1. Del arco temporal que va entre 1830 y 1950 (la ventaja de Clío es que deja libertad a cada quien para hacer las periodificaciones que le vengan en gana) suele decirse que —con diferentes dosis y diferentes ritmos según dónde, por supuesto— está caracterizado en Europa por ese doble fenómeno (en realidad, uno solo) que llamamos industrialización —o sea, la creación de puestos de trabajo para los que hasta entonces eran agricultores, con el consiguiente desplazamiento de la gente del campo a la ciudad— y urbanización.

Es convencional atribuir a la Primera Guerra Mundial el estallido, palabra que no empleo con ánimo acusatorio, como es obvio, de las consecuencias sísmicas de los cambios que ello produjo en el planeta de la cultura: las vanguardias, para emplear un término único y omnicomprensivo. Que se ponga el foco en esos precisos cuatro años como momento tiene pleno sentido, entre otras muchas cosas porque fue en ellos cuando, por ejemplo, un país tan relevante como Rusia mutó su naturaleza, dejando de ser una monarquía autocrática (o sea, zarista) para pasar a encarnar el régimen comunista —la URSS— por excelencia: lo que se dice darse la vuelta como un calcetín y casi de la noche a la mañana. Pero, como bien explicó José Ortega y Gasset, los molinos de la historia se mueven con lentitud y la Gran Guerra no se comprende sin lo que vino antes —el ferrocarril y el automóvil, por poner dos ejemplos de los avances tecnológicos en el sector del transporte, o, quizá mejor, cabría hablar solo de los progresos habidos en el manejo de la energía, que se dice pronto— y sin las consecuencias políticas que habrían de detonar a continuación: de un lado, el fascismo (en sentido amplio, incluyendo el nazismo), y, de otro, el propio comunismo, que habrían de dominar el escenario hasta que, en 1945 (al menos, en la parte occidental del continente, a este lado del telón de acero), se cayera en la cuenta de que, bien mirado, las democracias pluralistas y partitocráticas, que a trancas y barrancas se habían ido abriendo hueco —primero con el sufragio universal masculino y luego con la misma cosa pero ya sin ese apellido que hoy suena tan restrictivo y odioso—, y el imperio de la ley, o sea, el Estado de derecho, no representaban, pese a sus indudables carencias, el peor de los planetas posibles. A esa conclusión terminaron llegando Francia, Alemania e Italia, en efecto, al terminar la segunda de las guerras mundiales.

Las ciudades fueron, sí, el fruto de la industrialización y su consecuencia, la urbanización. Para empezar, porque a las masas había que proporcionarles alojamiento en condiciones mínimamente dignas, cosa que al inicio no se daba (la palabra suburbios resulta expresiva por demás). Pero también porque los viejos centros, con calles estrechas y viviendas sin agua corriente, debían ser transformados de manera drástica. Piénsese en las reformas de Haussmann en París, con la higiene como propósito mayor, o, ya en el siglo xx, en la instalación en Berlín, en la Postdamer Platz, del primer semáforo, indicio de que los modos de transporte habían pasado a ser otros —tranvía, automóviles privados—, y de que —punto crucial— el suministro eléctrico gozaba de la necesaria continuidad.

La ciudad, sí, fue la consecuencia de la industrialización y la urbanización: la modernización, en una palabra. París, en primer lugar, que por eso devino en protagonista, y no solo el escenario, de las novelas de Honoré de Balzac, de la poesía de Charles Baudelaire y, ya en el siglo xx, de las reflexiones de Guillaume Apollinaire, le flâneur aux deux rives, el paseante a una y otra orilla del Sena. Y, por supuesto, Berlín, con la peculiaridad de que los alemanes, siempre dados a la abstracción, eligieran la pintura para expresarse: Max Beckmann (1884-‍1950) y Otto Dix (1869-‍1969), representante de la llamada Neue Sachlichkeit, «Nueva objetividad». Unas ciudades que tenían, sí, el atractivo de lo nuevo, pero que también suscriban el temor que siempre genera lo desconocido. Entre otras cosas, porque la cultura bíblica, de la que todos los europeos somos tributarios —lo sepamos o no— entendió que era en la ciudad donde anidaba lo peor de la condición humana: en Sodoma y Gomorra (ya en el Génesis) todo era depravación; en Babilonia (y eso por no hablar de Nínive) estaba la torre de Babel de la que habla el Génesis y vivía la ramera que menciona el Apocalipsis. A Nabucodonosor II, en efecto, le costó carísimo, en términos reputacionales, su aventura en Jerusalén en los siglos vii y vi antes de Cristo, que bien nos narró Isaías. Pero esa es otra historia.

Y finalmente, aunque con retraso, Roma (y también Milán) vivió fenómenos parecidos a los de París y Berlín. De Madrid, del Madrid de Pérez Galdós —que escribe en la restauración alfonsina pero piensa como si siguiera en el régimen de Isabel II—, bien pudiera decirse algo parecido, aunque tampoco es este el momento de extenderse en explicarlo.

Toda una revolución, sí, aunque no sucediera de un día para otro. Con sus contraindicaciones o cara B, como siempre sucede: la soledad de mucha gente y, claro está, lo que entonces se llamaba el vicio, la prostitución, para entendernos.

2. Esos son los tres países —Francia, Alemania e Italia— en los que este libro pone el reflector y lo hace desde la perspectiva de lo jurídico o, mejor dicho, siguiendo la summa divisio que ha devenido canónica, el derecho público: lo más pegado a las circunstancias del tiempo y del espacio. O, dicho en términos físicos, lo más dependiente de las condiciones de presión, humedad y temperatura que en cada momento caracterizan a una concretísima sociedad. Y aquella sociedad era la del ferrocarril primero (o su equivalente urbano, el tranvía primero y el metro más tarde) y el automóvil después. Una tecnificación que necesariamente —ahí era donde se quería llegar— acaba exigiendo cada vez más y mejores normas, en el sentido de actualizadas —juridificación o, dicho con palabras de hoy, regulación—, a aplicar por la Administración, y también jurisdiccionalización, con el Consejo de Estado (otra vez hay que referirse a Francia, por supuesto) como bandera.

El derecho público actual, sin perjuicio de podernos remontar a precedentes todo lo remotos que queramos, nació en esa precisa sazón. Y por eso a los pensadores de entonces —en realidad, los fundadores— se les puede calificar, con toda justicia, de clásicos, aunque hoy los contemplemos con la distancia temporal con la que, por ejemplo, los exégetas del Antiguo Testamento hablan de un Abraham o de un Moisés. Pero es que sin ellos no se comprende nada de lo que ha venido después.

3. Antes de entrar en el contenido del libro hay que hablar de los autores, porque este es uno de los productos que solo podían haber salido de una factoría: si acaso el trabajo se hubiese publicado con pseudónimo, como las novelas de Carmen Mola, cualquiera caería en la cuenta de quién o quiénes se emboscan detrás del antifaz.

Hablando de vanguardias, de Mercedes Fuertes podría afirmarse sin exagerar que las encarna en nuestro gremio —el derecho administrativo— y en España (y no solo) en estas primeras décadas del siglo xxi.

De Francisco Sosa Wagner, ¡qué decir! Los calificativos se agotan, incluso si nos ceñimos a su sola condición de biógrafo, que ha aplicado a individuos tan curiosos como el papa Pío IX o Luis I de Baviera, el amante de Lola Montes (por cierto, irlandesa de origen: un pseudónimo, ese sí, y de los más caracterizados). A los juristas alemanes de la segunda mitad del siglo xix y comienzos del siglo xx —los padres de nuestra criatura, aunque los franceses no lo reconocen y reclaman la medalla para sí— les dedicó, hace ya veinte años, dos tomos memorables. Es el Stefan Zweig de nuestro gremio, dicho sea igualmente sin el menor grado de hipérbole. Lo cual tiene un mérito añadido si se recuerda que es persona que se ha sometido a la durísima prueba de pasar por esa verdadera trituradora de las meninges que es la militancia —activa y con escaño en el Parlamento Europeo, nada menos— en un partido político: casi como haber sobrevivido incólume a la batalla de Stalingrado, por poner un ejemplo de situaciones poco menos que apocalípticas.

Un aplauso cerrado para los autores del libro, así pues. No acierta uno a imaginar, de no ser ellos, quién se habría puesto manos a la obra, a esta concreta obra. Y más aún en una coyuntura en la que los juristas como oficio, y en general lo jurídico, no atraviesan precisamente una buena racha desde el punto de vista de la credibilidad social: a ninguno de nosotros nos van a poner una estatua en la calle, como sí hizo Bolonia con los glosadores del siglo xii.

4. La elaboración de nociones generales (negocio jurídico, acto de comercio, delito…) constituye el trabajo propio de los juristas más profundos: el legislador, en teoría todopoderoso, se muestra tributario de ellos, y, más aún, pese a su componente de decisionismo, la práctica judicial. En el caso de nuestra concreta asignatura, la cabeza la ocupa —no hay que recordarlo— el acto administrativo, pero no solo: están también el contrato administrativo, el servicio público, el dominio público o la discrecionalidad, por mencionar solo los más socorridos.

Pero los conceptos, por mucho que se presenten como metafísicos o incluso arcangélicos, no nacen tampoco en el vacío ni son inmunes a los agentes de la erosión: de hecho, Max Weber, cuando en su famoso texto de 1904 elaboró la noción de los tipos ideales —una derivación de Kant, sin duda—, no dejó de reconocer su contingencia. Más aún, existe toda una rama de pensamiento —la mención a Reinhardt Koselleck resulta obligada— que se llama historia de los conceptos o Begriffsgeschichte, como cosa no idéntica (aunque, obviamente, emparentada con ella) a la historia de las ideas, ya sean esas ideas de las políticas, las estéticas, las religiosas o lo que encarte. Y sucede que fue en la época que estamos estudiando cuando —con ortopedias intelectuales muy anteriores, evidentemente: no en vano muchos de los autores aquí analizados se habían formado en el derecho romano— estos se terminaron de perfilar, bien en Francia (durante la Tercera República, o sea, con la Constitución de 1875 al frente), bien —no solo a partir de 1870-‍1871, cuando se culminaron los dos procesos de unificación— en Alemania (a esos limitados efectos, con Austria dentro), y, finalmente, en Italia.

5. La sistemática del libro —ya es hora de entrar en su contenido— lo estructura en tres capítulos (dedicados, respectivamente, y por su orden, a cada uno de esos países), y, dentro de cada uno de ellos, dos partes. La segunda consiste en una selección de textos básicos y la primera, en una explicación de las circunstancias, con diferente rubro.

Para Francia, se llama «Cátedras, caciqueos, libros, autores, política, polémicas», y ahí —pp. 21-‍56— se relatan las trayectorias intelectuales y académicas (y no solo) de todos los protagonistas y, en particular, de siete autores: Edouard Laferriére, Adehémar Esmein, Maurice Hauriou, Leon Duguit, Gaston Jèze y —ojo al dato— Raymond Carré de Malberg.

No hace falta decir que, por muy centralizada que estuviese Francia, y muy importante que fuese París, también existían Burdeos y Toulouse, las dos ciudades del río Garona, distantes, por cierto, menos de 250 kilómetros. Más aún: fue en la capital de la Gironda (y del vino más sofisticado) cuando, no bien empezado el conflicto en 1914, el precio del contrato de alumbrado en las calles —un servicio público nuevo y ya esencialísimo—, de 24 francos por tonelada de carbón, se vio desbordado por las circunstancias, dando lugar a un conflicto judicial entre la empresa y el Ayuntamiento que concluyó en 1916, el 30 de marzo, con un arrêt —una sentencia, para entendernos— que encarna lo que entonces era el último grito en el marco mental de nuestro oficio. Gaz de Bordeaux. Palabras mayores: y es que el Ayuntamiento —al final, la población— no ganaba nada con que el concesionario se arruinase y la actividad se dejase de prestar hasta encontrar a un nuevo gestor, necesariamente más caro, con lo que se entendió que, aunque la letra de lo pactado fuese implacable, lo que procedía era sentarse a hablar y buscar un ajuste a las nuevas circunstancias económicas.

La galería de personajes retratados resulta completísima y en ella se ponen de relieve también las miserias humanas: en la Francia ocupada y en su mayor parte colaboracionista (1940-‍1944) se dictaron leyes raciales y sucedió que alguno de los maestros —no uno de los siete citados— se prestó al papelón de poner su pluma al servicio de tan innoble causa. Pero eso, por execrable que se antoje, solo demuestra que no fueron gente que viviera en un fanal: en los acontecimientos que vivió Francia —el affaire Dreyfus, que estalló en 1894, y, ya en 1905, la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado— tomaron partido en favor de tal o cual posición o, si no lo hicieron, se les reprochó. Y previamente habían desplegado una generosa actividad como comentaristas de sentencia en publicaciones especializadas.

En el caso de Alemania y Austria, en la galería de personajes se encuentran Paul Laband, Otto Mayer, Georg Jellinek, Heinrich Triepel, Rudolf Smend, Hans Kelsen y, cómo no, Carl Schmitt. La parte primera o de presentación —pp. 151-‍189— se rotula con palabras encomiásticas: «Profesores de gran estatura. Un festín de conceptos jurídicos. Y un final de botas altas como ataúdes». Sí, Weimar tuvo un recorrido muy corto (1919-‍1933) y terminó de la peor de las maneras posibles.

Hablando de colaboración —más o menos entusiasta y más o menos recompensada— con causas indignas, al último de los citados hay que reservarle, precisamente por la profundidad de su inteligencia, el reproche más severo. En la página 187, y dentro del resumen de las biografías de los que aparecen en la lista, se contienen palabras lapidarias hacia él: aparte de reconocer que «dejó páginas, decires y reflexiones inmortales», se recuerdan «las barbaridades que había escrito».

En fin, en lo que hace a Italia, los seleccionados de la segunda parte son los —también muy conocidos en nuestro gremio, al menos de oídas— Vittorio Emmanuele Orlando, Santi Romano, Oreste Ranelletti, Federico Cammeo y Guido Zanobini. Con la siguiente introducción en las páginas 273-‍303: «De la unificación al fascismo pasando por el método jurídico: nombres, monografías, teorías, sutilezas y algún veneno». No hace falta recordar que son nombres muy conocidos para los españoles (e iberoamericanos) que se educaron en los años sesenta con el Tratado de Fernando Garrido Falla y a partir de mediados de los setenta con el Curso de Eduardo García de Enterría y Tomás Ramón Fernández. A Raneletti se le mencionaba al hilo de las autorizaciones administrativas —al solicitante le asistía un «derecho preexistente»— y a Zanobini se le reconocía el papel de padre de la noción de acto administrativo. A Santi Romano —otro, por cierto, que no tuvo reparos en ocupar cargos durante el fascismo— se le dispensaba el honor de ser el creador de la idea de ordenamiento, que tanto recorrido iba a tener luego en la integración europea al hablar, a partir de 1964, de la primacía (otra figura con origen italiano: sentencia Costa Enel) de lo continental sobre lo nacional.

A Massimo Severo Giannini (1915-‍2000) y a Sabino Cassese (1935), a quienes en el libro se les cita, los hemos tenido cronológicamente más cerca, pero son solo un eslabón de la cadena iniciada con los mencionados. Y lo mismo puede predicarse de Constantito Mortati o Vezio Crisafulli en el derecho constitucional del texto de 1947.

6. De la inmensa cantidad de información recogida en el libro —insisto: las nociones en las que se fundó el derecho público de la sociedad industrial y urbanizada—, ¿cabe extraer conclusiones de validez por así decir universal, en sentido de planteamientos de los que todos los autores, en uno u otro grado, participaron? La pregunta no solo es de difícil respuesta, sino que, a la vista del hecho cierto de que cada quien es de su padre y de su madre, cabría considerarla absurda o al menos carente de un sustrato real. Pero, puestos a arriesgarse a decir algo en positivo, se podría hablar de que era el momento de lo supraindividual, de lo que la codificación civil apenas quiso ver (las palabras colectivismo o estatalización —o nacionalización— tienen mucha carga de sesgo y por eso se evitan aquí). Manifestación mayor de esa tendencia es, en primer lugar, la idea de institución, presente, con unos u otros tonos y tales o cuales rasgos, en Hauriou, en Schmitt y en Romano. O también el concepto de integración de Smend. O, ya con un alcance más transversal, la visión del Estado —es Duguit— como gran caja de seguros sociales, dicho sea todo lo anterior pintando con brocha gorda y dejándose por el camino muchos matices y más que matices. Pero sí es cierto que se observa un cambio de mentalidades —lo que, por cierto, también ha dado lugar a una rama de la historia para su estudio— o de sensibilidades, y ello con carácter transversal, es decir, más allá de la adscripción de tal o cual persona a esta ideología o aquella en una u otra de las muy fluidas circunstancias.

7. Ni que decir tiene que, antes de entrar en los análisis individualizados de cada uno de los tres países, no faltan unas palabras a modo de introducción, «Preludio para quienes hojeen este libro», de la páginas 11 a la 18. Allí se afirma (o, mejor, se recuerda) que «todos nosotros somos parientes de León Duguit, de Otto Mayer y de Guido Zanobini y deudores de lo que se amasó en el recipiente de sus cabezas». Y con una advertencia (o, mejor, una severa admonición) hacia «quien se crea desligado de ellos y quiera emprender su marcha por la selva jurídica sin apoyarse en el bastón que prestan estos guías experimentados: caerán una y otra vez en las afirmaciones más banales y en las vacuidades más ridículas». El calificativo que se les dispensa —se está pensando, por supuesto, en los más jóvenes— no puede resultar más cruel: «[…] serán juristas solo aptos para presentar aplicaciones en los ANECA, esos lugares pintorescos donde se practica la indiferencia oficinesca hacia los saberes blasonados». Palabras, sí, muy despiadadas y que —es de temer— retratan a muchísima gente. Todos tenemos en nuestro entorno a lo que pudiésemos considerar un ejemplar firmado de ese biotipo, y no solo en España (y no solo en nuestro gremio). Le podremos echar la culpa a los métodos pedagógicos modernos, de raíz EE. UU., o quizá a los efectos perniciosos de las tecnologías, o, en fin, a la politización de las leyes españolas sobre educación, lo sean del Estado o (lagarto, lagarto) de las comunidades autónomas. Pero la realidad es la que, guste o no, resulta conocida. Los hay con una ignorancia que puede calificarse de concienzuda, en el sentido de estar muy trabajada a lo largo de los años: grado, máster, doctorado y todo lo que haya podido venir a continuación.

Los autores del libro no están pensando en seres de ficción cuando emplean los durísimos términos que se gastan. Y es que a Sosa y Fuertes les sucede lo que a un Maurice Hauriou, un Otto Mayer o un Santi Romano, por poner solo tres nombres: que también ellos tienen la que es su propia circunstancia. No solo forman parte de un contexto, sino que no cierran los ojos ante lo que son sus carencias más groseras.

Después del paseo por Francia, Alemania (con Austria) e Italia, viene un «Reencuentro», que ocupa no ya una página —la 367—, sino incluso un párrafo: «Quien se haya entretenido con la lectura de este libro podrá regocijarse pronto con la segunda parte, ya muy avanzada. Esperemos que, salvando todas las distancias pertinentes y obligadas con el genio cervantino, no se nos cruce un Avellaneda». Los que disponen de información privilegiada insinúan que ese tomo II va a versar sobre los clásicos de España.

8. Esta recensión podría extenderse ilimitadamente, al grado de terminar siendo incolocable en cualquier revista. Cabría, por ejemplo, volver al habitual discurso sobre la frontera entre derecho constitucional y derecho administrativo y su carácter artificioso o no (y, en el primer caso, si el que debe imponerse es uno u otro), materia sobre la cual hay escritas bibliotecas enteras. Pero las cosas tienen un límite y hay que concluir con una palabra de síntesis: es un libro, sí, como bien dice la página 367, entretenido (aunque, antes de empezar a leerlo, pudiera pensarse que se trata de algo soporífero y carente de todo interés en la era de la inteligencia artificial, la cultura woke y demás rasgos de nuestro tiempo). Y no solo —eso se presupone y, además, sucede que responde a la verdad—, de lectura indispensable. Cuanto más joven el lector, más indispensable.

NOTAS[Subir]

[1]

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, Clásicos del Derecho Público (I), Biblioteca básica para estudiosos y curiosos, Madrid, Marcial Pons, 2023, 374 págs.