RESUMEN
Este estudio tiene por objetivo estudiar los orígenes, el desarrollo y los obstáculos que ha enfrentado la configuración del acoso sexual como un fenómeno sexualmente discriminatorio en los Estados Unidos de América. Para ello se estudiarán las premisas sobre las que se asienta el principio antidominación, un enfoque clave en dicha conceptualización, analizando también las principales objeciones que se han formulado contra la teorización del acoso sexual a partir de dicho paradigma. Después se revisa el proceso a través del cual los tribunales estadounidenses fueron avanzando hacia su reconocimiento, destacando los principales obstáculos que ha enfrentado su desarrollo este ámbito. Finalmente se valoran las principales modificaciones que ha propiciado el movimiento #MeToo en el tratamiento del acoso sexual en el país citado.
Palabras clave: Acoso sexual; principio antidominación; principio antisubordinación; discriminación basada en el sexo.
ABSTRACT
This essay has the aim to study the origins, development and obstacles faced by the configuration of sexual harassment as a sexually discriminatory phenomenon in the United States of America. With this purpose we will study Antidomination principle which played a crucial role in said conceptualization, analizing the main objections formulated against that theorization. Then we will explore the process through which US courts have advanced towards the recognition of sexual harassment as a sex-based discrimination practice, highlighting the main obstacles faced in its development. Finally, we will analyze the main modifications that the #MeToo movement has brought about in the treatment of sexual harassment in the aforementioned country.
Keywords: Sexual harassment; Antidomination principle; Antisubordination principle; sex-based discrimination.
En la actualidad, el acoso sexual en el empleo se concibe como una de las manifestaciones más graves de la violencia contra las mujeres. Diversas legislaciones nacionales tipifican, prohíben o sancionan estas conductas en el empleo y en otros ámbitos. Pese a la existencia de mecanismos legales destinados a su erradicación, los instrumentos disponibles no han sido capaces de ofrecer soluciones a las víctimas, adoptando estándares y requisitos sobre los que se proyectan sesgos que obstaculizan su sanción.
El movimiento #MeToo, que se inició en los Estados Unidos de América y que ha tenido reflejo en diversos países, constituye una prueba palpable de que este fenómeno se encuentra lejos de considerarse una reliquia del pasado[1] . El acoso sexual constituye una práctica extendida y que produce consecuencias funestas en la vida de las mujeres que lo padecen. Pero además incide en el estatus de las mujeres como grupo social, reforzando la posición subordinada en la que se encuentran en un espacio especialmente relevante para su desarrollo autónomo, como el empleo, pero también en otros entornos, como la educación, la política, el deporte, etc.
Este ensayo tiene por objetivo analizar los orígenes y el desarrollo del acoso sexual en el derecho antidiscriminatorio estadounidense. Para ello se estudiarán las premisas sobre las que se asienta el principio antidominación, una construcción impulsada por el feminismo norteamericano que fue clave en su conceptualización como un fenómeno sexualmente discriminatorio, y también se analizan las principales objeciones que se han formulado contra la teorización del acoso sexual desde este enfoque. Seguidamente se revisa el proceso a través del cual los tribunales estadounidenses fueron avanzando hacia su reconocimiento, destacando los principales obstáculos que ha enfrentado su desarrollo en el ámbito jurisprudencial. En el último apartado, se valoran las principales modificaciones que ha propiciado el movimiento #MeToo en el tratamiento del acoso sexual en el país citado.
La conceptualización del acoso sexual como un fenómeno sexualmente discriminatorio fue posible gracias a un enfoque en materia de igualdad que trascendió la concepción formal de este derecho y que puso en tela de juicio su definición como una mera prohibición de establecer tratamientos diferenciados sin que medie una causa que así lo justifique. La lucha por la igualdad racial fue el contexto en donde las limitaciones de la visión neutra e individualista de la igualdad se pusieron en evidencia y en donde se postuló una comprensión de este derecho consciente de las diferencias de estatus que produce el prejuicio arraigado que recae sobre ciertos grupos. El derecho a no ser discriminado, reconocido en la cláusula de igualdad de la Constitución americana, era concebido como un mandato de carácter asimétrico al considerarse que estaba dirigido a la protección de los colectivos subordinados, cuya posición de desventaja profunda se refleja en diversas esferas, como la económica, social, política, educacional, etc.
Un elemento fundamental de esta formulación —y generalmente poco comprendido— es su carácter grupal. De acuerdo con este atributo, el bienestar de los individuos y de los grupos (subordinados) a los que pertenecen se encuentra en una relación de interdependencia (Fiss, 2004: 20), y por ello la atención al componente grupal es indispensable para proteger a los miembros del grupo o colectivo individualmente considerados (Rosenfeld, 1991: 296, 297).
El carácter grupal permite advertir la verdadera envergadura de la discriminación que recae sobre los miembros de los grupos subordinados. Como afirma Barrère (2003: 4), la discriminación que afecta a las personas que pertenecen a los colectivos subordinados se produce en virtud de «lo que significa e implica social (mente)» la pertenencia a dichos colectivos. Si bien estos actos «se percibe(n) o se manifiesta(n) individualmente», poseen una «base [...] presumiblemente grupal». Esta dimensión colectiva supone que su relevancia no se agote en el plano individual y adquiera una relevancia grupal, en el sentido de que tienen el potencial de reforzar la posición subordinada de estos colectivos.
El carácter estructural de la discriminación es el elemento que explica esta dimensión grupal o colectiva. La discriminación no se origina ni se explica a partir de las conductas individuales y desvinculadas que normalmente cuestionan las personas afectadas por estas prácticas, sino que se considera que estos actos aparentemente aislados constituyen manifestaciones vinculadas a un sistema de exclusión. Por ello tiene reflejo en la formulación de las leyes, pero también en su aplicación por la judicatura y, desde luego, está presente en diversas prácticas institucionales y en conductas privadas.
Esta realidad condiciona la existencia de quienes forman parte de los grupos subordinados y se refleja en diversas áreas en donde su presencia es marcadamente debilitada. Por ello, en contextos de desigualdad estructural limitar la lucha contra la discriminación a la tutela individual es insuficiente. Solo a través de la adopción de políticas, leyes y decisiones que tengan por finalidad transformar las estructuras y prácticas excluyentes en diversos órdenes es posible proteger a quienes forman parte de los grupos subordinados de la discriminación y lograr su plena inclusión en la sociedad.
A través del principio antisubordinación se justificaron un conjunto de medidas de carácter transformador que se aprobaron en el periodo conocido como la Revolución de los Derechos Civiles, que tenía el objetivo de desmontar el sistema de segregación racial conocido como Jim Crow, que subyugaba a los afroamericanos y afroamericanas. Estas políticas se pusieron en marcha al asumir que constituían un colectivo cuya posición de desapoderamiento se reflejaba en diversas esferas, como la social, la política y la económica (Balkin y Siegel, 2003: 28 y 29; Fiss, 1977: 120).
Así como desde la lectura de la cláusula de igualdad a la luz del principio antisubordinación es posible sostener que la discriminación contra los afroamericanos y afroamericanas forma parte de un engranaje o estructura históricamente arraigada basada en el racismo, es posible cuestionar los sistemas de opresión fundados en fenómenos como el sexismo, la homofobia, la transfobia, entre otros, que ubican a quienes pertenecen a estos grupos en una posición de desapoderamiento. De allí que sea más adecuado hacer referencia a grupos subordinados como los sujetos protegidos por la cláusula de igualdad (las mujeres, minorías raciales, personas lesbianas y homosexuales, etc.), y no a rasgos o clasificaciones sospechosas (la raza, el sexo o la orientación sexual), denominación que sugiere que las cláusulas de igualdad poseen un carácter neutro o simétrico.
Los avances en materia de igualdad que se alcanzaron en el plano racial sirvieron de acicate para que otros colectivos cuestionen normas, políticas y prácticas de carácter subordinante. Es así como el movimiento feminista obtuvo importantes avances, aunque en las victorias judiciales de este período la orientación formal de la igualdad tenía un marcado predominio. En la Sentencia Reed v. Reed, 404 U.S. 71 (1971), por ejemplo, el Supremo anuló una ley de Idaho que concedía la preferencia en la administración del patrimonio de una persona fallecida a los hombres frente a las mujeres, señalando que la cláusula de igualdad impedía a los estados dar «un trato a personas ubicadas por una ley en diferentes clases sobre la base de criterios totalmente carentes de relación con el objetivo de la ley». Las clasificaciones, proclamó el Supremo, «deben ser razonables y no arbitrarias». En Frontiero v. Richardson, 411 U.S. 677 (1973) se estableció que el sexo constituye un rasgo sospechoso. Aunque la argumentación de esta decisión tuvo en cuenta la historia de discriminación padecida por las mujeres y su situación de desventaja en distintas áreas, el carácter sospechoso fue atribuido al sexo y no hubo declaración relativa a la protección reforzada que habría que dispensar a las mujeres como grupo desfavorecido.
Los aportes de Mackinnon y de otras académicas, como Kate Millett y Andrea Dworkin, cuestionaron las limitaciones del enfoque hegemónico y promovieron un cambio de paradigma. El principio antidominación se inspiró en el movimiento por los derechos civiles que entendía que la discriminación de la población afroamericana no constituía un problema generado por la diferenciación racial, sino que suponía un problema de opresión provocado por la «supremacía blanca» (Mackinnon, 2014: 74). Para ello planteó una crítica aguda al feminismo liberal por centrar sus esfuerzos en la búsqueda de «una igualdad formal […] y una lucha de reconocimiento por “la diferencia”» a través de dos vías (Cuitláhuac, 2016: 165). En primer lugar, mediante la defensa de la mismidad entre hombres y mujeres, derivada de una supuesta neutralidad o estándar único, se buscaba garantizar a estas el «acceso a lo mismo a lo que acceden los hombres» (Mackinnon, 2014: 59): la masculinidad se erige como el referente universal de la igualdad y, en consecuencia, «las mujeres somos medidas según nuestra correspondencia con el hombre» (Mackinnon, 1979: 59). Pero esta ruta resultaría ineficaz si se carece de un punto de comparación concreto a partir del cual demostrar la ruptura de la igualdad entre ambos sexos (ibid.: 3).Adicionalmente, su afán universalista había contribuido a dejar de lado las necesidades particulares de las mujeres. Por ejemplo, la autora observó que este enfoque había llevado a la legislación relativa a la violación sexual y al control de la natalidad, que constituían «áreas cruciales para la construcción del estatus inferior de las mujeres (y) que están cargadas de misoginia» (Mackinnon, 1991: 1297), lo que explicará que no se hayan considerado relevantes en el debate relativo a la igualdad.
En segundo lugar, el enfoque de la diferencia o doble estándar, que constituía una excepción al enfoque de la mismidad a la par de su complemento, reconocía las diferencias entre hombres y mujeres. El reconocimiento de la femineidad (womanhood) como una condición que conlleva atributos únicos, se establecía a partir de las diferencias consideradas naturales, pero que en verdad derivaban de las estructuras sociales que situaban a la mujer en una posición subordinada (Mackinnon, 1979: 59). Por esta misma razón, aunque se admitía legislación compensatoria, siempre que se encuentre fundada en estas diferencias «naturales» entre ambos sexos, estas medidas terminaban reproduciendo las barreras opresoras, en lugar de eliminarlas. Mackinnon destacó que ambas aproximaciones reposaban sobre la noción de que «el sexo es una diferencia, una división, una distinción bajo la cual yace un estrato de comunidad humana, de mismidad» (íd.).
Mackinnon (ibid.: 75) aseguró que la desigualdad entre hombres y mujeres no es consecuencia de las diferencias naturales entre los sexos, sino que se explica en virtud de la «subordinación de las mujeres a los hombres». Es decir, está condicionada por la supremacía masculina y la consecuente subordinación femenina. El centro del problema reside, entonces, en el «inequitativo reparto de poder» (Cuitláhuac, 2016: 165) del cual se deriva el estatus privilegiado de los hombres frente al estatus oprimido de las mujeres. La igualdad, por tanto, debe ser analizada como una cuestión de jerarquía.
Diversas cuestiones que carecerían de relevancia desde la orientación dominante adquirieron, gracias al enfoque antidominación (dominance approach), relevancia en términos de igualdad: el acoso sexual, la pornografía, la prostitución, la violación sexual, entre otros, son asuntos que ocurren casi exclusivamente a las mujeres en virtud de su posición subordinada y escapan al análisis en clave de igualdad desde una visión formal.
Uno de los principales aportes de la teoría antidominación fue su conceptualización del acoso sexual como una forma de discriminación basada en el sexo. Mackinnon (1979: 1, 2) la definió como «la imposición no deseada de exigencias sexuales en el contexto de una relación de poder desigual». Este fenómeno se describió a partir de dos variantes: el quid pro quo o acoso sexual de intercambio y condition of work, actualmente denominado acoso sexual por ambiente hostil. En el primero, se dirigen insinuaciones y propuestas sexuales a una trabajadora a cambio o como condición de acceder o conservar su empleo u obtener algún tipo de beneficio, ventaja o condición de trabajo. El elemento definitorio constituye el uso de la coerción para obtener favores sexuales, al condicionar la obtención de algún beneficio, ventaja o la conservación del empleo a la aceptación de las exigencias sexuales no deseadas. Por su parte, el acoso sexual por ambiente hostil se produce sin que se condicione la conservación del empleo o a la obtención de alguna ventaja tangible en el empleo. Lo característico son las conductas o expresiones de naturaleza sexual que se dirigen unilateralmente a la trabajadora y que, aunque no tienen como objetivo final la obtención de una relación sexual, tienen como resultado convertir el ambiente de trabajo en «insoportable» por su carácter humillante, intimidante y lascivo(ibid.: 40). Cabe indicar que no siempre es sencillo categorizar un caso de abuso en cada una de estas variantes y no es extraño que aparezcan elementos de ambas entremezclados.
La formulación de Mackinnon estuvo condicionada por las condiciones particulares del mercado laboral estadounidense de la década de los setenta. Esta realidad laboral se caracterizaba por la segregación horizontal del trabajo, pues las mujeres realizaban, predominantemente, oficios considerados «para mujeres» y su presencia en puestos «para hombres» se consideraba una amenaza. Otra nota distintiva era la estratificación vertical del empleo que las situaba en posiciones subordinadas, alejadas de los puestos de dirección que eran acaparados por los hombres. Todo ello daba lugar a una significativa desigualdad salarial, una condición que no solo se apreciaba en las labores desarrolladas por hombres y mujeres en proporciones similares, sino que también era visible en los puestos «para mujeres», que recibían los salarios más bajos y eran infravalorados.
La presencia de la mujer en la esfera laboral en la década de los sesenta y setenta tenía lugar, primordialmente, en actividades que reproducían su rol de cuidadora y en oficios feminizados, como maestras, enfermeras, secretarias o aquellas que replicaban su rol de objeto sexual (Abrams, 1998: 1205). Su incorporación a la vida laboral se produjo bajo condición de que esta esfera sea un terreno en el cual el statu quo no solo no se quiebre, sino que se reproduzca y refuerce. La progresiva incorporación en puestos que escapaban a los roles que les habían sido tradicionalmente atribuidos se ha topado con diversos obstáculos. El acoso sexual es una de las manifestaciones más perversas de esta resistencia y se ha expresado a través de conductas que incluyen las agresiones sexuales, físicas y verbales que han pretendido impedir el ingreso de las mujeres a estas parcelas de dominio masculino (ibid.: 1206).
Pero como bien han apuntado diversas autoras, el acoso dirigido contra las mujeres no siempre está plagado de un contenido sexual. Existen manifestaciones del acoso basado en el sexo que pueden ser particularmente ofensivas y nocivas, sin estar encaminadas a la obtención de favores sexuales ni plantearse en términos sexuales. Prácticas como el sabotaje, el menosprecio y el aislamiento ostentan un carácter claramente lesivo y, sin embargo, están privadas de un contenido sexual, aunque ciertamente se fundan en el sexo de sus víctimas (ibid.: 1208).
Aunque el acoso sexual constituye un fenómeno que ha estado presente a lo largo de la historia, los primeros casos que intentaron enmarcar esta práctica dentro de la prohibición de discriminación basada en el sexo encontraron una fuerte resistencia en los tribunales estadounidenses. El primer obstáculo que debía ser superado —de orden formal— era la falta de mención al acoso sexual como una manifestación sexualmente discriminatoria y la ausencia de historia legislativa del título VII de la Ley de Derechos Civiles, que prohíbe la discriminación en el empleo basada en el sexo. Esta fue promovida por «congresistas opuestos a la Ley que esperaban que la inclusión del “sexo” […] contribuyera a su fracaso» (Estrich, 1991: 816), y se incluyó el día anterior a su aprobación. Aunque finalmente el objetivo perseguido no se alcanzó, esto impidió contar con antecedentes y debates previos que sirvan de guía para la determinación de las prácticas que podrían ser consideradas sexualmente discriminatorias (ibid.: 817). Por ello no es de extrañar que las primeras sentencias que tuvieron que enfrentar este tipo de demandas esgrimiesen la falta de historia legislativa de la Ley de Derechos Civiles como una razón para desestimar estas demandas.
También existían razones de fondo que explicaban la tolerancia frente a este tipo de actos, que eran vistos como manifestaciones inevitables y carentes de relevancia desde el punto de vista jurídico. Como aprecia Franke (1997: 700), estos casos estaban guiados por una comprensión del acoso sexual como una práctica «inevitable», una suerte de consecuencia generada por la irrupción de los ambientes laborales sexualmente mixtos o «el precio que las mujeres deben de pagar por participar en igualdad de condiciones en la esfera pública». El acoso sexual era caracterizado como un asunto privado y no como una práctica discriminatoria. Por esta razón, no solo no era objetado, sino que incluso era justificado. Por ejemplo, en la conocida Sentencia Corne v. Bausch & Lomb, 390 F. Supp. 161 (D. Ariz. 1975), una corte federal de Arizona afirmó que las conductas denunciadas podían calificarse como «una proclividad personal, una peculiaridad o amaneramiento […] (para) satisfacer un impulso personal».
Los primeros casos en donde se estimaron demandas de acoso sexual lo hicieron desde una visión formal de la igualdad. Barnes v. Costle, 561 F.2d 983, 990 (D.C. Cir. 1977), considerado el primer litigio en el que un tribunal federal calificó las conductas de acoso contra una trabajadora como sexualmente discriminatorias, apreció que las circunstancias a las que se vio sometida la afectada tuvieron lugar en virtud de su sexo —but for her sex—. Según indicó la sentencia, «de no ser por su femineidad [...] su participación en una actividad sexual nunca se le hubiera solicitado». El acoso sexual constituía, desde esta postura, una violación de la igualdad formal en tanto suponía una conducta que afectaba solamente a las mujeres y no los hombres.
Progresivamente, las cortes federales fueron ampliando su comprensión del acoso sexual para incorporar dentro de este fenómeno las conductas sexuales en las que no se utilizaba la coerción para la obtención de favores sexuales a cambio de ventajas laborales, pero en donde el ambiente laboral terminaba siendo insoportable. En Bundy v. Jackson, 641 F.2d 934 (D.C. Cir. 1981), sentenciado en el año 1981, la Corte de Apelaciones de Washington DC apeló, nuevamente, al argumento de la igualdad formal para resolver un caso en el que se combinaban aspectos del denominado acoso quid pro quo y de lo que posteriormente se denominaría acoso sexual por ambiente hostil. Esta corte de apelaciones se preguntaba: «¿Habría la empleada demandante sufrido el acoso si hubiera sido de un género distinto?», concluyendo que el acoso del que había sido víctima la afectada se explicaba en virtud de su sexo. La posesión de este rasgo había provocado un trato distinto que no tenían que soportar los trabajadores de sexo masculino[2].
El argumento but for sex también guió la resolución de los primeros casos que abordaron el acoso sexual entre personas del mismo sexo. En Wright v. Methodist Youth Services Inc., 511 F. Supp. 307 (N.D. IIL. 1981) se entendió que el supervisor demandado había dirigido sus demandas sexuales al afectado en virtud de su sexo, a diferencia de las trabajadoras, que no estaban expuestas a dichas proposiciones, por lo que concluyó que se trataba de un caso de trato dispar discriminatorio. Este criterio ha sido utilizado por otros tribunales que han afirmado que las insinuaciones sexuales dirigidas por un supervisor homosexual a un subordinado de su mismo sexo, en tanto no se realizan a empleados del sexo opuesto (por la orientación sexual del supervisor), configuran «una situación en donde, de no ser por el sexo del subordinado, este no hubiera sido sometido a dicho tratamiento» (EEOC v. Walden Book Co., 885 F. Supp. 1100 (M.D. Tenn. 1995).
Un aspecto particular en los casos de acoso sexual entre personas del mismo sexo es que los tribunales solían requerir que la orientación sexual del demandado se encuentre acreditada, pues solo de este modo podían determinar que el razonamiento but for sex, es decir, la ruptura de la igualdad formal se había producido. Consecuentemente, en los supuestos en donde existen indicios que apuntaban a la orientación heterosexual del demandado se consideran imposibilitados de aplicar el razonamiento de Wright, al no poderse afirmar que el acoso sexual que han padecido las víctimas se haya producido en virtud de su sexo (Franke, 1997: 713). Esta línea de análisis fomenta la indagación en el reducto íntimo del demandado y asume que las personas tienen, alternativamente, una orientación sexual homosexual o heterosexual, dejando de lado la posibilidad de que el agresor tenga una orientación bisexual. La protección antidiscriminatoria se condiciona a una prueba constitucionalmente reprochable —la indagación en la orientación sexual de una de las partes— y queda sustancialmente restringida por las dificultades que ofrece esta exigencia, negando la protección antidiscriminatoria en los supuestos en donde el agresor tiene una orientación bisexual.
Con diversas decisiones de soporte, y con el respaldo de las directrices de la Comisión de Igualdad de Oportunidades de los Estados Unidos, el Tribunal Supremo reconoció el acoso sexual como una práctica discriminatoria en Meritor Sav. Bank, FSB v. Vinson, 477 U.S. 57 (1986). La sentencia señaló que la protección contra la discriminación, basada en el sexo del título VII de la Ley de Derechos Civiles, «no está limitada a la discriminación “económica” o “tangible (en el empleo)”», sino que permite cuestionar un conjunto más amplio de conductas y decisiones que se deben entender comprendidas dentro de la prohibición de trato dispar en virtud del sexo que consagra el título VII de la ley citada. Sobre el acoso sexual por ambiente hostil, el Supremo señaló que este tiene lugar cuando el entorno laboral «está impregnado de una conducta discriminatoria que es suficientemente severa o generalizada para crear un ambiente de trabajo [...] hostil o abusivo». Indicó que la existencia de un ambiente hostil se debe determinar a partir de una apreciación de la totalidad de las circunstancias, como «la frecuencia de la conducta discriminatoria, su severidad, si hay amenaza física o humillación o una mera expresión ofensiva o si esta interfiere de manera irrazonable con el desempeño laboral del empleado». Pese a la relevancia de este pronunciamiento, el Supremo no explicó por qué el acoso sexual debía considerarse unapráctica sexualmente discriminatoria.
Pese al enorme influjo que ha tenido la conceptualización del acoso sexual como una práctica sexualmente discriminatoria en diversos ordenamientos jurídicos, en la academia norteamericana no existe consenso en abordar este instituto a partir de los postulados del principio antidominación. Por otro lado, hay quienes rechazan ubicar la protección frente al acoso sexual en el derecho antidiscriminatorio. Este sector sostiene que este fenómeno lesiona la dignidad de todas las personas, y por esta razón afirman que no debería entenderse como una práctica que discrimina a las mujeres como grupo social. En este apartado se analizan críticamente estas propuestas.
Kathryn Abrams considera que la definición del acoso sexual debe seguir girando, primordialmente, alrededor de la subordinación de las mujeres, pero que no debe centrar su atención exclusivamente en la experiencia de este colectivo. Estima que el acoso, como expresión sexista dirigida a reforzar la jerarquía entre los hombres y las mujeres, no se agota en la relación entre los sexos biológicos. Por el contrario, abarca también «una valoración de las normas masculinas —aquellas prácticas o características asociadas con los hombres—» y, paralelamente, conlleva también «una devaluación de las normas femeninas —aquellas prácticas o características asociadas con las mujeres—». En tal sentido, señala que el acoso sexual debe considerarse un fenómeno dirigido a «preservar el control masculino y reforzar las normas masculinas en el trabajo» (Abrams, 1998: 1209). Desde su perspectiva, este planteamiento permitiría abarcar el acoso sexual entre personas del mismo sexo, sin abandonar la perspectiva asimétrica ni la especial referencia a la subordinación de la mujer que explica su surgimiento.
En una línea similar, Katherine Franke (1998: 1246) ha ofrecido una crítica a la definición del acoso realizada a la luz del principio antidominación. Señala que la conceptualización de este fenómeno como una forma de discriminación contra las mujeres es heterosexista, pues asume que el acosador siempre será una persona de sexo masculino. Esta visión, según apunta, tiene un sesgo heteropatriarcal en tanto deja fuera de protección frente al acoso a las personas del mismo sexo y, en general, los casos en los que la víctima no es una mujer y el agresor no es un hombre. En este sentido, entiende que el acoso sexual constituye una forma de discriminación sexual mediante la cual se procura «el control de las normas de género heteropatriarcales en el trabajo». Para Franke (1997: 693), el acoso sexual de un hombre a una mujer constituye una manifestación del sexismo, pues en él se manifiestan los principales estereotipos de género que conciben a los «hombres como conquistadores sexuales y (las) mujeres como sexualmente conquistadas; hombres como sujetos sexuales masculinos y (las) mujeres como objetos sexuales femeninos». Pero, según sostiene, el acoso sexual no solo afecta a las mujeres, sino que también ejerce un poder disciplinario o aleccionador sobre los hombres que son sometidos a una suerte de control y vigilancia mediante el cual las normas heteropatriarcales de género sonpuestas en vigor. Este instituto, por tanto, se puede definir como una «práctica disciplinaria que inscribe, ejecuta y vigila las identidades tanto del acosador y la víctima de acuerdo con un sistema de normas de género que concibe a las mujeres como objetos (hetero)sexuales femeninos, y a los hombres como sujetos (hetero)sexuales masculinos» (íd.).
El objetivo fundamental de K. Franke, según sus propias palabras, es bosquejar un enfoque del acoso sexual en el que las mujeres sigan siendo el principal referente, pero que no ignore los efectos que esta práctica tiene en los hombres. Como otras autoras, pretende dar respuesta a las demandas de acoso sexual entre personas del mismo sexo, así como a los casos en los que las víctimas son los hombres «afeminados, inexpertos sexuales o que se apartan de otras formas de la masculinidad convencional» (Abrams, 1998: 1192). Aunque Franke reconoce que el acoso sexual recae principalmente sobre las mujeres, no duda en aceptar que también puede afectar a hombres y, en cada caso, con distintos propósitos. Tratándose de las mujeres, el acoso sexual puede dirigirse a reforzar el desprecio hacia la «feminidad convencional o como un medio de disciplinar su conducta no femenina», mientras que en el caso de los hombres puede dirigirse a disciplinar a los hombres que no se asimilan en el «modelo dominante de masculinidad» (ibid.: 1193).
Ambas autoras no se manifiestan contrarias a la visión asimétrica de la igualdad que caracteriza la definición del acoso sexual desde el enfoque antidominación, pero la conceptualización que ofrecen sí pone en cuestión este pretendido carácter asimétrico. Al delimitar el acoso sexual con el objetivo de trascender de su comprensión como una práctica que afecta a las mujeres como grupo subordinado y que surge en virtud del sistema sexo/género, y abarcar aquellas conductas que tengan el objetivo de reforzar la jerarquía de género, los colectivos que resultan protegidos se amplían (las personas protegidas serán todas aquellas las afectadas por cualquier conducta que tenga por objetivo reproducir y reforzar la jerarquía de género). Pero ¿resulta esta una definición más rigurosa y coherente con el carácter asimétrico y unilateral que proclaman defender? A mi juicio, estamos frente a una propuesta que presenta dos debilidades. La primera es que termina incluyendo dentro de la protección contra el acoso sexual a sujetos, pero que no necesariamente forman parte de colectivos oprimidos, como los hombres que no siguen las normas de género heteropatriarcales y por ello son objeto de conductas de acoso sexual. Aunque los estereotipos de género pueden estar en el origen de una serie de prácticas excluyentes, una comprensión de la igualdad en clave asimétrica exige que la protección antidiscriminatoria se dirija a colectivos subordinados por algún sistema de opresión. Estapropuesta quiebra esta primera regla. A este respecto, Barrère (2013: 23) ha señalado que «una conducta de acoso sexual a un hombre puede que cercene el dominio de los hombres, pero en ningún caso perpetúa su subordinación». En segundo lugar, esta construcción, edificada sobre la base de las normas de género heteropatriarcales, sugiere que el problema de discriminación que está en la base del acoso sexual reside en el género, pero se invisibiliza el componente sexual de esta opresión.
Por otra parte, el acoso sexual del que son víctimas las personas lesbianas y homosexuales tiene origen en la homofobia y las personas homosexuales y lesbianas constituyen un colectivo subordinado. Reconocer la existencia de este tipo de acoso sexual y la necesidad de tutela a las personas afectadas por estas prácticas no supone desnaturalizar la protección contra el acoso sexual que afecta a las mujeres como grupo subordinado y que es una manifestación de la discriminación que tiene origen en el sistema sexo/género.
También Vicki Schultz critica la conceptualización del acoso sexual desde la perspectiva antidominación. Considera que el acoso sexual constituye una manifestación de la discriminación basada en el sexo, pero formula dos críticas a la propuesta original de Mackinnon. En primer lugar, explica que una de las consecuencias más perjudiciales de dicho enfoque es que está centrado en «la conducta sexual», por lo que suele ignorar formas no sexuales de acoso laboral que sufren las mujeres (Schultz, 2001: 421). Afirma que, de este modo, se impide comprender una serie de actos de acoso motivados en el sexo, en los que el ingrediente sexual no está presente, pero cuyo principal efecto es excluir a las mujeres de ciertas posiciones laborales. Su propuesta pretende ubicar el acoso sexual dentro de un modelo destinado a combatir la exclusión del trabajo. A diferencia del «modelo sexual», como denomina al enfoque de Mackinnon, que describe como uno que entiende el acoso sexual como un conjunto de prácticas a través de las cuales los hombres utilizan su posición dominante en el empleo para obtener favores sexuales de las mujeres, esta autora nos invita a ver al acoso sexual como la manera en la que los hombres «usan el sexo para apropiarse del trabajo para sí mismos» (ibid.: 419). Así, tanto el acoso quid quo pro como el acoso sexual por ambiente hostil constituirían parte de un engranaje a través del cuallas mujeres son excluidas de las posiciones más atractivas y relegadas a las de menor estatus.
La autora también dirige una crítica a la visión top-down que, según estima, postula la perspectiva antisubordinación y que, según advierte, atiende al poder que emana de las jerarquías formales en las organizaciones y desatiende el que emerge de las relaciones horizontales, como el que surge entre compañeros de trabajo que, por lo demás, es bastante recurrente. Los casos de acoso basado en el sexo, concluye, deben verse como «parte de un largo patrón para excluir a las mujeres o para comunicarles el mensaje de que son diferentes e inferiores» (ibid.: 424). Schultz señala que «el problema con el acoso en el empleo es el sexismo, no el deseo sexual» (2018: 18), pero esta afirmación no es negada por quienes comparten la visión del acoso sexual desde una orientación en clave antidominación, que tiene como premisa la situación de subordinación que recae sobre las mujeres. De hecho, esto explica el desarrollo de los casos de acoso sexual por ambiente hostil en donde el demandado no pretende obtener favores sexuales por parte de la afectada, y que puede tener lugar a través de actos o expresiones que carecen de naturaleza sexual. Esta forma de acoso, además, puede producirse entre «pares» dentro de una organización, por lo que no es necesario acreditar la existencia de una relación de jerarquía formal entre la afectada y el responsable, más aún si se tiene en cuenta que desde la perspectivaantidominación la desigualdad entre sexos se concibe como una expresión de jerarquía o estatus. La alusión al deseo sexual como una premisa sobre la cual está construida la visión antidominación es, por tanto, equivocada, pues dicho modelo nunca ha señalado a dicho elemento como el origen o fundamento del acoso sexual.
Otra voz crítica del enfoque antidominación ha sido la de Ellen Frankel (1990: 348), que defiende una visión neutra de la igualdad y sostiene que el enfoque antidominación promueve una visión de las mujeres como «víctimas indefensas, dependientes económicamente de los hombres y al servicio de (su) deseo sexual». La autora estima que el planteamiento de Mackinnon, al que califica de «victimología», asigna a los hombres y mujeres un rol dentro de la sociedad del cual no pueden escapar: de un lado las mujeres son representadas como seres físicamente débiles, económicamente dependientes e indefensas frente a un sistema que las oprime, frente a los hombres que ocupan la posición de victimarios y promotores de un sistema diseñado para garantizar su posición de dominio.
En consonancia con lo señalado anteriormente, Frankell rechaza la conceptualización del acoso sexual como una manifestación de la discriminación que recae sobre las mujeres como grupo desfavorecido porque, según indica, mientras que «la discriminación menosprecia o devalúa a todos los miembros de un grupo, [...] el acosador sexual solamente selecciona a alguien que él encuentra atractiva» (ibid.: 350). La puesta en cuestión de la visión grupal sobre la que reposa la formulación del acoso sexual resulta, desde mi opinión, sumamente frágil. Franke acierta cuando señala que las víctimas de conductas de acoso sexual son seleccionadas en virtud de sus características personales, pues, de hecho, no todas las mujeres que forman parte de la plantilla de una empresa resultan afectadas por estas conductas. Pero este hecho no niega la faceta grupal y estructural que explica este fenómeno. Las conductas que se pueden enmarcar dentro de un supuesto de acoso sexual suponen una afectación grupal o colectiva, en la medida que constituyen una manifestación de la subordinación del colectivo al que la víctima pertenece y reafirman su situación de opresión, aunque se expresen de manera individualizada.
Finalmente, y como mencionamos previamente, existen autoras que se oponen a conceptualizar el acoso sexual como una forma de discriminación contra la mujer y proponen conceptualizar este fenómeno como uno que vulnera la dignidad de las personas. Destaca entre ellas Rosa Ehrenreich (1999: 63), que afirma que existe cierta confusión entre el daño que genera el acoso sexual sobre sus víctimas —el cual, según entiende, constituye un daño a su dignidad— y el contexto discriminatorio donde esta afectación tiene lugar. En este sentido, advierte que caracterizar al acoso sexual como una manifestación de la discriminación contra la mujer constituye un error. Sostiene que el acoso debería ser comprendido como una vulneración a la dignidad en la medida que «todas las acciones discriminatorias suponen la imposición de daños dignatarios» y, por tanto, la discriminación debe considerarse comprendida dentro del concepto más amplio de daño a la dignidad.
La autora señala que el acoso constituye una vulneración a la dignidad de las personas afectadas sin importar el sexo de estas ni el sexo de los responsables de este tipo de conductas. En este sentido, refiere que el acoso a las mujeres en el empleo resulta pernicioso «porque las mujeres son seres humanos y comparten con todos los demás seres humanos el derecho a ser tratadas con respeto y consideración» (ibid.: 60). Desde su postura manifiestamente neutral y simétrica, el enfoque de la dignidad permitiría combatir diferentes formas de abuso en el trabajo que, aunque causan un daño a la dignidad, no son necesariamente discriminatorias.
Adicionalmente, considera que la premisa sobre la que está asentada la consideración del acoso sexual como una forma de discriminación sexual —la existencia de hostilidad o prejuicio contra las mujeres— no es acertada en la medida que el acoso sexual puede tener distintas motivaciones, como el simple deseo sexual, la antipatía o animadversión hacia la víctima o algún otro motivo distinto que no sea equiparable con la hostilidad hacia las mujeres (ibid.: 10). La imposibilidad de trascender de una visión grupal del acoso sexual, señala, impide advertir que es una práctica que afecta a todos los trabajadores y no solo a las mujeres (ibid.: 54).
La equiparación entre el acoso sexual y el derecho a no ser objeto de un trato abusivo en el trabajo que menciona la autora constituye un asunto que escapa de cualquier definición medianamente rigurosa del acoso sexual y, en general, sitúa a este instituto fuera de las fronteras del derecho antidiscriminatorio, desvirtuando su existencia. Las teorías de la dignidad, dentro de las que se inscribe la propuesta de Ehrenreich, postulan una definición simétrica del acoso sexual pues, aunque admiten su existencia y la necesidad de mantener la regulación de este instituto, lo hacen desde un enfoque indiferente a las estructuras que dan dado lugar a su aparición y a su reconocimiento en múltiples legislaciones.
La neutralidad de este planteamiento puede parecer atractiva por sus alcances más extensos: en teoría permitiría cuestionar el acoso sexual, sin importar quién sea la víctima ni el responsable de estas conductas, pues se asume que tanto los hombres como las mujeres estamos expuestos a ser víctimas de esta práctica —que representa una afectación a nuestra dignidad— en igualdad de condiciones. Como indica Anderson (2006: 292), esta posición «es potencialmente capaz de persuadir a cualquiera, incluso a los defensores de la dominación masculina y de la moralidad sexual convencional, de que el acoso sexual es malo». Pero precisamente en este aspecto reside su principal riesgo. La ceguera es la principal objeción que se debe plantear a las teorías que conciben el acoso sexual únicamente como un daño a la dignidad porque pone en tela de juicio la premisa sobre la que se asienta la definición de este fenómeno: como un mal que enfrentan las mujeres en virtud de la condición de subordinación que experimentan y que está originada por el sistema sexo-género. Ubicar la protección del acoso sexual fuera del derecho antidiscriminatorio permite incluir diversos tipos de abuso que pueden tener lugar en los centros de trabajo, pero también disuelve la esencia de esta construcción, que enfrenta y combate una parcela en la que se expresa de la manera más cruda la subordinación a la que se encuentran expuestas las mujeres.
Como ha destacado Barrère (2013: 48), la invocación de la dignidad es peligrosa como justificación sustitutiva del acoso sexual, pues «carece de virtualidad explicativa del acoso entendido como fenómeno grupal y sistémico y, con ello, como punto de partida válido para su comprensión y prevención». La introducción de la dignidad como justificación del acoso sexual en desmedro de la igualdad, que tiene una presencia creciente en Europa, es perniciosa porque puede opacar la comprensión del acoso sexual como un fenómeno que tiene su origen en el sistema sexo-género y su concreta proyección en el ámbito del empleo (íd.). Frente a justificaciones pretendidamente neutras, el reconocimiento de la subordinación del colectivo afectado por este sistema —las mujeres— se desvanece y la necesaria asimetría con la que se deben evaluar los fenómenos a través de los que esta subordinación se manifiesta también. Se trataría, claramente, de un retroceso en la protección contra la discriminación de las mujeres. La lectura formal, individualista y neutra de la igualdad ha impedido a lo largo de mucho tiempo combatir una serie de prácticas excluyentes y violentas que han mantenido a las mujeres marginadas a una posición de ciudadanas de segunda categoría. Solo a través de un cambio de paradigma es posible enfrentar la discriminación y adoptar medidas transformadoras que modifiquen estas estructuras.
Aunque el caso Meritor representó un hito en la protección de las mujeres contra el acoso sexual en el empleo, diversos elementos que se han ido introduciendo a lo largo del tiempo han limitado seriamente la tutela que estaba destinada a garantizar este reconocimiento. En esta sección se analizan los principales obstáculos que han detenido la protección contra el acoso sexual en el ordenamiento estadounidense.
Uno de los elementos más perniciosos en la doctrina judicial relativa al acoso sexual ha sido la exigencia de demostrar que los actos en cuestión responden al calificativo de unwelcome. Esta cualidad, que puede traducirse como no deseado o inoportuno[3], fue introducida en las Directrices sobre discriminación basada en el sexo adoptadas por la Comisión de Igualdad de Oportunidades de los Estados Unidos en el año 1980. Aunque en este documento no se incluyó una definición de esta categoría y su mención parecía más bien accesoria, con el transcurso del tiempo adquiriría un significado definido y una importancia decisiva en la tramitación de los casos de acoso sexual.
Cuando el Tribunal Supremo dictó la Sentencia Meritor Savings Bank v. Vinson, 477 U.S. 57 (1986), que reconocía que el acoso sexual constituía una práctica sexualmente discriminatoria bajo los alcances de la Ley de Derechos Civiles de 1964, configuró este elemento como una exigencia de ineludible cumplimiento, de modo que cualquier demanda por acoso sexual tendría que demostrar que los actos considerados discriminatorios fueron no deseados. Pero lo más criticable es la conceptualización que avanzó esta sentencia al señalar que «el discurso provocativo de la demandante o su vestimenta» constituiría una evidencia «obviamente relevante» y que serían analizadas con la «totalidad de las circunstancias, como la naturaleza de las proposiciones y el contexto en el cual los incidentes ocurrieron».
Dicha configuración impulsó una comprensión de esta característica como una que exige demostrar que la víctima «no debe haber invitado o de alguna manera solicitado la conducta» (Hébert, 2021: 60). Es decir, impone el deber de descartar su responsabilidad en los actos de discriminación que cuestiona a través del análisis de su conducta previa. Por ello, no resulta extraño que la unwelcomeness se haya convertido en un elemento sobre el que se han proyectado una serie de sesgos y prejuicios basados en la desconfianza hacia el testimonio de las víctimas de acoso sexual y que promueven su virtual enjuiciamiento.
Como advierte Susan Estrich (1991: 815), bajo esta variable se ha producido una incorporación de los estándares utilizados por los tribunales para tramitar las denuncias por violación sexual a los casos de acoso sexual. El requisito de unwelcomeness desarrolla la misma función o «trabajo sucio» que se le asignaba al análisis del consentimiento en los casos de violación sexual (ibid.: 830). La primera consecuencia de esta traslación es que el centro de atención pasa del agresor a la víctima: ella debe demostrar que las conductas de acoso sexual que cuestiona no han sido provocadas o buscadas. Dado que se suele valorar analizando el comportamiento de la afectada, constituye una invitación para introducir elementos relativos a su vida privada que nada tienen que ver con los hechos que se estaban demandando y que están plagados de prejuicios (ibid.: 828).
La consolidación de esta concepción se vio reflejada en las Directrices sobre discriminación basada en el sexo adoptadas por la Comisión de Igualdad de Oportunidades en 1990. A diferencia del documento del año 1980, en esta versión el requisito de unwelcomeness era concebido como una exigencia cuya verificación se podía acreditar a través del análisis de la conducta relevante de la afectada. Se indicó, por ejemplo, que era posible analizar si la víctima se había comportado «de una manera sexualmente agresiva, si había usado lenguaje sexual o si había solicitado la conducta sexual» (Hébert, 2021: 65). La conducta pasada de la afectada, precisaron las directrices, sería tenida en cuenta siempre y cuando se encuentre vinculada al agresor.
El panorama normativo ha cambiado desde el año 1994, con la extensión de la aplicación de la Federal Rule of Evidence 412 a los casos civiles (ibid.: 66, 67), de modo que la evidencia dirigida a probar que la «predisposición» o «conducta sexual» de la afectada solo será admisible cuando su valor probatorio supere el riesgo que entraña de promover su estigmatización (íd.). Esta reforma limita la introducción del material probatorio más lacerante, pero no lo prohíbe por completo, como debería suceder. Si bien la presencia de esta polémica variable ha disminuido ostensiblemente y hay tribunales que han puesto en cuestión su utilidad —Carr v. Allison Gas Turbine Division, General Motors Corp., 32 F.3d 1007, 1008 (7th Cir. 1994)—, otros han insistido en su conveniencia —Mangrum v. Republic Industries, Inc., 260 F. Supp. 2d 1229 (N. D. Ga. 2003)—. El Tribunal Supremo, por su parte, también ha dejado de lado este elemento, pues su presencia se ha reducido al punto de considerarse tangencial (Hébert, 2021: 70, 71). En esta misma línea ha evolucionado la posición de la Comisión para la Igualdad de Oportunidades, que desde el año 2017 ha expresado que esta categoría no constituye una exigencia autónoma, y que debe entenderse que las conductas que sean «subjetiva y objetivamente hostiles son también necesariamente unwelcome».
Pero la reducción o eventual desaparición de este elemento no supone la extinción del fenómeno que explica su presencia. Los sesgos sobre los que reposa este requisito se mantienen vigentes y se proyectan a través de otras variables. Esto puede explicar la exigencia de que el acoso sexual, para considerarse discriminatorio, deba considerarse severo y generalizado (severe and pervasive), como veremos a continuación.
La conformación del acoso sexual por ambiente hostil se reconoció a la luz de los casos basados en la raza que los tribunales federales desarrollaron a partir del asunto Rogers v. Equal Employment Opportunity Commission, 454 F.2d 234 (5th Cir. 1972). Rogers estableció que las conductas de acoso deben ser «tan severas como para invadir la atmósfera laboral y causar daños psicológicos al empleado afectado» (Johnson, 2003: 92), advirtiendo que ello no supone «que la simple expresión de un epíteto étnico o racial que despierta sentimientos ofensivos [...] cae dentro de la proscripción de la Sección 703», pero que tampoco «se puede sostener que una atmósfera discriminatoria podría [...] constituir una práctica laboral legal».
Cuando se reconoció el acoso sexual por ambiente hostil en el asunto Henson v. Dundee, 54. 682 F.2d 897 (11th Cir. 1982) se importó la exigencia de que el acoso por ambiente hostil debía ser «lo suficientemente generalizado para alterar las condiciones de empleo y crear un ambiente de trabajo abusivo». La sentencia sostuvo que para la valoración sobre la persistencia y severidad era necesario analizar si se afecta «seriamente el bienestar psicológico de los empleados» teniendo en cuenta «la totalidad de las circunstancias». Los atributos de severidad y continuidad (severe or pervasive) también se vieron reflejados en el caso Meritor Savings Bank v. Vinson. Allí se estableció que estos factores tienen un componente subjetivo y otro objetivo, de modo tal que «la víctima debe percibir que el ambiente de trabajo es abusivo, pero una persona razonable debe también ver el ambiente como abusivo». Entre los aspectos a ser considerados se mencionaron «la frecuencia de la conducta discriminatoria; su severidad, si es físicamente amenazante o humillante o (si es) una mera expresión ofensiva; y si interfiere irrazonablemente con el desempeño laboral del empleado». La configuración de estas condiciones en la decisión del Supremo promovió su permanencia y desarrollo, dando lugar a una visión sesgada del acoso sexual por ambiente hostil, en tanto no se considerandignas de protección diversas conductas si los hechos en los que se basan no han sido constantes en el tiempo o si no se consideran graves (Clarke, 2019: 43).
La aplicación de ambos requisitos se mantiene en los casos de acoso por ambiente hostil basado en la raza y también en los casos basados en el sexo, pero en los últimos su aplicación es más exigente (Kleinschmidt, 2005: 1125). En sentencias procedentes de diversos circuitos, conductas episódicas de gravedad considerable son capaces de dar lugar a una sentencia estimatoria si están motivados en la raza, mientras que tratándose de supuestos que configurarían casos de acoso por ambiente hostil sexualmente motivado, no. Por ejemplo, Cerros v. Steel Technologies, Inc. Inc., 288 F.3d 1040 (7th Cir. 2002) reconoció que hechos reiterados, pero no generalizados, podrían dar lugar a un caso de acoso por ambiente hostil racialmente motivado, pero en Gleason v. Mesirow Financial, Inc. 118 F.3d 1134, 1143-46 (7th Cir. 1997) esta misma flexibilidad brilló por su ausencia. En este caso el agresor realizaba comentarios sobre el tamaño de los pechos de las trabajadoras, sobre su vestimenta, las miraba invasivamente, «se comía con los ojos a las trabajadoras según se acercaban a su escritorio» y había mencionado a la afectada que soñaba con tocarle la mano. Las clientas también eran objeto de comentarios vejatorios, siendo calificadas como malévolas, tontas y atribuyendo su conducta al «síndrome premenstrual». Pese al ambiente evidentemente hostil hacia las mujeres, se afirmó que las expresiones sexuales(sexual utterances) no configuraban supuestos de acoso sexual por ambiente hostil porque no todas estaban dirigidas hacia la demandante. Las conductas cuestionadas fueron calificadas simplemente de «inapropiadas» y el caso se encuadró como uno de acoso sexual «de baja intensidad» (Kleinschmidt, 2005: 1128).
En la misma línea se resolvió la Sentencia Galloway v. General Motors Service Parts Operations, 78 F.3d 1164 (7th Cir. 1996). La demandante cuestionó el trato que recibía de un compañero que la llamaba reiteradamente «perra enferma» (sick bitch) y que le había proferido expresiones denigrantes. La sentencia afirmó que estas expresiones e insultos no podrían configurar un caso de acoso por ambiente hostil basado en el sexo por considerarlas «demasiado tibias o intermitentes [...] para hacer que una persona razonable crea que ha sido discriminada sobre la base del sexo» (ibid.: 1127). Conductas altamente invasivas, como la estudiada en Brooks v. City of San Mateo, 229 F.3d 917 (9th Cir. 2000), en donde un trabajador introdujo de manera violenta su mano por debajo de las prendas de una trabajadora hasta tocarle los pechos, tampoco se han considerado suficientemente graves.
Desde luego, las conductas profundamente degradantes pueden quedar sin protección si se han producido de manera aislada, pero, además, en la evaluación de la gravedad de los comportamientos cuestionados se proyectan una serie de sesgos que tornan especialmente complicado que conductas acosadoras logren ser judicialmente reparadas. La tolerancia que demuestran muchos tribunales frente a conductas sexualmente discriminatorias da cuenta de la normalización de conductas sexualmente violentas y de la dificultad de enfocar estas agresiones a partir de su verdadera naturaleza.
Como todo fenómeno discriminatorio, el acoso sexual no escapa a la dinámica de la interseccionalidad, que victimiza a las mujeres sobre las que confluyen múltiples formas de opresión, dando lugar a experiencias más complejas de subordinación. Razones históricas explican la especial vulnerabilidad de las mujeres afroamericanas frente al acoso sexual. La esclavitud, como sistema de explotación y dominación racial basado en la deshumanización de las personas esclavizadas, tuvo en el acceso sexual a las afroamericanas una de sus principales notas características. A través del «mito de la mujer negra sexualmente insaciable» (Pokorak, 2006: 10) se justificaba el acceso carnal de los dueños a las mujeres esclavizadas. Pero la violación sexual también respondía a intereses económicos, pues era un medio para mantener la esclavitud que cobró más relevancia tras la entrada en vigor de la prohibición de la importación de personas esclavizadas. La violación y el acoso sexual en el empleo «han sido una condición de la vida laboral de las mujeres negras por siglos» (Crenshaw, 1992: 1469).
Hay evidencia de que actualmente las mujeres pertenecientes a minorías raciales están más expuestas al acoso sexual y, en general, a todo tipo de agresiones sexuales. Pero además sus denuncias gozan de menor credibilidad frente a las denuncias presentadas por las mujeres blancas (Onwuachi-Willig, 2018: 107). Los estereotipos hacia estas mujeres alimentan el descrédito con el que se suelen estudiar sus demandas y dificultan su tramitación (Crenshaw, 1992: 1470).
Las audiencias de confirmación del juez Clarence Thomas, nominado por el presidente George Bush al cargo de juez supremo en junio de 1991, «marcaron el momento más intenso de toma de conciencia pública y de debate público en torno al acoso sexual» en el siglo pasado (Chamalas, 1993: 52). Pero este episodio también destacó por la ausencia de un análisis en clave interseccional y puso de manifiesto que la comprensión del racismo y el sexismo como fenómenos que discurren en paralelo no solo deja de lado e invisibiliza a las mujeres afectadas por múltiples sistemas de opresión, como las afroamericanas, sino que además ha sido caldo de cultivo para «la estrategia de “divide y vencerás” que ha enfrentado [...] los intereses de las mujeres contra los intereses de las personas de color» (Crenshaw, 1992: 1468).
La predominancia del citado enfoque coadyuvó a que las apelaciones de Clarence Thomas al «linchamiento de alta tecnología» del que supuestamente era víctima y sus alegaciones a las «actitudes racistas sobre los hombres negros» que denunciaba, encaucen el debate público en torno a la raza únicamente alrededor de los estereotipos sobre los hombres afroamericanos. Los sesgos que afectan a las mujeres afroamericanas, como A. Hill, quedaron invisibilizados y pasó a convertirse en «funcionalmente blanca» (Fraser, 1992: 605). Al analizar el caso sin considerar que la agredida era una mujer afroamericana, no se tuvo en cuenta «la vulnerabilidad histórica de las mujeres negras al acoso sexual en los Estados Unidos (ni) el uso de estereotipos racistas y misóginos para justificar dicho abuso» (íd.). Por ello, los estereotipos sobre las mujeres afroamericanas que las señalan como «licenciosas y seductoras» y que perfilan su vulnerabilidad frente a actos de acoso o de violencia sexual de manera particular, fueron explotados en toda su amplitud. La indagación sobre la vida privada de Hill neutralizó los efectos negativos que pudiera tener su denuncia sobre la nominación de Thomas (Kuzma-Markowska, 2009: 95) y se explican por el arraigo de los estereotipos y mitos en torno a las mujeres afroamericanas (Lawrence, 1992: 1358).
Aunque en la actualidad existe una atención creciente en torno al enfoque interseccional, esta perspectiva no siempre está presente. El movimiento #MeToo también ha sido objeto de críticas por opacar el rol que jugaron en su génesis las mujeres afroamericanas en su creación (Onwuachi-Willig, 2018: 107). Estos cuestionamientos ponen de relieve la necesidad de tomar en serio la perspectiva interseccional.
Como mencionamos al inicio de este trabajo, el movimiento #MeToo ha vuelto a poner sobre la mesa la presencia generalizada y recurrente del acoso sexual en el trabajo y ha demostrado que, pese a la existencia formal de mecanismos legales destinados a su erradicación, los instrumentos disponibles no han sido capaces de ofrecer soluciones a las víctimas. Este movimiento ha sido objeto de fuertes críticas, como aquellas relativas a la indefensión que podría generarse a partir de las denuncias públicas, la «caza de brujas» que se estaría propiciando y el peligro de amparar falsas acusaciones (Clarke, 2019: 38). El hashtag #HimToo surgido años atrás (Dejmanee, 2020: 3950) reapareció en septiembre de 2018 durante el proceso de nominación del juez supremo Brett Kavanaugh, tras las denuncias por agresiones sexuales que salieron a la luz en dicho contexto. Su utilización se inscribe en el marco de las críticas que insisten en rechazar que este fenómeno se conceptualice como una práctica que discrimina a las mujeres.
Pese al backlash que le ha proseguido, es innegable que ha tenido también repercusiones positivas. Este movimiento no solo ha despertado la consciencia acerca de la gravedad y la persistencia de este fenómeno, sino que también ha producido cambios que, como señala Mackinnon, el derecho no había sido capaz de lograr hasta este momento (Mackinnon, 2018). Una de las consecuencias del #MeToo ha sido el debilitamiento de la cultura de desconfianza hacia la víctima, que se traduce en el cuestionamiento de su testimonio, obstaculiza la tramitación de sus demandas y propicia la impunidad de este tipo de prácticas. Pero, además, este movimiento ha impulsado cambios en el enfoque de diversos aspectos relativos al acoso sexual que han promovido modificaciones legislativas y que también han tenido repercusión en el tratamiento judicial de estos litigios.
En el plano legislativo nacional, es destacable la iniciativa The Bringing an End to Harassment by Enhancing Accountability and Rejecting Discrimination in the Workplace Act, conocida como BE HEARD in the Workplace Act, presentada el 9 de abril de 2019 en la Cámara de Representantes. Esta iniciativa, aunque no ha sido aprobada, pretendía incorporar cambios significativos en la regulación del acoso sexual. Entre estos destaca la definición sustancial de las personas trabajadoras protegidas por la normativa en materia de acoso sexual que comprendería a practicantes, aprendices, pasantes y contratistas. Se incluían, además, a las empresas sin importar el tamaño de su plantilla, superando las limitaciones de la Ley de Derechos Civiles, que se aplica a empresas con más de quince trabajadores[4]. Otra previsión importante era la ampliación de los plazos para denunciar actos de acoso sexual, que se extendería a cuatro años, superando los limitados términos de 45, 180 y 300 días que se contemplan actualmente. Pero tal vez el aspecto más relevante era la definición más garantista que se pretendía introducir del acoso sexual, en respuesta a la postura de diversos tribunales que han venido desestimando demandas en las que las conductas acosadoras se habían acreditado, pero se han considerado de menor gravedad. En este sentido, la propuesta consideraría como acoso sexual aquellas conductas basadas en el sexo «sin perjuicio de si son directas o indirectas o verbales o no verbales, que, de manera irrazonable, altere los términos, condiciones o privilegios del empleo, incluyendo aquellas que crean un ambiente laboral hostil u ofensivo» (Hébert, 2020: 7).
Un problema recurrente para hacer frente a las demandas de acoso sexual ha sido la suscripción de acuerdos de confidencialidad que obligaban a las víctimas a guardar silencio respecto de sus denuncias. En el ámbito federal, la Tax Cuts and Jobs Act of 2017 (Pub. L. No. 115-97, 131 Stat. 2054, 2017) ha dado el primer paso para desincentivar esta práctica, prohibiendo las deducciones tributarias por aquellos gastos derivados de acuerdos sobre casos de acoso sexual en los que se hubieran incluido cláusulas de confidencialidad. Esta prohibición incluye los gastos derivados del pago de honorarios de los abogados en casos de acoso sexual que hayan culminado con acuerdos sujetos a obligaciones de confidencialidad. Cabe indicar que en diciembre de 2022, bajo la Administración Biden, se aprobó la Speak Out Act, que considera ineficaces los acuerdos de confidencialidad y no divulgación referidos a demandas de acoso y agresión sexual suscritos antes de que la demanda se presente, mientras que los acuerdos que se adopten después de la demanda deberán sujetarse a las consecuencias previstas en la Tax Act. Aunque se critica que esta limitación no se aplique a los acuerdos que se aplican a demandas de discriminación basada en otras causas, se trata de un avance innegable.
La influencia del movimiento #MeToo también se ha traducido en cambios normativos en el ámbito estatal. Destaca la legislación de Nueva York (2019 N.Y.S.B. 6594, approved Aug. 12, 2019; 2019 N.Y.A. 842, approved Aug. 12, 2019), que ha introducido medidas destinadas a flexibilizar los requisitos para plantear demandas de acoso sexual. Así, se ha eliminado la exigencia de acreditar que el acoso sexual tiene un carácter «severo y generalizado» y se prohíbe que los empleadores exijan la firma de acuerdos de confidencialidad, salvo que este sea el deseo de la persona afectada (Hébert, 2020: 7, 8). En el año 2019, Connecticut (2019 Conn. Legis. Serv. P.A. 19-26, codified at Conn. Stat. §§ 46a-54, 46a-97) introdujo el deber de formar a los trabajadores en la legislación relativa al acoso sexual. El cumplimiento de estas obligaciones será supervisado por autoridades estatales que pueden imponer sanciones a quienes incumplan este mandato (ibid.: 9). En el mismo año, Maryland introdujo modificaciones que han ampliado a las trabajadoras protegidas por la legislación contra el acoso sexual y ha extendido la condición de empresas obligadas por dicha normativa (2019 Md. Laws ch. 222, codified at Md. State Gov’t §§ 20-601, 20-611, 20-1004, 20-1013). También haexpandido el periodo de tiempo durante el cual las afectadas pueden presentar demandas (íd.).
La caracterización del acoso sexual como un fenómeno sexualmente discriminatorio se consolidó gracias al enfoque antidominación, que ofreció una comprensión de la igualdad capaz de hacer frente a prácticas a través de las cuales se manifiesta y se refuerza la posición subordinada de las mujeres. Ubicar la protección contra el acoso sexual fuera del campo del derecho antidiscriminatorio y del principio antidominación resulta una opción cuestionable. No solo porque es indiferente a la verdadera naturaleza del acoso sexual, como fenómeno que tiene su origen en el sistema sexo-género y que promueve la posición devaluada de las mujeres, sino porque fomenta una lectura formal, individualista y neutra de la igualdad. Este enfoque ha impedido a lo largo de mucho tiempo combatir un conjunto de prácticas que han mantenido a las mujeres en una posición de ciudadanas de segunda categoría.
Aunque el reconocimiento del acoso sexual se ha producido hace varias décadas, la eficacia de los mecanismos legales diseñados para combatir este fenómeno ha tenido entre sus principales obstáculos el desarrollo de estándares que han limitado la protección de las afectadas y la presencia muy limitada del enfoque Interseccional. El movimiento #MeToo ha demostrado la presencia generalizada de este fenómeno, incluso en terrenos que podrían considerarse privilegiados, y también ha puesto de relieve la necesidad de acometer reformas en su tratamiento legislativo y jurisprudencial con el objetivo de garantizar a las víctimas una protección efectiva contra este flagelo.
[1] |
Los orígenes del movimiento #MeToo se remontan al año 2007, cuando la activista Tarana Burke promovió una organización sin fines de lucro —Just be Inc.— con la finalidad de asistir a mujeres víctimas de violencia sexual (Tuerkheimer, 2019: 1147). Después, en 2017, la actriz estadounidense Alyssa Milano creó el famoso hashtag en la red social Twitter, invitando a que las mujeres afectadas como ella denuncien públicamente las agresiones y el acoso sexual de los que habían sido víctimas, dando lugar a un movimiento de grandes alcances. Para una revisión del ingente número de demandas de acoso sexual promovidas ante la Comisión de Igualdad de Oportunidades de los Estados Unidos —U.S. Equal Employment Opportunity Commission— en el período comprendido entre febrero de 2018 y febrero de 2021 se puede consultar el informe Sexual Harassment in Our Nation’s Workplace, de abril de 2022. (disponible en: https://tinyurl.com/yc27nct9, consultado el 08/02/2023). |
[2] |
Mackinnon, consciente de la influencia de la orientación formal y neutra de la igualdad, ofreció, junto a su argumentación sobre el acoso sexual inspirada en el principio antidominación, una explicación ortodoxa de este instituto. Arguyó que el acoso sexual también podía considerarse como una práctica que viola la igualdad (formal) entre hombres y mujeres, en tanto afecta solamente a estas, (1979: 6). |
[3] |
Así lo contempla el diccionario Collins: https://tinyurl.com/3b8bembp |
[4] |
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