LOS DILEMAS ACTUALES DEL ESTADO DE DERECHO EN LA UNIÓN EUROPEA
The current predicaments of the rule of law in the European Union
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
Escribir en esta publicación española de referencia en la Unión Europea un editorial sobre el Estado de derecho es, ante todo, un gran honor que agradezco sinceramente, incluso si, como suele ocurrir con los honores mundanos, viene envenenado. El primer veneno radica en poder estar a la altura de la entidad de un tema que, siguiendo la expresión cursi pero absolutamente cierta, forma parte del ADN de la integración europea. Un asunto que, por su dilatada y densa evolución, ubicuo entre los valores de la Unión y la independencia judicial, se ha convertido en fetiche en los últimos diez años. Un verdadero must en cualquier currículo que se precie dentro de esa peculiarísima academia del derecho de la Unión. Esta Revista es expresiva de ello, no solo por los numerosos trabajos de excelente factura que han ido desgranando su evolución, sino porque anteceden a este editorial, jalonados por años, otros cuatro a cargo de auténticos centros gravitatorios del derecho de la Unión (Gutiérrez-Fons, 2023; Lenaerts, 2022; De Gregorio Merino, 2022; y Campos Sánchez-Bordona, 2020).
Esa endiablada deriva, amplificada por una sobreexposición doctrinal desmesurada, es el segundo veneno que hace del Estado de derecho en la Unión ahora, en 2025, un tema sobre todo incómodo. No es raro que sea así. Como objeto científico, ha pasado de ser la niña de los ojos de todos nosotros a convertirse en el patito feo. De una fealdad, además, contagiosa, porque termina afeando (esta es la verdad) a casi todos. Desde luego, a Estados miembros y a instituciones europeas; pero, si me apuran, incluso a las mismas sociedades: la europea y las nacionales.
Y, ante ese panorama, la doctrina no puede sino encontrarse necesariamente en una situación poco amable, que creo que se puede describir a través de tres dilemas que podrían enunciarse valleinclanescamente más o menos así: la historia ha hablado, o conmigo o contra mí; no venga usted con tecnicismos jurídicos en estos momentos constitucionales; y Estado de derecho: ¿valor único en su especie o uno más del montón? De estos aspectos desearía ocuparme en los cuatro apartados que siguen.
Por descontado, a estas alturas, si uno quiere seguir hablando del Estado de derecho en la Unión, el único mandato cívico ineludible debe ser la aspiración a la brevedad y a la no repetición. Y, por tanto, procede la remisión in toto a lo que uno ya escribió, sobre todo porque contiene citado lo que una vez se leyó y de lo que se aprendió, se recuerde ahora eo nomine o no[2].
II. LA DEFENSA JUDICIAL DEL ESTADO DE DERECHO COMO OPCIÓN POLÍTICA[Subir]
Sin duda, el primer dilema tiene que ver con la lectura que se haga de lo acaecido. Y digo lectura porque realmente el diagnóstico de lo que ha ocurrido en los últimos quince años e incluso el encuadre jurídico básico donde ha desembocado toda esta cuestión no me parecen susceptibles realmente de discusión, incluidos los ángulos muertos que ha dejado, como últimamente han apuntado cuatro autores que podrían, sin el menor atisbo descalificador, apodarse del sanedrín en este tema (Bárd et al., 2024)[3].
Europa, como por otra parte el mundo en general, asiste desde hace tiempo a una evolución de las sociedades nacionales que las aleja de la fe en el modelo de democracia liberal que una vez tuvieron, fuera por convencimiento, aculturación, conveniencia o pura estrategia de supervivencia. Este alejamiento en algunos Estados de la Unión ha sido frontal y, sobre todo, ha descubierto y estandarizado un protocolo de autocratización bastante exitoso[4]. Ese protocolo requiere primeramente el desmantelamiento del Estado de derecho, pues, como ha descrito Liñán Nogueras (2020), el Estado de derecho vehicula al resto de los valores o, si se prefiere, funciona como garantía jurídica de preservación del modelo de organización política y social. De ahí que el primer campo de batalla sea y haya sido precisamente el Estado de derecho.
La incompatibilidad (también jurídica) de esta deriva con la integración europea es palmaria, insoslayable e insalvable. Sin embargo, la reacción de la Unión, y no solo por motivos jurídicos, ha quedado esencialmente reducida a una respuesta jurisdiccional, a una defensa judicial del Estado de derecho. Es un rasgo peculiar e intranquilizador.
Con los paños calientes que se desee aplicar, lo cierto es que los mecanismos políticos de defensa del Estado de derecho han mostrado su insignificancia: no solo por la inanidad de aquellos dialógicos ensayados anteriormente (el conocido marco de 2014) o usados ahora (el ciclo preventivo que simboliza el informe anual), sino por la esclerosis del propio mecanismo «oficial» recogido en el art. 7 TUE que, a estas alturas, debiera considerarse simple y llanamente un mecanismo fallido, sea en su brazo preventivo o en el sancionador. Este sombrío juicio ha de verterse también sobre la gran promesa de la condicionalidad presupuestaria, cuya práctica incipiente ha evidenciado el triste contraste de la grandilocuencia de la proclamación normativa de los valores con su bastante más banal negociabilidad política.
Este repliegue con distinta intensidad de los actores políticos (me refiero a Estados miembros, instituciones intergubernamentales y Comisión) debe ser tenido en cuenta a la hora de considerar la acción del Tribunal de Justicia como casi instada políticamente. Sobre este punto, me parece, hay poco de lo que discrepar.
Los Estados miembros, a través de su comportamiento en el Consejo y Consejo Europeo (del mortecino diálogo inter pares o peer review o la exclusión del Parlamento en los hearings del art. 7 TUE a la negociación del Reglamento de condicionalidad[5]), como por sus manifestaciones y alegaciones ante el Tribunal (testis la vista oral en el asunto Comisión/Hungría [legislación anti-LGTBI] sobre el que ya existen conclusiones de la abogada general Ćapeta[6]), han dejado claro que la cuestión de la defensa de los valores no va con ellos, sino que es un «tema judicial»[7].
La Comisión, sea o no por su política de forbearance (Kelemen y Pavone, 2021), ha mantenido un doble lenguaje, limitándose en su transcendental misión de guardiana de los Tratados a incumplimientos superlativos (too late, too few, too big) y, llegado el caso, ha sacrificado la defensa de los valores a la consecución de otros objetivos políticos (el trueque de fondos húngaros por no vetar la ayuda a Ucrania es conocido).
La actuación del Parlamento Europeo, más beligerante, pero con los escasísimos poderes que se le conocen, habrá podido servir de cierta brújula moral institucional (los intentados asuntos C-225/24 y C‑657/21 contra la Comisión o la incoación del brazo preventivo del art. 7 TUE respecto de Hungría son buenos ejemplos)[8], pero, más allá de evidenciar esta anomalía constitucional —de la que cierta doctrina insiste en no sacar consecuencias—, solo ha hecho visible una incómoda divergencia en la agenda política institucional que quizá se diluya, atendida la nueva composición resultante de las pasadas elecciones a la Eurocámara. En ningún caso se altera la conclusión de que las instituciones políticas y los Estados miembros han abdicado a favor de la defensa judicial.
Y, por eso, con independencia de las críticas que se le hagan, se ha de admitir que al fin y al cabo el Tribunal, usando la expresión de Boekestein (2022) «con lo que tiene», no solo ha sido capaz de construir una defensa jurisdiccional del Estado de derecho, sino que ha sido el único que ha demostrado una respuesta consistente y contundente. Luxemburgo ha delineado una incisiva jurisprudencia ex art. 19.1 TUE para proteger la independencia judicial, multiplicando exponencialmente su alcance al dotarlo de eficacia directa[9]. Pero es que también ha atajado uno de sus puntos débiles, su intervención por definición ex post facto, fortaleciendo su tutela cautelar al asociar a ella el sistema de garantía del cumplimiento de sus resoluciones[10]. Y, finalmente, ha enviado un mensaje inequívoco sobre cuáles serán las consecuencias financieras de desconocer sus sentencias en materia de valores de la Unión[11].
Francamente, si en última instancia el TJUE se ha erigido en el last soldier standing (Kochenov y Bárd, 2019) ante una situación de la gravedad de la descrita, es imposible no medir dos veces la oportunidad de la crítica al Tribunal, como difícil resulta también escapar a la incómoda sensación de colocarse en el lado erróneo de la historia, incluida la jurídica (como es el de una jurisdicción constitucional que sería capaz de reconocerle subjetividad jurídica plena al espíritu nacional).
Sin embargo, soy de la opinión de que conviene poner de relieve que ese recelo dificulta un necesario debate sobre si la respuesta ha de ser esencial o principalmente judicial, o, como poco, sobre los efectos negativos que esa prominencia jurisdiccional puede desplegar sobre la integración europea. Admitamos, al menos, que la situación a la que hemos llegado tiene el efecto de minimizar el valor político de los valores, como el Estado de derecho, dejándolos en una situación bastante comprometida. Esto es especialmente problemático si tenemos en mente, como ha dicho el Tribunal al poner en pie la defensa jurídica, que los valores son el soporte del edificio político y jurídico de la Unión.
Un mensaje de este tenor es, desde luego, extraordinariamente poderoso para aquellos que pretenden subvertir el modelo político de base, pero su sombra se proyecta sobre el propio Tribunal de Justicia. Las acusaciones a Luxemburgo de extralimitación y politización no han tardado en aparecer, pero, incluso si se descartan en su grueso, es difícil negar, a fuer de ser honestos, que la situación es delicada para el Tribunal y que impactos sobre el sistema jurídico europeo en su integridad son perceptibles. Creo que es necesario, por eso, distinguir la solidez del encuadre jurídico del valor Estado de derecho de ciertas consecuencias que ha tenido el hecho de que la respuesta haya sido primordialmente judicial.
III. EL ENCUADRE JURÍDICO DEL ESTADO DE DERECHO EN LA UNIÓN EUROPEA[Subir]
No me detendré ni sobre el consenso europeo contemporáneo sobre la noción de Estado de derecho ni sobre su presencia desde el origen en el orden comunitario y su funcionamiento como un motor tácito de constitucionalización del proceso de integración. Basta con reconocer que la situación descrita en el apartado anterior ha colocado a la Unión y, particularmente, al Tribunal de Justicia en la necesidad de construir el encuadre jurídico del Estado de derecho en el sistema de la Unión o, quizá con más propiedad, de sacarlo a la luz, de hacerlo visible.
En cierta medida, en efecto, hemos asistido al descubrimiento jurídico y, sobre todo, judicial de los valores de la Unión y, en consecuencia, del art. 2 TUE. Si hay algún movimiento tectónico en la jurisprudencia europea después de la colonización de la proporcionalidad en la primera década de los 2000, sea quizá este del descubrimiento de los valores. Basta comparar pronunciamientos judiciales de hace no tantos años con las sentencias que se dictan ahora en Luxemburgo para advertir cómo el Tribunal ha pasado a sentirse extraordinariamente cómodo, quizá en exceso, en ese lenguaje de los valores. Y, aquí, el Estado de derecho (o, por ser más precisos, la independencia judicial) ha sido sin duda punta de lanza y excelente campo de adiestramiento. Acaso, también productor de espejismos.
Como decía, creo que, en estos momentos, el encuadre jurídico del Estado de derecho está consolidado y bastante bien definido. Y a mi juicio es de una solidez poco discutible. Para conocerlo bastaría una simple remisión a las sentencias sobre el Reglamento de condicionalidad presupuestaria[12], si no fuera porque su extensión desaforada (de la incontinencia como rasgo contemporáneo frente al minimalismo judicial clásico se hablará en otro momento) las inhabilita como instrumento de transmisión del conocimiento.
El Tribunal de Justicia ha sacado al Estado de derecho, formalmente calificado como valor común a los Estados miembros, del mundo especulativo o de la esfera de lo programático para incorporarlo sin miedo dentro del centro mismo del sistema jurídico en términos vinculantes, aunque lo hace revestido (otro signo de los tiempos) no ya de un esperable ropaje constitucional, sino identitario. El Estado de derecho forma parte de la identidad constitucional europea o, en las palabras del Tribunal, «parte de la propia identidad de la Unión como ordenamiento jurídico común»[13].
El estructuralismo constitucional (Gutiérrez-Fons, 2023; Lenaerts, 2023) o la afirmación de una Unión de valores (entre muchos otros, Von Bogdandy, 2021; Wouters, 2020; Cervell Hortal, 2022; Martín y Pérez de Nanclares, 2019) pueden ofrecer un soporte más sólido, pero no son realmente necesarios para advertir que, en efecto, el respeto del Estado de derecho por los Estados miembros constituye una triple condición de legitimidad en la Unión: de pertenencia legítima (art. 49 TUE), de funcionamiento legítimo y de permanencia legítima (art. 7 TUE) (Martín Rodríguez, 2022)[14].
En consecuencia, dado que carecemos de cláusula de expulsión, aciertan quienes afirman que la defensa de ese respeto (enforcement) es una cuestión existencial para la Unión[15]. Otra cosa es que tengamos que calificarlo en términos identitarios, sea por influjo del art. 4.2 TUE o porque aparentemente la identidad sea lo único que contemporáneamente invoca, convoca o provoca el respeto (FIDE, 2023). Personalmente, creo que, como Kahn (2016) lleva razón en el tipo de discurso constitucional que debe reflejar el Tribunal de Justicia, en la Unión convendría eludir la identidad, ese nefasto noúmeno que rara vez ha tenido manifestaciones fenoménicas positivas para ninguna colectividad y menos aún en Europa.
En cualquier caso, considerado parte de ese centro identitario del ordenamiento europeo, el Tribunal ha reforzado el Estado de derecho por dos vías principales. La primera, nada controvertida, tiene que ver con nutrirlo jurídicamente mediante la conexión con otras normas y reglas ya existentes dentro del sistema jurídico de la Unión. Estas pueden ser disposiciones del derecho originario o incluso algún acto derivado[16], pero fundamentalmente esa alimentación se produce a través de los principios generales del derecho[17]. La segunda vía, mucho más espinosa, pero que hoy pareciera irreversible, es su concreción en un nuevo tipo de obligación de derecho de la Unión que ha enunciado el Tribunal: las obligaciones independientes o autónomas, que son aquellas que surgen de disposiciones del derecho de la Unión, pero que se desgajan de su tradicional ámbito de aplicación[18]. Ahí está toda la jurisprudencia ex art. 19.1, párrafo 2.º, TUE sobre independencia judicial como núcleo esencial de la tutela judicial efectiva donde se concreta el valor del Estado de derecho recogido en el art. 2 TUE. Como este contencioso prueba y algo diremos más adelante, el problema no es tanto la afirmación de una obligación independiente en cuanto tal, sino del contenido potencialmente irrestricto con el que se ha formulado y, particularmente, de su eficacia directa (Martín Rodríguez, 2021: 119-128).
A mi juicio, la jurisprudencia del Tribunal muestra que ambas vías ni son estancas, ni están agotadas y, en este sentido, posiblemente aún el encuadre jurídico del Estado de derecho permanece inacabado, aunque tengo la impresión de que el cierre del círculo vendrá más por el impulso de arrastre de los restantes valores que están despertando.
Por una parte, la alimentación normativa de los valores, incluido el Estado de derecho, continúa en un reclutamiento creciente de conexiones con otras normas del ordenamiento europeo[19]. Esta suerte de capilarización de los valores, al tiempo que densifica la coherencia del sistema y refuerza la legitimidad de su defensa, ha allanado el camino para el horizonte último, que hoy se adivina cercano y plausible, en que el valor vinculante del art. 2 TUE, y no tanto su contenido, quede emancipado de sus fuentes de alimentación.
Por otra parte, el Tribunal les ha perdido el miedo a las obligaciones independientes, quizá como consecuencia de la normalización del uso del segundo párrafo del art. 19.1 TUE to the full extent (Martín Rodríguez, 2022). Así, es dable interpretar que las obligaciones no solo negativas (no regresión[20]), sino positivas (obligación de resultado de promover[21]) deducidas por el Tribunal del art. 49 TUE escapan del estricto ámbito de aplicación del derecho de la Unión e, incluso, cabría leer en la misma dirección alguna expresión del Tribunal en relación con los principios generales que concretan los valores[22]. Naturalmente, la clave está en cómo vengan configuradas dichas obligaciones y, en este sentido, el espectro está aún muy abierto como para aventurar un final.
Nada hay aún en el lenguaje del Tribunal que permita descartar que la porosidad de ambas vías pueda ser total y, por tanto, que se construya el art. 2 TUE como una disposición que obliga a los Estados a respetar los valores de la Unión incluso más allá del ámbito de aplicación del derecho de la Unión[23]. Y, a juzgar por la deriva actual con una eficacia directa en saldo[24], impulsada por Popławski[25], que casi se equipara con una obligación de resultado[26], no es descartable siquiera que, a medio o largo plazo, el Tribunal se lo terminase confiriendo al propio art. 2 TUE. Hay, creo, razones de peso en contra[27].
En cualquier caso, la porosidad entre ambas vías no ha de extrañar, pues en última instancia desde el primer momento el gran problema que ha tenido y tiene la respuesta jurisdiccional ha sido el gap competencial (Martín Rodríguez, 2018). Y es justamente esa dimensión competencial de los valores que ha hecho emerger el Estado de derecho sobre la que desearía continuar mi reflexión, porque es relevante para valorar los límites o, cuando menos, los claroscuros de una solución solo o primordialmente judicial.
IV. LA DIMENSIÓN COMPETENCIAL DE LOS VALORES Y LOS LÍMITES DE LA DEFENSA JUDICIAL[Subir]
Por sólidamente construido que esté el encuadre jurídico que el Tribunal ha hecho del Estado de derecho, eso no significa que no tenga, como decía, amén de un sinfín de interrogantes técnico-jurídicos sobre los que no deseo detenerme aquí[28], claroscuros que, a mi modo de ver, apuntan a los límites de la defensa judicial o, con mayor precisión, a los beneficios que se derivan de su complementariedad con una respuesta legislativa que, si somos honestos, me parece que el Tribunal ha facilitado en la medida de sus posibilidades. Vayamos por partes.
El Tribunal, y lleva razón en ello, descarta que esta defensa del Estado de derecho suponga la imposición de un valor en contra de la voluntad del Estado miembro y, en consecuencia, la pertinencia de que el Estado pueda refugiarse tras el art. 4.2 TUE aduciendo su identidad nacional[29]. El valor de la Unión funciona aquí como una línea roja que los Estados (Von Bogdandy, 2021; Lenaerts, 2020), al incorporarse al club europeo, asumieron voluntariamente y de la que no se pueden separar. El Estado de derecho europeo generaría así estándares de control del comportamiento de los Estados, pero no iría más allá invadiendo competencias nacionales.
Cualquiera de los casos sobre independencia judicial nos ofrece una fórmula de estilo que da respuesta a la alegación de competencia nacional que, casi como una letanía, repiten algunos Estados: «A este respecto, si bien corresponde a los Estados miembros determinar cómo organizan su Administración de Justicia, no es menos cierto que, al ejercer esta competencia, deben cumplir las obligaciones que les impone el Derecho de la Unión y, en particular, el artículo 19 TUE, apartado 1, párrafo segundo»[30]. Es un razonamiento aparentemente limpio y que resulta familiar. En este sentido, las palabras del Tribunal recuerdan en su funcionamiento a las técnicas de integración negativa y, en su tenor, a los llamados retained powers, con una resonancia especial en materia de nacionalidad y ciudadanía europea[31].
Esto en sí, creo, ya sería un indicio claro de lo delicado del tema en relación con la atribución competencial. La doctrina ha llamado la atención sobre ello y, si no toda se ha pronunciado en los términos críticos de competence creep o competencia rampante y déficit democrático (Garben, 2020), no ha dejado de señalar que por esos territorios donde la Unión carece de competencia legislativa, incluso tangencial, «this extension produces a legitimacy problem, and also, in practice, a problem of boundaries» (Azoulai, 2008: 1340), de manera que las competencias retenidas pueden verse afectadas no solo en su ejercicio, sino en su sustancia (Boucon, 2014: 190). Tratándose de una extensión que procede de los valores (no de reglas insertas en objetivos y competencias expresas de la Unión), y aunque probablemente lleva razón De Witte (2021) cuando señala la necesidad de proceder a una interpretación más literal y restrictiva del art. 4.2 TUE, admitamos que aquí hay un argumento normativo adicional que apunta a una deferencia europea para con la solución nacional en esos retained powers (Bonelli, 2021).
Cuando se utiliza el Estado de derecho como nudo parámetro de control, la relación con el ámbito de aplicación del derecho de la Unión derivado de la atribución de competencias es menos rígida, y ahí está para probarlo el art. 7 TUE (Martín Rodríguez, 2018)[32], pero esto no significa que desaparezca enteramente. De hecho, esta relación reaparece cuando en realidad el parámetro de control viene definido por principios generales de derecho de la Unión, como habitualmente ocurre con el Estado de derecho y cuyas dificultades ilustra a la perfección la jurisprudencia o el contencioso sobre independencia judicial. Y ello es así porque la naturaleza jurídica contextual de los principios generales del derecho plantea una problemática peculiar desde la perspectiva tanto de la distribución vertical de competencias entre la Unión y los Estados miembros, como del reparto horizontal de competencias entre las instituciones de la Unión (Lenaerts y Gutiérrez-Fons, 2010; Prechal, 2010).
Los principios generales (como los valores) constituyen mandatos de optimización dentro de un sistema jurídico (Alexy, 2012), pero necesitan un contexto donde puedan ser operativos judicialmente (una suerte de refinamiento normativo), un contexto que viene determinado no solo por los hechos, sino por el derecho que rodea al principio, el europeo y el nacional. Eso es así porque, como cuestión de principio, más aún en sistemas democráticos, la concreción del valor corresponde al legislador. A mi juicio, la jurisprudencia del Tribunal es conocedora y reconocedora de esta preminencia en un claro giro hacia la legislación (Martín Rodríguez, 2016) y quizás no hay otra razón distinta ni más sólida que ésta tras la capilarización de los valores a que me refería antes[33]. Sin esas concreciones, la labor del juez europeo es no solo más compleja, sino más endeble jurídicamente y más susceptible de la acusación de ideologización. Esto explica, sobre todo, por qué es tan relevante contar con la actuación del legislador (p. ej., en el Reglamento de condicionalidad[34]) y tan delicado carecer de ella (p. ej., en independencia judicial)[35].
Esta singular articulación a través de principios generales permite entender varias perplejidades de esta batalla por la independencia judicial, que en un espectador inocente, pero de mente despierta, podría incómodamente suscitar. Primero, cómo es posible que la Unión exija a los Estados un nivel de protección de la independencia judicial, en términos jurídico-positivos, que difícilmente podría ella misma respetar, siendo aplicable para ambos el mismo valor de Estado de derecho[36]. Segundo, cómo es posible que la independencia judicial tenga esa vis atractiva que termina engullendo todo, como el juez predeterminado por la ley, las garantías de los derechos de la defensa en caso de sanción disciplinaria o, incluso, sus propios derechos a la intimidad y a la protección de datos[37]. Y, tercero, cómo se asegura el Tribunal de Justicia de respetar las competencias del legislador nacional que son pertinentes para conformar el contexto jurídico y, por tanto, la concreción del principio general, como él mismo ha reconocido por otra parte[38], cuando la aplicación que realiza del test de las apariencias resulta conformar un modelo de contexto similar al oráculo de Delfos[39].
Con respecto a esta última, es posible considerar que en su aplicación el Tribunal no siempre sabe ceñirse a las líneas rojas de que habla y que está injiriéndose en un ámbito donde efectivamente la Unión carece de competencias normativas, que les corresponden a los Estados. Fuera de los casos polacos (cuya problemática es distinta porque las medidas son frontalmente contrarias a la independencia), surgen dudas, como los asuntos de los jueces búlgaros[40] y croatas[41]. Bajo la premisa de que cada juez interno es un juez europeo, el Tribunal corre el peligro de operar con ellos a su imagen y semejanza, de manera que pierda de vista que en los Estados no existen jueces como instancias singulares, sino un poder judicial estructurado. Tratarlo como un conjunto de jueces individuales tout court es, muy posiblemente, decidir un modelo de organización de la administración de justicia.
Existen, no obstante, razones para entender esta jurisprudencia, que ha alcanzado ya un grado de desarrollo tan destacado que puede ser un arma de doble filo[42]. Ha permitido contener una situación en Polonia que ha sido de extrema gravedad (esto es, donde el ataque a la independencia del poder judicial era grosero, constante y flagrante). Era necesario activar y empoderar a los jueces nacionales en la defensa de su independencia, por vía prejudicial, para que pudieran aprovechar tanto el efecto directo del art. 19.1, párrafo 2.º, TUE como la ampliación del ámbito ratione materiae y su identificación plena en contenido con el art. 47 de la Carta[43].
Cabe que, por esta razón y por una necesaria cautela ante una situación que en absoluto está superada, el Tribunal siga, frente a tanta sugerencia, evitando dificultar en manera alguna las opciones procesales abiertas para su aplicación o confinar expresamente el art. 19 TUE a casos de infracciones muy graves, sistémicas o generalizadas. Sin embargo, al decir autorizado (acaso el que más) de Iglesias Sánchez, «el elemento de gravedad, sistematicidad e impacto estructural emerge en el estándar material elaborado» (2023: 183). Si eso es así, posiblemente el Tribunal mantenga el útil art. 19 TUE en lo arcano y reserve formalmente ese elevado grado de gravedad solo para el art. 2 TUE[44]. Esto no obsta a recordar que mantener esta jurisprudencia convierte el art. 19 TUE en un arma intrusiva prácticamente ilimitada, desdibujando su auténtica función constitucional y sembrando de razones su rechazo (Martín Rodríguez, 2021). En este sentido y, dicho sea incidentalmente, creo que la llamada rebelión de los tribunales constitucionales, con independencia de lo invariablemente deplorables que son los pronunciamientos concretos y hasta alguno de sus autores, no puede considerarse como única y exclusivamente un asunto de rechazo de la primacía (Nagy, 2024), lo que no obsta a que sí deba resolverse en estrictos términos de primacía (López Escudero, 2022)[45].
Creo que, de lo dicho hasta aquí, puede extraerse sin demasiada controversia el beneficio que contar con la actividad del legislador europeo aporta en términos de legitimidad y de autoridad, incluso para la propia respuesta judicial de defensa del Estado de derecho. Ciertamente, en los casos en que sea posible[46]. Pero, como anunciaba, el Tribunal ha abierto, con motivo del enjuiciamiento de la validez del Reglamento de condicionalidad, una espita cuyo potencial puede ser extraordinario. En la justificación de que el mecanismo general de condicionalidad presupuestaria, que, como se sabe, puede desembocar en la pérdida de derechos de un Estado miembro, es compatible con los Tratados, el Tribunal ha eludido una argumentación solo atinente a la base jurídica para enunciar, a mi juicio, una competencia implícita de la Unión de defensa de los valores en el marco de sus atribuciones[47], de manera que «el legislador de la Unión, cuando dispone de una base jurídica a tal efecto, puede establecer, en un acto de Derecho derivado, otros procedimientos relativos a los valores contemplados en el artículo 2 TUE, entre los que figura el Estado de derecho, siempre que dichos procedimientos se distingan tanto por sus fines como por su objeto del procedimiento del artículo 7 TUE»[48].
Si esta competencia implícita solo se limita a la creación de mecanismos de control del respeto de los valores o si posee un alcance mayor que se proyecte sobre la interpretación de todas las bases jurídicas podrá ser dilucidado por el Tribunal en el recurso de anulación que Hungría ha interpuesto contra el Reglamento europeo sobre la libertad de los medios de comunicación[49], cuyo primer motivo precisamente alude a la insuficiencia del art. 114 como base jurídica[50]. Basta con pensar cómo de diferente sería, en ausencia de dicho Reglamento, la defensa judicial de la libertad de medios como parte del valor autónomo pluralismo, como parte del valor democracia o, si nos guiásemos por la noción usada en los informes anuales del ciclo preventivo, como parte del valor Estado de derecho[51].
Lo que hay que retener (y conviene cerrar con esta consideración esta parte de la reflexión relativa a la dimensión competencial de los valores) es que, incluso si la competencia implícita de defensa no genera efectos de decantación o contaminación de todas las bases jurídicas, el Tribunal ha aceptado que en dichos mecanismos de control del respeto de los valores el legislador europeo es competente para ofrecer una definición, incluso si esta es solo funcional, es decir, a los efectos del propio mecanismo de control[52]. Hasta qué punto esta competencia definitoria funcional equivale a competencias legislativas o, como mínimo, de fijación del estándar o de los componentes de los valores y si, a estos efectos, se replicarían los problemas competenciales señalados (Torres Pérez, 2024) es un aspecto aún incierto, pues ni siquiera contamos con una práctica medianamente trabada del Reglamento general de condicionalidad.
IV. LA IMBRICACIÓN DE LOS VALORES Y EL PELIGRO DE LA FASCINACIÓN CATEGORIAL [Subir]
En estos últimos párrafos quisiera abordar algo que parece asumido con cierta naturalidad; a mi juicio, demasiada. Esto tiene ver que con una visión muy extendida de que el Estado de derecho ha abierto o inaugurado el cauce jurídico a través del que todos los valores serán protegidos en la Unión y dentro de los Estados miembros, en particular jurisdiccionalmente. Me parece una asunción problemática.
Conviene partir de admitir dos aspectos pocos discutibles que irían en esa dirección general que yo rechazo. En primer lugar, en efecto, el Estado de derecho, posiblemente por su apariencia técnica y no política, ha sido el primer valor del art. 2 TUE en operacionalizarse jurídicamente; y, en segundo lugar, desde el punto de vista de la proclamación normativa y de su interpretación judicial actual, no parece posible establecer diferencias entre los valores comunes a sus Estados miembros donde se fundamenta la Unión y que dan vida a su identidad constitucional. Esto, como digo, es inapelable, de manera que una homogeneización no menor ni discutible para todos los otros valores procede precisamente del encuadre jurídico del Estado de derecho. Dicho encuadre, en la medida en que el Tribunal lo ha enunciado en términos de valores, necesariamente habrá de ser común a todos. A este «estatuto jurídico común» contribuye que los valores están imbricados entre sí, de manera que las fronteras entre ellos son difusas y los solapamientos, interacciones y convergencias inevitables (Rossi, 2025). La única posibilidad, por tanto, es interpretarlos, como dice el Reglamento de condicionalidad general, unos a la luz de los otros[53].
Sobre ese carácter pionero del Estado de derecho, será necesario, eso sí, matizar que, en estos momentos donde se dilucida la configuración última de este encuadre, el tren ha cambiado de dirección y que serán los otros valores los que lo alimenten a él. La configuración última de los valores que tiene que ver con la interpretación definitiva del art. 2 TUE, aún no conocida, pero que, sobre todo si uno lee la doctrina, parece dar por descontado que tendrá carácter vinculante autónomo, será determinada en un asunto donde los valores en liza son los derechos fundamentales, la igualdad y la dignidad humana, no el Estado de derecho[54].
Este contenido vinculante del art. 2 TUE parece llevar de suyo que ese encuadre jurídico implicará como un nivelador una idéntica defensa judicial de todos los valores que el Tribunal ha inaugurado con el Estado de derecho y la independencia judicial y que, ahora, continuará con el resto. Lo cierto es que hay pronunciamientos, como hemos visto, que parecen apuntar a ello.
Sin embargo, a mi juicio, y quizás precisamente por haber profundizado en el Estado de derecho como valor, desconfío de esa fascinación categorial que parece postular un régimen único para todos los valores, cuya defensa ha de seguir el camino de la independencia judicial, más aún si abrimos el melón sobre el primer y segundo inciso del art. 2 TUE (Rossi, 2025).
Hay, a mi juicio, tres tipos de razones para rechazar esa doble asunción: técnico-jurídicas, de oportunidad política y de legitimidad constitucional.
Las primeras, técnico-jurídicas, son fáciles de identificar y no precisan detenerse en exceso en ellas. La conformación jurídica de los valores más allá de su condición identitaria constitucional queda condicionada por los efectos de su capilarización, esto es, sujeta a las conexiones con otras normas del sistema jurídico originarias o derivadas que concretan sus contenidos con una posición prominente para los principios generales. Esta capilarización introduce, como hemos visto, una heterogeneidad insalvable, porque no solo está aludiendo a concreciones cuyo tenor literal puede fundamentar una obligación independiente, sino muy en especial a la extraordinariamente dispar situación de los distintos valores cuando se ponen en relación con la atribución competencial de la Unión. Hasta qué punto todas estas características determinan la especificidad de su defensa judicial, incluido el impacto de las diversas vías de recurso, creo que es razón suficiente para distanciarse de la creencia en ese régimen único: con respecto a cada valor, technicality matters porque afecta a su traslación conceptual, a su articulación jurídica y a su tutela judicial.
Las segundas razones, de oportunidad política, son posiblemente menos evidentes, pero tienen que ver con los peligros que esa fascinación puede producir. Entre ellos, creer que la respuesta ante la defensa judicial de los valores dentro de un Estado miembro (lo que significa en buena medida en su contra) va a ser la misma en todos los casos, esto es, la sumisión. Se olvida aquí, primero de todo, la experiencia pasada inmediata. También se está ignorando que los distintos valores del art. 2 TUE no son comparables por su impacto en el orden nacional, precisamente por su capilarización (p. ej., solidaridad frente a democracia). Se desdeña, en último lugar, que el modelo constitucional europeo se completa con el derecho de retirada, soberanamente ejercido por el Estado miembro, como ha reconocido el Tribunal en Wightman[55]. Temo que, despite Brexit, haya quien opere sobre la convicción de que ningún país optará por la salida en caso de confrontación y que, si lo hace, poco importa; pero, con franqueza, no sé si se puede correr políticamente el riesgo de tener, por utilizar a Hungría de ejemplo, un submarino sino-ruso de ese tamaño en el centro geográfico de la Unión y con el percal geopolítico mundial que tenemos.
Las terceras, de orden constitucional, son sin duda las determinantes y obligan a distinguir entre una legítima defensa judicial de los valores que reconozca su variedad y, sobre todo, sus límites y una transformación del modelo constitucional europeo que acaecería si los desconociera, desatendiendo el principio de atribución de competencias[56].
El repliegue de los actores políticos efectivamente ha inducido una judicialización de la defensa de los valores de la Unión que puede interpretarse, para el Tribunal de Justicia, en términos ackermanianos de momento constitucional, donde esa garantía «se emanciparía de una interpretación estricta del principio de atribución de competencias» y que marcaría una «fuerte judicialización del proceso político de la Unión Europea» (Iglesias, 2023: 192-194). De hecho, las resistencias generadas por este momento constitucional, en opinión de autores del peso de Von Bogdandy (2023), reforzarán la autoridad del Tribunal de Justicia por poner en práctica un constitucionalismo transformador frente a tribunales constitucionales cautivos.
Mi opinión, sin embargo, es más matizada. Creo que la legitimidad de ese momento constitucional depende justamente de comprender que hay un espacio para la defensa judicial, pero no para una interpretación descuidada de la atribución competencial y que la gravedad de la situación actual no puede confundirnos hasta el punto de asumir una mutación constitucional. Me explico.
La defensa jurisdiccional de los valores es, en efecto, un imperativo de cualquier sistema jurídico basado en el Estado de derecho que, a su vez, no puede existir sin un poder judicial independiente y robusto. El Estado de derecho, así, ha mostrado la legitimidad de su defensa judicial a cargo del Tribunal de Justicia, incluido lo que atañe a los Estados miembros. Pero también, como decía, ha mostrado sus límites.
Esta defensa no plantea problema alguno de legitimidad mientras se produzca dentro del ámbito del derecho de la Unión y consciente de la dimensión competencial vertical y horizontal de los valores. No ha de olvidarse que dentro de ese espacio cabe una defensa muy sustancial justamente porque los valores tienen una naturaleza transversal[57]. Como prueba el asunto de la legislación húngara anti-LGTBI y hace explícito Ćapeta en sus conclusiones, es muy difícil que un comportamiento de un Estado que niega un valor no incumpla varias normas de la Unión atrayéndolo a su ámbito de aplicación[58]. El sistema puede incluso admitir que el tenor de una disposición del derecho originario justifique la aparición de una obligación independiente cuyo respeto quede sujeto a control judicial por vía de recurso de incumplimiento.
Pero ha de quedar ahí, pues solo el recurso de incumplimiento garantiza por definición que la defensa judicial opere dentro del encuadre jurídico de los valores, esto es, como estándares irrenunciables, como líneas rojas infranqueables[59]. La atribución a una obligación independiente de efecto directo —lo que conlleva la creación de un control difuso y abstracto fuera del ámbito de aplicación del derecho de la Unión que, por vía prejudicial, termina en manos del Tribunal de Justicia— es, sin embargo, un salto sustancial que deforma el orden competencial, que es lo mismo que decir el modelo constitucional. Sin modificación expresa de los Tratados, esto solo puede admitirse de manera excepcionalísima, lo que el Tribunal aún ha eludido establecer de forma expresa con el art. 19.1, párrafo 2.º, TUE.
La modificación del modelo constitucional no es una tarea del poder judicial, sino del poder constituyente. Compete a las instituciones y a los Estados por vía de modificación de los Tratados (art. 48 TUE) que, como es sabido, incluye algo más que los gobiernos, involucra a parlamentos e, incluso en algún orden constitucional, al pueblo por vía de referéndum, y donde los tribunales tienen la limitada misión que tienen. La modificación del modelo constitucional no compete, por tanto, ni al Tribunal de Justicia ni a los tribunales constitucionales, ni juntos ni separados. Puede que esto suene raro, porque posiblemente nos hemos habituado tanto al diálogo judicial como instrumento de gestión del pluralismo constitucional que hemos olvidado (me parece que los tribunales mismos también) que gestor no es titular ni propietario[60]. El repliegue político y la «instancia» al Tribunal (seguramente el actor político más previsible de toda la arquitectura institucional europea), aparentemente bendecida por «muchos» Estados, para dar un paso al frente en la defensa de los valores superando los límites de los Tratados tiene más que ver con la sempiterna lucha entre agente y estructura.
La única forma de articular, de verdad, una defensa sólida del Estado de derecho (como de los otros valores) incluido dentro de los Estados miembros, tanto en definición del contenido del valor como de diseño de los mecanismos jurídicos para su enforcement, es la modificación de las normas originarias. Ante la estructura de modificación de los Tratados, agentes (gobiernos e instituciones) que han abdicado de la defensa política (lo que incluye la legislación) de los valores recurren al Tribunal para conseguir por esa vía lo que no lograrían por vía de modificación de los Tratados. Si esto es así, no es extraño que ese conflicto se haya trasladado del terreno político (donde debería estar principalmente) a la arena judicial con las jurisdicciones constitucionales en primer plano. Lamentablemente, son sobre todo las iliberales las que están levantando la voz (por tanto, en los casos equivocados), pero seguirán probablemente otras con expedientes menos emborronados. Incluso en sus vistas orales, el Tribunal oye a gobiernos, no a órdenes constitucionales. Incluso como Tribunal independiente, sus miembros los nombran los gobiernos, no los órdenes constitucionales[61]. El gobierno de los jueces no es una buena idea, ni siquiera en Luxemburgo.
Se puede interpretar que en este editorial lo que estoy pidiendo al Tribunal es un self-restraint y, en una medida muy concreta, así es[62]. Pero eso no significa que piense que la labor del Tribunal en materia de valores y Estado de derecho no haya sido positiva, en particular haciendo emerger su extraordinario potencial normativo, incluida una fuerza vinculante. Al contrario, juzgo que el encuadre de los valores, al que finalmente el Tribunal ha llegado, afianza definitivamente la integración jurídica europea porque plasma (ironías de la identidad) un idéntico conjunto de principios de derecho que vertebran no solo el ordenamiento de la Unión, sino los de sus Estados miembros, incorporando un triple mandato común: un singular mandato prescriptivo, un mandato de desarrollo normativo y un mandato de protección jurisdiccional[63].
Este sólido encuadre jurídico de los valores pone en primera línea de foco la sujeción de la propia Unión a ese marco jurídico también. Y, en este sentido, la experiencia ganada con el Estado de derecho ofrece interesantes enseñanzas para una defensa judicial vigorosa y duradera. La más importante: que la transcendencia de su defensa no puede hacerse desconociendo la sofisticada articulación jurídica de los valores ni ignorando el peligro de deslegitimación de los numerosos ángulos muertos que aún existen en el plano de la Unión. La solidez de la defensa por parte del Tribunal de Justicia de la democracia o de la dignidad humana en los Estados miembros, por poner un ejemplo, solo será percibida como legítima si esta defensa posee el mismo celo en su aplicación a la propia Unión.