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Los trabajos de Pedro Carasa han sido y siguen siendo un referente para aquellos que nos dedicamos a la investigación histórica del siglo xix. En particular, aunque no exclusivamente, cabe destacar sus aportaciones en campos como el de las élites políticas y el poder, sobresaliendo por ser uno de los pioneros en nuestra historiografía en el uso de la prosopografía como metodología de análisis. Coincidiendo con la jubilación, algunos de sus colegas y discípulos han querido reconocer la trayectoria del profesor Carasa con un volumen dedicado a las más relevantes líneas de investigación que le han ocupado a lo largo de los años.

El objetivo del libro editado por Bartolomé Yun y Jorge Luengo, en todo caso, es doble y no se limita al simple homenaje, pues pretende ahondar en vías de investigación desarrolladas por Carasa y por otros investigadores y abrir nuevas perspectivas de estudio. Aunque el interés de las contribuciones es desigual, como acostumbra a suceder en este tipo de libros colectivos, el doble propósito se cumple con creces.

En cuanto al primer objetivo —profundizar en las líneas abiertas por Carasa—, tal vez uno de los principales logros del volumen es resaltar la relectura de las relaciones clientelares de la que participó Carasa, enfatizando el papel del poder territorial como un espacio abierto de negociación e intermediario entre élites centrales y locales. Sin lugar a dudas, la revalorización del ámbito local ha dado lugar en los últimos años a una renovada mirada de la construcción del poder y del Estado liberal español en el siglo xix.

En el libro profundizan en dicha perspectiva, a partir del análisis del caso castellano-leonés y del estudio de sus élites, los capítulos de Enrique Berzal de la Rosa, de Jesús-Ángel Redondo Cardeñoso y de Margarita Caballero y Carmelo García Encabo. Estos últimos señalan precisamente la necesidad de prestar más atención a las élites locales y al electorado como actores activos y no pasivos de la política y así avanzar en el conocimiento de las dinámicas electorales. Lo cierto es que las amplias mayorías gubernamentales de los distintos gobiernos —desde los moderados y la Unión Liberal a mediados de siglo hasta liberales y conservadores a finales del ochocientos— han contribuido a la permanencia de un relato historiográfico que ha ensombrecido y, por ende, descuidado al electorado, o como mínimo lo ha mantenido no pocas veces vinculado a una actitud pasiva.

Incluso se mantiene así, a mi entender, desde uno de los enfoques que más ha oxigenado recientemente el estudio de lo político en el liberalismo, con la incorporación de una perspectiva cultural en su análisis. María Sierra y María Antonia Peña, junto con Rafael Zurita, son algunos de los más destacados autores de esta tendencia que se han aproximado al entendimiento de la política de manera holística. En el libro aquí analizado Sierra y Peña reflexionan sobre la política en la Restauración andaluza, sin descuidar ni el papel de las clases medias, integradas a su parecer en el clientelismo de los partidos de turno, ni la acción de aquellos que pretendían directamente el derrumbamiento del régimen de la Restauración, como era el caso de los sectores obreros. Un rechazo que explican por la persistencia de un concepto liberal de representación política asociado a una cultura política de «sobrevaloración del elegible» y de desconfianza hacia el elector (p. 147) que silenciaba otras posibilidades de representación. Tal vez por esta razón, la teorización del concepto de cultura política del liberalismo se ha formulado en su mayor medida como resultado del pensamiento de los elegidos y con una menor incidencia de los elegibles.

Para abrir nuevas perspectivas a su fundamental contribución acerca del entendimiento de la cultura política liberal, quizás sería interesante preguntarse sobre la misma más allá de las élites dominantes o, lo que es lo mismo, deliberar sobre la coincidencia o cuestionamiento de la visión asociada a dicho concepto por parte de otros actores (sin ir más lejos, el electorado y los diversos colectivos sin derecho a votar). Eso es: ¿los excluidos y las excluidas de los colegios electorales también entendían el voto como una función? Mi hipótesis inicial, que he expuesto en mis últimos trabajos, apunta en una dirección no necesariamente incompatible, aunque condicionada a un entendimiento más amplio del concepto de ciudadanía política que el establecido por la ley. Al fin y al cabo, la concepción de la política de estos colectivos y las actuaciones derivadas pudieron poner en tela de juicio la visión de la política establecida, como mínimo desde el filtro de una mirada no sometida únicamente a las élites, sino a formulaciones diversas según los actores implicados. Se trata, sin embargo, de una hipótesis de trabajo aún abierta, más que de conclusiones definitivas, a la espera de que trabajos posteriores ayuden a ampliar, matizar, cuestionar o rechazar dichas tesis.

A propósito del mencionado giro local, y sin dejar el examen del poder, cabe tener en cuenta que dicha línea de investigación ha concernido a distintos ámbitos de análisis, y tal vez ha tenido una de las mayores repercusiones en el estudio del nacionalismo español. El diagnóstico parece ampliamente compartido: las múltiples manifestaciones provincialistas tendieron a reforzar, desde distintas maneras de entender la idea de España, el españolismo. Para fortalecer esta tendencia se puede mencionar el capítulo de Joseba Aguirreazkuenaga, quien examina la incardinación de las instituciones forales vascas en la España liberal. Su conclusión se encuentra en sintonía con los valiosos trabajos de Coro Rubio, y redunda en la compatibilidad de la España foral con la España constitucional. Resulta de especial interés el relato que nos muestra la continuidad de dicha estrategia más allá de 1876 y las diferencias de los diputados forales con el proyecto de nación de Cánovas del Castillo.

Con respecto al segundo objetivo del libro, el de abrir nuevas líneas de investigación y generar debate, sobresalen contribuciones como la de Jorge Luengo acerca de la idoneidad del concepto «sociedad civil» en el siglo xix. Sustentada con una amplia bibliografía, Luengo construye una meritoria reflexión en torno a los nuevos espacios de actuación que emergieron en la esfera pública. Esto le sirve para vindicar la utilidad de la noción en «el análisis de la emergencia de la sociedad y la política liberales en una perspectiva larga» (p. 96). Considero oportuna la interpelación para explorar nuevos campos de estudio, aunque habrá que valorar la operatividad del concepto considerando su aplicación en estudios de caso.

Por su parte, María Zozaya nos ofrece un estimulante y riguroso trabajo de la mirada del poder desde los criados de distintas instituciones políticas y sociales. Vale la pena tenerlo en cuenta no solo por su carácter innovador en nuestra historiografía, sino por el ingenio y esfuerzo en explorar distintas fuentes para acercarse a la representación social del poder: desde las más tradicionales —la prensa o la correspondencia— hasta otras menos socorridas —arquitectura y comunicación jerárquica, por ejemplo—.

Otro meritorio capítulo es el de Jesús Millán y María Cruz Romeo, que vienen revisando las relaciones entre la Iglesia y el Estado liberal en sus últimos trabajos, poniendo énfasis en el hecho de que la política educativa del Estado no siempre fue de la mano de la institución eclesiástica y que las relaciones entre ambas instituciones tuvieron que ver más con la realidad liberal que con una continuidad del pasado. En este caso, los autores nos ofrecen una lectura que sigue profundizando en dicha tendencia, ahora con voluntad de desvincular el papel de la religión de un ente monolítico. Lejos de presentarse atado a una transversal idea confesional del Estado, se nos muestra sujeto a propuestas tan divergentes como las de un Rodríguez de Cepeda, que defendía la religión como un instrumento cohesionador en un contexto social de intereses múltiples, y las de un Gabino Tejado, que encontraba en la religión la solución a las desigualdades creadas por el liberalismo.

No menos sugerente es la comparativa de Esther Calzada entre la imagen del sujeto político en la Restauración y en la actualidad. Como sostiene la autora, los canales de proyección de la imagen política en el primer contexto, más limitados a la prensa y a los Diarios de Sesiones, ofrecían una esfera con posibilidades de una «gestión controlada de la palabra» (p.274), lo que contrasta con el momento actual y la incidencia imprevisible de internet y de las redes sociales, que hacen mucho más difícil el control. Con todo, matizaría el alcance de dicho control antes y durante la Restauración, teniendo en cuenta que ni la misma reina Isabel II pudo escapar a las denuncias por escándalos, aunque fuera a través de publicaciones clandestinas, y que los políticos de la Restauración no fueron impermeables a la crítica por corrupción y/o caciquismo, en particular a partir del desastre de 1898.

No querría descuidarme de mencionar, aunque sea de manera escueta, las aportaciones de Juan Sisino Pérez Garzón, con una perspectiva social en el análisis de las élites durante la transición del Antiguo Régimen al liberalismo que nos lleva a revisar la conformación del poder en períodos de profunda transformación, y de José Luis Rodríguez, con un trabajo sobre la creación de un archivo en tiempos de José I. Aunque no sujetos a la cronología estricta del xix, completan el libro los textos de Batolomé Yun, acerca de la idea de España en el Antiguo Régimen; de Jorge Villaverde, sobre el estudio de la comisaría regia de turismo en los primeros decenios del xx, y de Constantino Gonzalo Morell, sobre los barrios de Valladolid en la Transición.