El trabajo toma como pretexto dos biografías políticas que sintetizan el debate intelectual sobre el futuro del socialismo inglés durante el siglo
This work draws from two political biographies to summarize a moment in the intellectual debate about English Socialism during nineteenth century, to review a period that it goes from the emergence of the first party self-identified as “socialist” in the country, in 1881, to the publication of
El mismo año en que una reforma de la educación pública
Efectivamente, a partir de 1870 los dos grandes partidos tradicionales ensayaron todo tipo de reformas progresivas en la legislación laboral y electoral, en respuesta a las condiciones económicas y las nuevas demandas sociales. Mientras Randolph Churchill (1849-1894) lideró un cierto resurgimiento de la llamada
Este decidido cuestionamiento intelectual de la ortodoxia liberal se presenta con una triple perspectiva; filosófica, jurídica y económica. En filosofía, la escuela idealista de los discípulos oxfordianos de T. H. Green, F. M. Bradley, B. Bosanquet y L. T. Hobhouse hunde sus raíces en Hegel para tratar de abordar la superación de la dicotomía liberal tradicional entre el individuo y el Estado, proponiendo un nuevo concepto de «individualidad» coherente con la idea de un sistema social integrador. Solamente la vida en comunidad da sentido a lo individual, creando las condiciones para el desarrollo de la personalidad e invistiéndola de libertades, derechos y deberes
El segundo golpe se presenta bajo la forma de una controversia jurídica en la que tomarán parte importantes intelectuales conocedores de la obra de Comte y Gierke. El positivismo comteano fue popularizado en Inglaterra por Edward Beesly y Frederic Harrison, y su afinidad con el socialismo ya ha sido estudiada pormenorizadamente
Sin embargo, este método podía muy bien usarse con otro objetivo. Un ejemplo de ello es la obra F. W. Maitland, quien siguiendo las especulaciones del jurista alemán Gierke adopta el concepto de
En economía, el abuso y las simplificaciones intelectuales que se cometieron en la utilización del término individualismo reciben en esta época una serie de golpes casi mortales. En unas condiciones económicas muy diferentes a las que vio triunfar el
Pero, a pesar de lo apuntado más arriba, pocos podrían afirmar que Green, Maitland o Wicksteed fueran personajes populares y reconocidos por la gran mayoría de los socialistas, que preferían la propaganda contra el industrialismo a compartir las vicisitudes teoréticas del idealismo, la fútil promesa del positivismo o las todavía vagas críticas de los marginalistas. Eran Coleridge, Carlyle, Ruskin o el propio William Morris quienes cumplían este perfil intelectual propagandista, expresado en un tono educado no en las aulas de las mejores universidades, sino en el fragor de la práctica política por la conquista de la opinión pública, utilizando la literatura y los medios de prensa dirigidos a la clase media y trabajadora. Especialmente, John Ruskin fue en ese momento el intelectual más solicitado, a quien todo buen periodista se veía obligado a citar. Sus ideas y teorías estrafalarias sobre el trabajo, su odio visceral contra el
A partir de 1879 los debates sobre el incierto horizonte del comercio internacional y la discusión sobre el proteccionismo muestran hasta qué punto la opinión pública ha perdido la confianza en la política económica tradicional. La prestigiosa
La década crítica del liberalismo dio paso al denominado por algunos «renacimiento socialista»
Las razones que explican este «renacimiento» están, sin lugar a dudas, marcadas también por las circunstancias económicas cambiantes provocadas por la gran depresión (1873-1896), su incidencia en el desempleo y en la condición miserable en la que se encontraban algo más de dos tercios de los habitantes de las islas británicas
Como veremos, las ideas y los valores con que el socialismo inglés plantea su crítica a la sociedad industrial difícilmente podrían ser considerados excepcionales en la escena política inglesa de fines del siglo
El profesor Willard Wolfe sugiere que este «renacimiento socialista» se inicia en enero de 1881, con la aparición de un artículo publicado en la revista
Además, el artículo de Hyndman no podía ser un folleto revolucionario por varias razones. La más importante es que por aquel entonces el propio Hyndman apenas disimulaba una convicción ideológica comprometida con el radicalismo conservador educado en Eton, así como su profesión de intermediario financiero, ocupación que jamás abandonó pese a su crítica cada vez más apasionada de la sociedad industrial. Es indudable que, al menos en esta primera época, Hyndman es un producto intelectual de la tradición radical, pero de una parte de ella que hunde sus raíces en la aristocracia terrateniente que engrosará las filas de este radicalismo
Hyndman provenía de una acomodada familia de la aristocracia colonial y no entró en contacto con el mundo radical hasta su paso por las aulas de Cambridge. En ese momento, su mirada al mundo del trabajo parece una estrategia para atraer la atención de estas nuevas clases, mientras que su defensa del imperio, su respeto por las instituciones tradicionales y la apuesta por un mejoramiento gradual de las condiciones sociales para los más desprotegidos hacen de su figura un prominente ejemplo de la democracia conservadora de fines de la década de 1870. Un
Haciendo gala de un indisimulado tono radical, el primer manifiesto de Hyndman,
Aunque para algunos el avance colectivista era preocupante, lo cierto es que la opinión pública parecía predispuesta a asumir que las reformas socialistas apoyadas por este nuevo radicalismo no implicarían cambios cualitativos en el sistema social. Para John Morley
La transición de Hyndman desde este conservadurismo democrático al marxismo, durante 1881, sucede entre su frustrada candidatura al distrito de Marylbone, en marzo de ese año, y sus actividades de oposición a las medidas coercitivas del Gobierno de Glandstone en Irlanda. Tuvo dos importantes experiencias durante este período. La primera, un encuentro con Disraeli que le revela la nueva alianza del partido conservador con la burguesía industrial que, a juicio de Hyndman, aleja a los
La bonanza entre este conservadurismo «revolucionario» y el radicalismo no tardaría mucho en resquebrajarse. Durante el invierno de 1881, tras la aparición de un segundo manifiesto en el que denunciaba la locura y la hipocresía del Gobierno, inmediatamente la Federación de Clubes Radicales censuró públicamente a Hyndman y retiró su apoyo al partido. A partir de entonces Hyndman se transformó en un líder testimonial de la clase trabajadora, que comenzaba a ver en el radicalismo no un aliado circunstancial sino un enemigo latente.
Las tensiones que esta ruptura iba a producir en el seno de la federación no se hicieron esperar. A la salida de la mayoría de los radicales siguió la reticencia o el abierto recelo de buena parte de los intelectuales republicanos que simpatizaban con las demandas del mundo del trabajo. Su portavoz era la brillante hijastra de John St. Mill, Helen Taylor, quien, junto a Hyndman, por su cercanía al mundo proletario londinense, fue el personaje más importante de la naciente federación. Al contrario del orgulloso Hyndman, Taylor sí estaba dispuesta a reconocer que un Gobierno de Chamberlain y Morley sería «a little better than any government now existing in the world, although contemptibly behind public opinión»
Muy por el contrario, Hyndman, parafraseando de nuevo a Lasalle, volvía sus ojos al mundo conservador terrateniente, a quienes prefería antes que a estos críticos y «traidores» liberales
Durante un período muy breve las dos tendencias de la federación conviven merced al consenso que proyectaba en el mundo socialdemócrata la figura de Charles Bradlaugh, pero esta alianza se verá frustrada por la fascinación que creó en la Federación —y en toda la opinión pública británica— el triunfante viaje que realizó el economista norteamericano Henry George a las islas británicas durante el verano de ese mismo año, con el resultado paradójico de una federación que «became more Socialist and more intransigent»
Con el beneplácito y la colaboración de los miembros más brillantes e influyentes del partido, H. H. Champion, R. P. B. Frost y William Morris, varios de ellos economistas jóvenes que vivieron su conversión al socialismo escuchando las impactantes palabras de Henry George y reforzando con ellas su convicción en el agotamiento del sistema capitalista, el acercamiento doctrinal definitivo de Hyndman al marxismo parece comenzar en el invierno de 1882-1883, aunque todavía en 1883 su versión del socialismo fuera tan ecléctica como para dar cabida a la tradición owenita, a Ruskin y al socialismo cristiano
La defensa de la nacionalización de la tierra, probablemente el debate más «intenso» y prolijo de toda la segunda mitad del siglo en Gran Bretaña
Hyndman se centra ahora en la adopción de la teoría del plusvalor como corolario de la explotación de la clase trabajadora y justificación última de la lucha de clases. Convencido que los políticos ingleses deberían dedicarse a repasar «[…] the History of own country and specially working class movement», intentó aplicar algunas de las ideas generales del materialismo histórico y dialéctico al pasado de su propio país, descubriendo un proceso a través del cual «[…] Laboures became more a more blood and flesh mechanism, at the mercy of a geat mechanical force», llegando a convertirse en «literally and truly slaves of their own production; [trabajadores cuyos] bodies and minds stuted and efeebled by the very nature of their employment»
Su alusión al conflicto social y al papel que juega el poder en la configuración de la sociedad industrial introduce una nota de realismo político que, equivocado o no, insistía en la importancia de la lucha de clases y en el carácter orgánico de una sociedad que en nada se parecía al resultado de la suma de «utilidades» que muchos radicales contemporáneos todavía defendían como un catecismo ideológico. La transmutación, casi religiosa, del individuo en una clase, como manifestación palpable del conflicto social, requería, cuando menos, de una revisión profunda de la premisa clásica utilitarista sobre el hedonismo individualista que parte del propio radicalismo comenzaba a cuestionar.
Pero este extravagante concepto de utilidad, convertido en interés de clase, obviamente conllevaba también una revisión del marxismo. Marx se valía de la dialéctica hegeliana para demostrar las divergencias entre el materialismo —y hay que recordar que el utilitarismo es una variante de ese materialismo— y el idealismo. Tales divergencias —según el propio Marx— le permitían apostar por la superación de las contradicciones históricas de una filosofía hasta entonces divorciada de la praxis social, para, a partir de tal superación, lograr una nueva síntesis entre el conocimiento racional y la acción. La revolución, armada con la comprensión dialéctica de las leyes económicas inexorables del desarrollo, sería capaz de cooperar con el objetivo último de las fuerzas sociales, que no era otro que transformar a la clase trabajadora en los sepultureros de la vieja sociedad victoriana, asestando el golpe definitivo a un sistema económico ahogado en sus propias contradicciones.
Esta fusión dialéctico-marxista entre la ciencia, la ética y la historia, basada en aspectos tanto subjetivos como objetivos de la experiencia humana, interpretada de muy diversas maneras, continúa siendo eje central de polémicas teoréticas que no son objeto de este trabajo, pero que sin duda cautivaron a los primeros lectores de
Quizás sea esta la razón por la que la visión del desarrollo histórico de la sociedad británica que Hyndman describe en sus ensayos siempre fue fiel a su origen conservador y radical, aunque cada vez con un acento más agrarista y populista. Cuando emplea el término «revolución» en sus trabajos iniciales, se refiere más bien a una transformación gradual impulsada por las propias instituciones democráticas, distinguiendo este gradualismo de cualquier otro proceso de concienciación que permitiera la toma del poder por las clases trabajadoras. Incluso posteriormente, una vez formada la Social-Democratic Federation, en los momentos en que parecía vislumbrarse una posibilidad cierta de violencia social, su visión del socialismo se torna de un utopismo muy cercano al positivismo de moda. Con ello, Hydnman se disociaba de esos otros socialistas que pregonaban «to transcend all previous experience of human motives… at one bound», apostando por un socialismo que acarrearía un orden social presidido por el florecimiento de la cultura y una «truer morality», que emergería del propio «spirit of communism», diseminado ya en los barrios más humildes de las grandes ciudades y que requería de una nueva educación, así como de un «habit of work» más eficiente
La Social-Democratic Federation arrastró desde su origen una serie de incongruencias doctrinales que, engalanadas con una retórica muchas veces violenta, resultó ser uno de los problemas centrales que enfrentó durante su breve aventura como partido. Pero, por el momento, sus principales acólitos continuaban criticando el capitalismo por su tendencia monopolística y por los privilegios de clase a que daba lugar la distribución de la riqueza, dentro de una línea marcadamente radical. Además, tendían a usar los argumentos de Henry George contra los privilegios antisociales de los arrendatarios agrícolas, para defender una reforma profunda de la propiedad de la tierra, usufructuando, además, de las tres leyes económicas de moda: la teoría ricardiana de la renta, la «ley de hierro» de los salarios y la teoría del plusvalor, concebida como corolario de las dos anteriores. El resultado era una sustancial simplificación de todas, insistiendo machaconamente en que la teoría del plusvalor resultaba ser un producto inevitable y ortodoxo de principios económicos clásicos, a los que añadían su propia manera de entender la realidad social derivada de tales principios.
Sin duda este era el precio de la tendencia socialdemócrata a considerarse la culminación de una tradición y parte protagonista de un nuevo alumbramiento ideológico. Y no se trataba de una excepción. En todo el continente europeo circulaban multitud de versiones vulgarizadas del marxismo como novela corriente, aunque, a decir verdad, muy pocas de ellas reducían el marxismo a una pura teoría económica, como pretendía la SDF, que concebía la teoría del plusvalor como una consecuencia inevitable de la teoría del valor trabajo de la economía clásica.
La responsabilidad de esta interpretación de Marx parece achacable al propio Hyndman. En su arrogante
Aunque podemos catalogar el marxismo y la organización que Hyndman lideraba como heterodoxos, si comparamos las ideas más importantes de la doctrina marxista que defendían con las de Bernstein o las fabianas, se trataba sin duda de un marxismo ortodoxo. Abrazaron la concepción de la plusvalía en su forma más rígida, insistiendo en que la miseria del proletariado, debido a las relaciones de producción en el sistema de intercambio capitalista, sería cada vez mayor y ningún sindicato podría remediarlo, predicando un inevitable conflicto de clase en una forma violenta e insurreccional. Pero, a pesar del uso retórico del término «revolución», nunca desarrollaron una teoría o un programa de acción demasiado coherente con tal anhelo. Es cierto que su versión sobre la dialéctica de la historia era determinista y abocaba a una inevitable crisis apocalíptica, pero su concepción del cambio social se parecía más a una transferencia de poder, a la que seguiría una reorganización de la sociedad sobre una distribución más colectivista, que a la toma de las instituciones por una vanguardia revolucionaria. ¿Reformistas con aureola revolucionaria?
Algunos opositores a Hyndman, concluyendo que su socialismo no defendía los principios y las acciones que conducían a una verdadera revolución y que solamente usufructuaba del partido para asustar al Gobierno, trataron de buscar un nuevo horizonte ideológico.
Este cambio de actitud del radicalismo tiene su epílogo en el debate público que sostuvieron Hyndman y Charles Bradlaugh en abril de 1884. Durante esta acalorada discusión sobre los auténticos beneficios que el socialismo acarrearía al conjunto del país, Bradlaugh utilizó todos los argumentos de la política económica ortodoxa para refutar las premisas socialistas de Hyndman, haciendo gala de su reconocida elocuencia. A pesar del esfuerzo de este último por distanciarse de la violencia y por convencer al auditorio de que el secularismo de Bradlaugh nunca podría estar a la altura de los problemas sociales y económicos del momento, el pope radical logró identificar a Hyndman y sus acólitos con una caricatura de socialistas armados con dinamita y dispuestos a destruir la propiedad privada, reduciendo la vida social a la más uniforme de las mediocridades
Aunque la opinión pública radical nunca olvidó este retrato sombrío del socialismo, la publicidad que se dio al debate resultó ser fructífera también para la socialdemocracia. Por ejemplo, para algunos importantes seguidores de la Secular Society presentes en los debates, el socialismo comenzó a ser lo suficientemente atractivo como para acercarse al partido. Edward Aveling y Annie Besant, ambos vicepresidentes de la organización de Bradlaugh, fueron quizá los dos personajes más importantes que recalaron en el partido. Como sabemos, el primero se convirtió en uno de los más fieles intérpretes del marxismo en Gran Bretaña, mientras que Besant fue persuadida por la amistad que le unía a G. B. Shaw para integrar posteriormente la Sociedad Fabiana. Otros prominentes secularistas que se acercaron al partido fueron Herbert Burrows y John Burns, quienes llegaron a formar parte de la ejecutiva socialdemócrata, así como A. P. Hazel y Tom Mann, quienes desde el periodismo o la historiografía contribuyeron a escribir muchas páginas sobre el movimiento laborista posterior.
Sin embargo, la verborrea de Hyndman y las arengas que podían leerse en
Hyndman no se oponía necesariamente a esta concepción ética y positivista del socialismo. La idea de una transformación gradual de la sociedad, utilizando métodos pacíficos de orden legislativo, continuó siendo parte de la redacción de sus ensayos. Pero en ese verano de 1884 se estaba convirtiendo en la autoridad mesiánica del marxismo británico. Su rigidez doctrinal y su oposición a cualquier compromiso con el radicalismo o con cualquier otra forma de socialismo que antepusiera la ética sobre la revolución provocó la dimisión de Helen Taylor y su salida del partido, arrastrando con ella a una fracción de seguidores que volvieron sus ojos nuevamente a la causa por la reforma agraria
No terminaron aquí los problemas para la socialdemocracia. Finalizando 1884 un nuevo cisma dividió a la organización entre izquierdas y derechas. La primera, con un renovado ímpetu anarquista, clama por una política más revolucionaria, criticando las reformas políticas que defiende una «derecha» que seguía fiel a la permeación del socialismo por una vía más institucional
La tradicional animadversión de Hyndman hacia el sindicalismo
A comienzos de la década de 1880 el movimiento por la reforma de la tierra parecía ser la única fuerza capaz de crear una audiencia masiva para el socialismo y desperezar a un radicalismo dividido. El agro británico continuaba siendo un monopolio protegido por una sólida barrera legal que impedía cualquier insinuación reformista. El éxito de la Land League en las elecciones de 1880 espoleó otra vez una campaña por la autonomía de Irlanda, generando la presión necesaria para la redacción de un nuevo estatuto (1881) que despertó las iras del liberalismo económico, por su marcado acento colectivista y por su oportunismo político, mientras algunos radicales, como Arnold Toynbee, consideraban la nueva legislación como una bocanada de aire fresco de renovada conciencia social
Aunque el problema del desempleo y la pobreza continuaba siendo la principal temática de los debates en los clubes radicales, intermitentemente, algunos de sus líderes comenzaban a transmitir a su público la repercusión directa que la distribución de la propiedad de la tierra tenía en los grandes problemas urbanos. Un sector agrario, convenientemente parcelado y cultivado, sería capaz de abastecer de alimentos al conjunto de la población y frenar la tendencia migratoria que recordaba que las grandes masas de desempleados urbanos eran trabajadores expulsados del mundo rural por terratenientes desaprensivos que desafiaban la teoría clásica liberal de la propiedad como resultado únicamente del esfuerzo personal.
La batalla por la cuestión agraria tuvo un precedente inmediato en 1879, cuando la Agricultural Labourer's Union logró aprobar una moción parlamentaria que promovió una batería de reformas legales sobre la propiedad de la tierra en el Trade Union Congress de ese mismo año. La experiencia política de Charles Bradlaugh durante los sesenta le devuelve a la escena política durante los ochenta al lograr el apoyo del sindicalismo para la causa reformista. En febrero de 1880 Bradlaugh convocó una multitudinaria conferencia sobre la cuestión agraria y su prestigio fue suficiente para atraer delegados de todos los niveles de la clase trabajadora y de todos los rincones de la Inglaterra industrial
Disputar a los terratenientes la libre disposición y explotación de sus tierras fue una medida catalogada inmediatamente como socialista. Sin embargo, Bradlaugh jamás se consideró a sí mismo como tal. Su propuesta sobre el problema de la tierra nos muestra hasta qué punto algunos ilustres radicales estaban preparados para dinamitar los intereses del «landlordismo» sin sentirse vinculados al socialismo y sin comprometer ningún derecho legítimo de propiedad, repitiendo que el interés del terrateniente era el interés del monopolio
Las insinuaciones de Bradlaugh sobre la necesidad de implementar un impuesto gradual sobre la tierra que, contrariamente al sentir socialista, no fuera confiscatorio, sino que sirviera como persuasión para obligar al terrateniente a parcelar, era la única posibilidad que este radicalismo vislumbraba para sacar de la miseria a toda una generación de desempleados industriales, obligando con ello al terrateniente a asumir su responsabilidad como parte de la nación. Se trataba de un sentir compartido con la generación anterior del radicalismo, pues ni Bradlaugh ni ningún otro radical habría tenido la osadía de aplicar los mismos argumentos sobre el capital a otras formas de propiedad.
En 1882, el influyente naturalista Alfred Russel Wallace argüía que el sistema de tenencia de la tierra en las islas británicas era el «más bárbaro del mundo»
Russell Wallace, considerando demasiado tímida la herencia de Mill y en plena propaganda proirlandesa, apostó por una completa nacionalización de la tierra. Era la primera vez que un reconocido reformador radical hacía una declaración tan contundente, de forma que la bien ganada reputación intelectual de Wallace dio a sus ideas una cobertura lo suficientemente amplia entre los círculos liberales como para que muchos progresistas, entre 1880 y 1882, fundaran junto a él la Land Nationalisation Society. El fichaje más notable de la nueva organización fue Helen Taylor, siempre dispuesta a arrimar su hombro en defensa de una propuesta como la de Wallace, muy especialmente porque la nacionalización de la tierra parecía ser la culminación lógica del camino abierto por su padrastro.
Henry George, quien siempre confesó su admiración por Mill, accedió a patrocinar ambas organizaciones y su prestigio creciente convirtió al movimiento en un portavoz indispensable a tener en cuenta en esta breve historia del renacimiento socialista. En pocos meses más, George comenzaría a dar muestra de su elocuencia en los discursos a las audiencias que le proporcionaron ambas organizaciones y se convertiría en el personaje más reconocido de todo el movimiento por la reforma de la tierra. Sus comentarios sobre la injustificada renta que proporcionaba la tierra a la mayoría de sus propietarios impactó en economistas tan reputados como Leslie, Wicksteed, Marshall, Toynbee y Rae
Pero, a pesar de que la opinión pública británica casi siempre consideró a George un portavoz del socialismo, y aunque en todas las discusiones académicas se le recibía como un abierto defensor de la nacionalización de la tierra (
Lo cierto es que el momento en que George se convierte en noticia de primera plana el socialismo es el telón de fondo que acapara todos los debates públicos. Su periplo por Gran Bretaña coincide con el alumbramiento de nuevos grupos socialistas y con el renacimiento del interés por el mundo del trabajo, lo que le valió ser señalado como un prominente socialista norteamericano, sobre todo tras su frustrada candidatura a la municipalidad de Nueva York en 1886, una aventura que estuvo apoyada por los sindicatos y las organizaciones socialistas, ganándose con ello las antipatías de la prensa conservadora que continuamente le acusaba de socialista y anarquista
En
El argumento de George se volvía hacia la teoría de la renta de Ricardo. La tierra, al contrario de lo que sucedía con el capital, no se reproducía; su valor variaba con la demanda y aquellos que la poseían tenían el poder de apropiarse de «so much of the wealth produced by the exertion of labour and capital upon as exceeds the return which the same application of labour and capital could secure in the least productive ocupation in which they treely engage»
Como vemos, George no era, definitivamente, anticapitalista, sino, en cierta forma, un convencido defensor de la competencia. Su defensa del interés se complementaba con una concepción orgánica de la productividad: «The power of increase which the reproductive force of nature, and the in effect analogous capacity for exchange, give to capital», de forma que así como la teoría del valor trabajo justificaba una renta, la productividad orgánica justificaba el interés
Allí donde el marxismo encadenaba la pobreza con las relaciones de producción propias del capitalismo, George unía el destino de la pobreza con la acumulación de la propiedad agraria, justo en el momento en que los disturbios por la cuestión irlandesa habían vuelto a prender en la opinión pública británica. Por fin un reformador radical hablando el idioma ricardiano. La impresión que causó George en muchos jóvenes resultará crucial para entender el futuro de una parte de este socialismo que no quería desprenderse de su acervo radical.
George solía afirmar que la clave de la expansión material estaba marcada por dos factores: la tecnología y —ahora sí— la población. El incremento sostenido de la población tendía a reducir el margen de productividad de los cultivos, incrementando la proporción del producto agregado que era incorporado a la renta. La tecnología («improvements in the industrial arts») seguía este mismo impulso, de forma que si la población se estabilizaba manteniéndose en manos privadas la tendencia de la tierra, los avances técnicos producirían «all the effects attributed by the malthusian doctrine of pressure of population». Esta era la razón por la que se podía constatar una «tendency of rent to overpass the limit where production would cease»; una tendencia que justificaba nada menos que la gran depresión industrial
La expansión urbana y la constante presión que ejercía la especulación de la tierra le otorgaban al propietario del suelo un incremento de su renta moralmente injustificado. Un impuesto terminaría con esta injusticia. Una técnica no revolucionaria que la democracia liberal podía perfectamente asumir por razones de justicia y equidad. Un
George, como podemos apreciar, no era un defensor de la nacionalización de la tierra. Trata el problema de la renta de la tierra como una medida excepcional y apegada a la economía clásica. Su anhelo, un incremento gradual de la imposición sobre el valor de la tierra hasta una apropiación final del valor de la renta económica por el Estado, pretendía socializar la renta, no la tierra. Este era el «fruto» deseado y oculto, no la apropiación de miles de hectáreas con su consiguiente compensación económica.
Sin embargo, es un hecho que George fue considerado por muchos un defensor de la nacionalización de la tierra y un reconocido socialista. Y esta confusión ilustra muchas cosas que estaban sucediendo durante esta década y que hemos insinuado más arriba: la escasa diferenciación doctrinal e ideológica de muchos reformadores y las incógnitas que para muchos se abrieron sobre si tras el
Arnold Toynbee, probablemente el primer socialista en prever los efectos no deseados de esta influencia de George en el movimiento socialista, en dos conferencias pronunciadas en Londres durante el mes de enero de 1883, sostenía que George, a pesar de su «warm and fierce sympathy» por la condición humana, era un hombre «fundamentally dangerous»; el peligro residía en su profunda convicción en lo que Toynbee definía como «economic harmonies»; si la propiedad privada es abolida —sostenía Toynbee— «individual interest will harmonize with common interest, and competition, which we know is often now a baneful and destructive force, will then because a beneficent one», una peligrosa tendencia que de ser aceptada obstaculizaría el desarrollo del sindicalismo, la «extension of the protection of state» y el estudio científico de los grandes problemas nacionales
Otra muestra temprana de la seriedad con que era tomado George proviene de los grandes y medianos propietarios agrícolas, quienes decididos a luchar contra esta amenaza fundaron la Liberty and Property Defense League. La prensa socialista recogió la noticia de la nueva organización de propietarios recordando al público que solamente veinte miembros destacados de la nueva liga eran dueños de algo más de dos millones de acres de tierra británica. Pero la tenaz oposición de la liga a las teorías de George alentó la supervivencia de esta organización por más de veinte años, representando el origen de la intolerante actitud latifundista frente al problema de la reforma agraria que culminará en una abierta hostilidad hacia la política del futuro primer ministro liberal Lloyd George.
Los ataques a George comenzaban a multiplicarse. Esta vez desde el lado radical, Joseph Chamberlain se declaraba «electrified» tras la lectura de
Cuando George visita Irlanda por primera vez, la Democratic Federation da también sus primeros pasos y su líder histórico, H. M. Hyndman, ya reconoce que
Hasta 1887 todas las organizaciones socialistas sin excepción apoyaron la campaña iniciada por George para lograr una reforma profunda de la distribución de la renta de la tierra, pero todos, también casi sin excepción, rechazaban la idea de que este impuesto resolviera los urgentes problemas sociales. La objeción de George al programa de los American Socialists, en agosto de ese mismo año, provocó las iras de H. M. Hyndman, quien se apresuró a señalar las diferencias irreconciliables entre ambos, acusándole de ser una mera comparsa electoral, utilizada por la mano siniestra del capitalismo
Como cabía sospechar, el recibimiento a George durante sus visitas al Reino Unido entre 1888 y 1889 esta vez no fue tan cordial y entusiasta. No al menos desde las filas del socialismo militante. Por primera vez era recibido no como un defensor de la causa de los trabajadores sino como el nuevo santón de un no menos novel grupo político, los autodenominados British Constitutional Radicals, la flamante (y breve) nueva izquierda del viejo partido liberal. El 17 de noviembre de 1888 el siempre atento e impertinente
El epitafio de esta comunión de George con el movimiento socialista se escribió tras el debate público que el intelectual norteamericano sostuvo con H. M. Hyndman en Londres, en el verano de 1889. Como era usual en él, George se limitó —una vez más— a defender la socialización de la renta de la tierra, mediante la implementación de un único impuesto, como el paliativo que requería la sociedad británica para salir de la crisis económica. Hyndman obvió todos los argumentos economicistas de George y discutió la ambigua relación entre George y el socialismo. Fue un verdadero diálogo de sordos, que se resume en las palabras con que Beesly, miembro por entonces de la Positivist Society, y, a la sazón, moderador de la mesa, calificó aquel encuentro: «He agreed with neither party, and that in his opinion the best parts of the speeches were those in which the opponents destroyed each other's arguments»
Poco más puede añadirse sobre un hombre que en el transcurso de sus seis visitas a las islas británicas fue arrestado dos veces, se transformó en testigo mudo de un enconado debate parlamentario y jugó un rol decisivo en el divorcio en el partido irlandés que determinó el futuro de la reciente historia política de ese país. Al menos tres de sus seis visitas fueron organizadas como verdaderos eventos políticos que recorrieron casi todos los rincones del reino y durante el tiempo que estuvo ausente su campaña en favor del
Como hemos sugerido, presentar las características distintivas de esta versión del socialismo nos obliga a explorar las limitaciones de ciertas categorías a las que estamos hoy acostumbrados, como la de homologar socialismo con colectivismo y presuponer que las organizaciones de la clase trabajadora se identificaron siempre con ese horizonte ideológico. Sin duda, el hecho de que en las postrimerías del siglo
Pocos ejemplos más elocuentes del efecto que provocó está frenética disputa por las ideas que la dislocación que sufrió la correlación tradicional de fuerzas en la arena política británica, entre las elecciones de 1906, cuando el Partido Liberal obtuvo dos tercios de los asientos del Parlamento, mostrándose aún como una fuerza política imparable, confiada en que las nuevas leyes de reforma política continuarían aumentando su masa de votantes provenientes de las clases populares, y los comicios de 1924, cuando apenas dos años después de la abrupta salida de Lloyd George —y en pleno cisma sus aliados del Partido Conservador— los liberales vieron dramáticamente reducida su presencia en el Parlamento a 40 escaños, muy lejos de los 151 que había logrado el entonces exultante Partido Laborista
Igualmente confuso puede resultar sostener que el socialismo fue el telón ideológico de fondo que orientó la actividad política de las organizaciones obreras. Evidentemente, la condición de las clases trabajadoras era el centro desde el que gravitaba buena parte de la teoría y de la práctica del socialismo de esta época, pero el apoyo —casi incondicional— de una no despreciable porción de trabajadores a los partidos conservador y liberal, y la defensa de valores abiertamente individualistas de muchas de sus organizaciones durante todo este período, no deben ser olvidados en mor de una supuesta tradicional «solidaridad de clase», pues la propaganda y la agitación política que promovieron muchas de estas organizaciones en favor de la reforma de la legislación laboral, industrial y electoral, y las distintas formas de generar autoayuda y cooperación que pregonaron, no siempre se generaron o se desarrollaron bajo la inspiración de principios socialistas.
Por ejemplo, la condena de la «desigualdad», entendida tanto como desigualdad distributiva del ingreso y de la riqueza, como desigualdad en las condiciones de trabajo, en la vida social y en el ejercicio del poder político aparece como un valor instrumental defendido por toda una generación de intelectuales. Pero pareciera que, como sucede en nuestros días, la controversia sobre la igualdad absoluta y la vindicación de que todo individuo debía recibir el mismo trato en todos los aspectos de su vida solían formularse mejor como un requerimiento instrumental, lo que podría muy bien ejemplificar por qué el socialismo durante este período tiende a mostrar una sola voz cuando la crítica que expresa a la sociedad industrial se sustenta en que las diferencias económicas y sociales no justifican un tratamiento desigual, pero muestra mucho menos unidad cuando defiende proposiciones para un nuevo contrato social o cuando discute los detalles del nuevo sistema de distribución de la riqueza que traería el socialismo.
Algo semejante sucede cuando analizamos la crítica ética del capitalismo y la tendencia a contemplar en los desafíos asumidos por el socialismo la reconstrucción moral de la sociedad. Frente a los valores consumistas y competitivos del capitalismo, contra la lucha del hombre contra el hombre como estandarte moral y la puerta abierta al abismo del egoísmo que acarrea, el socialismo se presentaba bajo el aura de una transformación moral que reforzaría el espíritu de una nueva conciencia social más solidaria, cuyos instrumentos principales eran la cooperación y la fraternidad. Una aproximación ética evidentemente muy enlazada a la condena de la desigualdad, en tanto esta era percibida como el principal obstáculo para el nuevo idealismo regeneracionista, de manera que abrazando el socialismo el ser humano no solamente podía desembarazarse de un modo de vida cruel e injusto, como el industrial, considerado «antinatural», sino que también podía acercarse a su auténtica dimensión humana «natural» y a la reconciliación con el resto de la humanidad.
Sea como fuere, mientras un casi desconocido Karl Marx moría en Londres, el 13 de marzo de 1883, E. R. Pease, uno de los fundadores y primer biógrafo de la Sociedad Fabiana, recordaba que por aquel entonces casi nadie fue consciente de la enorme influencia que el pensamiento y las obras del intelectual alemán tendrían en los años venideros: «[…] we were however aware of Marx [escribe] and I find that my copy of the french edition of 'Das Kapital' is date 8th october, 1883; but I do not think that any of the original fabians had read the book or had assimilated its ideas at the time the Society was founded»
Aunque la llamada versión «científica» del socialismo británico se fraguó bajo el influjo del último aliento de Marx y a pesar de que
Pero, a pesar del impacto que provocó el estilo de George, la mayoría de los líderes socialistas —con la excepción de la Sociedad Fabiana
¿Ha dejado de tener relevancia el socialismo por el solo hecho de haber fracasado como alternativa a la gestión de la producción y de la distribución de la riqueza que ofrece el capitalismo? Es cierto que «socialismo» y «propiedad pública» son dos términos indisolublemente unidos, como puede seguirse en la historiografía política, pero no es menos cierto que sería un error imperdonable que tales consideraciones doctrinales sobre el más adeudado sistema de propiedad opacaran el corazón mismo de la tradición socialista y nos impidieran ver que tales discusiones no son sino corolarios de convicciones y creencias previas: hemos olvidado que los acuerdos económicos que discute el socialismo, en sus orígenes, siempre están subordinados a fines morales que conforman también valores sociales.
Foster Education Act.
Dicey (
Blaxill (
Bosanquet (
Richter (
Maine (
Boucher y Vicent (
Beer (
Armytage (
La mayoría de estos trabajos aparecen en el período comprendido entre 1879 y 1881, en las publicaciones londinenses de mayor circulación:
Bennett (
Conway (
Wolfe (
Harrison y Boyd (
Wolfe (
Tsuzuki (
Hyndman (
Morley (
Toynbee (
Hyndman (
Wolfe (
Tsuzuki (
Wolfe (
Pelling (
«En el intenso debate sobre la nacionalización de la tierra que tuvo lugar en Gran Bretaña durante la segunda mitad del siglo
Hyndman (
Pierson (
Hyndman (
Webb (
Se pueden seguir las vicisitudes de este debate en un texto ya clásico de Royle (
Wolfe (
Wolfe (
Briggs y Saville (
Tsuzuki (
Pierson (
Hyndman (
Toynbee (
Se puede seguir la convocatoria en los reportajes
Emy (
Wallace (
Ramos (
Silagi y Faulkner (
Candeloro (
George (
George (
George (
Conway (
George (
George (
Toynbee (
Chamberlain (
Hyndman (
La Sociedad Fabiana, hoy un influyente
Hyndman (1887).
Lawrence (
Lawrence (
Como sabemos, tras la debacle de 1924 el Partido Liberal desapareció casi por completo de la escena política, causando, además de la perplejidad de sus ideólogos, un prolijo debate sobre las razones que explicaron su colapso político. Bédarida (
Pease (
El libro de George fue recibido como un suceso extraordinario, en especial, por los primeros socialistas fabianos. Recordando el impacto que