RESUMEN

Durante el reinado de Isabel II, con la excepción de la etapa del Bienio Progresista, desaparecieron las fiestas cívicas. Después, la renovación del carnaval convirtió la fiesta en un espacio de movilización popular en el que un grupo de disidentes del régimen isabelino restauró un ritual inspirado en las fiestas cívicas de la Revolución Liberal. La popularidad de la fiesta del carnaval en el primer lustro de la década de los sesenta debe interpretarse en función del contexto de proliferación de fiestas progresistas dedicadas a San Baldomero y de las fiestas nacionales de las monarquías liberales. Por tanto, el carnaval devino en una fiesta cívica popular en la medida que su renovación fue impulsada por un grupo de profesionales republicanos dedicados a la prensa, al ocio y a la cultura. El éxito de la renovación de la fiesta se basó en la capacidad de implicar a la industria del ocio, que vio en la fiesta la posibilidad de atraer a sus establecimientos a los sectores populares urbanos y tejer una red de solidaridades entre sociedades recreativas, educativas y culturales. La dimensión filantrópica de la fiesta, heredera de las fiestas cívicas, contribuyó a reforzar los lazos de solidaridad entre las clases populares, los grupos profesionales de republicanos y las élites progresistas, sin que esto despertara los miedos de las élites conservadoras.

Palabras clave: Fiesta cívica; carnaval; ocio urbano; republicanismo; cultura liberal progresista.

ABSTRACT

During the reign of Elizabeth II, with the exception of the Progressive Biennium stage, the civic festivals disappeared. Later, the renewal of the Carnival turned the festival into a space for popular mobilization in which a group of dissidents from the Elizabethan regime restored a ritual inspired by the civic festivals of the Liberal Revolution. The popularity of the Carnival festival in the first five years of the 1860s must be interpreted in terms of the proliferation of progressive festivals dedicated to San Baldomero and the national holidays of the liberal states. Therefore, the Carnival became a popular civic festival to the extent that its renewal was promoted by a group of republican professionals dedicated to the press, leisure and culture. The success of the renewal of the festival was based on the ability to involve the leisure industry, which saw in the festival the possibility of attracting popular urban sectors to its establishments, and weaving a network of solidarity between recreational and educational societies and cultural. The philanthropic dimension of the festival, heir to the civic festivals, contributed to reinforcing the bonds of solidarity between the popular classes, the professional republican groups and the progressive elites, without awakening the fears of the conservative elites.

Keywords: Civic Festivals; Carnival; urban leisure; republicanism; progressive liberal culture.

Cómo citar este artículo / Citation: Roca Vernet, J. (2021). La movilización popular urbana a través de las fiestas cívicas y el carnaval: Barcelona, 1844-‍1868. Historia y Política, 46, 53-‍85. doi: https://doi.org/10.18042/hp.46.03

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. Una década sin fiestas cívicas
  5. III. Bienio Progresista (1854-‍1856): el renacimiento de la fiesta cívica
  6. IV. Las celebraciones progresistas y la herencia de las fiestas cívicas
  7. V. Las fiestas de los sesenta: el carnaval, la fiesta popular más cívica
  8. VI. Conclusión
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Las fiestas cívicas o nacionales significan el surgimiento de un sentimiento moderno de solidaridad e identidad nacional que se vincula a símbolos y rituales que representarán los valores de la religión civil sacralizados por la patria. La religión civil se conforma a partir de los discursos y la predisposición del comportamiento político tanto en valores como en proyección normativa, y dota de simbolismo y codificación religiosa la formación y afirmación de la comunidad nacional. Los trabajos sobre la fiesta cívica o nacional son muy recurrentes en Europa y América Latina, y la mayoría parten de la obra seminal de Mona Ozouf sobre la fiesta revolucionaria francesa, en la que constató las diferencias entre los que concibieron intelectualmente la fiesta y la descripción de su realización. Los estudios de Ozouf[1] ponían de relieve la continuidad que hubo entre los rituales festivos de antes y después de la Revolución francesa. Olivier Ihl[2] interpreta la fiesta republicana en Francia como una caja de resonancia de los principios del régimen o aspiraciones de la población, así como de la participación y adhesión al régimen. También han sido analizadas las manifestaciones de la oposición al régimen imperial a través de los trabajos de Sudhir Hazareesingh[3]. Finalmente, los estudios de Nicolás Mariot[4] revelan las recetas que se aplicaban a la fiesta para alentar los comportamientos de exaltación y aclamación.

En otros países la historiografía se ha ocupado de analizar la fiesta nacional en el siglo xix y xx, siempre como una forma de valorar el éxito o fracaso de los procesos nacionalizadores y de construcción del Estado liberal. Los trabajos más relevantes desde una perspectiva comparada son los de Maurizio Ridolfi[5], Gabriella Elgenius[6] y María García Sebastiani[7]; y para España los estudios de José Álvarez Junco[8], Javier Moreno Luzón[9], Christian Demange[10], Juan Francisco Fuentes[11], David Marcilhay[12] y Jordi Roca Vernet[13]. La mayoría de estos trabajos se han ocupado de la fiesta en una dimensión simbólica en la que la comunidad política se ve autorrepresentada, por lo que forma así un sistema simbólico-ritual que representa la nación. Estos estudios se han centrado en las últimas décadas del siglo xix y principios del xx, e interpretan cómo estas ceremonias políticas implicaron una adaptación de rituales precedentes, mayoritariamente monárquicos, con los que se consiguió influir en la formación de la opinión pública y se tendió a una secularización de la mentalidad popular. En los últimos tiempos en España se ha trabajado sobre la fiesta como una expresión de los valores constitutivos de la comunidad política y una autorrepresentación social que facilitó una relación más cercana y emocional entre el monarca y los súbditos. Recientemente se han publicado distintos trabajos que refuerzan la idea de cómo la nación española se fraguó en el monarquismo banal del reinado de Isabel II[14], relegando a un lugar secundario la tradición revolucionaria de las fiestas cívicas[15].

La perspectiva de análisis de esta investigación se fundamenta en el estudio desde abajo de los procesos de movilización, la reformulación de los distintos significados de los rituales en función de su contexto y la resignificación de la política en el mundo popular urbano. También pretende ofrecer una interpretación contextualizada del significado de los símbolos y rituales que permita comprender mejor su proyección y a su vez limite análisis excesivamente centrados en el dirigismo de las élites. Este trabajo quiere dar respuesta a la cuestión de cómo se politizaron en clave progresista y republicana las clases populares durante la década de los sesenta, y también ayudar a comprender por qué el republicanismo tuvo tanta presencia en espacios como Barcelona entre 1868 y 1874[16]. Por otra parte, esta investigación analiza la relación de la fiesta con la creación de espacios públicos destinados a la diversión popular, nuevas formas de sociabilidad y la mercantilización del ocio que, como apunta Jesús Cruz[17], fueron objetivos comunes de los grupos sociales dominantes del mundo occidental.

La hipótesis de este estudio es que el republicanismo y el progresismo democrático consiguieron movilizar a las clases populares urbanas a través de nuevas formas de ocio popular como el carnaval, que reformulaba la cultura liberal progresista, lo que permitió la proliferación de un discurso disidente con la monarquía borbónica. La fiesta popular se nutrió de contenidos cívico-políticos en el contexto de la década de los sesenta en el que proliferaban las fiestas monárquicas con connotación política, lo que facilitó la interpretación del carnaval en clave cívico-republicana. Mientras la monarquía convirtió los viajes de la familia real en una nueva forma de fiesta monárquica itinerante, demócratas progresistas y republicanos utilizaron el carnaval para cuestionar el régimen isabelino, vertebrar redes de solidaridad popular a través de la fiesta y las acciones filantrópicas derivadas de esta, y asentar los mecanismos de movilización de la ciudadanía.

El objetivo de este artículo es demostrar que el proceso de privatización del ocio popular contribuyó a renovar el carnaval, lo que transformó el ritual festivo: integró elementos procedentes de las fiestas cívicas de la Revolución Liberal y otorgó un significado más político, aunque fuera menos transgresor socialmente, al adoptar unas formas cívicas en el espacio público del gusto de las élites sociales y políticas[18]. Para acometer este propósito se analizarán la prensa, los panfletos, los dietarios y la documentación municipal con el objetivo de ver qué fiestas cívicas se celebraron después de que Isabel II accediera a la mayoría de edad, y cómo se renovó la fiesta del carnaval en Barcelona. Los resultados se pondrán en relación con las investigaciones sobre la privatización del ocio a través del desarrollo de teatros, salas de baile, jardines, cafés-teatro, etc. El espacio de análisis es Barcelona porque, como afirma Jesús Cruz, fue la ciudad preeminente en el desarrollo de las iniciativas de modernidad urbana en la España del siglo xix[19], a lo que podríamos añadir que la mayoría de ellas fueron instigadas por iniciativa privada o de la sociedad civil.

II. Una década sin fiestas cívicas[Subir]

Durante la década moderada (1844-‍1854) desaparecieron la mayoría de las fiestas cívicas o nacionales que se habían instituido básicamente durante la última etapa de la Revolución Liberal (1808-‍1843): el Trienio Progresista (1840-‍1843). Aquellos habían sido unos años de una renovación del ritual político liberal y alcanzaron un nivel de complejidad y de representatividad social inaudito hasta entonces. La intención de la reina no fue volver a la situación anterior a 1840, por lo que quiso transmitir una imagen de continuidad que en nada se correspondía a la realidad de un régimen que había demostrado su naturaleza represiva después de la derrota del progresismo centralista y popular en las calles de Barcelona en 1843.

Las fiestas cívicas dedicadas a la monarquía fueron las únicas que sobrevivieron y recuperaron el antiguo esplendor que habían perdido en Barcelona durante el Trienio Progresista. La fiesta más espectacular fue la dedicada a la mayoría de edad de Isabel II, que recuperó el ceremonial más tradicional, emulando la fiesta en la que se la nombró princesa de Asturias. Durante los años siguientes las fiestas monárquicas estuvieron dedicadas exclusivamente a los miembros de la familia real, aunque no tuvieron una proyección en el espacio público barcelonés. Estas fiestas monárquicas cambiaron significativamente después del Bienio Progresista, cuando desaparecieron las fiestas dedicadas a la reina madre o a la infanta María Luisa Fernanda y cobró protagonismo la fiesta de aniversario dedicada al príncipe de Asturias, Alfonso, el 28 de noviembre de 1857[20].

La centralidad de la figura de la reina en el ritual político alcanzó mayor relevancia a partir de 1844 con la institucionalización del recorrido que hacían la reina y la familia real desde el Palacio Real hasta las Cortes para celebrar la apertura y la clausura de la legislatura. La periodicidad y la solemnidad del ritual convirtieron aquellas fiestas en una suerte de fiesta nacional en la que se combinaba la representación de la nación liberal, monopolizada por el moderantismo, y la monarquía. De acuerdo con Oriol Luján[21], aquellas celebraciones consiguieron movilizar a la población madrileña, que percibía a la reina como un símbolo de la identidad nacional que ayudó a vincular la monarquía a las instituciones parlamentarias. Aquel proceso de identificación con las instituciones no se produjo de la misma forma en las provincias, donde —en opinión de Juan Antonio Inarejos[22] y de Luján[23]— fueron los banquetes en homenaje a los diputados los que reforzaron la vinculación con las instituciones liberales.

Las fiestas cívicas durante la Revolución Liberal, más allá de las expresiones de las diversas culturas políticas, también fueron un lugar en el que desplegar el ocio en el espacio público, en los bailes, juegos, desfiles, etc. El baile en la plaza pública fue uno de los principales mecanismos para generar entusiasmo cívico entre los ciudadanos, como también lo eran las expresiones festivas de la cultura popular local como los bailes de cotoners, los gigantes, cabezudos o los animales míticos de cartón o madera asociados a las fiestas de Corpus[24]. El triunfo de la revolución significó un cambio en las costumbres, multiplicándose el número de días en los que se celebraban bailes, pues las fiestas cívicas y el carnaval iban acompañados de bailes en la Lonja para los sectores acomodados y en La Patacada, un almacén al que los barceloneses acudían masivamente[25]. En los momentos de mayor efervescencia revolucionaria las nuevas formas de sociabilidad formal surgidas con el liberalismo, como eran las sociedades patrióticas y la milicia, organizaban bailes para recaudar fondos y financiarse e improvisaban salones de baile en los conventos desamortizados que se habían convertido en sus sedes sociales. Aquella práctica devino habitual en las etapas más progresistas de la revolución (1822-‍1823, 1837, 1841-‍1843), aunque a partir de 1837 lo más frecuente fue que los beneficios se dedicaran a financiar los batallones de milicianos organizadores[26].

Las expresiones de ocio popular se politizaban y servían para extender redes de solidaridad entre colectivos populares. En aquellos salones de baile confluían la sociabilidad formal y la informal, convirtiéndose en lugares promiscuos cultural e ideológicamente, en particular La Patacada, donde —como apuntaba el cronista Joan Cortada— todo se bailaba, ya fueran los bailes tradicionales payeses, los castañeados o los nuevos ritmos revolucionarios[27]. Aquel cambio en las costumbres prosiguió en los años posteriores, lo que despertó la ira de los sectores liberales, tanto progresistas como conservadores, que en algunas ocasiones consiguieron prohibir la polka u otros bailes modernos[28]. Aquellos bailes, como apunta Albert García Balañà[29], proyectaban una contrarrepresentación moral y social de las élites burguesas, por lo que se impulsaron medidas para proponer bailes más ajustados al orden social y moral, como eran los bailes coreados o cantados, impulsados por Anselm Clavé. Sin embargo, el negocio de los salones de baile era mucho más rentable con los primeros, por lo que los segundos proliferaron en otros espacios como los jardines. Así, Joan Lluís Marfany[30] afirma que junto a los bailes rítmicos o modernos también se popularizaron otros de origen andaluz (el fandango, la tonadilla o la copla) que se convirtieron en un éxito de público, aunque no estuvieron exentos de críticas entre liberales barceloneses, tanto progresistas como conservadores. La fascinación por el andalucismo durante la década de los cuarenta y cincuenta se asociaba a la multiplicación de los discursos nacionalizadores, y su proliferación se fundamentó en el éxito que tenía en las principales capitales europeas, donde el andalucismo se identificaba con la identidad española, vinculada al orientalismo sobre el que se fraguo el mito romántico de España, como ha explicado X. Andreu[31]. Consumir productos culturales andalucistas era una moda europea.

A mediados de los cuarenta algunos liberales barceloneses tacharon de impudente e indecente el carnaval, como el moderado Josep Sol i Padrís[32], y Joan Cortada reclamaba decoro y decencia al afirmar que «el pueblo se entrega al júbilo y al placer, y alborota y grita; mas a pesar de las licencias que se permite y que dejamos apuntadas, rara vez da lugar a la mediación de la autoridad para prevenir un lance o para castigar un crimen. Los elementos de cultura existen en este pueblo; la oportuna dirección es la que ha faltado muchas veces»[33]. Aquel carnaval había sido abandonado mayoritariamente por las elites. En 1852, el gobernador civil Martín de Foronda y Viedma establecía algunas limitaciones a los bailes de máscaras y disfraces que se celebraba en Barcelona. Así, para celebrarse estos bailes era necesario solicitar una autorización y se explicitaba que estaban prohibidos los disfraces de «uniformes o trajes propios de las autoridades o institutos reconocidos, incluyéndose los de los ministros de la religión». También se prohibían los bailes en las calles o cualquier acción «que desdigan en lo más mínimo la cultura del pueblo barcelonés»[34]. Entre las élites y autoridades reinaba la desconfianza hacia el carnaval como un momento de descontrol social, como se puso de manifiesto en 1848 cuando llegaron las noticias de la proclamación de la república francesa. Así, el periódico El Fomento escribió: «Estábamos en tiempo de carnaval época de bromas y algazara, de grandes reuniones y de fiestas bulliciosas; y sin embargo que hubiera podido temerse que algunos maléficos aprovechasen en las actuales circunstancias para promover disturbios, el Ministerio y sus representantes han conservado una actitud digna y mesurada, las diversiones han seguido su curso»[35]. En definitiva, el carnaval se percibía como un momento ritualizado de recreación de las bullangas barcelonesas en el que la agitación popular se apoderaba de la ciudad y las consecuencias podían ser absolutamente imprevisibles.

Paralelamente, con la decadencia del carnaval se popularizaron nuevas formas de ocio, como fueron los teatros como espacio polifuncional. En el último lustro de la década de los cuarenta todo ello supuso un incremento del número de teatros en Barcelona, que de tres teatros estables en 1843 pasó a ocho en 1854[36], lo que generó una nueva forma de sociabilidad informal más segmentada, socialmente estratificada e impermeable. A menudo, aquellos teatros también se convertían en salones de baile que competían con los salones privados y los salones de casinos y ateneos donde también era una práctica habitual. Por otra parte, también surgieron los primeros jardines privados de la ciudad en los que se celebraban banquetes o se reunían las primeras sociedades corales[37]. También se multiplicaron los cafés, que se inauguraron a un ritmo vertiginoso entre 1847 y 1861 y se contaban por varias decenas[38]. El espacio público (calles y plazas) había dejado de albergar la mayoría de las expresiones del ocio popular de la ciudad, que se trasladaron a los nuevos espacios privados donde los distintos grupos sociales a menudo coexistían.

En aquellos espacios afloran nuevas actividades lúdicas en las que participan las clases populares. Probablemente la que mejor se conoce son los coros Clavé, organizados por el empresario musical y agitador cultural republicano Anselm Clavé[39]. La historiografía ha escrito mucho sobre las sociedades corales organizadas por Clavé, que en un principio fueron interpretadas como una forma de sociabilidad obrera que fomentaba la solidaridad mutua de los trabajadores. Posteriormente, Albert García Balañà discrepó y afirmó la reordenación del tiempo de ocio en función de las nuevas formas de trabajo capitalista (fabril), que coincidía con la promoción que hacía la patronal de un modelo de familia obrera que se adaptaba mejor a los nuevos procesos laborales. Así pues, las sociedades corales no eran una forma de resistencia laboral, sino el restablecimiento de una cultura política liberal burguesa basada en la fraternidad social, el orgullo nacional, la moralidad privada, la virtud pública, el industrialismo y el mutualismo que pretendía suturar las heridas producidas por la industrialización y retomar la confluencia política de trabajadores y élites liberales del Trienio Progresista[40]. De acuerdo con Jaume Carbonell, el reformismo social de los industriales implicados en estas sociedades corales no tenía fines humanísticos, sino que intelectuales y filántropos intentaban formar una clase obrera acorde a los criterios sociales y culturales que eran cercanos a las normas de la burguesía[41]. Aurélie Vialette interpreta las sociedades corales en términos de control y disciplina de los obreros, donde sus espectáculos les presentan ante la audiencia como unos dóciles y útiles ciudadanos que participarían del proyecto social del Estado moderno. Esta práctica se convertiría en una estrategia de «pedagogía del control» que haría visible la presencia de un grupo de obreros en la esfera pública, reformados por la música. Vialette también subraya cómo las decisiones de Clavé se basaban más en sus intereses económicos que en redimir y reformar a los obreros, y se sorprende que los biógrafos de Clavé consideren que era un hombre abnegado, sacrificado, pobre y enfermo, cuando sería más justo definirlo como un emprendedor favorable al orden social en vez de un artista y político consciente de su poder sobre la masa obrera[42]. Roger Canadell[43], autor de la más reciente de las interpretaciones, apunta que el proyecto asociativo y cultural de Clavé pretendía la configuración de una nueva identidad de la sociedad trabajadora a través de la creación de un nuevo gusto estético que modificara la relación entre las demás clases sociales. Canadell considera que a través de la transformación del consumo cultural se construyen las identidades sociales, siguiendo así la estela del sociólogo Pierre Bourdieu. Así pues, Clavé intentaría eliminar las fronteras que delimitaban el gusto estético y el consumo cultural entre clases mediante las sociedades corales y sus publicaciones periódicas. Con ello, la cultura obrera se transformaba en una identidad que compartía la idea de participación política y de la concepción republicana de la democracia.

III. Bienio Progresista (1854-‍1856): el renacimiento de la fiesta cívica[Subir]

El Bienio significó una recuperación de la fiesta cívica, aunque ni en número ni en significado ni siquiera en ritual fueron comparables a las precedentes, lo que generó una nueva simbología liberal. La celebración del pronunciamiento de Vicálvaro (julio de 1854) no tuvo ni proyección ni continuidad más allá de las Cortes, pues apenas se celebró en una sola ocasión. De forma paralela, en ciudades como Salamanca[44], Huelva, Almadén, Madrid[45] o Barcelona se estableció una nueva fiesta cívica, definida como nacional, el 27 de febrero de 1855, dedicada a San Baldomero en honor a la onomástica y aniversario del líder progresista Baldomero Espartero. En Barcelona esta surgió por iniciativa de los cuerpos militares y de la milicia ciudadana que contó con el respaldo del «Gobernador de la provincia» y la presencia de las autoridades políticas de la ciudad y provincia[46]. La celebración seguía el modelo de la fiesta de San Napoleón, que se consagraba al nacimiento de Napoleón Bonaparte, que su sobrino el emperador Napoleón III había convertido en fiesta nacional de Francia desde 1852 y durante todo el Segundo Imperio[47], aunque su celebración se iniciara durante el Primer Imperio. El componente cívico de la fiesta se expresaba a través de un desfile en el que se ensalzaba la figura del presidente del consejo de ministros, Baldomero Espartero, quien había conseguido una enorme popularidad durante la etapa de su regencia (1840-‍1843).

En el ritual de la fiesta habían desaparecido los bailes en las calles o las plazas tan habituales en las fiestas cívicas de la Revolución Liberal, el liderazgo de la milicia y ejército en la celebración a través de los desfiles y la distribución de los recursos económicos entre milicianos y obreros, instituyéndose como una forma de filantropía fraguada en las fiestas cívicas precedentes. La prensa dejó constancia de la popularidad de la fiesta basándose en la presencia masiva de los artesanos que «han abandonado sus talleres y circula[n] por la ciudad visitando los principales sitios donde ha presidido mayor gusto en la decoración de los edificios»[48]. Esos lugares eran la plaza de la Constitución y las sedes de los batallones. El diario de la Corona de Aragón sacó un breve disculpándose por no sacar el número entero, pues muchos de sus trabajadores habían participado en las comisiones de milicianos que habían asistido a la fiesta[49]. La fiesta concluyó con un baile en el Teatro Circo Barcelonés y una función en el Teatro del Liceo. La recaudación de ambos actos fue destinada a los batallones de los milicianos[50] y una parte de ella sirvió para promover una suscripción con el fin de evitar que los jóvenes quintados sin recursos tuvieran que incorporarse al ejército.

En 1856 la fiesta no fue liderada por la milicia y las autoridades políticas aprovecharon la fiesta para entregar a los batallones de la milicia sus insignias y banderas[51], con lo que celebraban públicamente la reorganización de los batallones, borrando un pasado marcado por la omisión de aquellos en la represión de la huelga general de 1855. Paralelamente, las sedes de los batallones se decoraron para homenajear al general Espartero, aunque no despertaron el interés de los artesanos y obreros como sí lo había hecho el año anterior. La entrega o la bendición de banderas eran la principal ceremonia festiva de la milicia y había tenido un enorme protagonismo en las fiestas cívicas de la Revolución Liberal, pero en 1856 era la primera vez que la fiesta miliciana se transformaba en una expresión del control férreo de las autoridades sobre la milicia, realizándose en el interior del Palacio de la Diputación y no en la plaza pública. El acto central se llevó a cabo en el Teatro Principal, más pequeño y elitista que el Teatro Circo Barcelonés, en el que se había celebrado el año anterior. Se organizó un desfile con el ejército y la milicia, presidido por las autoridades municipales[52]. La milicia había sido reducida a un tercio de sus integrantes a raíz de las represalias posteriores a la huelga general. La fiesta se cerró con un baile en algunos teatros de la ciudad.

IV. Las celebraciones progresistas y la herencia de las fiestas cívicas[Subir]

Con el final del Bienio la fiesta cívica de San Baldomero organizada por las autoridades políticas desapareció del espacio público, donde solo se celebraron ceremonias reales o festejos vinculados a las expediciones militares imperialistas. No obstante, la fiesta de San Baldomero resurgió entre 1859 y 1865 a través de las organizaciones progresistas (comités y subcomités del Partido Progresista), que la convirtieron en elemento clave de su genealogía política y de su cultura reivindicativa. Adrian Shubert muestra cómo la fiesta fue un ejemplo de la capacidad movilizadora del esparterismo catalán entre 1856 y 1868. Shubert analiza en detalle la fiesta y resulta evidente la dimensión filantrópica de estas con la participación de obreros a través de los coros Clavé[53] y las referencias en la prensa a «miserables operarios» o a un grupo de «veteranos de la clase obrera»[54]. La dimensión filantrópica de la fiesta se fundamentaba en la capacidad de recaudar fondos en la medida que la fiesta se desarrollaba en los nuevos espacios de un ocio mercantilizado. Así, en los jardines se celebraban banquetes y cantaban los coros, y en los teatros se bailaba y a menudo se representaban zarzuelas y demás obras escénicas. Los fondos recaudados servían para fomentar una comunión social entre el progresismo y las clases populares, pues los destinatarios eran obreros, las familias de los fallecidos o los heridos del contingente de los voluntarios catalanes de la guerra de África, pobres[55], etc. Paralelamente, la distribución de alimentos entre los más necesitados se convirtió en una práctica habitual que se repetiría en otras localidades como Barcelona[56], Sabadell, Sant Boi de Llobregat, Sant Sadurní, Caldes de Montbuí, Manresa, etc[57]. La fiesta trataba de mantener el recuerdo de la comunión política entre progresistas y clases populares a partir de aquellas donaciones de dinero o comida a los más desfavorecidos. La privatización de la fiesta y la exclusión del espacio público produjo un alejamiento entre los progresistas (principales donantes) y las clases populares, que eran los receptores de los actos de filantropía.

A mediados de los sesenta la fiesta se extendía por las principales ciudades de la monarquía (Barcelona[58], Logroño[59] o Madrid[60]) y se erigió en la expresión de la fuerza y popularidad del Partido Progresista, como lo demuestra que en 1865 fuera organizada en Barcelona, Vilanova i la Geltrú, Vilafranca del Penedès y Murcia[61] por las respectivas tertulias progresistas[62]. De acuerdo con Adrian Shubert, Cataluña fue el territorio en el que la fiesta alcanzó mayor popularidad (Reus, Sant Sadurní de Noia, Cardona, Breda, etc.)[63]. Paulatinamente la fiesta había ido teniendo una proyección cada vez mayor en el espacio público. Así, en 1864 y 1865 se organizaron desfiles y cabalgatas en localidades como Granollers[64], Sant Sadurní[65] y en Banyoles[66], en la que se reunieron casi cuatrocientos progresistas que desfilaron con antorchas por las calles de la ciudad, aunque a partir de 1865 la fiesta fue víctima de la represión gubernamental en las principales ciudades.

Paralelamente, en aquel primer lustro de la década de los sesenta se produjeron algunas otras celebraciones. Sin duda, las más populares fueron las dedicadas a la guerra de África, en particular la toma de Tetuán, y el regreso de las tropas españolas en 1860. Madrid, Barcelona y Pamplona fueron solo algunas de las localidades que recibieron con entusisasmo al ejército español. La historiografía ha estudiado concienzudamente el impacto nacionalizador de la guerra. Jover[67] y Carlos Serrano[68] analizaron las limitaciones del proyecto imperial de la monarquía liberal española. En la última década se ha producido una renovación en el estudio de la dimensión simbólica y nacionalizadora del conflicto a través de los estudios de Albert García Balañà, Juan A. Inarejos[69] o Esther Collado-Fernández[70]. Los trabajos de García Balañà han permitido distinguir los distintos nacionalismos españoles en Cataluña: monárquico, patricio progresista y plebeyo. Así, de acuerdo con él, el apoyo al medio millar de Voluntarios Catalanes, integrados en el cuerpo expedicionario destinado a combatir en Marruecos, se fundaba en un patriotismo antiafricano, en un regionalismo o provincialismo catalán y en la «deliberada asociación con la Milicia Nacional» a través de símbolos y antiguos milicianos, muy añorada por el radicalismo metropolitano después de que la represión lo hubiera desarmado y desarticulado[71]. Todo ello explica por qué se produjeron tantas manifestaciones nacionalistas entre demócratas y republicanos favorables a la contienda bélica.

Los barceloneses recibieron a los voluntarios catalanes vistiendo a los niños de voluntarios y a las niñas de cantineras[72], pero lo más significativo fue la presencia de un grupo de milicianos supervivientes de la guerra contra las tropas francesas de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, que formaron en honor de los voluntarios[73]. Este elemento no dejaba dudas sobre la filiación de los voluntarios y cómo estos conectaban con la génesis de la identidad política popular, que García Balañà[74] ha definido como patriotismo plebeyo, a través de la rememoración de la milicia como un espacio configurador de experiencias y nuevas solidaridades sociales. En 1858 se había constituido la Sociedad Filantrópica de Milicianos Veteranos de 1823 en Barcelona[75], pero no era la única pues sociedades parecidas se habían fundado en Madrid en 1840[76] y en Cádiz en 1855[77]. La inauguración en 1858 en Barcelona suponía la recuperación de la memoria de la Revolución Liberal, que ponía de relieve la voluntad de establecer una relación genealógica entre la monarquía isabelina y la revolución a través de los gobiernos locales progresistas.

La década de los sesenta fue la de la eclosión en Europa de los símbolos nacionales (fiestas, himnos, banderas, etc.). En Barcelona también crecía la popularidad de las fiestas nacionales, como en 1861 cuando en el jardín de los Campos Elíseos de Barcelona se celebró la fiesta nacional italiana, el 2 de junio. Al banquete concurrieron liberales italianos y franceses junto a los barceloneses, y se pronunciaron discursos y brindis dedicados a la «libertad, unidad e independencia no precisamente de un pueblo solo sino de la humanidad entera[78]». La prensa liberal de Barcelona y Madrid se hacía eco de la eclosión de fiestas nacionales que vivía Europa, aunque destacaba extraordinariamente el eco que tenían las fiestas nacionales en Italia[79], Grecia[80], Estados Unidos[81] o Francia[82]. El progresismo se había sumado a aquellas prácticas festivas que se llevaban a cabo en los países del entorno, en donde poco a poco la fiesta nacional o cívica se había erigido en una expresión del triunfo de las monarquías liberales parlamentarias.

Durante el primer lustro de la década de los sesenta, los Gobiernos de la Unión Liberal no promovieron fiestas cívicas o nacionales, como sí había ocurrido en los precedentes Gobiernos liberales exaltados o progresistas. Sin embargo, el contexto cultural favoreció el desarrollo de contenidos políticos liberal-progresistas o liberal-democráticos en las fiestas que se celebraron en Barcelona. Estas fiestas dieron continuidad a determinados elementos del ritual político de las fiestas cívicas de la Revolución Liberal. Por otro lado, la transformación del ocio popular en el espacio urbano favoreció nuevas formas de solidaridad, lo que permitió proyectar nuevas formas de movilización política entre colectivos progresistas, demócratas y republicanos. La renovación de la fiesta de carnaval se convirtió en el paradigma de las nuevas formas de movilización.

V. Las fiestas de los sesenta: el carnaval, la fiesta popular más cívica[Subir]

Durante los años de la Revolución Liberal la fiesta del carnaval había decaído en popularidad, a la vez que habían desaparecido las férreas formas de control moral y social del Antiguo Régimen, lo que había provocado algunos altercados y reyertas, como en los años en que se celebraba el Corpus, suspendido en numerosas ocasiones durante los Gobiernos progresistas. Por consiguiente, para el liberalismo moderado y progresista, la reforma modernizadora del carnaval era uno de sus objetivos. Así lo apuntaba Cortada cuando decía: «La civilización rechaza tamaños desacuerdos, y un pueblo culto debiera desterrar lo que ofende la decencia y el bien parecer»[83]. Alberto Ramos[84], en su estudio sobre la historia del carnaval demuestra a partir de los ejemplos de Cádiz y La Coruña cómo las autoridades quisieron controlar la fiesta callejera con el fin de acabar con las situaciones de desorden y conflicto, por lo que crearon en 1862 una comisión dotada de presupuesto para desarrollar una nueva concepción del carnaval. Otros investigadores como Ignacio Sacaluga[85] enfatizan que el Carnaval de Cádiz, como en otros lugares de Europa, sufre un proceso de domesticación en la medida que la burguesía local a través del presupuesto municipal financiara la fiesta. Con la reforma de la fiesta se pierde espontaneidad, pero la mayor organización aumenta la espectacularidad.

En el caso barcelonés, la reforma del carnaval será impulsada por sociedades recreativas que se adaptarán a las nuevas formas de ocio popular e introducirán elementos procedentes de las fiestas cívicas del liberalismo progresista. Detrás de aquellas sociedades recreativas había el deseo de un grupo de agitadores culturales demócratas y republicanos de proyectar una identidad cívico-política sobre las clases populares urbanas. En el análisis del carnaval en Barcelona subyacen dos interpretaciones: por una parte, la de García Balañà, que interpreta la fiesta en la misma línea de los coros Clavé[86], como una forma de imposición de un cultura política liberal burguesa que se proponía reformar el comportamiento de los obreros en favor de los intereses de la burguesía, y por otra la de Vialette, que interpreta el teatro de barrio de Rossend Arús, uno de los artífices del carnaval, y el propio carnaval como una expresión de disidencia y resistencia de barrio ante el poder de las instituciones religiosas y gubernamentales[87]. Vialette se hace eco de la tesis de Pere Gabriel que considera que aquellas formas de teatro de barrio fueron espacios en los que se visualizaron las ideas republicanas[88]. Aun así, ninguno de estos autores se ocupa propiamente del carnaval.

Desde la década de los cincuenta los carnavales retoman la tradición de fiesta popular que habían tenido las fiestas cívicas durante la última etapa de la Revolución Liberal. Fue en 1855 cuando la fiesta alcanzó mayor popularidad y la descripción de la fiesta demuestra cómo el ciclo festivo se desarrollaba básicamente en la calle, la Rambla, y se insistía en que «la multitud de máscaras de todas clases, sexos y condiciones, unas vestían con gusto, otras risiblemente feas, entretuvieron la curiosidad pública y dieron un espectáculo gratis a los numerosos aficionados a lo nuevo y extraordinario»[89]. El carnaval se celebraba pocos días antes de la fiesta cívica de San Baldomero, lo que reforzaba la percepción de unidad festiva entre las clases populares. La presencia de la Milicia Nacional como servicio de orden del carnaval[90] contribuyó a crear la imagen de unidad entre fiestas.

El surgimiento en 1857 de la sociedad recreativa Sociedad del Born, refundadora del carnaval barcelonés, respondió a la necesidad de encauzar el ocio popular, reduciendo su potencial transgresor e incorporándolo a un modelo cultural más acorde con el gusto de las élites burguesas y las formas de ocio privadas. Sin embargo, no significaba que estuviera exento de críticas al sistema político liberal (agravios sobre el impuesto de consumos) ni a las nuevas élites sociales (críticas a la especulación inmobiliaria). El origen del Born remitía a un grupo de amigos que se reunían desde 1852 en el barrio popular barcelonés del Born, conocido como la Colla del Born[91]. Al frente de la sociedad había un grupo de republicanos federales (Sebastià Junyent y J. M. Torres[92]) que contaban con el apoyo del fundador y director de las sociedades corales de la ciudad, Anselm Clavé. En 1864 se unirá a ellos el masón, republicano y librepensador Rossend Arús. La sociedad tenía limitado el número de socios a treinta y su objetivo era organizar el carnaval y dedicar los beneficios que se obtuvieran a beneficencia (orfanatos, hospitales, obreros sin trabajo o los damnificados de la guerra), entregándolos a la Junta del Patronato de Pobres[93]. Por lo tanto, la principal finalidad de la sociedad era evidente en el primer artículo de sus ordenanzas: «El lema de la Sociedad es filantropía y diversión, y por lo tanto el objeto de la misma es procurar algun alivio a los pobres ya los que se albergan en las casas de Beneficencia»[94]. Así, en el resumen de las cuentas de la sociedad de 1862 se establecía que se dedicaran los beneficios a la Casa de Corrección, Casa del Retiro, la Casa de la Maternidad, la Casa de la Convalecencia, el Presidio, Casa Galera, etc[95].

El carnaval barcelonés se convirtió en la gran fiesta de la ciudad entre 1859-‍1868[96] y fue comparado con los carnavales más espectaculares de Europa, como el de Venecia. En 1860 el carnaval alcanzó una gran popularidad y fue inmortalizado al dedicársele un libro que reunía la descripción de los actos y reflejaba cómo se habían gestado nuevas formas de sociabilidad y de solidaridad que se vincularon a la fiesta[97]. Los teatros y las sociedades de la ciudad participaron con la organización de bailes, llegándose a celebrar bailes de máscaras en diecisiete entidades distintas[98]. Las sociedades agrupaban distintos colectivos sociales, pero todas ellas destinaban la recaudación de aquellos días a fines filantrópicos. Había sociedades obreras como la de la Amistad, la Joya o el Triunfo; de artesanos, como el Casino Artesano o la Sociedad del Artesano Barcelonés; algunas más burguesas o elitistas, como el Ateneo o el Círculo Ecuestre; o la formada por la comunidad francesa, como era la Sociedad Francesa de Beneficencia[99]. Los teatros veían en la organización del carnaval la posibilidad de conseguir nuevos consumidores de sus formas de ocio entre las clases populares, aunque también dedicaban una parte de sus beneficios a la beneficencia[100] o a los obreros sin trabajo, como lo hizo el Teatro del Liceo en 1863[101]. Los teatros más populares como el Principal, el Circo Barcelonés, el Pireo, el Olimpo y el Oriente contribuyeron a la Sociedad del Born aportando distintas cantidades para que la sociedad las dedicara a obras de beneficencia[102].

El carnaval durante la década de los sesenta fue creciendo a través de la creación de nuevas sociedades recreativas, como fueron el Taller de Rull[103], el Taller Baldufa[104] o el Taller de l’Ambut. Estas entidades celebraban recurrentemente bailes de disfraces muy populares, como el de la Paloma (1861-‍1864), organizado por el Taller de Rull, o el de El Gavilán, del Taller de l’Ambut en distintos locales de la ciudad. En otras ocasiones, los bailes se celebraban en teatros como el Odeón o en locales alquilados para la ocasión[105]. En pocos años creció el número de estas sociedades (Latorre, Romea, La Joven Graciense…), aunque dadas sus características informales y su temporalidad resulta difícil seguirles el rastro. Por otra parte, los talleres también reunían jóvenes con intereses artísticos o periodísticos que organizaban exposiciones humorísticas en las que reunían cuadros, medallones y antiguallas con la finalidad de parodiar las exposiciones celebradas por las entidades culturales de la ciudad. Así, en 1865 el Taller de l’Ambut llegó a publicar un catálogo de la exposición[106] en el que destacaban las sátiras dedicadas a los mitos de la Renaixença, expresión cultural del romanticismo regionalista y de otras formas de nacionalización española. Aquella exposición reflejaba cómo se reelaboraban los discursos nacionalizadores desde abajo, satirizándolos. Prueba de ello era la descripción del cuadro que representaba el escudo de Cataluña, Les quatre barres de sang, y que era reinterpretado como las víctimas populares de las guerras civiles de la primera mitad del siglo: un carlista, un miliciano de libertad, un voluntario de los miquelets y cabo gastador (soldado)[107]. Unos años antes, en 1860 y 1861, el Taller de Rull había organizado los Jocs Florals Humorístics[108], en los que hacía competir los distintos talleres y se parodiaban los jocs florals que se habían empezado a celebrar en 1859 para homenajear a los escritores en lengua catalana, que era una de las expresiones públicas más relevantes de la Renaixença[109].

En 1868 la Sociedad del Born abandonará el castellano y usará exclusivamente el catalán en sus actas, oficios y anuncios en periódicos y teatros. Detrás de aquella iniciativa, instigada por Rossend Arús, latía el deseo de llegar a un número superior de espectadores y contó con la aprobación de las empresas teatrales, al mismo tiempo que quería generar más complicidades entre las distintas expresiones culturales y políticas del movimiento regionalista catalán. Desde principios de la década de la sesenta Arús mantenía una intensa actividad como escritor y actor en compañías teatrales de barrio como La Tertulia Catalana, que dedicaban su producción, mayoritariamente en catalán, a las clases más populares, por lo que parecía obvio que los empresarios teatrales percibieran los anuncios de la sociedad en catalán como una forma de incrementar el número de espectadores entre las clases populares: «Es dir fan un carnaval bo y l’ mateix temps improvisat jo ‘m vaig entendrer ba totas las empresas dels teatres. […] Vaig tambe fer un quadro per posar a las portas dels teatres ahon anessin y lo van fer en diendo ya Societat del Born. Filantropia y diversió. Caritat pera los pobres»[110].

El hispanista británico A. Smith afirma que el catalán era el idioma de las diversiones populares, y lo hicieron más respetable llevándolo a otros cenáculos[111]. Sin embargo, la catalanización de la Sociedad del Born respondía a un doble proceso: por un lado, se reforzaba la identificación entre los organizadores de la fiesta y los espectadores, mayoritariamente las clases populares; y por el otro, se instaba a la incorporación de estas clases a los nuevos espacios de ocio en la medida que se consideraba que su comportamiento había sido reformado, siguiendo un modelo cívico de inspiración burguesa. Las nuevas formas de ocio en la que confluían distintos grupos sociales no generaron una subordinación de los discursos populares ni una hegemonía cultural de las élites burguesas, sino que contribuyeron a fomentar reformulaciones y múltiples interpretaciones sobre los movimientos culturales hegemónicos como era el romanticismo cultural y su dimensión regionalista.

La renovación del carnaval después del Bienio Progresista supuso la integración de elementos que procedían de las fiestas cívicas precedentes y determinaron la capacidad movilizadora de las clases populares en una cultura liberal democrática y republicana, basándose en la reformulación de los significados otorgados a las nuevas formas de ocio popular. Así, en los siguientes párrafos describimos algunos de aquellos elementos.

Primero, la parodia de los rituales de la familia real, pues la fiesta se estructuraba alrededor de la llegada, reinado y entierro del rey del carnaval en un panteón[112], por lo que los rituales reales eran recreados desde una perspectiva subversiva. Así, en el carnaval de 1859 al frente de la rúa había tres cabezas: unos cuernos, una matrona republicana y un monarca[113]. Aquel año Clavé estrenaba L’Aplec del Remei, en el que se ensalzaba la respuesta asociativa de las clases populares para oponerse a la decadente nobleza y a la monarquía[114]. El entierro se convertía en uno de los momentos más populares: Arús contaba que en el entierro del rey carnaval en 1866 «empezamos unos cincuenta y acabamos más de mil»[115]. El recorrido de la rúa del entierro se desarrollaba a través de los principales espacios de la ciudad, convirtiéndose en una forma de reapropiación del espacio público, en permanente disputa con las élites liberales y las autoridades políticas y económicas. La rúa pasaba por la plaza San Jaime y la plaza Real, que se habían convertido desde el último lustro de los cincuenta en lugares centrales de la representación de la monarquía isabelina en el espacio público barcelonés; la primera porque reunía el poder político y la segunda porque era la expresión del éxito económico de las élites catalanas en el reinado isabelino[116].

Segundo, la parodia de las fiestas religiosas como en el carnaval de 1859, que recreó satíricamente la procesión de Corpus[117]. En los siguientes carnavales se incorporaron a la rúa aspectos del Corpus como la centuria romana[118], en la que los soldados llevaban cotillas en lugar de corazas, o como los gigantes de la sociedad que salían con la comitiva vestidos de payeses catalanes a diferencia de los gigantes de las parroquias a los que se acicalaba como a los reyes. El cortejo fúnebre del rey carnaval era una recreación paródica de los misterios que salían durante las procesiones de Semana Santa, como apuntaba uno de los organizadores[119]. Entre estos misterios del aleluya del carnaval de 1862 destacaba una recreación de cofradía de difuntos y una sociedad, llamada del Porrón, que hacían ostentación de su devoción por la bebida[120]. Ente los actos filantrópicos asociados a la fiesta era usual que se distribuyeran panes[121], lo que Vialette interpreta como una parodia de la práctica religiosa de la caridad, dado que la mayoría de los miembros de la sociedad eran masones y, por lo tanto, participaban de una cultura anticlerical[122]. La fiesta era una expresión de cómo el anticlericalismo liberal y republicano confluía con las expresiones populares anticlericales, subrayando la secularización del espacio público.

Tercero, la integración en el desfile de una simbología que representaba al conjunto de Cataluña, como eran los cuatro estandartes de las provincias catalanas en el carnaval de 1859, o bien la matrona catalana en el del año siguiente[123]. La simbología regional ponía de relieve la representación de los territorios o espacios (locales, regionales o nacionales), un aspecto recurrente en las celebraciones o fiestas cívicas. En su reciente estudio Joan Lluís Marfany ha recogido multitud de expresiones del regionalismo, aunque desatiende las formas de nacionalización surgidas desde abajo que cuestionan, impugnan o parodian las formas de regionalismo auspiciadas por la burguesía industrial catalana[124], lo que reduce el abanico de agentes nacionalizadores y supone la asunción de que las clases populares no tuvieron una parte activa en los procesos nacionalizadores. Esto significa omitir la autonomía del progresismo democrático y considerar que estuvo subordinado a los procesos nacionalizadores instigados por la Monarquía, la Iglesia o los moderados. El carnaval, sin embargo, se convertirá en una expresión satírica del regionalismo conservador e incluso del progresista, parodiando a los voluntarios catalanes de la guerra de África, definidos como patulea[125] (concepto denigratorio del pueblo al vincularlo a los tumultos y la violencia) y convertidos en la guardia de honor del rey carnaval[126], y representados como una expresión popular subordinada al regionalismo de las élites. Aquellas formas de nacionalización populares en las que se parodia al regionalismo se convertirán en fundamentales para alentar una nacionalización a través de la región desde una perspectiva más participativa políticamente.

Cuarto, los fondos de la sociedad del Born procedían de las aportaciones de particulares con la venta de programas, hojas volantes y las aportaciones mensuales de los individuos de la sociedad, pero sobre todo de las donaciones de los teatros de Barcelona, según las cuentas de la sociedad de 1861, 1862 y 1871[127]. En ocasiones, las cuentas de la sociedad también salían publicadas en la prensa para darles mayor publicidad, como ocurrió en 1868 y 1870[128]. La recaudación de fondos iba más allá de cubrir los gastos de la fiesta. Estaba destinada a la filantropía, con lo que se pretendía generar nuevas formas de solidaridad con los más desfavorecidos, sin que se dedicaran especialmente a los obreros. En algunos sonetos publicados para la ocasión se recordaba los fines filantrópicos y aparecían títulos tan elocuentes como «Los Hombres son hermanos. NO OLVIDEMOS AL POBRE DE NUESTRA RISA[129]». Se distribuía el dinero recaudado entre entidades de asistencia social pública y comida a los conventos que desempeñaban actividad caritativa específica. La filantropía ha sido descrita como un medio de comunicación simbólica que implicaba una relación social de reciprocidad entre el donante y el receptor, aunque Vialette[130] subraya el abismo de poder existente entre ambos cuando los donantes son las élites burguesas y los receptores las clases populares. La relevancia de aquellas acciones filantrópicas era que los donantes procedían de las clases medias y populares que concurrían como espectadores a teatros más o menos populares, lo que reforzaba la cohesión y unidad de aquellos colectivos. Aquellas expresiones de filantropía tenían un origen en las fiestas cívicas de la Revolución Liberal, pero su proyección se había multiplicado en la medida que la solidaridad se extendía más allá de un colectivo concreto (milicianos, víctimas de la guerra, obreros sin empleo) para dedicarse al pueblo en su conjunto con el fin de sustituir la actividad caritativa de la Iglesia. Por otra parte, las donaciones que hacían los socios de la Sociedad del Born mediante cuotas ponen de relieve su concepción asociativa del mundo popular y obrero, que se alejaba del paternalismo social practicado por las élites burguesas.

Quinto, en la rúa había una presencia relevante de distintos colectivos sociales, como los obreros representados por la sociedad coral Euterpe o por los obreros sin trabajo, y el entierro del rey carnaval se celebraba en las afueras de la ciudad[131], lugar habitual de la fiesta dedicada a la Sociedad de Tejedores[132]. La presencia de los obreros no se limitaba exclusivamente a las sociedades corales Euterpe, pues entre las sociedades que hacían aportaciones a la fiesta o contribuían a los fines filantrópicos había numerosas formadas por obreros. Por otra parte, el público era mayoritariamente de origen popular, pues la fiesta se llevaba a cabo en el espacio público y, por lo tanto, era gratuita, aunque muchos de aquellos espectadores continuaran la fiesta en los teatros de la ciudad. Aunque los fondos de la fiesta se dedicaran a los voluntarios catalanes heridos durante la guerra de África[133], la parodia que se hacía de ellos en la carroza que representaba la toma de Tetuán[134] demostraba que la solidaridad procedía más del origen social de los combatientes que de sus glorias militares. No cabe duda, como afirma Canadell[135], de que si el carnaval de la mano de Clavé no se hubiera acogido a los modelos de representación aceptados por la sociedad liberal burguesa, hubiera sido prohibido por las autoridades políticas y eclesiásticas.

Sexto, la parodia de las autoridades municipales en la rúa del carnaval de 1860, en el que en una carroza se recrean los debates entre los urbanistas para la creación del ensanche barcelonés[136], que enfrentaba a las distintas alternativas políticas liberales. En sus memorias, Conrad Roure apuntaba que el domingo de carnaval una comisión imitaba «corporaciones oficiales, tales como Claustro universitario, Ayuntamiento, Diputación, etcétera»[137]. La parodia de las autoridades municipales y provinciales era un aspecto más que contribuía a recrear críticamente las fiestas cívicas. Sin embargo, la fiesta estaba al margen de cualquier injerencia de las autoridades, pues «se organizaba sin intervención de ellas y ni siquiera había vigilantes»[138], prueba de que la fiesta no despertaba ningún tipo de miedo entre las autoridades.

Séptimo, el carnaval se interpretaba como el deseo de una buena bullanga (como las élites liberales denominaban las revueltas populares en Barcelona) o «la espontaneidad en secundar deseos bullangueros»[139]. También se representaban de forma paródica los enfrentamientos con lanzamientos de huevos entre las carrozas de la rúa, lo que era una forma de evocar las fiestas cívicas, pues la mayoría de ellas celebraban el aniversario de algún fenómeno revolucionario que había sido descrito como una bullanga en un primer momento. La mención al personaje de Fructuoso Canonge, «honrado industrial, que como todos saben, ejerce en la ciudad el modesto oficio de limpia botas» y va acompañado «de sus satélites vistiendo trages antiguos y cubiertas sus cabezas con tricornios, rodeado de lacayos[140]», parodiando así a las elites nuevas y viejas, al mismo tiempo que lo erigían «en el general en jefe de la bulla» o sea de la bullanga. La recreación de una buena bullanga distaba mucho del espíritu antirrevolucionario de algunas expresiones del ocio obrero, lo que supone que la fiesta era una expresión de la disidencia social y política, aunque esto no se expresara de forma violenta o revolucionaria.

Octavo, la parodia del mundo rural idealizado por las elites conservadoras catalanas y por la monarquía, por lo que se ironizaba con el ayuntamiento barcelonés al calificarlo de ayuntamiento rural. En la rúa del carnaval había una pareja de gigantes de la Sociedad del Born vestidos como payeses (como ya mencionamos anteriormente), «abrían la marcha con la misma gravedad, y hasta con cierta especie de desdén hacia los que solo por llevar sombrero de copa alta, tenemos la pretensión de creernos superiores a los gambetos y gorros colorados»[141]. Los gigantes eran mecanismos típicos de las fiestas cívicas de la etapa más radical de la Revolución Liberal para fomentar el entusiasmo cívico entre las clases populares[142]. La indumentaria de payés de los gigantes era una sátira de la folclorización del arquetipo del buen catalán, denostando así a las clases populares urbanas por su actividad económica y su tendencia revoltosa. Sin embargo, la fiesta atraía muchos visitantes que se desplazaban a Barcelona para ver el carnaval[143], y la mayoría eran payeses como los representados en la aleluya del carnaval de 1862, donde aparecían una pareja de payeses montados a caballo que se desplazaban a la ciudad en carnaval para asistir a la fiesta[144]. Las clases populares urbanas se nutrían temporal o permanentemente de inmigrantes procedentes del campo. La sociedad recreativa del Born fue representada mediante un globo aerostático (en aquel tiempo estaban de moda los cuadros de ciudades a vuelo de pájaro) y un telégrafo[145], con lo que se le otorgaba un carácter moderno vinculado a la ciudad en contraposición al campo.

Noveno, el diseño de la rúa y la organización de esta estaba en manos de la Sociedad del Born, formada íntegramente por republicanos federales que se dedicaban a escribir, pintar o cantar, lo que demuestra intencionalidad de cada una de las parodias e ironías de las rúas de carnaval. Prueba de ello era que en el carnaval de 1860 se invitó al rey carnaval al Teatro Oriente, donde se representó la obra La cabaña de Tom o la esclavitud de los negros, que era un alegato abolicionista y contrario a la esclavitud, y una pieza en catalán, Una nit de carnaval, de Joaquim Dimas[146], que era una expresión del teatro popular de barrio. Las rúas del carnaval hacían un recorrido por calles y plazas muy parecido al que se hacía durante los desfiles de las fiestas cívicas, otorgándole una proyección al conjunto del espacio urbano como se había hecho también en las fiestas cívicas. La fiesta del carnaval terminaba con los bailes de máscaras en los teatros, sociedades y demás entidades que reforzaban la popularidad de la fiesta y alimentaban su dimensión transgresora, aunque fueran un buen negocio para los empresarios teatrales.

La Sociedad del Born quiso mantener una cierta apariencia de distancia con cualquier tipo de discurso político y afirmaba no estar vinculada «exclusivamente a ninguna fracción, y sí en la voluntad de todos los barceloneses que al mismo tiempo que dan rienda suelta a su buen humor, procuran aprovechar la ocasión a fin de dar alivio a los menesterosos»[147]. García Balañà afirma que la fiesta quiso desterrar las transgresiones populares en la esfera burguesa y contribuyó a la implantación de prácticas potencialmente interclasistas y cohesionadoras[148], por lo que el carnaval en 1860 también participó del mismo racialismo civilizatorio de la sociedad[149]. Sin embargo, el carnaval devino un espacio más plural en el que se produjeron distintas expresiones de disidencia popular ante las autoridades liberales, la moral católica, el poder de las nuevas elites económicas e incluso los discursos civilizatorios. En definitiva, la fiesta se convirtió en un espacio de contestación popular que asimilaba un ritual político emanado de las fiestas cívicas. La reacción ante el discurso disidente del carnaval fue su fragmentación en 1865, reduciéndose el ritual festivo en el espacio público y aumentando los actos en los talleres o espacios privados. Detrás de aquellas limitaciones había la misma presión gubernamental que había acotado el desarrollo público de la fiesta de San Baldomero y reprimía el progresismo, como ha explicado A. Shubert[150].

La renovación del carnaval estuvo determinada por el proceso de mercantilización del ocio popular en el espacio popular a partir de la asunción de un comportamiento cívico característico de la nueva sociedad liberal que Marfany identificó con elementos modernos como eran los nuevos ritmos musicales o la competitividad deportiva[151]. Durante el carnaval de 1860 se celebraron ciento doce bailes en la ciudad: noventa y uno eran bailes particulares que organizaban las sociedades en los teatros de la ciudad y una parte del beneficio recaudado se destinaba a una causa social, y también se celebraron veintiún bailes públicos que se celebraban en los mismos espacios, aunque solo cambiaba el precio y el destino de los fondos recaudados con la venta de entradas[152]. Los bailes fueron una forma de contribuir a la financiación de las entidades y de fomentar la filantropía entre los ciudadanos, lo que contribuyó a cohesionar culturalmente la sociedad liberal barcelonesa, al mismo tiempo que se reelaboraba la identidad de las clases populares en una clave liberal democrática y republicana.

VI. Conclusión[Subir]

El fracaso del modelo progresista después de 1856 significó que se marginara en Barcelona durante una década la retórica revolucionaria con el fin de adoptar alternativas movilizadoras populares menos transgresoras socialmente y más atractivas para confluir con los impulsores del movimiento cultural romántico y las élites burguesas. Así pues, con los Gobiernos de la Unión Liberal se recuperó la necesidad de movilizar a la población en un doble sentido: por una parte, contribuir a la popularidad de la monarquía y del régimen político a través de la celebración de las victorias militares en el exterior; y, por el otro, facilitar la movilización popular a través de la industria del ocio, asegurándose de que esto no implicara la subversión del orden social y político. La renovación del carnaval significó la reforma del ocio popular en un sentido cívico y antirrevolucionario a través de un grupo de profesionales de la prensa y el ocio de ideas republicanas que alentaron un discurso crítico con las autoridades, élites económicas, Monarquía e Iglesia, lo que facilitó la adaptación posterior a las movilizaciones republicanas durante el Sexenio Democrático (1868-‍1874).

La fiesta del carnaval era popular e interclasista, y desplegaba un ceremonial en el espacio público que dio lugar a un ritual anual de crítica religiosa, política y económica de la sociedad liberal, pero sin que eso significara un alegato revolucionario. La capacidad movilizadora de la fiesta y su expresión filantrópica consiguió definir un espacio de cohesión cultural entre clases populares y de proximidad con las élites progresistas que le otorgó una proyección interclasista. Por todo ello, el carnaval se convirtió en el principal elemento de continuidad de las fiestas cívicas, erigidas en la representación del origen revolucionario o subversivo del régimen liberal. También suponía la recreación ritualizada de las expectativas populares de participación democrática en el régimen liberal y, por consiguiente, una representación de la cohesión de la comunidad.

Las formas de movilización popular vinculadas al desarrollo de la industria del ocio urbano fueron alentadas por las clases medias republicanas, vinculadas a la industria de la prensa y el ocio, con la complicidad de las élites progresistas en un momento en el que se competía por el favor popular en la medida que la monarquía intentaba incrementar su popularidad con los viajes reales[153]. La reforma del carnaval se ha interpretado a menudo como un proceso de aburguesamiento estético y de moderación social. Sin embargo, el caso barcelonés demuestra cómo aquella renovación también significó la proliferación de un discurso crítico con el sistema político que, aunque no fuera revolucionario, sí fue disidente social y culturalmente, y fomentó la mayor proyección del republicanismo entre las clases populares. Mientras en Cádiz o La Coruña la renovación del carnaval se hizo desde las autoridades locales, en Barcelona fueron la industria del ocio y de la cultura y la prensa liberal democrática, lo que supuso que un grupo de republicanos liderara aquella transformación en un sentido movilizador socialmente y crítico política y moralmente. «Ninguna ciudad de España, tal vez cuenta con tanto[s] medios de diversión como Barcelona. Aquí se toca, se baila, se salta y refocila uno de todos modos, en todos tiempos, a todas horas y en todos sitios. En invierno funcionan mas de veinte teatros entre públicos y particulares: se baila desesperadamente antes del carnaval y después del carnaval»[154].

Durante el período isabelino se inauguraron diecisiete[155] teatros y tres jardines en Barcelona[156]. Los republicanos que organizaban el carnaval se dedicaban al periodismo, a las artes o a la industria del ocio, por lo que aprovecharon la oferta de la industria para crear la demanda entre las clases populares, lo que les aseguró el apoyo de los empresarios a la fiesta. El carnaval ayudó a difundir un discurso movilizador interclasista inspirado en las fiestas cívicas de la Revolución Liberal que podía ser del agrado de distintos colectivos, lo que preformó una identidad política compartida entre clases populares y medias alrededor del republicanismo y el liberalismo democrático. Estos republicanos formularon una alternativa políticamente subversiva, pero que aseguraba un orden social a través de un consumo cultural que reprobaba la dimensión socialmente más transgresora. La renovación del carnaval se basó en la capacidad de reformar las costumbres siguiendo un modelo acorde a la sociedad liberal urbana, liderada por las élites burguesas, a la que se incorporaron las clases populares a través de las nuevas formas de ocio mercantilizado. Sin embargo, la participación de una minoría de escritores y empresarios del ocio vinculados a las ideas democráticas y republicanas incentivó la movilización popular y la socialización de las clases populares a través de una cultura liberal democrática.

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