RESUMEN

La importancia de la genealogía como legitimación de la memoria y el proyecto se puede rastrear en la historia del pensamiento occidental. De la mano de la filósofa Celia Amorós, esta historia cabe interpretarla como un recorrido en clave filosófico-patriarcal. Después de su institución y sus quiebras, la crisis de legitimidad patriarcal abre la puerta a más avances de las mujeres. Este trabajo quiere situar la relevancia de la genealogía feminista y del sujeto político mujeres como sujeto de esa genealogía. Con ello se viene a concluir que pretender hoy la irrelevancia o, incluso, la obsolescencia de tal sujeto solo puede favorecer a los propios intereses del patriarcado. Porque la maniobra de dar en la línea de flotación del sujeto mujeres como sujeto político del feminismo se traduce en dar en la propia línea de flotación del feminismo como proyecto emancipatorio.

Palabras clave: Genealogía; legitimidad patriarcal; mujeres; sujeto político; feminismo; proyecto emancipatorio.

ABSTRACT

The importance of genealogy as a legitimation of memory and project can be traced in the history of Western thought. This story can be interpreted, with the help of the philosopher Celia Amorós, as a journey in a philosophical-patriarchal key. After its institution and its bankruptcies, the crisis of patriarchal legitimacy opens the door to more advances for women. This work wants to place the relevance of feminist genealogy and the political subject «women» as a subject of that genealogy. This leads to the conclusion that claiming today the irrelevance or even the obsolescence of such a subject can only favor the patriarchy’s own interests. Because the maneuver of hitting the waterline of the subject «women» as a political subject of feminism translates into hitting the very waterline of feminism as an emancipatory project.

Keywords: Genealogy; patriarchal legitimacy; women; political subject; feminism; emnacipatory project.

Cómo citar este artículo / Citation: Posada Kubissa, L. (2025). Genealogía, feminismo y sujeto político. IgualdadES, 12, 241-‍255 doi: https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.12.08

I. GENEALOGÍA COMO GENEALOGÍA PATRIARCAL[Subir]

La filósofa Celia Amorós ha enfatizado la necesidad de una genealogía feminista. Una genealogía feminista tiene sus voces fundacionales en los discursos de empoderadísimas mujeres ilustradas del siglo xviii, como Olimpia de Gouges o Mary Wollstonecraft, entre otras. A partir de estas voces se funda una tradición genealógica que surge como crítica a las insuficiencias de la consigna ilustrada de igualdad, que no se quiso hacer extensiva a los derechos de las mujeres. Y esa tradición genealógica, que no es otra que el feminismo, tiene sus fundamentos históricos, temáticos y críticos, que le dotan de legitimidad en cuanto memoria y proyecto.

Hablo de genealogía. Pero la genealogía, en tanto legitimación de los orígenes, ha ido tradicionalmente unida al patriarcado, bien se trate de un sistema patriarcal en su acepción tradicional, bien en el sentido moderno instaurado a partir de los siglos xvii y xviii fundamentalmente por los contractualistas, como es el caso en particular de Rousseau. El sistema patriarcal establece las relaciones de parentesco (familia y linaje), así como el orden simbólico todo como dominio masculino (es decir la organización política, económica, cultural y social en general). Y de este modo ese dominio masculino es a la vez dominación de lo no-masculino, de las mujeres como referentes externos a la «fraternidad de los iguales», a la «fratria», en términos de Amorós, que pactan los varones. Que pactan y que, a la vez, autolegitiman su poder en ese pacto, que lo perpetúa como ley del patriarca. Reformulada en la modernidad, esa ley patriarcal pervive como alianza entre todos los hermanos o en la fraternidad, por la que los iguales heredan en forma de pacto la autoridad del padre y su ley —al que en términos de la clásica explicación freudiana habrían asesinado simbólicamente y se habrían repartido su poder (‍Amorós, 1985: 67-‍68)—.

La estrategia que Amorós nos ofrece ya en 1985 es la de llevar adelante «la crítica de la razón patriarcal en su sentido más estricto» (ibid.: 11). Y este «sentido más estricto» no es otro que rastrear la genealogía como clave de la legitimación patriarcal. Y a esta tarea dedica su ensayo casi treinta años más tarde titulado Salomón no era sabio (2014), donde se centra en interpretar la historia del pensamiento y de la filosofía occidentales justamente en clave de recorrido genealógico-patriarcal.

Partiendo de la constatación de que las mujeres dan vida según la carne (el genos), pero no sello de legitimidad según la razón o la palabra (el logos), Amorós ilustra la fundación de la genealogía patriarcal en la bíblica «decisión salomónica», a partir de la cual se sanciona la deslegitimación de la palabra de las mujeres, lo que tendrá como consecuencia que «el genérico masculino se instituye en el monopolizador de la legitimación de la vida» (‍Amorós, 2014: 35). Y, desde tal monopolio, las mujeres, entre otras cosas, quedan excluidas como sujetos autónomos capaces de decidir libremente el proyecto humano de dar o no vida.

Salomón no era sabio analiza cómo Aristóteles y san Agustín constituyen respectivamente la fundación y la institución de la genealogía patriarcal: Aristóteles funda la genealogía filosófica, por cuanto «busca en las producciones de los filósofos que le precedieron una legitimación de su propia tarea filosófica». Y, en esa medida, se convierte a sí mismo en legitimador de ese legado. Se trata, de asumir «en la forma genealógico-patriarcal el pasado de la filosofía» (ibid.: 43-44). En San Agustín se superponen dos series genealógicas, que se corresponden con la ciudad celestial y la terrena. La genealogía de la ciudad terrena incorpora a la mujer, definida como carne, a la que contrapone la genealogía según el espíritu.

Esta operación genealógica lleva a sus propias «quiebras» en la modernidad, cuando el «ansioso desconfiado» Descartes da la vuelta a la tradición teológica y, en el lugar de un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, pone «un Dios hecho a imagen y semejanza del hombre» (‍Amorós, 2014: 63). Esta inversión produce una inflexión en la genealogía patriarcal, por la que «Dios-Padre «pasa a ser «Hijo de la Idea del hijo» (ibid.: 75).

Tras un excursus por la peculiar inflexión del cartesianismo en las reclamaciones de igualdad entre los sexos del filósofo Poullain de la Barre, y su estela en la pensadora radical Mary Wollstonecraft, Amorós rastrea las implicaciones de la crisis genealógica en la filosofía kantiana, que asume la legitimación crítica frente a la genealógica: «No legitima ya el Nombre del Padre, la ascendencia ni la cuna, sino la ley misma», esa la ley que se da a sí mismo «un sujeto definido como racional y autónomo» (ibid.: 105), es decir el sujeto ilustrado. Y esta inflexión de los títulos de legitimidad de la genealogía patriarcal encontrará su crisis radical en el existencialismo, que pone en jaque la legitimación patriarcal en la conciencia de la bastardía en Sartre.

Y «el golpe de gracia» a toda genealogía filosófico-patriarcal, tras esta radicalización de su crisis, lo detecta nuestra autora en «el inconsciente huérfano» de Deleuze, que en su Antiedipo lleva a cabo, junto con Guattari, una sistemática «des-edipización». Desestructurada la estructura edípica, «llegamos, pues, al “inconsciente huérfano”» del que hablan estos autores. La crisis radical de la genealogía nos deja, para Celia Amorós, ante dos asunciones distintas, pero igualmente radicales, de la muerte de Dios como Padre: «Libertad como proyecto, para Sartre; para Deleuze y Guattari, inconsciente huérfano» (ibid.: 218).

Esta lectura del recorrido de la filosofía occidental que hace Celia Amorós nos lleva por la institución, el desarrollo y la crisis de la genealogía filosófico-patriarcal, para venir a concluir algo importante: que esa genealogía patriarcal ha entrado en su crisis radical, cuando «el Nombre del Padre ha sido puesto en cuestión como la Metáfora que legitima» (ibid.: 221). Y que es en este momento crítico cuando las mujeres tienen más posibilidades de alcanzar su autodesignación y, en definitiva, de avanzar en sus conquistas.

Me ha interesado comenzar por aclarar y seguir la pista a estos planteamientos de Amorós porque a estos yo querría añadir algo. Creo que, entre los factores que han colaborado a esa crisis de legitimación patriarcal, a esa deslegitimación del Nombre del Padre de la que habla Celia Amorós para el presente del pensamiento, ha jugado un papel fundamental la institución y el desarrollo de otra genealogía, que no por situarse en los márgenes o por ser menos reconocida es por ello menos decisiva: me refiero a la genealogía crítico-feminista. Esa genealogía no está todavía suficientemente reconocida en el imaginario social y hoy más que nunca la tenemos que reforzar y seguir elaborando, pues, como decía antes, toda genealogía es legitimación de los orígenes, de la memoria y del proyecto. Es decir, la genealogía feminista nos permite saber de dónde venimos, dónde estamos y adónde queremos ir. Creo que en el caso del feminismo no hemos llegado al momento de su crisis radical en absoluto, pero como veremos sí al menos a un momento de enorme confusión cuando se esgrime hoy desde ciertos sectores la irrelevancia e, incluso, la obsolescencia del sujeto político mujeres.

II. EL SUJETO POLÍTICO DE LA GENEALOGÍA FEMINISTA[Subir]

1. Genealogía feminista[Subir]

Quiero recalcar de entrada que para comprender qué teorías y qué pensamientos feministas se han elaborado para afrontar la agenda feminista es indispensable poder hacer una clasificación más o menos sistemática de los mismos. Es indispensable, hoy más que nunca, hacer genealogía feminista, como ya he dicho antes. Y hacerla, además, para entender que las mujeres han sido siempre el sujeto político de esa genealogía.

Pero la diversidad en la que se han tejido y se tejen los discursos del feminismo hace difícil una clasificación definitiva. La politóloga Alison Jaggar, en un análisis contemporáneo y que ya es sin embargo un clásico, clasifica ya a principios de los años ochenta la teoría feminista, particularmente la del mundo occidental, en tres grandes ramas: habla de feminismo liberal, feminismo socialista (en el que se incluiría el marxista) y feminismo radical (‍Jaggar, 1983). Esta clasificación, que como digo ya es un clásico y que hay que conocer, se ciñe, sin embargo, solo al feminismo contemporáneo, en particular a partir del neofeminismo de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Pero ese feminismo contemporáneo tiene una dilatada historia detrás que nunca podemos olvidar.

En el tránsito de un siglo a otro, del siglo xx al actual, se han abierto tantas corrientes feministas que hay quien quiere hablar de feminismos en lugar de feminismo. No es mi caso: yo sigo creyendo que el feminismo es uno y que se define como la lucha por erradicar el patriarcado, sin más, como lo decía tajantemente Kate Millett. Es cierto que hoy asistimos a una diversidad de corrientes dentro del feminismo. Y hablamos del feminismo negro, el ecofeminismo, el feminismo lesbiano, el feminismo postcolonial y decolonial o el feminismo que se autoproclama como transfeminismo, entre otros.

Todas estas corrientes no caen de un guindo: tiene un pasado detrás que es importante conocer. Por eso, y aunque suene a copla conocida, quiero refrescar de entrada brevemente el recorrido teórico del feminismo, que constituye, a la vez, la propia historia del feminismo. Porque, si no, olvidamos de dónde venimos y la memoria y la genealogía feministas son imprescindibles para saber dónde estamos y hacia dónde queremos ir.

Hay que empezar por recordar que el feminismo apareció como crítica a las insuficiencias de la Ilustración del siglo xviii, que a la hora de reclamar la igualdad obvió reclamarla también para las mujeres. Y hay que subrayar que el feminismo, como conciencia de opresión, es más antiguo que su propia expresión en términos teóricos. Históricamente, el feminismo surge como praxis antes que como palabra. No olvidemos que se trata de un movimiento reivindicativo y que, como tal, nació. Y lo que ese movimiento reclamaba en realidad no es otra cosa, sino que las mujeres también son sujetos.

En la historia del feminismo —y con ello de la historia de la teoría que lo ha acompañado— las mujeres como sujetos políticos han protagonizado lo que hoy clasificamos como las tres olas del feminismo. La primera ola es el feminismo ilustrado, que comienza ya a finales del siglo xvii y se extiende hasta finales del xviii. La segunda ola se inicia en 1848 con la Declaración de Seneca Falls y se extiende hasta a 1948: es el feminismo sufragista en el marco de una agenda más amplia de reivindicación de derechos. Y la tercera ola la situamos en los años sesenta y setenta del siglo xx con el feminismo radical, cuando las feministas entendieron que, aunque se había conseguido el derecho al voto, a la educación y a algunas profesiones, la exclusión patriarcal de las mujeres persistía en lo privado y en lo público.

Si atendemos a esta periodización cronológica, vemos que el feminismo hunde sus raíces en la Ilustración y en lo que fue el inicio de la modernidad. Tras el filósofo Poulain de la Barre y su disertación Sobre la igualdad de los dos sexos de 1673 (que se puede considerar el primer texto feminista que reclama la igualdad de las mujeres), el periodo del xviii se consolida en la práctica revolucionaria francesa con los clubes de mujeres. Y a finales del siglo xviii la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, de Olympe de Gouges (concretamente, apareció en 1791 en Francia), y la conocida Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (en 1792 en Gran Bretaña), dan buena cuenta de hasta qué punto el movimiento de las mujeres por la igualdad en esos momentos está dejando de ser un gesto individual, casi una gesta solitaria, para configurarse como una auténtica conciencia colectiva. También el feminismo decimonónico y, en particular, el conocidísimo episodio de las sufragistas, se sitúan en el feminismo moderno. El contexto histórico decimonónico está marcado por las reivindicaciones de igualdad social en varios frentes: el siglo xix es el siglo de los movimientos en pro de la abolición de la esclavitud, el ciclo de las revoluciones liberales y en el que aparece la mayor reclamación de igualdad política y económica de la historia —el Manifiesto comunista de Marx y Engels de 1848—. Precisamente en ese mismo año, 1848, se promulga la Declaración de Séneca Falls, que reclama el voto político para las mujeres y que por ello mismo puede considerarse el acta fundacional del sufragismo.

Si entramos ya en lo que consideramos el feminismo contemporáneo, tendremos que detenernos a hacer una reflexión porque cuando entrado ya el siglo xx se va conquistando el voto femenino —en unos países antes que en otros—, la tarea feminista se transforma porque había ido unida a la conquista del voto femenino durante casi cien años. Si bien nunca dejará de tener un carácter reivindicativo, el feminismo pasará a ocuparse más detenidamente del trabajo teórico, del trabajo consistente en elaborar una nueva comprensión de la realidad desde sus propios parámetros de análisis. En esta tercera ola de los años sesenta y setenta encontramos las más brillantes aportaciones y teorizaciones desde el feminismo, todas ellas herederas de la grandísima Simone de Beauvoir y de su famosísimo ensayo sobre El segundo sexo de 1949. Figuras emblemáticas de esta tercera ola serán Betty Friedan, Shulamith Firestone o la decisiva obra de Kate Millett publicada en 1970, fruto de su tesis doctoral de un año antes y titulada Política sexual (‍2010).

Esta obra de Millett, Política sexual, es especialmente relevante porque en ella Millett retoma críticamente las herramientas conceptuales del marxismo y del psicoanálisis y las aplica a su análisis feminista. Y digo que este ensayo de Millett es especialmente relevante para el pensamiento feminista porque en él Millett resignifica conceptos como los de patriarcado o género (conceptos que no inventa, sino que retoma y resignifica de los discursos científicos, como el de la antropología o el de la psicología, porque nadie «inventa el Mediterráneo»), que a partir de ahí pasarán a constituirse en conceptos habituales del bagaje feminista de análisis.

Hay que mencionar también entre los años setenta y ochenta los intentos por conciliar teóricamente el feminismo y el socialismo. Y en esta línea están los trabajos de feministas socialistas y marxistas, como, por nombrar solo alguna, Sheyla Rowbotham, Roberta Hamilton y Zillah Einsentein, entre otras.

Cuando nos situamos en el año 1975, declarado Año Internacional de la Mujer por la ONU, podemos decir que a partir de ahí se da un punto de inflexión de la teoría y también de la práctica feministas. Porque de entonces a aquí viene a delimitarse lo que es el momento actual del feminismo, un momento en el que las tendencias feministas se diversifican y se fragmentan tanto como las propias variables sociopolíticas con las que el feminismo interactúa. Esto quiere decir, en otras palabras, que hablar de feminismo a partir de finales de los años setenta y principios de los ochenta será hablar de raza, de etnicidad, de alternativas verdes o ecológicas, de grupos de mujeres negras, chicanas y emigradas en general, de preferencias sexuales, etc. Y todas estas variables componen una red de variables, que son variables de opresión y que lógicamente diversifican los intereses de las mujeres, según cuál sea su relación con cada una de ellas.

En un espectro tan diversificado habrá dos tendencias de la teoría feminista entre los años ochenta y noventa que difieren globalmente entre sí, no en una u otra variable, sino en su comprensión total de qué sea el feminismo. Me refiero al debate entre el llamado feminismo de la igualdad y el denominado feminismo de la diferencia. Para resumirlo a grandes rasgos, este debate contemporáneo, ese debate entre igualdad y diferencia, decía, giró en torno al concepto de género, acuñado por el feminismo contemporáneo: por un lado, el feminismo de la diferencia reclamó esta división genérica de la humanidad, lo masculino y lo femenino, y reclamó que era algo no meramente construido por la cultura patriarcal y que, por lo mismo, la diferencia femenina era algo que hay que preservar. Por su parte, en el polo opuesto, el feminismo de la igualdad de raíz ilustrada abogó por la superación de los géneros en una comprensión unitaria de lo humano y, por lo mismo, en una sociedad no patriarcal, pero de individuos, no de géneros. De modo que esta disensión de paradigmas entre igualdad y diferencia en la teoría feminista de los años ochenta y noventa puede ser mejor comprendido si se lee a la luz de un debate intrafeminista de o sobre el género. Un debate que, pese a sus duros enfrentamientos, seguía siento un debate intrafeminista en el que ambas posiciones entendían a las mujeres como sujeto incuestionable del feminismo.

Si nos situamos simbólicamente ya en el año 1975, declarado Año Internacional de la Mujer por la ONU y año de la primera Conferencia Internacional de la Mujer en México, podemos decir que se da un punto de inflexión de la teoría y también de la práctica feministas. Porque de entonces a aquí viene a delimitarse lo que es el momento actual del feminismo, un momento en el que las tendencias feministas se diversifican y se fragmentan tanto como las propias variables sociopolíticas con las que el feminismo interactúa. Esto quiere decir, en otras palabras, que hablar de feminismo a partir de finales de los años setenta y principios de los ochenta será hablar de raza, de etnicidad, de alternativas verdes o ecológicas, de grupos de mujeres negras, chicanas y emigradas en general, de preferencias sexuales, etc. Y todas estas variables componen una red de variables que son variables de opresión y que lógicamente diversifican los intereses de las mujeres, según cuál sea su relación con cada una de ellas.

Y podemos preguntarnos a partir de ese panorama qué pasa en el tránsito del siglo xx al actual. En otras palabras: ¿qué pasa en la teoría feminista en los últimos veinticinco o treinta años, en la cuarta ola a la que se dice que estamos asistiendo hoy y que no se comprendería sin las olas anteriores? (‍Posada, 2020).

Yo diría que lo que ha movido esta cuarta ola es, ante todo —no solo, pero sí fundamentalmente—, un movimiento de masas contra la violencia patriarcal (ibid.: 24 y ss.). Efectivamente, entrado ya el siglo xxi se ha producido un levantamiento podríamos decir que popular contra la persistencia e, incluso, el recrudecimiento de esa violencia, un movimiento que tiene su pistoletazo de salida y que se internacionaliza especialmente con el famoso #MeToo y que alcanza su punto álgido en las masivas movilizaciones del 8 de marzo de 2018. Y en el campo de la teoría feminista ha proliferado una especie de fuego amigo, que ha teorizado nuevos sujetos que no dejan lugar al sujeto mujeres. Es el caso de Haraway y sus propuestas de un mundo postgenérico, encarnado en el cyborg como nuevo sujeto de ese mundo, de tal manera que la apuesta en Ciencia, cyborgs y mujeres pasa por «un esfuerzo para contribuir a la cultura y a la teoría feminista socialista de una manera postmoderna, no naturalista, y dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin» (‍Haraway, 1995: 254-‍255). La resignificación del sujeto que lleve a la ruptura del binarismo mujeres/hombres (y con ello a la desaparición de las primeras como sujeto del feminismo) está presente en las elaboraciones de otras pensadores actuales: así, la filósofa Rossi Braidotti ha planteado más recientemente su visión de un posthumanismo feminista, para el cual ya no tendría sentido hablar de un sujeto prioritario «mujeres», en tanto en cuanto el objeto de estudio no es el patriarcado ni la opresión de las mujeres, sino los ««múltiples sistemas zoe/geo/tecnológicos» (‍Braidotti, 2020: 74). Los sujetos decantados de este nuevo feminismo posthumano son todos aquellos que fueron excluidos de la «noción dominante y excluyente de lo humano». Y Braidotti enumera los sujetos, o el sujeto múltiple, de su nueva propuesta feminista: «Mujeres, personas LGTBQ+, pueblos colonizados, indígenas, personas que sufren racismos y una multitud de personas no europeas que históricamente tuvieron que luchar por el derecho básico a ser consideradas y tratadas como humanas» (ibid.: 17).

Pero dejando de lado ahora estas nuevas aportaciones del feminismo actual en relación con el sujeto y, con ello, con el sujeto feminista, podemos decir que políticamente hoy la agenda feminista incluye una mezcla de problemas que ya teníamos y otros que son más recientes o, por mejor decirlo, que se han agudizado más recientemente. Podemos nombrar algunos centrales, como es el problema de erradicar la prostitución y la trata, de combatir la violencia contra las mujeres y especialmente también la creciente violencia sexual, de luchar contra la pornografía y la hipersexualización femenina, de resistir frente a la creciente explotación reproductiva de las mujeres con los llamados vientres de alquiler o, de manera más reciente, de reivindicar el sujeto político feminista. Me voy a centrar aquí en el debate tan actual sobre el sujeto político feminista, que hoy parece marcar en gran medida nuestra agenda feminista.

2. El debate del sujeto feminista[1][Subir]

A partir del reconocimiento contemporáneo de las diferencias entre mujeres, nos encontramos con preguntas sobre si puede articularse un sujeto colectivo mujeres empoderado y fuerte en esta cuarta ola a pesar de las diferencias entre ellas. Porque podemos suscribir lo que dice la filósofa y activista italiana Lidia Cirillo, cuando afirma que hoy «las mujeres, algunas mujeres, muchas mujeres han comenzado a pensar en sí mismas como sujeto político de liberación porque han reconocido que su principal característica común es la opresión» (‍Cirillo, 2002: 128).

Pero para reconocernos como sujeto político de liberación, como dice Cirillo, las mujeres hemos tenido que empoderarnos (aunque no me guste mucho este término por resultar algo ambiguo y confuso). ¿Por qué hablo ahora de empoderamiento? ¿A qué viene esto? Y contestaré que lo hago porque el empoderamiento en el feminismo lo es de un sujeto: el sujeto mujeres. El debate actual que tenemos planteado será si las diferencias locales, culturales, raciales, de etnia, de clase, de preferencia sexual, etc., permiten hablar de un sujeto mujeres empoderado y fuerte y mi respuesta, que ya adelanto, es que sí. Porque un sujeto político se define por tener objetivos políticos de lucha comunes. Y las mujeres tenemos objetivos políticos comunes porque, más allá de nuestras diferencias, que nadie niega, padecemos dominaciones comunes por el hecho de ser mujeres.

Ahora bien, desde hace más de treina años ha habido propuestas que, desde la mal llamada postmodernidad —porque no es un movimiento en absoluto homogéneo—, han venido a cuestionar directamente el sujeto mujeres. Estas propuestas se vinculan con la filósofa estadounidense Judith Butler, que lo planteaba en su obra El género en disputa ya en 1990 (‍Butler, 2007). Y es importante el subtítulo de esta obra, que Butler enuncia como El feminismo y la subversión de la identidad. Porque, sintetizando mucho, lo que Butler propone aquí, entre otras muchas cosas, es deconstruir o desestabilizar las identidades por normativas y excluyentes. ¿Por qué? Porque toda identidad establece unas normas a las que hay que ajustarse para pertenecer a esa identidad (y, por tanto, es normativa) y toda identidad deja fuera a todo lo que no se ajusta a esas normas (y, por tanto, es excluyente).

Y esto se aplicaría en especial a la identidad mujeres, que como toda identidad es normativa y excluyente y habría que deconstruir o desestabilizar. Butler afirma que el «nosotros feminista» (y, por tanto, la identidad mujeres) siempre sería una «construcción fantasmática», como la llama literalmente, porque deja fuera a una gran parte del grupo que pretende representar (ibid.: 277).

No es sencillo encontrar citas del Género en disputa en las que, sin su habitual oscuridad, se rechace clara y expresamente que se pueda hablar de la identidad o del sujeto mujeres. Para esta ocasión, he extraído una de sus pocas citas en ese sentido que es la siguiente: «En su mayoría, la teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, entendida mediante la categoría de las mujeres, que no solo introduce los intereses y los objetivos feministas dentro del discurso, sino que se convierte en el sujeto para el cual se procura la representación política». Pero inmediatamente añade: «El tema de las mujeres ya no se ve en términos estables o constantes. Hay numerosas obras que cuestionan la viabilidad del “sujeto” como el candidato principal de la representación o, incluso, de la liberación, pero además hay muy poco acuerdo acerca de qué es, o debería ser, la categoría de las mujeres» (ibid.: 45-46).

Además de este cuestionamiento del sujeto político mujeres, otra premisa central de Butler fue que no existe algo así como el sexo dado o prediscursivo, sino que el sexo es tan construido culturalmente como el género. En este sentido, escribe con más claridad que la habitual lo siguiente: «Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada “sexo” esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá fue siempre género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal» (ibid.: 55).

Pero, si no hay distinción entre sexo y género, esto es, si el sexo también es una construcción cultural y no algo dado o natural, la consecuencia será que se pueden actuar tantas identidades sexuales y de género como se desee. Y el propósito de esa proliferación de identidades genéricas no es otro que romper el binarismo sexual. Es importante darse cuenta de que en estas propuestas no se trata de abolir el género como el feminismo siempre ha propuesto (ya que la diferencia de género siempre ha sido desfavorable a las mujeres). Es decir, no estamos aquí en la comprensión del feminismo, como lo expresa la teórica Sheila Jeffreys, como «un movimiento de eliminación del género», en tanto en cuanto el género se identifica «como una jerarquía que debe ser destruida para que las mujeres puedan ser libres» (‍Jeffreys, 2020: 49). contra estas palabras de Jeffreys, de lo que se trata ahora no es de abolir el género, sino de multiplicarlo en una diversidad de identidades de género sentidas y que nunca son estables.

Las tesis centrales de Butler —por un lado, cuestionar y deconstruir el sujeto mujeres como sujeto político del feminismo y, por otro, entender el sexo como algo construido y no naturalmente dado— han abierto una línea de posiciones que se autorreclaman como postfeministas. Y para este postfeminismo el sujeto ya no serían las mujeres, sino un sujeto en coalición de posiciones sexuales diversas, variables y contingentes, que se crean y se alían en su la resistencia al orden que llaman «heteropatriarcal» (transexuales, transgénero, bisexuales, etc.). Y estamos, así, en la llamada teoría queer.

Comprender estas posiciones pasa por comprender que, con el vendaval postmoderno de pensamiento —por decirlo sucintamente—, el sujeto, no solo el feminista, ha sido herido de muerte. Se entiende: lo que queda herido de muerte es la idea moderna del sujeto que se abrió paso a partir del siglo xviii, como un sujeto capaz de llevar adelante sus proyectos emancipatorios, porque era pensado como un sujeto fuerte y constituyente del poder y del discurso. El giro deconstructivo de la postmodernidad va a consistir, entre otras cosas, en entender que el sujeto no es constituyente del poder y el discurso, sino que está constituido por el poder y el discurso.

Y esta defunción filosófica y cultural del sujeto fuerte afecta también al feminismo, que asiste a cómo se ha defendido desde posiciones postmodernas, como hemos visto en Butler, la deconstrucción o la defunción del sujeto mujeres, que es el sujeto político que ha servido de fundamento a la lucha política y al proyecto mismo de la emancipación feminista durante siglos.

Pero hay quien lógicamente ve un peligro para el feminismo en estas propuestas postmodernas. Así, por ejemplo, la teórica feminista Seyla Benhabib afirma tajantemente que la versión fuerte de la postmodernidad que habla de la muerte del sujeto no es compatible con los objetivos del feminismo. Esta pensadora argumenta que si deconstruimos la identidad «mujeres», si prescindimos del «nosotros feminista», nos quedamos sin sujeto político que pueda llevar adelante el proyecto de emancipación que el feminismo es. En realidad, lo que esta pensadora, Benhabib, se pregunta es cómo se puede pensar un proyecto político de emancipación sin un sujeto que lo asuma como propio. Y esto es lo que plantea cuando escribe: «Quiero preguntar cómo sería incluso pensable, de hecho, el proyecto mismo de la emancipación femenina sin un principio regulativo de acción, autonomía e identidad» (‍Benhabib, 2005: 327). Es decir, lo que Benhabib está preguntando, y se lo pregunta directamente a Butler, es cómo sería posible y ni siquiera pensable un proyecto feminista sin ese principio de «acción, autonomía e identidad», que es precisamente lo que ella entiende que define, y siempre ha definido, al sujeto político.

III. REFLEXIONES PARA CONCLUIR[Subir]

Pienso que ante este debate el feminismo tiene que seguir manteniendo que su sujeto político son las mujeres, si no como identidad esencial, si no como una esencia —es decir, si no como algo que vuelva a hablar esencializadamente de la Mujer en singular y con mayúscula—, sí mantener un sujeto mujeres que es a la vez una identidad material y estratégica.

La movilización estratégica feminista se orienta a un objetivo prioritario: abolir el patriarcado. Abolirlo, además, planetariamente, transnacionalmente. No negando desde luego las diferencias entre las mujeres —diferencias culturales, locales, de etnia, «raciales», de clase, de orientación sexual—, pero defendiendo a estas como sujeto del feminismo. Porque, a mi juicio, asumir esas diferencias no significa que nos movamos hoy en un postfeminismo ni que estemos ante la postmujer, como pretenden algunos discursos queer. Creo que no cabe hablar de tanto post cuando, como ya lo he dicho en varias ocasiones, todavía no estamos ni mucho menos en condiciones de hablar de sociedades postpatriarcales.

Y me gustaría añadir algo sobre la reivindicación de las denominadas sexualidades no normativas. Yo creo que es muy legítimo reclamar el reconocimiento de las sexualidades denominadas no normativas (las sexualidades gays, lesbianas, transgénero, transexuales, bisexuales, etc.), pero hay que aclarar de inmediato que estas reclamaciones no pueden asimilarse sin más a lo que es un proyecto feminista completo. Porque el feminismo no es solo una demanda de reconocer culturalmente las diferencias —en este caso, las diferencias sexuales—, sino que también es, y lo es esencialmente, una justicia material de la redistribución de los recursos y riquezas entre hombres y mujeres. Y solo así es posible hablar de feminismo como un proyecto ético-político de transformación social.

Ahora bien, también quiero recordar, como he hecho en otras ocasiones, que ya en 2008 había quien advertía de que la teoría queer no puede protagonizar un proyecto ético-político ni económico para erradicar el patriarcado, y menos aún para resistir a la ideología neoliberal con la que el patriarcado hoy se retroalimenta. Esto es lo que afirmaba, por ejemplo, una estudiosa de esta teoría, Susana López Penedo, quien en un trabajo titulado El laberinto queer —a mi juicio un trabajo pionero, pero injustamente poco reconocido— concluía que los discursos generados por la llamada teoría queer «refuerzan los lugares comunes de la ideología neoliberal que ha dominado en las tres últimas décadas» (‍López Penedo, 2008: 247). En otras palabras, lo que se nos decía en este trabajo es que la teoría queer efectivamente refuerza el neoliberalismo porque reclama tan solo elegir libremente en el campo cultural, esto es, en el campo de la sexualidad. Y además reclama elegir libremente en el campo de la sexualidad, planteando el deseo como deseo alcanzable de manera individual. Y esa individualidad es la que impregna la idea de libertad que el neoliberalismo va filtrando en el imaginario social.

Todo lo que vengo diciendo se deja traducir en las palabras de la filósofa Celia Amorós, con quien he comenzado este texto y con quien quiero concluirlo, cuando hace más de veinticinco años ya se preguntaba por la cuestión del sujeto del feminismo, precisamente cuando esta cuestión empezaba a plantearse. Y su respuesta de entonces era tajante. Decía Celia Amorós: «El feminismo presupone el sujeto». Y lo presupone, añade, «en cuanto condición sine qua non para la viabilidad de su proyecto emancipatorio» (‍Amorós, 1997: 24).

En definitiva, yo creo, al hilo de esas palabras, que se puede concluir aquí con una sospecha clara: la sospecha es que la maniobra de dar en la línea de flotación del sujeto mujeres como sujeto político del feminismo se traduce en dar en la propia línea de flotación del feminismo como proyecto emancipatorio. Y hay que pensar que esto, sin duda, ha sido y sigue siendo uno de los intereses primordiales —si no el interés primordial— al que siempre ha aspirado el propio patriarcado.