LA MERITOCRACIA PUESTA EN CUESTIÓN: HACIA UNA SOCIEDAD COOPERATIVA[1]
Meritocracy under scrutiny: Towards a cooperative society
RESUMEN
El trabajo evalúa la meritocracia en términos de justicia social y propone una alternativa que mantiene los rasgos positivos y supera los negativos. Primero, se distingue el mérito del merecimiento y se define el papel de este último en la fundamentación de un sistema meritocrático. A continuación, se analizan tres concepciones de la meritocracia según cuál sea la fuente del merecimiento de las personas. De entre ellas, se selecciona la que cuenta con mejores razones y se exploran sus ventajas y desventajas. Como alternativa, se propone el ideal de una sociedad cooperativa y se expone qué sentidos de igualdad anidan en ese ideal. Asimismo, se desarrolla el modo en que una sociedad cooperativa cumple los rasgos positivos de la meritocracia, pero evita los negativos. El epílogo recoge la tradición liberal igualitaria en la que el trabajo se enmarca.
Palabras clave: Meritocracia; merecimiento; justicia social; igualitarismo; liberalismo político; igualdad de oportunidades; principio de la diferencia; justicia educativa; bienes comunes.
ABSTRACT
The paper evaluates meritocracy in terms of social justice and proposes an alternative that preserves the pros and overcomes the cons. First, I distinguish merit from desert, and I define the role of the latter in the rationale of a meritocratic system. Then, I analyze three conceptions of meritocracy depending on the source of people’s desert. Among them, I select the best justified one, and I explore its pros and cons. As an alternative, I advocate for the ideal of a cooperative society, and I discuss the dimensions of equality nestled in that ideal. Also, I develop how a cooperative society fulfills the pros of meritocracy, but avoids the cons. The epilogue gathers the liberal egalitarian tradition in which the paper is framed.
Keywords: Meritocracy; desert; social justice; egalitarianism; political liberalism; equality of opportunity; difference principle; educational justice; common goods.
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
El presente trabajo evalúa la meritocracia en términos de justicia social y propone una alternativa que mantiene sus rasgos positivos y supera los negativos. Por justicia social entendemos, siguiendo a John Rawls (1971: 7), «el modo en que las principales instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan el reparto de las ventajas que derivan de la cooperación social». Para los propósitos de este trabajo nos preocupan e interesan, en particular, las desigualdades socioeconómicas. La meritocracia propone que una forma de justificarlas es el desigual merecimiento de las personas, conforme al criterio de justicia de dar a cada cual según lo que se merece.
Como ideal de justicia, la meritocracia goza de un amplio grado de aceptación en los países occidentales, sea la base del merecimiento el trabajo duro, los logros educativos o la responsabilidad individual (Duru-Bellat y Tenret, 2012: 232). Más aún, cerca de la mitad de las personas consideran que el ideal se cumple en la práctica y que sus expectativas de éxito dependen efectivamente de sus méritos y esfuerzos (Ipsos, 2024: 11). Es una creencia que, sin embargo, choca con la realidad: los datos muestran que las desigualdades comienzan desde una edad muy temprana y dependen en una medida importante del contexto socioeconómico y familiar y de las oportunidades educativas disfrutadas (OCDE, 2024: 4-6). El desajuste entre los datos y la percepción social da un crédito inmerecido a la meritocracia en nuestras sociedades y contribuye a legitimar las crecientes desigualdades socioeconómicas. El presente trabajo cuestiona que la meritocracia sea un ideal que debamos siquiera perseguir.
Antes de emprender ese cuestionamiento, dedicamos los apartados II y III a aclarar la idea de meritocracia que se someterá a crítica. El apartado II distingue las nociones de mérito y merecimiento y explica que el criterio de justicia de la meritocracia es el merecimiento. El apartado III expone tres propuestas sobre las bases o fuentes de ese merecimiento y selecciona la que cuenta con mejores razones para que la crítica sea a la meritocracia en su mejor luz. Los apartados IV y V son los que elaboran esa crítica, identificando los rasgos negativos y positivos de la meritocracia, respectivamente. El apartado VI defiende como alternativa una sociedad cooperativa y explica cómo esa sociedad mantiene las ventajas de la meritocracia, pero elude sus problemas. El apartado VII cierra el trabajo con una breve referencia al marco en el que la propuesta de una sociedad cooperativa se inserta.
II. MERECIMIENTO ≠ MÉRITO[Subir]
Las apelaciones a la meritocracia se emplean convencionalmente para legitimar las posiciones socioeconómicas de las personas como merecidas. Así, se apela al merecimiento y no al mérito, a pesar de la etiqueta de meritocracia. Conviene detenerse en la distinción entre esas dos nociones. Por un lado, los méritos son aquellas cualidades de las personas que valoramos positivamente (Miller, 1999: 125). A la hora de ocupar cierta posición o asumir cierta tarea buscamos a la persona que posea los méritos relevantes, entendidos como las cualidades que la tarea o posición requiere. Por otro lado, el merecimiento es un juicio acerca de la responsabilidad de una persona sobre un determinado resultado (ibid.). Lo que importa es lo que la persona ha puesto o demostrado de sí en sus desempeños.
Como ejemplo ilustrativo, primero, de la noción de mérito, el art. 103.3 de la Constitución española establece que el acceso a la función pública será «de acuerdo con los principios de mérito y capacidad» (cursiva propia). Los méritos para acceder a cada posición funcionarial son las cualidades que se valoran positivas para su ejercicio. Quien las posee en mayor medida se hace acreedor de la posición en cuestión. Ahora bien, la comprobación de las cualidades de los candidatos no evalúa cómo han llegado a obtenerlas; por ejemplo, si ha sido principalmente con su esfuerzo o si es que han disfrutado de mejores oportunidades. En este sentido, no hay un juicio de merecimiento.
Veamos otro ejemplo para ilustrar, segundo, la noción de merecimiento. Pensemos en una carrera atlética e imaginemos que el corredor que más tiempo y esfuerzo ha dedicado a sus entrenamientos y que más habilidades atléticas ha demostrado va claramente en cabeza de carrera, pero tiene la mala fortuna de tropezarse y caer al suelo justo antes de la línea de meta. Quien iba segundo es el que gana la carrera, a pesar de haber entrenado menos y tener menos aptitud como corredor. En principio, nadie diría que el trofeo de campeón debe darse al corredor que cayó al suelo. Sin embargo, sí podríamos decir que ese corredor merecía haber ganado. Al fin y al cabo, es quien más esfuerzo había puesto y más talento había demostrado en la preparación de la carrera.
Los ejemplos ilustran la siguiente diferencia entre mérito y merecimiento. Mientras el mérito es institucional, el merecimiento es preinstitucional (Daniels, 1978: 210-215; Olsaretti, 2004: 16-18; Rawls, 2001, 72-74; Scanlon, 2018: 44-45). El mérito es institucional porque es cada institución la que lo define. Por ejemplo, son las Administraciones públicas las que dictan qué cualidades requiere cada posición funcionarial y qué candidato las presenta en mayor medida, independientemente de la mezcla de esfuerzo, talento y fortuna que haya concurrido en la preparación de los candidatos. En cambio, el merecimiento es preinstitucional porque es el que define nuestro juicio sobre quién debió ganar en una competición, más allá de quién haya sido efectivamente el campeón. En el ejemplo de la carrera, el merecimiento enjuicia la responsabilidad de los corredores por el resultado. El ganador tuvo la suerte de que el primer corredor, que había preparado mejor la carrera, tropezara y cayera.
La distinción entre mérito y merecimiento es clave para comprender la singularidad de la meritocracia como propuesta de justicia social. En un sistema meritocrático, es el merecimiento (preinstitucional) el que define la posición socioeconómica de cada persona en las jerarquías de la sociedad. Esto es, el fundamento o la justificación de por qué unas personas ocupan posiciones más aventajadas que otras es que se lo han merecido. Se lo pueden haber merecido por haber hecho mayores esfuerzos, por haber demostrado mayor talento, por una mezcla de talento y esfuerzo o por algún otro factor. Cuál es la fuente de nuestros merecimientos es una pregunta que trataremos en el siguiente apartado. El punto ahora es que a las preguntas de por qué una persona disfruta de ciertas ventajas socioeconómicas o de por qué otra no las disfruta, la respuesta de la meritocracia es: «Porque se lo merecen». Ahí radica el juicio de responsabilidad al que nos referíamos anteriormente.
Debemos aclarar también que en una meritocracia el papel del merecimiento no es reducible a otros principios de justicia (Olsaretti, 2004: 18-19). De lo contrario, la meritocracia perdería su singularidad como propuesta de justicia. Por ejemplo, si decimos que una persona merece que se le dé una vivienda porque la necesita es el principio de necesidad y no el de merecimiento el que está haciendo el trabajo moral. En una meritocracia, quien tiene una vivienda es porque la merece.
Para no caer en la falacia del hombre de paja, asumamos que la meritocracia puede complementarse con otros principios de justicia, como el de asegurar un mínimo vital a todas las personas independientemente de sus merecimientos. La sanidad pública es un ejemplo de ello en tanto que, de manera general, atiende a quien lo necesita sin enjuiciar antes en qué medida el paciente se ha cuidado adecuadamente y merece el tratamiento. Algunas de las críticas que dirigiremos a la meritocracia pierden fuerza si se complementa con otros principios de justicia como el de necesidad, pero otras críticas la mantienen de todos modos. Ahora bien, precisamente cuantos más principios complementarios añadamos, menos encajará la etiqueta de «meritocrática» en una teoría de la justicia.
El mérito, a diferencia del merecimiento, sí puede jugar un papel en una teoría de la justicia no meritocrática. Un ejemplo paradigmático es la teoría de la justicia de Rawls (1971). En concreto, su principio de la diferencia permite las desigualdades económicas que beneficien a toda la ciudadanía y en especial a las personas menos aventajadas de la sociedad. Se admiten, por tanto, jerarquías económicas. Sin embargo, el fundamento no es que las personas más aventajadas merezcan mayores ingresos que las menos aventajadas. Rawls (2001: 72-79) rechaza ese fundamento de manera explícita. La razón por la que, para Rawls, algunas desigualdades están justificadas es que de ese modo todas las personas tendrán mejores condiciones de vida. Las ventajas económicas de algunas posiciones sirven para señalar dónde se requieren ciertos talentos y para incentivar que quienes poseen esos talentos ocupen aquellas posiciones (ibid.: 63). Cada posición la ocupará quien más tenga las habilidades y conocimientos que la posición requiera. Esos conocimientos y habilidades son a los que llamamos «méritos» y lo que reflejan no es el merecimiento de la persona que obtiene el puesto, sino lo que esa persona va a aportar a la sociedad desde ese puesto.
El principio de la diferencia de Rawls ilustra en qué sentido el mérito, a diferencia del merecimiento, es institucional. Primero, se define uno de los fines de nuestras instituciones sociales, que es que todos disfrutemos de las mejores condiciones económicas posibles. Segundo, los méritos para cada posición serán los que mejoren la tarta económica colectiva en formas que redunden en una mejor situación para todos. El fin de la institución es el que determina cuáles son los méritos relevantes, y no a la inversa (Scanlon, 2018: 40-52).
Esta concepción del mérito aclara parte del debate sobre las medidas de acción afirmativa. Como ejemplo ilustrativo, la perenne cuestión sobre si las universidades estadounidenses de élite deben poder priorizar a miembros de minorías sobre otros candidatos que tengan un mejor resultado en las pruebas académicas pertinentes. Los candidatos excluidos, que habrían sido admitidos de no ser por la medida de acción afirmativa, pueden apelar a su merecimiento, asumiendo por el momento que ese merecimiento se mida de manera fiable con los resultados en las pruebas de acceso. Sin embargo, las instituciones no tienen solo el fin de premiar los merecimientos de su alumnado potencial, si es que ello es parte de sus fines, sino también el de constituir un alumnado diverso que enriquezca la vida universitaria dentro de las aulas y el campus y que permita a miembros de minorías escalar social, económica y culturalmente (Dworkin, 2013 [1977]: 269-288; Sandel, 2009: 167-183). El fin de la universidad es el que determina que la pertenencia a una minoría se convierta en mérito para acceder a ella.
Tanto el mérito como el merecimiento deben distinguirse, a su vez, de las expectativas legítimas (Rawls, 2001: 72-74). Una vez se han definido los méritos para una posición, conforme a los fines de la institución en la que se inserta, es prima facie justo que se seleccione al candidato que presenta esos méritos en mayor medida. Lo contrario sería defraudar las legítimas expectativas de ese candidato y con ello echar por tierra todo el trabajo que haya hecho para acumular los méritos relevantes.
III. LAS FUENTES DEL MERECIMIENTO[Subir]
Entre quienes defienden la meritocracia, hay discrepancia sobre qué es lo que hace que una persona merezca más que otra, es decir, sobre cuál es la fuente de la que bebe el merecimiento. Tomamos de Serena Olsaretti (2008: 436-449) la distinción entre tres concepciones del merecimiento: la laissez-faire, la convencional y la de oportunidades equitativas. Esta última es, de las tres, la que cuenta con mejores razones. Por eso será la que sometamos a crítica después, de modo que lo que evaluemos sea la meritocracia en su mejor luz. No obstante, en el presente apartado expondremos y descartaremos brevemente las otras dos concepciones del merecimiento.
Primero, para la concepción laissez-faire la fuente del merecimiento es el mercado: lo que las personas merecen coincide con lo que el mercado les da. Esta concepción del merecimiento ignora las desigualdades de oportunidades educativas y culturales que condicionan el futuro profesional de las personas. Ignora asimismo que la forma en que el mercado remunera, recompensa o premia unas actividades frente a otras es ciega al merecimiento (Olsaretti, 2004). Como ejemplo notorio la baja o nula remuneración de la mayoría de los trabajos de cuidados. Que el mercado no atiende al merecimiento es algo que reconoce incluso un célebre defensor del libre mercado como Friedrich Hayek (1976: 70-73). Sus razones pro libre mercado se relacionan con la libertad individual y la eficiencia económica, pero no con el merecimiento. En una sociedad de libre mercado, la meritocracia es solo una herramienta retórica al servicio de la economía (ibid.: 73-74), pero carece de un fundamento moral plausible.
Segundo, para la concepción convencional la fuente del merecimiento son los desempeños de las personas (Miller, 2004). En los desempeños es donde las personas ponen algo de sí, como sus talentos y esfuerzos, que se materializa en su actuación. Solo con una salvedad: que el resultado de esa actuación no sea fruto de la buena o mala fortuna durante la misma. La concepción convencional del merecimiento anida detrás de juicios como el «te lo mereces» que dedicamos convencionalmente a quien logra una meta con su trabajo. Por un lado, y conforme a la salvedad mencionada, esta concepción del merecimiento neutraliza la suerte integral a los desempeños, como la del corredor que tropieza y cae al suelo justo antes de llegar a la línea de meta. Por otro lado, sin embargo, permite las azarosas desigualdades de oportunidades que disfrutan las personas para formar y desarrollar conocimientos y habilidades. Como ejemplo ilustrativo las desigualdades educativas por nivel de ingresos de las familias, que condicionan las posibilidades de acceso a una educación superior y las expectativas socioeconómicas a nivel profesional (OCDE, 2024: 4-6).
La tercera concepción del merecimiento solventa la objeción anterior, dado que se complementa con un principio de justa igualdad de oportunidades (Olsaretti, 2008: 444-448; Roemer, 1998). Solo si todos los competidores por una posición han disfrutado de similares oportunidades para prepararse adecuadamente para la competición, entonces podemos decir que el resultado es merecido. Solo en ese caso, el resultado es atribuible al esfuerzo y ejercicio de los talentos que han decidido poner los competidores. Tomaremos esta concepción del merecimiento como la más fuerte, dado que es la que mejor neutraliza el factor suerte de nuestros desempeños y asumimos que lo que las personas merecen es contrario a lo que el puro azar les da. Dejamos a un lado los casos de lo que Ronald Dworkin (1981: 293) llamó suerte opcional, esto es, riesgos libremente asumidos, como el de quien juega en el casino.
Antes de someter a crítica el ideal meritocrático identificado, una distinción adicional. Como explica Shelly Kagan (2012: 174-175, 349-351), el merecimiento puede ser absoluto (o no comparativo) o relativo (o comparativo). El merecimiento absoluto es un nivel de premio o castigo que se atribuye a un desempeño aisladamente. El merecimiento relativo, en cambio, compara diferentes desempeños para jerarquizar las recompensas. En el ámbito de la justicia distributiva, el merecimiento relevante es el relativo o comparativo. Lo que importa es si mereces una posición más o menos que el resto de las personas que compiten por ella, dada una jerarquía socioeconómica.
Recapitulamos la idea de meritocracia que será objeto de evaluación. Se trata de un sistema en el que hay jerarquías socioeconómicas y donde la posición relativa de cada persona en esa jerarquía se define por sus desempeños, en un contexto de justa igualdad de oportunidades de fondo. Faltaría por concretar cómo de amplias son las desigualdades socioeconómicas que constituyen las jerarquías (Jacobs, 2004: 37-47). Es una laguna habitual en las propuestas meritocráticas. No obstante, el ideal de meritocracia que hemos definido es suficiente para iniciar la crítica. Empezaremos por los rasgos negativos y, tras poner en valor también los positivos, propondremos una alternativa a la meritocracia que se queda con lo deseable, pero evita lo rechazable.
IV. RASGOS NEGATIVOS DE LA MERITOCRACIA[Subir]
1. El inevitable factor suerte[Subir]
Los juicios de merecimiento consisten en premiar o castigar a las personas por lo que expresan, demuestran o ponen de sí mismas en sus desempeños. Por el contrario, hablamos de situaciones inmerecidas o suspendemos nuestros juicios de merecimiento si la buena o mala fortuna es la responsable del mejor o peor desempeño de las personas. En pocas palabras, lo merecido no es fruto de la suerte.
Como hemos visto, la meritocracia en su mejor luz procura neutralizar las fuentes azarosas de la desigualdad. Corrige el efecto de la suerte en los desempeños y promueve una igualdad de oportunidades que corrija también las desigualdades de partida entre los miembros de diferentes grupos sociales, como las diferencias de clase. Bajo ese prisma, el merecimiento refleja los esfuerzos y el ejercicio de los talentos de las personas.
Una primera objeción es que ni los talentos ni la capacidad para el esfuerzo escapan de la influencia del azar (Rawls, 1971: 74). Los factores aleatorios que condicionan nuestras vidas son innumerables. Desde la concepción, nuestra genética, en interacción con el contexto ambiental en el que esa genética se va expresando, condiciona nuestras posibilidades futuras (de los Santos Menéndez, 2021: 100-103; Fishkin, 2014: 84-115). Aún antes de nacer, las vicisitudes del proceso de gestación, en parte relacionadas con la salud y el bienestar de la madre, afectan al feto (Kollar y Loi, 2015: 39-40). Asimismo, las experiencias que moldean la infancia afectan al desarrollo de los talentos y disposiciones de las personas. Ni siquiera la promoción de la igualdad de oportunidades en la educación puede corregir las desigualdades de partida, dado que esa búsqueda de la igualdad se topa con límites infranqueables. El límite paradigmático es la familia (Brighouse y Swift, 2009; Fishkin, 1983). Tenemos razones para reconocer diversas prerrogativas a padres y madres en relación con la crianza y educación de sus hijos (de los Santos Menéndez, 2022: 142-166), pero es que incluso si aboliéramos la familia, habría desigualdades de oportunidades porque también entre las docentes y cuidadoras hay diferencias (Gheaus, 2018: 291-296). En definitiva, es inevitable que las personas nazcan, crezcan y se eduquen de manera diversa y desigual. Ninguna fuente del merecimiento es genuinamente atribuible a la persona y excluye plenamente la influencia del factor suerte. El problema es, además, epistémico: la medición del porcentaje de merecimiento sobre el resultado de una acción está destinada a caer en la arbitrariedad, dado que ese resultado emerge fruto de la interacción de una pluralidad de factores y no de la mera agregación de variables independientes (Fishkin, 2014: 93-99).
El inevitable e inmedible factor suerte que condiciona las oportunidades y actuaciones de las personas excluye los juicios de merecimiento en términos de justicia social, pero no a nivel individual. Un paréntesis para explicar esa diferencia. Para el liberalismo político en el que se enmarca este trabajo (Rawls, 1997), cada persona tiene el poder moral de formar, procurar y revisar su propia concepción del bien. La esfera de lo bueno pertenece a cada individuo. En cambio, una concepción pública de la justicia social no debe depender de una concepción del bien particular, sino proteger el derecho de todas las personas a formar, perseguir y procurar la suya propia. Es la esfera de lo justo (Rawls, 1971: 7-11; Ruiz Miguel, 2010: 110-116). Pues bien, el merecimiento pertenece a la esfera de lo bueno y no a la esfera de lo justo, dada la imposibilidad de contrastar los juicios de merecimiento por el factor suerte analizado. Es decir, no hay una idea pública del merecimiento susceptible de aceptación para toda persona razonable y que sirva para fundamentar que unas personas obtengan más beneficios socioeconómicos que otras. Los juicios de merecimiento que hagamos a nivel individual entran en el terreno de las creencias sobre lo bueno (Rawls, 2001: 73).
El mismo razonamiento hace que este trabajo no necesite tomar partido en el debate entre determinismo y libre albedrío. La postura determinista afirma que nuestras acciones tienen causas objetivas y se contrasta con el libre albedrío, que afirma que el sujeto es la fuente de sus acciones. A primera vista, puede parecer que la objeción del factor suerte apunta a una postura determinista. Sin embargo, ello no es así. El azar condiciona, pero no necesariamente determina nuestras oportunidades y desempeños. Puede ser que el libre albedrío también juegue un papel. Es una cuestión que cae asimismo en la esfera de lo bueno de cada cual. Una teoría de la justicia social debe ser neutral en un debate tan razonablemente controvertido. Más aún porque, incluso si aceptamos el libre albedrío, enfrentamos el problema epistémico señalado antes: cómo medir el grado de libre albedrío que es responsable de nuestras actuaciones. Es una tarea tan difícil como pesar el alma en el cuerpo, si se nos permite el símil.
Independientemente de nuestra idea de merecimiento y de nuestra postura en el debate sobre el libre albedrío, lo que nos reconocemos mutuamente son ámbitos de autonomía. La idea de autonomía es terrenal: compartimos un interés en disfrutar de derechos y libertades para decidir cómo queremos vivir nuestras vidas y de medios y recursos para llevar a cabo nuestros proyectos (Scanlon, 1998: 251-256). Una teoría de la justicia que apela a ese interés es todo lo neutral que se puede aspirar a ser. Solo deja fuera las creencias de quienes reivindican para sí una autonomía que niegan a otras personas. Lo relevante para este trabajo es que la distribución justa de derechos y bienes y de deberes y cargas no responde al merecimiento de cada persona, sino a maximizar el ejercicio que cada persona puede hacer de su autonomía. En nuestra propuesta nos extenderemos en esta idea, pero antes corresponde ahondar en otros problemas de la meritocracia y valorar también sus bondades.
2. Las desventajas de la competición[Subir]
La meritocracia presupone una jerarquía socioeconómica para ordenar a las personas en función de sus merecimientos. La posición que cada persona ocupa es merecida. Para los ganadores, las ventajas que disfrutan son motivo de orgullo y su legitimidad se atribuye a una cualidad individual que esas personas han demostrado. Quienes pierden, por el contrario, son culpables de su situación y se exponen al estigma social por sus pobres desempeños (Sandel, 2021: 17-32). Bajo esta lógica, las competiciones se acentúan. Lo que hay en juego no es solo el bienestar, sino también el prestigio. Y en caso de derrota se excluye la queja. La justificación de las desigualdades son diferencias achacables a los individuos, que por consiguiente rivalizan en las competiciones socioeconómicas. Es la lógica inversa a la de la cooperación que defenderemos después.
Dadas unas jerarquías socioeconómicas, la competición por cada posición es un juego de suma cero: si un candidato obtiene la posición, el resto la pierden. Esta rivalidad socava la cohesión social (Rendueles, 2020). Como el individuo se hace moralmente responsable de sus ventajas o desventajas, las exigencias de solidaridad y redistribución se debilitan. Cada cual tiene lo que merece. La mejora de las condiciones de vida de las personas desaventajadas no es una obligación de justicia para quienes más tienen, sino a lo sumo un deber de caridad. Así, se propaga una subjetividad individualista, competitiva e insolidaria que previsiblemente conduce a leyes y políticas públicas que acrecientan la desigualdad socioeconómica (Gargarella, 2024: 144-150). Una desigualdad que se traduce, además, en multitud de problemas sociales: criminalidad, salud mental, etc. (Wilkinson y Pickett, 2010).
En el apartado III mencionamos que las propuestas meritocráticas tienden a guardar silencio sobre la magnitud de las desigualdades socioeconómicas. Ahora vemos que, bajo la lógica de la meritocracia, los procesos de subjetivación esperables conducen a sociedades en las que la desigualdad tiende a crecer. Es un círculo vicioso porque la propia desigualdad creciente refuerza a su vez la subjetividad meritocrática. Factores como la segregación residencial y educativa, la falta de interacción entre clases en el ámbito laboral o su creciente distancia social encapsulan a las personas y las privan de una perspectiva adecuada sobre su lugar en la sociedad y sobre las estructuras que causan desigualdad (Mijs, 2021: 11-13). Como resume Mijs (ibid.: 12), «la desigualdad crea las condiciones sociales para su propia legitimación». Una afirmación en la que converge el estudio histórico en el que García Cívico (2006: 319-332) muestra cómo los grupos dominantes han tendido a construir nociones de mérito afines a sus intereses y legitimadoras de sus posiciones de poder o privilegio.
Además, la competitividad inherente a una sociedad meritocrática introduce dinámicas perniciosas en el sistema educativo. Recordemos lo que está en juego en la competición: las condiciones socioeconómicas de los competidores, pero también su prestigio y la percepción de su valía. Recordemos también que, si las desigualdades tienden a agrandarse, cada vez la importancia de la competición es mayor. En un contexto así, es de esperar que padres y madres pongan especial atención en otorgar ventajas competitivas a sus hijos (Halliday, 2016). Se entiende e incluso se justifica que así sea, dada la responsabilidad especial que tienen hacia ellos. Esta deriva, dados los desiguales recursos y capacidades de unas familias frente a otras, redunda en un socavamiento de la igualdad de oportunidades. Así, la meritocracia en su mejor luz contiene el propio germen de su destrucción. La igualdad de oportunidades que era su condición se ve socavada por la propia lógica competitiva que promueve.
Asimismo, se produce un efecto pernicioso adicional sobre la educación. La atención se traslada a los bienes posicionales de la educación, esto es, a aquellas habilidades y cualificaciones que sirven para ganar posiciones en las competiciones socioeconómicas. En pocas palabras, la educación se vuelve preminentemente profesionalizante. En paralelo, pierden peso bienes no posicionales de la educación, esto es, conocimientos y habilidades que no funcionan como méritos para acceder a una educación superior o a un puesto de trabajo, pero que contribuyen a la autorrealización de la persona y a su formación ciudadana. Esta dinámica sobre los contenidos de la educación afecta no solo a la educación reglada, sino también a la elección de actividades extraescolares y a la multiplicación de títulos de educación superior. Se convierte en un problema de acción colectiva. Las familias tienen que invertir cada vez mayores sumas para asegurar ventajas competitivas para sus hijos, como refleja la actual titulitis.
V. RASGOS POSITIVOS DE LA MERITOCRACIA[Subir]
A la meritocracia hay que reconocerle ciertas virtudes que, sin embargo y como mostraremos después, se pueden mantener en un sistema cooperativo. Para empezar, la idea meritocrática constituyó un avance respecto a sistemas de jerarquización socioeconómica de sangre o nacimiento que precedieron históricamente (García Cívico, 2021: 2-6). La meritocracia en su mejor luz incorpora un principio de igualdad de oportunidades. En su vertiente formal, ese principio abre las puertas de las diferentes posiciones socioeconómicas a cualquier candidatura que presente los méritos relevantes, desarticulando prácticas feudalistas y de nepotismo. En su vertiente material, además, promueve la neutralización de desiguales condiciones de partida entre las personas, propugnando una universalización de la educación a todos los niveles y el florecimiento de todos los talentos presentes en la sociedad. Sin embargo y como hemos visto antes, las dinámicas competitivas que la meritocracia introduce acaban socavando la propia igualdad de oportunidades.
Por otro lado, la igualdad de oportunidades que acompaña a la propuesta meritocrática sirve como refuerzo de la autonomía de las personas. Las posibilidades educativas, culturales y de formación se extienden y así se da a todas las personas la posibilidad de identificar y desarrollar sus talentos. Se mejora también la libertad de elección profesional. Ahora bien, como ya hemos visto, se paga un alto precio si el ejercicio de la autonomía individual se acompaña de una rivalidad que deteriora la cohesión social.
Otra virtud de la meritocracia es el reconocimiento de los buenos desempeños. Como en una competición deportiva, es loable cuando las personas demuestran cierta excelencia en una actividad. Ahora bien, en la meritocracia ese reconocimiento de los ganadores se acompaña, como hemos visto, del estigma de los perdedores (Sandel, 2021: 17-32). Además, si es solo una cuestión de reconocimiento, entonces el premio no tiene por qué ser económico. Basta con que sea honorífico. Retomando el ejemplo de la competición deportiva, las medallas de unos no afectan a las condiciones materiales de vida de otros. Como expondremos después, en una sociedad cooperativa hay espacio para desigualdades económicas, pero no como premio a los merecimientos, sino como compensación por los esfuerzos de formación y desempeño desplegados. El fundamento es la igualdad de cargas y beneficios y no el desigual merecimiento.
Un último rasgo positivo de la meritocracia también se obtiene con un principio de igualdad de cargas y beneficios. El rasgo al que nos referimos es que soluciona el problema del gorrón. En una sociedad sin desigualdades socioeconómicas las personas que, dentro del ámbito de su autonomía y en la medida de sus posibilidades, deciden no contribuir a la tarta común se aprovechan del trabajo del resto. La meritocracia es una forma de enfrentar este problema: si no trabaja, merece no recibir nada. Hay, no obstante, una forma alternativa de enfrentar el problema. En realidad, el gorrón no recibe beneficios porque no asume las cargas correspondientes. Si se le dieran los beneficios, se vulneraría la igualdad. Es una cuestión de justicia distributiva y no de merecimiento. Al mirar el problema con las gafas de la distribución, eludimos hacer un juicio social negativo sobre el gorrón. Tal juicio podría ser injusto en la medida en que la propia capacidad de esa persona para hacer esfuerzos está condicionada, como vimos, por circunstancias azarosas como sus genes, su educación temprana o su contexto familiar y social. Asimismo, el gorrón puede ser sencillamente una persona que decide vivir con menos beneficios que el resto, a cambio de trabajar también menos. Es una elección vital legítima, ya que entra en la esfera de lo bueno de cada cual. De todos modos, previsiblemente los gorrones disminuirían en número en una sociedad cooperativa porque nuestra disposición a cooperar depende de sentirnos parte de un proyecto común. En el siguiente apartado exponemos orientativamente en qué consistiría la sociedad cooperativa que estamos imaginando.
VI. HACIA UNA SOCIEDAD COOPERATIVA[Subir]
La alternativa a una sociedad meritocrática es, primero de todo, una sociedad en la que el merecimiento no fundamenta desigualdades socioeconómicas. Recordemos la diferencia entre merecimiento y mérito apuntada al inicio de este trabajo. Mientras el merecimiento justifica la distribución de bienes sociales («a cada cual según lo que se merece»), el mérito es definido institucionalmente conforme a otros principios de justicia. Así, para los defensores de la meritocracia, el merecimiento juega un papel de fundamentación de su propuesta de justicia social. En cambio, en la alternativa que proponemos, los méritos se definen en función de una teoría de la justicia previa.
1. La igualdad en el centro[Subir]
Una vez descartamos que, en términos de justicia, unas personas merezcan mejores condiciones socioeconómicas que otras, nuestro punto de partida es un principio de igualdad. Prima facie, todas las personas tenemos un igual interés en disponer de los bienes socioeconómicos que nos sirven para llevar a cabo nuestros planes de vida (Rawls, 1971: 92-93). Dejamos a un lado el debate sobre si el interés en esos bienes es mayor para quienes tienen gustos más caros (Cohen, 2004; Dworkin, 2004), dado que no es propósito de este trabajo presentar una teoría completa de la justicia. Por lo mismo, nos limitamos a mencionar el enfoque de capacidades (Nussbaum, 1997: 284-285): el principio de igualdad debe adaptarse en lo posible a las necesidades específicas de cada persona.
Como enmienda al principio de igualdad, tomamos el principio de la diferencia de Rawls (1971: 83): se permiten las desigualdades económicas que favorezcan a todos, especialmente las que mejoren las condiciones de vida de las personas más desaventajadas de la sociedad. La justificación de este principio no apela a desiguales merecimientos, sino al interés compartido en que, en términos materiales, todos disfrutemos de las mejores condiciones posibles. Interesa profundizar en las razones por las que algunas desigualdades pueden favorecer a todos.
Una primera razón apela al propio principio de igualdad. En términos económicos, algunas ventajas de ingresos en realidad son una compensación porque quien las disfruta también ha asumido mayores cargas (Rawls, 2001: 163). Por ejemplo, algunas profesiones requieren una elevada inversión de tiempo y recursos en educación y formación antes de poder ejercerlas. Asimismo, algunos trabajos conllevan una especial dedicación de tiempo o esfuerzo, o se desarrollan en unas condiciones difíciles o incómodas. Además, las personas eligen diferentes equilibrios entre trabajo y ocio. Por esto último, Rawls (ibid.: 179) enmendó su teoría para incluir el tiempo de ocio entre los bienes sociales a distribuir. Se solventa así el problema del gorrón indicado anteriormente. Nótese que conforme a esta justificación de algunas desigualdades económicas, el sistema de salarios sería muy diferente al imperante actualmente. Muchos de los trabajos más precarizados deberían ser, dado su alto nivel de exigencia, los mejor remunerados (por ejemplo, la mayoría de los trabajos de cuidados).
Una segunda razón para permitir algunas desigualdades económicas es que el mercado señale dónde se requiere fuerza de trabajo que no está disponible y, a la inversa, dónde hay demasiada demanda para la oferta disponible. En realidad, esta segunda razón también se puede reducir al principio de igualdad. En condiciones de igualdad de fondo, si a un trabajo aspiran muchas más personas de las que hacen falta es probable que ese trabajo sea atractivo o estimulante por su actividad, las condiciones en que se lleva a cabo, el margen de creatividad que da u otros motivos. Si es así, una menor remuneración económica es la contraparte de las mejores condiciones laborales. Del mismo modo, que pocas personas quieran hacer un trabajo es indicativo del nivel de exigencia que ese trabajo conlleva y justifica así una mayor remuneración para quien lo realiza. La desigualdad económica, justificada de esta manera, reduce además el nivel de competitividad en la sociedad al contribuir a que la demanda de trabajo se adecúe a la oferta y que, por consiguiente, no haya demasiada rivalidad por las diferentes ocupaciones.
Una tercera razón a favor de algunas ventajas económicas es problemática. La razón en cuestión es que las personas con mayor talento para ciertas actividades tengan incentivos para dedicarse a ellas profesionalmente. El problema es que ese incentivo se interprete como un chantaje económico de la persona talentosa al resto de la sociedad, en contra del carácter cooperativo que inspira el principio de la diferencia (Cohen, 1992). La cooperación se condiciona a la obtención de una ventaja económica, por lo que se retoma la lógica individualista en la que cada persona rivaliza por sacar la mayor tajada de la tarta social. No obstante, hay una interpretación alternativa y compatible con el carácter cooperativo de la sociedad. El incentivo puede verse como una compensación para que la persona especialmente talentosa para una actividad se dedique a ella, a pesar de que, a igualdad de salario, preferiría dedicarse a otra actividad diferente. Compensamos así el sacrificio que la persona hace de algunas de sus preferencias a cambio de trabajar en la posición desde la que va a aportar más al resto de la sociedad.
Las tres razones para permitir algunas desigualdades económicas son reducibles, por lo tanto, a un principio de igualdad en la distribución de beneficios y cargas sociales en un sentido amplio y no meramente económico. Las jerarquías económicas, asimismo, quedan fuertemente limitadas por las razones que las justifican. La competición se sustituye por la cooperación. Trabajamos para que todos vivamos mejor. Como mostraremos a continuación, una sociedad cooperativa mantiene lo positivo de la meritocracia y solventa lo negativo.
2. Lo positivo de la meritocracia, también en una sociedad cooperativa[Subir]
La meritocracia en su mejor luz propugna un principio de justa igualdad de oportunidades educativas, culturales y de formación. También lo hace un sistema cooperativo en el que la prioridad es mejorar las condiciones de vida de todas las personas. Una razón para ello es que el principio inspirador de la cooperación es precisamente la igualdad. La otra razón es la eficiencia: si queremos mejorar la vida de todos, entonces nos conviene que florezcan todos los talentos presentes en la sociedad y, por lo tanto, que no haya talentos que se derrochen por falta de oportunidades para identificarlos o desarrollarlos. La cooperación social supone que los talentos sirven, además de a quien los posee, al resto de la sociedad, así que el interés en la igualdad de oportunidades es compartido.
La meritocracia, asimismo, pone en valor la autonomía individual en la medida en que se universalizan las oportunidades para que cada persona pueda desarrollar sus talentos y competir por las posiciones a las que aspira. Ahora bien, una vez empieza la competición, la meritocracia nos responsabiliza de nuestros éxitos y fracasos y ello redunda en detrimento de la autonomía de los perdedores. En efecto, la derrota en una primera competición lastra el abanico de oportunidades futuras (Chambers, 2009). Por ejemplo, a quien no consigue acceder a la carrera de educación superior deseada se le cierran las puertas de algunas posiciones profesionales. Es un círculo vicioso en el que cada derrota excluye oportunidades futuras y, a su vez, esa falta de oportunidades se erige en causante de una nueva derrota, alimentando así un sistema social en el que el fracaso se cronifica. Por el contrario, una sociedad cooperativa ofrece segundas oportunidades (y terceras y cuartas, etc.) porque no atribuye desmerecimiento al perdedor, sino solo falta de cualificación, por el momento, para contribuir al bien común desde la posición por la que competía. Las segundas y sucesivas oportunidades refuerzan la autonomía de las personas y es que, cuando cooperamos, trabajamos para que cada persona pueda tener los mejores medios, recursos y herramientas para llevar a cabo su proyecto de vida.
Además, como hemos visto, en una sociedad cooperativa las personas eligen el trabajo que quieren llevar a cabo y el equilibro adecuado entre trabajo y ocio en su vida personal. Cierto es que esa decisión se ve mediada por las desigualdades de ingresos entre unos trabajos y otros, pero esas desigualdades responden a una compensación por las desiguales cargas laborales o por el servicio al bien común de los talentos especiales de algunas personas. Son desigualdades que solventan el problema del gorrón, pero sin el estigma de tildar de vago a quien elige trabajar poco. Esa opción vital es legítima y solo conlleva, conforme al principio de igualdad, que las condiciones económicas de quien toma esa opción sean modestas. No obstante, el principio de igualdad debe acompañarse con un principio de adecuación o suficiencia que asegure un mínimo vital a todas las personas, incluso si deciden no aportar al bien común. Ahora bien, es previsible que ello ocurra solo en casos excepcionales por dos razones. Una es que la cooperación no se entiende solo en términos monetarios, sino que incorpora dimensiones sociales, culturales y emocionales que contribuyen a la reproducción social, como ejemplifican las relaciones informales de cuidado (Shiffrin, 2004: 1664). La otra razón es que una sociedad cooperativa construye subjetividades proclives a la cooperación, como tienden a demostrar las comunidades que se rigen por lógicas cooperativas.
Una tercera ventaja de una sociedad meritocrática era, como hemos visto, el reconocimiento de los buenos desempeños. Sin embargo, la cuestión del reconocimiento no tiene por qué resolverse con dinero. Una sociedad cooperativa puede diseñar mecanismos institucionales que honren los buenos desempeños, pero que no por ello afecten negativamente a las condiciones de vida ni estigmaticen a quienes no son premiados. Por ejemplo, en las competiciones deportivas el ganador levanta un trofeo, no los billetes que lo acompañan. Más aún, en muchos casos se puede confiar en mecanismos informales de reconocimiento, como son las palabras de elogio de quienes nos rodean.
3. Lo negativo de la meritocracia, solventado en una sociedad cooperativa[Subir]
La primera razón para rechazar el ideal meritocrático es el inevitable factor suerte. Lo que realmente merecemos depende del irresoluble dilema entre determinismo y libre albedrío y, en cualquier caso, son tantos nuestros condicionantes que el grado de merecimiento en lo que conseguimos es inmedible. Una teoría de la justicia puede y debe eludir la cuestión del merecimiento. Es lo que hace la teoría de Rawls que antes hemos tomado como referencia. Rawls (1971: 136-142) neutraliza el factor suerte con la idea del velo de la ignorancia. Definimos los principios de justicia detrás de un velo que nos impide saber qué circunstancias son las que nos han tocado en suerte. Tras ese velo, lo racional es diseñar un sistema social que trate los intereses de todos con igual consideración y así, por ejemplo, permita las desigualdades de ingresos solo si mejoran la situación de las personas menos aventajadas de la sociedad.
Como aclaración: el origen azaroso de muchas desigualdades socioeconómicas es solo una razón prima facie en su contra. Por supuesto, hay otras razones de diferente peso para rechazar esas desigualdades. Por ejemplo, son especialmente graves las desigualdades que beben de motivos discriminatorios.
Por otro lado, la neutralización del factor suerte a la que aspira una sociedad cooperativa es compatible con que, en el ámbito de nuestra particular concepción del bien, atribuyamos ciertos resultados al merecimiento. Son los juicios de merecimiento que hacemos convencionalmente, bien se apliquen a nuestras propias acciones y conductas, bien se apliquen a las de los demás. Lo que nuestra propuesta excluye, por las razones antes dichas, es que alguna de esas concepciones particulares del merecimiento se imponga como criterio de justicia social.
Asimismo, recordemos que, una vez definida la idea de justicia social, sí se activan las expectativas legítimas de las personas: el sistema social nos recompensará conforme a las reglas del juego establecidas de antemano. En ese sentido sí merecemos las posiciones que ocupamos si hemos cumplido las condiciones para acceder a ellas, pero es una noción institucional del merecimiento. La jerarquía de posiciones y el itinerario para competir por ellas se definen conforme a una idea de justicia social que busca mejorar las condiciones de vida de todos. Cada posición la ocupará quien más pueda aportar a lo común, en un sentido amplio, desde esa posición. Por ejemplo, el sistema de salud seleccionará a las personas mejor preparadas para tratarnos en caso de accidente o enfermedad.
La meritocracia, además de infravalorar el factor suerte, incurre en otros aspectos negativos que una sociedad cooperativa solventa. Uno de ellos es que, como hemos visto, pone en riesgo la cohesión social. Alimenta una competición que convierte a los ciudadanos en rivales. En una sociedad cooperativa, en cambio, el bienestar de cada ciudadano depende tanto de su propia contribución a lo común como de la contribución de los demás. Las ventajas de unos no son a costa de perjuicios para otros. Al contrario: a todos nos conviene que el resto identifique sus talentos y disfrute de oportunidades para desarrollarlos, pues luego los pondrán al servicio de los demás y/o producirán unos frutos que todos recogeremos.
También hemos visto que en la meritocracia se culpabiliza y estigmatiza a los perdedores de la competición social por haber desaprovechado las oportunidades a su disposición. En contraste, una sociedad cooperativa se asienta sobre la idea de igualdad relacional, esto es, una igualdad que impregna el modo de relacionarnos socialmente conforme a principios de reciprocidad y reconocimiento (Anderson, 1999). Así, para quienes no alcanzan sus aspiraciones o cambian de rumbo se sustituye el reproche por segundas y sucesivas oportunidades que preservan su autonomía y su capacidad de contribuir a lo común.
Asimismo, una sociedad cooperativa busca construir un pluralismo de oportunidades profesionales, es decir, abrir caminos diversos para alcanzar posiciones desde las que disfrutar de condiciones materiales y de estatus adecuadas (Fishkin, 2014: 130-197). Las desigualdades salariales solo recompensan con ingresos adicionales los trabajos que también conllevan cargas adicionales. Cualquier trabajo es digno de la misma remuneración que otro si son equiparables las condiciones en las que se llevan a cabo, los esfuerzos de formación y realización que requieren y las responsabilidades que suponen. De este modo, se rompen los actuales cuellos de botella por los que apenas unas pocas personas pueden entrar a ocupar posiciones de privilegio.
Un ejemplo paradigmático son los trabajos de cuidados que, a pesar de su exigencia, están aún precarizados o directamente no remunerados. Como respuesta, la meritocracia en su mejor luz podría argumentar que las cuidadoras son tan acreedoras de merecimiento como quienes ejercen otras ocupaciones mejor remuneradas en nuestra sociedad. El problema, sin embargo, es que la lógica competitiva e individualista concomitante a la meritocracia tiende a socavar ese alineamiento entre el supuesto merecimiento y su reconocimiento. La retórica meritocrática se convierte a menudo en un arma con la que los privilegiados legitiman sus ventajas socioeconómicas y la exclusión de quienes sufren la precariedad (García Cívico, 2006).
El pluralismo de oportunidades propio de una sociedad cooperativa solventa también los rasgos negativos de la meritocracia en relación con el sistema educativo. Para empezar, decae la presión profesionalizante sobre la educación. Dado que se rebaja el peso de las jerarquías socioeconómicas y se pluralizan los caminos para una vida adecuada, las familias pierden incentivos para otorgar ventajas competitivas a sus hijos. Frente a la actual titulitis, los padres y madres pueden preocuparse de ofrecer a sus hijos una educación genuinamente buena. Además, las ventajas educativas que les otorguen redundarán, a través de la cooperación, en beneficio de todos. En un escenario así, es previsible que las materias y contenidos educativos que actualmente tienen poco valor de mercado recuperen protagonismo en los currículums educativos y que el sistema educativo mejore su encaje con los intereses y vocaciones del estudiantado.
VII. EPÍLOGO[Subir]
Este trabajo bebe de la tradición del liberalismo igualitario, pero corrige lecturas meritocráticas de esa tradición. Rawls (1971: 101-102) es explícito al afirmar que los talentos naturales, fruto de la suerte, deben entenderse como recursos colectivos que contribuyan, en nuestro sistema de cooperación social, a mejorar la vida de todos y especialmente de los menos afortunados. Asimismo, Martha Nussbaum (1997: 287-288) en su lista de capacidades incluye emociones y actitudes como el respeto, la empatía o el cuidado que apuntan al trato igualitario que nos debemos unos a otros. La igualdad no es solo un principio de distribución de bienes sociales entre individuos aislados, sino también y de manera fundamental el principio rector de nuestras relaciones sociales (Anderson, 1999). Acercarnos a esa igualdad requiere una democratización profunda de nuestras instituciones que articule vías para la participación de todas las personas en la vida económica, social, política y cultural (Gargarella, 2024). Como inspiración puede servir la experiencia de los bienes comunes (Lloredo, 2020), custodiados y disfrutados de manera esencialmente democrática por una comunidad de personas cuyos intereses, mutuamente protegidos, orbitan en torno al interés compartido.
Para terminar: este trabajo ha partido de una preocupación por el cariz individualista, competitivo y segregador de nuestras sociedades y su conexión con la retórica de la meritocracia a la que muchos apelan en los debates públicos. Por las razones expuestas a lo largo del trabajo, la meritocracia no es un ideal de justicia ni siquiera en su mejor versión. Debemos caminar hacia sociedades cooperativas que construyan subjetividades con una disposición a cuidar de lo común y de los demás sin dejar fuera a nadie. Sociedades en las que las personas dejen de verse y convivir como rivales y se vean y convivan como compañeras. En definitiva, ensamblar la autonomía y el bienestar individual con el bien común.