Nos encontramos ante una obra colectiva, coordinada por Raquel Sánchez y David San Narciso, ambos de la Universidad Complutense de Madrid, que intenta suplir un relativo vacío historiográfico en el análisis de la corte desde el siglo xviii al xx. Para ello, el libro reúne a una decena de autores y autoras de distintas universidades y especialidades, pero bajo el hilo conductor cortesano.

Como toda obra colectiva, tiene sus inconvenientes y sus ventajas, como es la disparidad de puntos de vista, cuestión que se tratará a continuación. Por el contrario, uno de los puntos fuertes es, precisamente, aunar a especialistas de distintas épocas para trascender corsés cronológicos e historiográficos, superando artificiales cortes entre el siglo xviii y el xix, relativizando asimismo las fronteras entre lo antiguo y lo moderno, es decir, desdibujando un concepto de modernidad en el que la corte no tenía cabida sino como mero y superfluo vestigio anacrónico. El resultado de todo ello es un libro interesante por sí mismo, y sugerente para trabajos posteriores, con una justa combinación de capítulos más descriptivos junto con otros que se adentran en profundos y certeros análisis. De igual forma, cabe resaltar que Sánchez y San Narciso consiguen que el lector valore la importancia histórica del concepto de corte.

Se estructura en una introducción y diez capítulos, que siguen un orden temporal, aunque se solapan algunos de ellos. La introducción sintetiza de forma brillante muchos aspectos y resulta clarificadora para quien se quiera acercar por primera vez a los estudios de la corte. Los autores dejan claro cómo la cuestión de palacio y la corte como sujeto y realidad histórica son claves para comprender la evolución política y aspectos tanto sociales como culturales. Definen el concepto de corte para la época contemporánea que permea gran parte de la obra, esa corte como «un espacio eminentemente social que se configuró, en el largo desarrollo de los sistemas constitucionales, como un intersticio político entre la política formal y la figura del monarca. Una esfera de poder que se articulaba en torno a grupos y redes interpersonales, conformados tanto por hombres como por mujeres, unidos por lazos familiares, afinidades personales, lugares de procedencia geográfica o mero interés político, económico o social, y un largo etcétera que agrupaba incluso a personas de estratos sociales populares» (p. 16). Más allá de esta definición, completada con otras referencias en la misma introducción y resto de capítulos, los coordinadores expresan la falta de estudios sobre el tema y las visiones ahistóricas vertidas sobre la corte, para finalizar con la presentación de los distintos capítulos de la obra.

El primer y extenso capítulo nos enmarca las formas de ver la corte, nos la define, plantea qué se ha hecho y cómo se ha desarrollado la labor historiográfica al respecto, para acabar lanzando las líneas de investigación actuales sobre el tema. Son unas páginas realmente acertadas, ya que no se queda en una mera enumeración de obras y autores, sino que, de una forma muy bien trabajada e hilada, nos habla del imaginario de corte y corrupción, la corte como metáfora de lo antimoderno, la corte en la cultura popular de los medios, la historiografía que desde hace quince años procura desterrar tópicos, la inclusión de la perspectiva cortesana en otras investigaciones, la todavía primacía de estudios locales-nacionales frente a la patente necesidad de miradas transnacionales y comparativas, la persistencia de visiones descriptivas y administrativas de la corte en contra de un rico y complejo mundo cortesano que va mucho más allá de reglamentos y ordenanzas, o las ventajas y potencialidad que nos ofrece el «giro digital». El autor, Pablo Vázquez, insiste en temas y líneas que se están trabajando y en los que seguir para desentrañar lo que supuso el mundo cortesano: el análisis del poder y la construcción del Estado, el papel de las mujeres, la nobleza cortesana desde un punto de vista colectivo, la dimensión cultural, revisitar mitos como Versalles, normalizar los estudios de la corte para la contemporaneidad y abandonar líneas teleológicas y totalmente dicotómicas. En definitiva, lanza una multitud de propuestas con mucha potencialidad, si bien algunas de ellas parecen querer enmendar algunas cuestiones todavía persistentes entre la historiografía.

El resto de capítulos se centran en cuestiones más concretas, si bien varía la perspectiva utilizada. De esta forma, Félix Labrador aborda la historiografía sobre en la corte de la Edad Moderna desde un enfoque más clásico. Por su parte, María Victoria López-Cordón describe con minuciosidad la evolución de la corte borbónica en el siglo xviii, deteniéndose en las reformas de 1749 y 1761. Carmina López, por otro lado, ofrece una perspectiva panorámica y general de la corte a lo largo del siglo xix, con el reglamento de José I, los cuatro reglamentos de Fernando VII, los dos de Isabel II y los dos de Amadeo I. Estos tres apartados, si bien muy descriptivos, sirven para situar al sujeto historiado y observar los intentos de centralización y racionalización de la estructura cortesana, con la unificación de las Casas del Rey y la Reina con Carlos III, la preeminencia del mayordomo real bajo Fernando VII, la dualidad de mayordomo mayor e intendente bajo Isabel II, la breve figura del gobernador general o la nueva dualidad civil y militar con Amadeo de Saboya.

En los siguientes tres capítulos, del 5 al 7, los autores nos adentran entre los cortinajes de Palacio, mostrando entresijos de poder, redes, implicaciones sociales de la etiqueta y hombres y mujeres que fueron parte de la corte. Antonio Manuel Moral nos presenta la Casa Real como estructura cortesana e imagen simbólica del Estado, un organismo complejo de varias dimensiones que, bajo el reinado fernandino fue centro político principal en los sucesos de 1822 y 1832, sometida a los vaivenes políticos entre liberales y absolutistas, un «carrusel social» en el que se podía ascender, un espacio de socialización nobiliario marcado por una etiqueta nada baladí, pues marcaba estatus y equilibrios sociales. Por otra parte, los textos de Raquel Sánchez y David San Narciso son totalmente complementarios. Así, la primera nos muestra la vertiente masculina de los cargos palatinos, mientras que el segundo nos presenta la vertiente femenina, ambos bajo el reinado isabelino, principalmente.

No en balde, el periodo isabelino resulta de especial relevancia para entender los cambios políticos que también se dieron en una corte que no fue mero escenario, sino sujeto político, heterogéneo y con conflictos. Estos cambios y conflictos políticos tuvieron sus dimensiones culturales y sociales, no menos importantes, las cuales trazan con maestría en los capítulos 6 y 7.

Sánchez señala con certeza al inicio de su texto que «el habitus cortesano dispone la forma de vida y relación de las personas en un ambiente en el que, si bien el monarca es la cabeza, todos los demás elementos constituyen una parte importante de un puzle en el que el juego de fuerzas que se establece es sumamente delicado y complejo» (p. 185). La corte no fue solo política informal, estaba muy jerarquizada y reglada, pero la había igual que en otras instituciones estatales. La historiadora se centra en el análisis de las dos figuras más relevantes, el mayordomo mayor y el intendente general, así como en los gentiles hombres y los cambios claves efectuados por María Cristina en 1838 y 1840. A pesar de los intentos del liberalismo progresista en 1841-‍1843 y en 1855 por controlar la corte y Corona, o del moderantismo por parte de Narváez y Miraflores en 1847, la estructura y las redes palatinas planteadas por la María Cristina tuvieron larga pervivencia.

San Narciso se centra en la otra cara de palacio, la femenina. Es de agradecer el apéndice final de camareras, cuestión que también se reproduce en otros capítulos. El listado ayuda a no perderse en los nombres cambiantes en el cargo. Este texto reviste especial interés por cuanto nos muestra el papel político de las mujeres en una sociedad que oficialmente las excluía de esa esfera pública. En la corte tuvieron influencia, también por ser la titular de la corona una mujer, Isabel II. Era la camarera mayor, el aya, y las damas quienes más podían acercarse a la reina, favoreciendo sus intereses y los de sus redes. Sin embargo, en estos cargos se vio lo que hoy llamaríamos la brecha salarial de género, pues la camarera cobraba 20 000 reales menos que su homólogo masculino. En este reinado resultó clave la regencia de Espartero, bajo la cual la corte fue escenario de combate abierto entre el liberalismo progresista encabezado por la condesa de Espoz y Mina por un lado, y la marquesa de Santa Cruz, fiel a María Cristina, por otro. Habría que esperar al periodo 1854-‍1866 para encontrar cierta estabilidad en el cargo palatino, cuando la duquesa de Alba, que reunía todas las cualidades, ocupó el cargo: grande de España, cercana a O’Donnell, capacidad de consensos y buena relación con la reina. Durante ese periodo se amplió el entorno social femenino de Isabel II. Sin embargo, tan solo dos años después la corte en el exilio parisino hubo de reducirse.

Para completar estas perspectivas del reinado isabelino, el libro nos ofrece el texto de David Martínez, quien nos presenta a un clérigo con gran influencia: Antonio María Claret, confesor de la reina desde 1857, pero un auténtico agente del Vaticano en las mismas estancias de la reina de España. Como ejemplo de su poder se nos muestra el combate que se dio por el reconocimiento o no, y de qué forma, del Reino de Italia en 1865, siendo Claret punta de lanza de los neocatólicos afectos a Pío IX, contrarios a tal acto. Tras una aparente salida de la corte, Claret volvió a ella para conseguir la adhesión de la reina a la Santa Sede y su alejamiento de los males de la hidra revolucionaria. Este rol conllevó que Claret se situase como centro de las críticas y sátiras del movimiento antidinástico que exilió a la Borbón y su confesor en septiembre de 1868.

Para finalizar esta obra colectiva, nos encontramos con dos capítulos que tratan la corte en periodos en los que aún ha sido menos tratada. Así, Isabel María Pascual expone las regulaciones con Amadeo I, especialmente el Reglamento de 1871 y la Ordenanza de 1872, cuyo principal cambio fue el dualismo civil y militar en vez del administrativo y etiqueta anterior en palacio. El último texto, de Pedro Carlos González, nos ofrece una profusión de datos con los que intenta trazar las dinámicas cortesanas y de la nobleza en el periodo de la Restauración. Si bien Alfonso XII dejó todo en manos del marqués de Alcañices, a su muerte la regente María Cristina de Habsburgo aceptó la dirección política de los partidos, mientras que, una vez ya mayor de edad Alfonso XIII, se implicó en tareas políticas y gustó de las tradiciones cortesanas en ceremonias, actitudes y relaciones con sus pares.

Podemos concluir que esta obra es necesaria en tanto que nos ofrece una panorámica conjunta de la evolución de la corte, trasciende fragmentaciones cronológicas, así como instituye el concepto, delimita el campo de estudio y abre numerosas líneas y dimensiones aún por investigar.