De las tres notas esenciales que definen nuestro Estado según la primera disposición de la Constitución, las implicaciones de su caracterización social son quizá las más difíciles de aprehender jurídicamente. A diferencia de lo que ocurre con el Estado de derecho, una fórmula razonablemente bien asentada por su dilatada decantación histórica, o incluso con la democracia, que ha alcanzado cotas ciertamente elevadas de precisión dogmática en su vertiente representativa —y al margen del intenso e interesado asedio de ambos baluartes de la civilización en los últimos tiempos—, lo cierto es que el Estado social siempre ha constituido la noción menos precisa de las tres.

Desde el origen mismo del concepto se ha dado una discrepancia radical entre quienes niegan o apenas le reconocen eficacia jurídica y quienes han tratado de llevar esta más allá de lo que razonablemente permitiría su coexistencia con los otros dos rasgos esenciales del Estado (‍Abendroth et al., 1986). Unas divergencias profundamente influidas por consideraciones ideológicas que persisten más de cien años después de la Constitución de Weimar y que, con demasiada frecuencia, parecen dejar poco espacio al razonamiento jurídico riguroso. Por suerte, sin embargo, hay excepciones a esta tendencia. Y, entre nosotros, uno de sus mayores y mejores exponentes es el profesor De la Quadra-Salcedo Janini, tal y como demuestra su último libro.

La tesis de esta obra es clara: «[…] sin un poder de injerencia legislativa especialmente intenso en los derechos económicos no es posible realizar la dimensión social de nuestro Estado constitucional». Por tanto, si no se quiere que los jueces reemplacen a los representantes de los ciudadanos elegidos democráticamente en la toma de decisiones de política económica (lo que el autor denomina riesgo de lochnerización), con la consiguiente merma para el pluralismo político, el control jurisdiccional de esta potestad deberá ser ampliamente deferente con el legislador.

El libro constituye una reconstrucción doctrinal del alcance y las implicaciones del control judicial sobre las restricciones legislativas a los derechos fundamentales de propiedad privada y libertad de empresa a partir de un análisis jurisprudencial de tres ordenamientos: el español, el estadounidense y el de la Unión Europea. Una elección plenamente justificada, ya que el carácter descentralizado de estos tres sistemas jurídicos ofrece la posibilidad de restricciones adicionales a los derechos fundamentales económicos por parte de las entidades subcentrales. Pero que, además, no resulta casual, sino que se enmarca en una dilatada trayectoria académica que, desde sus inicios, se ha ocupado del análisis comparado de las normas constitucionales que rigen el tráfico económico en estos ordenamientos (‍De la Quadra-Salcedo Janini, 2004).

La estructura de la obra, dividida en cuatro capítulos, es sumamente clara y didáctica. Primero se dedica un capítulo a la teoría general, centrado en la propia noción de Estado social, así como en el diverso régimen jurídico de los principios rectores y los derechos fundamentales. A continuación, cada uno de los otros tres se centra en el estudio del control jurisdiccional del legislador en materia de política económica en los ordenamientos mencionados.

Esta forma de arrancar es, a mi juicio, de lo más acertada. Pues, además de facilitar enormemente la comprensión de lo que vendrá después, permite al autor realizar un sano ejercicio de honestidad intelectual, mostrando sus cartas desde el primer momento. Así, el libro comienza con un posicionamiento claro. Frente a las tesis que defienden la aplicabilidad directa por los jueces y tribunales de los principios rectores como si de derechos subjetivos se tratase, y que el autor atribuye a la doctrina «neoconstitucionalista» (a quienes, en mi opinión, también se podría calificar de voluntaristas), el profesor De la Quadra-Salcedo se adscribe a la corriente —mayoritaria, sin duda— que, por supuesto, no reniega del carácter jurídico de los principios rectores, pero que limita su eficacia a la posibilidad de que el legislador se apoye en ellos para establecer límites a los derechos fundamentales (‍Jiménez Campo, 1999: 129-‍131).

Para el autor, los principios rectores imponen a los poderes públicos deberes y no obligaciones. Como deberes, son vinculantes (art. 53.3 CE), y de ellos se derivan tres exigencias: i) interpretar las restantes normas del ordenamiento de conformidad con los principios; ii) revisar la constitucionalidad de las normas tomándolos como parámetro, y iii) promover activamente su desarrollo.

Comparto, en términos generales, esta concepción de los principios rectores. Ahora bien, no es infrecuente que una caracterización de su operatividad como la antedicha oculte, en realidad, una efectividad casi nula. Entre otras cosas porque, como señala Díez-Picazo, «en la práctica suele ser difícil declarar la inconstitucionalidad de una ley sólo por vulneración de principios rectores de la política social y económica, habida cuenta de que la mayor parte de ellos tiene un enunciado excesivamente vago y genérico» (‍2021: 60).

Por ello, creo que no hubiera estado de más una sumaria consideración por parte del autor de aquellas tesis que, sin derivar de ellos derechos subjetivos, abogan por maximizar la eficacia normativa de los principios rectores. Es el caso de Biglino Campos, para quien considerar estos principios como normas meramente interpretativas «no es coherente con la propia concepción democrática de Constitución» (‍2020: 62). A juicio de esta autora, en la medida en que la Constitución define nuestro Estado como social, esta nota —y, se entiende, los principios rectores en cuanto concreciones suyas— no puede ser entendida como un programa para desarrollar por los poderes públicos, sino como un deber ser que se impone a todos ellos, incluido el legislador: «[…] el Estado social también es Constitución, por lo que también delimita la acción política» (ibid.: 63).

A esta última consideración añado yo la importancia que en esa delimitación de la acción política debería jugar la apertura de nuestra Constitución al derecho internacional de los derechos humanos. Pues, como he defendido, creo que una correcta interpretación de la cláusula contenida en el art. 10.2 CE debería implicar la extensión de este mandato interpretativo también sobre los principios rectores del capítulo III del título I (‍Macho Carro, 2022).

En cualquier caso, y al margen de estas consideraciones, lo cierto es que la función de los principios rectores que realmente interesa al autor en la obra es su consideración como fines legítimos de rango constitucional que habilitan al legislador para limitar los derechos fundamentales, especialmente aquellos de carácter económico. Es por esto por lo que, al referirse al régimen jurídico de los derechos fundamentales, el autor se centra en la teoría general de sus restricciones. Y lo hace distinguiendo, primero, entre delimitación y restricción de un derecho fundamental en función de si la limitación proviene de ellos mismos (límites inmanentes), o si se trata de restricciones propiamente dichas, basadas en la tutela de bienes jurídicos que pueden constituir el presupuesto para que el legislador restrinja los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos.

En cuanto a las condiciones constitucionales de las restricciones de los derechos fundamentales propiamente dichas, más allá de una mención a la reserva de ley, el autor considera que la determinación del contenido esencial, en lugar de entenderse como un límite material yuxtapuesto al test de proporcionalidad (concepción absoluta), debe identificarse con este último (concepción relativa). Una consideración basada en la dificultad para identificar en abstracto dicho contenido esencial, así como en la práctica del propio Tribunal Constitucional.

Ahora bien, enfatiza el autor, esta teoría general de las restricciones debe matizarse en relación con los derechos fundamentales económicos, tanto por la caracterización de nuestro Estado como un Estado social, como por el reconocimiento de que la configuración definitiva del orden económico y social debe ser decidida por los representantes de los ciudadanos. Y este es precisamente el objeto de los siguientes tres capítulos de la obra: ilustrar y precisar esa matización, traducida en deferencia hacia el legislador, en los tres ordenamientos mencionados.

En primer lugar, se examina esta deferencia por parte del Tribunal Constitucional en relación con las regulaciones adoptadas por el legislador español que restringen los derechos fundamentales de propiedad privada (art. 33 CE) y libertad de empresa (art. 38 CE). Para ello, el autor empieza por identificar el contenido constitucional de estos derechos, rechazando la tesis de que la función social de la propiedad constituya un límite inmanente a este, y considerando esta «el presupuesto para que tal contenido constitucional se pueda ver externamente restringido en aras de la promoción por el legislador de aquellos bienes legítimos que cabe considerar que forman parte del concepto de la función social de la propiedad». De este modo, el profesor De la Quadra-Salcedo identifica el contenido del derecho fundamental de propiedad privada con la titularidad dominical del Código Civil (art. 348): «el derecho de gozar y disponer de una cosa».

Pese a la sugestiva sencillez de esta concepción de la función social de la propiedad, estimo más coherente con la fórmula del Estado social la propuesta por el profesor Fernando Rey. Concuerdo con este último en que la función social de la propiedad privada tiene que ser algo más que una mera «fórmula-resumen de todas las limitaciones a la propiedad» (‍1994: 349) que el legislador pueda acordar. De lo contrario, como señala este autor, la misma sería innecesaria, por redundante.

Comprendo las reticencias del profesor De la Quadra-Salcedo, quien, partiendo de la diferente naturaleza entre las operaciones de restricción y delimitación de los derechos constitucionales, nos advierte de que la primera únicamente podrá ser realizada por el legislador, mientras que la segunda, «consistente en la interpretación de lo ya definido por la Constitución, corresponde realizarla a cualquier poder público que deba interpretar cuál es el contenido del derecho constitucionalmente reconocido» (p. 36). No obstante, atribuir a la función social un papel en la conformación misma del contenido del derecho de propiedad o, mejor dicho, de cada tipo de propiedad, no significa, como minuciosamente explica Rey, que el juez ordinario pueda determinar el contenido y los límites de la propiedad cuando esto no lo haya hecho el legislador. Más bien, se trata de una «reserva de ley reforzada», de un reenvío constitucional al legislador que se configura como una obligación de este de conciliar la utilidad privada de cada bien con su utilidad social (‍1994: 362-‍370).

Por lo que se refiere al contenido constitucional de la libertad de empresa, para el profesor De la Quadra-Salcedo este consistiría en la capacidad de ofrecer productos o servicios en el mercado, lo que, por supuesto, puede estar sujeto a restricciones por parte del legislador. Sin embargo, a juicio del autor, ninguna de estas regulaciones o restricciones podría conformar —como en ocasiones ha afirmado el Tribunal Constitucional— la definición del propio derecho, pues esto supondría «considerar que el haz de facultades constitucionalmente reconocido depende de lo que establezca el legislador en cada momento, cuando lo correcto es considerar que tal haz de facultades es en buena medida el mismo y preexistente a la acción legislativa, pero estas facultades pueden ser externamente limitadas en atención a la salvaguarda de otros bienes constitucionales».

En cuanto al contenido esencial de estos derechos, el autor muestra cómo la jurisprudencia constitucional, a la hora de determinarlo, ha oscilado entre una concepción absoluta de este y otra relativa. La primera identificaría el contenido esencial del derecho de propiedad con la noción de no anulación de la utilidad individual del bien o derecho del que se es propietario (STC 37/1987), de tal forma que, «cuando la restricción suponga la privación singular de un bien o de su utilidad económica, estaremos ante una expropiación». Por su parte, el contenido esencial de la libertad de empresa consistiría en «el derecho a iniciar y sostener una actividad empresarial y hacerlo en libre competencia» (STC 96/2013). En cualquier caso, ambas tesis acerca del contenido esencial de los derechos fundamentales consideran el principio de proporcionalidad de las restricciones legislativas como el expediente indispensable para determinar la constitucionalidad de estas.

Y es precisamente en la aplicación de este principio por parte del Tribunal Constitucional donde el autor identifica esa deferencia hacia el legislador que estima necesaria para permitir la promoción del Estado social sin socavar el pluralismo político.

Según él, esta deferencia no habría sido constante en el tiempo ni homogéneamente aplicada a todas las restricciones de los derechos fundamentales económicos, especialmente la libertad de empresa. En relación con esta última, el autor identifica un punto de inflexión en la STC 53/2014, de 10 de abril. Antes de este pronunciamiento, el Tribunal sí efectuaría un juicio de proporcionalidad para determinar la constitucionalidad de las restricciones a la libertad de empresa, si bien es cierto que incompleto, por no aplicar la última de sus fases. Y lo mismo cuando el objeto del análisis constitucional era la diversidad de las condiciones de ejercicio de la actividad económica en distintas comunidades autónomas, donde únicamente se valoraban la adecuación y la necesidad de la medida dentro del ámbito competencial respectivo (STC 96/2013, de 23 de abril). Sin embargo, a partir de la STC 53/2014, donde se distingue entre las restricciones al ejercicio de una actividad económica y las restricciones al acceso a una actividad económica, la jurisprudencia constitucional renunciará explícitamente al juicio de proporcionalidad en relación con las primeras para sustituirlo por un examen más laxo de razonabilidad.

Esta postura se mantendrá constante hasta la STC 89/2017, de 4 de julio, donde se añade una nueva exigencia al establecer que las limitaciones sobre el libre ejercicio de una actividad económica no pueden conllevar una privación del derecho. Así, cuando estas restricciones resulten tan severas como para impedir el ejercicio de una actividad económica, el Tribunal las equiparará a las restricciones al acceso a una actividad. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado, en su condición de normativa básica, elevará legalmente el estándar de protección del derecho de libertad de empresa frente a las regulaciones autonómicas que limiten o condicionen tanto el libre acceso como el libre ejercicio de las actividades económicas (STC 89/2017). En virtud de este canon mediato de constitucionalidad, estas últimas también deberán someterse a un examen de proporcionalidad.

En cualquier caso, la sustitución de un examen de proporcionalidad de las regulaciones legales que restrinjan el ejercicio de una actividad económica por un análisis de mera razonabilidad con base en el art. 38 CE se mantendrá hasta nuestros días. Y lo mismo ocurrirá con las determinaciones legislativas de la función social de la propiedad privada, tal y como pone de manifiesto en relación con ambos derechos la STC 112/2021, de 13 de mayo. Una deferencia que, a juicio del autor, ilustra cómo de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional posterior a 2014 es posible deducir su adhesión a una concepción de neutralidad económica de la Constitución, dejando espacio para que las diferentes opciones políticas mayoritarias en cada momento diseñen sus regulaciones económicas.

Solo en los casos de normativas públicas que condicionen directamente el propio acceso y establecimiento de los operadores económicos de la actividad mediante, por ejemplo, la exigencia de una autorización previa, se llevará a cabo un escrutinio más incisivo bajo el art. 38 CE. A lo que hay que añadir aquellos casos de regulaciones que supongan un obstáculo a la libre circulación de personas y bienes entre comunidades autónomas, que serán objeto de un examen más estricto, pero ahora desde la perspectiva del art. 139.2 CE, que proscribe el proteccionismo económico. La razón para realizar un escrutinio distinto en este segundo caso, nos dice el autor, es clara: «[…] mientras que la Constitución se muestra neutral en relación con el grado de intervención pública en la economía, no se muestra neutral en relación con el hecho de que una entidad infra estatal promueva el proteccionismo económico».

En el tercer capítulo de la obra, con un carácter histórico más acusado por la propia trayectoria del sistema constitucional estadounidense, se estudian las oscilaciones en la evolución del control jurisdiccional sobre las regulaciones públicas que restringen los derechos fundamentales de propiedad privada y libertad de empresa, tanto a nivel estatal como federal, con base en la cláusula del debido proceso.

El capítulo comienza con un repaso sobre la inclusión y el alcance del Bill of Rights en la Constitución norteamericana. Ya que, en un primer momento, la tabla de derechos de 1791 solo vinculaba a la Federación. Será después de la guerra de Secesión, con la aprobación de las denominadas «enmiendas de la reconstrucción» y el desarrollo de la doctrina judicial de la «incorporación», cuando los derechos consagrados en ella se erijan también como un límite a la actuación de los estados.

Los derechos de propiedad privada y de libertad de empresa se han radicado por la jurisprudencia estadounidense en la cláusula del debido proceso («ninguna persona puede ser privada de su vida, libertad o propiedad sin un debido proceso legal») contemplada en la V enmienda, que se reproducirá después en la XIV como límite a la actuación de los estados. La clave está en si esta cláusula supone una limitación sustantiva y no solo procedimental, primero a la actuación del Legislativo federal, y luego a las asambleas estatales.

Desde muy pronto, habrá pronunciamientos del Tribunal Supremo que apuntan hacia esa capacidad de la cláusula del debido proceso para limitar de forma sustantiva la acción del legislador federal en lo que se refiere al derecho de propiedad. Sin embargo, van a ser los tribunales estatales los que deduzcan un límite sustantivo a las regulaciones públicas que restrinjan los derechos fundamentales económicos; primero con base en los poderes de policía estatales derivados del common law y, más adelante, a partir de los años cincuenta del siglo xix, en las cláusulas del debido proceso de sus constituciones.

Será tras la incorporación de la XIV enmienda, en 1868, cuando esta idea se desarrolle en la jurisdicción federal, que podrá controlar, con base en una interpretación sustantiva de la cláusula del debido proceso, las limitaciones de la propiedad y la libertad establecidas por ley por los estados. Esto quedará ratificado a partir de la sentencia recaída en el caso Mugler v. Kansas, de 1887. No obstante, aunque el Tribunal Supremo reconozca esta posibilidad, en un primer momento optará por una actitud deferente con la valoración realizada por el Legislativo, trasladando al proceso electoral la función de determinar el acierto de estas regulaciones (Powell v. Pennsylvania, 1888).

Será a finales del siglo xix, con la mayor actividad pública en la promoción de intereses sociales, cuando el Tribunal Supremo comience a considerar ciertas regulaciones estatales contrarias a la cláusula del proceso debido y las anule. Pero el auténtico punto de inflexión hacia una jurisprudencia mucho más activista lo constituirá la sentencia del caso Lochner v. New York, dictada en 1905, donde se enjuiciará la constitucionalidad de una normativa estatal que pretende fijar una jornada máxima de ocho horas para los panaderos de Nueva York. En este caso, un Tribunal Supremo compuesto por jueces liberal-conservadores considerará que el fin de proteger la salud de los panaderos que supuestamente buscaba la medida no puede considerarse legítimo. Y, de este modo, se asentará una jurisprudencia basada en la asunción de la igualdad de las partes para negociar un contrato laboral, en la que se considerará que no existe interés público alguno que justifique la actuación en el ámbito social y redistributivo.

A partir del caso Lochner, la jurisprudencia del Tribunal Supremo se bifurcará en función de los objetivos que justifican las diferentes medidas. Por un lado, se seguirá admitiendo la constitucionalidad de ciertas regulaciones públicas que afectan a los derechos de libertad de empresa y propiedad que tienen como objetivo promover políticas tradicionales de policía de los Estados, como la salud, la seguridad o la moral. Por otro, sin embargo, se considerarán contrarias al proceso debido las regulaciones que buscan igualar la posición de patronos y trabajadores a la hora de negociar contratos laborales o, simplemente, equilibrar a posteriori el desequilibrio inicial de poder entre ambos. Así, por ejemplo, no se dieron de paso regulaciones, ni estatales ni federales, que prohibían los contratos yellow-dog: aquellos en los que se impedía a los trabajadores formar parte de un sindicato.

Durante los años veinte del siglo pasado se incrementará notablemente el número de declaraciones de inconstitucionalidad de regulaciones públicas a partir de una interpretación sustantiva de la cláusula del debido proceso. Una tendencia que solo empezará a revertirse tras un choque frontal con esta jurisprudencia de las nuevas concepciones sociales acerca de los fines del Estado surgidas de la Gran Depresión, cuando el Tribunal Supremo declare la inconstitucionalidad de buena parte de las medidas intervencionistas del New Deal.

El caso Nebbia v. New York (1934) constituirá un paso fundamental en la aceptación de objetivos de carácter social y redistributivo en la acción del legislador. Sin embargo, el giro jurisprudencial definitivo se producirá en West Coast Hotel Co. v. Parrish, en 1937. A partir de entonces no solo se considerará que la decisión acerca de la legitimidad de los fines que justifican la restricción de los derechos económicos corresponde a los órganos políticos, sino que también es función de estos determinar los medios para alcanzarlos. Lo que se manifestará en el criterio de control utilizado, que no pasará de un examen de razonabilidad donde únicamente se compruebe que la medida del poder público de alguna manera tiene una relación razonable con el objetivo legítimo que se quiere promover para que esta sea considerada conforme a la Constitución. La única excepción a un escrutinio tan laxo de la conformidad de una medida con la cláusula del debido proceso se producirá en los casos en que no son los derechos económicos los implicados, sino los derechos fundamentales civiles.

El desarrollo doctrinal de la teoría de la elección pública, a partir de la segunda mitad del siglo xx, constituirá el reto principal para las tesis que propugnan una amplia deferencia judicial con el Legislativo en la adopción de regulaciones económicas. Como señala el autor, «la auto restricción judicial no es reconciliable con los fundamentos de la teoría de la elección pública que consideran que las decisiones políticas nada tienen que ver con la promoción del interés público».

Pese a estas críticas, el Tribunal Supremo no parece estar dispuesto a abandonar una deferencia que, ya durante décadas, ha venido otorgando a los poderes públicos en la determinación de las políticas públicas. Algo que el autor identifica también en el caso estadounidense con una concepción económica neutral de la Constitución y una defensa del pluralismo político, ya que los tribunales renuncian a ejercer ese control más incisivo y transfieren esa capacidad a los electores, que valorarán las políticas adoptadas a través de su voto. Como es lógico, la realización de un Estado social inexistente a nivel constitucional en Estados Unidos no juega ningún papel en la justificación de esta deferencia judicial hacia el legislador.

El capítulo finaliza con un apartado dedicado a un tipo de casos en los que la jurisprudencia estadounidense ejerce un control más incisivo de las regulaciones públicas restrictivas de derechos económicos para determinar su constitucionalidad, aplicando el examen de proporcionalidad en todos sus extremos. Se trata de aquellos supuestos en los que no se produce una restricción del comercio en general, sino del comercio interestatal. En estos casos, desde el asunto Southern Pacific Co. v. Arizona (1945), se realiza un escrutinio más estricto con base en la cláusula de comercio durmiente.

Para concluir, el último capítulo del libro analiza el control jurisdiccional de las regulaciones que restringen los derechos fundamentales económicos en el ámbito de la Unión Europea, donde, a juicio del autor, la deferencia con el legislador no se ha explicitado siempre de manera clara, propiciando con ello ciertos riesgos de lochnerización del modelo.

El análisis se divide aquí en dos períodos temporales: antes y después de la entrada en vigor de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. En un primer momento, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia asumirá el principio de proporcionalidad como el criterio de conducta del legislador europeo y de los Estados miembros cuando aplican derecho europeo a la hora de establecer restricciones sobre los derechos fundamentales. Sin embargo, en materia de política agraria se reconocerá al legislador una amplia potestad discrecional, por lo que se considerará que solo el carácter manifiestamente inadecuado de una medida podrá afectar a su legalidad. Así, a través del control jurisdiccional no se realizará una estricta aplicación de las sucesivas comprobaciones que conforman el principio de proporcionalidad, siendo el escrutinio de la manifiesta inadecuación que realiza el tribunal bastante deferente en la práctica con el legislador. Con esta forma de proceder, el principio de proporcionalidad se constituye en norma de conducta para el legislador de la Unión, pero no en una norma de control sobre el legislador por el juez europeo.

Con el tiempo, no obstante, la jurisprudencia europea pareció incorporar, junto con el criterio de mera adecuación de la medida, un escrutinio sobre la necesidad de la medida restrictiva, si bien practicado de manera muy deferente, limitándose a comprobar si el legislador ha incurrido en un error manifiesto. Una deferencia que se extenderá igualmente a las restricciones de los derechos fundamentales económicos que se derivan de la acción de los Estados miembros cuando actúan en el ámbito de aplicación del derecho de la Unión.

Después de la entrada en vigor de la Carta de Derechos Fundamentales, el Tribunal de Justicia, en una cierta línea jurisprudencial, ha continuado afirmando la necesidad de ser deferente con el poder público que restringe los derechos fundamentales económicos. Si bien surgirá ahora un debate planteado por ciertos abogados generales sobre si esta deferencia no debería articularse introduciendo flexibilidad a la hora de efectuar el examen de proporcionalidad de las restricciones, pero sin renunciar a la aplicación de ninguna de las tres fases que lo componen. Pese a todo, como muestra el autor, se trata de un debate más nominal que sustancial, pues optar por una u otra vía no afecta en realidad a la deferencia con el legislador europeo. Una deferencia que, independientemente de cómo se practique, «se justificará en dos motivos: en la necesidad de reconocer al legislador de la Unión una amplia facultad discrecional en aquellas materias en las que ha de tomar decisiones de naturaleza política, económica y social, y realizar apreciaciones complejas y en la necesidad de tomar en consideración los derechos fundamentales económicos en relación con su función en la sociedad».

En paralelo a esta tendencia, sin embargo, habría otra línea jurisprudencial donde se encuadrarían pronunciamientos del Tribunal de Justicia como la sentencia Sky Österreich GmbH, de 22 de enero de 2013, o el asunto Lidl GmbH & Co. KG, de 20 de junio de 2016, donde sí se aplican rigurosamente todas las fases del principio de proporcionalidad para determinar la legitimidad de la restricción, con el consiguiente riesgo que ello supone para la capacidad de configuración del legislador europeo de la política económica.

Pero no es este el único riesgo de lochnerización que el profesor De la Quadra-Salcedo detecta en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia. Un segundo peligro de intromisión jurisdiccional en la esfera discrecional del legislador se encontraría no ya en la forma de analizar las restricciones a los derechos económicos reconocidos por la Carta de Derechos Fundamentales, sino en la interpretación por parte del Tribunal de las libertades básicas del mercado interior como límite a la actuación de los Estados miembros. Cuando estas libertades no se entienden como un límite a las medidas proteccionistas de los Estados, sino como límites a cualquier regulación estatal que imponga restricciones a la actividad económica, aun cuando estas restricciones no conlleven ningún efecto diferenciado para los productos o servicios originarios de otros Estados miembros, se convierte a estas libertades en una suerte de réplicas de los derechos fundamentales económicos a los que, sin embargo, se aplica un estricto control jurisdiccional de proporcionalidad.

En los últimos compases de la obra, el profesor De la Quadra-Salcedo rastrea los fundamentos teóricos de estos riesgos de lochnerización del modelo europeo hasta los orígenes ordoliberales de este. Sin embargo, concluye criticando que «lo que esta perspectiva parece olvidar es que ha sido la evolución del propio proceso de integración la que ha hecho perder al mismo su alma ordoliberal». En defensa de esta tesis esgrime el autor la inclusión como principios en la Carta de Derechos Fundamentales de importantes derechos sociales cuya promoción justifica la restricción de los derechos económicos, así como el hecho de que los tribunales constitucionales nacionales hayan incluido la caracterización de sus respectivos Estados sociales como parte de sus identidades nacionales y, con ello, como un límite al propio proceso de integración.

Desde mi punto de vista, sostener que estos desarrollos han hecho perder al proceso de integración europea su alma ordoliberal es quizás una afirmación demasiado rotunda. Es cierto que el anhelo social está ahí, como lo demuestra también el Pilar europeo de derechos sociales. Ahora bien, concuerdo con Gordillo en que los cimientos de la estructura constitucional económica de la Unión Europea siguen siendo los principios y valores ordoliberales, «que inspiran y condicionan todo el entramado» (‍2018: 272).

Sea como fuere, la última monografía del profesor Tomás de la Quadra-Salcedo es un libro militante en su defensa de las posibilidades de promoción del Estado social y del respeto hacia el pluralismo político. Y lo es, además, desde el más estricto rigor jurídico, al margen del vaporoso voluntarismo de muchos estudios sobre «derecho constitucional económico» de los últimos tiempos. Se trata, por tanto, de una lectura obligada para todos aquellos interesados en la concreción jurídico-constitucional del Estado social, así como en las implicaciones para el derecho de las diversas doctrinas económicas.

NOTAS[Subir]

[1]

Sobre la obra de Tomás de la Quadra-Salcedo Janini Los derechos fundamentales económicos en el Estado social, Madrid, Marcial Pons, 2022, 243 págs.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Abendroth, W., Doehring, K. y Forsthoff, E. (1986). El Estado social. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

[2] 

Biglino Campos, P. (2020). Principios rectores, legislador y Tribunal Constitucional. Revista Española de Derecho Constitucional, 119, 53-‍84. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.119.02.

[3] 

De la Quadra-Salcedo Janini, T. (2004). Unidad económica y descentralización política: Libre circulación de mercancías y control judicial en EE. UU. y en la Unión Europea. Valencia: Tirant lo Blanch.

[4] 

Díez-Picazo, L. M. (2021). Sistema de derechos fundamentales. Valencia: Tirant lo Blanch.

[5] 

Gordillo Pérez, L. I. (2018). Constitución económica, ordoliberalismo y Unión Europea. De un derecho económico nacional a uno europeo. Revista de Derecho UNED, 23, 249-‍283. Disponible en: https://doi.org/10.5944/rduned.23.2018.24017.

[6] 

Jiménez Campo, J. (1999). Derechos fundamentales. Concepto y garantías. Madrid: Trotta.

[7] 

Macho Carro, A. (2022). El encaje jurídico del sistema universal de protección de los derechos sociales en el ordenamiento español. Revista Española de Derecho Constitucional, 125, 77-‍105. DOI: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.125.03.

[8] 

Rey Martínez, F. (1994). La propiedad privada en la Constitución española. Madrid: Boletín Oficial del Estado y Centro de Estudios Constitucionales.