RESUMEN

Este artículo tiene el objetivo de contrastar algunos de los elementos que la historiografía ha identificado como definitorios y compartidos entre las culturas políticas liberales, construidos a partir de la mirada de las elites políticas, con la visión que los electores sostuvieron de su condición y del sentido que dieron al voto. Para conseguir este fin el texto examinará protestas de actas electorales, recursos de inclusión en el censo electoral y otra documentación escrita por los electores en los años de consolidación del liberalismo en España (1837-‍1868). Desde un análisis conceptual de los discursos y una mirada cultural fundamentada en la voz de los votantes se revisará la visión dominante de la política liberal. Como principales conclusiones se demuestra que, a pesar de las diferencias ideológicas, la mayoría de los electores entendían el voto como un derecho y que utilizaban los requerimientos electorales como instrumento de participación política.

Palabras clave: Cultura política; liberalismo; electores; voto; España.

ABSTRACT

This text aims to balance some of the elements identified as defining and shared features of the different liberal political cultures, from a view based on political elites, with the understanding voters maintained of their condition and the meaning they gave to the vote. To achieve this goal the text will examine electoral protests, petitions for inclusion in the electoral census and other documentation written by voters during the consolidation of liberalism in Spain (1837-‍1868). From a conceptual analysis of the discourses and a cultural view based on the voice of the voters, the prevailing vision of liberal politics will be revised. The main conclusions show that despite their ideological differences most voters understood the vote as a right, and that they used electoral requests as a means of political participation.

Keywords: Political culture; liberalism; electors; vote; Spain.

Cómo citar este artículo / Citation: Luján, O. (2021). Con voto y voz: una nueva mirada a las culturas políticas liberales desde la perspectiva de los electores. Historia y Política, 46, 23-‍52. doi: https://doi.org/10.18042/hp.46.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. PROTESTAS ELECTORALES Y ELECTORADO: ¿EVIDENCIAS DE FRAUDE Y PASIVIDAD O DE MOVILIZACIÓN Y REPROBACIÓN?
  5. III. DEL VOTO COMO DELEGACIÓN AL VOTO COMO DERECHO
  6. IV. EL VOTO DESDE LA MIRADA DEL ELECTORADO: UN DERECHO POSITIVO, SUBJETIVO Y NATURAL
  7. V. LA OTRA CARA DE LA MONEDA: RECLAMACIONES INSTRUMENTALES
  8. VI. CONCLUSIONES
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Este texto reflexiona sobre las culturas políticas liberales desde una renovada mirada cimentada en la visión de los electores, confrontando así las bases de una conceptualización fundamentada en las elites políticas[1]. Y lo hace basándose en el caso español en el siglo xix. Por eso, a continuación se sitúa en primer lugar el sentido del concepto, para después adentrarse propiamente en los objetivos del artículo: una reflexión sobre la figura del elector y el entendimiento del voto, así como de otros elementos derivados de la cosmovisión asociada a la política a partir del examen de documentos escritos por los votantes.

Desde la segunda mitad del siglo xx, y con un notable auge desde la década de 1960, las humanidades han prestado una particular atención a la cultura, dando lugar al denominado giro cultural. Como bien indican Roseneil y Frosh, poner el foco de interés en lo cultural implica fijar la atención en la experiencia de formar parte de la sociedad, de expresarse en función del contexto cultural, en oposición a una perspectiva estructural entendida como una forma agregada de sociabilidad[2]. En ese sentido, merece una especial mención el concepto de cultura política. Aunque no fueron los primeros a proponer el mismo, Almond y Verba sí fueron los primeros que delimitaron mejor el objeto de estudio[3], con un andamiaje cuantitativo que sustentó una perspectiva positivista de entendimiento de la política que permitía identificar determinadas pautas de comportamiento a partir de la aplicación de herramientas metodológicas como las encuestas[4].

Desde entonces, las críticas a la teoría y la renovación epistemológica acerca de la misma han sido numerosas. Para el objeto de este texto, cabe resaltar que se ha tendido a rechazar el entendimiento de la cultura política como un compartimiento estanco. Por el contrario, se ha asentado la visión que asume que el hecho de pertenecer a una determinada cultura política puede condicionar la acción del sujeto y por eso el concepto ayuda a entender determinados comportamientos, pero no predetermina las acciones ni la interpretación de las mismas[5]. Al fin y al cabo, los comportamientos son individuales, aunque puedan aprehenderse desde una perspectiva colectiva.

No es el principal propósito de este artículo revisar la evolución histórica del uso de este término ni de las interpretaciones que se han hecho del mismo, pero resulta evidente que desde entonces su aplicación ha evolucionado de manera significativa, enriqueciendo sustancialmente el conocimiento de la política desde una mirada holística. El concepto responde en la actualidad a múltiples definiciones en función del objeto de estudio[6]. Sea como sea, aún hoy en día la cultura política resulta particularmente útil para comprender la cosmovisión del mundo de un determinado grupo, entendiendo así la noción como el conjunto de valores compartidos por un colectivo.

Delimitando el foco de interés en el liberalismo, es innegable la existencia de distintas culturas políticas liberales, que a su vez presentaban diferencias sustanciales entre ellas. El liberalismo conservador abogó por el mantenimiento del orden social y político, con un progreso lento de la sociedad por vías legales. Se buscaba evitar así la revolución y la intromisión de las masas en la política. Y, de acuerdo con ello, la participación social y política tenía que producirse en función de las calidades de cada individuo[7]. Se definía así un liberalismo oligárquico, cuya visión de la libertad iba de la mano de la supremacía de la ley. Eso es, el ordenamiento jurídico aportaba las bases para las libertades individuales básicas, asegurando a su vez el respeto al sistema político y social establecido[8].

Mientras, el liberalismo progresista apeló a una concepción política y social más abierta y participativa, incluso no renunciando a la herencia teórica de la revolución social y al ideal de la soberanía nacional[9]. En la práctica, sin embargo, la emancipación social y política generalizada se perdió en el discurso de las elites. A pesar de poder concebir algunos derechos fundamentales como inherentes a los sujetos, se entendía que las autoridades eran las encargadas de garantizar su disfrute mediante su normativización. En otras palabras, se buscaba una mayor movilización social, pero delimitada por un cierto elitismo patricio[10].

La cultura política demorepublicana, por su parte, se cohesionó alrededor de la meta de la emancipación de los sujetos como seres iguales ante la ley y, por consiguiente, vindicó la defensa de libertades como las de imprenta, opinión, reunión y asociación y el acceso al sufragio universal masculino y la soberanía individual[11]. Eso sería posible en cuanto la población en su totalidad hubiese accedido a la educación y se hubiera ilustrado suficientemente. Así, como sujetos formados dispondrían entonces de las competencias necesarias para poder estimar con criterio y autonomía y votar con independencia, de manera tal que el liberalismo se concebía como una transición hacia ese nuevo estadio.

Estas fueron las corrientes más destacadas del liberalismo político español de mediados del siglo xix y, a pesar de sus diferencias, se fueron definiendo —particularmente las dos primeras— a partir del temor revolucionario a las masas y con la voluntad de limitar la participación del conjunto de la sociedad en política. He aquí el sentido de la separación entre los derechos civiles y los políticos, con la consiguiente introducción del sufragio censitario que sirvió como parapeto a una participación política amplia[12].

Se puede decir que el análisis de los elementos compartidos entre las distintas culturas políticas entendidas como liberales ha permitido precisar mejor una determinada concepción de la política liberal. Y es precisamente la deferencia a las capacidades, según reflexiona Alan S. Kahan, lo que distingue al liberalismo europeo del siglo xix[13]. Es decir, a pesar de que las condiciones de acceso al voto diferían según el país en cuestión, los estados liberales del siglo xix compartían unos determinados valores que conformaban una manera común de concebir la política y que se pueden identificar bajo el paraguas de las capacidades. Eso es, dado que el conjunto de la población era percibido con miedo por su insuficiente preparación y por una supuesta situación de vulnerabilidad frente a posibles influencias externas en cuanto a la toma de decisiones políticas, se entendía que únicamente las personas más preparadas podrían ejercer con autonomía y buen criterio la representación política. Los representantes electos tenían que ser superiores socialmente a sus representados en términos de riqueza, talento y virtud, de manera que se establecía un principio de distinción entre los ciudadanos[14].

Las características que conferían esa destacada posición eran principalmente las propiedades, entendiendo que el hecho de gozar de una acomodada situación económica permitía al sujeto actuar con autonomía en el ámbito político y desprenderse de influencias externas que otro sujeto desde una condición económica más vulnerable no habría podido desoír. Al mismo tiempo, aquellas personas capacitadas intelectualmente, con una profesión o un bagaje intelectual determinado como resultado de una trayectoria académica y/o profesional, también estarían en disposición de actuar con un conocimiento que el conjunto de la población no podría desempeñar, dada su falta de preparación[15].

Esta imagen que encarnan las capacidades y la ciudadanía propietaria como garantes de independencia ha codificado una determinada interpretación de la cultura política liberal, compartida por amplios sectores ideológicos a pesar de sus muchas otras diferencias. Sin duda, estas aportaciones han supuesto un punto de inflexión en el conocimiento de la política liberal y han facilitado el avance de la investigación hacia nuevos saberes y campos de estudio.

Sin embargo, dichas aportaciones han prefijado una determinada idea de cultura política liberal formulada desde unas bases ontológicas parciales. Con más concreción, se ha forjado esa construcción como resultado del examen, en mayor medida, de la voz de los liberales eminentes. O lo que es lo mismo, con una mirada canalizada por el filtro de las elites políticas, ya sea mediante el examen de los discursos parlamentarios, de sus pensamientos en publicaciones, libros o textos similares (medios a los que por lo general solo podían acudir los sectores más instruidos y acomodados), de la legislación electoral diseñada por las autoridades o de la consulta de fuentes similares[16]. Es decir, se ha formulado una concepción muy concreta de la cultura política liberal según el sentir de una determinada parte de la sociedad liberal que justifica su posición de poder y, por ende, silencia y desconsidera otros relatos —bien sean complementarios o alternativos— o, como mínimo, no los coteja con suficiente esmero.

Más bien escasean las reflexiones que se preguntan por el lugar del electorado en el liberalismo, y cuando eso sucede su sentir de la política acostumbra a quedar diluido o bien por el filtro de la mirada de las elites o bien entre otros debates, como la politización, las elecciones o el significado de la representación[17]. En general, no se ha ahondado en la confrontación conceptual de la política entre electores y elegibles, de manera que resulta difícil señalar dónde se encuentran las coincidencias y las diferencias entre estos colectivos en cuanto a un entendimiento general de la política[18].

Estas circunstancias se explican por tres motivos principales. En primer lugar, por la inexistencia hasta hace relativamente poco tiempo de un andamiaje teórico que permitiera disponer de un primer estadio de conocimiento de la cultura política liberal. Dada esta necesidad, el punto de partida más lógico pasaba por la consulta de las fuentes proporcionadas por los colectivos eminentes, que son las más extendidas. En otras palabras, la dificultad de reseguir la documentación elaborada por electores o sectores sin derechos políticos reviste una segunda problemática. En un tercer estadio, el dominio de los estudios electorales en la historiografía que se ocupa del liberalismo, con la absorción interpretativa que ha supuesto el análisis del fraude electoral y sus múltiples expresiones sociales y políticas, ha dificultado desprenderse de un discurso que pone el liderazgo y la acción política en los dirigentes, mientras ha tendido a descuidar el papel de los votantes[19].

He aquí el vacío historiográfico donde se inserta el presente texto, con voluntad de cubrir una necesidad interpretativa crucial: el lugar de los electores en la política liberal según su propio juicio. Para ello se analizará su mirada de la política, delimitando hasta qué punto se identifica una cosmovisión de la cultura distinta a la conocida hasta el momento o en qué medida se debe matizar o enriquecer con otros parámetros. Es obvio que con un texto de estas dimensiones no se puede revisar la globalidad de una determinada idea de la cultura política liberal, constituida por los fundamentos compartidos entre las distintas corrientes políticas. Aquí el objetivo se centrará en revisar la figura del propio elector y el voto desde la propia concepción de los electores.

El texto partirá del examen del caso español a mediados del siglo xix, con especial atención a los años de consolidación del liberalismo postrevolucionario (1837-‍1868), pero con una mirada comparada con otras realidades significativas, en particular la francesa, ya que goza de una historiografía muy activa en el estudio de la politización. En primer lugar, el artículo se acercará a la figura del elector, dedicando una especial atención a analizar protestas electorales y otra documentación similar elaborada por los votantes. Para ello, el texto utilizará como referencia la metodología que Louis Hincker ha aplicado para dar voz a los individuos comprometidos en la revolución parisina de 1848. El autor ha examinado los testimonios presentados en las solicitudes de indemnización, cartas, informes y todo tipo de información para acercarse a la visión de la política, la familia y la vida en general de estos colectivos[20].

A continuación, se analizará la visión del voto que la historiografía ha definido hasta el momento para el liberalismo y cómo la misma se confronta con el sentido que los electores otorgaban a su voto. Para ello, se examinará distinta documentación generada por los votantes con la finalidad de determinar cómo se refirieron al voto y qué sentido dieron al mismo. En este caso, se utilizarán sobre todo recursos impulsados como respuesta a la elaboración del censo electoral. La metodología utilizada, por consiguiente, consistirá en un análisis conceptual de esta documentación.

II. PROTESTAS ELECTORALES Y ELECTORADO: ¿EVIDENCIAS DE FRAUDE Y PASIVIDAD O DE MOVILIZACIÓN Y REPROBACIÓN?[Subir]

Las aportaciones más recientes de la historia cultural de la política han revisado el papel del electorado en el liberalismo, aportando nuevos conocimientos al respecto, aunque en este caso sin poner en entredicho el tradicional esquema de control político por parte de las elites. A pesar de los matices y diferencias entre las distintas culturas políticas hubo puntos de encuentro en el ensalzamiento del elegible y la postergación del elector como sujeto político secundario. Desde la esfera moderada se premió incluso el voto por influencias —del Gobierno y de notables— por encima del elector, mientras el progresismo auspiciaba la figura elitista del representante como dirigente natural de la comunidad y dejaba en un segundo término al votante. Incluso los demócratas ponían en tela de juicio la independencia de los sufragistas en comparación con los elegibles[21].

En otras palabras, la construcción cultural de esa imagen de sumisión desde el liberalismo postrevolucionario es sencilla: si se concibe al común de la población como peligroso por su falta de preparación, se desprende que en la base de ese razonamiento se encuentra un necesario control hacia esos sectores manipulables. A pesar de que se restrinja el acceso a la capacidad de voto a los sectores capacitados, la cultura política liberal sigue caracterizándose por una visión dirigista de la política[22], que conlleva una vez más la imagen de un electorado débil, que necesita ser instruido y guiado para garantizar el bien conjunto de la sociedad.

Ante esta realidad interpretativa, las protestas electorales se han entendido como testimonio documental de la manipulación de las elecciones y, por consiguiente, como prueba que certifica el liderazgo de las elites políticas y su voluntad de dirigir y controlar los procesos electorales. Los ecos de las denuncias de políticos españoles contemporáneos, como Luis María Pastor o Joaquín Costa, ayudaron sin duda a asentar la visión de una política oligárquica. Sin embargo, no se han analizado estas evidencias dando voz a los propios electores. Es decir, ¿los votantes entendían que su rol político era el de sumisión a las elites por estar insuficientemente preparados? ¿Sus protestas implicaban una aceptación del dirigismo electoral por parte de los Gobiernos y/o los elegibles? Estas y otras preguntas llevan a indagar en este tipo de documentación para preguntarse sobre el sentido que el electorado les daba, con voluntad de poner en relación los últimos avances hechos desde una perspectiva sociohistórica con los ofrecidos por la historia cultural acerca del conocimiento del elector liberal. Para ello se han consultado más de doscientas actas y protestas electorales de las décadas de 1830, 1840 y 1850 procedentes mayormente del fondo electoral del Archivo del Congreso de los Diputados de Madrid.

En realidad, la consulta de esta documentación permite constatar que los electores no habrían aceptado sin más el control de los Gobiernos ni sus manipulaciones en sus distintas formas. Que entre 1846 y 1858 más de una cuarta parte de las actas de las elecciones generales españolas contuvieran algún tipo de protesta[23] implicaba una doble lectura: eran una evidencia de la existencia de fraude electoral, es cierto, pero también la demostración de una visión de un electorado contestatario.

Una primera lectura de esta documentación presenta a un electorado movilizado para proteger el respeto de sus derechos electorales y consciente de que las diversas formas de manipulación no eran tolerables y se tenían que denunciar. En este sentido, entre las reclamaciones electorales surge una y otra vez la idea de que el cumplimiento de la ley era la base del respeto a la voluntad de los electores y, por ende, al sistema representativo en general. Eso es, el hecho de que prevaleciera la organización de las elecciones tal y como disponía la ley y no se alterase el libre ejercicio del voto implicaba el libre desempeño de los electores en sus funciones como votantes.

Es muy indicativa la argumentación que un grupo de ciudadanos con derechos políticos de la ciudad de Mérida hacía en 1839, entendiendo que la Junta General de Escrutinio de la circunscripción no tenía capacidad legal para anular los resultados en algunos distritos de la provincia. En realidad, la ley electoral de 1837, en su artículo 35 concedía a este organismo capacidad para dirimir acerca de las dudas y reclamaciones presentadas[24]. Al entender de los electores de Mérida, sin embargo, la actuación de la Junta implicaba invalidar el voto de parte de los electores e imponía en consecuencia una «tiranía […] a la voluntad de miles [de] electores»:

La estabilidad de los gobiernos descansa en la justicia, y la justicia no es otra cosa que la rígida observancia de la ley. El Congreso conocerá mejor que nosotros que de sus primeros pasos al empezar su carrera parlamentaria depende su crédito en la Europa, su prestigio en el interior y la conservación de nuestras instituciones, por que; ¡ay de ellas el día en que el pueblo vea que en la práctica son letras muertas, y advierta que están reemplazadas por la arbitrariedad y el fraude![25]

Se expresó de manera similar un elector de Cangas de Tineo, actual Cangas del Narcea (Asturias), en las mismas elecciones generales de 1839. Después de que se hiciera una preselección de los votantes que elegirían los miembros de la mesa electoral, imposibilitando el libre acceso al colegio electoral, de que se impidiera violentamente el libre ejercicio del voto e incluso de que se impusiera el sentido del mismo a los electores, el requirente aseguró: «El infrascrito hizo presente a la mesa este escandaloso atropellamiento, proceder despótico y depresivo del más precioso de los derechos del ciudadano, esencia del sistema representativo de cuyo libre uso pende la conservación de la libertad y la fortuna de la patria»[26].

Es cierto que la ley electoral de 1837 conformó un cuerpo electoral bastante amplio, que incluso llegó a superar los 637 000 electores en 1844 (más del 5 % de la población)[27]. Sin duda, eso podría conducir a prejuzgar la cuestión, en el sentido de vincular la reclamación de respeto del derecho político de los electores a un cuerpo electoral más abierto y, por lo tanto, presumiblemente más afín a tendencias liberales progresistas o incluso más vanguardistas. Sin lugar a dudas, el progresismo patricio concebía la figura del elector abierta a las clases medias para así proporcionar formas de participación política, aunque canalizadas y controladas[28].

Las evidencias proporcionadas por la voz de los electores invitan a pensar que la vindicación de un lugar deferente en la política no era privativa de las tendencias más avanzadas del liberalismo. Incluso se detectan evidencias entre los moderados en tiempos de la legislación electoral de 1846, que redujo el cuerpo electoral a menos de 100 000 hombres, aproximadamente el 0,8 % de la población.

Sirva de ejemplo el ejemplo de Monforte (Lugo) en las elecciones de 1846, que enfrentó a dos moderados de distintas tendencias ideológicas: Agustín María Saco y Manuel María Yáñez. Fueron especialmente abundantes los lamentos de los partidarios del segundo, dada la victoria del primero, que reclamaban la anulación de los resultados y una nueva convocatoria electoral. Entre ellos, una queja de una docena de electores que desaprobaban la intervención del jefe político como agente electoral: había alterado los resultados al aumentar indebidamente el número de posibles votantes y había impedido que otros pudieran ejercer su derecho a depositar la papeleta a la urna:

No pueden los electores que subscriben recelar que el Congreso de los diputados de la Nación sancione tamañas ilegalidades, aprobando el acta de una elección hecha para tales medios, y bajo el influjo de un poder desbordado y tiránico, que excluye toda libertad; y en la que sobre todo se ha mentido y contrariado el resultado de la votación con un descaro e impudencia de que no hay ejemplar en la copiosa crónica de los hechos electorales escandalosos que han tenido lugar desde la creación del sistema representativo[29].

Lo cierto es que, a pesar de las protestas y del intenso debate que tuvo lugar en el Congreso de los Diputados, el acta se aprobó tal y como había llegado y no se anularon las elecciones[30].

En efecto, bajo la legislación electoral de 1846 protestas las hubo incluso de votantes moderados denunciando la actuación ilegal de simpatizantes demócratas. Tal fue el caso del distrito de Figueres (Girona), donde por las elecciones generales de 1851 algunos electores próximos al candidato moderado José de Caramany se quejaron de coacciones ejercidas por partidarios del demócrata Aniceto Puig, que habrían ocupado las inmediaciones del colegio electoral del municipio ampurdanés para interceder en los resultados y así favorecer su victoria[31].

En otros términos, a pesar de las diferencias ideológicas entre las diferentes corrientes del liberalismo español, los distintos ejemplos empujan a concebir que no se puede reducir la figura del elector a un actor que aceptaba el papel secundario otorgado por las autoridades. Se desprende de su propio testimonio, pues, una imagen del elector como sujeto activo que entiende tiene encargada la función de mantener la esencia del sistema representativo mediante su sufragio y ello es posible en buena medida a partir del respeto a la ley.

Así lo indican ejemplos como el recurso de una veintena de electores de la Carlota (Córdoba), que en 1842 no admitían la imposición de un diputado con el mismo nombre que el elegido, Francisco Estrada, pero que en lugar de ser originario de La Rambla (Córdoba) lo era de Madrid. Las palabras de los representados transmitían un sentimiento de injusticia y rogaban que se respetara el sentido originario de su voto: «Ni decir que sea más ni menos acreedor a representar esta provincia que nuestro compatricio, pero sí decimos francamente que al que hemos votado en este distrito, al menos nosotros, ha sido el último»[32].

Que los electores no se concebían como comparsas de los deseos de los elegibles, y que juzgaban su papel relevante en el sistema representativo podría ser entonces un entendimiento extendido entre los votantes. Ahora bien, más allá de esta idea ¿cuál era exactamente el lugar que perfilaban los electores para sí mismos en la política? ¿Y qué significado y naturaleza otorgaban al voto? ¿Se desprende una concepción unánime entre electores? Para aprehender con mayor amplitud estas realidades, es necesario dar un paso más hacia la comprensión del voto por parte del electorado.

III. DEL VOTO COMO DELEGACIÓN AL VOTO COMO DERECHO[Subir]

A partir sobre todo del análisis de las leyes electorales y de los discursos y pensamientos de los dirigentes políticos, la historiografía ha definido el voto en el liberalismo como una función o una confianza. De acuerdo con la visión que entiende la necesidad de regular la participación política alrededor de las capacidades, únicamente aquellos con aptitudes suficientes, ya sean económicas acreditadas por la propiedad o intelectuales, tenían acceso al voto. Eran los más preparados, dado que el conjunto de la población era percibido desde la desconfianza y el temor generado por una supuesta dependencia económica hacia terceros o preparación intelectual insuficiente[33].

Ergo, estos colectivos capacitados ejercían el voto en nombre de toda la sociedad, como una función que tenían encomendada como grupos más aptos para el liderazgo del conjunto social[34]. O, como definen Sierra et al., como un mecanismo de delegación antes que de participación[35]. Por eso también se entendía que más que presentar candidatura, los elegibles tenían que ser propuestos por los electores, precisamente en reconocimiento a su destacada posición en la sociedad[36] o por ser fácilmente identificables a partir de su actuación para conseguir el bien del conjunto del cuerpo social[37].

Por el contrario, y aunque se puedan encontrar precedentes ya en liberales de las Cortes de Cádiz o en el liberalismo exaltado durante el Trienio Liberal (1820-‍1823), en el segundo tercio del siglo xix se entendía que únicamente desde los sectores demorrepublicanos el voto era admitido como un derecho. Eso es, se concebía al ciudadano como un sujeto participativo y titular de los derechos civiles y políticos e independiente de toda influencia. Desde una visión iusnaturalista se erigía en un sujeto titular de los derechos ciudadanos y, por consiguiente, libre de cualquier restricción para acceder al voto, en tanto en cuanto le pertenecía como un derecho natural[38]. La realidad es que entre práctica y discurso había una distancia considerable, dado que el estadio descrito solo se lograba desde el presupuesto de que toda la población alcanzara una preparación adecuada a partir de una escolarización universal.

Entonces, si se presupone el voto como función, fácilmente se puede desprender desde un punto de vista elitista que el electorado tendía a reconocer a los sectores más destacados de la sociedad. Eso es, a los más capacitados, que guiaban intelectualmente al conjunto de la población. En otras palabras, el electorado tenía poco que decir y su ejercicio del voto era más bien funcional. En oposición, dado que el electorado demorrepublicano hubiera concebido el voto como un derecho, solo ellos hubieran tenido una implicación política más destacada.

En realidad, este enfoque no deja de ser una traslación de la visión de las elites políticas al electorado, por lo que no se les concede un espacio de expresión propio. Dicha visión es, como mínimo, matizable, como a continuación se demostrará. Así se desprende de las reclamaciones de individuos que a mediados del siglo xix requirieron a las autoridades españolas su condición de votantes, después de constatar que su nombre no figuraba en el censo electoral. Lo atestigua la consulta de decenas de solicitudes procedentes del Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona —en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid se conservan las listas electorales y sus actualizaciones, pero no las demandas de los potenciales electores—, así como la mencionada documentación procedente del Archivo del Congreso de los Diputados.

Dan testimonio varios sujetos de Barcelona. Por ejemplo, el médico y cirujano Joaquín Padilla Cabanas, que en 1840 exponía «que reúne todas las cualidades de la ley para ser continuado a la lista electoral» y, de acuerdo con ello, reclamaba a la comisión del censo electoral «mandar escriturar el nombre del exponente a fin de que no sea privado de las prerrogativas que le concede la ley»[39].

Tal vez resulte más llamativa la reclamación de Pablo Amigó. En 1850 exhortó al gobernador civil de la provincia a que le incluyera en las listas electorales, dado que «se cree con derecho a ser elector, por pagar de contribución directa desde un año hace la cantidad de seiscientos sesenta y nueve reales vellón»[40]. Según la ley electoral de 1846 se exigían un mínimo de cuatrocientos reales de vellón anuales de contribuciones directas para ser considerado ciudadano político[41], y de acuerdo con ello el solicitante consideraba que se le habían vulnerado sus derechos políticos. Asimismo, y aún con más determinación si cabe, se expresaba en ese mismo año el farmacéutico Narciso Gumbau: «Acude en relación del derecho electoral que le compete por pagar la cuota de contribución que la ley exige»[42].

En esos mismos términos se expresaban varios electores de Lepe en 1839. Protestaban enérgicamente al Ayuntamiento del municipio, con un requerimiento que acabó en el Congreso de los Diputados, porque se sentían perjudicados por no poder emitir su sufragio en las elecciones generales: «Don José Arroyo y Bermúdez, D. Rufino Ruiz, D. José María Ramírez, D. Rafael Ruano, D. Bernabé Flores y D. José Alonso […] por sí y a nombre de los demás electores de esta villa, excluidos del derecho de votar en las próximas elecciones, a V. V. manifestamos: que en esta fecha se han notariado los individuos de ella que se les han excluido del citado derecho»[43].

La utilización de la fórmula «derecho electoral» o «derecho a ser elector» no era un recurso excepcional, más bien se documenta con reiteración entre las reclamaciones que se han consultado de sujetos que se veían privados de una competencia que entendían que la ley les confería y que no se les había respetado. Era tanto como decir que su entendimiento de la condición de elector ni era interpretable ni estaba en discusión ni dependía de ninguna arbitrariedad, sino simplemente del cumplimiento estricto de lo establecido por la ley, entrando en total coherencia con las protestas electorales que esgrimían la ley como garante de los derechos de los electores. Estas expresiones responden a la idea de que las reclamaciones contra la no inscripción en las listas electorales se formulaban de acuerdo con un sentimiento de exclusión en el seno de la comunidad[44]. Es decir, convenían en el entendimiento de una voluntad de sentirse parte de un conjunto. Con todo, eso no implicaría una rebaja de la idea de disponer de un derecho político. Esos sentimientos de comunidad, lejos de apartarlos del compromiso político, facilitaban la concepción de ciudadanía entre sectores excluidos de estos honores[45].

Se puede objetar a este relato que tal vez no sea representativo más que de un pequeño sector político perteneciente al liberalismo avanzado. Las diferentes evidencias cronológicas y geográficas no parecen indicarlo, ya sea en tiempos de la legislación electoral progresista de 1837 o de la moderada de 1846, precisamente en unos años de represión y dificultad de expresión de las sensibilidades políticas liberales más avanzadas. Sin embargo, también es cierto que es difícil poder vincular cada uno de los recursos, o de las distintas voces de los electores, a una u otra orientación ideológica, dada la escasez de detalles en ese sentido. Al fin y al cabo, el posicionamiento de cada uno de ellos era individual.

A pesar de todo ello sí se documenta la existencia de estas demandas entre distintos estratos sociales, que en ocasiones puede vincularse a distintas tendencias ideológicas, de forma que ello tal vez conduzca a subrayar una cierta transversalidad de lo indicado hasta el momento. Lo demuestra el hecho de que en Barcelona reclamaron su «derecho electoral» o su «derecho de ser elector» el analfabeto Vicente Llabiol en 1840[46], el tabernero Francisco Colomer o el cafetero Francisco Tostas en 1850[47], pero también el entonces joven abogado de veintiséis años Manuel Duran y Bas[48], desde posiciones conservadoras que le llevaron poco después a aproximarse a la Unión Liberal[49]. Incluso el diputado progresista Juan Vilaregut también reclamó su derecho a ser elector en 1852 al no estar consignado en el censo electoral[50].

Si se satisfacían los requisitos para ser elector nadie les podía despojar de esa condición. Eso mismo pudieron pensar los electores franceses a la víspera de las elecciones generales de 1848, con la aprobación del sufragio universal masculino. Ante las dificultades de administrar con corrección la expansión del censo, de 246 000 en 1846 a 8,2 millones en abril de 1848, no se pudo comprobar el nombre de todos los electores inscritos y, por lo mismo, no se garantizó la efectividad del sufragio universal. Y si problemas técnicos les impedían votar, como el hecho de no haberse establecido el colegio electoral en el ayuntamiento a la hora pertinente que establecía la ley, los electores preferían protestar o incluso ir a buscar a los miembros de la mesa electoral[51].

Tal era la situación que hasta en España los votantes intervenían para cerciorarse de que aquellos que habían sido admitidos como posibles electores de manera incorrecta se les revisara su situación. Es decir, si la ley estipulaba unas mismas condiciones para todos, nadie estaba en situación de privilegio. Está en la base originaria del liberalismo la igualdad del ser humano ante la ley que termina con los privilegios característicos del Antiguo Régimen[52], aunque en la concreción política del mismo en el siglo xix la igualdad de derechos no se plasmó en una legislación equitativa.

Eso no quita las demandas de los electores de respeto a las condiciones de juego dadas. Es muy ilustrativo el caso de Don Benito (Badajoz). Varios electores del distrito se quejaron en 1840 de la vulneración de los plazos de publicación y enmienda de las listas electorales, al no exponerse públicamente en su debido tiempo. Según el artículo 13 de la ley electoral de 1837, las listas provisionales tenían que exponerse públicamente en todos los pueblos de la provincia durante quince días antes de las elecciones generales, tiempo en el que se podían tramitar recursos para su inclusión en caso de no hallarse debidamente conformadas[53]. Al no respetarse dichos plazos, los votantes de Don Benito elevaron una protesta y además se quejaron de que en las listas se encontraban «no solo equivocaciones que saltaban a los ojos más imparciales, sino también una multiplicación de electores que ni por los conceptos designados en ellas ni por ningún otro legal gozan del derecho de votar»[54].

En similares circunstancias se expresaban los habitantes del distrito electoral de la Vega de Ribadeo, actual Vegadeo (Asturias). En las elecciones generales de 1847, varios vecinos denunciaban «la suplantación escandalosa del derecho electoral al que se ha conferido a una mayoría de personas incapaces por la ley de ejercerlo, puestas en subrogación de otras, en quienes debieran buscarse y se hubieran encontrado la propiedad y el saber; garantías de un voto discreto e independiente»[55].

¿Eso significa que los solicitantes entendían su condición de votantes como un derecho? Las evidencias así lo sugieren en distintos contextos legislativos y, por lo tanto, en distintos momentos de definición del grupo de electores. Puede desorientar el hecho de que los propios electores se dirigieran a las autoridades con enunciados como «cuya gracia espera de la ilustrada rectitud de V.», «suplica se sirva continuarle en las expresadas listas, como así se lo promete el recurrente de la rectitud y buen celo que a V. E. distinguen» o «gracia que espera merecer del recto proceder de V. E.». Ello podría conducir a descartar una generalización de la concepción del voto como un derecho natural, una visión que como se ha indicado se hubiera asentado fundamentalmente entre los sectores demorrepublicanos. Sin embargo, deben concebirse dichas expresiones como fórmulas protocolarias con un tono suplicatorio de carácter universal. A modo de ejemplo, en Lisboa la Guardia Nacional presentó su manifiesto revolucionario de 1836 como una humilde súplica a la gracia de la reina, a la vez que esperaba su concesión sin dejar las armas.

De acuerdo con ello, se puede indicar que la reivindicación del voto no estaba reñida con el sentir de estar reclamando un derecho, al contrario. La reclamación de respeto de unas competencias que les eran propias como electores, y que les permitían emitir sus opiniones, es innegable. Puede ayudar a entenderlo mejor el uso de la papeleta en los plebiscitos del Segundo Imperio Francés (1852-‍1870). Más allá de la emisión de un «sí», un «no», un voto en blanco o nulo, se detecta de manera extensa la existencia de un voto con anotaciones manuales que permite al elector mostrar su opinión acerca de lo que se decide en la elección y convertir el sufragio en un voto de protesta[56]. En este sentido, incluso la abstención fue usada como herramienta de contestación en contextos de dominio gubernamental sin libertad de voto garantizada[57].

IV. EL VOTO DESDE LA MIRADA DEL ELECTORADO: UN DERECHO POSITIVO, SUBJETIVO Y NATURAL [Subir]

Que se compartiera la idea de defender un derecho no implica necesariamente que se participara de manera transversal de la misma concepción de la naturaleza del voto, y mucho menos que fuera admitido siempre como un derecho natural. En efecto, otra cosa sería preguntarse por la naturaleza de dicho derecho. Es decir, ¿estas mismas evidencias sugieren que los electores entendieron su capacidad de voto como una condición que les pertenecía desde una visión iusnaturalista? ¿Fue así de manera transversal? Es difícil y tal vez sería inconveniente concluir con un simple sí o no, dada la contrariedad de evidencias, fruto posiblemente de las distintas realidades políticas y sociales de cada uno de los votantes que presentaban además distintos pensamientos en función de su propia realidad. Atendiendo a la documentación consultada sí habría disparidad de concepciones en función del posicionamiento particular de cada cuál.

Es cierto que en determinados contextos históricos la distinción entre elegibles y electores no fue abismal. La Constitución y la Ley Electoral de 1837 prácticamente no establecían diferencias entre ambas condiciones. Mucho menos cercanas fueron según la Ley Electoral de 1846, que requería poseer una renta de 12 000 reales de vellón o pagar 1000 reales de vellón de contribuciones directas para ser diputado, mientras el pago de 400 era necesario para ser elector. A pesar de los contrastes de contexto que implicaban mayor o menor diferenciación entre representantes y electores, ello no supuso una honda ruptura en la comprensión del derecho electoral por parte de votantes cercanos al liberalismo moderado.

Bajo ambas leyes se distinguen concepciones similares del voto, unidas por el entendimiento del mismo como una función de aquellos más capacitados en razón de su utilidad social. Así lo acredita otra protesta de varios electores de Monforte de Lemos (Lugo) en las elecciones generales de 1839, que asociaban una alta participación con falta de preparación o, lo que es lo mismo, que únicamente los más preparados eran los adecuados para poder votar. El cambio del número de electores en algunos distritos, aumentando el censo, propició según su criterio que «se formaron las mesas electorales como era de esperar, de gente ignorante o mal intencionada, y de aquí los desórdenes e ilegalidades cometidas»[58].

También la ya mencionada protesta de la Vega de Ribadeo en 1847 sirve para ilustrar una cosmovisión que remite al ya conocido discurso dominante entre la mayoría de las elites liberales, en particular conservadoras. Los solicitantes recordaban que los buenos electores se tenían que buscar entre aquellos que respondían a la propiedad y el saber como garantías de un voto discreto e independiente[59]. Entre los redactores del documento se encontraba José Saavedra, que ya había sido diputado moderado en 1845 por el distrito de Oviedo, y que protestaba por la elección del también moderado Benito Rodríguez Arango, comisario de Protección y Seguridad Pública del distrito[60].

Entre estos colectivos de votantes conservadores se detecta una coincidencia con la visión ya conocida de las elites, en el sentido de que el voto era considerado una función social. Sin embargo, eso no supone una contrariedad con el hecho de que los votantes conservadores lo entendían a su vez como un derecho positivo. En efecto, por eso resaltaban que la ley era el medio que confería el derecho electoral. En el caso de Vega de Ribadeo se hacía énfasis en la «suplantación escandalosa del derecho electoral que se ha conferido a una mayoría de personas incapaces por la ley de ejercerlo»[61]. Así se conjugaba la reclamación del voto por parte de los electores como un derecho con la concepción del voto independiente representado por las propiedades.

Lo cierto es que son más difíciles de encontrar entre las protestas de los electores más cercanos al progresismo alegatos tan diáfanos y contundentes de la función social del voto. Los puntos de encuentro entre electores de tendencias más conservadoras con otros cercanos al progresismo se dan en la idea del voto como un derecho positivo que garantiza la ley. Aún así, entre estos últimos se detectan algunas evidencias que posicionan la ley más como un intermediario que como base del derecho al voto. Eso es, como un mecanismo que tenía que garantizar el libre ejercicio del voto, desprendiéndose así —aunque fuera implícitamente— una idea de un derecho inseparable al sujeto o que no puede depender exclusivamente de la ley.

Así lo sugieren casos como el de Casas-Ibáñez (Albacete). Por las elecciones generales de 1846, en que se impuso por un ajustado resultado el moderado Juan Modesto de la Mota al entonces progresista Rafael Monares, fueron varios los electores que se posicionaron en contra del proceder del primero. Una de las mayores disconformidades señalaba el hecho de que la mesa electoral y los votos para constituirla se efectuaron a escondidas de los que no eran partidarios de la candidatura moderada. Por eso, algunos electores alzaban la voz al no ver respetado su sufragio y tener el «convencimiento moral íntimo […] de que sus votos en la votación de la mesa y en la del candidato de su aprecio no han tenido la aplicación que su voluntad deseaba». Por consiguiente, la ley sería un instrumento ineficaz para garantizar la regulación del derecho a voto: «Penetrados de que la previsión y sabiduría que los legisladores emplean en la formación de las leyes son ineficaces y quedan frustradas si en los encargados de su observancia y cumplimiento no residen la sinceridad y la buena fe»[62].

Este tipo de apelaciones, por tanto, van más allá de la concepción del voto como delegación. En todo caso, se debe entender que no se formulaba una oposición entre derecho natural y derecho positivo, tal como indica Simona Cerutti mediante el análisis de las prácticas legislativas de fines del Antiguo Régimen. Más bien se detectan espacios donde se confrontan problemas de ciudadanía y pertenencia social, de manera tal que a partir de las formulaciones del derecho positivo se apela al derecho natural para buscar principios de igualdad[63]. En otras palabras, la legitimidad de las acciones y las prácticas sociales pueden convertirse también en base de la argumentación legal para apelar a la consecución de determinados derechos[64]. Por eso, los solicitantes pedían el voto con argumentaciones que mezclaban la propia experiencia social —como el caso de un notario que se sentía discriminado al no ver reconocido su derecho electoral, mientras se le reconocía a farmacéuticos y corredores públicos a pesar de ser profesiones que no presentaban mejor condición que la suya[65]— con la del derecho positivo —basándose en el articulado de la ley electoral—.

Y, de hecho, esa experiencia social se instituía a ojos de los electores como un derecho positivo. En las elecciones generales de 1840, centenares de vecinos de Constantina (Sevilla) reclamaban «su derecho de sufragio», que se les había arrebatado según su entender «faltando a la ley y acordando la negativa contra la práctica constantemente observada por la Diputación provincial». Es decir, dar por bueno el informe de los ayuntamientos de cada individuo que les acreditaba como propietarios de una yunta en el censo de riqueza del pueblo[66]. De hecho, la misma ley electoral de 1837 consideraba como electores dichos labradores que «posean una yunta propia destinada exclusivamente a cultivar las tierras de su propiedad» y «sin necesidad de justificar su renta»[67].

Para entender mejor la visión que encierran todas estas demandas de respeto a la ley y al derecho electoral, acompañadas de apelaciones a un derecho propio, tal vez pueda ser útil el concepto de derecho subjetivo. Juan Pro, basándose en las reflexiones de García de Enterría[68], lo sitúa como uno de los principales elementos que caracterizaron a la cultura jurídica que impregnó las primeras culturas políticas de la España contemporánea[69]. Se trata de un concepto que nace vinculado al derecho natural y que responde a algo que los individuos exigen a las autoridades —un derecho— porque entienden que es justo y les corresponde su reclamación y ejercicio[70].

Tiene sentido entonces como formulación en un momento de transición, en vías de consolidación del liberalismo, y junto a una cosmovisión de los derechos individuales en transformación, que progresivamente percibe como propios el individuo, pero no aún de manera consustancial. Eso se da precisamente en una sociedad donde legalmente no se consolidó la concepción de la soberanía nacional como base del sistema constitucional.

A partir de 1837, y con la excepción de la Constitución de 1869, durante prácticamente un siglo dominó la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona en los textos constitucionales de 1845 y 1876. Desde ese punto de vista más conservador, los derechos de los individuos no eran concebidos desde una perspectiva iusnaturalista, sino que más bien respondían a la necesaria actividad legisladora de la autoridad, que representaba la indispensable contingencia a las masas y evocaba al contrato social como regulación[71]. Incluso en la Constitución de 1812 los derechos no eran proyectados como derechos naturales, propios de los individuos, sino resultado de la acción de los representantes de la nación[72]. Claro que todo ello respondía a la concepción de las elites políticas.

En definitiva, la comprensión del voto aquí documentada invita a pensar en una cosmovisión variada en función del posicionamiento de cada elector. En cualquier caso, se desprende un entendimiento compartido del mismo como un derecho: limitado principalmente al derecho positivo y entendido como una función desde los sectores liberales más conservadores, pero más abierto en los progresistas. En ese caso, se detecta una cultura jurídica en transición entre la legitimidad de la regulación de los derechos por parte de los Gobiernos y la fundamentación del derecho natural más propia de las visiones más avanzadas del liberalismo. Es decir, los electores más o menos cercanos al progresismo juzgaban tener un derecho que les correspondía y que se les tenía que respetar, y para ello apelaban al derecho natural o a su propia experiencia de la justicia según el derecho objetivo.

Se presupone que los liberales más avanzados habrían mostrado con mayor nitidez su llamamiento al voto como un derecho natural, pero queda como una hipótesis por verificar, dado que la documentación electoral aquí analizada y vinculada a esos sectores antes de 1868 es tan reducida que no se ha podido ofrecer detalles esclarecedores. En todo caso, otras fuentes así lo sugieren. Sin ir más lejos, no eran solo los manifiestos del Partido Democrático los que reclamaban el sufragio universal; también reclamaban esos principios, o incluso la emancipación de la mujer, sus electores en banquetes[73].

V. LA OTRA CARA DE LA MONEDA: RECLAMACIONES INSTRUMENTALES[Subir]

Desde otro punto de vista, no puede obviarse otra interpretación acerca del sentido que los votantes concedieron a las protestas electorales y, por consiguiente, del propio lugar del electorado. Se trata de un uso fraudulento y/o interesado de las protestas electorales. A pesar de que este otro proceder podía a su vez respaldarse argumentalmente en el debido respeto a la ley, detrás de una fachada moralizante se presentaba como otra herramienta más dentro del engranaje del fraude electoral. Eso es, un recurso que algunos podían utilizar de manera capciosa para intentar cambiar el resultado de los comicios o bien para reducir el número de posibles votantes en el censo con finalidades no necesariamente fundadas en el supuesto respeto a la ley y a los derechos individuales y colectivos.

Las demandas de electores para la exclusión de otros de las listas electorales se fundamentaban en esa máxima de respetar la igualdad de condiciones en el acceso al voto. Y por eso algunos ciudadanos políticos entendían que si otros con capacidades insuficientes eran inscritos en el censo electoral, eso vulneraba sus derechos y debían protestar para que esa situación cambiara, ya fuera porque se trataba de sujetos fallecidos cuyo nombre no figuraba correctamente inscrito en el censo o porque no cumplían los requisitos económicos necesarios para ser considerados votantes.

Con todo, otros podían entender este tipo de recurso como un instrumento para reducir el número de adversarios políticos y así facilitar la elección del candidato deseado. Este tal vez fue el caso de José Castell, un elector del distrito de Igualada (Barcelona), que en 1858 reclamaba la exclusión de noventa y un individuos de una circunscripción que entonces tenía poco más de seiscientos[74], por lo que las autoridades consideraron improcedente la exclusión de la mayoría de ellos. Resulta además sorprendente el número de electores potencialmente excluibles del censo, cuando otro elector del mismo distrito había elevado otro recurso en esos mismos comicios solicitando únicamente la exclusión de una única persona por deceso[75]. Eso no implica la completa falsedad de la denuncia, pero cuestiona la verosimilitud de la magnitud de la cifra e invita a pensar que tal vez la intencionalidad de la denuncia fuera instrumental.

Lo significativo de ello es que ambos —como la mayoría de este tipo de reclamaciones—, a pesar de su dispar objetivo, se amparaban en la ley y presentaban comprobantes según la misma para sustentar sus argumentaciones. En la Francia del siglo xix, como ha mostrado Garrigou, la invalidación de las actas solo se producía si las prácticas ilegales habían podido afectar al resultado de la elección, de manera que se intentaban sortear las maniobras de un candidato derrotado que pretendía beneficiarse de una nueva oportunidad. A pesar de ello no se evitó un aprendizaje del recurso por parte de algunos candidatos, que llegaron a hacer de la misma una iniciativa organizada con un fin instrumental capaz de sustentar sus argumentaciones sobre bases legales[76].

Ello puede invitar a pensar un electorado que ha sido guiado o empujado a actuar desde los elegibles para presentar reclamaciones electorales de sus derechos vulnerados. Eso entraría en la lógica del discurso conocido y compartido por las culturas políticas liberales eminentes, que presenta a los votantes como individuos sujetos a las voluntades de los elegibles y de las autoridades gubernamentales. ¿Esto implicaría que todas las protestas y reclamaciones de los electores fueron guiadas o impulsadas por elegibles u otras autoridades, fueran o no nacidas de una voluntad fraudulenta o interesada y, por lo tanto, invalidaría todo lo dicho hasta el momento?

No parece que sea así en todos los casos. Es evidente que se pudo dar, pero al mismo tiempo se han presentado anteriormente casos de sujetos que individual o colectivamente se movilizaron para que se respetaran sus derechos como votantes y que no hacen pensar en un comportamiento sumiso ni fraudulento. A pesar de ello, esas conductas en un contexto de transición entre Antiguo Régimen y liberalismo no eran totalmente individualizadas ni tal vez del todo libres, sino que respondían a actuaciones aún muy influenciadas por la colectividad. Y eso también explica la complejidad de las mismas.

Sin ir más lejos, las elecciones francesas de 1848, con la aplicación del sufragio universal masculino, no terminaron con muchas de las prácticas electorales hasta entonces habituales, como el ejercicio del voto en grupos que se desplazaban conjuntamente hacia los colegios electorales, la petición de recomendaciones a las autoridades o el hecho de dejar votos en blanco ante el desconocimiento de un proceso electoral nuevo[77]. O en el caso italiano, la movilización de los electores romanos en las elecciones de 1848 para reunirse y deliberar acerca del candidato que apoyar, muchas veces se produjo mediante la mediación de la figura de un intermediario, como los comités electorales[78].

Un ejemplo de las contradicciones del supuesto carácter tutelado hacia los votantes lo ofrece la protesta de «la mayoría de los vecinos electores del distrito electoral de Padrón, en la provincia de La Coruña», en las elecciones generales de 1851. Esta reclamación, suscrita por unos ochenta electores —coincidiendo con el número de votos que obtuvo el candidato ganador en aquellas elecciones, José Víctor Méndez— aparecía para deslegitimar una protesta de otros electores de la circunscripción que reclamaban la nulidad de las elecciones: «Tal protesta es falsa en todas sus bases y únicamente un recurso de los agentes de D. Rafael Flórez, candidato vencido»[79].

¿Eso significa que los ochenta electores se movían únicamente por el ímpetu del candidato al que habían apoyado? No es descartable, aunque parece difícil pensar que la acción se diera en una única dirección (de elegible a electores), mientras los electores no tenían nada que decir y obedecían sin más al diputado Méndez. Lo que parece más plausible, aunque sea en forma de hipótesis, es una relación bidireccional entre representante y representados, de una manera no muy alejada a la que se daba entre Gobiernos y autoridades locales en el distrito como espacio de negociación[80]. En efecto, como se ha demostrado, no siempre los electores actuaban de acuerdo con las directrices recibidas por los elegibles. Sin ir más lejos, los mencionados ochenta electores entendían que Flórez era un candidato que buscó «el auxilio» del Gobierno y que actuaría condicionado por sus directrices, mientras que Méndez respondería mejor a los intereses del territorio. Todo lo contrario de lo que sostenía el diario progresista La Nación, que describía a un Flórez más vinculado al territorio que a un Méndez cercano a la camarilla del moderado Luis José Sartorius[81].

Fuera como fuese, lo que parece indiscutible es la detección de un electorado politizado, que apoyaba a un candidato u a otro no desde la simple obediencia, sino desde la conciencia de su poder como sujeto con derechos políticos, aunque pudiera hacerlo con base en la colectividad.

VI. CONCLUSIONES[Subir]

Este artículo ha revisado algunas de las bases que comparten las culturas políticas liberales de mediados del siglo xix desde el cotejo de elementos como el voto, filtrados por la mirada de los electores. En este sentido, se han examinado protestas de actas electorales, requerimientos para integrar o excluir sujetos en las listas del censo electoral o quejas relacionadas con las elecciones, que han dado voz a los electores y que han permitido vislumbrar el sentido que estos daban al voto y a su propia función como depositarios del mismo.

A partir de este análisis detallado se ha llegado a dos conclusiones destacadas que matizan la visión dominante de la idea de cultura política liberal definida desde las elites. En primer lugar, y a diferencia de la posición secundaria otorgada por los dirigentes, los electores no se concebían a sí mismos como unos sujetos irrelevantes de la política. No actuaban bajo el sometimiento de los elegibles, como se desprende de la cosmovisión moderada, ni se imaginaban como actores a la sombra de los representantes, como sugiere el progresismo patricio. El elector, de manera transversal, se presentaba como un sujeto activo de la política, depositario del sufragio y que ambicionaba que su opinión política fuera respetada y su derecho al voto garantizado.

He aquí la otra principal aportación del texto. El voto en el liberalismo no puede describirse únicamente como una función y reducir su entendimiento como derecho a las sensibilidades demorrepublicanas. En realidad, el voto probablemente fue entendido por el electorado de todas las sensibilidades liberales, desde las conservadoras a las democráticas, como un derecho. Las diferencias entre los distintos posicionamientos políticos se encontrarían en la adjetivación de dicho derecho. Eso es, los electores moderados concebían el voto como un derecho positivo que la ley garantizaba. Desde ese supuesto coincidían con la visión del voto como función social asociada a la cosmovisión tradicional de la cultura política liberal dominante. Los progresistas convenían en la concepción del voto como un derecho positivo, pero en cambio no ponían tanto énfasis en él como función social. De hecho, presentarían el entendimiento del voto como una prerrogativa que de manera justa tenían derecho a desempeñar, desde una visión que se encontraría en un estadio de transición hacia la concepción de un derecho natural, propio e inalienable al sujeto. El concepto de derecho subjetivo encajaría con esa realidad, mezclándose con apelaciones a la experiencia social y al derecho natural para conseguir situaciones sociales y políticas más equitativas.

En definitiva, de manera transversal se vislumbra desde la perspectiva de los electores el voto como algo que les compete, que no les pueden quitar —la ley emerge en oposición al poder despótico del rey en el Antiguo Régimen— y que les permite intervenir en política. Aunque eso no necesariamente es incompatible con conductas que a veces sí son impulsadas por los elegibles, ya sea con fines interesados que fomentan la elaboración de protestas instrumentales que podían ser controvertibles y que se presentaban como medio para cambiar los resultados electorales o sin esas finalidades. En todos los casos subyace el elector como alguien que entiende las protestas y recursos electorales como un instrumento de participación y como una fórmula de politización que necesariamente implicaba tomar partido. Y eso en ningún caso puede ser entendido como un comportamiento desinteresado o indolente.

NOTAS[Subir]

[1]

Me gustaría agradecer a Diego Palacios Cerezales la lectura de una primera versión de este texto y sus estimulantes y enriquecedoras observaciones, que ayudaron a mejorarlo, como también lo hicieron los comentarios de los evaluadores. También quisiera dar las gracias a Emmanuel Fureix por orientarme con algunas referencias bibliográficas especializadas.

[2]

Roseneil y Frosh (‍2012): 5.

[3]

Almond y Verba (‍1963).

[4]

Welch (‍1993): 1-‍29.

[5]

Bernstein (‍1997).

[6]

Cabrera (‍2010): 19-‍20.

[7]

Veiga (‍2014).

[8]

Gómez Ochoa (‍2007) y Romeo Mateo (‍1998).

[9]

Romeo Mateo (‍1999).

[10]

Zurita (‍2014).

[11]

Peyrou (‍2013, ‍2014).

[12]

Varela Suanzes-Carpegna (‍2005).

[13]

Kahan (‍2003).

[14]

Manin (‍1997): 94.

[15]

Le Marec (‍2000).

[16]

A pesar de los matices, sirvan de ejemplo Kahan (‍2003), Sierra et al. (‍2010) y Rosanvallon (‍1992).

[17]

Entre otros, Huard (‍1991), Garrigou (‍1992), Bertrand et al. (‍2006), Tavares de Almeida (‍2011) y Luján (‍2017).

[18]

O’Gorman (‍1993).

[19]

Un análisis de la cuestión en Moreno Luzón (‍2007).

[20]

Hincker (‍2007).

[21]

Sierra (‍2006, ‍2007).

[22]

Sierra et al. (‍2006) y Romeo Mateo (‍2005).

[23]

Pastor (‍1863): 23.

[24]

Ley Electoral española de 20 de julio de 1837. Disponible en: humanidades.cchs.csic.es/ih/paginas/jrug/leyes/18370720-1.doc.

[25]

Documento 0041006010002, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[26]

Documento 0041032010077, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[27]

Araque (‍2008): 357.

[28]

Sierra (‍2006).

[29]

Documento 0041628020000, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[30]

Diario del Congreso de los Diputados: legislatura 1846-‍1847: 451, 529, 657, 761-‍777, 1338-‍1339 y 1348.

[31]

Documento 0001701390000, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[32]

Documento 0001201130010, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[33]

Varela Suanzes-Carpegna (‍2004).

[34]

Kahan (‍2003): 23-‍25

[35]

Sierra et al. (‍2006).

[36]

Zurita (‍2007).

[37]

Romeo Mateo (‍2005).

[38]

Peyrou (‍2008: 107) y (‍2013).

[39]

Elecciones a Cortes, listas de reclamaciones de las elecciones, 1840. Topográfico 113, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[40]

Elecciones a Cortes, rectificación de las listas electorales para elecciones a Cortes, 1850. Topográfico 157, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[41]

Ley Electoral española de 18 de marzo de 1846. Disponible en: humanidades.cchs.csic.es/ih/paginas/jrug/leyes/18460318.doc.

[42]

Elecciones a Cortes, rectificación de las listas electorales para elecciones a Cortes, 1850. Topográfico 157, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[43]

Reclamación electoral, documento 0041020010005, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[44]

Guionnet (‍1997): 240-‍241.

[45]

Hincker (‍2007): 317.

[46]

Elecciones a Cortes, listas de reclamaciones de las elecciones, 1840. Topográfico 113, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[47]

Rectificación de las listas electorales para las elecciones a Cortes, 1850. Topográfico 157, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[48]

Rectificación de las listas electorales para las elecciones a Cortes, 1850. Topográfico 157, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[49]

De Riquer (‍2001): 136-‍147.

[50]

Elecciones a Cortes, solicitudes inclusión listas electorales, 1852. Topográfico 162, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[51]

Garrigou (‍2002): 39-‍40, 45-‍46.

[52]

Von Mises (‍2005): 1-‍36.

[53]

Ley Electoral española de 20 de julio de 1837. Disponible en: humanidades.cchs.csic.es/ih/paginas/jrug/leyes/18370720-1.doc.

[54]

Reclamación electoral, documento 0041106010025, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[55]

Reclamación electoral, documento 001603180001, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[56]

Crook (‍2015a).

[57]

Luján (‍2019) y (‍2018): 153-‍160.

[58]

Reclamación electoral, documento 0041026010022, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados. Con relación a dicha protesta véase también El Piloto, 5-9-1839: 2.

[59]

Reclamación electoral, documento 001603180001, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[60]

Serie documentación electoral 26, número 15, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[61]

Reclamación electoral, documento 001603180001, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[62]

Reclamación electoral, documento 001602020003, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[63]

Cerutti (‍2002).

[64]

Cerutti (‍2003).

[65]

Elecciones a Cortes, listas de reclamaciones de las elecciones, 1840. Topográfico 113, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[66]

Reclamación electoral, documento 0041140010004, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[67]

Ley Electoral española de 20 de julio de 1837. Disponible en: humanidades.cchs.csic.es/ih/paginas/jrug/leyes/18370720-1.doc.

[68]

García de Enterría (‍1994): 57-‍110.

[69]

Pro (‍2014): 93-‍95.

[70]

Kelsen (‍1949): 90-‍98.

[71]

Sierra (‍2014).

[72]

Ruiz Ruiz (‍2012).

[73]

La Época, 1-7-1851: 2.

[74]

Serie documentación electoral 42, 8, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[75]

Topográfico 158, elecciones a Cortes, rectificación electoral 1857-‍1865, Archivo Histórico de la Diputación de Barcelona.

[76]

Garrigou (‍2002): 147-‍148.

[77]

Crook (‍2015b).

[78]

Fruci (‍2005).

[79]

Documento 0041816030000, Fondo electoral, Archivo del Congreso de los Diputados.

[80]

Zurita (‍2009).

[81]

La Nación, 14-5-1851: 2.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Almond, G. y Verba, S. (1963). The Civic Culture. Political Attitudes and Democracy in Five Nations. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1515/ 9781400874569.

[2] 

Araque, N. (2008). Las elecciones en el reinado de Isabel II: La Cámara Baja. Madrid: Congreso de los Diputados.

[3] 

Bernstein, S. (1997). La culture politique. En J. P. Rioux y J. F. Sirinelli (eds.). Pour une histoire culturelle (pp. 371-‍386). Paris: Seuil.

[4] 

Bertrand, R., Briquet, J. L. y Pels, P. (eds.) (2006). Cultures of Voting: The Hidden History of the Secret Ballot. Paris: Centre d’Études et de Recherches Internationales.

[5] 

Cabrera, M. A. (2010). La investigación histórica y el concepto de cultura política. En M. Pérez Ledesma y M. Sierra (eds.). Culturas políticas: teoría e historia (pp. 19-‍85). Zaragoza: Institución Fernando el Católico.

[6] 

Cerutti, S. (2002). Nature des choses et qualité des personnes: Le Consulat de commerce de Turin au XVIIIe siècle. Annales, Histoire, Sciences Sociales, 6, 1491-‍1520. Disponible en: https://doi.org/10.3406/ahess.2002.280122.

[7] 

Cerutti, S. (2003). Giustizia sommaria: Pratiche e ideali di giustizia in una società di Ancien Régime (Torino XVIII secolo). Milano: Feltrinelli Editore.

[8] 

Crook, M. (2015a). Protest voting: The revolutionary origins of annotated ballot papers cast in French plebiscites, 1851-‍70. French History, 29 (3), 349-‍369. Disponible en: https://doi.org/10.1093/fh/crv007.

[9] 

Crook, M. (2015b). Universal Suffrage as Counter-Revolution? Electoral Mobilisation under the Second Republic in France, 1848-‍1851. Journal of Historical Sociology, 28 (1), 49-‍66. Disponible en: https://doi.org/10.1111/johs.12035.

[10] 

De Riquer, B. (2001). Escolta, España. La cuestión catalana en la época liberal. Madrid: Marcial Pons.

[11] 

Fruci, G. L. (2005). «Il fuoco sacro della Concordia e della Fratellanza» Candidati e comitati elettorali nel primo voto a sufragio universale in Francia e in Italia (1848-‍1849). En F. Venturino (ed.). Elezioni e personalizzazione della política (pp. 19-‍46). Roma: Aracne.

[12] 

García de Enterría, E. (1994). La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo tras la Revolución Francesa. Madrid: Real Academia Española.

[13] 

Garrigou, A. (1992). Le vote et la vertu: Comment les Français sont devenus électeurs. Paris: Presses de Sciences Po. Disponible en: https://doi.org/10.3917/scpo.garri.1992.01.

[14] 

Garrigou, A. (2002). Histoire sociale du suffrage universel en France: 1848-‍2000. Paris: Éditions du Seuil.

[15] 

Gómez Ochoa, F. (2007). El liberalismo conservador español del siglo xix: la forja de una identidad política, 1810-‍1840. Historia y Política: Ideas, Procesos y Movimientos Sociales, 17, 37-‍68.

[16] 

Guionnet, C. (1997). L’apprentissage de la politique moderne: Les élections municipales sous la monarchie de Juillet. Paris: L’Harmattan. Disponible en: https://doi.org/10.3406/rfsp. 1996.395081.

[17] 

Hincker, L. (2007). Citoyens-combattants à Paris, 1848-‍1851. Quebec: Septentrion. Disponible en: https://doi.org/10.4000/books.septentrion.38111.

[18] 

Huard, R. (1991). Le suffrage universal en France (1848-‍1946). Paris: Aubier.

[19] 

Kahan, A. S. (2003). Liberalism in Nineteenth-century Europe: The Political Culture of Limited Suffrage. Houndmills: Palgrave. Disponible en: https://doi.org/10.1057/9781403937643.

[20] 

Kelsen, H. (1949). Teoría general del derecho y del Estado. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

[21] 

Le Marec, Y. (2000). Le temps des capacités. Les diplômes nantais à la conquête du pouvoir dans la ville. Paris: Belin.

[22] 

Luján, O. (2017). El síndrome del escaño vacío: absentismo y representación política en la España liberal de mediados del siglo xix. Revista de Estudios Políticos, 176, 47-‍77. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.176.02.

[23] 

Luján, O. (2018). Ni tan apáticos ni tan desmovilizados: la politización electoral en la Década Moderada (1843-‍1854). El caso de los distritos catalanes. Lleida: Milenio.

[24] 

Luján, O. (2019). Abstention and politicisation in nineteenth-century Spain: The Catalan case. Journal of Iberian and Latin American Studies, 25 (1), 127-‍142. Disponible en: https://doi.org/10.1080/14701847.2019.1579496.

[25] 

Manin, B. (1997). The principles of representative government. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/CBO9780511659935.

[26] 

Moreno Luzón, J. (2007). Political clientelism, Elites, and Caciquismo in Restoration Spain (1875-‍1923). European History Quarterly, 37, 417-‍441. Disponible en: https://doi.org/10.1177/0265691407078445.

[27] 

O’Gorman, F. (1993). The Electorate Before and After 1832. Parliamentary History, 12 (2), 171-‍183. Disponible en: https://doi.org/10.1111/j.1750-0206.1993.tb00197.x.

[28] 

Pastor, L. M. (1863). Las elecciones. Sus vicios. La influencia moral del gobierno. Estadística de la misma y proyecto de reforma electoral. Madrid: Imprenta de Manuel Galiano.

[29] 

Peyrou, F. (2008). Tribunos del pueblo: Demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[30] 

Peyrou, F. (2013). A great family of sovereign men: Democratic discourse in nineteenth-century Spain. European History Quarterly, 43 (2), 235-‍256. Disponible en: https://doi.org/10.1177/0265691413477611.

[31] 

Peyrou, F. (2014). El republicanismo. Las libertades del pueblo. En M. C. Romeo y M. Sierra (coords.). La España liberal: 1833-‍1874 (pp. 347-‍376). Madrid; Zaragoza: Marcial Pons; Prensas de la Universidad de Zaragoza.

[32] 

Pro, J. (2014). El derecho y los derechos. En M. A. Cabrera y J. Pro (coords.). La creación de las culturas políticas modernas, 1808-‍1833 (pp. 69-‍95). Madrid; Zaragoza: Marcial Pons; Prensas Universitarias de la Universidad de Zaragoza.

[33] 

Romeo Mateo, M. C. (1998). Lenguaje y política del nuevo liberalismo: moderados y progresistas, 1834-‍1845. Ayer, 29, 37-‍62.

[34] 

Romeo Mateo, M. C. (1999). La cultura política del progresismo: las utopías liberales, una herencia en discusión. Berceo, 139, 9-‍30.

[35] 

Romeo Mateo, M. C. (2005). De patricios y nación. Los valores de la política liberal en la España de mediados del siglo xix. Mélanges de la Casa de Velázquez, 35 (1), 119-‍141. Disponible en: https://doi.org/10.4000/mcv.1560.

[36] 

Rosanvallon, P. (1992). Le sacre du citoyen, Histoire du suffrage universel en France. Paris: Gallimard.

[37] 

Roseneil, S. y Frosh, S. (eds.) (2012). Social research after the Cultural Turn. Houndmills: Palgrave. Disponible en: https://doi.org/10.1057/9780230360839.

[38] 

Ruiz Ruiz, J. J. (2012). La protección de los derechos en la Constitución de Cádiz mediante leyes sabias y justas. En M. A. Camacho Cantudo y J. Lozano Miralles (ed.). Sobre un hito jurídico: la Constitución de 1812. Reflexiones actuales, estados de la cuestión, debates historiográficos (pp. 225-‍243). Jaén: Universidad de Jaén.

[39] 

Sierra, M. (2006). La figura del elector en la cultura política del liberalismo español (1833-‍1874). Revista de Estudios Políticos, 133, 117-‍142.

[40] 

Sierra, M. (2007). Electores y ciudadanos en los proyectos políticos del liberalismo moderado y progresista. En M. Pérez Ledesma (dir.). De súbditos a ciudadanos: una historia de la ciudadanía en España (pp. 103-‍133). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[41] 

Sierra, M. (2014). «Legisladores hereditarios»: la historia como naturaleza en la ley liberal. En M. C. Romeo y M. Sierra (coords.). La España liberal, 1833-‍1874 (pp. 23-‍50). Madrid; Zaragoza: Marcial Pons; Prensas de la Universidad de Zaragoza.

[42] 

Sierra, M., Peña, M. A. y Zurita, R. (2010). Elegidos y elegibles: la representación parlamentaria en la cultura del liberalismo. Madrid: Marcial Pons.

[43] 

Sierra, M., Zurita, R. y Peña, M. A. (2006). La representación política en el discurso del liberalismo español (1845-‍1874). Ayer, 61, 15-‍45.

[44] 

Tavares de Almeida, P. (2011). Electors, voting and representatives. En F. Catroga y P. Tavares de Almeida (eds.). Res publica: Citizenship and political representation in Portugal, 1820-‍1926 (pp. 60-‍89). Lisboa: Asamblea da Republica.

[45] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2004). El pueblo en el pensamiento constitucional español (1808-‍1845). Historia Contemporánea, 28, 205-‍234.

[46] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2005). Propiedad, ciudadanía y sufragio en el constitucionalismo español (1808-‍1845). Historia Constitucional, 6.

[47] 

Veiga, X. R. (2014). El liberalismo conservador. Orden y libertad. En M. C. Romeo y M. Sierra (coords.). La España liberal: 1833-‍1874 (pp. 289-‍316). Madrid; Zaragoza: Marcial Pons; Prensas de la Universidad de Zaragoza.

[48] 

Von Mises, L. (2005). Liberalism: The Classical Tradition. Indianapolis: Liberty Fund.

[49] 

Welch, S. (1993). The Concept of Political Culture. Houndmills: Macmillan Press. Disponible en: https://doi.org/10.1007/978-1-349-22793-8.

[50] 

Zurita, R. (2007). Intérprete y portavoz. La figura del diputado en las elecciones de 1854 en España. Spagna Contemporanea, 32, 53-‍71.

[51] 

Zurita, R. (2009). La representación política en la formación del Estado español (1837-‍1890). En S. Calatayud, J. Millán y M. C. Romeo (eds.). Estado y periferias en la España del siglo xix: Nuevos enfoques (pp. 159-‍182). Valencia: Universitat de València.

[52] 

Zurita, R. (2014). El progresismo. Héroes e historia de la nación liberal. En M. C. Romeo y M. Sierra (coords.). La España liberal: 1833-‍1874 (pp. 317-‍346). Madrid; Zaragoza: Marcial Pons; Prensas de la Universidad de Zaragoza.