprobarse en la elaboración de la controvertida Ley Orgánica 1/2024, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña.

La fuerza del contrato es signo, sin duda, de la debilidad de la autodeterminación colectiva. La incapacidad de los parlamentos para crear un derecho que dirija la realidad, como consecuencia de la globalización o del impacto tecnológico, ha propiciado un retorno al sujeto, cuya «caja negra» ha sido finalmente desvelada por una psicología centrada en el deseo[12]. Los trabajos de Deleuze, Guattari o Foucault son sobradamente conocidos y no es necesario extenderse sobre el impacto que están teniendo en un ordenamiento jurídico atento a la diferencia y no a la igualdad. Esa psicología narcisista está proyectándose en la autonomía de la voluntad y en el desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), lo que conduce a una producción legislativa caracterizada por el dominio absoluto del sujeto sobre sí mismo más allá de las circunstancias sobrevenidas. Leyes como las del aborto, la eutanasia o la autodeterminación de género y reformas constitucionales como la relativa a la discapacidad (art. 49 CE) revelan un nuevo escenario que conecta con temas que desde hace un par de décadas atraviesan los sugestivos y brillantes trabajos del profesor Esteve Pardo: la pérdida de generalidad de la ley, la autorreflexividad de lo jurídico y el desplazamiento del parlamento como principal foco de creación efectiva del derecho, consecuencia todo ello de la consolidación de la sociedad de las singularidades (‍Reckwitz, 2020).

NOTAS[Subir]

[1]

Este estudio crítico es reseña de Esteve Pardo, J. (‍2020). El pensamiento antiparlamentario y la formación del derecho público en Europa. Madrid: Marcial Pons, 2.ª ed., 242 págs.

[2]

De particular importancia, por su longitud y ambición, a nuestro entender, la realizada por Martín (‍2021).

[3]

El lector y la dirección de la Revista nos van a permitir recurrir a una cierta superchería académica al recordar que nuestro Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo, escrito junto con Javier Tajadura Tejada (‍2018), ha tenido tres ediciones en español (Guillermo Escolar) y ha sido también traducido al italiano (CEDAM, 2022) y al portugués (AAFDL, 2022).

[4]

Aunque no adscrita a esta corriente, es muy destacable el esfuerzo realizado por Díez Sastre (‍2018) en torno a la definición, las funciones y los criterios de formación de los conceptos jurídicos.

[5]

El pasado es un país extraño es el título de un conocido ensayo del historiador David Lowenthal (‍2015) donde se desarrolla la idea de que, al hacerse hablar a los protagonistas de la historia con el lenguaje y las ideas del presente, se reconstruye el pasado teniendo en cuenta las necesidades y las legitimidades que hoy nos son propias. En España, ello se refleja no solo en la historiografía, sino en el derecho y en otras parcelas de las ciencias sociales que siguen abordando el período de la II República de acuerdo con las certezas que ofrecen la posterior Guerra Civil y dictadura del general Franco. Sin embargo, esas certezas, o bien están al servicio de un determinado proyecto ideológico, o impiden conocer adecuadamente la historia constitucional de un período que no se atuvo tanto a la lógica revolucionaria como al objetivo de consolidar el ciclo político parlamentario que se abrió en 1808-‍1812, cuando se inicia la construcción de un Estado nación de carácter liberal en España.

[6]

De esta institución dependían, por ejemplo, el Centro de Estudios Históricos, el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales y la Residencia de Estudiantes, dirigida por Antonio Jiménez Fraud. Los intentos de renovación pedagógica cristalizaron desde 1907 hasta 1936 en otras iniciativas pioneras, como el Instituto Escuela, las colonias escolares de vacaciones, la Universidad Internacional de Verano de Santander o las llamadas Misiones Pedagógicas, que actuaron bajo el amparo de la Segunda República con el fin de divulgar la educación y cultura entre los pueblos de la España profunda. Véase la importancia que tuvo el institucionalismo en España desde su creación hasta la Guerra Civil y la forma en la que el franquismo se ensañó con su legado intelectual y patrimonial en el monumental libro de Méndez Baiges (‍2021).

[7]

Resulta de interés recordar que Manuel Azaña, que navegó entre un pensamiento republicano puro y democrático-liberal, abordó en su memoria doctoral algunos de los problemas de la psicología social de su tiempo en relación con el tema de la responsabilidad penal de las masas (‍2018). Según sus biógrafos más autorizados (Juan Marichal), este interés intelectual tenía que ver con el legado psicológico de las familias liberales de Alcalá de Henares, en alusión a la herida histórica producida en aquellas familias de las que Azaña forma parte por los sangrientos acontecimientos protagonizados por las multitudes en la ciudad la noche de San Lorenzo de 1823.

[8]

Un ejemplo de la pars destruens legislativa se encuentra en la impresionante tarea legislativa que se imponen las Cortes españolas durante el Trienio Liberal (1820-‍1823). Sobre esta cuestión, véase, en general, Fernández Sarasola y Chust (‍2023). Con respecto a las constituciones, no deja de resultar paradigmático el preámbulo de la Constitución francesa de 1791: «La Asamblea nacional, al querer establecer la Constitución francesa sobre los principios que acaba de reconocer y declarar, suprime irrevocablemente las instituciones que herían la libertad y la igualdad de los derechos. Ya no hay nobleza, ni procerato (pares), ni distinciones hereditarias, ni distinciones de estamentos, ni régimen feudal, ni justicias patrimoniales, ni ninguno de los títulos, denominaciones ni prerrogativas que derivaban de ello, ni ninguna orden de caballería, ni ninguna de las corporaciones o gremios para los que se exigían pruebas de nobleza, o que suponían distinciones de nacimientos, ni ninguna otra superioridad, tan sólo la de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Ya no existen venalidades ni herencia de un oficio público. Ya no existe, en ninguna parte de la nación, ni para ningún individuo, ningún privilegio excepción al derecho común de los franceses. Ya no existen cofradías ni gremios de profesiones, artes y oficios. La ley ya no reconoce ni votos religiosos, ni compromiso alguno que fuese contrario a los derechos naturales o a la Constitución».

[9]

No deja de ser curioso que Carl Schmitt reaccionara frente a las tesis de Kantorowicz en su primer trabajo, Ley y juicio. Examen sobre el problema de la praxis judicial (1912), ensayo en el que el todavía desconocido profesor se erigía en defensor de los postulados neokantianos y se mostraba partidario de ajustar la acción judicial a un parámetro unitario que evitara la conversión del derecho en una suma no siempre coherente de supuestos singulares que se construyen caso a caso y sentencia a sentencia, como en la concepción anglosajona.

[10]

Nos sigue pareciendo muy sugerente la diferencia conceptual entre democracia constitucional y constitucionalismo democrático (‍Ahumada, 2005), que pretendería corregir el potencial relativista y expansivo de la democracia desde la propia norma fundamental. En gran medida, esta fue la gran novedad de los sistemas surgidos en Europa tras la II Guerra Mundial. Dietze (‍1956) y Friedrich (‍1950) describieron lo ocurrido con las nuevas constituciones de Francia (1946), Italia (1947) y Alemania (1949) tras el desastre bélico, como revoluciones muy distintas a las habidas en 1640, 1789 o 1919.

[11]

No se ha llamado la atención suficiente sobre el significado y las consecuencias constitucionales de pasar los Consejos de Ministros del viernes al martes, lo que en nuestra opinión altera notablemente, desde el punto de vista comunicativo, la centralidad de la semana parlamentaria, pues el Ejecutivo pasa a dominar la agenda política en detrimento de las Cortes Generales.

[12]

No puede dejar de llamarse la atención sobre lo premonitorio de aquella introducción de ‍Francisco Rubio Llorente a los Manuscritos de Karl Marx, en la que en pleno 1968 anunciaba el fin del materialismo como consecuencia de la desatención del principio de escasez por el marxismo, y su obligado viraje —la obra de Marcuse ya se dejaba sentir— al terreno del deseo y lo introspectivo. Todavía hoy, cuando algún alumno nos pide un texto para acercarse al marxismo de forma urgente y abreviada, recomendamos dicha introducción por su inteligencia y extraordinaria capacidad de síntesis.

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