OBJETIVOS DE DESARROLLO SOSTENIBLE Y DEFENSA DE LA COMPETENCIA EN LA UNIÓN EUROPEA: ¿UN CAMBIO DE PARADIGMA?
SUSTAINABLE DEVELOPMENT GOALS AND COMPETITION LAW IN THE EUROPEAN UNION: A PARADIGM SHIFT?
OBJECTIFS DE DÉVELOPPEMENT DURABLE ET DROIT DE LA CONCURRENCE DANS L’UNION EUROPÉENNE: UN CHANGE DE PARADIGME?
RESUMEN
El artículo analiza cómo los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible, promovidos por la Agenda 2030 y por el Pacto Verde Europeo, inciden en el derecho de la competencia de la Unión Europea. A partir del estudio de la normativa aplicable, la doctrina y ciertos precedentes relevantes, se analizan las posibilidades y también las limitaciones existentes para la integración de esas consideraciones medioambientales y sociales en la aplicación de las reglas de competencia. En este contexto, se presta especial atención a las medidas más recientes adoptadas por la Comisión Europea, entre las que destaca la inclusión de los denominados acuerdos de sostenibilidad en las Directrices Horizontales de 2023. No obstante, se subraya igualmente que una integración amplia y directa de dichos objetivos no está exenta de dificultades, ya que plantea importantes desafíos metodológicos y podría entrañar riesgos para la seguridad jurídica, la independencia de las autoridades de competencia y la eficiencia del sistema de control en su conjunto.
Palabras clave: Derecho de la competencia; Objetivos de Desarrollo Sostenible; Unión Europea; bienestar del consumidor.
ABSTRACT
The article analyses how the so-called Sustainable Development Goals, promoted by the United Nations 2030 Agenda and the European Green Deal, affect European Union competition law. Based on a study of the applicable regulation, academic doctrine and certain relevant precedents, it explores both the possibilities and the limitations of integrating environmental and social considerations into the enforcement of competition rules. In this context, special attention is paid to the most recent measures adopted by the European Commission, notably the inclusion of co-called sustainability agreements in the 2023 Horizontal Guidelines. Nevertheless, it is also emphasized that a broad and direct integration of these objectives is not without difficulties, as it poses significant methodological challenges and may entail risks to legal certainty, the independence of competition authorities and the overall effectiveness of the enforcement system.
Keywords: Competition law; Sustainable Developments Goals; European Union; consumer welfare.
RÉSUMÉ
Cet article analyse l’incidence des objectifs de développement durable, promus par l’Agenda 2030 et le Pacte Vert pour l’Europe, sur le droit de la concurrence de l’Union européenne. À partir de l’étude de la réglementation applicable, de la doctrine et de certains précédentes pertinents, il analyse les possibilités ainsi que les limites existantes pour l’intégration de ces considérations environnementales et sociales dans l’application des règles de concurrence. Dans ce contexte, une attention particulière est accordée aux mesures les plus récentes adoptées par la Commission européenne, parmi lesquelles figure notamment l’inclusion des accords de durabilité dans les Lignes directrices horizontales de 2023. Toutefois, il est également souligné qu’une intégration large et directe de ces objectives n’est pas sans difficultés, car elle pose d’importants défis méthodologiques et peut comporter des risques pour la sécurité juridique, l’indépendance des autorités de concurrence et l’efficacité du système de contrôle dans son ensemble.
Mots clés: Droit de la concurrence; Objectifs de Développement Durable; Union Européenne; bien-être du consommateur.
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
El mundo y, en particular, la Unión Europea, están inmersos en una profunda transformación hacia la sostenibilidad, activada en 2015 por la Resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas «Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible», que establece 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de diversa índole, desde la lucha contra la pobreza hasta el cambio climático. Ese mismo año, el acuerdo de París alcanzado en la Cumbre del Clima COP21 marcó otro hito en la lucha climática. A nivel global, ambos instrumentos conforman la hoja de ruta para la cooperación internacional en materia de desarrollo sostenible, con sus dimensiones económica, social, medioambiental y de gobernanza.
La Unión Europea ha adquirido el compromiso de asumir la aplicación de la Agenda 2030, a través de su acción exterior y la integración de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en todas las políticas pertinentes de la Unión[2]. Entre sus iniciativas destaca el Pacto Verde Europeo (Green Deal) [3], que busca una economía sostenible climáticamente neutra para 2050 en el conjunto de la Unión Europea. Esto ha llevado a la elaboración de nuevas normas, como el paquete de medidas legislativas Objetivo 55 (2023)[4], que los Estados miembros deben implementar para 2030.
La sostenibilidad se ha vuelto un pilar fundamental para las políticas y la legislación de la Unión Europea y está sustentada sobre la base del propio Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). No en vano, en su art. 11 se declara que «las exigencias de protección del medio ambiente deberán integrarse en la definición y en la realización de las políticas y acciones de la Unión, en particular con el objeto de fomentar el desarrollo sostenible», una idea que se recoge en las leyes fundamentales de los Estados europeos, como es el caso de la Constitución española (art. 45).
La asunción de estos objetivos medioambientales, sociales y de gobernanza sitúa a la economía en un papel central y plantea a la política económica actual una etapa compleja de transformación. Desde la óptica del funcionamiento de los mercados y la competencia, ello exige una mejora continua de las condiciones estructurales que garanticen un entorno competitivo, eficiente y justo. El desafío consiste en integrar en la lógica de la economía de mercado nuevas dimensiones como la sostenibilidad, la protección de los consumidores y la equidad social, configurando así un modelo que podría definirse como una economía socioecológica (o ecosocial).
Los gobiernos tienen la responsabilidad de liderar esta transformación y ello implica revisar y, si es necesario, modificar el marco normativo con el fin de facilitar que las empresas alcancen ciertos estándares que se ajustan a las exigencias actuales, tanto a nivel global como europeo. Un ejemplo ilustrativo lo hallamos en el ámbito del derecho societario y del mercado de capitales, donde se ha intensificado la exigencia de transparencia, de modo que los accionistas reciban información sobre el impacto medioambiental, laboral, social y de derechos humanos de las empresas en las que invierten, tendencia que responde al concepto de responsabilidad social corporativa (Sheehy y Farneti, 2025). En la Unión Europea, esta tendencia se ha materializado recientemente en avances relevantes, como la Directiva (UE) 2022/2464, de presentación de información sobre sostenibilidad por parte de las empresas[5], o la Directiva (UE) 2024/1760, sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad[6].
En este marco, surgen interrogantes sobre el papel que debe desempeñar el derecho de la competencia. Se debate si debe limitarse a evitar y, en su caso, sancionar restricciones a la competencia o si también debería incorporar otras metas relacionadas con la sostenibilidad y otros objetivos de interés general. ¿Debe, por ejemplo, permitirse la cooperación entre empresas competidoras a fin de reducir las emisiones de CO₂, incluso si eso eleva los precios al consumidor? ¿Es admisible establecer estándares de producción justa —como en el caso del chocolate o el café— que garanticen salarios dignos a los agricultores en países productores, aunque ello implique un encarecimiento del producto en mercados de países importadores, como el español? ¿Cómo se debe equilibrar el posible perjuicio para los consumidores nacionales con los beneficios globales (definidos políticamente) en términos climáticos o de desarrollo en otras regiones?
En este contexto, procedemos a explorar diversas estrategias que incorporan la sostenibilidad desde la perspectiva del derecho de la competencia y a valorar si, frente a los desafíos que afrontan la Unión Europea y sus Estados miembros, resulta oportuno plantear la reforma de dicha legislación para ampliar su alcance y objetivos en esta dirección.
II. EVOLUCIÓN DE LOS OBJETIVOS DEL DERECHO DE LA COMPETENCIA[Subir]
Los objetivos del derecho de la competencia, como los de otras ramas jurídicas, han experimentado transformaciones, ajustándose a las exigencias e ideales de cada época. La discusión sobre cuáles han de ser sus objetivos surge desde las primeras leyes antitrust en Estados Unidos (Sherman Act, 1890) y en Europa adquiere relevancia tras la Segunda Guerra Mundial, cuando comienzan a promulgarse regulaciones en la materia. En 1957, Alemania aprobó su primera ley contra las restricciones de la competencia y ese mismo año se firmó el Tratado de Roma que dio origen a la Comunidad Económica Europea, en el que se incorporaron disposiciones esenciales para la defensa de la competencia (arts. 85 a 90, hoy recogidas en los arts. 101 a 109 del TFUE).
Haciendo una breve aproximación histórica a su evolución, cabe destacar diversas orientaciones del derecho de la competencia, concebido como elemento constitutivo de un sistema económico de mercado que, en lo político, se asienta sobre los principios de una sociedad democrática.
En Europa, destacó el pensamiento ordoliberal (Escuela de Friburgo), que caló en la ley alemana y también influyó en el Tratado de la Comunidad Económica Europea (Mestmäcker, 1984: 89; Fikentscher, 1992: 6). Esta corriente defendía que el Estado debía garantizar un orden económico que protegiera la libertad del mercado frente a los abusos de actores poderosos, como los carteles o empresas dominantes. Entendía que el derecho de la competencia tiene la misión de limitar el poder de estos agentes para proteger las libertades del resto de participantes (Möshel, 1988: 7). Aunque el ordoliberalismo mostraba cierto recelo hacia la intervención estatal directa, algunos de sus exponentes defendían una política económica y social activa por parte del Estado, con el fin de asegurar un entorno competitivo que favoreciera una sociedad justa, libre y con oportunidades para todos (Böhm, 1961: 24). De este modo, incorporaba una visión social al control de las prácticas anticompetitivas y de concentraciones empresariales, esencial para evitar posiciones dominantes en el mercado.
Sin embargo, a partir de la década de 1960, Estados Unidos ejerció una notable influencia en este campo. La Escuela de Chicago puso en cuestión los enfoques tradicionales del derecho antitrust, por considerarlo muy centrado en estructuras de mercado teóricas (v. g. el mercado ideal) y en normativas rígidas (Bork, 1993: 81; Posner, 1998: 4-18). Argumentaba que, con tales enfoques, en ocasiones se prohibían conductas que podían mejorar la eficiencia económica. Por ello, su aportación consistió en enfocar la legislación antitrust hacia el bienestar del consumidor. La idea es que una práctica empresarial solo debe ser sancionada si restringe la competencia y perjudica al consumidor.
A esta visión se añadieron, desde la Escuela de Harvard (Sullivan, 1977: 2), otros criterios como la eficiencia en el uso de recursos, la mejora en la producción y distribución y la innovación tecnológica, y se reforzó este enfoque, utilizando modelos económicos avanzados para evaluar las dinámicas anticompetitivas del mercado y premiar a los actores más eficientes. Una orientación similar fue consolidándose en Europa, en los años noventa, centrada en el bienestar del consumidor y en el uso más intensivo del análisis económico y técnicas econométricas dentro del derecho de la competencia (Schmidt, 1999: 28).
En la actualidad, Estados Unidos experimenta un renovado debate, tanto a nivel político como académico, impulsado por el enfoque neobrandeisiano. Esta corriente se distancia de la visión tradicional que pone el bienestar del consumidor en el centro de la política de competencia y cuestiona la excesiva dependencia del análisis económico en la adopción de decisiones (Khan, 2017; Wu, 2018). En su lugar, entre sus objetivos principales, propone el control del poder económico en la esfera política. Los defensores de esta visión advierten del riesgo que supone la acumulación de poder privado para la democracia y el Estado de derecho (Lambert y Cooper, 2023). Hay algunos que consideran que la política de competencia también debe favorecer una producción sostenible a largo plazo (Hovenkamp, 2023: 705), pero los objetivos de desarrollo sostenible no ocupan —ni siquiera los aspectos medioambientales o climáticos— un lugar destacado en este debate (Aránguez, 2024: 4).
En contraste, en Europa se ha intensificado la demanda de que el derecho de la competencia se alinee con los objetivos políticos de sostenibilidad o, al menos, que no se convierta en un obstáculo para ellos (Holmes, 2020: 354). Esta visión ya ha sido asumida por algún legislador (Strasser, 2022: 70; Robertson, 2022)[7] y algunas autoridades nacionales de la competencia, que han adoptado medidas para integrar estos objetivos en su actuación (Hellenic Competition Commission, 2024, y la neerlandesa Autoriteit Consumet & Markt, 2023)[8]. La necesidad de verificar el papel del derecho de la competencia frente al control de los procesos económicos y en favor de metas sostenibles ha ganado fuerza en los últimos años. Como dice la Comisión Europea, se está realizando una revisión de los instrumentos de política de competencia con un alcance y nivel de ambición nunca antes vistos, con el objetivo de asegurar que todas las herramientas de ese ámbito continúen siendo eficaces y adecuadas para los fines que persiguen[9].
Debates similares están teniendo lugar en otros ámbitos del derecho de la competencia, como la economía digital (Zurimendi Isla, 2020); en el derecho societario, en materia de gobierno corporativo (Perales, 2023); o en el derecho administrativo, por ejemplo, en materia de contratación pública (González, 2015: 13). En este caso, cuando se plantea su contribución a la consecución de objetivos sociales o medioambientales, el desafío radica en darles más relevancia dentro de los procesos de contratación, pese a las complicaciones que implica su aplicación práctica, especialmente por la dificultad de medirlos de forma objetiva (Carvalho, 2025: 9). Si bien las administraciones públicas pueden influir en los patrones de producción y consumo a través de su contratación, dando ejemplo con sus decisiones, no es una tarea fácil y genera dudas sobre si este instrumento, aun con su capacidad de influir parcialmente en el mercado, es precisamente un medio adecuado para promover la sostenibilidad (Guillén, 2024).
III. LA SOSTENIBILIDAD EN LA APLICACIÓN DEL DERECHO DE LA COMPETENCIA EN LA UNIÓN EUROPEA[Subir]
Es importante no perder de vista que el derecho de la competencia en Europa (en la Unión y en los Estados miembros), tal y como está concebido y se aplica hoy día, orientado al bienestar del consumidor, ya ofrece diversas formas de incorporar consideraciones relativas a la sostenibilidad. Dado su carácter transversal (De la Vega, 2022: 829), no resulta acertado asumir la premisa de que existe una incompatibilidad fundamental entre la competencia económica y otros intereses públicos, como son los objetivos sostenibles. En muchos casos no hay un verdadero conflicto. La competencia impulsa a las empresas a utilizar los recursos de manera más eficiente y a abandonar métodos de producción poco efectivos. Por tanto, la competencia promueve la innovación, elemento clave en los procesos de transformación económica, como los que buscan avanzar hacia modelos más sostenibles.
La competencia refleja las preferencias de los consumidores. Permite identificar si existe una demanda creciente de productos que cumplan ciertos estándares —ambientales, laborales o de otra índole— a lo largo de sus cadenas de suministro. Así, las empresas pueden adaptar su producción y distribución a dichas demandas, alineando su oferta con metas sostenibles. La sostenibilidad, en consecuencia, puede transformarse en un elemento diferenciador y en una ventaja competitiva (Bundeskartellamt, 2020: 6).
La existencia de estos efectos positivos de la competencia en relación con la sostenibilidad ha sido respaldada por numerosos estudios empíricos (Stylianou e Iacovides, 2020), de manera similar a lo observado en el entorno de la responsabilidad social corporativa. Sin embargo, esta literatura también pone de manifiesto que la competencia, por sí sola, fomenta la sostenibilidad de forma limitada (Kaufmann et al., 2023), en particular, cuando los consumidores no perciben beneficios directos, como la mejora en la calidad o salubridad del producto.
En ocasiones, los objetivos de la competencia y de la sostenibilidad no coinciden plenamente. Sucede principalmente cuando la sostenibilidad queda relegada en el proceso competitivo debido a fallos de mercado, como las externalidades o la información asimétrica (Hjärtström, 2023). Por ejemplo, los consumidores pueden desconocer que los alimentos que compraron fueron producidos sin atender adecuadamente al bienestar animal. Muchas veces, los procesos de producción son demasiado complejos como para que el consumidor comprenda los materiales utilizados o las condiciones de fabricación. Incluso cuando dispone de esa información, puede que no la tenga presente en el momento de decidir su compra.
Se observa que, cuando se presentan externalidades, el mero funcionamiento del mercado competitivo no garantiza por sí mismo la consecución de metas sostenibles. Los consumidores pueden optar por ignorar el impacto negativo de sus decisiones —como las emisiones contaminantes de su vehículo—, confiando en que los impuestos o normativas medioambientales ya regulan ese daño, o bien pueden no estar dispuestos (o no tener la posibilidad económica de hacerlo) a pagar más por alternativas ecológicas. Además, incluso cuando algunos consumidores internalizan esas externalidades y cambian su comportamiento, su impacto puede ser meramente marginal (Kaufmann et al., 2023: 1-2 y 14-15), ya que su volumen de consumo puede ser compensado o superado por un incremento de la demanda de otros consumidores que se guían principalmente por los precios (Hjärtström, 2023).
Asimismo, debe considerarse que el comportamiento de los consumidores no siempre es coherente. Es posible que hoy rechacen medidas ambientales y que mañana las apoyen, incluso sin haber variado necesariamente su información, solamente su forma de pensar. Igualmente, pueden expresar gran apoyo a causas sociales o medioambientales en encuestas, pero luego no actuar en consecuencia en sus decisiones de compra cotidianas, no ejercer un consumo sostenible (Lin, 2025).
En resumen, los distintos factores que influyen en la conducta de los consumidores pueden acercar o alejar las dinámicas de mercado de los fines sostenibles. Así pues, partiendo de este panorama en el lado de los consumidores, el análisis se dirigirá ahora a examinar el comportamiento de las empresas en el mercado y su tratamiento por parte del derecho de la competencia, examinando cómo puede contemplar y contribuir a la consecución de los objetivos de sostenibilidad.
1. Prohibición de acuerdos colusorios y exenciones[Subir]
El principio fundamental del derecho de la competencia es el de la prohibición de los acuerdos y prácticas concertadas entre empresas que tengan por objeto o efecto restringir o falsear la competencia (art. 101 del TFUE)[10]. A contrario sensu, los acuerdos entre empresas que busquen promover la sostenibilidad en la producción o en los productos, siempre que no restrinjan la competencia, son lícitos.
Por ejemplo, sería válido el acuerdo horizontal entre empresas competidoras sobre estándares técnicos o de calidad, siempre que no sean obligatorios ni impliquen la fijación de precios mínimos (art. 101.3 TFUE). Asimismo, si las empresas acordaran aplicar normas legales o prohibiciones (v. g. sobre erradicación del trabajo infantil, protección de ciertas especies de árboles tropicales o eliminación de sustancias nocivas) que no están reguladas de forma expresa o que las autoridades no hacen cumplir de manera efectiva, el acuerdo tampoco se consideraría colusorio. Igualmente, es legal que las empresas compartan información sobre proveedores que no cumplen criterios de sostenibilidad, como el respeto de derechos laborales o el uso de procesos productivos perjudiciales para el medio ambiente. No se considera una infracción de las normas de competencia. En cualquier caso, en esas situaciones las autoridades de la competencia pueden evaluar si realmente se está produciendo una restricción en el mercado.
No obstante, aun cuando un acuerdo tenga algún efecto anticompetitivo, ya sea real o potencial, podría acogerse a la exención contemplada en el art. 101.3 del TFUE, siempre que los beneficios compensen los posibles efectos negativos de la competencia, es decir, la prohibición de las colusiones no es absoluta.
Estas exenciones pueden operar de dos maneras. Las empresas pueden alegar que el acuerdo sirve a determinados objetivos económicos y/o sociopolíticos y que, en todo caso, cumple las cuatro condiciones cumulativas del art. 101.3 del TFUE: i) mejoras de eficiencia; ii) carácter indispensable para alcanzar los objetivos; iii) beneficio para los consumidores; iv) no eliminación de la competencia. O bien, las empresas pueden acogerse a determinadas categorías de acuerdos que han sido incluidas de forma explícita en normas de exención aplicables a nivel comunitario[11]. Estos reglamentos de exención por categorías suelen venir acompañados de directrices, con el objetivo de facilitar el análisis de estos casos, que requieren una evaluación detallada de sus efectos y de las eficiencias obtenidas. Sin embargo, hasta 2023, ninguno ha reconocido formalmente la sostenibilidad como criterio de evaluación antitrust, tampoco el nuevo Reglamento de Exención por Categorías para Acuerdos Verticales (2022)[12] ni sus Directrices[13], pese a que la Comunicación de la Comisión (2021) «Una política de la competencia adaptada a los nuevos retos»[14] ya vinculaba explícitamente la política de competencia con la sostenibilidad.
Hay una salvedad, el ámbito de la producción agrícola, que goza de estatus especial en materia de normas de competencia[15]. La Comisión Europea ya viene orientando a agricultores y agentes del sector sobre cómo aplicar estas normas y obtener la exención al art. 101.1 del TFUE[16] y el Reglamento (UE) n.º 2021/2117[17] ya introdujo numerosas disposiciones para permitir determinadas prácticas en favor de la sostenibilidad[18].
El avance más significativo para su integración ha venido de la mano de los nuevos reglamentos de exención por categorías para los acuerdos horizontales (2023)[19]. Sus directrices (conocidas como Directrices Horizontales)[20] contemplan expresamente una nueva categoría de acuerdos de sostenibilidad (capítulo 9). Se trata de acuerdos entre empresas competidoras que persiguen fines sostenibles, ya sean medioambientales o sociales, así como la protección del bienestar animal o de los derechos humanos en las cadenas de suministro.
Aquí la noción de sostenibilidad se concibe de forma amplia, alineada con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas (Directrices Horizontales, apdo. 516). Por ejemplo, colaborar con un competidor para desarrollar un producto más sostenible, para reducir emisiones contaminantes, para preservar recursos naturales o para mejorar las condiciones laborales puede considerarse legal si el acuerdo genera beneficios de eficiencia y ventajas para los consumidores, conforme a los criterios de las Directrices Horizontales (apdos. 557-559). En definitiva, se contempla esta exención de eficiencia que dota al control de competencia europeo (y al de los Estados miembros) de una herramienta jurídica que permite integrar objetivos de sostenibilidad en su aplicación práctica (Colangelo, 2024).
Pero, en realidad, demostrar esas mejoras y beneficios para los consumidores representa un verdadero desafío, ya que deben reflejarse en datos objetivos, concretos y verificables (Directrices Horizontales, apdo. 559). Para acreditar las mejoras que los acuerdos entre empresas pueden generar en términos de sostenibilidad, desde las disciplinas de economía, medio ambiente y gestión de recursos se han desarrollado diferentes métodos —tanto directos como indirectos— que permiten medir estos beneficios. Estos métodos se enfocan, en particular, en conocer cómo valoran los consumidores ciertos productos o servicios. Los métodos directos se basan en encuestas donde se pregunta a los consumidores cuánto estarían dispuestos a pagar por un producto con determinadas características, como su menor impacto ambiental. También es posible estudiar cómo influyen estos atributos específicos (por ejemplo, los beneficios ecológicos) en la disposición de los consumidores a pagar un determinado precio. Por otro lado, los métodos indirectos permiten estimar el valor de productos o servicios que aún no existen en el mercado —y que, por tanto, no tienen un precio de referencia— a partir de la observación de precios de bienes similares ya disponibles. Además, existen técnicas más especializadas para valorar el impacto que la falta de sostenibilidad puede tener sobre la salud o el bienestar general de los consumidores (Volpin, 2020; Inderst y Thomas, 2024: 48-57).
Las Directrices Horizontales publicadas por la Comisión Europea reconocen estos enfoques de medición[21]. Las empresas que deseen lanzar de forma conjunta un producto más sostenible, o retirar del mercado opciones menos sostenibles, pueden utilizar estos métodos para demostrar las mejoras en eficiencia que justifican dicho acuerdo. No obstante, los resultados que se obtienen mediante estos estudios suelen estar muy condicionados por el diseño metodológico empleado, lo que significa que, en muchos casos, solo se puede obtener una estimación aproximada o un intervalo de valoraciones posibles[22]. Por ello, las Directrices Horizontales ofrecen criterios y recomendaciones específicas para valorar la compatibilidad de este tipo de acuerdos con las normas de competencia y establecen orientaciones claras sobre qué tipos de eficiencia pueden ser tenidos en cuenta en dicho análisis.
Aunque las empresas logren probar que sus acuerdos generan mejoras de eficiencia que benefician a los consumidores, es importante analizar si estos beneficios realmente llegan a ellos. Esto no representa un problema cuando los elementos de sostenibilidad se traducen en ventajas claras como una mejor calidad, mayor diversidad de productos o precios más bajos, ya que los consumidores perciben directamente esos beneficios, es decir, obtienen los tradicionalmente conocidos como beneficios individuales del valor de uso [23].
Lo novedoso es que ahora también se reconocen las llamadas eficiencias de no uso, es decir, aquellos beneficios que, aunque no impacten directamente en el consumo individual, sí son valorados por los consumidores, como puede ser el menor impacto ambiental o la reducción en la contaminación.
La evaluación se complica cuando se trata de efectos que afectan positivamente a otros ámbitos de la sociedad, a otros mercados, incluso a regiones geográficas distintas. Como regla general, al evaluar si un acuerdo empresarial puede beneficiarse de la excepción prevista en el art. 101.3 TFUE, se analizan los efectos positivos y negativos en el mercado directamente afectado (el mercado de referencia del acuerdo). No obstante, surge la cuestión de si las eficiencias generadas en mercados distintos (eficiencias en mercados separados) podrían o deberían ser también consideradas válidas, siempre que se garantice que los consumidores reciben una parte justa del beneficio generado.
Las Directrices Horizontales abordan estas cuestiones y definen los criterios al respecto, acompañados de algunos ejemplos ilustrativos[24]. Está claro que los conductores que —como consecuencia de un acuerdo entre empresas— compran combustibles menos contaminantes no solo mejoran su propia experiencia de consumo, sino que además contribuyen a mejorar la calidad del aire, beneficiando así a muchas otras personas. Por tanto, este tipo de efectos positivos compartidos pueden ser tenidos en cuenta como beneficios colectivos [25] de sostenibilidad en el marco del art. 101.3 TFUE. Pero, para ello, en las Directrices se exige que exista un solapamiento sustancial [26] entre el grupo de consumidores directos (los conductores) y el grupo más amplio de beneficiarios (los ciudadanos, en general). Estos beneficios colectivos no se consideran válidos a efectos de la exención si no existe una coincidencia suficiente (solapamiento sustancial) entre ambos grupos. Por ejemplo, si las empresas deciden dejar de usar sustancias químicas peligrosas en sus procesos de fabricación en Asia (como eficiencias de no uso), pero los beneficios medioambientales resultantes solo se sienten en esa región, es poco probable que esos efectos positivos se trasladen a los consumidores del mercado relevante en la Unión Europea. En tal caso, el acuerdo no podrá beneficiarse de la exención contemplada en el art. 101.3 TFUE.
Además de los criterios para valorar las eficiencias y beneficios de los acuerdos, se ha tenido en cuenta que, en el marco de las posibilidades de exención previstas en el art. 101.3 TFUE, las autoridades de la competencia han ido desarrollando enfoques adicionales para evitar que los acuerdos relacionados con la sostenibilidad sean descartados por motivos antitrust, cuando en realidad no conllevan unos efectos negativos significativos para la competencia. En sus Directrices Horizontales, la Comisión Europea introduce estas orientaciones en una especie de protección regulatoria flexible (que denomina salvaguardia regulatoria blanda), un área protegida (o puerto seguro, soft save harbour)[27] pensada específicamente para los acuerdos que buscan establecer estándares de sostenibilidad.
Así, para que un acuerdo empresarial pueda acogerse a esta protección, exige cumplir seis condiciones cumulativas: 1) que el procedimiento de elaboración de la norma y de adhesión a la misma sea transparente y abierto; 2) que no haya obligación de cumplir la norma; 3) que solo se impongan unos requisitos mínimos; 4) que no se intercambie información comercial confidencial (más allá de la estrictamente necesaria); 5) que se garantice el acceso no discriminatorio al proceso de estandarización; 6) que no se incrementen los precios o se reduzca la calidad de los productos o que la cuota de mercado de las empresas implicadas no supere el 20 %.
El hecho de no cumplir alguna o varias de estas condiciones no implica automáticamente que el acuerdo restrinja la competencia, en el sentido del art. 101.1 TFUE[28]. Pero cabe concluir que condicionará de forma significativa la valoración jurídica que ha de realizarse, introduciendo serias dudas sobre su incompatibilidad[29].
Por lo demás, como cláusula general, se prevé que, en cualquier caso, las empresas interesadas en establecer un acuerdo de sostenibilidad puedan siempre dirigirse a la Comisión Europea de manera informal para solicitar orientación previa (orientaciones informales) [30], con el fin de asegurarse que su plan se ajusta a las normas de competencia. El objetivo principal es ofrecer claridad a las empresas y partes interesadas sobre cómo interpretará y aplicará la Comisión el derecho de la competencia en los casos concretos que se le presenten. Se trata de un acto informal, indicativo, no vinculante, que no crea obligaciones jurídicas, pero que tiene importancia práctica, porque establece la posición de la Comisión.
2. Abusos de dominio, concentraciones y ayudas públicas[Subir]
El debate sobre cómo preservar los objetivos de sostenibilidad dentro del marco del derecho de la competencia se encuadra, principalmente, en los desafíos relacionados con la cooperación entre empresas. No obstante, los temas de sostenibilidad también tienen relevancia en el contexto de los abusos de posición dominante, el control de concentraciones empresariales y las ayudas públicas a las empresas.
En materia de concentraciones, en el procedimiento de control de la Unión Europea (y de los Estados miembros)[31], las empresas pueden presentar argumentos sobre las eficiencias que resulten de la operación, con el objetivo de contrarrestar sus posibles efectos negativos sobre la competencia —en particular, los posibles perjuicios para los consumidores— siempre que dichas eficiencias no supongan una restricción significativa para la competencia efectiva, especialmente por la creación o fortalecimiento de una posición dominante.
Así, es razonable entender que el procedimiento ofrece a las empresas la oportunidad de invocar mejoras de eficiencia relativas a aspectos de sostenibilidad, en línea con lo establecido en las Directrices Horizontales[32] , y permite a las autoridades competentes evaluar su incidencia sobre la competencia. En consecuencia, los aspectos antes mencionados (v. g. las preferencias sostenibles de los consumidores, los beneficios individuales y colectivos, las eficiencias en mercados distintos, etc.) podrían igualmente tenerse en cuenta dentro del análisis de los acuerdos de concentración[33].
En el ámbito del abuso de posición dominante se requiere un enfoque distinto. La prohibición de este tipo de conductas en virtud del art. 102 del TFUE se dirige básicamente contra comportamientos unilaterales de empresas con poder de mercado que dan lugar a la obstrucción de la competencia o a la explotación de su posición de dominio. Esto implica que una empresa utiliza su posición para restringir la actividad de sus competidores, por lo que, normalmente, se trata de demostrar la causalidad del resultado, es decir, que la conducta de la empresa en situación de superioridad es la causa directa del efecto anticompetitivo en el mercado. Ahora bien, ¿cabe plantearse si el incumplimiento de normas en materia de sostenibilidad puede llegar a ser tomado en consideración por las autoridades de la competencia como factor relevante en la evaluación de posibles casos de abuso de posición dominante?
En este sentido, resulta significativa la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 4 de julio de 2020[34]. Al abordar la cuestión de si Meta podía combinar y tratar datos personales de los usuarios de Facebook, Instagram y WhatsApp, el Tribunal señaló que una infracción del Reglamento General de Protección de Datos[35] puede constituir un indicio relevante de que una empresa dominante está restringiendo la competencia, al recurrir a prácticas que se apartan de la competencia basada en los méritos de los productos o servicios ofrecidos[36].
Resta por dilucidar si, a raíz de esta sentencia, el incumplimiento de normativas ambientales, por ejemplo, podría configurarse como un factor jurídicamente relevante en la apreciación de eventuales abusos de posición dominante. Ello permitiría, en última instancia, que el derecho de la competencia asumiera una función instrumental en la efectividad y refuerzo de otras ramas del ordenamiento jurídico, como aquellas orientadas a la sostenibilidad.
En el ámbito de las ayudas públicas[37], las cuestiones de sostenibilidad han recibido especial preocupación por parte de las autoridades europeas, a fin de preservar su compatibilidad con el tenor del art. 107 del TFUE. Son conscientes de que los objetivos de sostenibilidad requieren inversiones por parte de las empresas, lo que confiere a las ayudas estatales un papel relevante.
Desde la adopción del Protocolo de Kioto (1997), son numerosas las normas sobre ayudas estatales en materia de medio ambiente y energía, como las contenidas en el paquete de medidas legislativas «Objetivo 55» de 2023[38]. Se acompañan de las Directrices sobre ayudas estatales en materia de clima, protección del medio ambiente y energía de 2022[39], en las que se revisan las condiciones y criterios que deben seguir los Estados miembros al aprobar determinadas ayudas públicas. Estas directrices contienen orientaciones sobre cómo evaluará la Comisión Europea la compatibilidad de las medidas de ayuda —sujetas a la obligación de notificación[40]— en los ámbitos de clima, protección del medio ambiente y energía.
Las Directrices establecen que una ayuda puede declararse compatible con el mercado interior siempre que cumpla dos condiciones, una positiva y otra negativa. La condición positiva[41] es que la ayuda facilite el desarrollo de determinadas actividades económicas. La negativa[42] consiste en no afectar de forma desfavorable a las condiciones de los intercambios comerciales, en un grado contrario al interés común[43]. Para cada categoría de ayuda individual, se analiza cada una de estas condiciones y se pondera el equilibrio general entre el impacto positivo y los efectos negativos sobre la competencia y el comercio[44]. La Comisión considerará que una medida de ayuda es compatible con el mercado interior únicamente cuando los efectos positivos superen a los negativos[45]. A estos efectos, las Directrices contienen un extenso apdo. 4 de categorías de ayudas en el que definen las condiciones de compatibilidad para cada una de ellas. En definitiva, se trata de ponderar los intereses económicos propios del mercado con los intereses medioambientales, de forma que, si estos superan ampliamente a aquellos, podría considerarse compatible la ayuda.
IV. ¿HACIA UNA MAYOR INTEGRACIÓN DE LOS OBJETIVOS DE SOSTENIBILIDAD EN LA POLÍTICA DE COMPETENCIA?[Subir]
Como acabamos de observar, el derecho europeo de la competencia ofrece a las autoridades competentes diversas herramientas para incorporar consideraciones de sostenibilidad en su aplicación. Sin embargo, surge la duda de si este ámbito del ordenamiento jurídico debería avanzar aún más hacia un nuevo paradigma que incorpore explícitamente estos objetivos o, al menos, les otorgue un mayor peso (Colangelo, 2024: 11). En este contexto, frente a los grandes desafíos como el del cambio climático, cabe preguntarse si la protección de la competencia debe seguir siendo la prioridad principal de este sector del ordenamiento. ¿Es correcto seguir evaluando los acuerdos de sostenibilidad en función de sus beneficios para los consumidores? ¿Deberían considerarse las preferencias ambientales de los consumidores, aun cuando estas se expresan de forma contundente en encuestas, pero no siempre se reflejan en sus decisiones de compra?
Si partimos del reconocimiento de que la importancia de los objetivos de sostenibilidad (v. g. la protección ambiental o los derechos humanos) es irrefutable, resulta legítimo plantearse si ciertas normas o instituciones jurídicas, incluidas las relativas a la competencia, podrían estar dificultando su consecución (Aránguez Díaz, 2024). Ahora bien, una cosa es preguntarse si existe ese obstáculo y otra muy diferente es proponer que el conjunto del derecho de la competencia adopte como propios dichos objetivos y los anteponga en su aplicación. Existen argumentos sólidos que ponen en duda la idea de ampliar los fines del derecho de la competencia o flexibilizar sus reglas para alcanzar metas de sostenibilidad (Holmes, 2020: 404).
1. La sostenibilidad como principio transversal[Subir]
Un argumento relevante es el que se deriva del carácter transversal de la sostenibilidad, lo que exige adoptar estrategias dotadas de coherencia política en las que intervienen múltiples actores (Naciones Unidas, 2016: 10). Por tanto, las prácticas empresariales que contravienen los principios de sostenibilidad no son (o no deberían ser) combatidas únicamente desde el derecho de la competencia.
Como ejemplo ilustrativo, cabe mencionar el caso acaecido en los Países Bajos[46] donde varias empresas energéticas acordaron cerrar cinco plantas de carbón (Kloosterhuis y Mulder, 2015: 855). Aunque el acuerdo parecía positivo para el medio ambiente, la autoridad neerlandesa de competencia concluyó que violaba el art. 101 del TFUE. Según su análisis, no habría generado una reducción efectiva de emisiones de CO₂, ya que las empresas habrían podido destinar sus derechos de emisión —reconocidos por el sistema europeo de comercio de derechos de emisión— a otros fines. Por tanto, concluyó que el cierre de las plantas no tendría un impacto real en la reducción de emisiones, sino únicamente en los costes asociados a dicha reducción. El efecto real sobre las emisiones solo se produciría si las normas ambientales y sanitarias se endurecieran para todas las empresas, de forma obligatoria y general.
Del mismo modo, en los procedimientos de control de las concentraciones pueden presentarse casos en los que las empresas involucradas operen en sectores especialmente sensibles desde el punto de vista ambiental, climático o sanitario, por ejemplo. Esto plantea la cuestión de si los riesgos ambientales o para la salud asociados a determinados productos pueden considerarse relevantes dentro del análisis de competencia. Es necesario reconocer que alcanzar objetivos de sostenibilidad no corresponde al derecho de la competencia, al menos no de manera principal o efectiva. Deben abordarse a través de la legislación ambiental, sanitaria o de políticas públicas específicas (Bundeskartellamt, 2020: 43). El marco de la competencia no es el más adecuado para adoptar las medidas necesarias o eficaces.
En materia de abuso de posición dominante, si bien una empresa con poder de mercado no puede utilizarlo para obstaculizar a sus competidores, en la jurisprudencia se tiende a exigir requisitos relativamente bajos para establecer el vínculo causal entre esa posición dominante y el acto abusivo. Cuanto más relajados sean esos criterios, más fácil será que el control del abuso se utilice para imponer objetivos ajenos a la competencia, como son los fines regulatorios ambientales o sociales, alterando así los resultados del mercado (Inderst y Thomas, 2024: 50). Sin embargo, no debe perderse de vista que el propósito esencial del derecho de la competencia es proteger la competencia como institución. Este fundamento se debilita si se emplea ese ámbito del derecho para sancionar el incumplimiento de otras normas, que ya cuentan con sus propios mecanismos de supervisión y aplicación.
2. Relación entre políticas públicas, mercado y sostenibilidad[Subir]
La propuesta de que el derecho de la competencia conceda un mayor peso a los objetivos de sostenibilidad plantea una cuestión clave: ¿debería el legislador delegar en las autoridades administrativas y judiciales la responsabilidad de decidir sobre el equilibrio entre sostenibilidad y libre competencia?
Podría imaginarse una legislación en materia de competencia en la que las autoridades responsables ya no estén obligadas a priorizar la protección de la competencia. En su lugar, podrían tomar decisiones basadas en su propio criterio cuando surjan conflictos entre la competencia y otros intereses protegidos de igual o mayor rango. Si, en una sociedad, determinadas preocupaciones, como la protección ambiental, adquieren una importancia relevante, ¿debería entonces la defensa de la competencia pasar a ocupar un lugar secundario?
Uno de los puntos fuertes del modelo europeo de derecho de la competencia ha sido su aplicación por parte de autoridades cuya misión está centrada en un objetivo: garantizar una competencia efectiva en el mercado. Este enfoque ha permitido que los resultados económicos no estén dirigidos por la intervención estatal o por decisiones políticas, lo que a su vez ha impulsado la innovación y una asignación relativamente eficiente de los recursos. Los avances tecnológicos que nacen de la presión competitiva pueden, de hecho, contribuir también a fines de sostenibilidad, como la lucha contra el cambio climático, lo que en última instancia favorece el bienestar general[47].
Este planteamiento implica, sin embargo, que los resultados derivados del juego competitivo en los mercados no siempre coincidan con los objetivos deseados desde el ámbito político. Pero esta discrepancia no debería llevar a los responsables de las políticas públicas a rediseñar el derecho de la competencia con el fin de ajustar artificialmente los resultados del mercado a sus aspiraciones. A largo plazo, un enfoque de este tipo podría provocar pérdidas de bienestar social mucho mayores que las que podrían derivarse del funcionamiento natural del mercado, aun cuando este no produzca los resultados políticamente más deseables (Haucap et al., 2023).
Esto no significa impedir al legislador que incida en la interacción entre el derecho de la competencia y la sostenibilidad. Puede, por ejemplo, excluir determinados sectores del ámbito de aplicación del control de competencia mediante normas específicas. Es lo que sucede en el sector de la producción agrícola (más reducido que el de la actividad agrícola, como bien matiza De la Vega, 2022: 834). En 2021, la Unión Europea introdujo una normativa complementaria al régimen de organización común de los mercados de los productos agrarios del Reglamento (UE) n.º 1308/2013[48]. La norma permite acuerdos entre empresas para una producción de alimentos más sostenible (v. g. iniciativas para proteger el clima, reducir el uso de pesticidas o mejorar el bienestar animal) incluso cuando estos acuerdos puedan traducirse en precios más elevados para los consumidores. A diferencia de la exención del art. 101.3 del TFUE, en estos casos no se exige demostrar que los consumidores se benefician equitativamente de los efectos positivos del acuerdo. Al Reglamento acompañan las Directrices de la Comisión (2023)[49], con orientaciones claras de la Unión Europea, a fin de proporcionar seguridad jurídica y ayudar a los productores y operadores de la cadena de suministro agroalimentario a evaluar sus acuerdos de sostenibilidad.
De manera similar, los Estados miembros pueden establecer excepciones sectoriales en línea con el derecho europeo. Ahora bien, si el legislador opta por impulsar los objetivos de sostenibilidad fuera del marco del derecho de la competencia, a través de normas específicas del ámbito medioambiental, laboral o social, o decide explícitamente excluir ciertas áreas económicas del control de competencia, deberá traducir dichos fines políticos, muchas veces generales o imprecisos, a términos jurídicos concretos que respeten los principios de previsibilidad y seguridad jurídica (Iacovides y Stylianou, 2024). Además, deberá asumir la responsabilidad política de esas decisiones y asegurarse de contar con el respaldo social y político necesario.
En cambio, si se traslada al derecho de la competencia —por tanto, a las empresas y a las autoridades encargadas de su aplicación— la tarea de armonizar los intereses del mercado con los de sostenibilidad, en realidad, se está delegando en esos actores la definición de normas sobre cuestiones fundamentales de interés público y ello conlleva algunos riesgos y otros efectos que analizaremos a continuación.
3. Límites y riesgos del derecho de la competencia frente a la sostenibilidad[Subir]
Desde 2003, el derecho de la competencia de la Unión Europea permite que los acuerdos entre empresas queden automáticamente exentos de la prohibición general contra los carteles, siempre que cumplan las condiciones establecidas en el art. 101.3 del TFUE, según dispone el art. 1.2 del Reglamento (CE) n.º 1/2003[50]. Son las propias empresas las que deben evaluar si un acuerdo que restringe la competencia aporta mejoras en la producción, la distribución o el desarrollo técnico o económico y si estas mejoras benefician de manera justa a los consumidores.
Cuando se trata de acuerdos que tienen que ver con la sostenibilidad, las empresas también deben realizar esa autoevaluación, analizar si los efectos positivos en términos de sostenibilidad compensan los perjuicios que puedan causar en la competencia. Sin embargo, la tarea no es sencilla y las empresas podrían mezclar intereses legítimos de sostenibilidad con los suyos propios. De hecho, se han detectado acuerdos —por ejemplo, del sector del automóvil[51] o los detergentes[52]— cuyo ámbito iba más allá del aparente cumplimiento de las normas medioambientales o metas de sostenibilidad y que terminaron afectando negativamente a dichos objetivos, a la innovación y a la competencia (Haucap et al., 2023: 59-60). En definitiva, existe un riesgo considerable de que se utilice la sostenibilidad como excusa para restringir la competencia o para encubrir su restricción, para que las empresas se presenten ante el público como más sostenibles de lo que en realidad son, lo que se conoce como greenwashing (Tato Plaza, 2025: 260).
El interés por incluir los objetivos de sostenibilidad en el derecho de la competencia suele partir de la idea de que estas metas pueden alcanzarse más eficazmente mediante iniciativas privadas, en lugar de depender exclusivamente de la acción legislativa. No obstante, esto no debería servir como justificación para que los responsables políticos eludan su deber de impulsar la sostenibilidad mediante políticas públicas o regulaciones sectoriales específicas, al margen de las normas de competencia[53].
Es cierto que, en algunos casos, puede resultar complicado aplicar directamente objetivos sostenibles fuera del marco del derecho de la competencia. Pero eso no justifica el traslado de esa responsabilidad al ámbito privado, debido a los riesgos apuntados. Aunque se trate de metas de interés público, las empresas no siempre tienen incentivos para equilibrar adecuadamente los distintos intereses en juego por el bien común (Holmes, 2020: 364). Esa tarea —la ponderación transparente de los distintos intereses— sigue siendo, en última instancia, una función esencial de la política pública.
Otro de los peligros que implica la creciente presión por incorporar criterios de sostenibilidad en el derecho de la competencia es el riesgo de que esta rama del derecho se vea cada vez más politizada. Cuando las autoridades de competencia se limitan a proteger el funcionamiento libre del mercado, se mantienen en gran medida al margen de influencias políticas. Sin embargo, la situación cambia si se les exige que contribuyan a alcanzar metas de sostenibilidad, las cuales, en muchos casos, están formuladas de manera ambigua o abierta. En este contexto, aplicar las normas de la competencia implicaría tomar decisiones valorativas complejas y equilibrar intereses de distinta naturaleza (Holmes, 2024: 569).
Por ejemplo, si al analizar un acuerdo empresarial, una autoridad de competencia considerara los beneficios en eficiencia que perciben los consumidores en otros mercados o regiones (las llamadas eficiencias en mercados separados), debería contrastar esos beneficios y las posibles pérdidas de bienestar de los consumidores directamente afectados por el acuerdo (Colangelo, 2024:15). No obstante, estos últimos podrían terminar pagando unos precios más altos, mientras que los otros disfrutarían de beneficios relacionados con la sostenibilidad. Aun cuando fuera posible medir estas eficiencias de forma objetiva, surge el dilema de cómo ponderarlas. ¿Qué peso debe darse a cada grupo de consumidores? Este tipo de decisiones implica juicios de valor que, en realidad, corresponden a los legisladores y políticos, no a las autoridades administrativas. Por tanto, es previsible que aumente la presión tanto pública como política sobre las autoridades de competencia, ya que su intervención en estos temas implicaría favorecer a ciertos grupos en detrimento de otros. Resolver estas cuestiones no es tarea de una autoridad técnica, sino de los órganos políticos con legitimidad democrática para hacerlo, es decir, el legislador (Bundeskartellamt, 2020: 14). Esa sería la distribución de roles, desde una perspectiva dogmática.
En definitiva, si el derecho de la competencia se transformara en una herramienta para alcanzar fines políticos más amplios, esto afectaría negativamente su previsibilidad a largo plazo y generaría incertidumbre para los agentes económicos, lo cual perjudicaría las decisiones de inversión en una economía de mercado. Además, se vería comprometida la seguridad jurídica del sistema de competencia y podrían intensificarse las presiones e influencias sobre las autoridades encargadas de su aplicación.
Finalmente, otra de las consecuencias es que el marco legal de la competencia evolucione hacia un modelo de derecho regulatorio (Iacovides y Stylianou, 2024: 600), el cual suele funcionar bajo estructuras organizativas muy distintas. Este se ocupa de la regulación de sectores específicos para garantizar el cumplimiento de determinados objetivos o políticas públicas, pero la creciente presión para incorporar criterios de sostenibilidad está provocando que el derecho de la competencia empiece a acercarse a este modelo[54].
Ahora bien, incluso cuando una autoridad de competencia, en un momento determinado, considera que un acuerdo empresarial con objetivos sostenibles no infringe la prohibición de los carteles, debe garantizar que, a largo plazo, los beneficios sostenibles que genera dicha restricción compensen sus efectos negativos sobre la competencia en precios e innovación. Las autoridades de competencia no están concebidas para ejercer funciones regulatorias sobre sectores industriales (Bundeskartellamt, 2020: 13-15). Son notables las diferencias entre estas autoridades y los entes reguladores.
Por un lado, destaca su independencia funcional. Las autoridades de competencia actúan de forma autónoma, no reciben instrucciones directas de instancias políticas, como pueden ser los ministerios de economía. Esta autonomía está justificada por su mandato limitado a un único objetivo, velar por la defensa de la competencia. Si se les asignaran decisiones más complejas que impliquen equilibrar múltiples intereses, dejaría de estar claro por qué estas autoridades no deberían formar parte del marco general del derecho público económico, donde sí existe control político.
Por otro lado, la experiencia en sectores regulados como las telecomunicaciones o las infraestructuras de red ha demostrado que la regulación de estas áreas exige un gran volumen de recursos humanos. En ese contexto, cabe predecir que la política de competencia pasaría a tener un rol marginal dentro de las funciones de un organismo regulador de este tipo.
Finalmente, la transición del derecho de la competencia al derecho regulador conlleva también un cambio en la forma en que se tratan las infracciones normativas. Mientras que en el derecho de la competencia la carga de la prueba recae sobre la autoridad, en el derecho regulador se imponen obligaciones a las empresas sin que sea necesario probar en cada caso que ha habido un daño específico a la competencia.
Si bien es cierto que las reformas recientes han contribuido a suavizar los límites entre este y el derecho regulador, cabe concluir que la inclusión de objetivos de sostenibilidad en este marco normativo no haría sino reforzar esa tendencia hacia un modelo regulatorio (Iacovides y Stylianou, 2024: 613).
4. Protección de la competencia y bienestar del consumidor, un equilibrio complejo[Subir]
Como se ha señalado (supra III.1), las empresas se enfrentan a serias dificultades prácticas en los procedimientos antitrust cuando intentan justificar que sus acuerdos producen ventajas en materia de sostenibilidad que podrían considerarse eficiencias y, por tanto, una excepción admisible frente a las restricciones de la competencia. En los casos de prohibición de carteles, dichas ventajas deben trasladarse al consumidor final, conforme a lo previsto en el art. 101.3 del TFUE.
Sin embargo, en los acuerdos empresariales vinculados a objetivos sostenibles, con frecuencia surge la cuestión de si pueden valorarse también las llamadas eficiencias en otros mercados, fuera del mercado relevante. Esto se debe a que los beneficios ambientales o climáticos generados por estos acuerdos suelen producirse en otras regiones o sectores diferentes a los del producto afectado y benefician a personas distintas de los consumidores directamente implicados. Además, a veces, estos efectos no son inmediatos, sino que se materializan a largo plazo. Así, si el análisis se limita al bienestar del consumidor del mercado afectado, se ignora una parte importante de los impactos, tanto económicos como sociales o medioambientales, de la actividad empresarial (Inderst y Thomas, 2022).
Asegurar el bienestar de los consumidores en el mercado directamente afectado implica que quienes sufran perjuicios (por ejemplo, mediante un aumento de precios o una menor oferta) deben ser compensados por las ganancias de eficiencia derivadas del acuerdo. Si se amplía el espectro de las eficiencias que pueden tomarse en cuenta, existe el riesgo de que los consumidores del mercado relevante resulten perjudicados. Ellos asumen íntegramente los costes del acuerdo en forma de precios más altos, sin obtener a cambio un beneficio proporcional.
El derecho de la competencia cuenta con mecanismos limitados (como las Directrices Horizontales) para redistribuir de forma justa estos efectos. Es ahí, precisamente, donde se diferencia de la política pública. Por ejemplo, cuando una decisión política implica un aumento de impuestos sobre ciertos productos o comportamientos de consumo que afectan más a los hogares con menores ingresos, el legislador puede adoptar medidas compensatorias (como ayudas o exenciones fiscales). En cambio, una autoridad de competencia o una empresa que retira del mercado productos más económicos, pero menos sostenibles, en el marco de un acuerdo de sostenibilidad autorizado, no tiene la posibilidad de aplicar mecanismos compensatorios similares.
Tampoco sería viable, por ejemplo, que una autoridad de competencia tratara de medir las preferencias sociales sobre el bienestar animal para justificar un acuerdo que, aunque mejora las condiciones de cría, también encarece los productos. Este tipo de decisiones, que afectan de manera colectiva al consumo de otros, deben quedar en manos del proceso político. Incluso, aun pudiendo calcular el beneficio económico que suponen los salarios más justos para los trabajadores de otros países, sigue sin estar claro cómo se debería equilibrar ese impacto frente al mayor coste para los consumidores nacionales, especialmente si estos no están dispuestos a pagar más por los productos, aunque sean socialmente más justos.
En los últimos años, la investigación económica ha dedicado importantes esfuerzos al estudio de las llamadas eficiencias fuera del mercado (out-of-market efficiencies), a la comprensión de las preferencias intertemporales y al análisis de cómo se desvía el comportamiento real del modelo económico clásico (OECD, 2023). A pesar de estos avances, aún no se dispone de modelos ni métodos estandarizados que permitan medir empíricamente los efectos macroeconómicos de las medidas antitrust, de forma que cumplan con los requisitos legales, procesales y prácticos necesarios para la labor de las autoridades de competencia.
No todos los objetivos de sostenibilidad pueden ser plenamente integrados en la legislación de competencia. Por este motivo, las implicaciones distributivas derivadas de dichas metas deben ser abordadas desde la política general y otras ramas del derecho económico regulador. De esta manera, también se clarifican las responsabilidades políticas cuando se producen intervenciones en el funcionamiento del mercado (Holmes, 2024: 569).
Las referencias a la participación de los consumidores en las mejoras de eficiencia —tanto en el ámbito de los carteles como en el control de las concentraciones empresariales— ofrecen un cierto margen interpretativo. Este es el espacio que puede y debe ser aprovechado por las autoridades de competencia en su práctica para incorporar consideraciones sostenibles, siempre que sea jurídicamente viable. Por tanto, ello nos conduce a considerar la pertinencia de que el derecho de la competencia continúe orientada al bienestar del consumidor. Es el enfoque que sigue manteniendo la Unión Europea (OECD, 2023: 15). Aunque el criterio no sea perfecto, ha demostrado ser una herramienta funcional y válida para alcanzar el objetivo central de esta rama del derecho —la protección de la propia competencia— y atender, de forma transversal, otras políticas implicadas en la sostenibilidad, como la transición ecológica.
En definitiva, se han puesto de relieve diversos argumentos, tanto de orden económico como jurídico, que cuestionan la idoneidad de incluir de forma amplia los aspectos de sostenibilidad en el marco del derecho de la competencia (Holmes, 2024: 570). No hay duda de que los legisladores están considerando otorgarles un mayor peso en la aplicación de las normas de competencia. Pero si el legislador decide, por ejemplo, permitir que se tengan en cuenta las eficiencias fuera del mercado como justificación para exceptuar ciertos acuerdos empresariales de la prohibición antitrust —aquellos vinculados a la sostenibilidad—, resulta fundamental que dicha excepción quede claramente delimitada. Podría limitarse a determinados acuerdos —digamos, por ejemplo, a los específicamente orientados a la protección del clima, dada la especial urgencia del cambio climático—, pero, además, tanto las condiciones que regulen esta excepción como su aplicación práctica por parte de las autoridades de competencia deberían establecerse de forma clara y precisa en la legislación correspondiente.
V. CONCLUSIONES[Subir]
Del análisis desarrollado en este artículo, extraemos las siguientes conclusiones.
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1.La competencia constituye un pilar fundamental del sistema de economía de mercado que, con un cierto grado de orientación social, con sus aciertos y desafíos, ha sustentado el desarrollo y la prosperidad en Europa durante las últimas décadas. Por ello, puede afirmarse que el derecho de la competencia, concebido como un elemento estructural de ese sistema económico —sobre el que se asienta un orden político democrático—, ha demostrado ser un instrumento eficaz y funcional.
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No obstante, en su configuración y aplicación actuales, este cuerpo normativo se enfrenta a retos de gran envergadura, como la transformación digital y la necesidad de avanzar hacia una economía más sostenible. Esto ha abierto un debate en torno a si el derecho de la competencia debe —o cómo debe— contribuir activamente a esa transformación económica.
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2.A este respecto, cabe destacar que el derecho de la competencia ya dispone de mecanismos útiles para considerar criterios de sostenibilidad en la aplicación práctica de sus normas. Por ello, no resulta evidente la necesidad de reformar esta legislación para ampliar formalmente sus objetivos hacia la promoción directa de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
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3.Asimismo, se ha observado que la sostenibilidad, por su carácter transversal y su complejidad, debería abordarse preferentemente mediante políticas públicas específicas y normas sectoriales, como la legislación ambiental, laboral o fiscal. Delegar estas funciones en las decisiones de autoridades técnicas de la competencia o en actores privados puede generar riesgos significativos de politización, greenwashing y desequilibrios redistributivos no corregibles desde el marco jurídico de la competencia.
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4.Por todo ello, en lugar de un cambio de paradigma del derecho de la competencia, se propone un enfoque complementario, es decir, aprovechar el potencial de las herramientas jurídicas ya existentes para facilitar acuerdos y otras estrategias empresariales que no perjudiquen indebidamente la competencia, asegurando que las ventajas de sostenibilidad derivadas de ellas lleguen de forma justa a los consumidores. Esta vía permitiría mantener la integridad del sistema competitivo y favorece la coherencia institucional en la transición hacia una economía sostenible.
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5.Las autoridades de competencia deberían mantener su independencia técnica y cooperar con entes reguladores (en materia ambiental, laboral o fiscal) evitando asumir competencias que excedan su mandato. El equilibrio entre sostenibilidad y libre competencia debe resolverse en el ámbito político y legislativo, no en el técnico-administrativo.
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6.Aquí adquiere especial relevancia la elaboración de guías claras (directrices) para que las empresas promuevan estrategias sostenibles, pero sin erosionar los principios básicos del derecho de la competencia. Cuando sea necesario, son los legisladores los que deben prever excepciones claras y limitadas para sectores clave (v. g. el agrícola o el energético), con base en objetivos públicos bien definidos.
En suma, este enfoque trata de asegurar que la sostenibilidad se integre de forma coherente y controlada, sin comprometer los pilares esenciales del derecho de la competencia.