RESUMEN

El presente artículo analiza la construcción de la masculinidad en el seno de la reacción eclesiástica en el contexto revolucionario de inicios del siglo xix. El nuevo tiempo abierto a partir de 1808 fue testigo de numerosas disputas discursivas en torno a la definición de la masculinidad y el orden de género. El objetivo es mostrar que los nuevos ideales de masculinidad liberal, así como su visión sobre la relación entre hombres y mujeres, fueron enérgicamente contestados por las reformulaciones que el clero reaccionario realizó de la masculinidad religiosa del Antiguo Régimen. Desde la perspectiva que otorga la historia de género, abordo este análisis asumiendo la posición metodológica según la cual los significados de la virilidad emergen de la convivencia conflictiva entre visiones de género en disputa. A partir del estudio de los escritos de eclesiásticos paradigmáticos de la reacción, como Francisco Alvarado o Rafael Vélez, así como de prensa de la época, defenderé que el clero reaccionario identificó a los hombres liberales y a su forma de entender las relaciones de género como inmoralidad y como las causas del desorden de género en el que observaron a la nación. Para contrarrestar dicha situación, trataron de apuntalar el contenido religioso de la virtud masculina reforzando valores de la tradición católica, como la contención de las pasiones, la separación entre los sexos o la superioridad del celibato sobre el matrimonio.

Palabras clave: Revolución liberal; masculinidades; reacción eclesiástica; liberalismo; orden de género.

ABSTRACT

This article analyses the construction of masculinity within the ecclesiastical counterrevolution in the context of the early nineteenth century. The new time opened after 1808 witnessed numerous discursive disputes around the definition of masculinity and the gender order. My aim is to show that the new ideals of liberal masculinity, as well as their vision of the relationship between men and women, were vigorously contested by the reformulations that the reactionary clergy made of the religious masculinity of the Old Regime. From the perspective provided by gender history, I approach this analysis assuming the methodological position according to which the meanings of virility emerge from the conflictive coexistence between disputed gender visions. From the study of the writings of paradigmatic ecclesiastics of the counterrevolution, such as Francisco Alvarado or Rafael Vélez, as well as the press of the period, I will defend that the reactionary clergy identified liberal men and their way of understanding gender relations as immorality and as the causes of the gender disorder in which they observed the nation. To counteract this situation, they tried to underpin the religious content of masculine virtue by reinforcing values ​​of the Catholic tradition such as the containment of passions, the separation between the sexes or the superiority of celibacy over marriage.

Keywords: Liberal revolution; masculinities; ecclesiastical counterrevolution; liberalism; gender order.

Cómo citar este artículo / Citation: Altonaga Begoña, Bakarne (2024). Sobre «hombres sin substancia»: la masculinidad en el discurso de la reacción eclesiástica a comienzos del siglo xix. Historia y Política, 52, 157-‍187. doi: https://doi.org/10.18042/hp.2024.AL.11

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En noviembre de 1810, el Semanario Patriótico anunciaba el inminente cambio que los primeros liberales estaban por introducir en la comprensión de la nación y de la hombría: «¿Que otro asilo queda á un pueblo asaltado de una tiranía extrangera, y no defendido por la tiranía interior, sino asirse fuertemente del escudo de la libertad? [...] No: vuestro imperio pasó ya; nueva epoca comienza, el español es otro del que antes era»[2]. Durante las primeras décadas del siglo xix, en la lucha por hacer valer una determinada concepción de la monarquía, la nación, el catolicismo, la Constitución y la libertad, España estaba siendo redefinida y, con ella, también los significados de la masculinidad[3]. Durante la guerra de la Independencia, en la batalla contra la «tiranía extranjera», emergió de entre las filas del liberalismo un nuevo hombre[4] para el que la independencia y la libertad se convertirían en valores sagrados[5] y que afrontaba la apertura de un tiempo nuevo[6].

Estos cambios no generaron, sin embargo, una simple mutación. Como dijo Mona Ozouf a propósito del «hombre regenerado» durante la Revolución francesa: «Coexistent dans le même peuple des hommes neufs et de vieux hommes»[7]. El liberal Bartolomé José Gallardo se refirió a los «hombres viejos» de la España revolucionaria en su Diccionario crítico-burlesco de 1811 como una «behetría sacro-profana», destacando en este grupo a «ciertos señores mayores (muy viejos ya para aprender oficios nuevos) optimistas apasionados de otros tiempos, y tétricos pesimistas del presente órden de cosas»[8]. La frase resulta expresiva de una experiencia de la realidad que se construyó sobre la ruptura con un mundo que se quería dejar atrás. El bibliotecario de las Cortes abogaba por una forma de ser hombre y de relacionarse con lo material que no implicara la asunción del pesimismo antropológico del catolicismo heredero de la contrarreforma y de la reacción[9], aquel que, según él mismo, era defendido por «santos varones» que «nunca piensan que cruxe bastante recio el azote de la desdicha»[10].

En 1812, en la postdata de la vigésima carta de sus Cartas Críticas, el Filósofo Rancio —el dominico Francisco Alvarado— definía a Gallardo como «un hombre sin substancia», es decir, «un hombre á quien en la línea moral le falta todo lo que constituye al hombre»[11]. Según Alvarado, la sustancia de la que carecían liberales como Gallardo era la rectitud espiritual y la contención de las pasiones y de la concupiscencia que habían caracterizado a la definición del hombre cristiano en la tradición religiosa del Antiguo Régimen. Y es que, si los liberales percibieron al clero tradicionalista como una casta de hombres lóbregos, los religiosos reaccionarios vieron en el liberalismo la materialización de la corrupción moral y el desorden de género a la que los cambios políticos estaban llevando a España.

El objetivo de este artículo es ofrecer un análisis del discurso sobre la masculinidad proyectada por la reacción eclesiástica durante el periodo revolucionario de inicios del siglo xix. Los enconados intercambios que tendrían lugar entre liberales y sus contrarios en la prensa, la ensayística religiosa y política y la variada producción escrita del periodo permiten entrever que los nuevos ideales de masculinidad y el orden de género delineados por el liberalismo estuvieron en constante disputa con las nociones de la virtud masculina de la ortodoxia católica. Pretendo con este análisis contribuir a una comprensión del devenir de las masculinidades en las primeras décadas del siglo xix que ponga el acento en la compleja y conflictiva convivencia entre diferentes formas de entender lo que era ser un hombre.

Entiendo la reacción eclesiástica antiliberal como parte de lo que Pedro Rújula ha definido como el «antiliberalismo reaccionario»: territorio o cultura política que, siendo diversa, aglutinó manifestaciones que defendieron el orden político e institucional del Antiguo Régimen y que denunciaron el abandono de sus referentes sociales[12]. Así, nos referiremos a las obras de Francisco Alvarado, Rafael Vélez o Blas de Ostolaza, ejemplos paradigmáticos de la reacción eclesiástica[13]. Especial peso tendrán los análisis de los argumentos expuestos en las Cartas críticas del Filósofo Rancio, escritas entre 1811 y 1814, de gran difusión en la época, y en el Preservativo contra la irreligión de 1812 de Vélez, ampliamente leído en los territorios de la Monarquía[14]. Asimismo, incluyo el análisis de ciertos materiales de prensa reaccionaria, concretamente de El Procurador General de la Nación y del Rey y El censor general, pues son muestra de la capacidad que la comprensión de la masculinidad del clero reaccionario tuvo para nutrir la opinión pública antiliberal. Se ha consultado también una de las cabeceras más importantes de la sensibilidad del primer liberalismo, el Semanario Patriótico, pues aporta el contrapunto necesario para entender la lógica dialéctica sobre la que se construyeron los significados de la masculinidad. Y, finalmente, he considerado, aunque en menor medida, alguno de los debates mantenidos en sesiones de Cortes.

Con el análisis de estos debates pretendo esclarecer varias dimensiones de un mismo proceso. En primer lugar, deseo arrojar luz sobre la forma en la que la reacción eclesiástica enjuició los ideales de género propuestos por el liberalismo, centrándonos especialmente en la crítica a la masculinidad encarnada por los liberales, a quienes consideraron los principales responsables del desorden de género al que la nación había sucumbido. Al fin y al cabo, el clero reaccionario censuró la masculinidad liberal, entre otras cuestiones, porque implicaba una forma diferente de relacionarse con las mujeres capaz de reconfigurar el orden de género. En segundo lugar, plantearé que en este proceso se produjo una radicalización de la visión más rigurosa de la diferencia sexual en el seno del catolicismo reaccionario, en sinergia con la renovación del antimaterialismo del pensamiento contrarrevolucionario. Me propongo así analizar las condiciones de esta radicalización. Y, en tercer lugar, examinaré la defensa que la reacción eclesiástica hizo de una masculinidad profundamente religiosa, de una forma de ser hombre que no solo debía constituir un ideal para frailes o sacerdotes, sino para todos los varones. En este modelo de masculinidad, los valores, enseñanzas y principios ascéticos bíblicos y la teología católica debían constituir las principales guías de su virtud, siendo garantía de la estabilidad del orden del altar y el trono.

El artículo se organiza en tres partes. En la primera parte, explico los principios conceptuales desde los que se aborda el análisis de las fuentes. En la segunda parte, presento los cambios que los planteamientos liberales introdujeron en la comprensión de la masculinidad y del orden de género, situando su discurso en línea con la evolución de los planteamientos ilustrados, con el objetivo de que se pueda comprender la naturaleza reactiva y dialéctica de la visión de la masculinidad elaborada por el clero antiliberal, tratada con posterioridad. En el tercer bloque, el más extenso, que constituye el grueso del análisis empírico realizado, estudio la forma en la que la reacción eclesiástica cuestionó las novedades que el liberalismo introdujo en la relación entre los sexos, para analizar después el tipo de virilidad que propusieron.

II. LA MASCULINIDAD COMO CATEGORÍA ANALÍTICA DE LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN[Subir]

Tras años en los que la atención otorgada al primer liberalismo parecía eclipsar el interés por aquellas manifestaciones que se le opusieron[15], la sensación de pérdida de sentido que embargó a los sectores sociales más conservadores a causa de la novedad radical que la revolución suponía ha cobrado importancia renovada para la historiografía española en las últimas décadas[16]. En el ámbito de la historia de género, el análisis de los significados de la masculinidad en las culturas políticas antiliberales o en el discurso eclesiástico del siglo xix es un espacio aún en desarrollo, tanto para el entorno internacional como para el español[17]. De hecho, según Yvonne Maria Werner, religión y masculinidad moderna han sido tradicionalmente considerados incompatibles y ello, conjuntamente con la popularización de la tesis de la feminización de la religión, habría provocado una cierta desatención por parte de la historia de género hacia las cuestiones religiosas en la historia de las masculinidades[18]. En los últimos años, no obstante, el interés por la relación entre el desarrollo de la masculinidad y el discurso católico en la España decimonónica está en auge[19], así como sus significados en la práctica del sacerdocio y en el seno de la Iglesia[20].

En consonancia con la perspectiva que nos ofrece la historia de género, voy a estudiar las disputas en torno a los significados de la masculinidad en un marco analítico que entiende que la definición de la diferencia sexual fue un elemento vertebrador de la convulsa reorganización política, social y religiosa que tuvo lugar en el inicio del siglo xix. Es decir, tomo como guía analítica la propuesta planteada hace ya años por Joan W. Scott, quien conceptualizó el género como elemento constitutivo de la política[21]. Considero, por tanto, que el esclarecimiento de las visiones de la masculinidad debe desvelar, a un nivel profundo, de qué modo estuvieron imbricadas las diversas configuraciones del sujeto sexuado varón con las lógicas religiosas, políticas y sociales del momento[22]. Asimismo, esta perspectiva implica asumir que para comprender el sentido de una determinada concepción de la masculinidad resulta importante estudiar qué relación guarda con los significados del orden de género y de la diferencia sexual en los que se despliega.

Por consiguiente, entiendo la masculinidad como una categoría de significado variable y siempre relacional, ya que, como arguyera Raewyn Connell, no es suficiente con asumir la existencia de diversas formas de la masculinidad, sino que también es necesario examinar cómo se construyen entre sí[23]. En efecto, un elemento metodológico fundamental de mi planteamiento es la asunción de que la emergencia de nuevas formas de ser hombre no supuso la sustitución de modelos tradicionales[24]. Por ello, me interesa dar sentido a la convivencia y a las tensiones entre diferentes modelos de masculinidad. En este sentido, no pretendo determinar si existió o no un modelo hegemónico de masculinidad y dilucidar su capacidad para prevalecer socialmente[25], sino atender al conflicto entre visiones a partir del cual se construyó el significado de la masculinidad reaccionaria.

En definitiva, propongo un planteamiento teórico-metodológico que permita ahondar en la desnaturalización de la categoría hombres, como se ha realizado con la categoría mujeres[26]. Este planteamiento resulta del todo pertinente si atendemos a lo apuntado recientemente por Elia Blanco: son muy pocos los estudios sobre las masculinidades que entienden el propio «hecho de ser “hombre”» como experiencia no ontologizada o, en otros términos, que entienden que el significado de la hombría o la virilidad —tratadas aquí como intercambiables— no siempre ha residido, necesariamente, en el cuerpo y sus facetas, en la corporalidad[27]. Es decir, en línea con aquellos trabajos preocupados por el hermafroditismo y la homosexualidad entre los siglos xvi y xix[28], cabe seguir problematizando la relación de determinación que se establece entre la materialidad del cuerpo y el género, también en el caso de las masculinidades.

Concretamente, a lo largo de este artículo voy a mostrar la forma en la que a principios del siglo xix el clero reaccionario trató de dignificar una visión de la virilidad característica del catolicismo rigorista del Antiguo Régimen. Las virtudes fundamentales atribuidas a este modelo eran la capacidad para el control de las pasiones y la obediencia. Ello respondió, en parte, a la necesidad del propio clero, en especial del regular, de defender su estatus y su quehacer como guía moral de la sociedad en un contexto de reformas de la Iglesia, en el que su utilidad social y económica estuvo en entredicho[29]. Pero fue también un intento por reconstruir una masculinidad y un orden de género que fueran capaces de remoralizar una nación que percibieron al borde del caos sexual. Aspectos de la sociabilidad liberal como las reuniones mixtas, la cultura de la sensibilidad y la visión de la complementariedad entre los sexos estaban socavando, según el clero reaccionario, las jerarquías de género. En este sentido, el ensalzamiento de la contención de la concupiscencia fue un rasgo fundamental de la virilidad que se construyó como freno al «libertinaje liberal». La reacción eclesiástica defendió una forma de ser hombre cuyo único espacio de desarrollo, cuya única substancia, era espiritual, como no podía ser de otra manera en un discurso hostil a cualquier faceta material o sensitiva de la experiencia humana. La reelaboración de este ideal viril cristiano, en el que la contención a lo mundano constituía un elemento primordial, fue acompañada de una clara exacerbación de la misoginia, de rechazo a lo femenino, como forma de resistencia a la reorganización del orden de género de corte ilustrado. Se trató de una respuesta a la necesidad de fortalecer una jerarquía sexual cristiana en la que la superioridad de los varones se materializaba en su mayor capacidad para la perfección espiritual, para aplacar los movimientos de las pasiones.

Por todo ello, no es de extrañar que el valor social del celibato como opción vital más perfecta que el matrimonio constituyera un tema de debate importante entre liberales y el clero reaccionario. Tales desacuerdos no estuvieron únicamente motivados por las reticencias de muchos liberales en torno a los beneficios y las consecuencias económicas y demográficas del celibato eclesiástico o por la necesidad de la Iglesia de defender la utilidad de los religiosos[30]. El matrimonio constituía un pilar fundamental del orden social moderno. Sin embargo, el clero reaccionario subrayó la necesidad de seguir considerando al celibato como estado más virtuoso que el matrimonio y a este último únicamente como unión encaminada a controlar la concupiscencia[31]. En este artículo pretendo mostrar que estas tensiones remitían a una disputa subyacente entre formas radicalmente diferentes de entender la articulación de la relación virtuosa entre hombres y mujeres.

III. EL «NUEVO HOMBRE» Y EL ORDEN DE GÉNERO LIBERALES[Subir]

Según Javier López Alós, para la reacción eclesiástica la construcción de una nación y una sociedad nuevas tuvo consecuencias graves, pues suponía «la creación de un nuevo hombre»[32]. El problema radicaba en que el ser humano perfilado por el liberalismo se construyó sobre una perspectiva antropológica diferente a la católica postridentina, tradicionalmente dominada por el pesimismo y el fatalismo[33]. Ciertamente, el liberalismo puso en entredicho los pilares de inteligibilidad que el clero había dispuesto para dotar de sentido a su experiencia de la realidad y, como veremos, al orden de género como elemento vertebrador de la misma. Sin embargo, la crítica liberal a esta visión del mundo no se tradujo en el rechazo al catolicismo. Si bien la Iglesia sufrió un importante golpe con el proceso revolucionario abierto a partir de 1808, es sabido que la religión católica, como doctrina que guiaba la moralidad de la nación, nunca fue puesta en cuestión durante el primer proceso constituyente. En palabras de Emilio La Parra, la «cultura católica fue el marco básico de referencia para todos»[34]. El catolicismo fue, en definitiva, un pilar fundamental para la construcción de identidades ligadas a la nación y la patria[35], a la ciudadanía[36] y al propio género de la España liberal[37]. En este sentido, se puede afirmar que los primeros liberales nunca renunciaron al catolicismo como elemento significante de su virilidad. Pero tampoco renunciaron a combinar dicho sentir con la posibilidad emancipadora que el contexto revolucionario les brindaba[38]. Se resistieron, además, a las facetas más disciplinarias de la religiosidad que la Iglesia imponía y propusieron una forma diferente de ser hombres católicos.

Dos aspectos resultan esenciales para entender la brecha abierta por el sentir liberal en la comprensión de la masculinidad y del orden de género. En primer lugar, en consonancia con la vertiente más radical del reformismo ilustrado, la virilidad propuesta por el primer liberalismo se sustanciaba en el desarrollo de una subjetividad para la cual el valor de la autonomía resultaba esencial. En segundo lugar, los planteamientos liberales combinaron su creencia en la existencia de una diferencia natural entre hombres y mujeres, y la inferioridad de estas últimas, con la valoración positiva del influjo femenino en los varones y en la sociedad. En este sentido, la atracción natural y virtuosa entre los sexos resultaba positiva como garantía de orden social.

Como ha explicado Mónica Bolufer, el siglo xviii español sería testigo del surgir de un nuevo modelo de masculinidad, el del «hombre de bien», que aunque no se contradecía con los principios de la moral católica, no asumía los valores de una masculinidad necesariamente piadosa. En el reformismo ilustrado, este modelo de virtud masculina reunía las cualidades de la moderación y el uso de la razón y poseía un sentido cívico, de responsabilidad individual con el resto de ciudadanos y el servicio público[39]. El liberalismo revolucionario dio continuidad a esta masculinidad, politizándola. Para los nuevos liberales, construidos emocionalmente sobre la modernización del ideal republicano del ciudadano-soldado, la libertad y la independencia constituían los principales elementos significantes de su virilidad, pues daban sentido a su patriotismo[40]. Se construyeron a sí mismos como hombres que habían «jurado ser independientes á toda costa»[41]. Desde estos parámetros, el ejercicio de una masculinidad virtuosa, en el sentido ilustrado, requería la puesta en práctica de una voluntad de mejora que, aunque emanada de un sentir profundamente católico, se articulaba como experiencia de autonomía moral moderna que cuestionaba las lógicas más abiertamente punitivas y disciplinarias, de imposición heterónoma, de la Iglesia[42].

Desde la óptica liberal, el ideal de virtud masculina promovido por el clero regular —y los religiosos antiliberales en general— se fundamentaba en una incomprensible obediencia a la autoridad, sustentada en el miedo al castigo y en el repudio al mundo material. Ello resultaba incompatible con una mentalidad que concibió el influjo del clero como peligroso, pues mediante su acción educativa y moralizadora imbuía en los jóvenes la inacción ante el mundo, la política y la injusticia. «Mientras está el joven en el convento, presentansele por todas partes exemplos de sumision ciega, de apocamiento de ánimo, poniéndole de rodillas delante de todos los demas […] haciéndole perder por grados imperceptibles ese saludable amor y aprecio de su yo moral, principio fecundo de las acciones virtuosas», se podía leer en el Semanario Patriótico en febrero de 1812 sobre las instituciones monacales, revelador del modelo antagónico que los revolucionarios identificaron en la masculinidad promovida por el clero tradicional[43]. Desde esta perspectiva, los característicos valores de obediencia, resignación y sumisión del ideal evangélico de virilidad anulaban la autonomía moral necesaria para el desarrollo de la virtud patriótica y conducían a los hombres al servilismo. Bajo la férrea influencia religiosa, el hombre «se acostumbra á sufrir servilmente los atentados de un déspota entronizado y á permitir que una mano sacrílega ultrage los sagrados derechos del hombre. Calla, y se hace un ente pasivo: calla, porque una mirada de su frayle le intimida»[44].

Conjuntamente con esta configuración del sujeto, el primer liberalismo dio continuidad y profundizó en la comprensión de la diferencia sexual en clave de complementariedad entre los sexos[45]. La idea de que a mujeres y hombres les correspondían destinos sociales diferentes pero complementarios en función de unas determinadas cualidades naturales fundamentó buena parte de los discursos de género del reformismo ilustrado[46]. Estos ofrecieron, en general, una lectura positiva de la sociabilidad mixta, de la compañía e influjo de las mujeres en los varones y de lo que entendieron como inclinación natural de los hombres hacia las mujeres. Tal como ha explicado Mónica Bolufer, la deferencia y la galantería hacia las mujeres fueron interpretadas como signo de progreso social y de civilización de las naciones[47].

La lógica de la complementariedad entre los sexos y el efecto social positivo que el reformismo atribuyó a las mujeres tuvo como fundamento ontológico una rearticulación de la diferencia sexual que se diferenciaba, sustancialmente, de la tradicional defensa de la inferioridad femenina del discurso religioso católico, especialmente de sus versiones más rigurosas[48]. En los discursos ilustrados, conceptos como el pecado, la concupiscencia o la corrupción de los cuerpos perdían peso como guardianes morales de la relación entre los sexos. Esto así, pensaron la relación entre mujeres y hombres desde unas bases antropológicas diferentes que habían depositado su confianza en la naturaleza humana y sus posibilidades de mejora mediante la educación y el progreso científico y económico. Se propusieron así formas de relación entre hombres y mujeres que revalorizaron el mundo de los afectos y lo sensual, en sentido amplio, en las formas consideradas virtuosas de relación entre los sexos[49]. Junto con ello, el reformismo ilustrado rehabilitó el matrimonio como opción vital social e individual más valiosa que el celibato y elaboró el modelo de la «familia sentimental»[50]. En definitiva, la estructura del sentir inaugurada por la Ilustración, directa o indirectamente, puso en cuestión el rigorismo emocional y físico exigido por el clero a su feligresía en la estricta separación que establecía entre hombres y mujeres como garantía de virtud moral. Ello no debiera confundirse, sin embargo, con la introducción de una visión igualitaria entre los sexos, pues, como sostuviera la misma Bolufer, el elogio de las mujeres ofrecido por el sentimentalismo ilustrado, también en el caso español, constituyó, en realidad, una nueva forma de articulación de la inferioridad femenina[51].

El primer liberalismo albergó similares ambivalencias a las del discurso ilustrado en su compresión de la relación entre hombres y mujeres y el lugar que estas debían ocupar en el orden político y social constitucional. Sobre el contexto revolucionario, varias investigaciones han subrayado las tensiones que subyacieron al discurso del liberalismo dado que, al mismo tiempo que excluyó a las mujeres de la esfera política[52], elogió desde sus medios propagandísticos la defensa que las mujeres hicieron de la causa constitucional, reforzando una retórica de la heroicidad femenina[53]. La prensa liberal del Trienio hizo de ellas sus aliadas, en tanto que madres y esposas, en la lucha contra el servilismo: «¡Españolas!», comenzaba un discurso en El Conservador en 1820, «á vosotras dirije hoy su voz un ciudadano español enemigo de la tirania; a vosotras compañeras en nuestra opresión, partícipes de nuestras penas»[54]. En un discurso que contuvo numerosas contradicciones entre la necesidad de incluir a las mujeres en su proyecto político y de no alterar un orden de género y social en el que la función natural de las mujeres se circunscribía al hogar[55], el liberalismo puso en valor el influjo femenino en el progreso social y en el desarrollo del orden liberal. Para los liberales revolucionarios, la relación que los hombres establecían con las mujeres se convertía también en un rasgo que los diferenciaba de los «serviles» y resultaba el signo de una masculinidad civilizada y un orden social progresista. «Mientras la sensibilidad sea el atributo de nuestra especie», se podía leer a la altura de 1821 en una carta enviada a El Espectador, «la belleza será el árbitro de nuestras afecciones; y señoreándose siempre el sexo débil del robusto corazon del hombre, será el primer modelo de sus costumbres públicas y privadas»[56]. En definitiva, el liberal se definió como un hombre sensible, además de racional, y, en tanto que sensible, capaz de conectar de forma virtuosa con las mujeres y la feminidad, lo que constituía a sus ojos garantía del orden de género y de la armonía social.

IV. LA MASCULINIDAD Y EL ORDEN DE GÉNERO EN LA REACCIÓN ECLESIÁSTICA[Subir]

Para la reacción, las nuevas formas de masculinidad resultaban la ruptura absoluta con lo que hasta entonces había sido substancial a las reglas del decoro y la virtud española. «Antiguamente teníamos por caballeros, los hombres circunspectos y moderados», se lamentaba María Manuela López de Ulloa en El Procurador General de la Nación y del Rey a finales de 1812[57]. Desde un sentir profundamente católico y absolutista[58], según la autora, los hombres liberales habían pervertido las formas de ser de los antiguos y verdaderos españoles: «Ahora todo está troncado: los caballeros son de nuevo cuño, esto es, baciados en un molde á la francesa»[59]. Estos «caballeros a la moderna»[60] de López de Ulloa, el «hombre sin substancia» de Alvarado, así como les philosophes y los libertinos, todos ellos objeto de intensa crítica desde el sentir antiliberal[61], compartían, en su opinión, una faceta: habían desplazado a la religión como esfera de realización de la virtud masculina.

Si bien, como he señalado anteriormente, este desplazamiento no se había producido realmente, sí lo percibieron así los sectores eclesiásticos reaccionarios que criticaron la comprensión en clave política de conceptos como «patria» o «libertad». En sus Cartas Críticas, Alvarado lo expresó claramente: «La patria en boca de ellos parece ser la primera de las divinidades. […] por la patria debe morir: á la patria debe obedecer» decía, para rematar que «y si separarse en todo lo demas de la patria, es para ellos un crímen […], ¿por qué no habrá de serlo separase de su religion?»[62]. La incorporación de un patriotismo capaz de desplazar a la religión como valor fundamental de la virilidad resultaba problemática, pues suponía admitir la preponderancia de lo político sobre lo religioso como elemento estructurante de las relaciones sociales y los sujetos[63]. Igualmente, las proclamas de independencia e igualdad de los liberales fueron entendidas como el cuestionamiento del principio de obediencia a la autoridad. Esta última era una disposición que daba cuerpo a una masculinidad característica del pensamiento católico tradicional, para el cual la existencia de jerarquías se correspondía con la organización divina invariable de la Providencia.

Ciertamente, a la defensa que la reacción haría de una virtud masculina sustentada en la obediencia subyacía una visión antropológica diferente a la liberal. Como ha sugerido Antonio Moliner, la reacción religiosa poseía una «concepción del hombre determinada»[64]. Se trataba, además, de una concepción a la que debemos suponer un importante arraigo, pues si bien el siglo xviii fue la época que vio nacer los planteamientos ilustrados, también fue el siglo de importantes esfuerzos evangelizadores de «la religiosidad no ilustrada», mayoritaria en la España de finales del xviii[65]. Mediante su acción pastoral, y especialmente mediante el refuerzo de la confesión, la Iglesia promovió un ideal antropológico en el que el ascetismo resultaba clave y unas nociones sobre el orden social que se situaban en las antípodas de cualquier intento reformista.

Las críticas de religiosos reaccionarios al materialismo y al sensualismo constituían una confrontación directa con una determinada forma de entender la experiencia sensitiva y el cuerpo que ellos entendieron como anticristiana. Esto es evidente en reflexiones como las de Vélez en su Preservativo contra la irreligión (‍1812). Recordaba que Dios había creado al hombre para que su vida fuera «una continuada serie de aflicciones» frente a las máximas materialistas de los «sabios» de su tiempo, según las cuales «el hombre es el producto de las afinidades químicas»[66]. Entre estos sabios situaba Vélez a Gallardo. Efectivamente, para el erudito liberal Dios había hecho «al hombre racional y sensible y no piedra dura», no para sufrir, pues «si podemos ir por sendas de flores, no caminemos entre espinas y abrojos»[67]. Pero según Vélez, esa era también la vida del «bruto», la vida apegada al vientre[68]. La animalización de los liberales fue también una vía para elaborar su otredad, para representarlos como hombres llevados por sus inclinaciones carnales. La búsqueda de la felicidad en el mundo, y no en el plano de lo celestial, y la confianza en las capacidades humanas para la organización política, facetas características del proyecto liberal, constituían vínculos con la realidad totalmente ajenos a la desconfianza del catolicismo tradicional.

Este pesimismo antropológico, que entendía al ser humano como carne pecadora movida por un mar de pasiones y que era necesario controlar con mano dura, tuvo una vigencia incontestada en los sectores reaccionarios durante las primeras décadas del siglo xix y funcionó durante largo tiempo como fundamento de los principios políticos antiliberales. Así, no resulta extraño que a la altura de 1829 se leyera en La Monarquía y la religión triunfantes que «la perfectibilidad en lo humano es inasequible», pues los hombres eran «imperfectos y llenos de pasiones»[69]. Desde este prisma, la reivindicación de libertad e independencia de los liberales no solo constituía una afrenta al orden del altar y el trono, sino también una capitulación del hombre ante sus pasiones más bajas. En este sentido, la reacción eclesiástica ofrecía una lectura en clave moral de los cambios políticos que el liberalismo pretendía introducir. «¿Consiste la felicidad del hombre en seguir el impulso de sus deseos terrenos, y deleznables, y en disfrutar impunemente placeres que el mundo corrompido presenta á sus inmundos apetitos?» se preguntaban en El Procurador General de la Nación y del Rey en diciembre de 1812, para seguir: «Es esta la libertad que intentáis restituirle, destruyendo el Trono, y toda la autoridad que pueda contenerle?»[70]. A través de este tipo de expresiones, la reclamación de libertad era subsumida en el campo semántico de lo pecaminoso e interpretada como el atributo de hombres que se revelaban contra la obligación de contener sus pasiones.

Esta perspectiva se correspondía con una visión de la diferencia sexual, característica de la tradición cristiana, en la que lo femenino solo era definido desde una óptica negativa, con una gran carga misógina, siempre asociado a lo carnal y lo mundano. La atribución del pecado no se limitó a las mujeres, pues de acuerdo con el pesimismo universalista católico también los hombres eran habituales pecadores. Sin embargo, lo femenino era aquello directamente influenciado por las pasiones. Esta faceta misógina del discurso religioso se acrecentó durante las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix. En este sentido, a propósito del Preservativo contra la irreligión de Vélez, Encarna y Carmen García Monerris han sostenido que el autor elaboró una suerte de «feminización del mal»[71]. En esa obra, lo femenino se convertía «en encarnación del mal y de todos los vicios, en emblema del anticristianismo»[72]. Siguiendo con el razonamiento de estas autoras, se puede argüir que el conjunto de la reacción eclesiástica contribuyó a esta perspectiva.

No obstante, esta tendencia no constituía una creación de nuevo cuño. Considero que se trató más bien de la exacerbación de la misoginia de la patrística que, desde su politización como arma antimoderna, nutrió con un sustrato de género la causa antiliberal. A diferencia de los planteamientos ilustrados que desde la asunción del principio de la diferencia complementaria, pero jerarquizadora, entre hombres y mujeres elogiaron la feminidad y a las mujeres como portadoras de cualidades civilizadoras en su relación con los hombres y la sociedad, el discurso de no pocos eclesiásticos se tornó más severo en el nuevo contexto. Blas de Ostolaza (1771-‍1835), en su Verdadera filosofía del alma (1808) —obra escrita durante su estancia en Valençay y dedicada al infante don Carlos— recomendaba «huir de todo comercio con las mugeres»[73]. La única representación de las mujeres ofrecida por el capellán de la corte fue, precisamente, la de las mujeres como incitadoras al pecado, siendo el distanciamiento que un hombre debía poner ante ellas la principal garantía de la virtud masculina.

Tras esta radicalización de la misoginia se ocultaba un miedo profundo al desorden de género que la reacción atribuyó a las formas de relación entre hombres y mujeres y a la articulación de la diferencia sexual en clave liberal. Autores como Vélez, Alvarado o Simón López, entre otros, atribuyeron a los liberales una faceta que consideraron su principal pecado: su amor por las mujeres. Alvarado lo planteaba en los siguientes términos: «Por no quedarse solos con su conciencia, se andan todo el dia de personita en personita y de ángeles en ángeles [en referencia a las mujeres], á tener unas conversaciones en que se emplean cuantas metafísicas de amor enseñó Calderón con sus comedias»[74]. Esta supuesta afición de los liberales por las mujeres se evidenciaba, además, en que cada vez más ambos sexos compartían espacios en la esfera de la sociedad civil y la esfera pública, como tertulias, cafés, teatros, clubes y sociedades patrióticas.

Alvarado abundó en este tema y lo hizo para criticar, una vez más, a Gallardo desde la ironía característica de su estilo. En una de sus cartas, Alvarado se expresaba en los siguientes términos: «…á fuerza de filosofía ya han puesto VV. á la pudíca España, como Platon queria poner á su imaginada república con una casi universal comunidad de mugeres», y continuaba: «Ahora que cualquiera señora de las que debían ser decentes, tiene la generosidad de sacar manifiesto, para que todo lo veamos de valde; lo que nuestras abuelas tapaban tanto, y no permitian á otros ojos que á los de uno solo»[75]. El problema radicaba no solo en que los liberales estuvieran abiertos a compartir espacios públicos con las mujeres y que esto diera lugar a la inmoralidad, como se ve, sino que se estaban alterando los significados de género que la reacción consideró tradicionales e inamovibles. Alvarado reprochó a los liberales estar subvirtiendo las lógicas de la relación entre los sexos y apuntaba hacia las consecuencias que se podrían derivar de ello en la jerarquía sexual y, relacionado con ello, en la jerarquía social, que, a sus ojos, debía mantener a las mujeres en un rol de subordinación:

Se nos enojan VV. á causa de que una ú otra se les resabia por nuestra predicacion ó ministerio. […] ¿Por qué pues nos culpan de que cumplamos con nuestro oficio? […] No se enfurecen contra el sacamuelas, que viene á arrancarla de la preciosa boca las perlas orientales que formaban parte de hermosura. ¿Y se irritan y enfurecen contra el pobre fraile, que sin lanceta ni gatillo trata de aliviarle los dolores de la conciencia? […] Note V. señor Gallardo, note su iniquidad para con nosotros. V. dice á estas personitas, que tienen cara de ángel, cuerpo de ángel, ingenio de ángel, y qué sé yo que mas cosas de ángel, sin embargo de que muchas de estas cosas son de tierra y muy de tierra. Nosotros sin meternos en esos dibujos, les decimos, y les decimos con verdad, que lo que tienen mas parecido, y poquito menos que de ángel, es una alma espiritual, inmortal, formada únicamente para gozar de Dios por toda la eternidad. […] No señor, no tenemos nosotros la culpa que atribuimos una alma de ángel á las que VV. dan ó dejan de dar este nombre. El verdadero yerro está en VV. que dándoles cuerpo de ángeles, luego quieren que tengan alma de gallinas... y ya se vé...[76].

Venía a decir Alvarado que los hombres liberales no podían pretender halagar a las mujeres desde la sentimentalidad, esperando que estas no reclamaran de ellos un trato de favor, un trato más igualitario, al fin y al cabo. Desde una misoginia de corte tradicional, el diagnóstico de la situación era cristalino: no se podía modificar la función de las mujeres y el trato que se les otorgaba sin hacer peligrar las jerarquías de género católicas tradicionales y, por consiguiente, el orden social. En el catolicismo más riguroso del Antiguo Régimen, los modelos de perfección moral y de virtud, tanto de mujeres como de hombres, se correspondían con valores ligados a lo estrictamente espiritual, con un rechazo profundo a lo mundano. De hecho, en esta perspectiva lo corporal y sus diferencias tenían una importancia limitada en la significación de la diferencia sexual. Los modelos de perfección espiritual y santidad resultaban similares para ambos sexos y la jerarquía entre los sexos se sustentaba en la superioridad de los hombres para la contención frente a lo sensitivo y las pasiones. Por ello, para reaccionarios como Alvarado cualquier aprecio que los hombres pudieran profesar hacia las mujeres por considerarlas seres delicados, bellos o ligados a lo sensitivo —como lo haría la comprensión de la diferencia sexual en clave ilustrada y liberal— ponía en peligro la jerarquía de género católica tradicional. Que los liberales propusieran un orden de género que favorecía una visión de complementariedad entre los sexos en la que el mundo de la sensibilidad resultaba rehabilitado como canal virtuoso de las relaciones entre ellos, solo podía ser indicio de su inmoralidad. El elogio que los liberales hicieron de las mujeres era, en el lenguaje reaccionario, hueca adulación. Bajo ella subyacía la verdadera característica de los hombres liberales y el motivo del desorden de género de la España revolucionaria: la concupiscencia.

Siguiendo con este razonamiento, Alvarado sugirió que la reclamación de libertad de los filósofos liberales constituía, en realidad, un eufemismo tras el que se ocultaba la naturaleza lujuriosa de hombres que querían ser libres para rendirse a lo material, a la carne. Según el fraile dominico, santo Tomás ya lo había advertido: los hombres se negaban a las «verdades eternas» a causa del «género femenino»[77]. Es decir, el cuestionamiento del principio de autoridad externa liberal tenía su origen en la lujuria. Poniendo como ejemplo al marqués de Argens, decía que «todos los […] cofrades de su filosófica hermandad, es gente que tiene sus asambleas y cabildos en los estrados de las damas liberales. ¿Si será en reverencia de las tales damas el que se llamen también liberales sus afectísimos y fervorosísimos devotos los filósofos?»[78]. Yendo aún más lejos, Alvarado argüía que tras toda herejía pasada y presente —poniendo como ejemplo palmario la de Lutero— se encontraba siempre una mujer como su principal motivadora. Revitalizaba así argumentos de la tradición contrarreformista para elaborar un relato atemporal en torno a los males del liberalismo y construir una identificación clara entre lo femenino y los trastornos de los nuevos tiempos.

La prensa antiliberal se hizo eco de este pesimismo en torno al estado de la moral sexual de los hombres. Así, El Censor General gaditano mostraba su preocupación ante el peligro que la integridad cristiana corría: «¿Que será del pudor quando unos de estos seres degradados teniendo por su primera máxîma: el hombre nació para el placer, incesantemente sé ocude [sic] en tender lazos á la inocencia ó a la virtud? ¿Que será la fe conyugal, quando dexe de tener una necesaria referencia á otro objeto, y no trate ya mas que de sí propio?» se preguntaban en un artículo sobre los hombres egoístas[79]. Advertía el mismo artículo: «¡Hombres! velad por vuestro bien: arrojad al sangriento monstruo del egoísmo lejos de vuestras sociedades, ó disponeos á ver vuestras casas holladas por el infame adúltero»[80].

Este desenfreno se manifestaba, según los eclesiásticos reaccionarios, en un progresivo «afeminamiento» de los varones liberales. El uso del concepto «afeminamiento» o «afeminado», como término para significar una forma de ser hombre inmoral o desordenada, no fue exclusivo a los sectores religiosos, sino que fue muy común a diferentes discursos morales, religiosos y políticos de la época, tanto en España como en el resto de Europa. Sus significados fueron variados y el concepto distaba mucho de ser monolítico, indicando lo inestables que resultaban las categorías sexo y género en la época[81]. En el caso del discurso liberal revolucionario, tal como explica Xavier Andreu, la acusación de afeminamiento adquiría un sentido radicalmente político, pues servía para significar el envilecimiento del carácter y el vigor físico nacionales. Para autores como Manuel José Quintana, la «flaqueza» de los españoles se correspondía con una suerte de letargo de los hombres, propiciado por el despotismo de los gobernantes de la España de entre siglos, que les impedía luchar por el valor que más sentido daba al revolucionario, su libertad[82]. Se trataba, por tanto, de una categorización que apelaba a un debilitamiento físico con claro significado político.

En el discurso eclesiástico de comienzos de siglo, el cuerpo tuvo poca importancia como elemento que dotara de significado a la virilidad si no era para reclamar su mortificación virtuosa, verdadera expresión de la virilidad. Por tanto, para la reacción eclesiástica el afeminamiento mantuvo el sentido tradicional que el concepto había tenido en el discurso religioso católico durante siglos, haciendo referencia a un proceso por el que los hombres sucumbían a las pasiones. La degradación significada por el término no hacía referencia a la pérdida del vigor físico, sino a la pérdida de la virtud espiritual y moral, única y verdadera depositaria de la virilidad cristiana, superior a cualquier condicionante material. Esta era, precisamente, la sustancia de la que carecían los hombres como Gallardo, según Alvarado. La literatura religiosa contrarrevolucionaria reprodujo durante muchos años este sentido del afeminamiento masculino como perversión moral, identificándolo con el liberalismo. Lo manifestaba Alvarado ya desde su primera carta crítica en 1811: «Si nuestros ministros, que no nombro, no se hubieran iniciado en la filosofía, […] ¿Viviríamos en la afeminación y corrupción en la que vivimos?»[83].

La reacción eclesiástica reivindicó una virilidad que reunía las virtudes ascéticas de los santos varones cuyas vidas excepcionales habían servido de ejemplo pedagógico evangelizador a predicadores durante el Antiguo Régimen. Los hombres verdaderamente cristianos debían estar guiados por el temor a Dios; por el principio de obediencia y la supeditación de su voluntad a la autoridad eclesial —a confesores, párrocos, predicadores…—, y por el rechazo al mundo sensual. Todo ello implicaba una profunda negación, ocultación y mortificación del cuerpo, entendido como carne pecadora, así como el respeto a una moral sexual y un control del deseo en el que la separación física entre hombres y mujeres, incluso en el caso de los casados, funcionaba como método preventivo de la concupiscencia. Resulta importante subrayar aquí que el objetivo de aquel ideal no era solo reivindicar las bondades de la masculinidad de los hombres de la Iglesia, sino también remoralizar la sociedad y prescribir un modelo que inspirara a todos los españoles. De nuevo, Alvarado interpelaba directamente a los liberales: «Si señor: somos iguales todos los cristianos en esto de estar muertos al mundo, de deber mirarlo como enemigo, y demas cosas que acerca del mundo y contra él dice el Evangelio, y cree la Iglesia. Somos iguales tambien en la obligacion de no mezclarnos en los negocios seculares, de abnegar los deseos del siglo, y de velar para que el presente siglo no nos manche»[84].

Las contradicciones y tensiones entre este ideal de masculinidad y el del ciudadano liberal activo y productivo, en su formulación teórica, resultaron manifiestas precisamente porque en el marco del proyecto liberal la honorabilidad masculina se construyó en función de un itinerario vital diferente al del modelo evangélico. Los varones debían ser útiles económicamente a través del trabajo productivo; políticamente a través de la participación patriótica en la res publica, y también socialmente a través de la conformación de un orden familiar, sustentado en el matrimonio, que contribuyera a la estabilidad del orden social y a la reproducción demográfica de la nación, como adelantábamos más arriba[85].

Ante el modelo de ciudadano activo, la concepción de la masculinidad ofrecida por el clero reaccionario se vio en la necesidad de hacer frente a una cuestión clave en la definición de la masculinidad moderna: la preponderancia del matrimonio como opción vital más beneficiosa en términos sociales y patrióticos y la creciente suspicacia ante el celibato —no solo el eclesiástico—, estado considerado más virtuoso que ninguno en la tradición religiosa contrarreformista. Tanto Elisabel Larriba y Gérard Dufour como Francisco Vázquez, centrándose sobre todo en el celibato eclesiástico, sitúan sus primeras problematizaciones en el siglo xviii, con la importancia adquirida por los planteamientos médicos, antropológicos y políticos ilustrados[86]. Según Larriba y Dufour, los debates en torno al celibato eclesiástico y sus consecuencias, tanto a finales del siglo xviii como en el contexto de Cortes de Cádiz, no solo fueron fruto de una preocupación de carácter higienista en torno a la salud del individuo, sino, sobre todo, la expresión de una inquietud sobre la prosperidad demográfica y económica del país[87].

Desde mi punto de vista, el conjunto de debates que enfrentaron a liberales y eclesiásticos reaccionarios en torno al estatus del matrimonio y el celibato a inicios del siglo xix remite a una disputa subyacente en torno al orden de género y la moral sexual. Así lo muestra alguno de los debates de sesiones de Cortes en los que los sectores liberales expresaron su preocupación ante la necesidad de impulsar el matrimonio como medio de regeneración nacional. Se enfrentaron por ello a las resistencias de sectores eclesiásticos antiliberales y también de algún liberal, renuentes a que el impulso que se diera al matrimonio menoscabara el prestigio social y moral del celibato. El debate sobre la aprobación del artículo 45 de la Constitución, mantenido el 23 de septiembre de 1811, da perfecta cuenta de este problema. Se proponía para dicho artículo la siguiente formulación: «Para ser nombrado elector parroquial se requiere ser ciudadano, mayor de 25 años, vecino y residente en la parroquia, y casado ó viudo»[88]. La cláusula final «casado ó viudo» resultaba especialmente problemática para ciertos sectores del clero. La discusión sobre el artículo, no obstante, no solo se centró en esclarecer el agravio al estamento eclesiástico, sino que basculó entre aquellas opiniones partidarias de fomentar el matrimonio y sus beneficios y aquellas visiones que trataron de defender la superioridad del celibato como opción vital masculina y la necesidad de no penarlo.

El ala liberal expresó de forma clara la importancia que debía otorgarse al matrimonio. Según Argüelles, «dígase lo que se quiera, el objeto verdadero que tuvo la comision fué promover los matrimonios que aumenten la poblacion, la cual por todos los medios directos y justos debería fomentarse. Por eso quiso la comision que el ser célibe fuese un impedimento para ser elector»[89]. Ahondaba en este sentido el diputado Antonio Oliveros y Sánchez, arguyendo que «Las expresiones de casado ó viudo no se pusieron para hacer odioso el celibato», sino porque «los casados y viudos están más apegados al país que los celibatos»[90]. Y secundaba esta postura José de Espiga y Gadea aludiendo a que eran muy pocos los verdaderamente virtuosos entre los célibes, y que la mayoría había escogido la soltería para «no tener que sufrir el trabajo del matrimonio, mantener y educar á la familia, y dar buenos ciudadanos al Estado» siendo los «zánganos de la república»[91]. Es decir, entendían que los varones que habían contraído matrimonio habían adquirido una responsabilidad y ejercían una virtud cívica, inexistente en los célibes, fuesen estos eclesiásticos o no.

Varios de los diputados, como el religioso catalán Jaime Creus Martí o el obispo de Calahorra, Francisco Mateo Aguiriano, entendieron, no obstante, dicha formulación como especialmente lesiva para el clero. Valoraban la importancia de que el Estado impulsara los matrimonios para acabar con «tantos estériles y viciosos», pero no que se castigara a aquellos célibes, miembros del clero, que lo eran «por virtud para mortificarse», como mandaba el Evangelio[92]. Sin embargo, es la visión del religioso liberal Joaquín Lorenzo de Villanueva, que coincidiría en este extremo con la de los diputados antiliberales, la que de forma más evidente muestra el arraigo social que la moral sexual católica y su concepción del género mantenían. En referencia, precisamente, a los solteros no eclesiásticos, Villanueva advertía que un Gobierno católico no podía cuestionar el celibato:

Los Gobiernos católicos, que reconocen el celibato como estado de mayor perfeccion, no pueden ni deben hacerle odioso por ninguna ley. [...] Los Príncipes católicos ilustrados con la fé no pueden permitir que en sus reinos se haga odiosa la continencia y la virginidad, que forman grado en la jerarquía de la vida cristiana [...] Promueven los matrimonios por medios prudentes para fomentar la poblacion, y evitar el extravío de las pasiones; mas no gravan ni oprimen, antes bien honran á los que dejan de casarse por seguir los consejos evangélicos[93].

Más allá de las discusiones mantenidas en Cortes, la reacción eclesiástica entendió esta y similares querellas como una afrenta contra su ideal de masculinidad no solo porque resultaba especialmente dañina para el rol moralizador del clero, sino porque se entendía como un ataque a los fundamentos católicos de la gestión del orden de género. Consideraron que la pretensión de elevar el matrimonio como destino vital y social preferente frente a la tradicional superioridad atribuida al celibato constituía una muestra más del desorden de género que los liberales pretendían imponer. Esto así, Vélez argumentaba que el principio natalista ilustrado seguido por los liberales era, en realidad, indicativo de su incapacidad para la contención:

[...] los filósofos sus antecesores decían que era indispensable obrar en la especie humana una nueva regeneración: todos deben casarse, todos deben mirar como un crimen ser vírgenes: «es hacer voto de no ser hombre (clamaba Rousseau) consagrar á Dios su virginidad». Esta es la regeneracion filosófica: ¿y nuestros españoles no se avergüenzan siguiera inspirar esta regeneración brutal?»[94].

En similares términos se manifestó Alvarado para el que los liberales iban a convertir la concupiscencia en un «derecho imprescriptible»[95]. Con estas críticas no cuestionaron el matrimonio, claro está, como forma necesaria de gestionar la relación entre hombres y mujeres y asegurar la propia reproducción. Se trataba de una unión en la que, además, se podían alcanzar estados de gran virtud y castidad, como ejemplificaban casos bíblicos abundantemente reivindicados, como la unión entre Tobías y Sara y las vidas de matrimonios santos como san Isidro o santa María de la Cabeza. Pero el matrimonio debía seguir considerándose un mal necesario frente a la perfección que representaba la vida célibe. En la tradición católica a la que se acogieron, el matrimonio constituía un mecanismo para la contención de las pasiones en el que las relaciones sexuales entre cónyuges siempre estuvieron bajo sospecha, única y exclusivamente dirigidas a la procreación y sancionadas bajo la tutela del clero a través de la confesión. Precisamente por ello resultaba importante para los religiosos de la reacción que tal unión no se entendiera como una excusa para mancillar el cuerpo y se reivindicara el valor de la castidad. Esto así, no es de extrañar que para subrayar la superioridad del celibato Alvarado recurriera a san Pablo, recordando la «tribulación de la carne» que se derivaba del matrimonio, necesario para la mayoría, pero evitable por aquellos de mayor virtud[96].

En este sentido, para el reaccionario, la defensa del celibato no podía interpretarse como el incumplimiento de la obligación patriótica de proveer a la despoblada España de nuevos miembros. Tampoco como una perversión de la naturaleza masculina. Se trataba de una elección de vida hacia la perfección espiritual que actuaba moralizando al resto de miembros de la comunidad a la que percibieron al borde del desorden de género. Seguir una vida casta era, en definitiva, la muestra de la capacidad de los hombres para el sacrificio, para la contención, para la espiritualidad y, consecuentemente, constituía la forma más viril de ser un hombre cristiano, un hombre «con sustancia». Este fue, claro está, un ejercicio de legitimación de su propia virilidad como hombres de la Iglesia. Pero fue también un discurso que revitalizaba un ideal de comportamiento masculino, para todo español, mediante el que se trataron de contrarrestar los cambios que el primer liberalismo estaba introduciendo en la forma de ser hombres y de articular la relación entre los sexos.

V. CONCLUSIONES[Subir]

En este artículo he pretendido poner de manifiesto la importancia que la definición de la masculinidad tuvo para la reacción eclesiástica antiliberal durante el periodo revolucionario de inicios de siglo xix. El escenario abierto a partir de 1808 favoreció la elaboración de una nueva masculinidad, la aparición de un hombre nuevo, el liberal, para quien la independencia y la libertad constituían valores insacrificables. He señalado, sin embargo, que el surgimiento de esta nueva experiencia de ser hombre no supuso una simple transformación de las visiones tradicionales, sino que se propició una coexistencia conflictiva con la concepción religiosa de la masculinidad, característica del Antiguo Régimen, que se resistió a ser desplazada. He tratado de mostrar, en definitiva, que en la confrontación por la reconfiguración política y social de España el orden de género también estuvo en juego y que el establecimiento de una determinada concepción de la masculinidad, así como de la relación entre hombres y mujeres, constituyó un campo de batalla en sí mismo.

El discurso y las prácticas liberales dieron lugar a una reorganización del orden del género y a una redefinición de la masculinidad de clara impronta ilustrada. Su planteamiento suponía importantes novedades que ponían en jaque los fundamentos mismos de la concepción de la diferencia sexual del clero reaccionario. Por un lado, proponía una masculinidad que se revelaba contra las facetas más disciplinantes de la moral católica y el control del clero. Por otro lado, ofrecía una articulación de la relación entre los sexos en clave positiva, no solo concibiéndolo como encuentro que podía ser virtuoso, sino como unión fundamental del orden social liberal. Si bien esta perspectiva naturalizaba la subordinación de las mujeres, la cultura del sentimentalismo aportaba una definición elogiosa de lo femenino, aunque limitando su acción a una función civilizadora de las costumbres.

La reacción eclesiástica percibió estas facetas del primer liberalismo como los signos del desorden de género que acechaban a la sociedad española en el contexto revolucionario y enjuiciaron a los hombres liberales en función, entre otras cosas, de la relación que estos pretendieron establecer con las mujeres. El clero reaccionario interpretó la retórica y la sensibilidad galantes y la lógica de la complementariedad entre los sexos del liberalismo como un peligro para la autoridad masculina, como una concesión hacia las mujeres. A su parecer, ello no solo albergaba el potencial para trastocar la jerarquía de genero tradicional, sino también para afectar al resto de jerarquías sociales, que ya se veían alteradas por efecto de la acción política liberal. La publicística reaccionaria equiparó al liberalismo con degeneración sexual y representó a los liberales como hombres rendidos a la carne, como sujetos que se resistían a los valores de la santa obediencia y reivindicaban su libertad para someterse a la concupiscencia, como hombres sin substancia. Elaboraron así la identificación del liberalismo y los tiempos modernos con lo femenino, con lo pecaminoso, en definitiva. Precisamente por ello, esta caracterización de los varones liberales fue acompañada de la radicalización de la tradicional misoginia cristiana y la reivindicación de la superioridad espiritual masculina, desde una comprensión de las diferencias de género estrictamente jerárquica en la que no cabía opción para la excelencia femenina.

La estrategia de reaccionarios como Alvarado o Vélez y sus afines fue la de apuntalar el contenido religioso de la virtud masculina. La literatura eclesiástica antiliberal revitalizó así cualidades masculinas características de la religiosidad del Antiguo Régimen, que no solo tenían como objetivo reforzar el valor social del clero, sino proporcionar un modelo de perfección masculina en el que la rectitud y la obediencia religiosas constituían elementos clave para salvaguardar el orden del altar y el trono. La virilidad de los varones «con sustancia» se desplegaba en el ámbito de lo espiritual, en el rechazo a lo mundano, en la contención de las pasiones —la desobediencia, el egoísmo, la carne, la libertad mal entendida— y en el ejercicio de una rectitud religiosa, muy superior a cualquier faceta femenina o afeminada. Se trataba de una virilidad que se nutría de los principios ascéticos bíblicos, en la que lo corporal no ejercía ningún poder significante si no era para su rechazo y mortificación. Por todo ello, revitalizaron una visión del orden de género que defendía que la mejor relación entre hombres y mujeres era aquella que ponía distancia entre los mismos, incluso dentro del matrimonio, y defendieron a capa y espada el valor social del celibato frente a las defensas del matrimonio y el natalismo de los liberales.

NOTAS[Subir]

[1]

Este trabajo se inscribe dentro de los proyectos «El desorden de género en la España contemporánea. Feminidades y masculinidades» (PID2020-114602GB-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (España) y el FEDER y «Emociones de la modernidad. Sentidos y significados globales a través del género, el imperio y la nación (siglos xvii-xix)» (CIGE/2022/103), financiado por la Conselleria de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital (Generalitat Valenciana), así como del grupo consolidado del Gobierno Vasco, IT 1784-‍22 (código OTRI, GIC21/61). Agradezco a Nerea Aresti su atenta lectura del texto.

[2]

«Introducción», Semanario Patriótico, 22-11-1810, 10. A lo largo del texto no se ha alterado la ortografía de las fuentes.

[3]

Andreu (‍2020: 6).

[4]

Sobre el «hombre nuevo» en el contexto revolucionario: Guerra (‍2009: 27-‍28); Ramón (‍2012: 221), y Ozouf (‍2013: 101-‍136).

[5]

Andreu (‍2023: 108).

[6]

Fernández Sebastián (‍2011: 374). Me guio aquí por las definiciones del primer «liberalismo» y de «liberal» de Fernández Sebastián (‍2006: 131-‍149).

[7]

Ozouf (‍2013: 118).

[8]

Gallardo (‍1812: V).

[9]

López (‍2011: 15).

[10]

Gallardo (‍1812: I).

[11]

Alvarado (‍1824b: 373, 373-‍374). Nos referiremos a la edición de 1824-‍25, de la Imprenta de E. Aguado. La cursiva es del original. Se mantiene el mismo criterio en todo el artículo.

[12]

Rújula (‍2014: 378). Resulta también referencia para definir el «antiliberalismo eclesiástico» Moliner (‍2003, ‍2016).

[13]

Escrig (‍2018a: 239). Nos referimos, específicamente, a la corriente de la reacción eclesiástica antiliberal y antiilustrada, que intensificó el rigorismo católico, siendo una de las corrientes más importantes dentro del clero antiliberal, pero no la única, pues en el seno de la reacción hubo sectores no necesariamente antiilustrados (‍Calvo, 2017).

[14]

Gambra (‍2014: 664) y García y García (‍2011: 146).

[15]

Escrig (‍2018b: 137).

[16]

López (‍2011); García y Escrig (‍2016, ‍2019), y Rújula y Ramón (‍2017).

[17]

Romeo (‍2021: 541, 542).

[18]

Werner (‍2011: 8).

[19]

Romeo (‍2018); Salomón (‍2018); Walin (‍2021); Arbaiza (‍2021), y Altonaga (‍2023).

[20]

Romeo (‍2021) y Mínguez (‍2021), (‍2022).

[21]

Scott (‍1988: 2).

[22]

Empleo el concepto masculinidad como categoría analítica que permite estudiar el significado y la elaboración discursiva de los diferentes ideales de virtud y de comportamiento masculinos. Como sostiene Elia Blanco, ha sido habitual en el campo de la historiografía el empleo de los conceptos masculinidad y virilidad como sinónimos (‍Blanco, 2021: 273). Así lo aplico también en este análisis, pues dado el objeto y planteamiento de estudio no resulta pertinente una diferenciación entre ambos.

[23]

Connell (‍2005: 76).

[24]

Cruz (‍2009: 174).

[25]

Desde la historia de género el concepto «masculinidad hegemónica» derivado de la teorización de Connell se puede entender como: «Those norms and institutions which actively serve to maintain men’s authority over women and over subordinated masculinities» (‍Tosh, 2004: 51).

[26]

Aresti (‍2010: 13).

[27]

Blanco (‍2021: 272-‍273).

[28]

Vázquez y Cleminson (‍2011, ‍2018).

[29]

La Parra (‍1985: 143; ‍2003: 146).

[30]

Larriba y Dufour (‍2004: 155-‍157) y Vázquez (‍2018: 2).

[31]

Sobre la convivencia del ensalzamiento del matrimonio y la defensa de la «soltería virtuosa», Camino y Martykánová (‍2021: 339-‍341). Sobre la soltería virtuosa masculina en el higienismo español, Walin (‍2021: 108-‍109).

[32]

López (‍2011: 135).

[33]

Moliner (‍2003: s. p.).

[34]

La Parra (‍2014: 128).

[35]

Ramón y Portillo (‍2021).

[36]

Alonso (‍2014).

[37]

Mínguez (‍2016).

[38]

Millán y Romeo (‍2015: 185).

[39]

Bolufer (‍2007: 15-‍16).

[40]

Andreu (‍2023: 99).

[41]

«Política», Semanario Patriótico, 2-5-1811, 130.

[42]

Para finales del siglo xix, Arbaiza sostiene que la característica principal de la masculinidad moderna fue la pérdida del miedo a Dios como forma externa de poder punitivo (‍Arbaiza, 2021: 96).

[43]

«Concluye el discurso sobre las instituciones religiosas», Semanario Patriótico, 13-2-1812, 264.

[44]

Ibid.: 264-265.

[45]

Burguera (‍2016: 282).

[46]

Bolufer (‍1998).

[47]

Bolufer (‍2014: 151-‍152).

[48]

Altonaga (‍2021: 37-‍101).

[49]

De Lara (‍2002: 284-‍288).

[50]

Bolufer (‍2012: 354).

[51]

Bolufer (‍2009: 794).

[52]

Castells y Fernández (‍2009) y Aresti (‍2014).

[53]

Espigado (‍2012: 68, 70-‍71).

[54]

«Discurso dirigido á las españolas por un patriota», El Conservador, 30-3-1820.

[55]

Burguera (‍2016: 276-‍277).

[56]

«Variedades», El Espectador, 4-5-1821, 80.

[57]

«Articulo comunicado», El Procurador General de la Nación y del Rey, 24-12-1812, 682.

[58]

Cantos (‍2016). López de Ulloa era «declarada admiradora» de Alvarado (ibid.: 48).

[59]

«Articulo comunicado», El Procurador General de la Nación y del Rey, 24-12-1812, 682.

[60]

Íd.

[61]

Fernández Sebastián (‍2006: 140).

[62]

Alvarado (‍1824a: 69-‍70).

[63]

Portillo (‍2000: 227 y sig.).

[64]

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