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En el verano de 1939, en mitad de la tensa quietud que precedía a la tormenta perfecta, las calles de Ginebra exhibían diferentes afiches que invitaban a visitar la muestra «Les chefs-d’oeuvre du Musée du Prado» en el Museo de Arte e Historia. La historia reciente de las obras allí expuestas sintetizaba algunos de los peores estragos de una guerra civil recién concluida que, en muchos aspectos —también el patrimonial—, actuaría de telonera del inmediato conflicto mundial. Ginebra constituía el destino solo provisional de un patrimonio que el Gobierno republicano había tratado de custodiar en suelo nacional durante los años de guerra, pero que finalmente había tenido que ser confiado al Comité Internacional para el Salvamento de los Tesoros del Arte Españoles, un grupo de conservadores e intelectuales de diferentes museos europeos que había tratado de ponerlas a buen recaudo en Suiza. Con la guerra resuelta a favor de los sublevados, el Gobierno de Franco había dado permiso para que con algunas de las piezas arribadas a Ginebra se organizase en junio de 1939 la exposición citada, «Les chefs-d’oeuvre du Musée du Prado». Esta muestra, que en justicia hubiera debido aportar un gesto de agradecimiento hacia aquellos que se habían afanado en la protección de las obras allí exhibidas, se convirtió en la representación propagandística del relato franquista sobre las desventuras del patrimonio español durante la guerra: para Franco, no cabía reconocer mérito alguno ni a los miembros del Comité ni a los Gobiernos de la República en la salvaguarda de las obras. Al contrario, era su Gobierno, nacido de la gloriosa cruzada nacional, el que había venido a proteger el patrimonio nacional garantizando que este no se deteriorara, disgregara ni terminara secuestrado por manos ajenas. La mejor escenificación de esta voluntad salvífica fue la promesa —cumplida— del inmediato retorno a Madrid de las piezas una vez la muestra ginebrina fue clausurada.

El trabajo que presenta Rebeca Saavedra Arias bajo el título Destruir y proteger. El patrimonio histórico-artístico durante la Guerra Civil (1936-‍1939) es un estudio lúcido y sistemático que permite tanto refutar como entender los orígenes de aquel discurso oficial franquista, que quiso poner medallas a los que no les correspondían y enterrar bien hondo la historia de quienes, con mejor o peor fortuna, se esmeraron en proteger lo más selecto y preciado del patrimonio español. Uno de los mayores aciertos de este libro radica en que su estructura, bien calibrada, contrapone las visiones y acciones que definieron las políticas patrimoniales de cada una de las dos Españas en liza. Esta doble perspectiva es valiosa, en primer lugar por ser ciertamente inusual, ya que gran parte de la historiografía dedicada a esta cuestión ha optado por elegir uno de los bandos para estudiar qué actitud tomaron respecto al patrimonio cultural. Además, ese doble prisma que ofrece el estudio de Saavedra resulta particularmente eficaz, puesto que permite recorrer el periodo bélico comparando las reacciones que tanto los Gobiernos republicanos como los militares alzados iban adoptando a medida que el patrimonio se iba dibujando como una cuestión de peso para el desarrollo de la guerra y de lo que estuviera por venir tras ella.

Esta toma de decisiones estuvo lógicamente condicionada por la desigual incidencia de fenómenos como el anticlericalismo, las incautaciones irregulares, el paso al mercado negro de los objetos expoliados o los bombardeos en cada retaguardia. Aunque Saavedra alude a estos factores como causas comunes para la pérdida y destrucción del patrimonio en ambos frentes, pronto se apresura a señalar el cariz diferencial que adoptaron, por ejemplo, los ataques contra el patrimonio eclesiástico en el republicano (mucho más abundantes, dada la lógica revolucionaria que impregnó la vida política en él) y en el sublevado (prácticamente inexistentes en las ciudades ocupadas por sus tropas); o los bombardeos sobre población civil, que devastaron zonas monumentales preservadas en zona republicana pero apenas tuvieron incidencia en aquellos conjuntos patrimoniales localizados en las zonas franquistas.

Destrucción, en forma de amenaza o de hecho consumado, que forzó la constitución de diferentes organismos para intentar encauzar la voluntad de preservación del patrimonio. Estas soluciones resultaron mucho más fructíferas en el caso de la retaguardia republicana que en la rebelde, dado que, como Saavedra apunta, los primeros transformaron rápidamente su preocupación en estructuras operativas, mientras que los segundos tardaron medio año en poner en marcha una batería de medidas que terminaron siendo prácticamente estériles por la falta de financiación a la que nacieron condenadas. En el frente republicano, la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, luego transformada en Junta Central del Tesoro Artístico, fue la encargada de la polémica evacuación de una selección de obras de arte desde Madrid a Valencia y posteriormente a Barcelona. El avance de las tropas rebeldes, el miedo a que sus bombardeos destruyeran estas piezas, unido a la firme intención de presentar al Gobierno republicano como protector legítimo de los bienes culturales nacionales, motivaron el controvertido traslado. Por su parte, los militares sublevados, que empezaron a responsabilizarse de los cometidos patrimoniales a finales de 1936, promovieron la creación de diferentes organismos que hasta bien entrado 1938 apenas fueron eficientes. Solo el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional pudo resultar algo más operativo, en gran medida gracias a la firme decisión de Pedro Muguruza Otaño, su comisario general, de convertirlo en un instrumento para la recuperación del patrimonio incautado, más que en un servicio consagrado a la protección y conservación de los bienes.

La atención a los nombres propios como el de Muguruza cobra una importancia exponencial en el análisis de Saavedra, ya que contribuye a trazar un perfil colectivo de los encargados de transformar las políticas patrimoniales de cada bando en acciones concretas. Este retrato conjunto conduce a la autora a apreciar, por un lado, que quienes trabajaron en la salvaguarda del patrimonio de uno y otro bando habían compartido una experiencia formativa y laboral muy similar, se habían socializado en los mismos ambientes y pertenecían, en términos generales, a una misma clase acomodada. Algunos, incluso, acabaron desarrollando su trabajo en ambas retaguardias (como el propio Pedro Muguruza o Francisco Íñiguez Almech), lo que les dio la oportunidad de familiarizarse con la diferente visión que sustentaban unas autoridades y otras respecto al patrimonio, y también en algunos casos les impulsó a revestir su propia labor de nuevos ropajes políticos según pareciera necesario. Otros no lo hicieron, de modo que, terminada la guerra y estando probada su antigua colaboración con el Gobierno central republicano, el vasco o la Generalitat, tomaron el camino del exilio o fueron llevados antes los tribunales franquistas, depurados y encarcelados. Por otra parte, conocer las trayectorias individuales de los protagonistas de la salvaguarda patrimonial también permite a Saavedra analizar pormenorizadamente la notoria participación de las mujeres en las juntas o en las operaciones organizadas desde ellas (como Matilde López Serrano o María Teresa León) y explicar esta excepcionalidad en tanto que consecuencia del acceso de las mujeres a los estudios superiores durante las primeras décadas del siglo xx. Estas dos vías de análisis convierten estas páginas de la obra en unas de las más estimables desde el punto de vista historiográfico, puesto que reflejan la heterogeneidad no evidente que existió entre los encargados de los menesteres patrimoniales. No obstante, tal vez se podría haber procurado una mayor problematización de los perfiles políticos de estas personalidades en el caso del autodenominado bando «nacional», que en ocasiones aparece descrito como «antiintelectual». Una definición que no se atiene a la existencia de grupos de intelectuales que, como es bien conocido, convergieron y crecieron en torno a destacadas publicaciones vinculadas al nacionalsindicalismo (como Destino, Vértice o Jerarquía), en las que quizás pudiera haberse rastreado, como perspectiva complementaria, una visión sobre la cuestión patrimonial o cultural diferente a la sostenida por las autoridades militares «antiintelectuales» de esta retaguardia.

En todo caso, Saavedra expone con contundencia cómo fueron los Gobiernos republicanos y los hombres y mujeres en los que quedó delegada la responsabilidad de proteger los bienes culturales del Estado quienes ostentaron un compromiso más firme en la defensa del Tesoro Artístico Nacional. Y ello no solo por el valor cultural de estos bienes, sino también, inevitablemente, porque en esta custodia podían encontrar una fuente de recursos propagandísticos con los que argumentar su legitimidad. Aunque esta hipótesis hubiera aparecido en trabajos anteriores al de Saavedra, es altamente meritorio el esfuerzo de la autora por transformarla en una tesis consistente gracias un discurso bien armado y a la incorporación de abundante y variada documentación de archivos nacionales e internacionales. Todo ello obra a favor de un libro que pasa a ser lectura fundamental no solo para quien desee explorar la compleja cuestión de la politización de la cultura durante los años de Guerra Civil, sino también para aquellos, como yo misma, que aspiren a descifrar desde sus orígenes la compleja red que el franquismo tejió entre propaganda, cultura y relato histórico.