PROCESOS DE PRIVATIZACIÓN DEL ORDEN PÚBLICO EN EL MUNDO IBÉRICO DE FINALES DEL XIX E INICIOS DEL XX
Privatization of public order in the Iberian world, late 19th-early 20th century
RESUMEN
El artículo aborda la creación en España y en Portugal de cuerpos de seguridad privados y modalidades público-privadas de seguridad en el periodo comprendido entre finales del xix y los años previos a la Gran Guerra. A partir del estudio de tres ciudades medias de la periferia rural de ambos países y de fuentes legales, hemerográficas y de archivo, el texto analiza la actuación de figuras y fuerzas de seguridad privadas, así como el uso privado de la fuerza pública o su eventual privatización. Los objetivos principales son, en primer lugar, examinar si estos grupos pudieron formar parte de un modelo híbrido público-privado de despliegue policial y de gestión del orden público, el cual jugó un papel relevante en la expansión del potencial represivo del Estado y en el afianzamiento de su aparato administrativo. En segundo lugar, evaluar si este modelo mixto desempeñó un papel significativo en la cobertura de las áreas rurales periféricas.
Palabras clave: Restauración española; Monarquía Constitucional portuguesa; Primera República portuguesa; seguridad privada; privatización del orden público.
ABSTRACT
This article examines the creation of private security forces and public-private forms of security in Spain and Portugal between the late nineteenth century and the years leading up to the Great War. Drawing on the study of three medium-sized cities in the rural periphery of both countries and on legal, press, and archival sources, it analyses the activities of private security actors and forces, as well as the private use of public force and its potential privatization. The main objectives are, first, to assess whether these groups could have been part of a hybrid public-private model of police deployment and public order management, which played a significant role in extending the state’s repressive capacity and consolidating its administrative apparatus. Second, to evaluate whether this mixed model also contributed substantially to covering peripheral rural areas.
Keywords: Spanish Restoration; Portuguese Constitutional Monarchy; First Portuguese Republic; private security; public order privatization.
Si los poderes públicos no atienden á la defensa de la sociedad en la misma proporción que exige el ataque de sus enemigos, de temer es no se pase mucho tiempo sin lamentar nuevas desdichas, y de necesidad será que la misma sociedad atienda á su conservación y su defensa.
Fernando Cadalso Manzano, El anarquismo y los medios de represión (1896)[1]
Não podem, nem querem os abaixo assignados deixar a sua fazenda e vidas a merce de quem quizer tirarl’has, e a necessidade da sua defeza os obrigará a adotarem, quer isolada, quer coletivamente, todas as providencias indispensáveis, se as autoridades d’esta comarca […] não adotarem por sua vez imediatamente todas as que forem da sua competência. Partecipando taes factos e interações a VE os signatários não o fazem per medo, mas para declinarem das suas pessoas futuras responsabilidades.
Casal de Loivos, 31 de outubro de 1908 [veinte firmas][2]
I. INTRODUCCIÓN[Subir]
Con más de una década de diferencia, el jurista español Fernando Cadalso Manzano y los propietarios de la freguesía de Casal de Loivos, en el concejo de Alijó, en el distrito norteño de Vila Real, en Portugal, se hacían eco de los mismos problemas. En ambos casos se señalaba la existencia de una amenaza contra la sociedad, la propiedad y la integridad de las personas, de lo que consideraban una censurable negligencia por parte de las instituciones ante tales hechos y, finalmente, de la necesidad de una «defensa de la sociedad», en último extremo por la sociedad misma.
Cadalso Manzano escribía estas líneas un mes después de la explosión de un artefacto durante la Procesión del Corpus en Barcelona, atentado que se sumaba a los que desde hacía algún tiempo venían sucediéndose en la capital catalana y en otros enclaves de la geografía española contra figuras políticas, militares, espacios de sociabilidad burguesa y sedes e intereses de la patronal. Según indicaba el jurista, se tratara de «anarquistas» o de delincuentes comunes, «si no [bastaba] la acción del Gobierno para reprimirlos, [debía] ayudar al Poder público la energía de las Asociaciones privadas».[3] La carta de los propietarios de Casal de Loivos fue escrita en un año marcado por un repunte de la conflictividad social en Portugal, con ocupaciones de tierras en el norte, concentraciones de trabajadores en demanda de empleo en varios puntos del país y cargas policiales que acabaron con varios muertos y heridos en las calles de la capital. Sin embargo, el hecho más destacado de este recrudecimiento de la agitación social fue el asesinato en el Terreiro do Paço del monarca Carlos I y de su heredero, el príncipe Luis Felipe, el 1 de febrero de 1908. Mientras la prensa del Partido Republicano Portugués advertía que el pueblo no temía ya a la policía,[4] lejos de Lisboa los propietarios de Casal de Loivos señalaban alarmados que quienes acechaban sus propiedades iban armados, disparaban sin temor a guardias y criados y les amenazaban a ellos de muerte.[5]
La solución alternativa planteada en ambos textos se presentaba en cualquier caso como una respuesta forzada a un ataque: a decir de uno y otros, la fuerza de las circunstancias abocaría a parte de la sociedad a subvertir la ley para defender la ley. Era, pues, esa aparente defensa a ultranza de la legalidad y del orden lo que debía alejar cualquier sospecha en torno a una eventual actuación autónoma de ciudadanos honrados que querían a lo sumo protegerse, cuya actividad se presentaba, además, y de todos modos, como un complemento a la acción del poder público. Junto a esto, una cuestión nada baladí: se pedía de facto una cobertura legal por ello.
Esta movilización defensiva cobró particular peso a lo largo de estos años y se desplegó fundamentalmente en tres sentidos. Primeramente, a través de un potente aparato discursivo y publicístico orientado hacia la construcción de un «ambiente de defensa social», cuya contribución fue particularmente valiosa para la confección de un «discurso de la represión».[6] En segundo lugar, mediante la creación de asociaciones patrióticas y recreativas que eran también espacios de preparación y educación premilitar: milicias cívicas, ligas patrióticas o grupos de tiro y de formación premilitar, los cuales justificaban su cometido ante la eventualidad tanto de una necesaria defensa patria como la de aquella personal y de la propiedad.[7] En tercer lugar, a través del desarrollo de mecanismos específicos de defensa de la propiedad privada y, con ello, del orden social. Esto comprendió la designación de guardias de propiedades y compañías, la creación de fuerzas privadas de seguridad y el uso privado de la fuerza pública o, incluso, la privatización de aquella, casos en los que se centrará este artículo y estrategias todas ellas en alza en ambos países ya en los años de cambio de siglo y sobre todo a inicios del xx.
El análisis se ha basado en el estudio de la periferia rural de ambos países. La razón es sencilla: conocer el grado de permeación efectiva de estas estrategias, tanto en España como en Portugal. Esto implica un enfoque centrado ya no en las principales ciudades o en casos clásicos de conflictividad, sino en el escenario más común en la realidad de la época de ambos territorios: la ciudad de provincias. De este modo, a nivel metodológico la exploración ha partido del área de tres ciudades medias de las periferias rurales española y portuguesa, todas ellas poblaciones de entre 7000 y 10 000 habitantes en el cambio de siglo y todos ellos enclaves situados fuera de los principales centros de desarrollo industrial: Barbastro, en Huesca (Aragón); Olivenza, en Badajoz (Extremadura), y Reguengos de Monsaraz, en Évora (Alentejo Central). También poblaciones que quedaban lejos de los centros de toma de decisiones dentro de sus respectivos territorios y que acusaban una frecuente escasez de infraestructuras y de fuerzas de orden público. Sin embargo, es importante puntualizar que estos escenarios locales no han sido un fin en sí mismos, sino más bien una herramienta de análisis en tanto que contextos representativos: el estudio ha ido mucho más allá, ampliando el foco a poblaciones, capitales e incluso otras regiones cuando ello ha sido necesario. El objeto de estudio ha sido en todos estos casos un modelo policial y de orden público que contemplaba una importante participación del sector privado.
El artículo aborda, en primer lugar, las percepciones de crisis y de aumento de la inseguridad ya en las décadas de cambio de siglo —entonces, como hoy, con el oportuno concurso de los medios de comunicación— y la relación de ello con las consecuencias derivadas de la consolidación del capitalismo y las contradicciones inherentes a un complejo proceso de democratización social. En segundo lugar, se abordan brevemente las importantes lagunas en materia de cobertura policial del territorio a lo largo de este periodo y el tensionamiento de los mecanismos tradicionales de orden público, también a raíz de la nueva naturaleza del conflicto social y la protesta. En tercer lugar, se ahonda en las principales características de una violencia privada en defensa de la propiedad, con atención a la legislación, a su uso extendido y a la renovada apuesta por aquella a lo largo de estos años, incluso mediante la aparición de nuevas fórmulas. En cuarto lugar, y tras una breve mención del recurso sistemático al Estado para la salvaguardia de la propiedad privada y de los debates acerca de los distintos criterios en torno al modelo de seguridad de ambos países, se profundiza en la exploración por parte de las instituciones públicas españolas y portuguesas en torno a los eventuales beneficios de un sistema híbrido público-privado. Ya en las conclusiones, se brindan reflexiones en torno a los procesos de privatización de la función policial y del orden público a lo largo de estos años en ambos países, con mención especial del importante papel jugado por el Estado en todo ello.
II. CRISIS E INSEGURIDAD EN LAS DÉCADAS DE CAMBIO DE SIGLO[Subir]
En ambos países asistimos a lo largo de estas décadas al desarrollo paulatino de una sociedad de masas y a un progresivo despliegue y consolidación del capitalismo, con sus múltiples consecuencias. De entre ellas, cabe subrayar en particular la concentración y movilidad de población obrera y la pauperización de una parte relevante de la población, con la creación de bolsas de pobreza necesarias para el correcto funcionamiento de dispositivos de control económico y social. Son también años de flexibilización en lo tocante a la localización de las industrias. De hecho, nos encontramos ante un escenario en el que la industrialización avanza notablemente en el espacio periférico rural, en gran medida merced a la industria vinculada al sector energético —minería e hidroeléctrica, entre otras—, aquella vinculada al sector primario —caso de la industria corchera o bien el desarrollo de una agricultura intensiva de escala industrial—, y también merced a la construcción de infraestructuras: obra hidráulica, ferrocarril o carreteras. Todo ello supuso una diversificación y mayor oferta de puestos de trabajo, solución idónea para el paro temporal que afectaba a gran cantidad de trabajadores, ejemplo paradigmático del jornalero o jornalero también a tiempo parcial, muchos de ellos convertidos entonces también en obreros mineros, de la construcción u operarios fabriles, entre otros. También la misma naturaleza de estos trabajos, efectuados en ocasiones fuera de población, reuniendo a personal de muchas localidades, contiguas o no, provocó fenómenos como la formación de una masa de población trabajadora o desocupada itinerante. Este hecho parece ratificado por la cantidad presumiblemente alta de migraciones estacionales de radio corto o muy corto a lo largo de estos años.[8] Junto a ello, también la concentración de población obrera no solo en ciudades, sino en ocasiones en localidades muy reducidas o incluso la creación de colonias obreras en despoblado.
Esto provocó, con el oportuno apoyo de un discurso mediático y cultural, profundas percepciones de inseguridad, merced al vínculo establecido entre movimiento poblacional y delincuencia, muy particularmente en lo tocante a los eventuales ataques a la propiedad y a la integridad de las personas. Son también años de una tenaz insistencia en torno a los temas de la criminalidad, la otredad y la degeneración social.[9] Esta acción fue coadyuvada por las actividades de un nutrido plantel de pseudointelectuales que reproducían en un plano inferior las teorías propuestas por un Le Bon, un Sighele o un Sorel, contando además con una extraordinaria difusión.[10] Por otro lado, las conquistas del liberalismo burgués decimonónico se vieron reforzadas por una acción legislativa del Estado, adecuando categorías legales y penales a la preservación de un determinado sistema de la propiedad. De hecho, la propiedad privada fue imponiéndose a los tradicionales usos públicos del espacio, por ejemplo, con la prohibición expresa de prácticas tradicionales de aprovechamiento del suelo.[11] Una defensa de la propiedad que, como se ampliará posteriormente, fue asimismo adquiriendo visos de disciplinamiento social y productivo.
Existió también por supuesto un nexo entre el redoble defensivo mencionado al inicio de estas páginas y las contradicciones inherentes a un complejo proceso de democratización social. Fue durante este periodo cuando fueron ampliándose y ganando visibilidad el activismo sindical, las formaciones que abogaban por satisfacer demandas obreristas (o bien la creación de partidos políticos de corte netamente obrerista) y se empezaron a llevar a cabo reivindicaciones sociales y laborales crecientemente organizadas y con mayor éxito relativo, caso de las huelgas. También años en los que el Estado implementó, sobre todo ya a principios del xx, una serie de medidas y leyes garantistas en el ámbito sociolaboral, al menos a un nivel formal.[12]
Junto a todo ello, nos encontramos, como en el resto del continente, ante un refuerzo coercitivo y ante la voluntad por modernizar los aparatos policiales de ambos Estados, aunque con notables carencias. En España se aumentaron la plantilla y los puestos de la Guardia Civil, particularmente durante el cambio de siglo y a finales de la primera década del xx, y el Estado destinó partidas presupuestarias cada vez más amplias para cubrir las necesidades de orden público y de policía, que crecieron de forma imparable a partir de 1900. En Portugal, la ampliación al resto del país de la fuerza de la Guardia Republicana a partir de 1911, convirtiéndose así en la Guardia Nacional Republicana (GNR), permitió una cobertura territorial sin precedentes a pesar del despliegue paulatino ya previo de la Policía Civil.[13]
III. TENSIONAMIENTO DE LOS MECANISMOS DE ORDEN PÚBLICO[Subir]
De todas formas, hay varios elementos que dan cuenta de los déficits de este proceso y evidencian que esta cobertura dejó importantes vacíos en el territorio, más ante la multiplicación de episodios de conflictividad. En primer lugar, por una falta recurrente de efectivos. Hay múltiples comunicaciones entre autoridades y entre estas y fuerza pública acerca de la escasez de los cuerpos encargados de mantener el orden. En España se estimaba a principios de siglo que el personal de agentes de vigilancia asignado a las capitales de provincia era «exiguo», puesto que aparentemente en muchas provincias la dotación de agentes no pasaba de quince, y esto a la vez que, como se señalaba con insistencia, el personal de la Guardia Civil se consideraba igualmente escaso.[14]
En Portugal, el lento despliegue en las capitales de distrito de la Policía Civil se vio acompañado por un montante de agentes que nunca ascendía a más de dos o tres hombres por enclave, dotación que, además, con el inicio del régimen republicano se redujo por confiar en el despliegue de la GNR, gendarmería extraordinariamente tardía con respecto a sus homólogas europeas.[15] Esto se sumó al hecho de que, en ocasiones, como ocurrió durante las importantes huelgas de trabajadores rurales que tuvieron lugar en el Alentejo en los albores del régimen republicano en verano de 1911, fue después de las primeras huelgas cuando la fuerza quedó instalada en el epicentro del conflicto, no antes.[16] Esto provocaba que la intervención del Ejército luso continuara siendo necesaria, solución que distó de ser satisfactoria porque el cuerpo estaba también en plena movilización en la zona industrial al sur de Lisboa y en el norte, por la amenaza de incursiones monárquicas. El resultado solía ser que, como había ocurrido ya durante los últimos años de la monarquía, las peticiones de tropas se respondieran con frecuencia negativamente.[17]
A estas dificultades se les sumaban otras. Por ejemplo, en lo tocante al desplazamiento de tropas en un tiempo más o menos rápido. Muchas regiones contaban con una infraestructura de ferrocarril o una red de carreteras escasa o muy deficiente. Y ello para llegar a ciudades que, aun no siendo capitales de provincia, eran espacio de encuentro en lo social, económico y político.[18] A estos se le añadían los problemas derivados de una muy frecuente concentración de fuerzas en las capitales o poblaciones principales, lo que dejaba a otras ciudades y localidades desguarnecidas. También lo contrario: en ocasiones, los efectivos debían desplazarse a poblaciones menores o fuera de las ciudades, ejemplo de aquellos ‘nuevos espacios’ en el mundo rural o en despoblado.
Todo esto daba además cuenta de las dificultades por integrar a la periferia en un sistema de orden público bien articulado y de los impedimentos que esto podía entrañar también con miras a un adecuado servicio policial o represivo en la gran urbe. De hecho, una de las fijaciones crecientes de las autoridades de ambos países, mucho más precoz y acusada en el caso de España, fue precisamente evitar el trasvase de la conflictividad entre los espacios rural y urbano. Buen ejemplo de ello fue la labor de una de las milicias o cuerpos paralelos a las fuerzas de orden público más conocidos en el caso de España, el Somatén catalán, guardia rural que fue adquiriendo durante estos años un creciente carácter de milicia antiobrera. Uno de sus cometidos era, precisamente, atajar los episodios de conflictividad en pueblos y ciudades rurales (incluso en las inmediaciones de Barcelona), también para poder concentrar los efectivos de Guardia Civil y del Ejército en la capital catalana en caso de conflicto generalizado.
Estas carencias podían tener consecuencias preocupantes para las autoridades. Por un lado, que la capacidad represiva del Estado quedara menguada. Y ello en ocasiones para evitar una segunda posibilidad: que, ante la incapacidad de gestionar adecuadamente el conflicto, esta falta de efectivos redundara en una represión cruenta y «escenas sangrientas», como también llegó a ser frecuente.[19] Todo esto era mucho más inquietante para ambas autoridades centrales teniendo en cuenta una nueva naturaleza del conflicto y de la protesta en ambos países, que además combinaba repertorios tradicionales, como el motín, con nuevas estrategias de lucha mucho más articuladas y extendidas a lo largo del territorio, ejemplo de las huelgas. Llaman la atención tres elementos recurrentes: el carácter crecientemente supralocal de los conflictos, que cada vez rebasaban más los límites de un solo municipio; su extensión territorial, rasgo que parece corroborar el miedo acerca de un siempre inminente «contagio» de la protesta y que evidenciaba una mayor articulación de estos movimientos de protesta; y, por último, la simultaneidad de estos episodios, a la vez, en más enclaves, lo que implicaba el peligro de un conflicto multinuclear. Evidentemente, todos estos rasgos preocupaban más siendo que estos elementos se daban en un contexto crecientemente politizado. Todo ello venía acompañado por otros dos imperativos: una necesaria capilaridad de la represión, que debía alcanzar enclaves secundarios, y el mantenimiento de este aparato coercitivo ante una eventual larga duración de los conflictos. De resultas de todo ello, una tercera consecuencia era la evidente repercusión negativa de este estado de cosas en las labores policiales y de control de la delincuencia menor rutinarias.
IV. VIOLENCIA PRIVADA EN DEFENSA DE LA PROPIEDAD[Subir]
En España la legislación que permitía el nombramiento de guardias privados fue muy temprana y hacía referencia en lo específico a la seguridad rural. El 8 de noviembre de 1849, solo cinco años después de la creación de la Guardia Civil, un reglamento determinaba la existencia, competencias y requisitos para acceder a los puestos de guardias municipales del campo, guardias particulares del campo no jurados y guardas particulares del campo jurados. Esta última figura difería de la anterior por no ser de libre nombramiento de los propietarios rurales, sino por haber sido propuestos por aquellos al alcalde y nombrados y juramentados por este, razón por la que tendrían «el mismo carácter, facultades y consideraciones» que los guardas municipales. De todos modos, y a pesar de la distinción entre estas dos figuras, ambas privadas, en virtud de la norma los propietarios rurales podían «siempre que lo [creyeran] conveniente» nombrar guardas para la custodia de sus propiedades, además de «asociarse unos con otros para este objeto, bajo las condiciones que entre sí [convinieran] y [pactaran], sin que para nada de esto [tuvieran] necesidad de recurrir a ninguna Autoridad, ni obtener de ella la aprobación de sus convenios».[20] En 1876, la atribución de la guardería rural al cuerpo de la Guardia Civil supuso el cesamiento en las provincias de «todos los cuerpos e individuos» destinados a aquella actividad, «ya [fueran] costeados por el Estado, por las provincias o por los pueblos». La Guardia Civil prestaría auxilio y protección «según lo [permitieran] las condiciones de su instituto» a «propietarios y colonos que los necesitaren». Sin embargo, los propietarios, colonos o arrendatarios rurales podían nombrar «si lo [creían] conveniente» o «necesario» guardas particulares o bien guardas particulares jurados.[21] Años más tarde, y según la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, se consideraba a estos guardas particulares jurados, a pesar de su carácter privado, como parte de la Policía Judicial, constituida también, por otra parte, y entre otras figuras, por individuos de cualquiera otra fuerza destinada a la persecución de malhechores más allá de la Guardia Civil (como era el caso de los somatenistas catalanes), o por figuras municipales como serenos o celadores.[22]
Muchos propietarios hicieron uso de estas disposiciones. Algunos de ellos crearon verdaderas fuerzas paralelas de seguridad. Fue el caso de Jacobo Fitz-James Stuart Falcó, duque de Berwick y de Alba y conde de Montijo, en la provincia de Badajoz, quien publicó incluso un reglamento propio para sus hombres.[23] Algunas fuentes permiten de hecho constatar cuan extenso era el modelo del guardia particular que residía permanentemente en la propiedad que vigilaba: el guardia privado residente, «habitual» o «constante». De todos modos, no resulta fácil presentar datos numéricos sobre esta red privada. En 1868 había según los legisladores del que tenía que convertirse en un cuerpo militarizado de guardería rural en España un total de 20 000 hombres dedicados a la defensa de la «propiedad en el campo», a los que cabía sumar 2000 municipales, 1700 guardias de monte y 3500 peones camineros.[24] Cuando a partir de 1898 se empezaron a constituir las llamadas comunidades de Labradores, formadas por grupos de propietarios asociados con el objetivo de dotarse de guardería rural —fórmula que se abordará posteriormente—, un número notable de ellos declinaron formar parte de aquellas por disponer ya de sus propios guardias. En Montijo, por ejemplo, municipio en el que existía ya el cuerpo del duque de Berwick y donde se creó una Comunidad de Labradores en 1902, al menos otros veintiséis propietarios enviaron solicitudes a su presidente excusándose de pertenecer a ella por este motivo.[25]
Más allá de esto, algunos episodios daban cuenta de la extraordinaria laxitud en torno a figuras equiparables a las de una suerte de «criado armado». A la pregunta de comandancias de la Guardia Civil en torno a si un individuo con licencia de caza podía llevar más de una escopeta —fundada en el hecho de encontrar con frecuencia a grupos de hombres cazando, de entre quienes solo uno presentaba licencia, atribuyéndose la propiedad de las demás armas— las respuestas solían ser extremadamente vagas. Desde Gobernación se indicaba que no hacía falta establecer «una línea de conducta general precisa». Debían retirarse las demás armas, pero no si aquellos que las portaban eran «criados o servidores», caso en el que se podía inducirse que iban con objeto de «auxiliares».[26] De hecho, los miembros no jurados de estos cuerpos privados eran concebidos como simples «domésticos», como se les denominaba también a menudo.[27] Esto venía reforzado por el hecho de que las tareas de vigilancia podían ser ejercidas por estos y otros cargos, ya no solo sobre posibles infractores de la ley. Tal era el caso del capataz, en numerosas ocasiones causante de maltratos y castigos sumarios a los trabajadores de las fincas junto a los guardias.[28]
En Portugal nos encontramos en casos como el del Alentejo ante una situación parecida a la española, con la creación no solo de cargos de guardia particular, sino la composición de verdaderos cuerpos privados de vigilancia. Los asistentes al I Congreso Agrícola portugués, celebrado en 1888, señalaron con ahínco su voluntad de disponer de mayor libertad para armar a sus propios hombres y darles un estatus equiparable al de las figuras de la autoridad. Con ello pretendían ratificar en realidad una práctica que venía ejerciéndose tradicionalmente en enclaves alentejanos, donde la respuesta a la criminalidad no era solo institucional, sino que partía particularmente del sector privado.[29] Junto a la figura «inconfundible, esencialmente típica» del guarda permanente,[30] familias de buena posición, como los Rosado Fernandes en Reguengos de Monsaraz, disponían de guardas nocturnos y, según parece en el caso de los Rosado, de su propio cuerpo de bomberos.[31] Sumado a ello, los propietarios cuyas tierras se distribuían por diversas áreas de la provincia habían tenido tradicionalmente un feitor general (también una suerte de capataz) y diversos feitores para cada una de las propiedades, así como subfeitores o guardas de herdade que vivían permanentemente en las propiedades más distantes y podían eventualmente jugar este mismo papel.[32]
La multiplicidad de figuras en esta zona gris puede calibrarse por los múltiples nombres que recibían: guarda da eira, guarda da herdade, guarda de matas, guarda do campo, guarda do montado, guarda mato, guardador, guardador do reguengo, guardador geral, mateiro, montaraz, quintero, zelador de propiedades, entre otros.[33] Significativamente, varios de estos cargos aparecen además recogidos de modo creciente en los libros de licencias de armas, en el distrito de Évora a partir de 1901.[34] Se trataba, además, de figuras que estaban fuertemente instaladas en el imaginario popular y que fueron objeto de numerosas representaciones iconográficas y literarias.[35]
La tarea de estos hombres era entregar los infractores o delincuentes a las autoridades, pero, en la práctica, en lugar de hacerlo aplicaban frecuentemente un tipo de violencia extralegal que era particularmente temida. José da Silva señalaba en 1904 en relación con el «guarda de herdades» que tenía este
una estatura poderosa y autoritaria. Casi siempre lleva una mochila y a veces la cartuchera en la cintura y la carabina al hombro. El fusil no lo utiliza constantemente, porque le parece aterrador, revelador de preocupaciones de defensa que el mundo puede entender como recelo o cobardía. Por eso el que es «hombre» para mostrar lo que puede y vale, empuña con preferencia un palo herrado, distintivo elocuente de su famoso poderío. Verdadera vara de justicia, pero de justicia sumaria.[36]
Tomás Costa, hermano menor de Joaquín Costa, se refirió a este tipo de justicia expeditiva de los guardias en España en una memoria sobre formas de guardería rural que fue premiada en 1910 por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. En el caso de Extremadura, donde «cada año se [destruía] mucha riqueza por represalias y por el odio al capital», T. Costa lamentaba que «mientras que en algunos puntos [los guardias ejercían] una autoridad que [era] respetada por todos por temor a un castigo inmediato y a veces cruel, sin procedimientos judiciales y sin más medida que la mano dura del guarda, en otros [eran] meros testigos de los abusos y robos». Esto era, según el autor, lo que llevaba a algunos propietarios a reemplazar a guardas inútiles por unidades de la Guardia Civil pagadas por ellos mismos. Costa defendía que el modelo adecuado para los propietarios extremeños era el andaluz: allí los guardias, siempre «duros», garantizaban el respeto a la propiedad; era «cierto que los castigos [eran] brutales, casi criminales, pero las propiedades [eran] respetadas». Se daba también la circunstancia de que estos guardias fueran a menudo «elegidos entre antiguos prisioneros o entre los que se demostraba que eran valientes y con cierta ascendencia sobre sus vecinos», sobre lo que Costa señalaba que «aunque [fuera] triste, los ladrones [temían] solo el palo, y [había] que utilizarlo».[37]
Fue un lamento recurrente de los propietarios portugueses: los guardias y creados de lavoura no conseguían poner coto a los asaltantes de propiedades. Esta misma impotencia inspiraba la figura del guardia «cobarde» y la idea de que «nadie [imponía] orden», como denunciara el menor de los Costa en su memoria e indicaba también el escritor extremeño Felipe Trigo en su novela Jarrapellejos, escrita en 1914 y basada en hechos reales ocurridos en la provincia de Badajoz en 1912. En La Joya, pueblo ficticio del relato de Trigo, aparecían en cambio como ejecutores de la ley personajes a medio camino entre lo público y lo privado, promocionados por la figura del cacique Pedro Jarrapellejos y no pocos de ellos con un pasado criminal, como había también sugerido Costa.[38]
En ambos países se exigía de modo creciente un tipo de violencia eficaz y ejercida cada vez con menos cortapisas: soluciones expeditivas que, con carácter de excepcionalidad, agilizaran la actuación de la ley. Esto último es relevante porque, en efecto, esas peticiones de prontitud y cierto grado de autonomía rebasaron el ámbito de lo puramente represivo para comprender también propuestas en el ámbito judicial. En noviembre de 1898, la Cámara Agrícola del Alto Aragón dio a conocer un controvertido manifiesto al «resto del país». Fundada en Barbastro, la CAAA estuvo vinculada desde el inicio a Joaquín Costa, la figura más preeminente del regeneracionismo español finisecular. En el manifiesto se señalaba la necesidad de una «disciplina social férrea, mantenida con duros y repetidos escarmientos», apostando por un método de enjuiciar sencillo y rápido que antepusiera «la prontitud al exceso de garantía». Un año más tarde, las conclusiones de la Asamblea de Productores celebrada en Zaragoza, en la que se habían dado cita cámaras agrícolas, ligas y sociedades de labradores, sindicatos de regantes, sociedades de amigos del país y cámaras de comercio, recogían que debía «simplificarse la organización del poder judicial y sus procedimientos», y ello para asegurar una disciplina social impuesta «no con expedientes, sino con el hierro y con el fuego».[39] En 1906 lo exponía el jurista castellonense Vicente Gimeno Michavila, uno de los principales valedores de la ley que impulsó las mencionadas comunidades de Labradores: era necesaria en España una «buena Ley de Policía Rural» que pusiera coto a los abusos contra la propiedad «por un procedimiento rápido y breve», a lo que añadía una amarga crítica a «los recursos que la ley concedía a los infractores».[40] T. Costa ofrecía una solución al problema en 1910: una modificación de la ley para que las faltas denunciadas por los guardas particulares se dirimieran en un juicio sumario ante un jurado con altas competencias penales formado por propietarios.[41]
Otro elemento significativo fue que no se hablara ya solo de atajar las posibles infracciones en el ámbito delictivo o de la propiedad. Algunas de estas voces sugirieron que estos mecanismos de control pudieran ir más allá y lidiar con cuestiones como la reglamentación del trabajo jornalero, la fijación de las horas de ocupación y la remuneración correspondiente. Así lo defendía el también jurista José Llagaría Ballester en 1903, reclamando que las comunidades de Labradores tuvieran «facultades discrecionales para imponer correctivos» en estos ámbitos.[42] Una suerte de disciplinamiento en lo productivo implícito en el hecho de que en ambos países la figura del capataz y la del guardia fueran eventualmente intercambiables. Lo escribía también Paulo de Moraes en su Manual de agricultura de 1881: «Un jornalero poco vigilado labra a 0,25 metros de profundidad, 100m2 en un día; vigilado, 200m2».[43]
La apuesta por la seguridad privada se revitalizó a lo largo de estos años dentro y fuera del espacio rural. En 1893, el Ministerio del Reino portugués daba cuenta de que se había detectado la organización de cuerpos de guardias nocturnos bajo la dirección de particulares y con reglamentos propios en varias localidades. Las instituciones centrales advertían en relación con ello que «no [era] lícito que ningún particular [organizara] servicios de orden público».[44] En algunos casos podía llegarse a un abierto desafío, más en contextos de mayor tensión. Fue en octubre de 1908 cuando el grupo de propietarios del enclave norteño de Casal de Loivos mandaron la comunicación con la que se daba inicio a estas páginas. En la carta, veinte propietarios se dirigían a las instituciones centrales pidiendo medidas para el mantenimiento del orden y para su defensa personal y la de sus propiedades. En caso contrario, señalaban su voluntad de tomar cartas en el asunto de modo unilateral. A principios de 1910 se reiteraban desde Évora las reclamaciones sobre la necesidad de redoblar los efectivos de caballería en los montes del distrito y se denunciaba la insuficiencia de vigilantes rurales. Según se anunciaba, los administradores tomarían medidas. Un mes después se lamentaba que el gran mal no era solo no tener organizados cuerpos de Policía Rural, «lo peor y más triste [era] ver que alguien que [quisiera] tener, pagados de su bolsillo, guardias con designación legal, [encontraba] por parte de las cámaras municipales […] unos obstáculos censurables». Aquel mismo mes se celebraba una reunión de propietarios rurales en Beja con el fin de organizar una asociación que tenía como objetivo «la creación de la policía rural en el consejo». En abril se señalaba amargamente que no parecía haber remedio en Montemor-o-Novo a los allanamientos de propiedad «a no ser que los perjudicados [crearan] una policía propia».[45]
V. CON EL APOYO DEL ESTADO. MODELOS HÍBRIDOS PÚBLICO-PRIVADOS[Subir]
Aun con todo, no cesaron las peticiones del sector propietario luso para que el Estado creara una Policía Rural «con poderes excepcionales».[46] De hecho, en uno y otro país, las iniciativas del sector privado se daban en paralelo a un recurso sistemático a la Guardia Civil y al Ejército, en España; al Ejército, la Policía Civil y la GNR (tras su creación en 1911), en Portugal. En ambos países las autoridades centrales señalaron los abusos que se cometían en este sentido, tanto por parte de consistorios como de particulares. En 1901, el Ministerio de la Gobernación español llamó la atención sobre la frecuencia con que se daban concentraciones de la Guardia Civil en las capitales de provincia y otras poblaciones importantes, «a menudo sin una razón realmente justificada». Un año más tarde, en una carta mandada a todos los gobernadores se hacía saber que el número de peticiones de municipios y particulares para la creación de puestos de la Guardia Civil era «excesiva».[47] Las «reiteradas y excesivas solicitudes de fuerza armada» se hacían notar asimismo por parte del Ministerio de Guerra en Portugal ya en 1887.[48] Ahora bien, en uno y otro país el sector propietario fue el principal financiador de la instalación de puestos principalmente de la Guardia Civil en España y de la GNR en el caso de Portugal, a lo que cabía sumar la entrega de aguinaldos que, por otra parte, se añadían a las recompensas de autoridades en forma de beneficios y condecoraciones por tareas de protección de la propiedad privada.[49] La celeridad de estos cuerpos en el cumplimiento de los encargos de sus patrocinadores hacía que en ocasiones fueran tildados de «lacayos de los latifundistas», como ocurrió en el caso de los guardias republicanos en tierras alentejanas. Esto comprendía también casos en los que no se daba auxilio únicamente ante hechos de corte delictivo, sino en ocasiones en las que se dirimían disputas laborales o disputas entre propietarios y trabajadores.[50]
Otro caso paradigmático del uso de la fuerza pública para la vigilancia de intereses privados fue el de sectores estratégicos, como los ferrocarriles o la minería. En España, la Dirección General de la Guardia Civil se quejaba con frecuencia de las muchas responsabilidades a las que tenía que hacer frente el cuerpo, entre las que se contaban la protección de las líneas del ferrocarril, gestionadas por empresas privadas. Esto mismo ocurría en el caso de Portugal, donde el Ejército debía hacerse cargo de la protección de las líneas del distrito de Évora, así como las de las cercanías de Lisboa y Porto.[51] Por otro lado, y ya desde mediados de la década de los setenta del xix, en Beja, en el Bajo Alentejo, había una guardia permanente de individuos del Ejército que garantizaba la seguridad de los grandes intereses vinculados a la explotación minera, fuerza secundada por guardias de las propias compañías.[52] También la policía instalada en las fábricas de corcho de la zona de Setúbal era sostenida por los dueños de las industrias a la altura de 1893.[53] Otro tanto ocurría en España, donde empresas encargadas de la producción de energía eléctrica, como hacía la Empresa Catalana de Gas y Electricidad en la Ribagorza oscense, alquilaron edificios para convertirlos en cuarteles de la Guardia Civil, o donde la policía privada de compañías como la minera Rio Tinto Company Limited, en Huelva, Andalucía, al otro lado de la frontera de la cuenca minera alentejana, secundaba al Ejército en la inmediata represión de episodios de conflictividad.[54] En realidad, todo ello nos remite a nuevas modalidades represivas que nuevamente implicaron el esfuerzo combinado de autoridades y esfera particular, colaboración que fue en alza a lo largo de la última década del xix e inicios del xx.
Resulta revelador que con el tiempo estas prácticas no remitieran y sí lo hicieran en cambio las intimaciones de ambas autoridades centrales ante los presuntos excesos en las peticiones de fuerza pública. A partir de cierto momento, estas optaron incluso por animar la subvención privada. Fue el caso de las autoridades distritales eborenses en 1911. Ante las repetidas solicitudes de comisiones de propietarios para la creación de más subpuestos de la GNR en enclaves secundarios, y ante la imposibilidad de aumentar las dotaciones locales del cuerpo, el gobernador, consciente de que muchos propietarios habían procurado ya remediar estos inconvenientes costeando la creación de más puestos y el alistamiento de más plazas, propuso a mediados de noviembre que se responsabilizaran ellos de este gasto. La necesidad era «apremiante», señalaba.[55]
Todo ello nos remite a un debate en torno al modelo de seguridad que en ambos países generó polémicas y posicionamientos enfrentados ya a lo largo de las últimas décadas del xix e inicios del xx. Estas controversias mostraron la existencia de dos criterios distintos en lo tocante al modelo de seguridad rural: una mayor centralización y eventual militarización, lo cual suponía la ampliación de las estructuras de un Estado en plena consolidación territorial; o bien la preservación por parte de los sectores propietarios de ambos países de un cierto grado de autonomía que asegurara la pervivencia de determinados mecanismos de control.
En España, la asignación definitiva de la seguridad rural a la Guardia Civil en 1876, que acusaba una cobertura en ocasiones deficiente y una frecuente concentración de fuerzas en determinados enclaves, no puso punto final a la polémica. Significativamente, esto afectaba particularmente a la vigilancia de las propiedades, puesto que, como lamentarían algunos, en la disyuntiva de velar por las personas o por aquellas, habían sido «las primeras las preferidas».[56] La reactivación de propuestas en este ámbito fue patente durante la primera década del xx y comprendió aquellas en las que el sector privado tenía un peso destacado, aunque casi siempre al abrigo de la acción institucional. En 1906 el vicepresidente de la Asociación de Agricultores de España, el marqués de la Fuensanta de Palma, sugirió que, junto a todos los empleados del campo por el Estado, provincias y municipios debían ser también reconocidos como guardias rurales y pagados por el Ministerio de Fomento aquellos empleados por entidades jurídicas y por particulares.[57] En 1910, Tomás Costa destacaba en su Memoria las bondades de un sistema que combinara la acción del Estado y la particular. Su visión era secundada por otras personalidades procedentes del ámbito de la jurisprudencia y del sector propietario, caso del jurista José Gascón y Marín, quien contemporáneamente al menor de los Costa añadía una reflexión final en el primer congreso de la Federación Agraria Aragonesa: «Nunca será más eficaz la acción del servicio […] que allí donde en cada individuo se halle un eficaz cooperador en la función de mantener el orden».[58]
En Portugal, país que no dispuso de una fuerza de gendarmería hasta 1911, la cuestión cobraba una dimensión notoriamente distinta. Los recelos y resistencias en torno a la posible creación de un cuerpo que emulara a la Guardia Civil española[59] se sumaron a la apuesta por alternativas que resultaron no ser muy eficaces. La creación de puestos de la Policía Civil en las capitales de distrito en condiciones no muy ventajosas provocó que se siguiera apostando en gran medida por el Ejército como cuerpo policial.[60] A ello se sumaron soluciones alternativas, como la propuesta por la Junta General del distrito de Beja en 1884: un cuerpo de Policía Rural bajo las órdenes del gobernador y que incorporara como personal auxiliar a toda la policía civil urbana e igualmente a los trabajadores de carreteras municipales y distritales.[61]
La premura por disponer de una Policía Rural eficaz parecía en ocasiones imperiosa. Sin embargo, esto se combinaba con el pedido de mayor margen de gestión y maniobra en este ámbito para el propietario. Así lo solicitaron en 1888 los asistentes al citado I Congreso Agrícola portugués, quienes resolvieron que a cada propietario o grupo de propietarios les tenía que ser concedido poder jurar hombres de su confianza ante sus respectivas autoridades, con las mismas atribuciones que los guardas campestres. Eso sí: a ello debía sumarse una «enérgica represión» llevada a cabo «por el gobierno, rápidamente».[62] Se seguía optando de este modo por una represión de visos cotidianos que descansaba en la figura y la acción de guardias propios (cuya función podía ser de tipo disuasorio o un tipo de violencia expeditiva y brutal, pero de pequeña escala) y, en lo tocante a una actuación frente a amenazas mayores o de carácter colectivo, una oportuna e inmediata acción del Estado. Por otro lado, no resulta sorpresivo que la cuestión de la ausencia de un cuerpo de guardería rural emergiera de nuevo en coyunturas particularmente críticas en lo tocante a la agitación social.
La suma de peticiones propiciaba la reactivación de un debate en clave nacional. En 1908, la principal organización de los propietarios agrícolas portugueses, la Real Associação Central d’Agricultura Portugueza, intentó ponerse manos a la obra y abrió por su cuenta un concurso para la redacción y publicación de una monografía sobre cómo debía ser la organización práctica de una Policía Rural en Portugal.[63] No obstante, el cálculo de costes y riesgos no se alteró en Portugal hasta el inicio de la República. A partir de aquel momento, los encargados del orden público a nivel local perdieron protagonismo, pero el lento despliegue de la GNR (en ocasiones no presente hasta muchas décadas después) aseguró la pervivencia de redes locales y privadas de vigilancia.[64] Otro elemento significativo es que las fuerzas que participaron en la represión de las huelgas de verano de 1911 y enero de 1912 en el distrito resultaran ineficaces para las patrullas policiales del día a día, lo cual animó nuevas reivindicaciones en torno a la creación de una guardería rural alternativa.[65]
Las autoridades de uno y otro país no tardaron en percatarse de que esta combinación de recursos públicos y privados resultaba ventajosa para el despliegue policial y para la preservación del orden público en las provincias. Esto dio pie a que los beneficios de un eventual sistema híbrido fueran cada vez más explorados en ambos países. De hecho, esta suma de esfuerzos estaba ya prevista en la legislación portuguesa, que contemplaba desde 1867 que ciudadanos particulares propusieran y pagaran a individuos que realizaran la labor de guardias. Sin embargo, estos pasaban a engrosar el cuerpo de la Policía Civil en calidad de «miembros extraordinarios». Esto permitía no solo contribuir a preservar un orden y la propiedad, sino a la ampliación del cuerpo de Policía Civil, y ello sin un coste por parte del Estado. También el reglamento general de 1898 de este cuerpo permitía el uso de cualquier efectivo para servicios especiales de interés particular. En 1908, algunas «comisiones de ciudadanos» o «comisiones de contribuyentes» se ofrecieron a pagar el sueldo de individuos que fueron utilizados como guardias nocturnos privados en diferentes pueblos.[66] Cabe recordar que poco más de una década atrás, en 1893, las autoridades centrales lusas habían atajado iniciativas exclusivamente privadas que pretendían crear estos cuerpos con reglamentos propios fuera de lo estipulado por ley.
También los reglamentos de algunas de las fuerzas alternativas proyectadas —como en el caso de la Policía Rural del distrito de Beja de 1884— contemplaban prácticas de este tipo, disponiendo que todo propietario que quisiera encargar la guardia de su propiedad a los guardias campestres del citado cuerpo tenía que comunicarlo a la cámara municipal respectiva. Propietarios y asociaciones agrícolas podían proponer a la municipalidad los nombres de individuos a quienes pretendieran encargar la vigilancia de su hacienda, si estos no eran ya guardias campestres, o bien escoger entre los guardas nombrados quienes más les convinieran.[67]
Con todo, esta delegación fue aprovechada por grupos de propietarios para ejercer una gestión privada de estos recursos, siempre con una oportuna cobertura legal. En algunos barrios de Lisboa, grupos de ciudadanos decidieron acordar directamente con el regidor de parroquia o el administrador el nombramiento de hombres de su elección para el cargo de cabos de policía, remunerados privadamente. Esta «adaptación a conveniencia» de las disposiciones oficiales les permitía disponer de guardias reconocidos por las autoridades, pero sin la intermediación de la organización policial de la ciudad, lo cual levantó los recelos de Policía Civil y gobernadores.[68] También se produjeron suspicacias ante un eventual exceso de autonomía derivado de las diversas iniciativas en favor de la sindicación de los guardas nocturnos de la capital, ya en 1893 y en 1908, ante lo que el Gobierno Civil de Lisboa se pronunció resueltamente en contra.[69]
Como en el caso de Portugal, es interesante ver al menos el esbozo de proyectos similares en un plano urbano en España. Fue en tal sentido que se propuso un reglamento de policía de los porteros de Madrid en 1898 para convertirlos en una figura cuasi-policial auxiliar de la autoridad gubernativa.[70] Significativamente, las ventajas de este sistema se estaban estudiando contemporáneamente en la periferia rural española. En 1902, coincidiendo con los primeros indicios de una asociación estable de trabajadores en la provincia de Badajoz, una carta confidencial del Ministerio del Interior al gobernador civil de la provincia subrayaba la necesidad de llevar a cabo más trabajos preventivos. Esto debía complementarse con un activo concurso de los propietarios: «Aún más importante será traer a la mente de los individuos la necesidad esencial de combinar sus esfuerzos y proceder a proteger sus intereses, asociándose en las localidades».[71] Hacía por aquel entonces cuatro años que una Ley de Policía Rural permitía en España a organizaciones de propietarios establecerse como «Comunidades de labradores» o «Sindicatos de Policía Rural». En virtud de esta ley, aprobada en julio de 1898 (a la que se añadió posteriormente un Reglamento de 23 de febrero de 1906), las facultades previamente otorgadas al municipio en materia de policía rural pasaban a manos de los propietarios locales debidamente asociados.[72] El reglamento de 1906 disponía que los dependientes de las comunidades tenían el carácter de agentes de la autoridad, del mismo modo que se había ordenado en 1905 para los hombres del Somatén catalán cuando se hallasen en actos de servicio, lo que les convertía a efectos prácticos en una suerte de policía auxiliar.[73]
El de las comunidades de Labradores españolas constituye de hecho un caso insólito de delegación de funciones, por mucho que estas estuvieran restringidas al ámbito de la Policía Rural. La desaparición de las cuestiones relacionadas con este asunto en las actas de los ayuntamientos respectivos (y aún de «policía» en un sentido más amplio), más las subvenciones que pagaban los consistorios por concepto de ello a estos órganos —cabe recordar, gestionados por propietarios privados asociados— son reveladoras.[74] Por otro lado, ni que decir tiene que si, como consignaban las órdenes de Gobernación, en el momento de iniciarse una «manifestación tumultuaria o alteración del orden» las fuerzas de las que el municipio tenía que disponer en primer lugar eran «agentes de vigilancia y municipales» (retrasando mientras «[bastaran] aquellos […] la acción de la Guardia Civil»), esto colocaba en un punto cuando menos interesante a los guardas de las comunidades, investidos de autoridad según la ley y teniendo en cuenta que las competencias de policía rural habían pasado a este ente paralelo.[75]
Por último, resulta imprescindible hacer hincapié en una cuestión anticipada anteriormente a raíz de la actividad represiva desplegada por la Rio Tinto Company Limited en Huelva: la constitución de policías privadas, permitidas y toleradas también por ambos Gobiernos. Significativamente, esta fue una estrategia adoptada muy principalmente por empresas de iniciativa y capital extranjero. Fue el caso de las empresas mineras. Esto fue fruto tanto de la subordinación a este capital extranjero como de la voluntad de mantener buenas relaciones con estas compañías, de las que podía incluso depender la aceptación del nuevo régimen en el caso del Portugal republicano. Esto acabó por generar relaciones de dependencia y ceder espacios de soberanía, también en el ámbito del mantenimiento del orden, dinámica que se estaba dando en un escenario también global.[76] Ya desde mediados de la década de los setenta del xix, el yacimiento de São Domingos, en Mértola (Beja), en manos de la firma inglesa Mason & Barry, contó con un cuerpo de vigilancia privado bajo el mando del director de la explotación. Esta práctica se habría generalizado después a otros yacimientos y desde inicios del xx las grandes minas del sur alentejano, como la antes mencionada gestionada por la Societé Anónime Belge en Aljustrel, habrían dispuesto de cuerpos supuestamente pagados por los directores de las compañías.[77] Ocurría exactamente lo mismo al otro lado de la frontera, en enclaves estrechamente relacionados con las cuencas mineras del sur alentejano debido a la itinerancia de técnicos y trabajadores entre unos y otros yacimientos. En efecto, la firma inglesa Rio Tinto Company Limited, adjudicataria de los yacimientos de la cuenca de Riotinto, disponía también de un cuerpo de policía propio: la guardiña. Esta vigilancia se reforzaba durante la preparación de huelgas: en dichas ocasiones se engrosaba el contingente de la fuerza o bien se creaban nuevas figuras dentro del cuerpo, como sucedió en 1913 cuando se creó además la figura de los «guardias de casas».[78]
VI. CONCLUSIONES[Subir]
A lo largo de estas páginas no se ha hablado estrictamente, o no únicamente, de un proceso de privatización. Sí en cambio de la continuidad e intensificación de una serie de prácticas vinculadas a la seguridad privada cuyo origen se remonta a tiempos muy pretéritos, como la existencia de una tupida red de guardias propios. Sin embargo, se ha abordado el auge de una violencia de tipo privado que convivió con (y en ocasiones sustituyó a) aquella desplegada por el propio Estado. A pesar de tener estas prácticas hondas raíces, su continuidad se dio en un marco de pleno desarrollo de lo público y siguió, sin embargo, gestionándose privadamente y con finalidades privadas, aunque sus actividades pudieran ser consideradas beneficiosas por parte de las propias instituciones. También mediante el pago y beneficio privados de organismos que consideraríamos plenamente públicos (véase el caso de los cuerpos de Policía Civil o Gendarmería).
Este incremento en las dinámicas de privatización nació también de una voluntad por cubrir enteramente el territorio. Y esto es interesante porque nos hace reflexionar sobre la estrecha conexión existente entre la defensa del orden público, de una parte, y la defensa personal y de la propiedad privada, por otra; esto es, en qué medida armar a una parte de la ciudadanía para la defensa del orden era, además o, sobre todo, una forma de proteger su seguridad personal y la de sus bienes.
La acción reguladora de las autoridades en todo este proceso formó parte en ambos países del empeño del propio Estado por extender su control sin una gran disponibilidad de recursos. Mediante ello, no solo se reafirmaba el control estatal sobre las competencias de orden público, también en el ámbito de la propiedad privada, sino que este ampliaba su maquinaria administrativa con el oportuno concurso de la ciudadanía. En el despliegue territorial de modelos híbridos público-privados de seguridad podemos ver un interés del Estado por controlar y a la vez promover formas de gestión del orden público que no recayeran exclusivamente bajo el cargo y la responsabilidad directa de las autoridades centrales y, a pesar de los costes generados por estas iniciativas, beneficios evidentes también para el propietario, el patrono o la empresa, en particular disponer —paradójicamente— de mayor autonomía y de una oportuna cobertura legal de sus actividades.
Esto último tuvo estrecha relación con otro elemento fundamental: el rol del ciudadano propietario en todo este entramado, papel que se articulaba en torno a un sistema legislativo que ponía en el centro el «valor social de la propiedad» como fundamento del orden. Esto confería una función pública a su defensa. En consecuencia, los propietarios no solo garantizaban su propia integridad y la de sus bienes, sino que asumían «una función social de tutela de la propiedad».[79]
Todo ello entraba de lleno en una lógica defensiva. Resulta obvio que la cuestión de la seguridad fue adquiriendo a lo largo de estos años un carácter marcadamente distinto, con prácticas cada vez más concebidas como estrategias de autodefensa propietaria. No puede dejar de llamarnos la atención que este proceso privatizador se acelerara a medida que lo hacía el cambio socioeconómico y al tiempo que se intensificaba el conflicto social. También al tiempo que estas clases propietarias exigían medidas más enérgicas y menos legalistas al Gobierno. La idea de una amenaza que afectaba a un colectivo daba pie a dinámicas grupales de autodefensa. De ahí que se hablara de iniciativas que adoptar «individualmente o en grupo», como advertían en su carta los propietarios alijoenses. Estas prácticas fueron en efecto trascendiendo cada vez más el ámbito de lo privado para adquirir mayor magnitud como movimientos de orden frente a una serie de desafíos compartidos.
En todo ello fue clave la gradual fijación de una identidad de clase de la autodenominada como clase productora, cuyo ingrediente principal fue la creencia en una necesidad de autodefensa ante las condiciones de un mundo cambiante: ante los peligros acentuados por el propio avance del sistema capitalista, ante las crecientes demandas de las llamadas clases subalternas y su gradual materialización política, y ante el propio Estado y sus instituciones cuando se consideraba que no atendía a los intereses de las llamadas «clases leales».
Esto nos lleva a complejizar la idea de un pretendido monopolio de la violencia por parte del Estado a lo largo de estos años. En ambos países nos encontramos con una élite que presenta una elevada confianza en los mecanismos de orden público y en el planteamiento represivo de ambos poderes centrales. Pero la confianza se revelaba más limitada respecto a la capacidad de llegar a todas partes con prontitud, especialmente en casos de conflicto generalizado o multinuclear. Ahora bien, el desarrollo de estas estrategias se dio al calor de la construcción del aparato estatal, incluidos los mecanismos de orden público, cuyos efectivos se redoblaron a lo largo de estas décadas. El diálogo centro-periferia en términos de orden público fue también un componente imprescindible de todo este proceso. Partiendo de un sistema que, en ambos países, había pivotado tradicionalmente alrededor de las capitales y ciudades importantes, este modelo híbrido público-privado tuvo un papel central en el alargamiento del potencial represivo y en la expansión y arraigo del propio aparato estatal. De este modo, estaríamos hablando en todo caso de una forma distinta de monopolio, y no de lo contrario.