La preocupación por la erosión de las democracias tiene un carácter global y afecta a países que hasta hace pocos años eran considerados modelos para imitar, como Estados Unidos o el Reino Unido (‍Levitsky y Ziblatt, 2018). Prácticamente todas las instituciones públicas y privadas que miden los diversos índices de calidad, como IDEA Organización, The Economist o la Comisión de Venecia, señalan que el siglo xxi, pese a las optimistas previsiones tras el fin del socialismo real y otras formas de autoritarismo, está siendo un momento histórico poco favorable para la consolidación de las democracias constitucionales. Los factores son diversos, aunque casi siempre se apunta al crecimiento de la desigualdad, los conflictos culturales y el desprestigio de la ideología liberal como principales elementos coadyuvantes de la degradación democrática, degradación que, además, se refuerza por la escasa credibilidad que los propios ciudadanos otorgan a las instituciones y a la política (‍Graber et al., 2018).

La bibliografía es al respecto inmensa y no se trata aquí de realizar un inventario. Sin embargo, sí parece de interés centrarse en problemas domésticos que no se expresan con claridad y contundencia en revisiones genéricas internacionales. Por ejemplo, en el informe de 2022 de The Economist, España pasó de ser una democracia plena a una «defectuosa» como consecuencia de la gestión de la pandemia y los problemas para renovar el Consejo General del Poder Judicial (en adelante, CGPJ). En marzo de 2023 volvemos a ser una democracia plena en ese informe, pese a que sigue sin renovarse el CGPJ y diversos trabajos académicos muestran el crecimiento de la polarización, así como el descenso de la seguridad jurídica como consecuencia de la desvalorización de un Estado de derecho que también sufre, en estos momentos, serios problemas en el contexto comunitario (‍Martín y Pérez de Nanclares, 2019).

El libro aquí analizado es especialmente útil para comprender y contextualizar las disonancias nacionales e internacionales aludidas. Es fruto de un detallado y severo informe realizado por algunos miembros del Colegio Libre de Eméritos, fundación a la que pertenecen diversos profesores e intelectuales en activo o que, una vez alcanzada la edad de jubilación, desean seguir aportando a la sociedad sus conocimientos y experiencias. En este caso, se trata Manuel Aragón, Francesc de Carreras, Juan Díez Nicolás, Tomás-Ramón Fernández, José Luis García Delgado, Emilio Lamo Espinosa, Araceli Mangas, Francisco Sosa Wagner y Gabriel Tortella, todos ellos coordinados, además, por Manuel Aragón. Los autores no necesitan más presentación. El informe desarrolla los siguientes ámbitos temáticos: la situación del régimen parlamentario, los problemas del sistema electoral y de partidos, el Estado autonómico, la siempre presente cuestión de la independencia judicial, las mutaciones del Gobierno y la Administración y las transformaciones de la política exterior en relación con la Constitución. El trabajo concluye con un detallado capítulo sobre la economía española en la última década, seguramente realizado por Gabriel Tortella.

No nos resistimos a realizar una valoración inicial de tipo generacional. España es un país donde el debate generacional suele terminar en enfrentamiento generacional desde que Azorín, Ortega y Gasset y Julián Marías trazaran las líneas maestras sobre las rupturas y continuidades temporales de la sociedad, la cultura y la política. Ese marco ha pesado, y mucho, en la concepción de la Constitución y en el escaso hábito reformador mostrado por la clase dirigente española, lo que sin duda incide en la crisis de legitimidad del sistema constitucional puesto en marcha en 1978: calificado como «Régimen», no debe ignorarse el rechazo que parte de la «nueva política» ha profesado contra el pacto de convivencia de la Transición. Diríamos más: en España sigue estilándose, como consecuencia de las diversas concepciones del tiempo y de la historia que circulan, una cierta incomunicación generacional como consecuencia de la incomprensión que suele suscitarse cuando se trata de afirmar la autoridad intelectual de lo nuevo sobre lo viejo. Recuérdese lo que decía el Juan de Mairena de Antonio Machado: «En política, como en el arte, los novedosos apedrean a los originales».

Los novedosos anunciaron una ruptura generacional cuando la crisis financiera se convirtió en crisis económica y del bienestar. Sin embargo, esta aparente ruptura, producida por el miedo al futuro, no trajo la consabida regeneración y este libro muestra la grave y preocupante desafección hacia los asuntos públicos de los españoles: confían en las elecciones como mecanismo para garantizar la alternancia, pero muy poco en los partidos, el Gobierno o el Parlamento. Y si confían en las elecciones, seguramente, es por el gregarismo partidista que han hecho de tales procesos la sublimación de la política en la comunicación y los acontecimientos aleatorios (‍Achen y Bartels, 2016). En tal sentido, sigue sorprendiendo la poca atención que la ciencia política y el derecho constitucional pusieron en el evento del 11-M de 2004, cuando se produjo un atentado terrorista que cambió significativamente el resultado electoral. Ningún análisis serio se hizo con posterioridad sobre la cuestión, ninguna reflexión o enseñanza sobre la pérdida de credibilidad del sistema a partir de unos hechos democráticamente calamitosos desde todos los puntos de vista imaginables (‍Muñoz López, 2005). Las series largas de la demoscopia muestran un descenso acusado de la confianza en la política desde esa fecha y un aumento de la «crispación»: esta crispación es hoy «bibloquismo», fenómeno de aislamiento entre bloques ideológicos que se vuelven impermeables. Por el momento, no parece que la actitud de los representantes se haya trasladado a la ciudadanía, aunque esta es una cuestión que puede cambiar de la noche a la mañana, como se ha demostrado en otras experiencias históricas y comparadas.

El segundo capítulo aborda los graves problemas del régimen parlamentario (‍Aragón Reyes et al., 2021). No se descubre nada nuevo que la doctrina más autorizada no haya puesto de relieve durante las últimas décadas: el centro de la producción normativa en el Estado se ha desplazado hacia el Ejecutivo, como consecuencia de la generalización de lo que se llama «legislación motorizada» y del arrinconamiento de la ley nacional en beneficio de la Unión Europea, donde los Gobiernos tienen un especial protagonismo en la negociación de directivas y reglamentos. Es notable, igualmente, la progresiva disolución de los instrumentos parlamentarios de control al Gobierno, debido a la correa de transmisión que hay entre el Ejecutivo y su mayoría parlamentaria. Hoy bien puede decirse que es el Gobierno el que controla políticamente a la oposición y no a la inversa, seguramente por la inexistencia de un verdadero estatuto constitucional de esta última (asunto que, por cierto, pasa inadvertido en el informe) y de que en el Parlamento únicamente se produce una relación entre la mayoría y la minoría.

La pandemia no ha hecho más que apuntalar esta transformación del parlamentarismo. Ahora bien, quizás esta mutación, si se nos permite la expresión, sea irreversible porque obedece a cambios más profundos que a veces pasan inadvertidos. Bien es cierto que caben mejoras como el reforzamiento de la figura del parlamentario individual, pero el protagonismo de los partidos en el Parlamento es irremplazable y poco matizable dada la relación casi servil entre los miembros de las listas electorales y un líder cada vez más carismático. Así las cosas, es muy probable que en el futuro más cercano el principal reto de nuestro sistema parlamentario sea la mejora del mecanismo de investidura del presidente del Gobierno, dada la inexistencia de unas reglas políticas compartidas que acompañen al art. 99 CE. La descentralización del sistema normativo por razones de la aceleración temporal y la complejidad creciente del sistema de fuentes está convirtiendo al Parlamento en una instancia básicamente discursiva y de control matizado, donde tienen que plantearse los grandes debates que acucian a la sociedad. En este marco, el derecho constitucional tiene que replegarse hacia el lenguaje y la historia conceptual para orientar una semántica compartida de la democracia (‍Palonen, 2018).

El informe tiene olfato al plantear lo evidente: a diferencia de otras crisis de régimen constitucional (véanse las diferencias y similitudes entre las crisis de 1917 y 2017 y de 1923 y 2023), la Corona es hoy en España una reserva de institucionalidad. Su funcionalidad integradora pretende evitar un deslizamiento de la neutralidad del jefe del Estado hacia cualquiera de las opciones políticas en liza. Ahora bien, nuestra monarquía, cuya funcionalidad con respecto a la democracia y el parlamentarismo parece poco discutible, no deja de ser accidental y su legitimidad reside básicamente en la pervivencia de un bipartidismo sólido que la acepte. Por ello, el libro plantea posibles reformas relacionadas con la Corona. Con respecto a una posible «ley orgánica de la Corona», se apuesta por una novedosa reserva de Constitución que bien podría trasladarse al contenido esencial de otros órganos constitucionales (por ejemplo, el CGPJ) (‍García, 2023). No cabría, por tanto, un estatuto legislativo del rey, por ejemplo, para relativizar su inviolabilidad. Por otro lado, se plantean dos tipos de límites a la reforma constitucional: uno, de tipo político, que vincularía la monarquía a la pervivencia y legitimidad del modelo parlamentario (‍Tajadura, 2018); el otro, de tipo ontológico, y asentado en la idea de «democracia resistente», supondría que el art. 168 CE permitiría cambiar «de» Constitución, pero nunca abandonar el constitucionalismo como forma de organizar la convivencia.

Bien es sabido que, históricamente, los españoles han venido descreyendo, con mejores o peores razones, del sistema electoral primero constitucionalizado y después desarrollado por la LOREG. Las acusaciones se vertían en un doble sentido, vinculando causa y efecto: lesionado el principio de proporcionalidad por el mayor peso del voto en la España vacía, se consolidaría lo que peyorativamente se llamaba «bipartidismo». Esta última cuestión apenas merece ser refutada: en 2015 pasamos al multipartidismo sin necesidad de tocar una coma de la LOREG, por lo que puede colegirse que la sociedad, y no el régimen electoral, es la que era bipartidista. El informe aquí comentado llama la atención sobre la imposible cuadratura del círculo: la deseada mayor proporcionalidad conduciría a más inestabilidad política e ingobernabilidad. No es necesario traer cuenta aquí y ahora de las investiduras fallidas y los numerosos y largos Gobiernos en funciones después de 2016. Lo importante es que se adopta una perspectiva netamente realista: sin modificar la Constitución, el aumento de la proporcionalidad tendría en todas las propuestas planteadas un resultado modesto y podría condicionar la pluralidad territorial que tanto preocupa. La reforma constitucional puede cambiar la circunscripción electoral —de la provincia a la comunidad autónoma— o incluso avanzar hacia formas mixtas de representación entre distritos nominales y uno nacional, pero ello tendría que ir acompañado de una modificación de la cultura y actitudes políticas de la sociedad.

En el trabajo se llama la atención, como no podía ser de otra manera, sobre la degradación de la vida interna de los partidos políticos. Entes vacíos de militantes (‍Mair, 2015), han pasado de ser organizaciones de clase a organizaciones de electores estrechamente ligadas a los movimientos sociales y a valores posmateriales transversales. Ello provoca, bien es conocido, una democracia de «singularidades» con gran repercusión en el procedimiento legislativo y en el contenido final de leyes. En cualquier caso, se recuerda de forma preclara que los ciudadanos ejercen la participación política (art. 23 CE), también, a través de los partidos. Por ello, se realizan algunas propuestas cautelosas sobre su profundización democrática, una vez se han detectado los efectos cesaristas de unas primarias que estaban pensadas para la lógica estadounidense y no europea. En tal sentido, el informe recuerda que tiene todo el sentido proyectar la democracia representativa de la Constitución en la vida interna de los partidos, abriendo la participación en la elección de cargos y en la elaboración de listas no solo a afiliados, sino también a «simpatizantes» sin relación formal con la formación política. La idea parece de interés, pero en nuestra opinión idealiza el interés de la ciudadanía en la política: el avance, por ejemplo, hacia listas abiertas o desbloqueadas exigiría una «reeducación» constitucional y cívica de un votante atrapado en eslóganes y en la lógica simulativa que ofrece el mundo digital (‍Blühdorn, 2020).

Sigamos con los problemas del Poder Judicial, analizados en el capítulo IV. No hace falta recordar, de nuevo, el vínculo entre seguridad jurídica y estabilidad socioeconómica. Para asegurar la fortaleza de ese vínculo es necesario, además de elaborar buenas leyes, construir un Poder Judicial eficaz que garantice la independencia judicial (‍De Lora, 2023). Retrospectivamente, el informe parece considerar la constitucionalización del CGPJ una mala idea: no solo porque haya sido el foco de infección del peor partidismo, sino porque su propia configuración ha impedido que el ejercicio de competencias se haya alejado del principio de objetividad, provocando suspicacias en torno a la imparcialidad judicial. El foco de infección del CGPJ, donde más diáfanamente se ha mostrado la fatal política de cuotas sin veto, se ha ido trasladando a otros órganos, como el Tribunal Constitucional (en adelante, TC), provocando una gangrena institucional de enorme gravedad para el sometimiento del poder al derecho. Las reformas propuestas en este ámbito —como la tímida apuesta por el sorteo— resultan insuficientes: la captura general de órganos de control por los partidos daña de manera significativa la democracia española y perfora su credibilidad. Llama la atención, en tal sentido, la ausencia en el trabajo de cualquier referencia a lo que ha empezado a identificarse como «neutralidad institucional» como mecanismo corrector de la excesiva politización de las instituciones (‍Gavara de Cara y De Miguel Bárcena, 2023).

Decíamos antes que uno de los fenómenos más reseñables del proceso de desvalorización del parlamentarismo había sido el reforzamiento inevitable de los Ejecutivos. Se ha señalado que el presidencialismo es típico de populismos y se fortalece por la pérdida de eficacia en la resolución de problemas de sistemas políticos que trabajan con los tiempos geológicos del parlamentarismo (‍Rosanvallon, 2020). No obstante, la deriva presidencialista española ya fue detectada hace casi dos décadas (‍Aragón, 2002). El informe parece replegarse en esta cuestión hacia cambios en la cultura política de los partidos, como lo demuestra la proposición para transformar nominalmente el presidente del Gobierno en «primer ministro». No puede olvidarse, en cualquier caso, que nuestro sistema se levanta sobre un modelo de canciller y no de gabinete y que es la propia Constitución la que otorga un gran ramillete de competencias al jefe del Ejecutivo para fomentar la estabilidad. Por otro lado, el legado caudillista de la dictadura parece seguir muy presente en la mentalidad política de los españoles, que no parece que tras cuarenta y cinco años de Constitución hayan asumido que la «democracia avanzada» era un mandato destinado a vertebrar una sociedad más horizontal y menos sometida a los liderazgos antipluralistas. Los avances en transparencia y gobernanza no resuelven estos problemas, sino que los enquistan más por ser políticas orientadas al efectismo.

Este nuevo ungüento legitimador —transparencia y gobernanza— no puede tampoco remediar los preocupantes signos de decadencia de la Administración pública (capítulo V). El alejamiento, de nuevo, del diseño constitucional, es fuente de problemas: resultan inexplicables, como se señala en el informe, los procesos de desprofesionalización de la Administración, así como la desvalorización del estatuto del funcionario (art. 103.3 CE) en beneficio de trabajadores eventuales o interinos. Proliferan las autoridades independientes sin que existan valores constitucionales que proteger o una vez la liberalización de los sectores económicos ha concluido. Pero la preocupación no acaba aquí: la recepción de fondos comunitarios para restañar los daños de la pandemia ha producido una flexibilización de los controles relacionados con la contratación pública, obligando a crear una especie de «Gobierno en la sombra» —Comisión para la Recuperación, Transformación y Resiliencia— que no solo muestra la impotencia política de la Administración y el Ejecutivo para cumplir con sus tareas, sino que impide un correcto control de decisiones estratégicas tomadas por organismos que actúan sin publicidad con respecto a unas Cortes inoperantes y una opinión pública indiferente.

El capítulo VI del libro analiza, como no podía ser de otra manera, la grave situación en la que se encuentra el Estado autonómico. En primer lugar, se destaca la deficiente constitucionalización de la descentralización. La indecisión constituyente en la materia ha convertido a la Constitución territorial en una norma evolutiva donde el derecho ha dejado de dirigir el proceso y se ha echado en manos de una cooperación castiza en la que se terminan intercambiando votos presupuestarios y de investidura por competencias y financiación. Mucho se alabó, en tal sentido, la labor jurisdiccional inicial del TC en la construcción del Estado autonómico: hoy puede decirse que aquella labor fue fallida y produjo no poca confusión a la hora de determinar el significado constitucional de términos centrales como «bloque constitucional», «competencia exclusiva» o «derecho supletorio». La parcial desconstitucionalización del sistema y el protagonismo del principio dispositivo pueden ser una ventaja en sistemas de descentralización que quieren adaptarse al cambio y a las constantes crisis que sufre el Estado en el ámbito de la globalización. Sin embargo, una cosa es la flexibilidad competencial y otra es reconstruir las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas a partir de la plurinacionalidad, con el objetivo de crear ámbitos confederales para resolver las tensiones nacionalistas y espacios de centralización para disciplinar políticamente regiones de distinto signo que la mayoría en Cortes (‍Fuentes, 2023). Ejemplo de este «jacobinismo asimétrico» ha sido el impuesto de solidaridad de las grandes fortunas, aprobado por las Cortes al margen del mecanismo LOFCA para neutralizar la autonomía financiera en relación con el impuesto sobre el patrimonio cedido a las comunidades autónomas por el Estado (‍Varona Alabern y Arranz de Andrés, 2023).

En cualquier caso, el libro no termina de afrontar con determinación el gran problema español del siglo xxi. Y ese problema, como ya se imaginan, es el crecimiento del nacionalismo soberanista en Cataluña (y con el País Vasco a la espera). Se confía en exceso en la potencialidad racionalizadora de un federalismo alemán por comparación: el federalismo se levanta, siempre, sobre una lealtad constitucional de la que en España se carece. Efectivamente, con la actual definición de soberanía de la Constitución, fatalmente reconstruida por la STC 42/2014, parece muy difícil, por no decir imposible, llevar a cabo un proceso de secesión o celebrar un referéndum de autodeterminación sin que el decisionismo termine por menoscabar el compromiso democrático, en la forma y en el fondo, puesto en marcha en 1978 (‍González García, 2023). Si la solución es la «conllevancia» orteguiana, como se sugiere, no quedaría más remedio entonces que reconocer que se necesita un nuevo Estado autonómico que albergue «fragmentos de Estado» confederales mediante la creación de estatus diferenciales para las nacionalidades históricas.

Obviamente, esta transformación necesitaría una reforma constitucional de gran alcance, pues resulta inapropiado seguir por la vía interpretativa, por ejemplo, abierta por la disposición adicional 1.ª de la Constitución, mecanismo de integración territorial para País Vasco y Navarra que está conduciendo, desde hace años, a «excesos de foralidad» que dañan principios constitucionales como la solidaridad o la igualdad entre españoles (‍Solozábal, 2010). En cualquier caso, si se opta por el camino de las asimetrías políticas y legislativas, profundizando en el federalismo castizo al que antes aludíamos, resulta inevitable que el problema territorial se convierta en problema democrático. La configuración de ámbitos blindados al Estado y sus instituciones en determinadas comunidades autónomas implicará una extrapolación de la West Lothian question a nuestro país, dado que determinadas fuerzas nacionalistas y soberanistas que no se comprometen con la lealtad constitucional condicionan de forma decisiva la formación de Gobiernos centrales y el mantenimiento de una mayoría parlamentaria de minorías. Desde este punto de vista, se requieren fórmulas electorales más atrevidas —por ejemplo, el premio a la mayoría o el aumento de las barreras electorales— que garanticen una estabilidad relativa a los partidos mayoritarios y que se vean compensadas con la transformación del Senado en una auténtica Cámara de representación territorial. En este trabajo se apuesta por importar un modelo de Consejo o Bundesrat alemán que quizá solo sea compatible, precisamente, con un sistema de relaciones horizontales y verticales donde el diseño de las negociaciones ha variado entre lo bilateral y lo multilateral (‍García Morales, 2017).

Pero las malas noticias para el declive institucional no acaban aquí. El libro aborda en su capítulo VII la actividad del Estado en materia exterior. Los problemas en esta parcela se identifican, de nuevo, de forma clara y distinta: el alejamiento ya no de las premisas, sino de los principios y normas constitucionales. Se llama la atención, para empezar, sobre el reforzamiento de la figura del presidente del Gobierno y de su gabinete en las relaciones internacionales. Ello no solo ha eclipsado al Ministerio de Asuntos Exteriores y al propio Consejo de Ministros, sino que ha supuesto el apartamiento de la toma de decisiones significativas, como el cambio de estrategia en relación con el antiguo Sáhara español, de la Asesoría Jurídica Internacional del propio Ministerio. Hechos como este explican que España sea al día de hoy el país con más expedientes de infracción del derecho comunitario abiertos y que sea, además, uno de los Estados más demandados y condenados en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones. En este ámbito, se pone de manifiesto, como ya se imagina el lector, la escasa calidad regulatoria del Estado, producida por la proliferación de normas contradictorias, modificaciones legislativas o reglamentarias atropelladas, cambios de fiscalidad repentina o retirada de ayudas públicas sin ninguna seguridad jurídica para el capital inversor (‍Mora-Sanguinetti, 2022).

El alejamiento constitucional de la acción exterior continúa con un fenómeno ya conocido y que ha alcanzado niveles muy preocupantes tras la aprobación de las leyes 2/2014, de la Acción y del Servicio Exterior del Estado, y 25/2014, de Tratados y otros Acuerdos Internacionales. Se trata, por un lado, de la cesión material de la competencia exclusiva del Estado en relaciones internacionales (art. 149.1.3.ª CE) mediante la tolerancia y falta de control de las actividades de las comunidades autónomas realizadas, bien por vía paradiplomática, o bien de manera informal. Se señala, con razón, que esa cesión debería haberse realizado en las condiciones y con las debidas garantías de la delegación de competencias del art. 150.2 CE. Asimismo, proliferan cada vez más los acuerdos internacionales no normativos (en adelante, AINN), compromisos de intenciones con otros sujetos de derecho internacional que contenían declaraciones de intenciones del Gobierno de la Nación sobre aspectos técnicos, políticos o logísticos. Hemos usado un verbo pasado porque, desde la aprobación de la Ley 25/2014, los AINN pueden ser celebrados no solo por el Estado, sino por órganos y entes de la Administración General del Estado, las comunidades autónomas, ayuntamientos y cualesquiera otros sujetos de derecho público sin recabar autorización al Consejo de Ministros o notificar su conocimiento al Ministerio de Asuntos Exteriores. Se advierte, con toda la razón, que esta falta de control y publicidad pueden conducir, fácilmente, a la elusión de las exigencias democráticas derivadas de la correcta aplicación del art. 94 CE, pues todo queda en manos de la calificación unilateral, en particular, que haga el propio Gobierno del AINN.

El capítulo VIII se cierra con un catálogo de las debilidades de la economía española, que sigue perdiendo competitividad y arrastra una imparable caída de renta per cápita con respecto a la UE: tras más de dos décadas fuera, nuestro país vuelve a ser candidato a obtener fondos de cohesión comunitarios por estar por debajo del 85 % de la media. Se llama poco la atención sobre la relación inexorable entre pérdida de calidad democrática y del Estado de derecho y el declive socioeconómico de las naciones (‍Acemoglu y Robinson, 2014). Lo expresado en el presente libro es muy preocupante y debería suscitar una reflexión y una reacción colectivas para mejorar los parámetros del sistema constitucional que nos coloquen en la senda de modernización del Estado que prometía nuestra incorporación al proyecto europeo en 1986. La UE no es solo un experimento pragmático para obtener réditos económicos y financieros, sino un proyecto moral y político que pasa por respetar y cumplir lealmente el patrimonio constitucional que está en el frontispicio de sus tratados.

En tal sentido, no puede dejar de llamarse la atención sobre los delicados parámetros que conforman lo que se conoce como constitucionalismo democrático tras la II Guerra Mundial en el continente: racionalización del sistema parlamentario, desconfianza hacia la soberanía, sometimiento de la política al Estado de derecho y construcción de una red supranacional para corregir jurídicamente excesos de estatalidad por todos conocidos. La era populista que nos ha tocado sufrir supone, sobre todo, una modificación de la relación entre el principio de la mayoría y la Constitución (‍Müller, 2017). Pensada para proteger a las minorías y la seguridad jurídica a la hora de interpretar la ley, en la más pura lógica kelseniana, la democracia adquiere sentido si existe una jurisdicción que de una forma contramayoritaria sujete al legislador con deferencia pero contundencia en momentos críticos. Se echa de menos, en este por lo demás excelente trabajo, más allá de algunos retazos, una mayor atención —quizá con capítulo específico— a la degradación de la auctoritas de nuestro TC, tanto por la pérdida de rigor en sus pronunciamientos como por la incidencia que la política de cuotas partidistas ha tenido en su composición. Una praxis jurisdiccional que transforme la debida deferencia hacia el legislador en lealtad invariable hacia la mayoría supone la conversión del TC en un órgano contraminoritario y representativo. En tal caso, seguiremos siendo una democracia, aunque difícilmente podrá ser adjetivada como constitucional.

NOTAS[Subir]

[1]

A propósito del libro colectivo de Manuel Aragón, Francesc de Carreras, Juan Díez Nicolás, Tomás-Ramón Fernández, José Luís García Delgado, Emilio Lamo de Espinosa, Araceli Mangas, Francisco Sosa Wagner y Gabriel Tortella, España: democracia menguante, Madrid, Fundación Colegio Libre de Eméritos, 2023, 272 págs.

Bibliografía[Subir]

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[23] 

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