Nicolás Maquiavelo, en la medida en que su vida y obra contribuye a emancipar la acción y la reflexión política y abre, con ello, las puertas a la conformación de una esfera política autónoma y a la modernidad, atraviesa y enmarca no pocas de las grandes querellas de las sociedades contemporáneas. La afirmación es axiomática, aunque a menudo lo sea de forma velada o piadosamente omitida debido a las connotaciones negativas que acompañan a Maquiavelo: la de lo maquiavélico y lo maquiaveliano, la de la crueldad como compañera de las maneras eficientes y la de una prescindencia de lo absoluto y de la trascendencia que acarrearía la caída de la política en la amoralidad, cuando menos. Unas trabazones argumentales, estas últimas, compartidas tanto por parte de los enemigos seculares del florentino y su herencia como entre no pocas almas cándidas. Leandro Losada, en Maquiavelo en la Argentina, descorre las cortinas tras las que se oculta la obra y el personaje en un escenario concreto: el de la nación austral desde casi su momento constituyente hasta los años de la crisis y tribulación de la democracia liberal a partir de 1930, y la proyección de sus sinsabores a lo largo de las décadas siguientes.

Losada, historiador sólido, brillante estudioso del papel de las élites argentinas que cuajan en el universo liberal y burgués del ochocientos, de sus prácticas de sociabilidad y de sus estrategias discursivas, se enfrenta en este volumen al sentido dado a lo largo de más de un siglo a las lecturas, evocaciones y denuestos de Maquiavelo y a las adjetivaciones específicas con las que, como señalamos, se le evoca y distingue a él y a su influencia. No es el de Losada un ensayo de los que remitan a la recepción como categoría de análisis clásica. Su trabajo se sitúa en un plano acaso más acotado —ni las empresas editoriales ni los circuitos a través de los cuales penetra y se da a conocer la producción del autor florentino son atendidos más que tangencialmente, como, por poner un ejemplo, en el caso de la librería de Marcos Sastre para el inicio del itinerario—, pero no menos sugestivo: el de la circulación de autores y de ideas, el de la historia del pensamiento político en estrecha conexión, contextual y atenta a las circunstancias, con las coyunturas que se suceden en el ayer argentino. Con Losada el lector recorre los momentos vividos desde la conformación del Estado nacional a su obligada adaptación, revisión o reforma ante la emergencia de la sociedad de masas, las exigencias de estas, los cauces previstos para su integración —básicamente, y aunque no únicamente, leyes electorales que ampliaban el demos en un país condicionado, además, por ser uno de los grandes receptores de las migraciones masivas transatlánticas— y los riesgos que todo ello conllevaba para las raíces liberales de la república —observables en el ciclo abierto con la Ley 8871 durante la presidencia de Sáenz Peña, que establecía el voto secreto y obligatorio y obstruido, siquiera fuese en forma de paréntesis, con la ruptura del orden constitucional a raíz del golpe de Uriburu.

Nos hallamos, pues, ante una visión integral y sistemática de la acogida de Maquiavelo, de su obra y de los tópicos que la matizaban en el primer siglo de existencia de la Argentina. Losada muestra a lo largo del trayecto un conocimiento profundo de los lectores que se apropian del autor florentino —el grueso de ellos insignes integrantes de las élites políticas o de los progresivamente ampliados cenáculos culturales, círculos intelectuales y ambientes universitarios y las nuevas disciplinas que cuajan en la enseñanza superior—. También todo lo contrario —no es un campo para nada menor— en lo relativo a la incidencia de lo maquiaveliano entre quienes sin haber leído al florentino lo usaron en positivo o —más frecuentemente— en negativo, desde el rumor recogido en el aire o la maledicencia suspendida en las exhalaciones que acompañan de manera inevitable a la conformación de la esfera pública liberal. Todos ellos, lectores y receptores de oídas, fueron protagonistas del quehacer argentino. Losada nos recuerda que desde la generación del 37 en adelante Maquiavelo será aducido como un referente en el análisis y la definición del poder, la libertad, el orden y el conflicto, la defensa de la democracia o el horror a la misma. Un autor, Maquiavelo, de cuya obra se desprende el material que ayuda a los tiranos o —alternativamente— para más adelante el que previene a los ciudadanos de la república liberal y de la futura democracia de los poderes arbitrarios.

El libro se estructura en tres actos. El primero se ocupa de desvelar el sentido del recurso a Maquiavelo en un siglo xix que se alarga hasta 1910. El viaje se inicia en la compañía de tres figuras prominentes de la generación del 37: Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Otra sombra que la de Maquiavelo —no menos problemática, por cierto— les ocupa; dos tenebrosidades que presiden el momento posrevolucionario. Por un lado, Juan Manuel de Rosas, epítome de la tiranía enemiga de la libertad, déspota y avalador inmisericorde del principio de que el fin justifica los medio. Por el otro, y no menos amenazador para el propósito liberal, la del despotismo del pueblo, la de la continuidad del hecho revolucionario a cargo de otros actores diferentes. El recelo hacia Maquiavelo se imbrica en clave liberal con la prevención para con Rousseau. En palabras de Losada, las invocaciones a la obra del primero se suceden en ese primer momento para nombrar los males que obturaban la organización política y constitucional y la afirmación de la Argentina como nación moderna.

El siglo no se detiene en ese momento en el que lo prioritario era el control de la revolución y sus efectos, la liquidación de la guerra —funcional a la arbitrariedad del tirano o del vulgo, ya fuese en su modalidad de conflicto interno o externo— y la contención del pueblo reduciéndolo a un papel subalterno. Con cierta brevedad, y dando un salto, este capítulo nos lleva hasta finales de antepasada centuria, cuando autores como Leandro Alem, dotados de una agenda distinta y no contrapuesta in toto con la de la de los padres fundadores, procederán a estigmatizar a un pensador al que asimilan a lo europeo. Y, muy concretamente, a lo europeo del siglo xvi. A lo viejo. Maquiavelo equivale al hecho —que no al derecho— liberal y en personalidades como Alem incipientemente democratizador, que ha procurado contener, modificar, hacer salir al hecho del terreno de la fuerza y de lo inescrupuloso. Tan clarificadoras resultan estas continuidades valorativas como, en sentido opuesto, aquellas que entre siglos, en el contexto del desarrollo de una cultura científica que encuadraba el potente despliegue autóctono de disciplinas como la sociología o la psicología social, entre otras. Hablamos de las que introdujo Ernesto Quesada junto a otros miembros de su generación en el juicio de lo maquiavélico y, por supuesto, en la evaluación de Rosas, que junto a la de Julio Argentino Roca seguía siendo a esas alturas la gran cuestión. Y la gran cuestión pasaba a ser para no pocos de los ensayistas del momento la de una filosofía política que avalaba el rol de Maquiavelo en la concepción moderna del Estado y de la exigencia de su salvación, habida cuenta de la plena compatibilidad de este con la libertad —véanse, por ejemplo, las páginas dedicadas a Martín García Mérou—.

Ya en este tramo inicial, el autor se interroga por la cuestión de la vigencia. La pregunta, lejos de abocar a Losada al presentismo o al anacronismo en cualquiera de sus formas, le abre las puertas a la posibilidad de disponer de una concepción de la historia y de su narrativa, liberada de la noción lineal de progreso, mucho más ligada a la contingencia que a la supuesta necesidad y, en relación a lo argentino —y me atrevería a decir que cabría un ejercicio similar para el pensamiento político español y su incidencia en los debates concretos— marcada antes por el pasado nacional que por modelos universales de aplicación mecánica, en particular en las grandes crisis.

En la segunda y tercera parte del volumen entramos de lleno en el siglo xx y constatamos la proliferación de aclimataciones de un Maquiavelo en relación con el cual la atención se multiplica y se concreta. Pasamos de la alusión dispersa a la elaboración sistemática de ensayos, libros y artículos. Por lo demás, y no resulta ser un dato en absoluto menor, se independiza de los automatismos previos. Estos dejan de atenderse. Los clivajes ideológicos dejan de ser determinantes en las lecturas de El Príncipe o de los Discursos. Católicos y liberales, nacionalistas, republicanos y demócratas podrán todos ellos proceder al elogio o al anatema del autor, de su visión de la historia y de las raíces y consecuencias de su pensamiento político. Losada aduce de manera convincente un par de razones como punto de partida para este interés sustantivo. Razones, por lo demás, interconectadas: la celebración de un aniversario, el de los cuatrocientos años del fallecimiento de Maquiavelo, que facilita las traducciones y multiplica las ediciones; estas, a su vez, inciden sobre un campo universitario renovado y expandido por las universidades de Córdoba, La Plata, el Litoral… La reforma universitaria de 1918, no siendo la única de las causas, enmarca la apertura de cátedras de Derecho Político, así como de otras especialidades académicas en ciencias sociales o económicas por todo el país, y procura la proliferación de discusiones eruditas que se ven condicionadas, en cualquier caso, por las circunstancias de rápido colapso de ese vínculo virtuoso que, por unos momentos, sectores nada desdeñables de la esfera pública argentina creen posible establecer entre liberalismo, republicanismo y democracia. El uso acrítico o simplemente impreciso de las categorías políticas se ve sustituida por una mayor fidelidad etimológica. El rasgo no deja de estar presente tanto en quienes sustentan la afirmación de que un sistema republicano genuinamente representativo a través del sufragio popular puede preservar los derechos del individuo, como entre quienes, en clave católica y/o nacionalista verán en la ausencia de lo absoluto, en el problema de la secularización, la causa por la que la renovada modernidad de Maquiavelo puede coadyuvar o legitimar a la deriva que hará posible la versión moderna de la tiranía: el fascismo.

La nómina de lectores y autores atendidos por Losada es amplia e incluye las primeras figuras de las generaciones que abordan en tanto que espectadores volcados en la acción y convertidos en actores de debates para nada ajenos a la cambiante condición política e institucional en los años previos y posteriores al yrigoyenismo. Su reproducción resultaría imposible en esta nota, pero abarcan desde José Ingenieros y Carlos Sánchez Viamonte a Ernesto Palacio o Julio Irazusta para seguir, en el tiempo, hacia adelante. De particular interés para el lector español, y de más que remarcable utilidad para la historia del pensamiento político católico también en nuestro país resultan las páginas dedicadas a las reacciones que en los medios neotomistas —un fenómeno, como dice Losada, de alcance internacional— se dan frente a la absolutización de la política. El último tramo del recorrido propuesto en la obra nos lleva a verificar las tensiones últimas del realismo político en Maquiavelo, de nuevo el problema de la libertad, y la glosa profunda de las aportaciones de Mariano De Vedia y Mitre, posteriores en el tiempo, pero claves en la comprensión de lo leído hasta ese momento —con su certera evaluación de la noción de virtud tanto como de una razón de Estado orientada a la defensa de la libertad, no a su limitación—, y de José Luis Romero sobre el Maquiavelo historiador e inmortal.

Sirvan las pocas figuras citadas en esta nota para constatar que, siguiendo el camino trazado para los decenios centrales del ochocientos, Losada procede combinando las dos variables que condicionan las lecturas y los usos sinuosos de Maquiavelo: la de las tradiciones ideológicas y la de los cambios temporales. El libro no es una mera reconstrucción cronológica. Losada nos propone un problema, y el reseguir los usos de Maquiavelo como un medio. El problema es el de la confrontación de larga duración entre una Argentina liberal y una Argentina antiliberal, con la ausencia o la insinuada presencia del pueblo como telón de fondo.

Acaso el lector de esta nota haya intuido que el ejercicio analítico que procura Losada trasciende lo argentino y ayuda a entender mejor el tránsito en cierta medida fallido del liberalismo a la democracia en el primer tercio del siglo xx —en el tiempo medio de la contemporaneidad, el que va de las revoluciones liberales—, la complejidad de los conflictos registrados entre los impulsos de la libertad y los espacios (y los métodos) del poder. Ciertamente Maquiavelo, el personaje y la obra, marcada esta última por lecturas imprecisas cuando no simplemente procuradas de oídas, se constituyen en claves de legitimación tanto como de críticas de la acción política. Todo ello, por lo demás, con independencia de la arquitectura institucional en que dicha acción tenga lugar y, diría, aunque en este punto la geografía es precisa, con múltiples posibilidades de incidencia explicativa para lo acaecido en otros espacios. Dicho de otro modo, el resultado de la investigación, la lectura y la escritura de Losada nos permite captar tanto «lo universal abstracto» como «lo particular concreto». La fórmula es de Irazusta, en su Tito Livio, una de las muchas obras glosadas a lo largo de su recorrido por Losada. Lo coyuntural se relaciona con lo que se proyecta a lo largo de décadas, lo argentino se detalla al tiempo que se intuye lo acaecido en otros universos políticos con los que el austral es territorio de transferencias de todo tipo, también culturales. Losada atiende a los argumentos maquiavelianos tanto si tienen lugar en estrecha conexión con la reflexión y la acción política como si lo hacen en el terreno de la indagación historiográfica o en el del debate filosófico marcado por la voluntad de prescindencia de lo coyuntural hace un sistemático recorrido por los usos, en la arena política de la república que emerge tras la independencia y en los círculos intelectuales que la ocupan a lo largo de más de un siglo de la obra y, las más de las veces, de la silueta de Maquiavelo.

La obra se inscribe, de forma analíticamente modélica, en el doble circuito de las reflexiones sobre la historia intelectual y la del complejo análisis del despliegue de la república liberal y de la crisis de esta a raíz de la irrupción de las masas en la palestra política y de la aparición de nuevas amenazas contenidas, con otros rasgos, en los años treinta y cuarenta del siglo xx. La constante, en el tiempo medio, acaso se halle en la pertinacia, como venimos recordando, de las incertidumbres generadas por la revolución y el difícil balance, en su seno, entre orden y libertad, entre los impulsos en pro de esta última y los espacios y métodos del poder.