La fundación del Partito Popolare Italiano (PPI) en 1919 se desarrolla en un contexto político altamente radicalizado. Diez años antes, el manifiesto futurista de Marinetti había reclamado la demolición de las viejas instituciones que ordenaban las relaciones sociales, mientras glorificaba la guerra como fuente de expiación de los pecados burgueses. La Asociación Nacionalista de Enrico Corradini sumergía al individuo en el sueño de la nación orgánica: «El individuo aislado, las masas amorfas e inorgánicas de individuos que todavía gobiernan nuestra vida, son la nada». El socialismo revolucionario seguía confiando en el advenimiento de una sociedad sin clases previa instalación de la dictadura del proletariado. ¿No había apóstoles de la democracia? ¿Quién iba a defender el método de la libertad? Fue un sacerdote católico (¿una ironía?) el que iba a proponer la renovación del Estado sobre la base de tres principios: el respeto a la personalidad humana, el sufragio universal y la descentralización de la autoridad política.

El pensamiento de Luigi Sturzo es el objeto de estudio del profesor Flavio Felice (I limiti del popolo: democrazia e autorità politica nel pensiero di Luigi Sturzo). El elemento central que va a vertebrar la obra es la radical diferencia que establece el autor entre el pueblo-nación sturziano y el pueblo del populismo. Si para el segundo este tiende a fundarse bajo el signo de la unanimidad, el sostenido por el popolarismo «considera la comunidad política una asociación voluntaria de personas que intentar organizar el poder, limitándolo» (p. 41). La filosofía del senso del limite defendida por el líder del PPI tiene en común con la teoría liberal el miedo que suscita la absolutización del dogma de la soberanía nacional rousseauniano. Asume que cualquier orden humano que se diga legítimo nace de la reunión y el consentimiento libre de los ciudadanos. Pero tan importante es señalar la titularidad de la soberanía como la de institucionalizar un conjunto de límites políticos, orgánicos y morales si no se pretende la instauración de un régimen despótico o la disolución de la individualidad en la «pancolectividad designada con los nombres simbólicos de nación, clase o raza» (Sturzo, El Estado totalitario).

Este proceso de «desarticulación de la soberanía» (p. 58) en distintos órganos y formas de intermediación política es la clave de bóveda de toda la reflexión sturziana. Es interesante, por ejemplo, la función que otorga a la monarquía, en clara sintonía con la teoría del poder neutro de Constant. El valor de la democracia, por tanto, no reside tanto en proporcionar un criterio mayoritario a las decisiones públicas, sino en la capacidad que «muestran sus instituciones y sus estructuras sociales de corregir los eventuales errores y las leyes equivocadas o no adaptadas al sentir común» (p. 107). Contra la eticidad otorgada por Hegel al Estado, y que acabará dando forma a la famosa construcción fascista «todo en el Estado, todo por el Estado», Sturzo contrapone una visión poliárquica de la realidad, formada por diversos centros de poder (la economía, la religión, el sindicalismo) que también concurren a la formación de la voluntad colectiva. No es descabellado afirmar que a Luigi Sturzo el tan cacareado lema contemporáneo de «lo personal es político» le generaría absoluto rechazo.

Otra cuestión tratada en el libro —aunque tal vez no con el espacio que merece (pp. 296-299)— es la crítica del popolarismo a la democracia organicista defendida en el tradicionalismo católico. Y véase que el pensador siciliano opta siempre por identificar su modelo de convivencia con el nombre de democracia orgánica. ¿Cuál es la diferencia? Sturzo es enormemente claro en el inicio de su La società: sua natura e leggi (1935). La realidad primaria del orden social es el individuo, que resuelve su naturaleza sociable con la constitución de grupos o cuerpos intermedios destinados a contribuir al bien común. Entre los cuerpos intermedios, caben destacar el Parlamento (mostrará admiración por el funcionamiento anglosajón), los partidos, el asociacionismo civil o la separación de poderes. Es interesante por cuanto no reconoce ni a la voluntad divina ni al Estado la capacidad de constituir el orden social infalible. Invierte los términos cuando afirma que «no es el Estado el que crea un orden ex nihilo, ya que la política no puede crear la ética; pero es el Estado el que reconoce un orden ético-social que los hombres elaboran y expresan porque son sujetos racionales». (Sturzo, La società: sua natura e leggi). En el debe de Flavio Felice queda no abordar la relación entre política y religión. Y es que en el famoso Congreso del Partito Popolare Italiano de 1919, el que fuera secretario general va a ser muy claro al respecto: «Es superfluo decir por qué no nos hemos llamado partido católico: los dos términos sin antitéticos; el catolicismo es religión y universalidad; el partido es política y división» (Sturzo, I discorsi politici). Se ha señalado este argumento como el gran obstáculo para la efectiva nacionalización del catolicismo. O lo que es lo mismo, la imposibilidad de unir en el discurso público el carácter universalista del reino de Dios en el particularismo nacional, con los consecuentes problemas de integración de la religión católica en el proceso de modernización. Precisamente es esta división la que permite al popolarismo de Luigi Sturzo mostrar una visión claramente nacional de política moderna, viendo en la política un espacio legítimo —aunque no el único— donde pueden contenerse los conflictos humanos, y en la nación-pueblo «un medio por el cual las personas se sirven para la consecución de sus fines políticos y nunca un fin en sí mismo» (p. 224).

La crítica de Sturzo al totalitarismo también es tratada por Felice (p. 240-294). Para quien tenga interés en el tema, se recomienda la lectura de su texto El Estado totalitario (1935), publicado en la revista española Cruz y Raya desde el exilio londinense. El sacerdote de Caltagirone lo considera un sistema monista, que subordina la comunidad humana a una única doctrina aprehensible y considera al Estado la fuente absoluta del derecho. Considerar a Luigi Sturzo un intelectual antifascista merecería un pequeño matiz. Desde luego, sufrió en sus carnes la violencia ideológica de régimen de Mussolini y denunció los efectos perniciosos que tenía para la concordia concepciones del Estado como la de Giovanni Gentile. Pero para él, el antifascismo no solo era un movimiento de oposición, sino que estaba íntimamente unido al método de la libertad y al ideal del gobierno representativo. Esto excluía al comunismo. Gueorgui Dimitrov declaró al fascismo, en el contexto de la VII Internacional, el mayor enemigo de la clase obrera y de su sueño emancipatorio. Pero la alternativa ofrecida —el marxismo-leninismo— seguía sin abandonar el monismo y la violencia revolucionaria. Luigi Sturzo era, ante todo, un pensador antitotalitatario.

En definitiva, I limiti del popolo sintetiza adecuadamente los trazos de la teoría política sturziana. El temor a la extralimitación del poder, el valor de una sociedad pluralista y la comprensión del fenómeno democrático como proceso inclusivo. Y recuerda, además, la vigorosidad de un catolicismo abierto y tolerante que no tuvo ningún problema en compartir objetivos con otras tradiciones de pensamiento. Vale la pena recordar este eclecticismo en un momento como el actual, muy proclive a la exaltación de las guerras culturales y a la expulsión del adversario de la esfera pública.