Margarita Robles Carrillo: El modelo digital europeo, Valencia, Tirant lo Blanch, 2025, 452 págs.
La cantinela que se ha extendido para convertirse en lugar común es la que pretende resumir cómo los poderes políticos afrontan las transformaciones digitales. «Estados Unidos innova, China copia y la Unión Europea regula» se repite de manera constante. Tal expresión reduce el análisis de lo que son aspectos muy diversos de los diferentes problemas que generan las nuevas tecnologías. Lo simplifica para orientar el debate a un cuadrilátero económico en el que únicamente se advierte que son principalmente norteamericanas y chinas las grandes corporaciones tecnológicas.
Junto a esas disputas por el mercado, ciertamente hay una pugna más relevante en el contexto geopolítico mundial de, al menos, tres perspectivas distintas que se asientan en esos tres grandes espacios políticos. Desde hace años se está reflexionando sobre cómo el derecho tiene que atender a los sucesivos interrogantes que con celeridad y sin descanso abren las nuevas tecnologías. Recuerdo solo que en 2023 Anu Bradford, en el libro del que existe traducción al español Imperios digitales, expuso las estrategias que se enfrentan en la protección de la privacidad, en el impulso de las iniciativas económicas e innovaciones técnicas, en la supervisión o control público. La profundidad de los problemas es más honda que la mera espuma que se resalta con la numeración de las empresas o su capitalización bursátil. E, igualmente, los hechos muestran cómo China también innova, ¿o es que la rapidez con la que corren las noticias hace que hayamos olvidado el gran salto dado en los sistemas de inteligencia artificial?
Por ello, creo que hay que saludar el libro que acaba de publicar la profesora Margarita Robles Carrillo. Bajo el título El modelo digital europeo, ha aunado toda la normativa que se ha dictado en los últimos años. La lectura de sus más de cuatrocientas páginas permite conocer el resultado de esa actividad reguladora que se subraya con ánimo reprobador de la Unión Europea. Dejémonos guiar por la autora, como si visitáramos un museo, en esa exposición normativa.
De los cuatro capítulos en los que estructura el libro, el primero —titulado «La articulación del modelo»— recuerda los documentos de los que se ha de partir, que expresivamente se bautizan como «estrategia» y «brújula» y que condensan el propósito de la Unión.
Hace años que se ha generalizado el vocablo «estrategia» para exigir al poder público, antes de cualquier planificación, que precise los objetivos y las líneas de actuación para alcanzar el horizonte deseado. Es, por ello, en esta estrategia donde se señala la esencia del modelo europeo. Se insiste en cómo la tecnología ha de estar al servicio de las personas, cómo la economía digital ha de ser justa y competitiva, y cómo ha de mantenerse la sociedad abierta. Resume la autora los principios y pautas de actuación que anuncia esta estrategia, como también sintetiza el contenido de esa «brújula», que tiene el propósito de guiar la travesía hasta 2030 y de la que han surgido numerosos programas, cuantiosa financiación, complejos reglamentos y directivas, así como actuaciones concretas dirigidas a la educación y formación digital.
El segundo capítulo, «Principios y valores», contiene, a mi juicio, los sólidos cimientos y las vigas maestras sobre los que ha de edificarse cualquier regulación, a saber, los derechos y libertades de los ciudadanos, así como la concepción del poder. Ámbitos ambos convulsionados por la agitación digital.
Y es que al poder le está costando reconocer que ha perdido los elementos tradicionales que le encumbraban a un posición suprema, soberana. Robles Carrillo resume algunas de las posiciones que intentan defender en el ámbito europeo el mantenimiento de cierta soberanía, la defensa de una soberanía digital o, al menos, tecnológica y estratégica. Trabajos de los que infiere cuatro consideraciones: que tal soberanía es distinta a su concepción tradicional, que tampoco es un sustituto de la soberanía nacional, que no es «una realidad, sino una ambición o un objetivo» y que gira sobre la conciencia de no depender de terceros países para obtener tecnología y recursos críticos.
Como he defendido en otro lugar (Metamorfosis del Estado. Maremoto digital y ciberseguridad), el prestigio tan atrayente, casi irresistible, del poder soberano ha llevado a que se invoque ese vocablo como bandera de múltiples reivindicaciones, que se utilice para explicar realidades heterogéneas y que se emplee en los más dispares ámbitos para reclamar la soberanía alimentaria, la soberanía energética, la soberanía indígena, la soberanía corporal, la soberanía personal…, en fin, a que pequeñas colectividades pretendan alcanzar ese estandarte de soberana independencia ignorando los tiempos que vivimos, la conectividad e interdependencia, y cómo ha cambiado la vida en el siglo xxi.
Tal exuberancia envuelve una pérdida de sentido. Ese concepto se ha diluido. Los autores clásicos que nos enseñaron los elementos y caracteres de ese poder soberano no reconocerían en las estructuras y organizaciones modernas tales atributos. Y de ahí los estudios sobre «una soberanía sin soberanía», una soberanía «hueca», «fragmentos de soberanía», o quien propone entonar un réquiem más o menos sentido.
Por ello, en la citada monografía defiendo que esa completa estructura supranacional que es la Unión Europea cuente con una autonomía eficaz, sin ser feudataria de otros poderes o corporaciones, dentro de un mundo imprescindiblemente interconectado, con el fin de conducir sus decisiones en el marco de los intereses europeos.
Y, junto a la configuración de los atributos del poder, son columnas los derechos y libertades de los ciudadanos.
La autora resume el marco normativo de la protección de datos, de la identificación digital (incorrectamente, la versión española de la legislación europea alude a «identidad»), así como el acceso a internet y la neutralidad de la red. Son ámbitos sobre los que se ha reflexionado mucho, pues resulta imprescindible que la extensión de la digitalización respete los derechos fundamentales y las libertades públicas.
Insisto en este momento en la relevancia de configurar como auténticos y sólidos derechos el acceso a internet, así como la neutralidad de la red (como defendí en 2014 en mi libro Neutralidad de la red: ¿realidad o utopía?). El derecho de acceso no puede derivar de la configuración del servicio universal de telecomunicaciones. Los ciudadanos han de contar con ese derecho fundamental de acceso al ser en la actualidad el cauce imprescindible para la prestación de numerosos servicios, actividades, negocios y, sobre todo, para el ejercicio de derechos fundamentales.
Del mismo modo, la neutralidad de la red es un reflejo del derecho a la igualdad e implica la prohibición a las empresas que prestan el servicio y gestionan el tráfico de bloquear, estrangular o retrasar la comunicación. No ha de depender de las condiciones de los contratos que establezcan las empresas operadoras de telecomunicaciones, pues otra cosa no solo quebraría el principio de igualdad y no discriminación, sino que esa restrictiva gestión del tráfico afectaría a los derechos fundamentales que se desplazan por las redes.
Robles Carrillo dedica el capítulo tercero («El mercado único digital») a resumir importantes reglamentos europeos: comunicaciones electrónicas, gobernanza de datos, inteligencia artificial, mercados y servicios digitales, junto al recordatorio de otros muchos reglamentos sobre interoperabilidad, realidades virtuales, semiconductores, el que pretende garantizar el suministro de materias primas fundamentales… La autora ha realizado un notable esfuerzo para acopiar todas estas disposiciones, cuyo recordatorio es ya abrumador. Y es la palanca en la que se elevan las descalificaciones ante la actividad reguladora de la Unión Europea. Pero hay que insistir: la digitalización afecta e incide en muchos ámbitos y, además, ha generado nuevos problemas a los que hay que atender.
De todos estos reglamentos, recuerdo ahora la capital relevancia de dos: el de Mercados Digitales y el de Servicios Digitales, al imponer destacadas obligaciones a las grandes corporaciones públicas que dominan las plataformas de contenidos y servicios en internet, así como la delimitación de responsabilidades de los prestadores de servicios digitales. La autora resume su contenido, recuerda el marco de competencias, las atribuciones a la Comisión Europea, así como las facultades de los Estados miembros, y se permite alguna crítica a la defectuosa técnica legislativa del Reglamento de Mercados Digitales porque «la relación de obligaciones de los guardianes de acceso resulta prácticamente inabarcable, redundante y carente de la mínima sistemática necesaria para garantizar la transparencia, cumplimiento y efectividad de sus normas». A mi juicio, son textos complejos, que usan una terminología enrevesada, llenos de remisiones entre sus preceptos que dificultan la asequible comprensión que ha de tener cualquier norma.
El capítulo cuarto («Seguridad digital y resiliencia») aborda las numerosas disposiciones que persiguen defenderse de las amenazas y atenuar los riesgos que se han multiplicado con la digitalización. Junto a referencias a la ciberdefensa y ciberdiplomacia, sintetiza la autora la directiva que persigue elevar el nivel común de ciberseguridad, la que se dirige a proteger las entidades críticas, las disposiciones para proteger de manera especial al sector financiero, las reformas del Reglamento de Ciberseguridad, los reglamentos de Ciberresiliencia y Cibersolidaridad…
Resalto, como en ocasiones anteriores, de todo ese elenco, dos disposiciones que son por las que debería empezar su lectura cualquier interesado en este ámbito, a saber: las directivas que se aprobaron en diciembre de 2022 con el fin de elevar el nivel común de ciberseguridad y fortalecer la protección de las entidades críticas.
Junto al resumen de su contenido, destaca la autora cómo la Unión Europea ha invocado como título competencial la armonización del mercado interior a la hora de sustituir las directivas anteriores, anudadas sobre la débil competencia europea de la seguridad.
Ese cambio resultaba imprescindible con el fin de apuntalar mejor la eficacia de la regulación europea. La incorporación por los Estados miembros de las directivas previas ofreció un tapiz deshilachado, incoherente: fueron escasas las infraestructuras críticas europeas identificadas, existía una notable disparidad a la hora de calificar los servicios esenciales que debían incorporar medidas de ciberseguridad, las responsabilidades en las empresas estaban diluidas… Me remito a las consideraciones que formulé en mi citado libro sobre la Metamorfosis del Estado. Confiemos que estas dos nuevas directivas consigan integrar de manera adecuada los necesarios esfuerzos que han de realizar los Estados miembros. Aunque, cuando escribo estas líneas, en junio de 2025, el Gobierno de España todavía no ha aprobado los correspondientes proyectos de ley, por lo que la Comisión Europea ha iniciado los procedimientos de infracción.
Hasta aquí el resumen de todo el amplísimo abanico de regulación europea que se abre y que con esfuerzo ha resumido la autora. El libro concluye con unas páginas de «Reflexiones finales». Pero, antes de comentarlas, quiero apuntar otras dos consideraciones.
La primera se refiere al reproche que se realiza a la Unión. ¿Regula demasiado? La regulación es ciertamente densa y compleja. No son livianos los problemas que han de atenderse. No obstante, hay que recordar otra circunstancia: es enrevesado el alambique que ha de destilar la normativa europea. El procedimiento legislativo es tortuoso y, en este sentido, lamentablemente, parece que no hay especiales esperanzas de agilizarlo.
La autora recuerda en dos páginas (68 y 69) los informes firmados por Enrico Letta y Mario Draghi. Solo en el primero se vuelve a mencionar la clásica aspiración de simplificar el marco regulador y «legislar mejor». Algo que asumió como propósito la Comisión Juncker, que consiguió adelgazar decenas de propuestas normativas, además de incorporar previsiones para no incrementar la carga burocrática a los empresarios. Desde entonces, no se han advertido nuevos avances.
La segunda es una crítica que hago a la autora, a saber: la falta de bibliografía española. En los libros que exponen un amplio campo normativo resulta indispensable ofrecer al lector una bibliografía básica que le permita seguir las sugerencias que le han surgido con la lectura y profundizar en el estudio. Robles Carrillo recoge solo en algunos epígrafes (los relativos a la soberanía digital, neutralidad de la red, las redes denominadas 5G) la referencia de algunos trabajos en inglés, cuando la doctrina española e hispanoamericana ha reflexionado, a mi juicio, con fruto sobre los problemas que está generando esta regulación europea. Hay libros indispensables sobre la Carta de Derechos, sobre el régimen de protección de datos, sobre los reglamentos de mercados y servicios digitales, sobre los desafíos de la ciberseguridad…
En estos tiempos de desprestigio de la Universidad pública española, debido entre otras razones a la desaparición de pruebas públicas para la selección de profesorado, creo más necesario que nunca reconocer la dedicación de estudio de esos profesores heridos por la curiosidad y que con modestia reflexionan y publican monografías. Una petición que me atrevo a hacer a la autora para la segunda edición de esta obra.
Y concluyo resaltando sus «Reflexiones finales». Nueve páginas en las que recuerda el cambio de paradigma generado a mediados del siglo pasado al mutar la economía de la producción en la economía del conocimiento. Habría que añadir, además, la importancia del ocio y el espectáculo. Eso ha supuesto un salto acrobático que incide en esta preocupación regulatoria.
Junto a estas consideraciones, apunta también la autora cómo ha ido evolucionando la construcción de la Unión Europea. Cómo de una tendencia inicial a la armonización se está consolidando una cooperación intergubernamental. Coincido con esa preocupación. El injerto del Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno ha generado que el inicial equilibrio entre todas las partes que integran esta organización supranacional (el Parlamento, la Comisión, el Tribunal de Justicia y tantas Agencias) esté condicionado por los acuerdos que adopta el Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno, que luego se manifiesta en las decisiones que aprueban el resto de las instituciones europeas.
En el mundo actual, ante el predominio de potencias como Estados Unidos y China, ante el influjo de colosales corporaciones empresariales, ha de confiarse en la Unión Europea para defender la sociedad abierta que hemos conocido y a la que debemos ser fieles.