La biografía es, en sí misma, un espacio de memoria. En el espectro que va de la santificación del personaje a su cuestionamiento integral desde posiciones también ideológicas, tal vez el mayor reto de quien aborda hoy el género sea ubicar a su protagonista en unas coordenadas sólidas de ese espacio disponible. Esto requiere, por el orden que sigue, despojarse de prejuicios intelectuales, acometer alguna investigación original que habilite aportaciones nuevas y plasmar el resultado del trabajo en una narración comprensiva —no extemporánea, ni excesivamente empática— que logre captar la mentalidad del personaje. Puede decirse que Martín Rodrigo y Alharilla, al revisitar la figura de Antonio López y López veinte años después de publicar la primera monografía científica sobre los marqueses de Comillas, cumple de forma notable con esas premisas. O dicho de forma más gráfica: su estudio actualizado de la vida del primer marqués, creador de la fortuna y el prestigio familiares, llena con creces el hueco dejado por la retirada de la estatua de López en Barcelona el pasado 2018.

Contra lo que pudiera temerse, el libro no es una mera reescritura de una obra previa. Empezando por el hecho de que en las dos últimas décadas han ido emergiendo nuevos documentos que, integrados ahora en el texto, permiten reconstruir mejor los inicios empresariales del marqués en Santiago de Cuba. Aquí está justamente el meollo del debate público que motivó el desmontaje de la estatua. Que esta etapa de López está definida por su implicación en el comercio de esclavos queda fuera de duda, gracias a los datos renovados que incorpora el libro. Suman ciento diez, como mínimo, las transacciones de personas esclavizadas que Antonio López y su hermano Claudio realizaron solo entre 1850 y 1851, aunque contaban con autorización delegada para vender muchas más. Algo legal, y común, en la Cuba de la época. El matiz con que Rodrigo enriquece su propia cuantificación viene a continuación, cuando revela que López y sus socios idearon un ardid jurídico para camuflar como compraventa lícita lo que en realidad era una importación clandestina (e ilegal, desde 1821) de esclavos africanos. Los desembarcaban en el este cubano, recibían poderes de una red de testaferros que se arrogaba su supuesta propiedad y, acto seguido, los despachaban hacia la otra punta de la isla vendidos ya bajo cobertura legal. Ahí estaba la fórmula para multiplicar el beneficio. No es un detalle menor que el principal socio de López en sus actividades en Cuba fuera Domingo Valdés, a quien el autor sitúa en 1838 al frente de una expedición negrera que recaló en el golfo de Guinea con el propósito de volver al Caribe con cuatrocientos cautivos adquiridos en origen.

No se piense, sin embargo, que el libro se agota en esto. El acierto de Rodrigo, miembro extranjero de la Academia de la Historia de Cuba y especialista en asuntos coloniales desde la década de los noventa, reside en colocar las novedades sobre el pasado negrero de López en un lugar natural dentro del texto, para trazarse un campo de juego más amplio y menos sujeto a la actualidad de la discusión sobre las ocupaciones del marqués de Comillas en ultramar. El resultado es una biografía compacta que no existía como tal y que, por su densidad historiográfica y coherencia interna, va más allá de lo que podría esperarse como un libro urgente, concebido al calor de la polémica en torno a la estatua. Es cierto que la editorial no escatima llamadas de atención al respecto en cubierta y contracubierta (tipografía de western, imagen del monumento en portada, adjetivación que subraya lo «controvertido» de la historia). Y que el autor consagra su capítulo inicial a analizar, con rigor y soltura, la discusión habida en torno a la idoneidad de retirar la estatua de López de la plaza de su mismo nombre, debido a su pasado negrero. Pero lo que dota de solidez al libro es su capacidad de recomenzar la historia más allá de lo ocurrido en Cuba, a partir del retorno crucial del personaje a España hacia mediados de 1853 (un tiempo después de lo que hasta ahora se daba por hecho, habida cuenta de que el autor ha localizado a López cerrando operaciones inmobiliarias en persona, ante notarios cubanos, por esas fechas).

Lo que sucedió después resulta conocido: el indiano de origen cántabro se instaló en Barcelona, construyó un vínculo privilegiado con la Casa Real que le valió la creación del marquesado de Comillas y levantó el principal grupo empresarial catalán de su tiempo. El libro también arroja nuevas luces sobre esta secuencia. Liberado del complejo aparato de citas de la obra anterior, y escrito sobre todo en un tono mucho más fresco que da fluidez a la lectura, de él emerge un retrato solvente del gran empresario que fue en primer lugar Antonio López. Tiburón inmobiliario primero en Cuba y más tarde en Barcelona, a costa de los agobios económicos de la familia Safont («todo lo quiere muy barato y cree que han de ir en busca de él», reproduce Rodrigo, poniendo voz a uno de sus interlocutores); lúcido al comprender que del acceso al rey y su entorno dependía buena parte de la marcha de sus negocios («D. Antonio López es así, no le gusta hacer dos veces la misma cosa, cada vez la hace mejor», en nueva cita literal al hilo del segundo veraneo de la familia real en Comillas); inmune a la crisis financiera de 1866 por su estrategia diversificadora; a medio camino siempre entre los negocios públicos y la iniciativa privada, el libro publicado por Ariel recuerda que el primer marqués de Comillas falleció, en 1883, en lo mejor de su propia historia.

Mención expresa merece la recreación, novedosa, que Martín Rodrigo hace de la puesta en marcha de la Compañía General de Tabacos de Filipinas como primera multinacional española, ya hacia el final del texto. Resulta sugerente que el nacimiento de esta empresa, una de las últimas creaciones de López, se produzca en asociación con la banca europea, a un ritmo rápido para una operación de tal envergadura, tras un procedimiento público que Rodrigo aprecia como «opaco» y gracias, en fin, a la liberalización de un mercado ingente —el de la explotación del tabaco en Filipinas, sujeto hasta entonces a un régimen de estanco— que, pese a su importancia, se anunció de pasada en la Gaceta de Madrid a mediados de 1881. De cómo se abrió a la empresa privada ese gran espacio liberalizado, probablemente el primero en su género en España, se derivan razonamientos atractivos sobre cómo el mundo empresarial pudo concebir, en adelante, los límites de la interacción entre Estado e intereses económicos particulares.

Para cerrar el cuerpo del estudio, su autor elige dimensionar el grado de riqueza real de Antonio López y situarlo, ya sin precauciones, como el empresario más rico de la Cataluña de finales del xix. El marqués de Comillas acumuló en vida, según calcula su biógrafo, no menos de veinticuatro millones de pesetas. O lo que es lo mismo, tres veces más que su consuegro e industrial textil Juan Güell o el también indiano Agustín Goytisolo, y casi el doble de lo que el banquero Manuel Girona legaría al fallecer dos décadas más tarde. Es esa disposición de capital atesorado por la primera generación lo que explica, en primer lugar, la importancia sobrevenida del hijo de López, segundo marqués de Comillas, como joven heredero del mayor holding empresarial español de su tiempo. Por la maraña de redes tejidas por López llegarán además sus descendientes, ya en fases posteriores, a ocupar los principales espacios conservadores disponibles en las etapas de entreguerras y el primer franquismo: el regionalismo patricio de la Lliga y el apuntalamiento de la propia dictadura. Por todo eso, el estudio que ahora presenta Rodrigo propicia oportunidades renovadas para volver a enunciar, y comprender, el contexto que acompañó al destape de la gran empresa privada en España. Y ello en un escenario general en el que Madrid y Barcelona estuvieron siempre más cerca que lejos —así se desprende del libro—, si uno atiende al despliegue de grandes negocios de titularidad privada mientras el país ensayaba una vía propia a la construcción del Estado liberal.