RESUMEN

Este artículo muestra algunos de los rasgos que ha desarrollado la historia política latinoamericana en los últimos treinta años. Los historiadores de la política se han concentrado en los procesos electorales (empadronamiento, campañas, máquinas políticas, etc.), las complejas relaciones entre prensa y política, la sociabilidad de las elites (clubes, tertulias, partidos políticos, círculos intelectuales, etc.) y las maneras en las cuales las identidades políticas fueron construidas, difundidas y desafiadas. Tres temas en particular son revisados en este artículo: primero, los límites, significados y posibilidades de la ciudadanía en el siglo xix; en segundo lugar, las nuevas interpretaciones sobre los populismos clásicos de mediados del siglo xx, que usan acercamientos más sensibles al rol activo desplegado por la clase trabajadora, y en tercer lugar, la naturaleza de los regímenes militares asentados desde la década de 1960.

Palabras clave: Historiografía; política; América Latina; ciudadanía; dictaduras.

ABSTRACT

This paper shows some of the features that has developed Latin American political history in the last thirty years. Political historians have concentrated on electoral processes (electoral franchising and campaigning, political machinery, etc.), on the intricated relations between journals and politics, the elite’s political sociability (clubs, tertulias, political parties, intellectual circles, etc.) and on the manners in which political identities were built, spread and defied. Three particular subjects are reviewed in this paper: firstly, the limits, meanings and possibilities of the constitutionally-defined citizenship in the 19th; in second place, the new interpretations of the classic populist regimes of the mid-20th century with approaches more sensitive to the active role played by the working class; and finally, the authoritarian military regimes arose from the sixties.

Keywords: Historiography; politics; Latin America; citizenship; dictatorships.

Cómo citar este artículo / Citation: Bohoslavsky, E. (2023). La renovación de la historia política de América Latina (1990-‍2020). Historia y Política, 50, 105-‍131. doi: https://doi.org/10.18042/hp.50.04

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. UNA HISTORIOGRAFÍA EN CRECIMIENTO
  5. III. LA NUEVA HISTORIA POLÍTICA: EL INGRESO DE LA CULTURA, LOS CONCEPTOS Y LOS LIBROS
  6. IV. LA CIUDADANÍA DEL SIGLO XIX: EL PASADO DE LA DEMOCRACIA FUTURA
  7. V. LOS POPULISMOS DESDE ABAJO: PACTOS SIN TÍTERES
  8. VI. HISTORIA DE LAS DICTADURAS
  9. VII. BALANCE DE UNA RENOVACIÓN HISTORIOGRÁFICA
  10. NOTAS
  11. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El historiador brasileño Jurandir Malerba postuló que la historiografía latinoamericana vivió un giro copernicano en sus intereses temáticos desde finales de los años ochenta y que sigue vigente en la actualidad[1]. Ese giro se expresaría en un doble movimiento por el cual se desplazaron ciertas perspectivas y se incorporaron otras[2]. Así, por un lado, fueron abandonadas las miradas estructuralistas, como las abanderadas por las teorías de la dependencia desde fines de los años sesenta, y con ellas clásicos como los de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto[3], los tomos de historia económica de Ciro F. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli[4] o los de Enrique Florescano[5], todos auténticos barcos insignias de una historia sistémica, preocupada por el peso de los factores sociales y económicos en la constitución histórica del continente[6]. Por otro lado, desde finales de los años ochenta y, sobre todo, durante la década siguiente, se produjo una revalorización de las explicaciones basadas en coyunturas más que en los ciclos económicos, explicaciones estas que estaban abiertas a la incertidumbre más que dispuestas a abrazar algún determinismo. Es posible observar un creciente interés por temas y enfoques a los que Malerba clasifica como pertenecientes a la «nueva historia política», que incluía acercamientos al pasado político del continente muy marcados por su voluntad de diferenciación metodológica y epistemológica respecto de la hegemónica historia socioeconómica estructural y la «vieja historia política» que predominaba antes de la segunda posguerra. La «vieja historia política» era un saber producido generalmente por abogados, que aparecía en los libros de uso escolar y en las aulas de todos los niveles educativos. Su interés principal era la historia de las instituciones de gobierno y del derecho, de allí que se usaban primordialmente fuentes legales, oficiales y manifiestos producidos en ocasión de revoluciones, alzamientos o batallas. Se restringía, en general, al estudio de los discursos formalizados y solemnes de los varones —inevitablemente de elite— que se dedicaban a la producción legislativa, el gobierno y/o la guerra. Esa historiografía ha perdido peso en los ámbitos universitarios, en los que predominan otras agendas sobre la historia política desde fines de los años ochenta. Y si bien no se trata de un fenómeno exclusivo de la historiografía latinoamericana como exhibe cualquier repaso de las historiografías europeas[7], conviene señalar algunos rasgos específicos de ese proceso en el ámbito latinoamericano.

El primero de ellos es que el derrotero que tomó la nueva historia política tiene que ser revisado en relación con los impactos específicamente intelectuales de las dictaduras inspiradas en la doctrina de la seguridad nacional, pero sobre todo con los esfuerzos —a veces explícitos— de grupos de académicos destinados a mostrar que la ciudadanía había tenido alguna historia en el pasado latinoamericano. Así, si había existido algún pasado ciudadano, ello habilitaba al despliegue de algún optimismo respecto de la posibilidad de que la vida democrática volviera a echar raíces en el continente a fines del siglo xx. El segundo de los trazos particulares es una intensa preocupación por reconstruir las experiencias del populismo clásico a partir de lecturas que ponían el acento en la agencia y las prácticas de los seguidores (trabajadores, sindicalistas, clientelas, etc.) y no en los líderes, su carisma o las características del capitalismo periférico, tal como se había hecho en los años sesenta y setenta. Se trata de un tema central de la historiografía de los tres países más grandes de la región (México, Brasil y Argentina), que ha sido objeto de una renovada atención desde los años ochenta. Y el tercer aspecto singular es que muchos historiadores de la política han concentrado sus esfuerzos de investigación en una más ajustada comprensión de la experiencia de las dictaduras inspiradas en la doctrina de la seguridad nacional, aquellas que se inician en Brasil en 1964 y terminan en Chile y en Paraguay en 1989. Estas investigaciones han descansado en una intensa cooperación académica entre historiadores sudamericanos y, a su vez, de estos con colegas europeos dedicados al estudio de los fascismos y la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente en torno al problema del consenso otorgado a los regímenes autoritarios.

La primera sección de este artículo presenta algunos de los perfiles actuales de la historiografía latinoamericana. La segunda da cuenta de la profunda renovación de la historia política en los últimos treinta años, sus principales participantes y las discusiones que animaron el campo. En particular, pongo de manifiesto la intensa preocupación por la dimensión intelectual y cultural de la política, así como la utilización de escalas temporales y geográficas cada vez más acotadas. Las siguientes secciones se concentran en el análisis crítico de tres grupos bibliográficos que formaron parte de ese reverdecimiento de la historia política: a) la historia de las prácticas políticas, en particular las electorales en los siglos xix y xx; b) los estudios sobre el papel de los trabajadores en la constitución de pactos populistas en el segundo tercio del siglo xx, y c) la historia de las dictaduras militares de las décadas de 1960, 1970 y 1980.

II. UNA HISTORIOGRAFÍA EN CRECIMIENTO[Subir]

Vale la pena echar un vistazo a las variaciones más generales en la composición y las prácticas de los campos historiográficos de algunos países de América Latina en las últimas décadas. Una primera nota hace referencia a la masificación de los participantes del campo[8]. El número de estudiantes, becarios, profesores e investigadores de historia se ha ampliado en este período en países de la región, en claro contraste con la estabilidad (incluso decrecimiento) que parecen exhibir las instituciones científicas europeas. En todo caso, tiene sentido marcar que la multiplicación de actores de la historiografía académica ha traído consigo un incremento de los mercados de bienes culturales (revistas, libros, podcasts, sitios web, etcétera) y de las demandas de carreras de grado y de posgrado, cuyo «resultado ha sido un crecimiento del output historiográfico que, si lo midiéramos, seguramente resultaría exponencial»[9]. Pero ha producido otros dos efectos que interesa también traer a colación: por un lado, una cierta feminización de la profesión[10], y por el otro, incorporación de personas provenientes de sectores sociales y étnicos que hasta tiempos muy recientes no conseguían llegar a los ámbitos universitarios (o ni siquiera lo imaginaban como posible). Ambos fenómenos han conducido a dignificar, legitimar y multiplicar el interés historiográfico sobre el protagonismo de las mujeres, los pueblos originarios y los afrodescendientes en la historia latinoamericana. Ello ha ido de la mano de cierta perspectiva militante asumida por numerosos historiadores e historiadoras respecto de los sujetos que estudian, con quienes comparten pertenencias étnicas, de género y/o ideológicas.

Un reconocimiento de la agencia de los indígenas, de las mujeres y de los afrodescendientes en la historia latinoamericana encontró, como es comprensible, una alianza intelectual estratégica con las posiciones teóricas a favor de la descolonización de los saberes académicos, como las que alentaron —con sus diferencias, desde ya— figuras tales como Silvia Rivera Cusicanqui, Walter Mignolo, Catherine Walsh y Norberto Quijano, entre otros[11]. También ha invitado a percibir de manera crítica y desnaturalizante el fuerte peso de los varones blancos en la producción de los saberes históricos, así como en las organizaciones específicas de historiadores y en los espacios más prestigiosos de la historiografía. En algunos casos, los cambios políticos han alentado la investigación sobre ciertos temas y sujetos por considerar que habían permanecido injustamente desatendidos. Y también han insistido en que esa ausencia —o al menos la reticencia a su tratamiento con la debida atención y legitimidad académica— debía ser modificada porque constituía alguna forma de discriminación o de afrenta simbólica e identitaria que reparar. El presidente Luiz Inácio «Lula» Da Silva impulsó en 2003 una ley que le asignaba un espacio novedoso y obligatorio a la enseñanza de la historia de África en las escuelas y en 2008 hizo lo propio con una ley que incorporaba la enseñanza de la historia y cultura de los pueblos originarios[12].

El campo de los estudios históricos sobre América Latina está crecientemente consolidado y cuenta con conexiones internacionales fortalecidas. Gabriela Águila, profesora de historia en la Universidad Nacional de Rosario, planteó hace una década que los vínculos internacionales de los latinoamericanistas residentes en América Latina se han densificado, lo cual se deja ver en proyectos editoriales y de investigación conjunta y el montaje de redes académicas regionales como por ejemplo, en los estudios sobre dictaduras, como muestra la sección 6 de este artículo. En muchos casos son las instituciones y los recursos del norte del mundo (pienso en los multitudinarios congresos de la Latin American Studies Association o del Consejo Europeo de Investigaciones Sociales sobre América latina) los que siguen imantando esos encuentros[13]. Si bien el proceso de internacionalización de la historiografía latinoamericana es equivalente al que han sufrido otros campos y subcampos disciplinarios de las ciencias sociales y humanas en las últimas décadas, en su caso tiene algunas consecuencias específicas para los conocimientos y las interpretaciones desplegadas. La más importante de ellas es que ha permitido «poner en discusión los contornos estrictamente nacionales de algunas regiones (como la rioplatense o la patagónica)», como señaló Águila[14], y revelarnos la existencia de pasados que han sido más americanos y más transnacionales (como mínimo, menos nacionales) de lo que habíamos supuesto[15]. De cualquier manera, vale la pena recordar que el grueso de la historiografía que se sigue practicando en América Latina es aquella dedicada a problemas y escalas de orden nacional: la mayoría de las polémicas interpretativas, los archivos mejor financiados y cuidados, la provisión de fondos y los intereses de los investigadores parecen concentrarse en la enseñanza y la investigación de historia nacional antes que regional o transnacional.

III. LA NUEVA HISTORIA POLÍTICA: EL INGRESO DE LA CULTURA, LOS CONCEPTOS Y LOS LIBROS[Subir]

Las modificaciones en la historiografía latinoamericana deben ser entendidas como parte de un aspecto general de esta disciplina, que es su lugar periférico respecto de las academias del Atlántico norte. Ello implica que en la mayor parte de los casos el vínculo intelectual de los historiadores latinoamericanos con los de Estados Unidos y los de Europa occidental sea asimétrico, por cuanto las tendencias, las modas y las formas consagradas de practicar historiografía suelen hacer el recorrido del norte hacia el sur y no en el sentido contrario. En los últimos treinta años han hecho ese camino las preocupaciones y preguntas de la historia privada, de los conceptos, de la sociabilidad política, de la lectura, las entangled histories y las histoires croisées, entre otras. En todos los casos, se trata de estrategias metodológicas que proponen una serie de nociones y procedimientos que permitieron ablandar la dureza e impersonalidad de los resultados que normalmente obtenía la historia social y económica con pretensiones de totalidad[16].

En particular, un elemento que ha marcado el derrotero de la historia política latinoamericana de los últimos veinte años es el despliegue de la agenda metodológica de la historia transnacional. Ese interés se ha expresado en una preocupación por reconstruir la circulación de los sujetos políticos por fuera de las fronteras nacionales, especialmente por distintos espacios del continente. Así, hoy tenemos trabajos que dan cuenta de cómo los exilios políticos contribuyeron fuertemente a modelar perspectivas latinoamericanistas de militantes e intelectuales en las décadas de 1920 y 1930[17] y en las de 1960 y 1970[18]. Significativamente, el estudio de la circulación no se ha restringido a los actores políticos de la izquierda, sino que ha ido abarcando también a figuras provenientes de otras tradiciones ideológicas, como las derechas[19], el aprismo[20] o el peronismo[21]. El uso de esa escala transnacional constituye un rasgo diferenciador respecto de la vieja historia política (o vieja historia, a secas) tradicionalmente habitada por generales, presidentes y juristas, que se usaba de manera naturalizada a escala nacional.

La escala nacional perdió su privilegio respecto de las historias conectadas de alcance transnacional, pero también de un acortamiento de las escalas geográficas, sociales y temporales utilizadas. Así, le dio prioridad al estudio de sujetos reducidos (a veces incluso individuos) para afinar la mirada y descubrir pliegues y comportamientos múltiples, que no podían ser aprehendidos por los acercamientos macrosociales. En esa línea no llama la atención el regreso al análisis histórico del acontecimiento, durante mucho tiempo considerado la hermana menos legítima de las temporalidades históricas para ser estudiadas, en comparación con los ciclos, las coyunturas y la longue durée: así, la proclamación de una ley, una batalla, un día de elecciones, la ocupación de una planta fabril o un atentado se convirtieron en objetos legítimos para interrogar el pasado, usando unas claves y unas preocupaciones bien distintas de aquellas que habían orientado la historiografía a fines del siglo xix y la primera mitad del xx.

A partir de trabajos seminales como los de François X. Guerra sobre las independencias de las repúblicas hispanoamericanas y sobre el despliegue de las prácticas e imaginarios propios de la modernidad política[22], encontramos a lo largo de los años noventa y dos mil una notable renovación de la comprensión sobre el pasado político del continente y de los términos utilizados para caracterizarlo[23]. Esa renovación permitió la detección de continuidades entre el reformismo borbónico y los primeros gobiernos republicanos, que hasta hace pocos años habían permanecido inadvertidas[24]. El interés por la sociabilidad política se combinó con una mayor preocupación por los lenguajes políticos y constitucionales del siglo xix, su historicidad, su variante polisemia y el impacto que sobre ellos tenía el soporte material en el que eran difundidos. Esta operación historiográfica permitió una nueva entrada a los textos políticos y legales decimonónicos (manifiestos, proclamas, constituciones, etc.), que fueron revisados a la luz de las renovadas preguntas de la disciplina[25]. Fue el caso de la historia intelectual —y ya no de la tradicional historia de las ideas—, preocupada por reconstruir los entresijos de la vida intelectual, las competencias y la construcción empeñosa de formas de distinción y exclusión de los campos de la cultura, según una agenda tributaria pero no restringida a la obra de Pierre Bourdieu[26]. El Congreso de Historia Intelectual de América latina (CHILA) es uno de los ámbitos en los que se debaten los avances producidos en esta área, que suele tener a Prismas. Revista de Historia Intelectual como uno de sus más importantes vehículos de socialización desde su creación en 1997.

En esta línea cabe contar también el valioso aporte de la historia de los conceptos inspirada en Reinhard Koselleck: los conceptos usados en el siglo xix para procesar y dotar de sentido al proceso de separación de las metrópolis ibéricas (república, federación, confederación, pueblo o libertad, entre otros) fueron objeto de un escudriñamiento más detenido, sofisticado y erudito[27]. Como señaló hace poco tiempo Beatriz Bragoni (‍2022: 3) en su evaluación sobre la historiografía política dedicada al siglo xix argentino, se trató de un trabajo heurístico que creó un «denso e impecable repertorio de estudios compuestos en base a textos constitucionales, reglamentos, estatutos, proclamas, manifiestos y exponentes de la prensa periódica» que permitieron «restituir e interpretar ideas, lenguajes y formas de pensar la soberanía y sus implicancias en las controversias sobre las formas de gobierno e ingenierías institucionales que tramitaron el pasaje entre la antigua y la nueva representación». La creación de una red euroamericana de investigadores dedicados a la historia de los conceptos ha contribuido también a la percepción de las cercanías y las distancias semánticas que operaban a ambos lados del Atlántico[28]. Revistas como Ariadna Histórica. Lenguajes, Conceptos, Metáforas(creada en 2012) ha sido un recurrente ámbito de difusión de estas investigaciones sobre historia de los conceptos. En ese sentido, se considera que los universos políticos de la Europa del Sur y de la América Latina de la primera mitad del siglo xix estaban más conectados de lo que suponíamos hasta hace algunas décadas[29]. Pero, sobre todo, se promueve que ambos espacios no sean entendidos bajo el esquema que detecta siempre la influencia del norte sobre el sur, sino más bien como ámbitos de una conversación política e intelectual animada por el hecho de que los países sudeuropeos y latinoamericanos enfrentaron problemas similares (‍Palti, 2007: 28).

Asimismo, en este recorrido vale la pena incorporar, finalmente, el aporte de la historia de la lectura y la edición impulsada por la obra seminal de Roger Chartier. Se trata de un conjunto de perspectivas muy innovadoras que ha conseguido mostrar que los soportes materiales de las ideas no solo complementan, sino que muchas veces condicionan o alteran el sentido de las ideas[30]. El peso de las empresas editoriales, de los traductores, de los reseñadores, los impresores, los divulgadores o passeurs e incluso de los lectores ha sido crecientemente reconocido en estos acercamientos a la vida ideológica de América Latina no solo en el siglo xix, sino en el xx[31]. Las investigaciones de la nueva historia política no se centraron solo en las variaciones semánticas, los circuitos editoriales o el exilio de los militantes, sino que fueron de lleno hacia el análisis de las prácticas políticas, populares o elitarias. De hecho, ninguno de los esfuerzos por renovar la agenda historiográfica ha producido resultados tan impactantes como el estudio de las prácticas electorales, sobre todo las del siglo xix. A ello se dedicará la próxima sección.

IV. LA CIUDADANÍA DEL SIGLO XIX: EL PASADO DE LA DEMOCRACIA FUTURA[Subir]

En la nueva historia política tal como se desplegó desde los años noventa fueron rastreadas de manera más sistemática y cuidadosa las prácticas políticas. Así, aparecieron muchas y muy buenas investigaciones sobre la vida electoral del siglo xix y de inicios del xx en Brasil[32], Bolivia[33], Argentina[34], México[35], Paraguay[36] y Perú[37] entre otros países, que generaron una imagen muy distinta de la que hasta entonces teníamos de los procesos políticos, tradicionalmente referidos o etiquetados como «oligárquicos»[38]. Hoy poseemos ciertamente una historia de las elecciones latinoamericanas, alentada entre otros por Antonio Annino[39]. Esa revisión permitió reincorporar a los sectores populares al relato más general de la vida política latinoamericana, un relato en el que ahora aparecen de múltiples maneras: como sufragantes (o demandantes del derecho a serlo), como hombres armados[40], como lectores de la prensa política o como participantes de mítines, saqueos o levantamientos[41]. En todo caso, lo que la nueva historia política viene a mostrar es que los sujetos populares —incluyendo a los pueblos originarios[42], a los esclavizados[43] y a sus descendientes— estaban lejos de ser actores pasivos de la vida política que estaban exclusivamente dominados por el juego y los intereses de las dirigencias[44]. Con ello se dejó de lado la idea de que la actividad electoral estaba permanentemente corrompida y que la representación política fallaba porque se trataba de «un intento abortado de aplicar los modelos europeos a realidades demasiado diferentes» (‍Morelli 2007: 132, 133).

Este proceso de renovación se extendió hacia el estudio de la formación de las identidades nacionales. Hasta la década de 1990 se había mantenido bastante firme entre los historiadores la creencia de que las identidades nacionales promovidas a fines del siglo xix debían ser entendidas exclusivamente como resultado de la imposición de intereses e imaginarios de las elites. Estas deseaban consolidar un régimen que esencialmente favorecía a sus intereses, para la cual impusieron una identidad nacional que pudiera disolver las locales, étnicas y religiosas previas, de manera tal de facilitar la aceptación por parte de los sujetos subalternos de un orden que política y económicamente los excluía. Según esta perspectiva, a la que no le faltaba documentación probatoria, la educación inicial, el reclutamiento militar y la liturgia e imaginario de la patria habían sido entendidos como maniobras manipuladoras de las elites. La situación ha cambiado desde los años noventa hasta la actualidad porque una serie de estudios han mostrado la existencia de nacionalismos populares en Perú y en México a fines del siglo xix, así como relaciones complejas y abigarradas entre las oligarquías y sus clientelas. A través del estudio de las prácticas y los discursos de los intelectuales indígenas, autores como Florencia Mallon[45], Alberto Flores Galindo[46], Gilbert Joseph[47] o Nelson Manrique[48] han contribuido a una percepción más ajustada del fenómeno nacionalista de abajo hacia arriba, así como de la lógica de la acción política de los subalternos en las revueltas, motines y revoluciones de los siglos xix y xx.

En particular, también se ha renovado fuertemente la comprensión sobre la producción, circulación y apropiación de la simbología nacional. Trabajos seminales como el de José Murilo de Carvalho permitieron desnaturalizar los mecanismos por los cuales la identidad nacional-estatal brasileña fue incorporada selectivamente desde abajo[49], mientras que otros autores han insistido en mostrar la gran capacidad de esos mecanismos para imponerse sobre las poblaciones[50].

V. LOS POPULISMOS DESDE ABAJO: PACTOS SIN TÍTERES[Subir]

El otro área sobre la que la historiografía latinoamericana ha producido avances notables en los últimos treinta años refiere al papel político de los sectores populares durante los llamados populismos clásicos (presidencia de Lázaro Cárdenas 1934-‍40; Estado Novo 1937-1945; presidencia de Getúlio Vargas 1951-‍54; presidencia de Juan Perón 1946-‍1955; presidencia de Carlos Ibáñez del Campo 1952-‍58) y su relación con líderes a los que tradicionalmente se llaman populistas (Velasco Ibarra, Haya de la Torre, Víctor Paz Estenssoro, Leonel Brizola, etc.) en la segunda mitad del siglo xx. Esa renovación ha discutido fuertemente con la perspectiva desarrollada en las décadas de 1950 y 1960, inspirada en la sociología funcionalista y la teoría de la modernización, y que señalaba el carácter pasivo y manipulable de las masas. Tesis como la del sociólogo Gino Germani (‍1977, orig. 1962), que postulaba la existencia de unas «masas en disponibilidad» incapaces de entender mucho cuáles eran sus necesidades o las formas correctas de hacer política, testimonian este tipo de acercamiento. En esas explicaciones, el carisma del líder, el aparato de propaganda, la urbanización reciente y la prolongada supervivencia de los valores autoritarios (machismo, hispanismo, catolicismo, etc.) contribuían a explicar el fértil suelo cultural que había encontrado el populismo. En las perspectivas estructuralistas y de la teoría de la dependencia desarrolladas en los años sesenta y setenta también fueron criticados el involucramiento y la simpatía popular por esos dirigentes y regímenes que no se animaban a sobrepasar el horizonte capitalista.

La renovación de la historia política ha ido en el sentido de entender los lazos entre trabajadores industriales y esos regímenes como una alianza desigual, pero una alianza al fin[51]. En ese proceso los trabajadores no mostraban pasividad ni un rol de meros espectadores, sino que parecían tener una percepción aguda y ajustada de las ventajas y desventajas de sus intervenciones y de sus apuestas en el escenario político. Ese cálculo no se basaba solo —o centralmente— en la defensa de intereses materiales y concretos (salarios, condiciones laborales, sindicalización, instituciones del bienestar), sino también en procesos de identificación con alguna dimensión emocional y en valoraciones simbólicas sobre el lugar de los trabajadores en la nación. Incluso los campesinos, pastores, colonos y roçadores, tradicionalmente considerados sujetos políticamente distantes y ajenos a la vida política nacional, tuvieron participación activa en la constitución de los regímenes populistas y en la definición de los límites y sentidos de la inclusión en Argentina[52], Brasil[53] y México[54].

En una compilación aparecida hace un cuarto de siglo, Moira Mackinnon y Mario Petrone (‍1998) identificaron, precisamente, un grupo de trabajos innovadores sobre los populismos clásicos. Se trataba de investigaciones que no solo ponían de manifiesto el carácter (asimétricamente) pactado del populismo, sino que desdeñaban toda explicación en clave estructural o teleológica de estos regímenes. Mackinnon y Petrone ponían de manifiesto que no se debía bucear muy atrás en el tiempo para explicar esas alianzas: estas se producían por causas muy coyunturales y contingentes, muy políticas y de corto plazo y no por una ley histórica. Y esos acuerdos tejidos entre el líder, su partido, los sindicatos y los trabajadores de a pie eran recurrentemente renegociados, aun cuando fueran quedando cada vez más ritualizados, manipulados, cooptados o sometidos a control de las burocracias.

Otra línea de renovación sobre los estudios del populismo clásico ha partido de una perspectiva teórica bien distinta. Hago referencia al impacto de la obra de Ernesto Laclau, quien desarrolló desde finales de la década de 1970 un acercamiento que combinó aportes del marxismo, la psicología lacaniana y el análisis del discurso para entender los procesos de formación de hegemonía[55]. Pero fue sin dudas en La razón populista el libro en el que mejor desarrolló su andamiaje teórico y metodológico para aproximarse a una historia y una teoría del populismo a partir del estudio de la experiencia del peronismo clásico[56].

VI. HISTORIA DE LAS DICTADURAS[Subir]

Retomemos el testimonio de José del Pozo sobre su formación como historiador en Chile en la década de 1960:

Jamás tuve un curso donde se hablara del Frente Popular en Chile o de la Revolución Mexicana. Nadie nos habló jamás del peronismo. En general, la información sobre Historia de América se detenía con la independencia […]. Mi experiencia chilena jamás había tenido un curso que cubriera la época actual, y los historiadores de mi generación de estudiante parecían pensar que todo lo que fuese actual era el campo de los politólogos o de los periodistas[57].

El testimonio da cuenta de un elemento que hasta hace poco parecía inamovible en el decálogo del buen historiador: se requiere que haya transcurrido un cierto tiempo desde que ocurrieron los hechos para que se trate de un problema pertinente para el análisis del historiador. De allí que las cuestiones del tiempo presente formaban parte de la agenda de los politólogos o de los periodistas, pero no de los historiadores. Esa convicción no desapareció, pero sí podemos afirmar que está bastante erosionada a causa del desarrollo de un pujante campo de estudios dedicado a la historia política reciente. Ese campo se ha preocupado de manera central por el problema de la violencia política del último medio siglo latinoamericano: guerrillas, revoluciones, regímenes de excepción, aparatos represivos, terrorismo de Estado, etc.

En particular, se evidencia el dinamismo de las redes de historiadores dedicados al análisis y la reconstrucción de las últimas dictaduras sudamericanas y centroamericanas. Su agenda de investigación durante algún tiempo tuvo coincidencias con aquella que llevaban adelante (o que deberían haber llevado adelante) actores de la justicia nacional: reconstrucción de los aparatos de persecución, encierro, muerte y eliminación de los opositores e identificación de los responsables materiales e intelectuales. Y si bien las preguntas del juez y el historiador tienen diálogos y similitudes[58], no es menos cierto que en los últimos veinte años estas parecen haberse diferenciado más que acercado. Gracias a ello contamos hoy con muy documentadas reconstrucciones historiográficas de las corporaciones castrenses sudamericanas, el adoctrinamiento basado en la doctrina francesa primero y de la seguridad nacional después y sus redes transnacionales de cooperación y represión[59]. La metodología de la historia conectada, a la que hicimos referencia algunas páginas atrás, ha contribuido a una comprensión más ajustada de las vinculaciones públicas y clandestinas entre los regímenes dictatoriales. En particular, hoy sabemos más sobre los esquemas de cooperación de las dictaduras sudamericanas con las de El Salvador, Honduras y Guatemala y con escuadrones de la muerte en esos países[60]. Sobre todo, tenemos una historiografía consolidada sobre la creación y los derroteros del Plan Cóndor que, sin renunciar a una denuncia de su condición criminal, ha conseguido darle solidez empírica al conocimiento de las operaciones desarrolladas bajo ese manto[61]. Junto con ello, se ha abierto un campo de estudios sobre la cooperación ideológica y militar de las organizaciones anticomunistas latinoamericanas, dictaduras de América del sur y Taiwán en los años setenta[62].

Los historiadores se han concentrado en una serie de interrogantes que no tienen derivas potencialmente judicializables, puesto que identifican procesos y responsabilidades colectivas y que no admiten lecturas maniqueas, como las que separan a culpables de inocentes. Cuestiones tales como rastrear las raíces históricas y sociales del autoritarismo en el largo plazo remiten a problemas como precisar la naturaleza de las relaciones entre las Fuerzas Armadas y la vida política, identificar la orientación de la cultura política dominante, medir la capacidad para institucionalizar los conflictos sociales y reconocer las formas socialmente aceptadas de requerir la satisfacción de demandas. El interrogante sobre los largos orígenes de las dictaduras[63] entroncaba, como resulta evidente, con la preocupación historiográfica mencionada en la sección anterior, y que apuntaba a reconstruir las bases históricas y la viabilidad de la democracia en la región.

Es interesante notar que la ampliación de los estudios sobre las dictaduras fue de la mano de la intensificación de dos diálogos historiográficos. En primer lugar, de una cierta conversación sudamericana que descansó tanto en una evidente voluntad comparativa como en la percepción de que entre esos regímenes autoritarios había algún aire de familia (en sus argumentos autolegitimantes, en sus modos de operar, en el accionar de los actores políticos y militares y/o en el vínculo con Washington) que invitaba a evaluarlos de manera conjunta[64]. Y en segundo lugar, con una mayor interacción de la historiografía sudamericana con la española. En particular, el estudio que los historiadores españoles han hecho del problema del consenso producido (y obtenido) por el régimen franquista y por otros gobiernos fascistas ha quedado en los últimos años en una posición relevante en las preocupaciones sobre el pasado dictatorial[65]. A su vez, también ha estimulado el despliegue de proyectos de investigación y de publicaciones conjuntas que han contribuido a acercarse de manera más integral a la naturaleza de las dictaduras en España, Portugal y América y sus relaciones con distintos grupos sociales[66]. Ello ha abierto la puerta al estudio de otras facetas de la política pública dictatorial, algo distantes respecto de las actividades exclusivamente represivas. Contamos con análisis sobre la política universitaria[67], sobre la política social[68], sobre la política de vivienda[69], políticas de conmemoración y celebración[70], e incluso sobre el impacto de la reforma agraria llevada adelante desde 1969 por la dictadura en Perú[71].

La historiografía sobre las dictaduras ha oscilado entre dos tentaciones interpretativas. La primera es el anhelo de encontrar, o más bien colocar en primer plano, los rasgos compartidos por diferentes regímenes autoritarios. Entre esos elementos comunes se cuentan las crisis sociopolíticas y económicas que antecedieron a los golpes de Estado y las transformaciones institucionales y doctrinarias vividas por las Fuerzas Armadas bajo el influjo de Washington y la doctrina de la seguridad nacional. La segunda tentación es la contraria, y consiste en destacar las características diferenciadoras de las dictaduras, cuya incidencia sería tal que obligaría a abandonar la propia idea de dictaduras latinoamericanas. En su lugar, se utilizan clasificaciones de los tipos de dictadura («neosultanista», «fundacional», «comisaria», «institucional», «neoliberal», etc.), que ponen el acento sobre las particulares relaciones con la sociedad y los partidos políticos, la mayor o menor voluntad reformista y el margen de maniobra para llevar adelante sus planes. Ello conduce a la adopción de esquemas de periodización y de diálogos historiográficos que obedecen a una escala que es más nacional que continental.

VII. BALANCE DE UNA RENOVACIÓN HISTORIOGRÁFICA[Subir]

En 1989, Hilda Sábato presentó Capitalismo y ganadería en Buenos Aires, un libro que recogía una investigación de muchos años sobre el desarrollo de la ganadería ovina en Buenos Aires a mediados del siglo xix: tierras, mercado de trabajo, salarios, precios de la lana y corrimiento de la frontera agrícola eran algunos de los temas abordados en un libro que pronto se convirtió en una pieza destacada de historia social y económica argentina y que remitía a temas que habían preocupado a la historiografía en América Latina desde fines de los años sesenta: la clase obrera, la esclavitud, la proletarización, la constitución de economías de exportación y las vías de industrialización[72]. Una década después de la publicación de Capitalismo y ganadería, Sábato publicó otro libro que testimoniaba cuál había sido su viraje de la historiografía latinoamericana en los años noventa: La política en las calles, dedicado enteramente a temas de historia política en la ciudad de Buenos Aires entre 1862 y 1880: elecciones, prensa, movilización, máquinas partidarias y liderazgos políticos[73]. El recorrido bibliográfico de esta historiadora ilustra de una manera contundente que los estudios sobre las prácticas y los imaginarios de la política han ganado un enorme peso en los análisis historiográficos en comparación con el que tenían antes de los años noventa: entonces predominaban las temáticas de historia social y económica y una narrativa estructural, cuyo mito fundacional bien podría ser la creación en 1968 de la Comisión de Historia Económica del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) bajo el liderazgo de Enrique Florescano y de Álvaro Jara[74]. En los últimos treinta años la historia estructural socioeconómica le dejó espacio a un mayor interés historiográfico por la experiencia de los —más diversos— sujetos y, sobre todo, por la dimensión subjetiva que habitaba esa experiencia. Ese desplazamiento condujo también a otro: el del interés por la historia colonial —ideal para el estudio de fenómenos económicos longue durée— a otros períodos en los cuales la contingencia, las decisiones políticas y el corto plazo mandaban el ritmo histórico, como fueron las décadas revolucionarias de 1810 y 1820 o el segundo tercio del siglo xx.

Ese ha sido el telón de fondo de la renovación y del éxito de la nueva historia política que este artículo ha intentado describir, y que ha dejado a la vieja historia política restringida a instituciones más tradicionales (como las academias nacionales o los espacios de formación de las Fuerzas Armadas). En los últimos treinta años se ha alterado completamente el panorama general sobre las formas, los límites y el contenido de la ciudadanía en el continente desde la salida del orden colonial a la actualidad. Es por ello que hoy contamos con una imagen más precisa de las maneras con las cuales se fue construyendo —y a veces ocluyendo— una esfera pública, de definición de los asuntos de interés general, cuya fisonomía no puede reducirse, al momento de ser explicada, a lecturas institucionalistas o legalistas ni tributarias de determinaciones socioeconómicas. En todo caso, la historiografía latinoamericana hoy tiene más conciencia de la multiplicidad de intereses y prácticas políticas de los sectores populares a lo largo de la historia, intereses y prácticas que no se reducían a aquellas que las teorías sociales de inspiración marxista habían imaginado y prescripto décadas atrás, esto es, las que expresaban el rechazo in toto del sistema de dominación social. La historia política ha mostrado que los sectores subalternos resistieron en muchos casos, pero en muchos más se integraron al juego político desde posiciones periféricas y poco autónomas e intentaron aprovechar los márgenes de negociación de la obediencia y de la lealtad, así como los sentidos de la pertenencia a la unidad política (sea la nación, el municipio o el partido). Y tampoco parecen sobrevivir hoy las lecturas liberales e institucionalistas que veían en el siglo xix un caos o una degeneración de lo que debería ser un orden cívico de individuos. Como señaló Morelli (‍2007: 126-‍133), la historiografía de los fenómenos políticos del siglo xix ha permitido relativizar la tesitura de que a la independencia le sucedieron años de anarquía, caos y tiranías a los cuales pusieron final los regímenes oligárquicos a fines de esa centuria; más bien, lo que se observa, sostenía esta historiadora, es que esa estabilidad fue «el resultado de varios decenios de esfuerzos y de tentativas encaminadas a edificar regímenes políticos viables» que articulaban prácticas y valores tradicionales y modernos. La política era tumultuosa y ruidosa (mítines, elecciones, alzamientos, prensa facciosa, etc.) porque la vida política americana descansó casi constantemente sobre el principio de representación popular, lo cual implicaba para las elites tolerar alguna forma de participación subalterna que no era completamente neutralizable. Y a la hora de revisar problemas de historia política del siglo xx, la historiografía parece inclinarse hacia la impresión de que las estructuras socioeconómicas restringían o habilitaban oportunidades, pero de ninguna manera determinaban resultados políticos, los cuales parecen comprenderse mejor por las capacidades de los actores sociales y políticos para actuar y para comprender desde sus particulares experiencias. Las explicaciones sobre los populismos clásicos cada vez más ponen el acento sobre la capacidad de los trabajadores para imponer límites o condiciones a la alianza con los gobernantes, de la misma manera que la historiografía sobre las dictaduras viene remarcando cada vez más las irreductibles particularidades de cada uno de los regímenes autoritarios que asolaron a América Latina entre 1964 y 1989.

NOTAS[Subir]

[1]

El autor integra el PID2020-113492RB-100 «Territorios de la memoria: otras culturas, otros espacios entre Europa y América Latina, siglos xx y xxi» (UNED, España, 2019/2022) y el proyecto «La historia como disciplina escolar: transformaciones recientes en los saberes, materialidades y prácticas en el nivel secundario» (PICT 2017-‍1311, MinCyT, Argentina, 2019/2022). Agradece los comentarios de Ana Clarisa Agüero, Alejandro Cattaruzza, Maud Chirio, Patricia Funes, Marisa González de Oleaga y Fabio Wasserman al momento de pergeñar este artículo.

[2]

Malerba (‍2010)

[3]

Cardoso y Faletto (‍1969).

[4]

Cardoso y Pérez Brignoli (‍1979).

[5]

Florescano (‍1971).

[6]

Como expresó José del Pozo (2017: 172) respecto de su formación como historiador en los primeros años sesenta en la Universidad de Chile, allí desarrolló «un imaginario con ideas sacadas del marxismo, sobre imperialismo, lucha de clases, movimiento obrero».

[7]

Sewell (‍2005).

[8]

Para ilustrar el proceso, véase la variación en el número de ponencias presentadas en la más importante de las reuniones de historiadores en Argentina, las jornadas Interescuelas-Departamentos de Historia que se realizan cada dos años. En 1997 hubo 37 mesas temáticas, pero en 2013 sumaron 128: el número de ponencias presentadas fue de 276 y 2001, respectivamente (‍Bohoslavsky, 2016: 105).

[9]

Sábato (‍2015:142).

[10]

En el año 2018, en Brasil la mitad de las personas que terminaron una maestría en historia y el 45 % de las que terminaron doctorado en historia eran mujeres (‍Bürgel Borsato, 2018).

[11]

Mignolo (‍2007); Quijano (‍2000), y Rivera Cusicanqui (‍2010). Dos compilaciones que retoman a los más importantes debates de la perspectiva decolonial son la de Castro-Gómez y Grosfoguel (‍2007) y la de Walsh et al. (‍2002).

[12]

Finocchio (‍2010). Ello implicó que las universidades debieran modificar los planes de estudio de las carreras del profesorado de Historia y demandó la incorporación a sus planteles de profesores de Historia de África y de Historia Indígena.

[13]

Ribadero (‍2019) sobre la convergencia historiográfica entre colegas estadounidenses y cubanos en el último cuarto de siglo.

[14]

Águila (‍2012: 32).

[15]

Wasserman y Malerba (‍2018:13) y Gruzinski (‍1994).

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Sábato (‍2015:139).

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Petra (‍2017) y Rivera Mir (‍2018).

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Deves Valdes (‍2007); Gilman (‍2003); Marchesi (‍2019); Kent Carrasco (‍2020), y Palieraki (‍2018).

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Bertonha y Bohoslavsky (‍2016).

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Sessa (‍2013).

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Semán (‍2017).

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Guerra (‍1988, ‍1993) y Chust y Serrano (‍2007).

[23]

Palti (‍2007).

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Morelli (‍2007:127). Por ejemplo, el lbro de Guerra y Lempérière (‍1998).

[25]

Goldman (‍1992) y Hebrard (‍1996).

[26]

Altamirano (‍2010) ofrece un conjunto de textos de algunos de los principales animadores de este campo.

[27]

Chiaramonte (‍2004 y ‍2010); Annino y Guerra (‍2003); Caetano (‍2013), y Goldman (‍2008).

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González de Oleaga (‍2000).

[37]

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[66]

Chaves Palacios (‍2010) y Costa Pinto y Palomanes Martinho (‍2013).

[67]

Patto Sá Motta (‍2014) y los artículos contenidos en el dossier coordinado por Rodríguez y Pérez Navarro (‍2015), como el de Markarian (‍2015) sobre Uruguay.

[68]

Castro Gomes (‍2002) y Gomes (‍2016).

[69]

Gomes y Silva Rodrigues de Oliveira (‍2021).

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Sábato (‍1989).

[73]

Sábato (‍1998). Y ese camino de transformación de una historiadora cuyas temáticas de interés eran sociales y económicas a una historiadora de la política queda concluido —y consagrado— con la publicación en 2021 de Repúblicas del Nuevo Mundo (‍Sábato, 2021). Una valoración del libro en Bragoni (‍2022: 6).

[74]

Sábato (‍2015:136) y Malerba (‍2010: 52 y ss.).

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