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En la presentación del dosier «Historia y Literatura» del número 97 (1) de la revista Ayer (2015), Jordi Canal hacía suyo el consejo que diera Carlo Ginzburg a quienes quisieran dedicarse a la historia: «Leer novelas, muchas novelas». Estas palabras venían a dar respuesta a una pregunta de Adriano Sofri referida a los jóvenes interesados en nuestra disciplina. A juzgar por el escaso número de seguidores que, entre sus colegas españoles, ha encontrado Carlo Ginzburg, pareciera que la posibilidad de una relación fecunda entre el historiador y las novelas en nuestro ámbito científico se hubiera perdido por un problema de tiempos, por el simple hecho de que el excelente aviso del maestro italiano nos hubiera llegado demasiado tarde en términos biográficos o, simplemente, no nos hubiera llegado. Tal vez sí lo hiciera. No pueden olvidarse los magníficos trabajos de una línea de investigación y de reflexión histórica que no ha dejado de reivindicar, entre nosotros, la novela como forma —estética y política— de aproximación a los hombres y mujeres del pasado, como vía hacia una imaginación moral que salva al científico social de cualquier tipo de narcisismo, como escuela de escritura historiográfica; una línea plenamente ginzburgiana en la que destacan nombres como los de Ana Rodríguez Fischer (Por qué leemos novelas, 1998), Isabel Burdiel, Justo Serna, Anaclet Pons (Literatura e historia cultural. Por qué los historiadores deberíamos leer novelas, 1996; «Pensar, narrar, enseñar la historia», en Archipiélago: Cuadernos de Crítica de la Cultura, 47, 2001; Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas, 2008) o el propio Jordi Canal (La historia es un árbol de historias. Historiografía, política, literatura, 2014); la misma línea en la que, por razones evidentes y no tan evidentes, vendría a inscribirse Xavier Andreu Miralles (cfr. pp. 13-15).

El lector de libros de historia, por su parte, no puede sino agradecer a este historiador su esfuerzo como lector de novelas y también… como lector de poesía, de teatro, de artículos de costumbres, de libretos de zarzuela, de colecciones líricas, de tratados de tauromaquia; como lector, en fin, de un impresionante catálogo que sitúa El descubrimiento de España. Mito romántico e identidad nacional en la intersección de la política del imaginario (España y su pasado oriental convertidos en temas para el arte) con el imaginario de la política (toda esa producción de un discurso legitimador sobre la comunidad imaginada por parte de las élites a la que sigue la respuesta, desde abajo, de esa misma comunidad que también es público). Desde esta apertura sensible, Xavier Andreu nos lleva a pensar el doble proceso de totalización y de exclusión por el que toda forma de las relaciones sociales —en el caso, el conjunto de las llamadas naciones civilizadas del siglo xix— se da una identidad, piensa sus divisiones, legitima su poder y elabora sus modelos de referencia (cfr. pp. 15-16). El autor concibe este trabajo de lo social-histórico sobre sí mismo —trabajo siempre incesante, siempre indeterminado— a partir de un marco teórico en el que confluyen la nación como artefacto cultural de Benedict Anderson (p. 16); el nacionalismo en cuanto visión del mundo de Craig Calhoun (p. 16); la afirmación de la existencia de un vínculo íntimo entre nación y novela en la estela de las publicaciones de Franco Moretti y de Stefan Berger (p. 17); la definición de la construcción de las identidades nacionales como empresa internacional de Anne-Marie Thiesse (p. 19) o la imagología como rama de la literatura comparada que estudia la ficción literaria en su condición de lugar en el que los estereotipos nacionales se formulan, perpetúan y difunden de manera más efectiva (p. 20).

Xavier Andreu se sirve de este complejo entramado para recordarnos que el descubrimiento de España que hiciera la Europa romántica no fue sino «descubrimiento» (y ha de puntualizarse que es una verdadera lástima que el título de la cubierta no mantenga la advertencia al lector que tanto se cuida a lo largo de la obra —cfr. pp. 64, 85, 121, 197, 264—), esto es, representación colectiva, invención. En este específico sentido ha de leerse la explicitación de un juego de espejos entre élites empeñadas en establecer sus propias fronteras. Así, nos dice el autor, mientras las europeas fijaban sus límites exteriores con la configuración de un Oriente tan cercano que operaba como otro interno y, en un mismo gesto, aprovechaban para situar a España en los márgenes del concierto de las naciones civilizadas (cfr. pp. 31, 64, 79), las élites españolas, a su vez, se entregaban a la delimitación de las fronteras interiores (la exterioridad social del presente y el pasado musulmán y judío —pp. 127, 149, 160, 333—) a partir de un discurso importado, pero discutido, negociado y reelaborado, capaz de redoblar su potencia simbólica en la medida en que expresaba miedos agravados y complejo de inferioridad (cfr. p. 22). Ahora bien, hay que decir que el interés de este diálogo desde arriba que atraviesa el libro en su conjunto (cfr. pp. 88, 119, 126, 133, 161, 216, 271, 273, 289, 318, 334 y ss.) estribaría no tanto en esa premisa de partida que es la vieja pregunta —no hablo de clásica por el agotamiento que suscita— de dónde se situaría España en relación con la modernidad cuanto en la respuesta contenida en el relato que se entrama en las doscientas cincuenta páginas que siguen a una primera parte que lleva por título «En el sur de la modernidad». Y es que, efectivamente, El descubrimiento de España comienza por donde cabría esperar. De un lado, Johann Zahn, la «leyenda negra», Montesquieu, Jaucourt, los hermanos Schlegel y Madame de Staël como puntos de inflexión; Gautier, Mérimée, Dumas, Richard Ford y el Sur como lugar asignado; del otro, la «leyenda rosa», novatores e ilustrados, 1808 como el momento mismo del nacimiento de la nación española, Quintana, Blanco White, José Antonio Conde, Agustín Durán y el Sur como lugar sentido en todos los sentidos. Lo interesante —según decía— es lo que viene después: la recuperación de un xix español que no es el que imaginaran y narraran sus historiadores, ni el que inventara Galdós; tampoco el que estudiara José Álvarez Junco en Mater dolorosa. La idea de España en el siglo  xix (2001); sino el del romanticismo español.

Podría argumentarse que el lamento que expresa Xavier Andreu (pp. 17-18) por la escasa atención que ha recibido, hasta ahora, la producción artística española de las décadas centrales del siglo xix no está justificado; que, con la excepción de Espronceda y de Larra (entre los músicos, tal vez, Barbieri), cabría hablar de autores mediocres —o casi— e interesantes que no merecen más que una escueta entrada en la historias de la literatura o de la música españolas. Sin embargo, López Soler, Hartzenbusch, García Gutiérrez, Fernán Caballero, Rodríguez Rubí, Manuel García, Basilio Basili, Soriano Fuertes y tantos otros —el catálogo sigue impresionando— nos enfrentan directamente a la conquista del tiempo mediante la forma. Este es el auténtico problema de la modernidad y, según nos dice Xavier Andreu, el esfuerzo de todos estos autores, hasta cierto punto olvidados, que pertenecían a lo que era definido como periferia, no se distingue de aquel que se reconoce a los genios de ese centro mundial de la producción artística decimonónica que era París. Aquí radica, a mi juicio, el mayor acierto del trabajo que comento porque lo que se despliega en la segunda («Luces y sombras de un pasado oriental») y tercera («El pueblo español y el desafío de la modernidad») partes del libro es, justamente, la ruptura con toda definición normativa de la modernidad (y, en este sentido, la referencia a Charles Taylor de la p. 199 no puede ser más pertinente); o, si se prefiere, la afirmación de una modernidad de centros múltiples en la que la España de las décadas centrales del siglo xix podría contarse en los dos sentidos del término (p. 133). Desde esta perspectiva, el Abén-Humeya o la rebelión de los moriscos (1830) de Martínez de la Rosa aparece bajo una luz nueva (cfr. pp. 150-156). Ya no se trata solo de un drama histórico que, de forma novedosa, presentaba a los moriscos como pueblo oprimido que luchaba contra un tiránico Felipe II; sino de una obra que planteaba el problema de la unidad y eso era tanto como preguntarse por la posibilidad de una sociedad autoinstituida que pudiera dominarse a sí misma. La lectura de El descubrimiento de España nos permite también interpretar de una manera muy distinta el regreso poético al Al-Andalus de un Zorrilla, regreso en el que podía advertirse, desde luego, una respuesta a ese orientalismo internacional de Prescott o de Irving que fue constituyéndose como relato de verdad a lo largo de la década de 1840; pero también una vuelta al pasado mítico en cuanto precondición de una crítica de la modernidad que no pasaba, en ningún caso, por su renuncia (cfr. pp. 179 y ss.). Del mismo modo, Xavier Andreu subraya la doble función clarificatoria que tenían dos puestas en escena como los espectáculos taurinos y la ópera cómica que, de un lado, servían para sustentar identidades (no podía ser de otra manera con «la fiesta más nacional» —pp. 275 y ss.— o con el proyecto de crear un drama lírico nacional —p. 284—) y, de otro, abrían en el presente y para el futuro espacios en los que estaba permitido algo de lo que el nuevo orden político temía o censuraba (ya fuera la amenaza de que el número reunido en las plazas se convirtiera en pueblo en permanencia —p. 273—; ya fuera la ocasión de expresar el color político a través de la temática de bandoleros, majos, gitanos o contrabandistas para los músicos y libretistas más cercanos al progresismo —pp. 284-296, 339—). Finalmente, el último capítulo de la tercera parte coloca en primer plano a un escritor al que ya nadie lee —Ayguals de Izco— y que resultaba estar engastado en una serie de transformaciones que se llamaban «socialismo utópico», técnicas mercantiles de promoción y venta, novena edición, París (pp. 313 y ss).

Comentario aparte merecen dos figuras de un heroísmo propio del Balzac de Baudelaire como son Larra y Mesonero Romanos. Es ciertamente asombroso constatar, a partir de las páginas que Xavier Andreu les dedica, cómo estos dos escritores fueron capaces de inventar una suerte de temporalidad distinta dentro de ese tiempo de la modernidad que fue la España de las décadas de 1830 y de 1840, a saber, la experiencia de la simultaneidad. No puede entenderse de otra manera su ubicuidad en la prensa; su reivindicación de la importancia de los periódicos (p. 139) y de esa clase media que estaba en construcción (pp. 205, 208); la intuición de la capacidad performativa del lenguaje (pp. 121-122); la elección de unos temas (la crítica de los procesos de centralización cultural —pp. 125, 202, 207—; las agitaciones políticas y sociales, la aparición de nuevas esferas de sociabilidad, las ideas para transformar Madrid —pp. 203 y ss.—) en los que se percibe un don increíble para analizar el presente y su armazón; o la asunción del riesgo de impeler a la individualidad burguesa a un ejercicio de autoanálisis embarcándola en un proyecto de la envergadura de Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844). Xavier Andreu señala muy agudamente la inclusión-exclusión de la gitana como caso límite de esta galería de tipos, como aquello que marcaba lo que la sociedad de buen tono estaba dispuesta a aceptar (cfr. pp. 302, 305); sin embargo, me gustaría precisar que el auténtico límite del estudio fisiológico impulsado por Mesonero, su peligro no buscado, estaba en su cualidad esencial de presente, de ese aquí y ahora que es el tiempo de la política. Este doble «descubrimiento» hace que, si bien no me atreva a pedir la ampliación de un catálogo que aún al final impresiona, sí me atreva a pedir más Larra y más Mesonero. Y también un poco más de libertad poética, porque es verdad que el texto de Xavier Andreu adolece de cierta rigidez en su estructura expositiva, de ciertas caídas en la reiteración que tal vez tengan que ver —y esto es solo una suposición de quien escribe estas páginas— con una primera forma más académica. La recomendación no entraña peligro alguno porque, como dijera el gran Marc Bloch, nuestra ciencia tiene su parte de poesía. Y el lector de libros de historia lo agradece del mismo modo que agradece un trabajo como El descubrimiento de España. Mito romántico e identidad nacional.