El arte se ha entendido ante todo como expresión del talento de su creador, algo que proporciona placer estético a aquellos que lo contemplan. Sin embargo, no hay que profundizar mucho para señalar otro aspecto importante: la relación entre el arte y el poder. Toda persona culta sabe que los grandes pintores moldearon su expresión creativa según los gustos y las demandas de sus patrocinadores y que muchos artistas pusieron su talento al servicio de sus creencias religiosas o ideas políticas. El libro de Ainhoa Gilarranz va más allá del reconocimiento de lo obvio. Estudia sistemáticamente cómo la construcción del Estado en la España del siglo
El libro se divide en tres partes. La primera, denominada «Las colecciones del Estado», trata sobre cómo se fue institucionalizando la relación entre el mundo artístico y las estructuras del Gobierno a través de la creación de dos museos, el Museo Nacional de la Trinidad y el Museo Histórico de Artistas Contemporáneos. Además de esbozar la genealogía de conceptos como
La segunda parte, denominada poéticamente «La sala de los paisajes: los universos pictóricos del Estado liberal», vincula el auge del paisajismo con el nacionalismo, mostrando cómo se fue constituyendo, mediante diversas representaciones de paisajes urbanos y rurales, la plasmación visual de la idea del país. Con la misma perspicacia que ha manifestado en su obra Xavier Andreu Miralles, Ainhoa Gilarranz pone en evidencia cómo la construcción del imaginario nacional tuvo una dimensión transnacional, al participar en ella con sus obras los viajeros y litógrafos foráneos. Un apartado de esta sección está dedicado a Madrid como la capital del Estado. Los lectores pueden apreciar cómo se fue configurando la imagen de la capital como una ciudad a la vez histórica y moderna, sede de las principales instituciones de la flamante monarquía constitucional. La difusión de este imaginario mediante estampas, litografías y grabados tuvo un efecto nacionalizador, a la vez que proyectaba el poderío del Estado en construcción incluso hacia aquellos ámbitos en los que la presencia del Estado podía ser mínima o débil. Mientras que la autora hace mucho énfasis en la representación pictórica de los edificios que albergaron las principales instituciones del Estado liberal, como el Congreso de los Diputados, se echa de menos, quizás, una reflexión sobre la voluntad —o falta de ella— de representar a España y a su capital como una ciudad moderna mediante la representación de las obras
públicas, de la industria y de la circulación de personas y vehículos. Teniendo en cuenta que las obras públicas constituyeron desde el mediados del siglo
La tercera parte, denominada «La galería de los retratos: agentes culturales y grupos de influencia», traza las redes de poder detrás de las distintas instituciones que regularon y gestionaron la producción artística y el patrimonio nacional. Es una combinación fructífera entre la prosopografía y la historia de las instituciones, que permite poner cara a los hombres que participaron en la construcción del aparato artístico estatal y que moldearon sus actividades. La relación entre los artistas y los poderes políticos fue polifacética, dinámica y llena de tensiones. Algunos artistas aprovecharon el afán de los gobernantes de usar el arte para convertirse ellos mismos en empleados públicos, hasta en lo que podríamos llamar hombres del Estado, al manejar presupuestos importantes y decidir sobre las políticas artísticas de la Administración española. La dinastía de los Madrazo tiene un protagonismo destacado, ejemplificando cómo una familia de pintores logró aprovechar el interés de los gobernantes en las bellas artes para convertirse en artífices de las políticas públicas relacionadas con este campo, y al mismo tiempo promover sus propias carreras artísticas y las de sus afines del gremio.
Siendo muy fructífero el uso constante de las herramientas analíticas desarrolladas en la academia francesa, y muy iluminadora la comparación frecuente que establece Gilarranz con Francia, quizás se eche de menos una reflexión sobre una de las diferencias que se percibe entre Francia y el caso español. Si bien es cierto que las colecciones declaradas patrimonio nacional en España incluían pintura y escultura de origen diverso, se intuye que prevalecía una visión más restringida del patrimonio nacional. En Francia, y también en Alemania, las instituciones abrazaron con ímpetu la noción de que, además de monumentos nacionales, había que conservar y presentar al mundo las obras de arte mundial que se considerasen de gran valor para la humanidad en su totalidad. De esta forma, sobre todo Francia logró proyectar una imagen a nivel mundial como centro de la civilización, como un país capaz de apreciar y conservar el arte viniese de donde viniese. Esta actitud a la vez nacionalista y universalista no se reflejó solamente en la obtención y exposición de las
En su conjunto,