Durante los años finales de la dictadura hubo un lugar donde los miembros de la oposición antifranquista se pudieron sentir libres pese a la dura represión imperante. Ese lugar, qué paradoja, fue la cárcel. Así lo defiende Mario Martínez Zauner en Presos contra Franco. Lucha y militancia política en las cárceles del tardofranquismo, una obra rigurosa y necesaria que, a buen seguro, será de consulta obligada para todas aquellas personas interesadas en el «morir matando» que caracterizó el proceso de lenta agonía vital y política del régimen de Franco.

El libro, fruto de una tesis doctoral previa, se estructura en cuatro capítulos de extensión desigual a través de los cuales el autor nos acompaña en un viaje en el tiempo y el espacio. Situados en el Madrid de finales de los años sesenta, a medida que avanza la lectura vamos profundizando en la situación y el contexto sociopolítico del tardofranquismo, cuando la represión contra las nuevas formas de oposición basadas en los movimientos obrero y estudiantil se intensifica a través de un abuso cada vez menos disimulado de las medidas de excepción, hasta que estas acaben siendo la norma, a las puertas de la muerte del dictador (capítulo 1). En ese marco geográfico y temporal se inscriben las trayectorias vitales de los militantes antifranquistas protagonistas del relato (capítulo 2). Ya fuera influenciados por sus orígenes familiares o por su experiencia laboral o universitaria, jóvenes nacidos mayoritariamente en las décadas de los cuarenta y los cincuenta se politizaron siguiendo un patrón similar: primero, las lecturas y los contactos furtivos con «el partido» o sus diversas escisiones a la izquierda; más tarde la militancia clandestina en células y comités y, finalmente, la detención, los malos tratos y las torturas en comisaría. Largas horas de sufrimiento e incertidumbre en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, a las que Martínez Zauner dedica abundantes y notables páginas, que acaban —de nuevo la paradoja— con el «alivio» de entrar en prisión.

Una vez entre rejas, adentrándonos también en el núcleo duro del libro, estas mismas voces describen con todo detalle su experiencia cotidiana sin obviar ningún aspecto (capítulo 3). Desde los más nimios y aparentemente triviales porque, como afirma un antiguo recluso, «en la dialéctica de la prisión las «chorradas» y las «tonterías» son muy importantes y se convierten en fuente de enfrentamiento y afirmación frente a la dirección de la cárcel y frente al dominio del poder», hasta el «complejo equilibrio de fuerzas» en que se basa la relación de los diversos colectivos que cohabitan: los presos políticos de diferentes organizaciones, los comunes, los internados por la Ley de Peligrosidad Social (homosexuales, travestis y transexuales) y, aunque el autor no los mencione apenas, también los jóvenes poetas, rockeros y hippies que se toparon con el sistema represivo no tanto por la acción de la Brigada Político Social como por la de Estupefacientes (Labrador, 2006: 328-‍333). Y a su vez, la de todos estos grupos con los funcionarios y guardias que los vigilan. Es en este universo de privaciones y castigos, en esas galerías «de olor fétido y nauseabundo», donde la determinación de seguir activos en la lucha antifranquista de los presos políticos emerge en toda su rotundidad gracias a su conciencia y organización. «La moralidad de la resistencia» (Pavone, 1991), tan presente entre los presos y presas de la larga posguerra (Vinyes, 2002), no desaparece con el transcurso de los años y la relativa mejora de las condiciones de encierro, tampoco la forma básica de organización intramuros. «Las nociones de disciplina y ejemplaridad se extienden a la organización política de la comuna, tanto para instruir y formar a sus miembros como para preparar y coordinar una respuesta en bloque frente a los funcionarios y la dirección de la prisión». Respuesta que no tendrá una sola forma, sino que adoptará la más útil para cada caso (capítulo 4). La introducción de lecturas y objetos prohibidos —desde útiles para fabricar un hornillo casero hasta transistores o una cámara de fotos—, las huelgas de hambre, los plantes, la redacción de comunicados de denuncia y las fugas conforman un amplio repertorio de protesta a disposición de los presos políticos, quienes optaron por una u otra en función de la permisividad de la prisión, las expectativas de éxito y los avatares políticos que atravesaron su encierro. El atentado contra Carrero Blanco, los fusilamientos de septiembre de 1975, la muerte de Franco o la aplicación de las diversas medidas de gracia entre 1975 y 1977 tuvieron una incidencia particular a la sombra de los muros, como el autor se encarga de subrayar en el último capítulo. Un breve balance en clave personal a cargo de los testimonios que nutren de contenido la obra pone el cierre en forma de epílogo.

Aunque es un libro de historia, no es difícil notar el buen oficio como antropólogo de su autor, quien ha conseguido extraer reflexiones y frases memorables de las decenas de entrevistados en que se basa, casi todos pertenecientes a la asociación de expresos La Comuna. Quizás debido a esta vinculación se eche en falta una mayor diversidad de perfiles entre los testimonios. A pesar de que las experiencias narradas sobre la tríada DGS-TOP-Carabanchel son extrapolables a las de otras ciudades, donde los mecanismos represivos operaron de forma muy similar, no habría estado de más incorporar, aunque fuese como mera nota al pie, alguna referencia de las igualmente siniestras Jefaturas de Policía de Barcelona, Bilbao o Valencia, por ejemplo. O de penales «duros», de cumplimiento para largas condenas, sobre los que quienes los padecieron dejaron constancia en sus memorias. Especialmente porque si tomamos la parte —Carabanchel, aunque lo mismo serviría para la Modelo u otra prisión de preventivos en grandes núcleos urbanos— por el todo —las más de setenta prisiones que conformaban el mapa penitenciario en esos años— obtendríamos una imagen distorsionada de la realidad, donde los militantes antifranquistas gozaban de una autonomía de movimientos intramuros, una organización y una capacidad de resistencia que no siempre fue tan destacada como la que evocan los recluidos en la prisión madrileña. Martínez Zauner es prudente al respecto y no obvia ni la heterogeneidad de situaciones a las que tuvieron que hacer frente los presos políticos ni el carácter emblemático y simbólico de la cárcel sita en la avenida de los Poblados, pero sin otras voces que ilustren estas otras realidades, sus prevenciones hacia el lector pueden caer en saco roto.

Otro tanto podría decirse de la infrarrepresentación femenina entre las personas entrevistadas. Aunque dentro del enorme complejo de Carabanchel también hubo mujeres presas —en el hospital psiquiátrico—, su escaso número es prácticamente una anécdota que no alcanza a ilustrar las características propias y diferenciadas del encierro femenino. Al incluir otros testimonios sobre Yeserías o Alcalá de Henares se profundiza un poco más, pero este es un tema que carece, todavía hoy, de estudios monográficos equiparables a los que abordan los años de posguerra. Queda, pues, mucho trabajo por hacer, aunque esta obra ha abierto una vía prácticamente inexplorada hasta la fecha, que seguía teniendo al Libro blanco sobre las cárceles franquistas (Suárez: 1976) como única guía hasta la fecha. Precisamente algunos de los materiales que formaron parte de aquel volumen se encuentran entre las fuentes a que el autor recurre tras su búsqueda en el fondo personal de José Martínez Guerricabeitia, editor de Ruedo Ibérico, conservado en el IIHS de Ámsterdam. Lástima que, junto a estos y otros materiales elaborados por la oposición y custodiados en archivos vinculados al PCE y CC. OO., el autor no haya podido consultar la documentación oficial generada por la administración policial y penitenciaria. Las restricciones legales impiden férreamente su consulta, es cierto, pero además, para el caso de la cárcel de Carabanchel, se desconoce su paradero y estado de conservación. Urge dar con él antes de que siga el mismo camino que la propia prisión.

Asumiendo estas limitaciones —inherentes, por otra parte, insisto, a un objeto de estudio tan amplio, diverso y multiforme como fue el universo penitenciario franquista—, es de justicia reconocer a Presos contra Franco como el más detallado y completo análisis de «la cárcel del antifranquismo» efectuado hasta la fecha. Tanto en sentido estricto, aplicado al espacio que ocupa el grueso de sus páginas —la cárcel de Carabanchel—, como en un sentido amplio, generacional, al entender que el encierro no dejó de ser una etapa más del currículo militante —nunca una interrupción del mismo— para los miembros de la oposición a la dictadura. Este es, a mi juicio, el gran valor de la obra: arrojar luz sobre el carácter resistente de las personas encarceladas por motivos políticos sin renunciar a mostrar también sus sombras. La admirable determinación de soportar a cualquier precio las torturas, el aislamiento y las privaciones no nos debe hacer obviar el carácter cuasi sectario sobre el que se basaba la unidad de ciertos colectivos de presos. La lucha contra la dictadura se basó en la negativa a delatar a los compañeros, en huelgas de hambre de decena de días; actitudes, en suma, que podríamos considerar heroicas, aunque sus protagonistas rehúyan el calificativo. Pero tan importantes como aquellas para el éxito de la vitoria colectiva fue el trabajo del «comité de la vidilla», grupúsculo clandestino entre los clandestinos encargado de introducir revistas pornográficas con las que ayudar a paliar una sexualidad cautiva sin que el líder de la organización se percatase de estas distracciones mundanas. Las cárceles del franquismo aunaban bajo un mismo techo honor y miseria, heroísmo y ridículo. Esta obra da buena cuenta de ello.