En los últimos años, determinados usos de las tecnologías digitales en el contexto del debate democrático han puesto en alerta a las instituciones nacionales e internacionales y han causado una honda preocupación entre los estudiosos. Los intentos de interferencia y manipulación en contextos electorales, las vulnerabilidades descubiertas en materia de protección de datos personales y los retos que plantean las nuevas herramientas de inteligencia artificial son solo algunos de los aspectos de un fenómeno mucho más amplio que podríamos tratar de expresar como un desacople entre la sociedad digital del siglo xxi y un marco político y jurídico surgido hace ya más de dos siglos en los albores de la sociedad industrial.

Tanto los Estados como las organizaciones supranacionales están siendo cada vez más conscientes de los retos planteados por la tecnología y están actuando, de manera cada vez más firme, para ir adaptando las regulaciones a la nueva realidad. En el seno de la Unión Europea, por ejemplo, se han dado ya algunos pasos de extraordinaria importancia, con la adopción del Reglamento General de Protección de Datos (2016) y del Reglamento de Servicios Digitales (2022), y en un futuro inmediato se van a dar otros pasos no menos trascendentes, cuando se aprueben los proyectos de reglamentos —actualmente en discusión— relativos a la inteligencia artificial y a la transparencia y la segmentación de la publicidad política.

Al igual que sucedió anteriormente cuando surgieron otros avances tecnológicos que cambiaron profundamente las sociedades humanas, el derecho está tratando de asir y controlar la nueva realidad digital. A cada cambio de paradigma en la cultura humana le ha ido sucediendo el correspondiente cambio de paradigma en la cultura jurídica. El último gran salto lo representó la ideología del constitucionalismo liberal y su construcción del Estado social y democrático de derecho, como respuesta a los cambios sociales y culturales planteados en el seno de las sociedades industriales. Una respuesta que situó a la Constitución en el vértice de un sistema normativo que pretende controlar los factores de poder presentes en la sociedad, garantizando los derechos y canalizando los conflictos sociales y políticos dentro de un marco institucional asentado sobre una legitimidad democrático-pluralista.

Esta construcción, que ha funcionado durante más de dos siglos, se encuentra ahora en tensión con la aparición de nuevos factores de poder globales que se escapan a las bridas del Estado constitucional. Lo hemos visto con el fenómeno de la globalización y lo vemos ahora, de una forma si cabe aún más aguda, con la irrupción de las tecnologías digitales basadas en algoritmos.

De esta constatación parte el análisis del profesor Balaguer y a partir de ella se articula la idea central de La constitución del algoritmo: si el poder está cambiando, el derecho constitucional también debe cambiar para poder seguir cumpliendo con su función. Esta obra, que se ofrece en una segunda edición española y que ha sido ya traducida al italiano y al portugués —y próximamente al francés—, nos aporta una guía para afrontar la indispensable tarea de comprender las transformaciones actuales del poder y, de esta manera, estar en mejores condiciones para vislumbrar por dónde debe ir la evolución del derecho.

Esta dicotomía —primero comprender parta después proponer— se despliega en las dos grandes partes en las que podríamos dividir el libro: en la primera, más descriptiva, se le ofrecen al lector algunas claves para comprender las rupturas que la nueva realidad está provocando, y, en la segunda, más propositiva, se perfila una hoja de ruta para que el constitucionalismo pueda sobrevivir a este cambio de paradigma; una hoja de ruta que, como veremos más adelante con mayor detalle, pasa por la constitucionalización de la nueva realidad digital, sometiéndola a los principios y valores constitucionales —lo que el autor llama «la constitucionalización del algoritmo»—, y por la digitalización de la Constitución, adaptándola a las condiciones de «un mundo nuevo que no se puede gobernar ya plenamente en los términos de la constitución analógica» (p. 32).

Ciertamente, la realidad del poder de nuestros días tiene poco que ver con la realidad de poder a la que se enfrentaron los ideólogos del Estado social y democrático de derecho. El poder se ha ido externalizando y el propio Balaguer ha ido dando cuenta en otros trabajos de las distintas facetas de ese proceso de externalización cuando ha estudiado la dimensión constitucional de fenómenos como la integración europea, la globalización económica o, más recientemente, la crisis financiera y la pandemia de covid-19.

En el momento presente, con el proceso acelerado de digitalización, estaríamos llegando a la última fase en este proceso de externalización del poder. Los factores de poder de nuestro tiempo —expone el autor— cada vez están más desvinculados del Estado, no solo juegan en un terreno diferente al de la constitución estatal, sino que se sitúan por encima de este, condicionando las políticas económicas e incidiendo sobre su espacio público, priorizando su modelo de negocio por delante de cualquier otra consideración. Creo que Balaguer no exagera cuando llega a hablar incluso de un «desprecio» de estos nuevos factores de poder tecnológico hacia la Constitución y hacia sus valores (p. 32). A este respecto, me ha venido a la memoria la actitud claramente prepotente de algunos de los directivos de las compañías tecnológicas ante las investigaciones parlamentarias sobre el fenómeno de la desinformación y su influencia en los procesos electorales. Por ejemplo, en 2019, la Cámara de los Comunes del Reino Unido llegó a calificar como «desacato al Parlamento» la actitud del CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, negándose a comparecer ante la Comisión Especializada que estaba investigando la influencia de las redes sociales en el referéndum sobre el brexit de 2016.

En la nueva realidad que está surgiendo de la revolución digital, la función de ordenación la llevan a cabo los algoritmos, capaces de procesar una cantidad ingente de datos y de tomar decisiones que afectan tanto al mundo físico como al virtual. Los algoritmos, diseñados en el marco de una lógica de maximización de los beneficios, suponen no solo un cambio tecnológico, sino también un cambio ideológico que entra en contradicción con la cultura constitucional y con los valores sobre los que se asienta. Esto debe llevarnos, según Balaguer, a plantear la dimensión constitucional del algoritmo desde una doble perspectiva: en primer término, en relación con el sistema de fuentes del derecho, y, en segundo término, en relación con el sistema de derechos fundamentales para evitar que se conviertan en un «título habilitante para la lesión de los derechos» (p. 51). Esta es, en resumen, la idea de «constitucionalización» que el autor nos avanza en el capítulo 1, pero que se vuelve a desarrollar más ampliamente en el capítulo 7, además de insistir sobre ella en diferentes momentos a lo largo de toda la obra.

Muchos autores han subrayado el carácter disruptivo de las tecnologías digitales para la sociedad contemporánea y Balaguer trata de mostrarlo de forma sistemática, articulándolo a través de lo que denomina las «rupturas de la era digital». A ello dedica el capítulo 2, el más extenso de la obra, con una finalidad eminentemente descriptiva y analítica.

Son cinco las rupturas que se detallan a lo largo de este capítulo, aunque cabe señalar que el orden en el que se exponen no coincide exactamente con el que se anticipa en la introducción. La primera es la «ruptura de la unidad de la constitución como referente cultural» (pp. 53 y ss.), una escisión entre la Constitución analógica, que es el referente cultural de la unidad del ordenamiento jurídico, y la aún no existente Constitución digital, cuya carencia deja al mundo de los algoritmos huérfano de referentes o, más bien, regido por unos principios y valores ajenos a los de la Constitución analógica, pues están basados en el puro interés privado.

La segunda ruptura descrita en la obra es la «disociación entre la realidad física y la realidad virtual» (pp. 62 y ss.). No es que la realidad física haya desaparecido y haya sido sustituida por la realidad virtual, sino que vivimos hoy en día en una realidad híbrida cuya compatibilidad con la cultura constitucional del Estado social y democrático de derecho está en entredicho, ya que una parte de esa realidad es global y sometida a reglas privadas (cláusulas contractuales) que se escapan al sistema de fuentes del derecho estatal.

La tercera ruptura es la «destrucción de una percepción social compartida de la realidad» (pp. 68 y ss.) como consecuencia de la fragmentación de los ecosistemas comunicativos en los que la mediación tradicional de los medios de comunicación institucionalizados ha sido sustituida por la jerarquización de los algoritmos creados por las compañías tecnológicas, los cuales, guiados por el interés económico, favorecen la desinformación, especialmente en el ámbito político. Balaguer se une a los que vienen reclamando que, a estos ecosistemas comunicativos, hoy «libres de derecho», se les imponga una cultura constitucional que garantice los derechos fundamentales de las personas que acceden a ellos.

La cuarta ruptura relatada en el libro es la «del contexto cultural de la Constitución». La legitimidad de la Constitución, como referente cultural que define la civilización y el progreso de la humanidad, se ha visto erosionada en los últimos tiempos por la irrupción de nuevos factores de legitimación de la mano, de una parte, de un poder económico desatado, como consecuencia de la globalización y de la crisis financiera, que desplaza a la Constitución y la reinterpreta al servicio de unas políticas económicas que se imponen sin posibilidad de debate, y, de otra, de un poder tecnológico que altera incluso la propia dimensión del espacio y del tiempo, creando unas coordenadas espacio-temporales ajenas a la cultura constitucional. Las reflexiones del profesor Balaguer dejan en el lector una impresión muy clara de que la legitimación democrática constitucional se ve cada vez más amenazada por nuevas legitimidades que nos llevan a una dictadura económica y tecnológica, aunque el autor, comedido, no ose utilizar ese término tan cargado de connotaciones ideológicas.

Por último, la quinta ruptura es la de «la Constitución económica nacional» (pp. 107 y ss.), muy relacionada con lo que acabamos de señalar anteriormente. El Estado constitucional se ve privado de su capacidad de ordenación y condicionado por poderes globales económicos y tecnológicos. Para el autor, esta ruptura no puede ser superada mediante una alternativa supranacional como la que supone la actual Unión Europea, carente de una auténtica democracia pluralista y de un contenido social sustantivo. Por desgracia, es posible que Balaguer esté en lo cierto, pero ¿qué otra alternativa tenemos? ¿No es el espacio europeo el único que permite ahondar en la constitucionalización del algoritmo en los términos propuestos en esta obra? La respuesta a esta pregunta llegará más adelante, en el capítulo 7.

Las rupturas descritas hacen que las bases sobre las que se sustenta la ideología del constitucionalismo —los derechos fundamentales y la democracia pluralista— estén perdiendo su significado en la nueva realidad surgida de la revolución digital. Los siguientes capítulos se van a detener así, brevemente, en «la transformación de los derechos» (capítulo 3, pp. 115 y ss.) y en «la transformación de la democracia» (capítulo 4, pp. 125 y ss.).

Más que de «transformación de los derechos» quizá debiéramos hablar de «devaluación de los derechos». El ciudadano, como titular de derechos fundamentales en el marco del Estado constitucional, se ve relegado a su condición de mero consumidor, de usuario de los espacios digitales creados por las compañías tecnológicas. Los derechos —y el ejemplo paradigmático es la protección de los datos personales— se transforman en mercancía con la que negociar, su valor queda reducido al valor económico. Esta «cosificación» de los derechos deja al individuo desprotegido, obligado a consentir la extracción de sus datos en aras de la participación en el espacio digital.

De la misma manera, la «transformación de la democracia» se puede calificar mejor como un desplazamiento hacia una «democracia monista y populista» en la que confluyen la deriva populista e iliberal y la sustitución de la democracia representativa por la democracia directa en su versión digital. El autor se pregunta «¿dónde se sitúa la democracia digital?» en un contexto en el que los nuevos mediadores (las compañías tecnológicas) no solo no se rigen en absoluto por criterios democráticos, sino que, además, están fragmentando el debate público, fomentando la radicalización y facilitando la manipulación de los procesos democráticos. La respuesta está clara: para poder avanzar en términos de democracia digital y para poder recuperar nuestra democracia representativa y constitucional, «será necesario introducir cambios profundos en la estructura actual de los procesos comunicativos y de las compañías tecnológicas que los controlan» (p. 146).

El capítulo 5 nos introduce en la dimensión geopolítica de la revolución digital aportando un nuevo concepto, el de «colonialismo digital» (pp. 149 y ss.), con el que el autor se refiere a las nuevas formas de «hegemonía global» ejercida por las grandes potencias tecnológicas. Una vez más, se insiste en que la clave para poner freno a la acumulación de poder por parte de los grandes gigantes tecnológicos es el control público de los algoritmos que utilizan para recoger y procesar los datos.

La parte descriptiva de la obra culmina con una conclusión poco alentadora: estamos ante el final de una era. A lo largo de la obra, hemos visto que el ritmo acelerado de la globalización económica, unida al desarrollo tecnológico, ha conducido a la disolución de las bases materiales y culturales sobre las que se asentó la ideología del Estado social y democrático de derecho. Si esta ideología alcanzó su punto culminante en la «época dorada» del constitucionalismo, tras la Segunda Guerra Mundial, Balaguer nos relata con crudeza (capítulo 6, pp. 167 y ss.) que, en las primeras décadas del siglo xxi, esta época está llegando a su fin. Si el constitucionalismo significa en esencia limitación y control del poder, la aparición de nuevos poderes que se escapan del control del Estado marca indefectiblemente una crisis del constitucionalismo estatal que el autor no duda en calificar como «involución» (p. 171).

Sin duda, uno de los ámbitos en los que se aprecia la marginación de los valores constitucionales es el de la comunicación digital. Los nuevos entornos comunicativos suponen «un cambio de paradigma que ha generado nuevas pautas culturales» (p. 178). Balaguer expone algunas de las contradicciones más importantes que han surgido entre los nuevos ecosistemas comunicativos y la cultura constitucional. Así, nos habla de la creciente dificultad para generar consensos sobre los que asentar la convivencia constitucional, para abordar una ordenación omnicomprensiva de la sociedad en un espacio público fragmentado, para planificar políticas a largo plazo en un mundo dominado por la inmediatez, para generar un debate abierto sobre la propia Constitución en un entorno digital que potencia valores claramente contradictorios con ella, para frenar discursos radicales y agresivos y huir del empobrecimiento del debate político, tanto por parte de los medios tradicionales como por parte de los partidos, para, en definitiva, poder llegar a un mínimo acuerdo sobre la verdad fáctica, es decir, sobre «la percepción social compartida de la realidad» (p. 182).

Coincido con Balaguer en una visión bastante crítica sobre la influencia de las nuevas formas de comunicación digital en el declive democrático actual. En la era de la posverdad digital, debido a las técnicas altamente agresivas, engañosas e invasivas que se emplean para la difusión de los mensajes y debido a los sesgos cognitivos que genera el ecosistema digital de la información, cada vez resulta más difícil confiar en que pueda existir un debate público robusto, abierto y plural.

Sin embargo, no debemos de caer en el error de culpar a la tecnología de los males de la democracia. La tecnología puede ser liberadora u opresiva según quién la utilice y para qué la utilice. Y como cualquier invento humano, la tecnología de la comunicación puede ser objeto de regulación para evitar un mal uso.

Aunque los primeros creadores de internet fueron científicos movidos por intereses altruistas, lo cierto es que, desde la expansión de la WWW y, sobre todo, desde la aparición de la web 2.0, han sido empresas con ánimo de lucro las que han ido creando las diferentes plataformas en las que hoy nos movemos en nuestra vida virtual. Para bien o para mal, el desarrollo de las nuevas plataformas digitales de comunicación ha sido obra de empresas tecnológicas movidas no por una motivación altruista de mejorar y fortalecer la democracia, sino por una motivación egoísta, aunque totalmente legítima, de obtener beneficios. En consecuencia, no podemos engañarnos: si un instrumento se crea con un resultado en mente, no es razonable esperar otra cosa distinta.

No es de extrañar, por tanto, que nos encontremos ante un conjunto de herramientas tecnológicas creadas sobre la base de modelos de negocio que entran en tensión —cuando no en franca contradicción— con las libertades fundamentales. Lo que resulta incomprensible es que, durante tantos años, no hayamos sido conscientes de esta situación y hayamos confiado ingenuamente en que estos nuevos instrumentos tecnológicos iban a ser utilizados para favorecer la libertad y la democracia. A decir verdad, sí que hubo algunas voces que advirtieron de lo que podía pasar si no se adoptaban medidas regulatorias. Lawrence Lessig, fundador del Centro para Internet y Sociedad de la Universidad de Stanford y actualmente profesor en Harvard, en su obra Code: And Other Laws of Cyberspace, publicada en 1999, nos hizo ya una advertencia que, leída hoy, resulta clarividente:

No hay razón para creer que el fundamento de la libertad en el ciberespacio vaya a surgir sin más. De hecho, como argumentaré, ocurre todo lo contrario […], tenemos motivos para creer que el ciberespacio, abandonado a sí mismo, no cumplirá la promesa de libertad. Abandonado a sí mismo, el ciberespacio se convertirá en una herramienta perfecta de control.

La clave está en cómo regular el uso de la tecnología para evitar que termine destruyendo nuestra libertad y minando nuestra democracia. La idea de que el remedio frente a los peligros de la comunicación digital es simplemente garantizar la máxima libertad de expresión en la red, confiando en que el «mercado de las ideas» se autorregule, es una vana ilusión porque las distorsiones propias de la comunicación online son de un alcance sin precedentes en la historia de la humanidad. En el mercado de las ideas digital, la verdad, simplemente, no prevalece.

Por tanto, cruzarse de brazos no es la solución. Las instituciones democráticas tienen que intervenir, pero deben ser extremadamente cuidadosas y huir de respuestas simplistas que puedan suponer un retroceso en libertades esenciales para la propia democracia. Así lo ha advertido, por ejemplo, el Informe sobre tecnología digital y elecciones de la Comisión de Venecia, cuando señala que «una intervención indebida del Estado puede llegar a socavar los mismos derechos que pretende proteger».

¿Cómo conseguir, en este contexto de dificultad, que el derecho constitucional recupere cierto control sobre los nuevos poderes que tratan precisamente de escaparse de este? Balaguer intenta dar una respuesta a esta pregunta en el capítulo 7 de su libro (pp. 183 y ss.), donde el autor desarrolla su idea de «constitucionalización del algoritmo» y de «digitalización de la Constitución», avanzada al comienzo de la obra.

Lo primero que hace el autor es definir el ámbito espacial en el que se puede intervenir, y, en este sentido, ante la imposibilidad de articular respuestas auténticamente globales, el espacio de la Unión Europea aparece como el único en el que se puede articular una respuesta realista, pues la solución ya no está en manos de los Estados. Solo una profundización del constitucionalismo europeo puede salvarnos. En palabras del autor, «estamos en un momento crucial de la vida del proceso de integración europea y de la evolución del constitucionalismo en el que ambos proyectos civilizatorios deben converger para sobrevivir en el contexto global» (p. 187).

«Constitucionalizar el algoritmo», para Balaguer, consiste en proponer una nueva narrativa para el constitucionalismo que permita reafirmar los principios y valores constitucionales frente a los retos del mundo digital, una nueva narrativa capaz de imponerse a la narrativa economicista y tecnológica que desprecia dichos principios y valores. Para ello, la Constitución tiene que reordenar todo su contenido para incorporar en toda su dimensión la realidad híbrida a la que nos hemos referido anteriormente.

Una parte importante de esta idea de constitucionalización del algoritmo reside en establecer controles sobre las compañías tecnológicas cuyo modelo de negocio entra claramente en tensión con la democracia pluralista y los derechos fundamentales. Aquí, Balaguer, desgrana una de sus propuestas más interesantes: la de sustituir los modelos cerrados y jerarquizados de las aplicaciones dominantes (redes sociales o servicios de mensajería) por modelos abiertos, como sucede con la telefonía tradicional o el correo electrónico. La legislación europea, a través de la ley de mercados digitales[2], que ha entrado en vigor en marzo de 2024, parece empezar a dar pasos en esta dirección cuando impone, por ejemplo, la interoperabilidad de los servicios de mensajería instantánea.

Aparte de esta medida, el autor no se olvida de otras actuaciones necesarias, como el refuerzo de la protección de datos y la transparencia de la comunicación electoral y la fuerte limitación de la microsegmentación de los mensajes, junto con otras medidas de tipo fiscal o, incluso, medidas sancionadoras. En este sentido, las últimas propuestas europeas de regulación de la IA[3] o de la publicidad electoral[4] van claramente en esta dirección.

Se llega así, finalmente, a la «digitalización de la Constitución» (pp. 199 y ss.), una tarea que, para Balaguer, es uno de los retos urgentes que tiene actualmente la ciencia jurídica y que va mucho más allá de añadir unas cuantas cláusulas tecnológicas a la Constitución analógica. Consiste en actualizar completamente el entramado constitucional, adaptándolo a la nueva realidad y, sobre todo, aportando «soluciones que hagan posible resolver la tensión entre el mundo digital y la democracia, los derechos fundamentales y la propia Constitución» (p. 201).

En las conclusiones (pp. 201 y ss.), el autor condensa las ideas que ha ido desarrollando a lo largo de la obra y hace una llamada de atención frente a un hecho que a veces nos pasa desapercibido: la «pérdida de la memoria analógica» derivada de la progresiva desaparición de las generaciones que han conocido el mundo analógico y su sustitución por las nuevas generaciones de nativos digitales. Este hecho tiene una trascendencia enorme, pues las nuevas generaciones carecerán de los referentes necesarios para interpretar algunas de las ideas centrales del constitucionalismo nacidas en el mundo analógico.

Como bonus track, la segunda edición de la obra incluye una entrevista a Francisco Balaguer Callejón por Alberto Randazzo, profesor de la Universidad de Messina (pp. 209 y ss.). Esta entrevista permite un acercamiento a las ideas del autor en un contexto más informal, pero no por ello menos riguroso. La entrevista se ordena en torno a varios epígrafes —«El papel del jurista y la importancia del derecho en la actualidad»; «Derecho e internet»; «Constitución»; «Populismo»; «Globalización»— que permiten volver sobre los temas del libro e introducir otros nuevos, como su visión sobre el populismo y sobre el futuro de la integración europea.

En este ambiente más relajado, Balaguer se muestra algo más contundente en sus propuestas y más duro en sus críticas, señalando claramente a las compañías tecnológicas, y a su modelo de negocio basado en la economía de la atención, como responsables de gran parte de los daños que el desarrollo de la sociedad digital ha causado a la democracia pluralista y a los derechos fundamentales. Pero esto no le hace renegar, en absoluto, del desarrollo tecnológico. «Yo no estoy en contra de internet ni de las nuevas tecnologías», afirma en un determinado momento. Al contrario, el mensaje que nos transmite el profesor Balaguer a lo largo de toda la obra, y, en particular, en esta entrevista, es que el desarrollo tecnológico es muy positivo, pero que otro desarrollo tecnológico, compatible con los avances civilizatorios del constitucionalismo, es posible, y no solo es posible, sino que es absolutamente imprescindible.

NOTAS[Subir]

[1]

Francisco Balaguer Callejón, La constitución del algoritmo, Zaragoza, Fundación Manuel Giménez Abad, 2023, 242 págs.

[2]

Reglamento (UE) 2022/1925 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de septiembre de 2022, sobre mercados disputables y equitativos en el sector digital y por el que se modifican las directivas (UE) 2019/1937 y (UE) 2020/1828 (Reglamento de Mercados Digitales).

[3]

En el momento de redactarse este artículo, la Presidencia del Consejo y los negociadores del Parlamento Europeo han alcanzado un acuerdo provisional sobre la propuesta relativa a normas armonizadas en materia de inteligencia artificial (IA), el denominado «Reglamento de Inteligencia Artificial». El proyecto de reglamento tiene por objeto garantizar que los sistemas de inteligencia artificial (IA) introducidos en el mercado europeo y utilizados en la UE sean seguros y respeten los derechos fundamentales y los valores de la UE.

[4]

En el momento de redactarse este artículo, se está discutiendo una propuesta de reglamento europeo para regular la publicidad política y la microsegmentación.